HACE algunos años el ayuntamiento de Monza, en Italia, prohibió a los propietarios de animales domésticos tener pececitos de colores en peceras redondeadas. El promotor de esta medida la justificó diciendo que es cruel tener a un pez en una pecera con las paredes curvas porque, al mirar hacia fuera, tendría una imagen distorsionada de la realidad. Pero ¿cómo sabemos que nosotros tenemos la visión verdadera, no distorsionada, de la realidad? ¿No podría ser que nosotros mismos estuviéramos en el interior de una especie de pecera curvada y nuestra visión de la realidad estuviera distorsionada por una lente enorme? La visión de la realidad de los pececillos es diferente de la nuestra, pero ¿podemos asegurar que es menos real?
La visión de los pececillos no es como la nuestra pero, aun así, podrían formular leyes científicas que describieran el movimiento de los objetos que observan en el exterior de su pecera. Por ejemplo, a causa de la distorsión, los objetos que se movieran libremente, y que nosotros observaríamos en una trayectoria rectilínea, serían observados por los pececillos como si se movieran en una trayectoria curvada. Sin embargo, los pececillos podrían formular leyes científicas que siempre se cumplirían en su sistema de referencia distorsionado y que les permitirían hacer predicciones sobre el movimiento futuro de los objetos de fuera de la pecera. Sus leyes serían más complicadas que las formuladas en nuestro sistema de referencia, pero la simplicidad es una cuestión de gustos. Si los pececillos formularan tal teoría, deberíamos admitir que tienen una imagen válida de la realidad.
Un ejemplo famoso de diferentes imágenes de la realidad es el modelo introducido hacia el año 150 de nuestra era por Ptolomeo (c. 85-165) para describir el movimiento de los cuerpos celestes. Ptolomeo publicó sus trabajos en un tratado de trece volúmenes, habitualmente conocido en su conjunto con su título en árabe, Almagesto. El Almaqesto empieza explicando los motivos para pensar que la Tierra es esférica, está en reposo en el centro del universo y es despreciablemente pequeña en comparación con la distancia al firmamento. A pesar del modelo heliocéntrico de Aristarco, esas creencias habían sido sostenidas por la mayoría de griegos cultos al menos desde el tiempo de Aristóteles, quien creía, por razones místicas, que la Tierra debería estar en el centro del universo. En el modelo de Ptolomeo, la Tierra estaba inmóvil en el centro y los planetas y las estrellas giraban a su alrededor en órbitas complicadas en que había epiciclos, o círculos cuyos centros giraban a lo largo de otros círculos.
Ese modelo parecía natural, porque no notamos que la Tierra se mueva bajo nuestros pies (salvo en los terremotos o en momentos de pasión). La enseñanza europea posterior estaba basada en las fuentes griegas que nos habían llegado, de manera que las ideas de Aristóteles y Ptolomeo se convirtieron en la principal base del pensamiento occidental. El modelo de cosmos de Ptolomeo fue adoptado por la Iglesia Católica y mantenido como doctrina oficial durante 1.400 años. No fue hasta 1543 cuando un modelo alternativo fue propuesto por Copérnico en su obra De revolutionibus orbium coelestium («Sobre las revoluciones de las esferas celestes»), publicada en el año de su muerte (aunque había estado trabajando en su teoría durante varias décadas).
Copérnico, como Aristarco unos diecisiete siglos antes, describió un universo en que el Sol estaba en reposo y los planetas giraban a su alrededor en órbitas circulares. Aunque la idea no era nueva, su restauración topó con una resistencia apasionada. Se consideró que el modelo copernicano contradecía la Biblia, la cual era interpretada como si dijera que los planetas se movían alrededor de la Tierra, aunque en realidad la Biblia nunca lo afirmaba con claridad. De hecho, en la época en que la Biblia fue escrita la gente creía que la Tierra era plana. El modelo copernicano condujo a un virulento debate sobre si la Tierra estaba o no en reposo, que culminó con el juicio a Galileo por herejía en 1633 por postular el modelo copernicano y por pensar que «se puede defender y sostener como probable una opinión tras haber sido declarada y definida contraria a las Sagradas Escrituras». Fue declarado culpable, confinado a arresto domiciliario para el resto de su vida, y forzado a retractarse. Se dice que en voz baja murmuró Eppur si muove («Aun así, se mueve»). En 1992, la Iglesia Católica romana reconoció finalmente que la condena a Galileo había sido una equivocación.
Así pues, ¿qué sistema se ajusta más a la realidad, el ptolemaico o el copernicano? Aunque es bastante habitual que se diga que Copémico demostró que Ptolomeo estaba equivocado, eso no es verdad. Tal como en el caso de nuestra visión y la de los pececitos en la pecera redondeada, podemos utilizar ambas visiones como modelo de universo, ya que nuestras observaciones del firmamento pueden ser explicadas tanto si suponemos que la Tierra o el Sol están en reposo. A pesar de su papel en los debates filosóficos sobre la naturaleza de nuestro universo, la ventaja real del sistema copernicano es simplemente que las ecuaciones de movimiento son mucho más simples en el sistema de referencia en que el Sol se halla en reposo.
Un tipo diferente de realidad alternativa se presenta en la película de ciencia ficción Matrix, en la que la especie humana vive sin saberlo en una realidad virtual creada por ordenadores inteligentes para mantenerlos satisfechos y en paz mientras los ordenadores sorben su energía bioeléctrica (sea lo que sea eso). Pero quizá no sea tan descabellado, porque mucha gente prefiere pasar su tiempo en la realidad simulada de páginas web como Second Life. ¿Cómo sabemos que no somos tan sólo personajes de una opereta generada por ordenador, como Jim Carrey en la película El Show de Truman? Si viviéramos en un mundo imaginario sintético, los acontecimientos no tendrían por qué tener lógica ni consistencia algunas ni obedecer ninguna ley. Los alienígenas que lo controlaran podrían considerar más interesante o divertido observar nuestras reacciones, por ejemplo, si la luna llena se partiera en dos o si cada persona que se sometiera a dieta desarrollara un antojo incontrolable por los pasteles de crema de banana. Pero si los alienígenas impusieran leyes consistentes, no tendríamos manera de decir si hay otra realidad tras la realidad simulada. Sería fácil decir que el mundo en que viven los alienígenas es el mundo «real» y que el mundo generado por ordenador es un mundo falso. Pero si – como nosotros- los seres en el mundo simulado no pudieran observar su universo desde fuera, no tendrían razón para dudar de sus propias imágenes de la realidad. Eso es una versión moderna de la idea de que todos nosotros somos personajes del sueño de alguien.
Esos ejemplos nos llevan a una conclusión importante en este libro: No hay imagen -ni teoría- independiente del concepto de realidad. Así, adoptaremos una perspectiva que denominaremos realismo dependiente del modelo: la idea de que una teoría física o una imagen del mundo es un modelo (generalmente de naturaleza matemática) v un conjunto de reglas que relacionan los elementos del modelo con las observaciones. Ello proporciona un marco en el cual interpretar la ciencia moderna.
Los filósofos, desde Platón hasta ahora, han discutido a lo largo de los siglos sobre la naturaleza de la realidad. La ciencia clásica está basada en la creencia de que existe un mundo real externo cuyas propiedades son definidas e independientes del observador que las percibe. Según la ciencia clásica, ciertos objetos existen y tienen propiedades físicas, tales como velocidad y masa, con valores bien definidos. En esa visión, nuestras teorías son intentos de describir dichos objetos y sus propiedades, y nuestras medidas y percepciones se corresponden con ellos. Tanto el observador como lo observado son parles de un mundo que tiene una existencia objetiva, y cualquier distinción entre ambos no tiene importancia significativa. En otras palabras, si vemos una manada de cebras compitiendo por una plaza en un garaje es porque realmente hay una manada de cebras compitiendo por una plaza en un garaje. Todos los otros observadores que miraran medirían las mismas propiedades y la manada tendría aquellas propiedades, hubiera o no alguien que las observara. En filosofía, esta creencia es denominada realismo.
Aunque el realismo puede resultar una posición tentadora, lo que sabemos de la física moderna hace difícil defenderlo, como veremos posteriormente. Por ejemplo, según los principios de la física cuántica, que es una descripción muy precisa de la naturaleza, una partícula no tiene ni una posición definida ni una velocidad definida, a no ser que -y hasta el momento en que- dichas magnitudes sean medidas por un observador. Por lo tanto, no es correcto decir que una medición da un cierto resultado porque la magnitud que está siendo medida tiene aquel valor en el instante de efectuar la medición. De hecho, en algunos casos los objetos individuales ni siquiera tienen una existencia independiente, sino tan sólo existen como una parte de un conjunto. Y si una teoría denominada principio holográfico demuestra ser correcta, nosotros y nuestro mundo cuatridimensional podríamos ser sombras de la frontera de un espacio-tiempo mayor, de cinco dimensiones. En dicho caso, nuestro estatus en el universo sería literalmente análogo al de los pececillos del ejemplo inicial.
Los realistas estrictos a menudo argumentan que la demostración de que las teorías científicas representan la realidad radica en sus éxitos. Pero diferentes teorías pueden describir satisfactoriamente el mismo fenómeno a través de marcos conceptuales diferentes. De hecho, muchas teorías que habían demostrado ser satisfactorias fueron sustituidas posteriormente por otras teorías igualmente satisfactorias basadas en conceptos completamente nuevos de la realidad.
Tradicionalmente, los que no aceptan el realismo han sido llamados «antirrealistas». Los antirrealistas distinguen entre el conocimiento empírico y el conocimiento teórico. Típicamente sostienen que observaciones y experimentos tienen sentido pero que las teorías no son más que instrumentos útiles, que no encarnan verdades más profundas que transciendan los fenómenos observados. Algunos antirrealistas han querido incluso restringir la ciencia a las cosas que pueden ser observadas. Por esa razón, muchos en el siglo xix rechazaron la idea de átomo a partir del argumento de que nunca podríamos ver ninguno. George Berkeley (1685-1753) fue incluso tan allá que afirmó que no existe nada más que la mente y sus ideas. Cuando un amigo hizo notar al escritor y lexicógrafo inglés Samuel Johnson (1709-1784) que posiblemente la afirmación de Berkeley no podía ser refutada, se dice que Johnson respondió subiendo a una gran piedra para, después de darle a ésta una patada, proclamar: «Lo refuto así». Naturalmente, el dolor que Johnson experimentó en su pie también era una idea de su mente, de manera que en realidad no estaba refutando las ideas de Berkeley. Pero esa reacción ilustra el punto de vista del filósofo David Hume (1711-1776), que escribió que a pesar de que no tenemos garantías racionales para creer en una realidad objetiva, no nos queda otra opción sino actuar como si dicha realidad fuera verdadera.
El realismo dependiente del modelo zanja todos esos debates y polémicas entre las escuelas realistas y antirrealistas. Según el realismo dependiente del modelo carece de sentido preguntar si un modelo es real o no; sólo tiene sentido preguntar si concuerda o no con las observaciones. Si hay dos modelos que concuerden con las observaciones, como la imagen del pececillo y la nuestra, no se puede decir que uno sea más real que el otro. Podemos usar el modelo que nos resulte más conveniente en la situación que estamos considerando. Por ejemplo, si estuviéramos en el interior de la pecera, la imagen del pececillo resultaría útil, pero para los observadores del exterior resultaría muy incómodo describir los acontecimientos de una galaxia lejana en el marco de una pecera situada en la Tierra, especialmente porque la pecera se desplazaría a medida que la Tierra órbita alrededor del Sol y gira sobre su eje.
Hacemos modelos en ciencia, pero también en la vida corriente. El realismo dependiente del modelo se aplica no sólo a los modelos científicos, sino también a los modelos mentales conscientes o subconscientes que todos creamos para interpretar y comprender el mundo cotidiano. No hay manera de eliminar el observador -nosotros- de nuestra percepción del mundo, creada por nuestro procesamiento sensorial y por la manera en que pensamos y razonamos. Nuestra percepción -y por lo tanto las observaciones sobre las cuales se basan nuestras teorías- no es directa, sino más bien está conformada por una especie de lente, a saber, la estructura interpretativa de nuestros cerebros humanos.
El realismo dependiente del modelo corresponde a la manera como percibimos los objetos. En la visión, el cerebro recibe una serie de señales a lo largo del nervio óptico, señales que no forman el tipo de imagen que aceptaríamos en nuestro televisor. Hay una mancha ciega en el punto en que el nervio óptico se conecta a la retina, y la única zona de nuestro campo de visión que goza de buena resolución es un área estrecha de aproximadamente un grado de ángulo visual alrededor del centro de la retina, un área del orden del ancho de la imagen del pulgar cuando tenemos el brazo alargado. Así pues, los datos brutos enviados al cerebro constituyen una imagen mal pixelada con un agujero en su centro. Afortunadamente, el cerebro humano procesa dichos datos, combinando los de cada ojo y colmando los vacíos mediante la hipótesis de que las propiedades visuales de los lugares contiguos son semejantes e interpolándolas. Además, lee una disposición bidimensional de datos de la retina y crea la impresión de un espacio tridimensional. En otras palabras, el cerebro construye una imagen o modelo mental.
El cerebro es tan bueno en construir modelos que si nos pusiéramos unas gafas que invirtieran las imágenes que recibimos en los ojos, nuestro cerebro, al cabo de un rato, cambiaría el modelo y veríamos de nuevo las cosas derechas. Si entonces nos sacáramos las gafas, veríamos el mundo al revés durante un rato pero de nuevo el cerebro se adaptaría. Eso ilustra que lo que queremos decir cuando afirmamos «Veo una silla» es meramente que hemos utilizado la luz que la silla ha esparcido por el espacio para construir una imagen mental o modelo de la silla. Si el modelo está cabeza abajo, es de esperar que el cerebro corrija la imagen antes de que intentemos sentarnos en la silla.
Otro problema que el realismo dependiente del modelo resuelve, o al menos evita, es el debate sobre qué significa existencia. ¿Cómo sé que una mesa existe si salgo de la habitación y no puedo verla? ¿Qué significa decir que cosas que no podemos ver, como electrones o quarks -partículas de las que están formados, según creemos, los protones y neutrones- existen? Podríamos tener un modelo en que la mesa desapareciera cada vez que salimos de la habitación y reapareciera en la misma posición cuando volvemos a entrar, pero ello sería embarazoso ya que ¿qué pasaría si ocurriera algo cuando estamos fuera, por ejemplo si cayera el techo? El modelo en que la mesa desaparece cuando salimos de la habitación, ¿cómo podría explicar que cuando volvamos a entrar la mesa reaparecerá rota bajo los cascotes? El modelo en que la mesa sigue existiendo da una explicación mucho más simple y concuerda con la observación. Es todo lo que le pedimos.
En el caso de las partículas subatómicas que no podemos ver, los electrones son un modelo útil que explica muchas observaciones, como por ejemplo las trazas en una cámara de burbujas y las manchas luminosas en un tubo de televisor, entre otros muchos fenómenos. Se dice que el electrón fue descubierto por el físico británico J. J. Thomson en los laboratorios Cavendish de la Universidad de Cambridge, cuando estaba haciendo experimentos con corrientes eléctricas en el interior de tubos de gas prácticamente vacíos, un fenómeno conocido como «rayos catódicos». Sus experimentos le condujeron a la conclusión audaz de que los misteriosos rayos estaban compuestos por minúsculos «corpúsculos» que eran constituyentes materiales de los átomos, que basta aquel momento habían sido considerados la unidad fundamental e indivisible de la materia. Thomson no «vio» ningún electrón, ni su especulación sobre ellos fue demostrada directamente y sin ambigüedad por sus experimentos. Pero el modelo ha demostrado ser crucial en aplicaciones que van desde la ciencia básica a la ingeniería y en la actualidad todos los físicos creen en los electrones, aunque no los puedan ver.
Los quarks, que tampoco podemos ver, son un modelo para explicar las propiedades de los protones y los neutrones en el núcleo atómico. Aunque decimos que los protones y los neutrones están constituidos por quarks, nunca observaremos un quark, porque la fuerza que liga los quarks entre sí aumenta con la separación entre ellos y, por lo tanto, en la naturaleza no pueden existir quarks libres aislados. En cambio, se presentan siempre en grupos de tres (como por ejemplo protones y neutrones), o como quark más antiquark (como por ejemplo mesones pi), y se comportan como si estuvieran unidos por cintas de goma.
La cuestión de si tiene sentido afirmar que los quarks existen realmente si nunca podemos aislar uno de ellos fue un tema de controversia en los años posteriores a cuando los quarks fueran propuestos por primera vez. La idea de que algunas partículas estaban compuestas por diferentes combinaciones de unas pocas partículas «subsubnucleares» proporcionó un principio explicativo simple y atractivo de sus propiedades. Pero aunque los físicos estaban acostumbrados a aceptar partículas que sólo podían ser inferidas a partir de picos estadísticos en datos referentes a la colisión y dispersión de otras partículas, la idea de atribuir realidad a una partícula que, por principio, podía ser inobservable fue demasiado para muchos físicos. Con los años, sin embargo, a medida que el modelo de quarks iba conduciendo a más y más predicciones correctas, esa oposición se fue atenuando. Ciertamente, es posible que algunos alienígenas con diecisiete brazos, ojos de infrarrojos y la costumbre de soplar crema por las orejas llevaran a cabo las mismas observaciones experimentales que nosotros, pero las describirían sin quarks. Sin embargo, según el realismo dependiente del modelo, los quarks existen en un modelo que concuerda con nuestras observaciones del comportamiento de las partículas subnucleares.
El realismo dependiente del modelo proporciona un marco para discutir cuestiones como: si el mundo fue creado hace un tiempo finito, ¿qué ocurrió antes? Un filósofo cristiano antiguo, san Agustín (354-430), dijo que la respuesta no era que Dios estuviera preparando el infierno para las personas que hicieran preguntas corno ésta, sino que el tiempo era una propiedad del mundo creado por Dios y que no existía antes de la creación, que él creía que había sucedido hacía no mucho tiempo. Este es un posible modelo, favorecido por los que sostienen que la narración contenida en el libro del Génesis es verdad literalmente, aunque el mundo contenga fósiles y otras evidencias que lo hacen parecer mucho más antiguo. (¿Fueron puestos en el mundo para engañarnos?) Pero podemos adoptar otro modelo diferente, en el que el tiempo empezó hace unos trece mil setecientos millones de años, en el Big Bang. El modelo que explica la mayoría de nuestras observaciones presentes, incluyendo las evidencias históricas y geológicas, es la mejor representación que tenemos del pasado. El segundo modelo puede explicar los fósiles y los registros radiactivos y el hecho de que recibimos luz de galaxias que están a millones de años luz de nosotros, y por ello este modelo -la teoría del Big Bang- resulta más útil que el primero. Pese a ello, no podemos afirmar que ninguno de los modelos sea más real que el otro.
Algunas personas sostienen un modelo en el que el tiempo empezó incluso mucho antes del Big Bang. No resulta claro todavía si un modelo en el que el tiempo empezara antes del Big Bang explicaría mejor las observaciones actuales, porque parece que las leyes de la evolución del universo podrían dejar de ser válidas en el Big Bang. Si es así, no tendría sentido crear un modelo que comprenda tiempos anteriores al Big Bang, porque lo que existió entonces no tendría consecuencias observables en el presente, y pollo tanto nos podemos ceñir a la idea de que el Big Bang fue la creación del mundo.
Un modelo es satisfactorio si:
1) Es elegante.
2) Contiene pocos elementos arbitrarios o ajustables.
3) Concuerda con las observaciones existentes y proporciona una explicación de ellas.
4) Realiza predicciones detalladas sobre observaciones futuras que permitirán refutar o falsar el modelo si no son confirmadas.
Por ejemplo, la teoría de Aristóteles según la cual el mundo estaba formado por cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, y que los objetos actuaban para cumplir su finalidad, era elegante y no contenía elementos ajustables. Pero en la mayoría de casos no efectuaba predicciones definidas y cuando lo hacía no concordaban con las observaciones. Una de esas predicciones era que los objetos más pesados deberían caer más rápidamente, porque su finalidad es caer. Nadie parecía haber pensado que fuera importante comprobarlo hasta Galileo. Se dice que lo puso a prueba dejando caer pesos desde la torre inclinada de Pisa, pero eso es probablemente apócrifo. En todo caso, sabemos que dejó rodar diferentes pesos a lo largo de un plano inclinado y observó que todos adquirían velocidad al mismo ritmo, contrariamente a la predicción de Aristóteles.
Pos criterios anteriores son obviamente subjetivos. La elegancia, por ejemplo, no es algo que se mida fácilmente, pero es muy apreciada entre los científicos porque las leyes de la naturaleza significan comprimir un número de casos particulares en una fórmula sencilla. La elegancia se refiere a la forma de una teoría, pero está muy relacionada con la falta de elementos ajustables, ya que una teoría atiborrada de factores manipulables no es muy elegante. Parafraseando a Einstein, una teoría debe ser tan sencilla como sea posible, pero no más sencilla, Ptolomeo añadió epiciclos a las órbitas circulares de los cuerpos celestes para que su modelo pudiera describir con precisión su movimiento. El modelo podría haber sido hecho todavía más preciso añadiendo epiciclos a los epiciclos, e incluso más epiciclos adicionales. Aunque esa complejidad adicional podría dar más precisión al sistema, los científicos consideran insatisfactorio un modelo que sea forzado a ajustar un conjunto específico de observaciones, más próximo a un catálogo de datos que a una teoría que parezca contener algún principio útil.
Veremos en el capítulo 5 que mucha gente considera el «modelo estándar», que describe las interacciones entre las partículas elementales de la naturaleza, como poco elegante. El modelo es mucho más útil que los epiciclos de Ptolomeo: predijo la existencia de nuevas partículas antes de que fueran observadas y describió con gran precisión los resultados de numerosos experimentos durante varias décadas. Pero contiene algunas docenas de parámetros ajustables cuyos valores deben ser lijados para concordar con las observaciones, ya que no son determinados por la teoría misma.
En lo que respecta al cuarto punto, los científicos siempre quedan impresionados cuando se demuestra que predicciones nuevas y asombrosas del modelo son correctas. Por otro lado, cuando se ve que un modelo falla, una reacción común es decir que el experimento estaba equivocado. Si se comprueba que no es este el caso, no se abandona el modelo, sino se intenta salvarlo mediante algunas modificaciones. Aunque los físicos son realmente tenaces en sus intentos por rescatar teorías que admiran, la tendencia a modificar una teoría va desvaneciéndose según el grado en que las alteraciones van resultando artificiosas o pesadas y, por lo tanto, «inelegantes».
Si las modificaciones necesarias para acomodar nuevas observaciones resultan demasiado abarracadas, ello indica la necesidad de un nuevo modelo. Un ejemplo de un modelo que cedió bajo el peso de nuevas observaciones es el de un universo estático. En la década de 1920, la mayoría de físicos creían que el universo era estático, es decir, que no cambiaba de tamaño. Pero en 1929 Edwin Hubble publicó sus observaciones que demostraban que el universo está en expansión. Pero Hubble no observó directamente que el universo se expandiera, sino la luz emitida por las galaxias. Esa luz contiene una señal característica, o espectro, basada en la composición de cada galaxia, y que cambia en una forma cuantitativamente conocida si la galaxia se mueve. Por lo tanto, analizando los espectros de las galaxias lejanas, Hubble consiguió determinar sus velocidades. Había esperado encontrar tantas galaxias alejándose de nosotros como acercándose a nosotros, pero halló que prácticamente todas ellas se estaban alejando y que cuanto más lejos estaban, con mayor velocidad se movían. Hubble concluye) que el universo se está expandiendo pero otros, intentando mantener el modelo anterior, intentaron explicar esas observaciones en el contexto del universo estático. Por ejemplo, el físico del Instituto Tecnológico de California, Caltech, Fritz Zwicky, sugirió que por alguna razón todavía desconocida la luz podría ir perdiendo lentamente energía a medida que recorre grandes distancias. Esa disminución de energía correspondería a un cambio en el espectro de la luz, que Zwicky sugirió podría reproducir las observaciones de Hubble. Durante décadas después de Hubble, muchos científicos continuaron manteniendo la teoría de un estado estacionario. Pero el modelo más natural era el de Hubble, el de un universo en expansión, y al final ha sido el modelo comúnmente aceptado.
En nuestra búsqueda de las leyes que rigen el universo hemos formulado un cierto número de teorías o modelos, como la teoría de los cuatro elementos, el modelo ptolemaico, la teoría del flogisto, la teoría del Big Bang, y muchas otras. Nuestros conceptos de la realidad y de los constituyentes fundamentales del universo han cambiado con cada teoría o modelo. Por ejemplo, consideremos la teoría de la luz. Newton creyó que la luz estaba hecha de pequeñas partículas o corpúsculos. Eso explicaría por qué la luz viaja en línea recta, y Newton lo utilizó también para explicar porqué la luz se curva o refracta cuando pasa de un medio a otro, como por ejemplo del aire al vidrio o del aire al agua.
La teoría corpuscular, sin embargo, no consiguió explicar un fenómeno que el mismo Newton observe), conocido como los «anillos de Newton»: coloquemos una lente sobre una superficie plana reflectante e iluminémosla con luz de un solo color, como por ejemplo la luz de una lámpara de sodio. Mirando verticalmente hacia abajo veremos una serie de anillos alternativamente claros y oscuros centrados en el punto de contacto entre la lente y la superficie. Sería difícil explicar este fenómeno mediante la teoría corpuscular de la luz, pero puede ser explicado mediante la teoría ondulatoria.
Según la teoría ondulatoria de la luz, los anillos claros y oscuros son causados por un fenómeno llamado interferencia. Una onda, como por ejemplo una onda de agua, consiste en una serie de crestas y valles. Cuando las ondas se encuentran, si las crestas corresponden con las crestas y los valles con los valles, se refuerzan entre sí, dando una onda de mayor amplitud. Esto se llama interferencia constructiva. En dicho caso se dice que están «en fase». En el extremo opuesto, cuando las ondas se encuentran, las crestas de una pueden coincidir con los valles de la otra. En ese caso, las ondas se anulan entre sí, y se dice que están «en oposición de fase». Dicha situación se denomina interferencia destructiva.
En los anillos de Newton, los anillos brillantes están situados a distancias del centro donde la separación entre la lente y la superficie reflectante es un número entero (1, 2, 3…) de longitudes de onda. Eso significa que la onda reflejada por la lente coincide con la onda redejada por el plano, cosa que produce una interferencia constructiva. En cambio, los anillos oscuros están situados a distancias del centro donde la separación entre las dos ondas reflejadas es un número semientero (1/2, 3/2, 5/2,…) de longitudes de onda, produciendo interferencia destructiva -la onda reflejada por la lente se anulan con la onda reflejada por el plano-.
En el siglo xix, esa observación se consideró como una confirmación de la teoría ondulatoria de la luz, que demostraba que la teoría corpuscular era errónea. Sin embargo, a comienzos del siglo xx Einstein demostró que el efecto fotoeléctrico utilizado actualmente en los televisores y las cámaras digitales podía ser explicado por el choque de un corpúsculo o cuanto de luz contra un átomo arrancando uno de sus electrones. Así pues, la luz se comporta como partícula y como onda.
El concepto de onda probablemente entró en el pensamiento humano como consecuencia de contemplar el mar o estanques agitados por la caída de algún guijarro. De hecho, si lanzamos a la vez dos guijarros en un estanque podemos advertir cómo funciona la interferencia, tal como se ilustra en la figura siguiente. Se observó que otros líquidos se comportaban de una manera semejante, salvo tal vez el vino, si hemos bebido demasiado. La idea de corpúsculo resultaba familiar a causa de las rocas, los guijarros o la arena, pero la dualidad onda/partícula -la idea de que un objeto puede ser descrito como una onda o como una partícula- era algo completamente ajeno a la experiencia cotidiana, tal como lo es la idea de que podamos bebemos un fragmento de roca arenisca.
Dualidades como ésta -situaciones en que dos teorías muy diferentes describen con precisión el mismo fenómeno- son consistentes con el realismo dependiente del modelo. Cada teoría describe y explica algunas propiedades, pero no se puede decir que ninguna de las dos teorías sea mejor ni resulte más real que la otra. Parece que con las leyes que rigen el universo ocurra lo mismo y que no haya una sola teoría o modelo matemático que describa todos los aspectos del universo sino que, tal como hemos dicho en el primer capítulo, se necesite una red de teorías, la de la denominada teoría M. Cada teoría de dicha red describe adecuadamente los fenómenos dentro de un cierto intervalo y, cuando sus intervalos se solapan, las diversas teorías de la red concuerdan entre sí, por lo cual decimos que son partes de la misma teoría. Pero no hay una sola teoría de dicha red que pueda describir todos y cada uno de los aspectos del universo -todas las fuerzas de la naturaleza, las partículas que experimentan dichas fuerzas, y el marco espacial y temporal en que tiene lugar todo eso-. Aunque esa situación no satisface el sueño tradicional de los físicos de obtener una sola teoría unificada, resulta aceptable en el marco del realismo dependiente del modelo.
Analizaremos con mayor detalle la dualidad y la teoría M en el capítulo 5, pero antes dirigimos nuestra atención a un principio fundamental sobre el cual reposa nuestra visión moderna de la naturaleza, la teoría cuántica y, en particular, su formulación mediante historias alternativas. En esta visión, el universo no tiene una existencia única o una historia única, sino que cada posible versión del universo existe simultáneamente en lo que denominamos una superposición cuántica. Eso puede sonar tan escandaloso como la teoría según la cual la mesa desaparece cuando salimos de la habitación, pero en este caso la teoría ha superado satisfactoriamente cada una de las pruebas experimentales a que ha sido sometida.