Clay establece su residencia en el húmedo y frío barro. No puede moverse; el concepto de tener la facultad del movimiento le es desconocido. Es feliz permaneciendo incrustado, absorbiendo los alimentos que precisa por sus fibrosas raíces y observando los espléndidos y ondulantes tonos del río que fluye junto a su morada. Su compañero Esperador no vive muy lejos. Clay percibe constantemente los pensamientos del otro: mucha fuerza, profunda calma, apasionado intelecto y, saturando el conjunto, cierta melancolía propia de una roca en el fondo, tristeza por el carácter de cosa que tienen las cosas.
Clay no sabe la edad del Esperador, y comprende rápidamente que sería una tontería preguntarle, porque el tiempo interesa al Esperador únicamente por su negación.
—Estudiaremos las virtudes de la antitemporalidad —le dice el Esperador.
Clay tampoco se atreve a preguntar en qué punto de la historia humana se creyó deseable adoptar esta forma, y por qué motivo. Clay acepta todo de modo pasivo. Ha aprendido a esperar infinita variedad. Pasividad es lo que hace la pasividad.
—¿Cuál es tu meta?-pregunta el Esperador.
—Esperar —dice el Esperador.
—¿Hay muchos de tu especie?
—Muchos.
—¿Estás en contacto con ellos?
—Raramente.
—¿Sientes soledad aquí?
—Siento libertad.
Clay ha agotado las preguntas. Examina el río. Sus ojos son como antenas que atraen imágenes de todas partes. Ve las montañas, el mar, las nubes, las persistentes y aterciopeladas nieblas. El sol sale y se pone, sale y se pone, pero él no integra estos cambios en la idea de que el tiempo pasa. Son meros fenómenos de iluminación. El tiempo no pasa. El no-minuto fluye en el no-minuto y los no-minutos forman antihoras, que se amontonan en antidías, contrasemanas y no-meses, y éstos en la antítesis de los años y la conversa de los siglos. Estos intervalos de antitiempo se interrumpen, de vez en cuando, con algún perezoso pensamiento que se abre paso con lentos y viscosos goteos hasta las profundidades de la conciencia. Clay no está irritado por el nuevo ritmo de las cosas. Le parece muy elegante, perfecto y encantador que funcionen de esta forma, puesto que así él tiene la oportunidad de examinar todas las facetas de una noción, volviéndola de este u otro lado, acariciándola, tocándola, mordiéndola, tanteándola. Con frecuencia pasa todo un lapso negativo de antieones entre dos intercambios de pensamientos con el Esperador que se halla junto a él. No es preciso hablar mucho. Lo único preciso es pensar, y considerar, y captar, y comprender. Clay se deshace de buena parte del innecesario equipaje de su mente. Desecha la falacia del movimiento hacia delante, el absurdo de la porfía, la inanidad de la agresividad, la idiotez de la codicia, el error del progreso, el erróneo concepto de velocidad, la aberración del orgullo, la alucinación de la curiosidad, la ilusión de la realización, el espejismo de la consecución y otras muchas cosas que ha llevado encima tanto tiempo. Firmemente plantado, ampliamente nutrido, totalmente contento con su estado, Clay conoce a fondo de forma pasiva los sorprendentes universos de pensamiento.
Entre sus nuevas percepciones hay conceptos tales como estos:
Todos los momentos convergen en el ahora.
El estasis contiene y rodea al dinamismo.
Es erróneo imaginar que existe una secuencia lineal de hechos.
Los hechos en sí son meros racimos de energía casual sobre los que imponemos nuestro erróneo sentido de la forma.
Combatir la entropía es arrancarse los ojos.
Todos los ríos vuelven a su origen.
La única doctrina más espuria que el determinismo es la doctrina del libre albedrío.
La memoria es el reflejo de la falsedad.
Construir objetos físicos con datos sensoriales dados es un pasatiempo placentero, pero tales objetos carecen de contenido verificable, y en consecuencia son irreales.
Debemos comprender, a priori, que todas las nociones a priori sobre la naturaleza del universo son inherentemente falsas.
No existen condiciones necesarias ni relaciones causales; en consecuencia, la lógica es tiranía.
Una vez alcanzada la íntima comprensión de estas premisas, el desasosiego abandona a Clay. Está en paz. Nunca había sido tan feliz como ahora, en forma de Esperador, porque comprende que alegría y pena son meros aspectos del mismo engaño, no más tangibles ni significativos que electrones, neutrones o mesones. Puede prescindir de todas las sensaciones y vivir en un ambiente de pura abstracción: ¡abajo con texturas, colores, tonos, gustos y distinciones de forma! Clay no repudia únicamente los mensajes de los sentidos; niega totalmente su realidad. En esta nueva atmósfera de tranquilidad reconoce prontamente que debe considerar a los Esperadores como el aspecto más elevado de vida humana que ha evolucionado, puesto que dominan completamente su medio ambiente. El hecho de que la raza humana continuara cambiando tras la aparición de los Esperadores es una paradoja trivial, basada en la equivocada comprensión de la casualidad de los hechos, y Clay pierde poco tiempo analizándola. Estos Deslizadores, estos Respiradores, estos Devoradores, todas estas formas recientes son penosamente inconscientes de su inconexión con la antiestructura del no-universo.
Clay jamás abandonará este lugar.
Sin embargo, curiosas tensiones se desarrollan en su complacencia. Su compañero Esperador, por ejemplo, suele irradiar sordos tañidos de duda que discrepan raramente con la comprensión filosófica de un Esperador. A veces el río crece y arroja nubes de chispeantes partículas sobre el lugar donde Clay está fijo al suelo; estas inundaciones bloquean momentáneamente sus percepciones sensoriales y le dejan indebidamente preocupado por la importancia de percibir. Aunque trasciende estas dificultades, Clay está perturbado por la fundamental incertidumbre de finalidad que no sólo pugna con su conciencia de la inexistencia de finalidad sino también con su conciencia de la inexistencia de pugna. Clay salva este opaco punto sin reflexión, sin tratar de resolverlo. El tiempo pasa eternamente, esparciéndose en una serie de grisáceas conchas, concéntricas y autodevoradoras. Clay no sabe ya si vive en la tarde o en la mañana del mundo. No vuelve al esquema lineal de hechos hasta que un día una disposición de texturas y densidades se presenta en la isla donde Clay se ha establecido y logra penetrar en su aislamiento.
Clay percibe blandura dentro de dureza. Percibe un óvalo en el interior de un rectángulo. Percibe sonido dentro de silencio.
—Tus amigos te buscan —oye decir a una encrespada voz—. ¿Volverás con ellos?
Clay tolera que el abstracto racimo de fenómenos coincidentes asuma la ilusión de realidad. Ahora percibe a su resucitado compañero, el esferoide. Observa a la rosada y gelatinosa criatura que intersecta los relucientes barrotes metálicos de su jaula.
—No es cierto que yo pueda entender tu lenguaje —dice Clay.
—Ninguna barrera es eterna —dice el esferoide—. Ahora estoy sintonizado con el lenguaje de la época.
—¿Por qué estás aquí?
—Quiero ayudarte. Tengo una deuda de gratitud, porque tú fuiste quien me devolvió la vida.
—Rechazo la deuda. Vida y muerte son estados indiferenciables. Tú estabas simplemente confuso, y yo te iluminé.
—Sea como sea, ¿quieres permanecer enraizado a la tierra durante el resto del tiempo?
—Viajo tan velozmente como me apetece sin abandonar este lugar.
—No me gustaría herirte —dice el esferoide—. Pero temo que no eres tu propio amo. Creo que precisas rescate. ¿Permaneces en la arena por tu voluntad?
—Permíteme que te hable de la voluntad —dice Clay.
Clay se explica detalladamente. Mientras tanto, el esferoide se acerca más. Clay acaba de llegar a la explicación de la naturaleza interna de la aparente linealidad de las circunstancias cuando el esferoide extiende un brillante anillo de dorada radiación que rebana la tierra por todos los lados. Clay queda envuelto en este cono de energía. En las profundidades de la húmeda arena, la energía presiona las puntas de las raíces de Clay. Su ahusado punto se allana en el vértice inferior del cono.
—¿Qué está haciendo? —pregunta Clay, interrumpiendo su disertación.
—Rescatarte —dice pacientemente el esferoide.
Clay se muestra reacio al rescate.
—Violación de mi integridad física —afirma—. Conducta antisocial y arbitraria. Contradice la naturaleza no violenta en esencia de este período de la historia humana. Es una traición a mi alma actuar en mi provecho en contra de mis deseos. Te lo ruego. No tienes derecho. En nombre de tu deuda conmigo. Déjame así. Equivale a violación. Déjame. ¿Por qué no me dejas? ¿En paz? Esta esfera de fuerza. Coacción como arma del hombre contra la entropía. Vete. Fuera.
Nada de esto aparta al esferoide de su tarea. El cono de energía rota con rapidez. El aire chisporrotea y riela al ocurrir la ionización. Clay se marea. Pide ayuda al Esperador, que no emprende acción alguna. Clay está alzándose. Hay un ruido como de corcho destapado y Clay brota de la arena. Permanece junto a la orilla, una gigantesca zanahoria abandonada que retuerce débilmente sus raíces y mueve los ojos.
—No lo entiendes —dice al esferoide—. No tenía deseo alguno de que me arrancaras. Había aceptado firmemente el estado pasivo. Esta intrusión. El grado más elevado de resentimiento por ella. Incapacitado para proseguir mis anteriores investigaciones. Pobre pago de importantes favores recibidos. Insisto en mi restitución. Problema moral.
El esferoide, que zumba ansiosamente, extiende pseudópodos de rosada carne para acariciar la arrugada y ardiente frente de Clay. Una nube azul desciende sobre el desarraigado y efímero Esperador. Zarcillos de grisáceo humo se deslizan en los poros de Clay.
—Imperdonable —dice Clay—. Terminación involuntaria de la metamorfosis. Puro fascismo biológico.
El esferoide llora. Clay está cambiando, en este instante. Nota la vibración y la oleada. ¿Qué forma adoptará? ¿Agallas rojas, tentáculos purpúreos? ¿Rancias espirales de fláccida carne? ¿Bultos verdes brotando de un cráneo penachudo? Clay se agita. Se incorpora. Vuelve a estar bifurcado. Piernas, y un blando desorden de órganos entre ellas. Ha recuperado el sexo. Manos. Dedos. Orejas. Labios. Un jardín de epitelio. Gruñidos en sus entrañas; oculta microflora sometida al flujo y reflujo de la marea. La guerra de los corpúsculos blancos. Clay vuelve a ser él.
La gratitud rezuma de él en oleoso torrente. El esferoide le ha salvado de la pasividad. Clay se pone en pie de un brinco. Baila en el lodoso suelo. Abraza gozosamente la jaula del esferoide y recibe varias sacudidas moderadas y cosquilleantes.
—Habría permanecido aquí hasta el fin del tiempo —dice Clay—. Un vegetal.
El enterrado Esperador hace sonar su desaprobación por la superficialidad de Clay.
—Naturalmente —añade Clay—, he adquirido valiosos conceptos sobre la realidad y la ilusión.
Clay frunce el ceño y, tocando pensativamente la tierra con la junta del pie, trata de ofrecer un ejemplo al esferoide. No brotan conceptos. Ello lo entristece. Así pues, ¿ha desaparecido todo, el prodigioso torrente de filosofía, el estallido de dorados datos? ¿Fue simplemente una ilusión su conocimiento de la ilusión? Clay siente la momentánea tentación de arrastrarse hacia la arena y conectarse, una vez más, a la fuente de esquiva sabiduría. Pero no lo hace. Sabe que se ha escapado por muy poco. Siente gran cordialidad y afecto, casi amor sexual, por su rescatador. La innata humanidad de todos los seres humanos nos une, piensa Clay. El esferoide es mi hermano, no debo rechazarlo.
—Yo también soy humano —le dice tristemente el Esperador.
Y Clay se disuelve en sensaciones de culpabilidad, sabiendo que está mostrándose muy cruel.
—Lo siento —murmura—. Debo tomar esta decisión. La sabiduría no basta. La experiencia también cuenta. De todas formas —una esperanzada migaja de consuelo—, quizá vuelva. Después de haber visto más. No es una despedida permanente.
—Apenas importa —replica el Esperador—. Estás en tránsito. Haz lo que te plazca: tu albedrío es libre.
La paradoja lanza por los aires a Clay. Por poco cae en el río que disuelve todas las cosas. Tras caer de rodillas a pocos centímetros de la corriente, se arrastra a lo largo de la orilla y queda tendido en el barro, angustiado, alarmado. El cielo se oscurece. El sol mengua, Clay clava su pene en la húmeda arena. Hunde los dedos. Coge un puñado de tierra y muele las partículas entre los dientes. Fragmentos de ácido cuarzo, sarroso sílice, digerido calcio, detritos excretados por épocas pasadas que yacen en esta orilla, fragmentos de ciudades, autopistas, viejos satélites espaciales, porciones de la luna, todo ello amorosamente arrojado y modelado por el sollozante mar y lanzado hasta aquí… Clay quiere abrazarlo todo. La tenue sombra del esferoide cae sobre él.
—¿No deberíamos irnos? —pregunta.
Clay tuerce los ojos hacia su compañero.
—¿De dónde sale tu voz? —pregunta—. No pareces tener boca. No tienes ningún orificio en el cuerpo. ¿Cómo puedes ser humano sin tener orificios corporales?
—Hanmer confía en tu regreso —replica suavemente el esferoide—. Ti. Serifice. Ninameen. Angelon. Bril.
—Serifice ha muerto —dice Clay mientras se levanta y se limpia de arena—. Pero me gustaría volver a ver a los otros. En realidad no pretendía marcharme. Vamos.