2 LAS REGLAS DE LA LEY

Skoll el lobo asustará a la Luna hasta que vuele al bosque de la Aflicción; Hati el lobo, del linaje de Hridvitnir, perseguirá al Sol.


«Grimnismal», Edda mayor


En la MITOLOGÍA VIKINGA, Skoll y Hati cazaron el Sol y la Luna. (Alando los lobos atrapan a uno de ellos, hay un eclipse. Cuando eso ocurre, los habitantes de la Tierra se apresuran a rescatar el Sol o la Luna haciendo tanto ruido como pueden, esperando asustar a los lobos. Hay mitos semejantes en otras culturas. Pero al cabo de un tiempo, la gente se fue dando cuenta de que el Sol y la Luna volvían a emerger poco después del eclipse, tanto si ellos corrían, chillaban y hacían ruido como si no lo hacían. Al cabo de un tiempo, se tuvieron que dar cuenta de que los eclipses no se producen al azar, sino en patrones regulares que se repiten. Esos patrones resultaban más obvios para los eclipses de Luna, y permitieron a los antiguos babilonios predecir con considerable exactitud eclipses lunares, aunque no se dieron cuenta de que los produjera la Tierra al interceptar la luz del Sol. Los eclipses de Sol fueron más difíciles de predecir, porque sólo son visibles en un corredor de unos sesenta kilómetros de ancho sobre la Tierra. Aun así, una vez nos damos cuenta de dichos patrones, resulta claro que los eclipses no dependen de las veleidades de seres sobrenaturales, sino que están gobernados por leyes.


A pesar de algunos éxitos tempranos en la predicción de los movimientos de los cuerpos celestes, la mayoría de los fenómenos de la naturaleza pareció imposible de predecir para nuestros antepasados. Volcanes, terremotos, tempestades, epidemias y uñas de los pies creciendo hacia dentro parecían producirse sin causas obvias ni regularidades manifiestas. En la Antigüedad, resultaba natural adscribir los actos violentos de la naturaleza a un panteón de deidades traviesas o malévolas. Las calamidades eran consideradas a menudo como una señal de que se había ofendido a los dioses. Por ejemplo, hacia 4800 a. C, un volcán en el monte Mazama en Oregón explotó, haciendo que durante largo tiempo lloviera roca y ceniza ardientes y provocando años de lluvia, que al final llenaron el cráter volcánico, llamado hoy lago Cráter. Los indios klamath de Oregón tienen una leyenda que se ajusta perfectamente a cada uno de los detalles geológicos de aquel acontecimiento, pero le añade un poco de dramatismo atribuyendo a un humano la causa de la catástrofe. La capacidad humana para sentirse culpable es tal que siempre podemos hallar maneras de acusarnos a nosotros mismos. Según la leyenda, Llao, el jefe del Mundo Inferior, se enamora de la hermosa hija del jefe de los klamath. Ella lo rechaza y, en revancha, Llao intenta destruir a los klamath con fuego. Afortunadamente, según la leyenda, Skell, el jefe del Mundo Superior, se apiada de los humanos y lucha contra su homónimo del Mundo Inferior. Al final Llao, malherido, cae dentro del monte Mazama, dejando un agujero enorme, el cráter que al final fue llenado por el agua.


La ignorancia de las formas de actuar de la naturaleza condujo a los antiguos a inventar dioses que dominaban cada uno de los aspectos de la vida humana. Había dioses del amor y de la guerra, del sol, la tierra y el cielo, de los ríos y los océanos, de la lluvia y los truenos, e incluso de los terremotos y los volcanes. Cuando los dioses estaban satisfechos, la humanidad era obsequiada con buen tiempo, paz y ausencia de desastres naturales y de enfermedades. Cuando estaban enfadados, en cambio, venían las sequías, guerras, pestes y epidemias. Como la relación entre causas y efectos en la naturaleza resultaba invisible a ojos de los antiguos, esos dioses les parecían inescrutables y se sentían a su merced. Pero con Tales (r. 624-546 a. C.,), unos 2.600 a. C, eso empezó a cambiar. Surgió la idea de que la naturaleza sigue unos principios consistentes que podrían ser descifrados, y así empezó el largo proceso de reemplazar la noción del reinado de los dioses por la de un universo regido por leyes de la naturaleza y creado conforme a un plan que algún día aprenderemos a leer.


Vista a escala de la historia humana, la indagación científica es una empresa muy reciente. Nuestra especie, el Homo sapiens, surgió en el África subsahariana hace unos doscientos mil años. El lenguaje escrito empezó apenas unos siete mil años a. C, como producto de sociedades centradas en el cultivo de gramíneas. (Algunas de las inscripciones más antiguas se refieren a la ración diaria de cerveza consentida a cada ciudadano.) Los documentos escritos más antiguos de la gran civilización de Grecia datan del siglo ix a. C, pero la cumbre de dicha civilización, llamada el «período clásico», llegó varios siglos después, un poco antes del año 500 a. C. Según Aristóteles (384-322 a. C.) fue en aquella época cuando Tales de Mileto – una ciudad que hoy forma parte de la Turquía occidental- formuló por primera vez la idea de que el mundo puede ser comprendido, y de que los complejos acontecimientos que nos rodean podrían ser reducidos a principios simples y ser explicados sin necesidad de recurrir a interpretaciones teológicas o míticas.


Se atribuye a Tales la primera predicción de un eclipse solar en 585 a. C, aunque la exactitud de su predicción fue seguramente una mera conjetura afortunada. Fue una figura algo desvaída, que no dejó escritos. Su casa era uno de los centros intelectuales de una región llamada Jonia, que fue colonizada por los griegos y ejerció una influencia que llegó a extenderse desde Turquía hasta Italia. La ciencia jónica fue una empresa marcada por un intenso interés por descubrir las leyes fundamentales que explicasen los fenómenos naturales, un hito formidable en la historia del pensamiento humano. Su formulación era racional y en muchos casos condujo a conclusiones sorprendentemente parecidas a las de nuestros métodos más sofisticados. Aunque representó un gran comienzo, con el paso de los siglos una gran parte de la ciencia jónica fue olvidada, para ser redescubierta o reinventada mucho más tarde, en algunos casos más de una vez.


Según la leyenda, la primera formulación matemática de lo que hoy llamaríamos una ley de la naturaleza data de un jonio llamado Pitágoras (e. 580-490 a.C), famoso por un teorema que lleva su nombre, a saber, que el cuadrado de la hipotenusa (el lado más largo) de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos (los otros dos lados). Se dice que Pitágoras descubrió las relaciones numéricas entre las longitudes de las cuerdas utilizadas en los instrumentos musicales y las combinaciones armónicas de los sonidos. En lenguaje actual, describiríamos dicha relación diciendo que la frecuencia -el número de vibraciones por segundo- de una cuerda que vibra bajo una determinada tensión es inversamente proporcional a su longitud. Desde el punto de vista práctico, ello explica por qué en una guitarra las cuerdas más cortas producen un tono más elevado, un sonido más agudo, que las cuerdas más largas. En realidad, es probable que Pitágoras no lo descubriera -tampoco descubrió el teorema que lleva su nombre- pero hay evidencias de que en su época se conocía alguna relación entre la longitud de la cuerda y el tono del sonido producido. Si realmente es así, se podría decir que dicha fórmula matemática sencilla constituye el primer ejemplo de lo que conocemos hoy como física teórica.


Aparte de la ley pitagórica de las cuerdas, las únicas leyes físicas que fueron conocidas correctamente por los antiguos fueron tres leyes formuladas por Arquímedes (Y. 287-212 a. C), que es, sin lugar a dudas, el físico más eminente de la Antigüedad. En la terminología actual, la ley de la palanca explica que pequeñas fuerzas pueden elevar grandes pesos porque la palanca amplifica una fuerza según la razón de las distancias al fulcro o punto de apoyo de la palanca. La ley de la flotación establece que cualquier objeto inmerso en un fluido experimenta una fuerza hacia arriba, o empuje, igual al peso del Huido desalojado. Y la ley de la reflexión afirma que el ángulo de un haz, de luz reflejado en un espejo es igual al ángulo del haz de luz incidente en el espejo. Pero Arquímedes no las denominó leyes ni las explicó a partir de observaciones y medidas, sino que las trató como si fueran teoremas puramente matemáticos, de una manera axiomática muy parecida a la que Euclides creó para la geometría.


A medida que se difundió la influencia jónica, otros pueblos fueron viendo que el universo posee un orden interno, que podría llegar a ser comprendido mediante la observación y la razón. Anaximandro (610-546 a. C), amigo y probablemente discípulo de Tales, argüyó que como los niños están indefensos al nacer, si el primer humano hubiera aparecido sobre la tierra como un niño no habría podido sobrevivir. En lo que puede haber sido la primera intuición de la evolución, Anaximandro razonó que, por lo tanto, los humanos deberían haber evolucionado a partir de otros animales cuyos retoños fueran más resistentes. En Sicilia, Empédocles (490-430 a. C.) analizó cómo se comportaba un instrumento denominado clepsidra. Utilizado a veces como cucharón, consistía en una esfera con un cuello abierto y pequeños orificios en su fondo. Al ser sumergida en agua se llenaba y, si su cuello se tapaba, se podía elevar la esleía sin que el agua cayera por los agujeros. Empedocles descubrió que si primero se tapa su cuello y después se sumerge, la clepsidra no se llena. Razonó, pues, que algo invisible debe estar impidiendo que el agua entre a la esfera por los agujeros -había descubierto la sustancia material que llamamos aire.


I lacia la misma época, Demócrito (460-370 a. C), de una colonia jónica del norte de Grecia, se preguntó qué ocurre cuando rompemos o cortamos un objeto en pedazos. Argumentó que no deberíamos poder seguir indefinidamente ese proceso y postuló que todo, incluidos los seres vivos, está constituido por partículas elementales que no pueden ser cortadas ni descompuestas en partes menores. Llamó a esas partículas átomos, del adjetivo griego «indivisible». Demócrito creía que todo proceso material es el resultado de colisiones atómicas. En su interpretación, denominada «atomismo», todos los átomos se mueven en el espacio y, a no ser que sean perturbados, se mueven adelante indefinidamente. En la actualidad, esta idea es llamada ley de la inercia.


La revolucionaria idea de que no somos más que habitantes ordinarios del universo y no seres especiales que se distingan por vivir en su centro, fue sostenida por primera vez por Aristarco (c. 310-230 a. C), uno de los últimos científicos jonios. Sólo nos ha llegado uno de sus cálculos, un complicado análisis geométrico de las detalladas observaciones que realizó sobre el tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna durante un eclipse lunar. A partir de sus datos concluyó que el Sol debe ser mucho mayor que la Tierra. Inspirado quizá por la idea de que los objetos pequeños deben girar alrededor de los grandes, y no al revés, fue la primera persona que sostuvo que la Tierra no es el centro de nuestro sistema planetario, sino que ella, como los demás planetas, gira alrededor del Sol, que es mucho mayor. Hay tan sólo un pequeño paso desde la constatación de que la Tierra es un simple planeta como los demás a la idea de que tampoco nuestro Sol tiene nada de especial. Aristarco supuso que éste era el caso y pensó que las estrellas que vemos en el cielo nocturno no son, en realidad, más que soles distantes.


Los jonios constituyeron una de las muchas escuelas de la filosofía griega antigua, cada una de ellas con tradiciones diferentes y a menudo contradictorias. Desgraciadamente, la visión jónica de la naturaleza -a saber, que puede ser explicada mediante leyes generales y reducida a un conjunto sencillo de principios- ejerció una influencia poderosa, pero sólo durante unos pocos siglos. Una razón es que las teorías jónicas parecían no dejar lugar a la noción de libre albedrío ni de finalidad, ni a la idea de que los dioses intervienen en los avatares del mundo. Se trataba de omisiones inquietantes, tan profundamente incómodas para muchos pensadores griegos como lo siguen siendo aún para mucha gente en la actualidad. El filósofo Epicuro (c. 341-270 a. C), por ejemplo, se opuso al atomismo basándose en que «es mejor seguir los mitos sobre los dioses que convertirse en un "esclavo" del destino según los filósofos de la naturaleza». También Aristóteles rechazó el concepto de átomo porque no podía aceptar que los humanos estuviéramos hechos de objetos inanimados y sin alma. La idea jónica de que el universo no está centrado en los humanos constituyó un hito en nuestra comprensión del cosmos, aunque esa idea fue olvidada y no fue recuperada o aceptada comúnmente hasta Galileo, casi veinte siglos más tarde.


Por penetrantes que fueran algunas de las especulaciones jónicas sobre la naturaleza, la mayoría de sus ideas no pasarían como ciencia válida en un examen moderno. Una razón es que, como los griegos todavía no habían inventado el método científico, sus teorías no fueron desarrolladas para ser verificadas experimentalmente. Así pues, si un estudioso afirmaba que un átomo se movía en línea recta hasta que chocaba con un segundo átomo, y otro afirmaba que se movía en línea recta hasta que chocaba con un cíclope, no había manera objetiva de zanjar la discusión. Tampoco había una diferencia clara entre las leyes humanas y las leyes físicas. En el siglo v a. C, por ejemplo, Anaximandro escribió que todas las cosas surgieron de una sustancia primordial y a ella retornarán, «a menos que paguen pena y castigo por su iniquidad». Y según el filósofo jonio Heráclito (535-475 a. C), el Sol se comporta como lo hace porque de otro modo la diosa de la justicia lo expulsaría del cielo. Varios siglos después, los estoicos, una escuela de filósofos griegos surgida hacia el siglo III a. C, establecieron una distinción entre los estatutos humanos y las leyes naturales, pero incluyeron reglas de conducta humana que consideraron universales -tales como la veneración a los dioses y la obediencia a los padres- en la categoría de leyes naturales. Recíprocamente, a menudo describieron los procesos físicos en términos legales y creyeron necesario reforzar dichas leyes, aunque los objetos que debían «obedecerlas» fueran inanimados. Si ya nos parece difícil conseguir que los humanos respeten las leyes de tráfico, imaginemos lo que sería convencer a un asteroide a moverse a lo largo de una elipse.


Esa tradición continuó influyendo a los pensadores que, muchos siglos después, sucedieron a los griegos. En el siglo XIII, el filósofo cristiano Tomás de Aquino (1225-1274) adoptó esa perspectiva y la usó para argumentar a favor de la existencia de Dios, escribiendo que «es claro que los (objetos inanimados) alcanzan su fin no por azar sino por intención… Por lo tanto, existe un ser personal inteligente por quien todo en la naturaleza está ordenado a su fin». Incluso tan tarde como el siglo xvi, el gran astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) creyó que los planetas tenían percepción sensorial y seguían conscientemente leyes de movimiento captadas por su «mente».


La noción de que las leyes de la naturaleza habían de ser obedecidas intencionalmente refleja la prioridad de los antiguos en averiguar porqué la naturaleza se comporta como lo hace en lugar de cómo lo hace. Aristóteles fue uno de los proponentes más influyentes de esta formulación, rechazando la idea de una ciencia basada principalmente en la observación. Las medidas precisas y los cálculos matemáticos eran, de todas formas, difíciles en la Antigüedad. La notación numérica en base decimal que nos resulta tan conveniente para los cálculos aritméticos data tan sólo de hacia el siglo VII de nuestra era, cuando los hindúes realizaron los primeros grandes pasos para convertir este recurso en un instrumento poderoso. Los signos más y menos para la suma y la resta tuvieron que esperar al siglo xv, y el signo igual y los relojes capaces de medir el tiempo en segundos no existieron antes del siglo xvi.


Aristóteles, sin embargo, no consideró los problemas de medida y de cálculo como un impedimento para desarrollar una física capaz de llegar a predicciones cuantitativas. Más bien, no vio necesidad de hacer tales predicciones y construye) su física sobre principios que le parecían intelectualmente atractivos, descartando los hechos, que consideraba poco atractivos. Así, enfocó sus esfuerzos hacia las razones por las cuales las cosas ocurren c invirtió relativamente poca energía en detallar con exactitud lo que estaba ocurriendo. Aristóteles modificaba adecuadamente sus conclusiones cuando el desacuerdo de éstas con las observaciones era tan flagrante que no podía ser ignorado, pero sus ajustes eran a menudo simples explicaciones ad hoc que hacían poco más que tapar las contradicciones. Así, por muy claramente que una teoría se desviara de lo que ocurre en realidad, siempre podía alterarla lo suficiente para que pareciera que el conflicto había sido eliminado. Por ejemplo, su teoría del movimiento especificaba que los cuerpos pesados caen con velocidad constante, proporcional a su peso. Para explicar que los objetos manifiestamente adquieren velocidad a medida que van cayendo, inventó un nuevo principio, a saber, que los cuerpos están más contentos y, por lo tanto, se aceleran a medida que se acercan a su posición natural de reposo, un principio que hoy parece describir más adecuadamente a algunas personas que a objetos inanimados. Aunque a menudo las teorías de Aristóteles tenían escaso poder predictivo, su forma de considerar la ciencia domine) el pensamiento occidental durante unos dos mil años.


Los sucesores cristianos de los griegos se opusieron a la noción de que el universo está regido por una ley natural indiferente y también rechazaron la idea de que los humanos no tienen un lugar privilegiado en el universo. Y aunque en el período medieval no hubo un sistema filosófico coherente único, un tema común fue que el universo es la casa de muñecas de Dios y que la religión era un tema mucho más digno de estudio que los fenómenos de la naturaleza. En efecto, en 1277 el obispo Tempier de París, siguiendo las instrucciones del papa Juan XXI, publicó una lista de 219 errores o herejías que debían ser condenados. Entre dichas herejías estaba la idea de que la naturaleza sigue leyes, porque ello entra en conflicto con la omnipotencia de Dios. Resulta interesante saber que el papa Juan XXI falleció por los efectos de la ley de la gravedad unos meses más tarde, al caerle encima el techo de su palacio.


El concepto moderno de leyes de la naturaleza emergió en el siglo XVII. Parece que Kepler fue el primer científico que interprete') este término en el sentido de la ciencia moderna aunque, como hemos dicho, retuvo una versión animista de los objetos físicos. Galileo (1564-1642) no utilizó el término «ley» en la mayoría de sus trabajos científicos (aunque aparece en algunas de las traducciones de ellos). Utilizara o no el término, sin embargo, Galileo descubrió muchas leyes importantes y abogó por los principios básicos de que la observación es la base de la ciencia y de que el objetivo de la ciencia es investigar las relaciones cuantitativas que existen entre los fenómenos físicos. Pero quien formuló por primera vez de una manera explícita y rigurosa el concepto de leyes de la naturaleza tal como lo entendemos hoy fue Rene Descartes (1596-1650).


Descartes creía que todos los fenómenos físicos deben ser explicados en términos de colisiones de masas en movimiento, regidas por tres leyes -precursoras de las tres célebres leyes de Newton. Afirmó que dichas leyes de la naturaleza eran válidas en todo lugar y en todo momento y estableció explícitamente que la obediencia a dichas leyes no implica que los cuerpos en movimiento tengan mente. Descartes comprendió también la importancia de lo que hoy llamamos «condiciones iniciales», que describen el estado de un sistema al inicio del intervalo temporal -sea cual sea- a lo largo del cual intentamos efectuar predicciones. Con un conjunto dado de condiciones iniciales, las leyes de la naturaleza establecen cómo el sistema evolucionara a lo largo del tiempo; pero sin un conjunto concreto de condiciones iniciales, su evolución no puede ser especificada. Si, por ejemplo, en el instante cero una paloma deja caer algo verticalmente, la trayectoria del objeto que cae queda determinada por las leyes de Newton. Pero el resultado será muy diferente según que la paloma, en el instante cero, esté quieta sobre un poste telegráfico o volando a treinta kilómetros por hora. Para aplicar las leyes de la física, necesitamos saber cómo empezó el sistema, o al menos su estado en un instante definido. (También podemos utilizar las leyes para reconstruir la trayectoria de un objeto hacia atrás en el tiempo.)


Cuando esa creencia renovada en la existencia de leyes de la naturaleza fue ganando autoridad, surgieron nuevos intentos de reconciliarla con el concepto de Dios. Según Descartes, Dios podría alterar a voluntad la verdad o la falsedad de las proposiciones éticas o de los teoremas matemáticos, pero no la naturaleza. Creía que Dios promulgaba las leyes de la naturaleza pero que no podía elegir dichas leyes, sino que las adoptaba porque las leyes que experimentamos eran las únicas posibles. Ello parecería limitar la autoridad de Dios, pero Descartes sorteó este problema afirmando que las leyes son inalterables porque constituyen un reflejo de la propia naturaleza intrínseca de Dios. Aunque ello fuera verdad, se podría pensar que Dios tenía la opción de crear una diversidad de mundos diferentes, cada uno de los cuales correspondería a un conjunto diferente de condiciones iniciales, pero Descartes también negó esa posibilidad. Sea cual sea la disposición de la materia en el inicio del universo, argumentó, a lo largo del tiempo evolucionaría hacia un mundo idéntico al nuestro. Ademas, Descartes afirmó que una vez Dios ha puesto en marcha el mundo lo deja funcionar por sí solo.


Una posición semejante fue adoptada por Isaac Newton (1643-1727). Newton consiguió una aceptación amplia del concepto moderno de ley científica con sus tres leyes del movimiento y su ley de la gravedad, que dan razón de las órbitas de la Tierra, la Luna y los planetas y explican fenómenos como las marcas. El puñado de ecuaciones que creó y el elaborado marco matemático que hemos desarrollado a partir de ellas, son enseñados todavía y utilizados por los arquitectos para construir edificios, los ingenieros para diseñar coches, o los físicos para calcular cómo lanzar un cohete para que se pose en Marte. Como escribió el poeta Alexander Pope:


Nature and Nature's laws lay hid in night: Godsaid, Let Newton be! and all was light.


(La Naturaleza y sus leyes yacían en la oscuridad; Dios dijo: ¡Sea Newton!, y todo fue claridad.)


Actualmente, la mayoría de los científicos dirían que una ley de la naturaleza es una regla basada en una regularidad observada y que proporciona predicciones que van más allá de las situaciones inmediatas en que se ha basado su formulación. Por ejemplo, podríamos advertir que el Sol ha salido por el este cada mañana de nuestras vidas, y postular la ley de que «el Sol siempre sale por el este». Esta es una generalización que va más allá de nuestras observaciones limitadas sobre la salida del Sol, y hace predicciones comprobables sobre el futuro. En cambio, una afirmación como «los ordenadores de esta oficina son negros» no es una ley de la naturaleza, porque tan sólo describe los ordenadores de la oficina, pero no hace predicciones como «si en mi oficina compran otro ordenador, será negro».


Nuestra interpretación moderna del término «ley de la naturaleza» es un tema que los filósofos debaten prolijamente, y es bastante más sutil de lo que podríamos imaginar a primera vista. Por ejemplo, el filósofo John W. Carroll comparó la afirmación «todas las esferas de oro tienen menos de un kilómetro de radio» con la afirmación «todas las esferas de uranio 235 tienen menos de un kilómetro de radio». Nuestras observaciones del mundo nos dicen que no hay esferas de oro de radio mayor que un kilómetro, y podemos estar bastante seguros de que nunca las habrá. Sin embargo, no tenemos razón para pensar que nunca las pueda haber, de manera que la afirmación no es considerada como una ley. En cambio, la afirmación «todas las esferas de uranio 235 tienen menos de un kilómetro de radio» podría ser interpretada como una ley de la naturaleza porque, según lo que conocemos sobre física nuclear, si una esfera de uranio 235 sobrepasa un radio de unos siete centímetros y medio se destruiría a sí misma en una explosión nuclear. Por lo tanto, podemos estar seguros de que tales esferas no existen. (¡Ni sería una buena idea intentar hacer una!). Esta distinción importa porque ilustra que no todas las generalizaciones que observamos pueden ser consideradas como leyes de la naturaleza, y que la mayoría de las leyes de la naturaleza existen como parte de un sistema mayor y mutuamente interconectado de leyes.


En la ciencia moderna, las leyes de la naturaleza son formuladas en términos matemáticos. Pueden ser exactas o aproximadas, pero se debe haber constatado que se cumplen sin excepción, si no umversalmente al menos bajo un conjunto estipulado de condiciones. Por ejemplo, sabemos actualmente que las leyes de Newton deben ser modificadas si los objetos se desplazan a velocidades próximas a la de la luz. Aun así, consideramos que las leyes de Newton siguen siendo leyes, porque se cumplen, al menos con un buen grado de aproximación, en las condiciones del mundo cotidiano, en el cual las velocidades que encontramos son mucho menores que la velocidad de la luz.


Si la naturaleza se rige por leyes, surgen tres cuestiones:


1) ¿Cuál es el origen de dichas leyes?


2) ¿Hay algunas excepciones a estas leyes, por ejemplo, los milagros?


3) ¿Hay un solo conjunto posible de leyes?


Estas importantes cuestiones han sido abordadas de maneras muy diversas por científicos, filósofos y teólogos. La respuesta dada tradicionalmente a la primera cuestión -la respuesta de Kepler, Galileo, Descartes y Newton- fue que las leyes eran la obra de Dios. Sin embargo, ello no es más que una definición de Dios como la encarnación de las leyes de la naturaleza. Salvo que se dote a Dios con otros atributos, como por ejemplo ser el Dios del Antiguo Testamento, utilizar a Dios como respuesta a la primera pregunta meramente sustituye un misterio por otro. Así pues, si hacemos intervenir a Dios en la respuesta a la primera cuestión, el embate real llega con la segunda pregunta: ¿hay milagros, excepciones a las leyes?


Las opiniones sobre la respuesta a esa segunda pregunta han estado drásticamente divididas. Platón y Aristóteles, los escritores griegos antiguos más influyentes, mantuvieron que no podía haber excepciones a las leyes. Pero si se adopta el punto de vista bíblico, Dios creó las leyes, pero se le puede rogar, mediante la plegaria, que haga excepciones a ellas -para curar a un enfermo terminal, poner fin inmediatamente a las sequías, o hacer que el croquet vuelva a ser un deporte olímpico-. En oposición al punto de vista de Descartes, casi todos los pensadores cristianos mantuvieron que Dios debe ser capaz de suspender las leyes para hacer milagros. Incluso Newton creyó en milagros de ese tipo: creyó que las órbitas de los planetas seguramente eran inestables, a causa de que la atracción gravitatoria entre los planetas produciría en sus órbitas perturbaciones que crecerían con el tiempo, con el resultado de que los planetas o bien caerían al Sol o bien serían expulsados del sistema solar. Dios debía, pues, estar reiniciando las órbitas, creía él, o «dando cuerda al reloj celeste», sin lo cual éste se pararía. Sin embargo, Pierre-Simon, marqués de Laplace (1749- 1827), conocido habitualmente como Laplace, argüyó que las perturbaciones deberían ser periódicas, es decir, marcadas por ciclos repetidos, en lugar de ser acumulativas. El sistema solar por lo tanto se estabilizaría a sí mismo, y no habría necesidad de la intervención divina para explicar por qué ha sobrevivido hasta el día de hoy.


Es a Laplace a quien se acostumbra a atribuir la primera formulación precisa del determinismo científico: dado el estado del universo en un instante dado, un conjunto completo de leyes determina completamente tanto el futuro como el pasado. Esto excluiría la posibilidad de milagros, o un papel activo de Dios. El determinismo científico que Laplace formuló es la respuesta de los científicos modernos a la segunda pregunta. Es, de hecho, la base de toda la ciencia moderna, y un principio que desempeña un papel importante a lo largo de este libro. Una ley científica no es tal si sólo se cumple cuando algún ser sobrenatural decide no intervenir. Con referencia a esa cuestión, se dice que Napoleón preguntó a Laplace qué papel desempeñaba Dios y que Laplace respondió: «Señor, no he necesitado esta hipótesis».


Como vivimos e interaccionamos con los otros objetos del universo, el deterninismo científico debe cumplirse también para las personas. Muchos, sin embargo, aunque acepten que el determinismo científico rige los procesos físicos, harían una excepción para el comportamiento humano, ya que creen que tienen libre albedrío. Descartes, por ejemplo, para preservar la idea de libre Alberto, afirme) que la mente humana era una cosa diferente del mundo físico y que no seguía sus leyes. En su interpretación, las personas consisten en dos ingredientes: cuerpo y alma. Los cuerpos no son más que máquinas ordinarias, pero el alma no está sujeta a las leyes científicas. Descartes estaba muy interesado en la anatomía y la fisiología y consideró que un órgano diminuto en el centro del cerebro, llamado glándula pineal, era la sede principal del alma. Dicha glándula, creía él, era el lugar donde se forman todos nuestros pensamientos, la fuente de nuestra libre voluntad.


¿Tenemos libre albedrío? Si lo tenemos, ¿en qué punto del árbol de la evolución se desarrolló? ¿Tienen libre albedrío las algas verdes o las bacterias, o su comportamiento es automático, dentro del reino de las leyes científicas? ‹"Son tan sólo los seres multicelulares los que tienen libre albedrío, o está reservado a los mamíferos? Podemos pensar que un chimpancé está ejerciendo su libre albedrío cuando decide pelar una banana o un gato cuando araña el sola con sus uñas, pero ¿qué ocurre con el gusano denominado Caenorbabdytis elegans, una criatura muy sencilla que consta de tan sólo 959 células? Probablemente nunca piensa para sí: «¡Otra vez, esa insípida bacteria para cenar!» pero, aun así, quizá también tiene preferencias definidas por la comida y, o bien se resignará a una comida poco atractiva o irá a forrajear para buscar algo mejor, según su experiencia reciente. ¿Es eso el ejercicio del libre albedrío?


Aunque sentimos que podemos escoger lo que hacemos, nuestra comprensión de las bases moleculares de la biología demuestra que los procesos biológicos están regidos por las leyes de la física y la química y que, por lo tanto, están tan determinados como las órbitas planetarias. Experimentos recientes en neurociencia corroboran el punto de vista de que es nuestro cerebro físico, siguiendo las leyes conocidas de la ciencia, el que determina nuestras acciones, y no algún agente que exista fuera de esas leyes. Por ejemplo, pacientes sometidos a una operación quirúrgica con anestesia local constataron que al serles estimuladas eléctricamente regiones adecuadas de su cerebro sentían el deseo de mover la mano, el brazo, el pie, o los labios y hablar. Es difícil imaginar cómo podría operar el libre albedrío si nuestro comportamiento está determinado por las leyes físicas, de manera que parece que no somos más que máquinas biológicas y que el libre albedrío es sólo una ilusión.


Aunque concedamos que el comportamiento humano está efectivamente determinado por las leyes de la naturaleza, también parece razonable concluir que el resultado final está determinado de una manera tan complicada y con tantas variables que resulta imposible, en la práctica, predecirlo. Para ello se necesitaría conocer el estado inicial de miles de billones de billones de partículas del cuerpo humano y resolver un número parecido de ecuaciones. Ello llevaría miles de millones de años, y sería un poco tarde para apartarse si la persona opuesta decidiiera propinarnos un golpe.


Como resulta tan impracticable utilizar las leyes físicas subyacentes para predecir el comportamiento humano, adoptamos lo que se llama una teoría efectiva. En física, una teoría efectiva es un marco creado para modelizar algunos fenómenos observados, sin necesidad de describir con todo detalle sus procesos subyacentes. Por ejemplo, no podemos resolver exactamente las ecuaciones que rigen la interacción gravitatoria de cada uno de los átomos del cuerpo de una persona con cada uno de los átomos de la Tierra. Pero a todos los efectos prácticos, la fuerza gravitatoria entre una persona y la Tierra puede ser descrita en términos de unas pocas magnitudes, como la masa total de la persona y de la Tierra y el radio de la Tierra. Análogamente, no podemos resolver las ecuaciones que rigen el comportamiento de los átomos y moléculas complejos, pero hemos desarrollado una teoría efectiva denominada química que proporciona una explicación adecuada de cómo los átomos y las moléculas se comportan en las reacciones químicas, sin entrar en cada uno de los detalles de sus interacciones. En el caso de las personas, como no podemos resolver las ecuaciones que determinan nuestro comportamiento, podemos utilizar la teoría efectiva de que los individuos tienen libre albedrío. El estudio de nuestra voluntad y del comportamiento que se sigue de ella es la ciencia de la psicología. La economía también es una teoría efectiva, basada en la noción de libre albedrío, más el supuesto de que la gente evalúa sus posibles formas de acción alternativas y escoge la mejor. Dicha teoría efectiva sólo es moderadamente satisfactoria en la predicción del comportamiento ya que, como todos sabemos, a menudo las decisiones o no son racionales o están basadas en análisis deficientes de las consecuencias de la elección. Por eso el mundo es un lío.


La tercera pregunta aborda la cuestión de si las leyes que determinan el comportamiento del universo y de los humanos son únicas. Si la respuesta a la primera pregunta es que Dios creó las leyes, entonces esta tercera cuestión se formula como: ¿tuvo Dios una diversidad de opciones para escogerlas? Tanto Aristóteles como Platón creyeron, como Descartes y posteriormente Einstein, que los principios de la naturaleza existen por «necesidad», es decir, porque son las únicas leyes que tienen consistencia lógica. Debido a su creencia en el origen lógico de las leyes de la naturaleza, Aristóteles y sus seguidores sostuvieron que era posible «deducir» dichas leyes sin prestar demasiada atención a cómo la naturaleza se comporta realmente. Eso, y el énfasis en el «por qué» los objetos siguen leyes más que en las leyes específicas que siguen, le condujo a leyes básicamente cualitativas que a menudo eran erróneas y que, en cualquier caso, no resultaron ser demasiado útiles, aunque dominaron el pensamiento científico durante muchos siglos. Sólo mucho más tarde, gente como Galileo se atrevió a desafiar la autoridad de Aristóteles y a observar lo que la naturaleza hacía en realidad, más que lo que la pura «razón» decía que debería hacer.


Este libro está enraizado en el concepto del determinismo científico, que implica que la respuesta a la segunda pregunta es que no hay milagros, o excepciones a las leyes de la naturaleza. Sin embargo, volveremos a tratar de nuevo en profundidad las preguntas uno y tres, las cuestiones de cómo surgieron las leyes y por qué son las únicas posibles. Pero antes, en el capítulo siguiente, nos dedicaremos a la cuestión de qué es lo que describen las leyes de la naturaleza. La mayoría de los científicos dirían que son reflejos matemáticos de una realidad exterior que existe independientemente del observador que la contempla. Pero a medida que vamos examinando nuestra manera de observar nuestro alrededor y de formarnos conceptos sobre él, surge la pregunta de ¿tenemos realmente razones para creer que existe una realidad objetiva?

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