31

Llega a una tierra donde no existe color. Todo ha sido despojado de pigmento. Clay se halla en longitud de onda cero, temeroso de resbalar en una grieta del espectro. Incluso el sol carece de coloración, y la luz que cae es una ardiente paradoja. Clay camina con cuidado, impresionado por este prodigio. Ha visto la blancura que lo devora todo de la Antártida, y ha visto la colmilluda negrura de Oscuro, pero este lugar es distinto, porque aquí, si bien lo negro puede representar la ausencia de color, nada es negro y, aunque el blanco pueda ser reunión de colores, nada es blanco. ¿Cómo, entonces, puede ver algo?

—No me engañáis —dice valientemente Clay—. Tengo ciertos conocimientos sobre las leyes de la óptica. El color no es nada más que el efecto producido en los ojos por radiaciones electromagnéticas de determinada longitud de onda. Si no hay longitud de onda, no hay color. Si no hay color, no hay visión. Por tanto, ¿cómo puedo ver estas cosas?

Clay examina su incolora mano. Saca su incolora lengua. Toca los descoloridos pétalos de un desteñido arbusto. Si es posible que haya color sin prolongación física, ¿podría existir también prolongación física sin color? Naturalmente puede admitirse que existe el concepto de color absoluto. Es posible imaginar el rojo, ¿no es cierto?, sin imaginar un objeto rojo. ¿Verdad? ¿Verdad? Muy bien. Color en abstracto, no relacionado con masa. Ahora imagina masa sin color. Mera forma, falta de la perturbación de resonancias en el espectro visual. ¿Que no es tan fácil? Bueno, cierto, pero ¡inténtalo, amigo mío, inténtalo!

Clay grita a la voz, monótona y pedante, que salga de su cabeza. La voz obedece, en medio del ruido de alambres que se parten. Una incolora lagartija brota de repente del incoloro suelo: Clay considera el hecho como un choque de texturas. Hay un rasgo muy japonés, decide, en esta forma de percepción. Hay que basarse en la forma pura para identificar los objetos. El mundo posee la sutilidad de una sinfonía en una sola clave, de un jardín de negros guijarros, de una rielante pincelada caligráfica. Clay se goza en este estrechamiento de la paleta. Avanza con enorme calma, temeroso de que un paso en falso devuelva repentina vida al espectro. Qué lugar tan pacífico, cuan deliciosamente vacío. Incluso el sonido carece de color.

—¡Hola! —grita Clay—. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! —y las palabras son varillas de vidrio, castas, asexuales—. ¿Puedes decirme dónde están los Intercesores?

Clay ve rocas, árboles, pájaros, flores, hierba, insectos. Éste es el fantasma del mundo. La sombra de una sombra. Él podría permanecer aquí por siempre, sin responsabilidades, purificando su mente, limpiándola de posos de antiguos colores, de las gredosas y secas acumulaciones de apagados verdes, amarillos, azules ultramarinos, escarlatas, azules de mirto, bistres, vermellones, sepias, bronces, esmeraldas, carmines, azules, grises, anaranjados, índigos, púrpuras, lilas, cerezas, dorados y pizarras. Ver una incolora puesta de sol extendida pacíficamente sobre el incoloro cielo, observar el sosegado corazón de un bosque sin color, imaginar descoloridas ideas mientras el viento agita las temblorosas e incoloras hojas… Pero Clay recuerda a los Deslizadores. Prosigue su marcha, atraviesa una arenosa franja y un lugar donde millones de fragmentos de reluciente vidrio, con los bordes pulidos por el tiempo, chispean en silencio por todas partes, y entra en una región de espesas zarzas; inicuos y ganchudos espinos brotan de gruesas lianas que se levantan y se agitan. Entre suspiros y siseos, las lianas rodean a Clay como taciturnas serpientes, pasan tentativamente ante sus ojos, genitales y pantorrillas.

—Adelante —dice él—. ¡Heridme, si es que debéis hacerlo, y apartaos de mi camino!

A pesar de todo, las lianas vacilan. Clay se ríe de ellas. Luego una se desliza rápidamente por su cadera en fugaz beso y extrae cuentas de sangre. Y las gotitas que brotan son también incoloras al principio, pero de repente cobran insistente rojez, Gracias a la sorprendente llamarada de su piel, Clay comprende que ha cruzado la frontera. El color surge de todas partes, obscenamente profuso. Clay está deslumbrado. Sus retinas se contraen y se tensan con la andanada. ¡Rojo! ¡Naranja! ¡Amarillo! ¡Verde! ¡Azul! ¡Índigo! ¡Violeta! Las estructuras se pierden en el furioso alarido del espectro. Separarse de la ausencia de color es triste. Clay vuelve la cabeza hacia el lugar con la esperanza de tener un último vislumbre de su extraordinario blanqueo, pero sus heridos ojos ya no pueden captar ese rasgo de ausencia y Clay, tras encogerse de hombros, se enfrenta al intenso bombardeo. Los canales de su mente vaciados de residuos de color vuelven a llenarse como pozos, emitiendo sedientos ruidos de succión mientras la violenta luz se introduce. ¿Cómo puede existir tanto brillo? Todo vibra. Todo está radiante. Del centro de una simple hoja brotan mil graduaciones de tono. El cielo es un prisma, y Clay brinca bajo el espantoso rayo de luz. Su piel refleja las indescifrables y cavernosas confusiones de luz y sombra. Sus globos oculares flotan, se deslizan en su cráneo. Clay está conociendo los límites de sus sentidos: si no disminuye de algún modo su receptividad, sufrirá una sobrecarga y arderá. ¡Cierra los ojos! ¡Cierra los ojos! ¡Cierra los ojos!

—¡Cerrar los ojos es morir un poco! —responde violentamente Clay, y mira fijamente el sol.

¡Adelante! ¡No te resistas! Clay extiende los brazos. Hunde los talones en el cálido y húmedo suelo. Su virilidad se yergue. Absorbe la multicolor radiación y, jadeante, encuentra espacio para ella en su interior, y agita las caderas y cierra los puños, y desafía al gigantesco prisma; ¡Destrúyeme! Y triunfa. Y absorbe. Y se sacia de rojos y verdes. Y entra en el éxtasis, lanza chorros de su semilla que forman un encumbrado y espléndido arco. El fluido centellea, púrpura, azul y dorado en su desplazamiento, y en el punto que cae crea ardientes homúnculos ataviados con sinuosos pliegues de llamas. Clay ríe. Una nube pasa por delante del sol. Clay se arrodilla y contempla un universo que descubre en una sola gota de grasienta agua y en una gruesa hoja azul y redondeada. Las minúsculas criaturas que sufren, aman, se levantan, caen, pelean, pierden: Clay les envía su bendición.

—¿Dónde están los Intercesores? —pregunta—. Mis amigos están en peligro. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

Los colores se apagan. El mundo recobra las esperadas tonalidades. Clay se ve asaltado por dudas, fantasmas, brujas, arpías, fobias, nieblas, flaquezas, decadencias, tabúes, rigideces, duendes, infecciones, impotencias, hipocresías, temperaturas extremas y angustias espirituales. Vadea estas miasmas como si recorriera un océano de cloacas y sale cubierto de lodo que se marchita y desprende con el primer toque del sol. Por delante se extiende un rocoso promontorio, una espectacular escarpa que brota de una vulgar llanura y sube como un cohete hasta alcanzar varios centenares de metros de altitud; en lo alto hay un alargado y liso pedestal que domina un sombrío panorama. En la base de este promontorio, al otro extremo de la llanura, se encuentran las ruinas de una inmensa construcción, una enorme estructura de piedra que incluso en su desordenado estado conserva extraordinaria fuerza y presencia: se trata de un edificio apoyado en columnas según la costumbre clásica, gris, impasible y seguro de sí mismo, apropiado por su estilo y su grandeza para haber sido el mejor museo de la Tierra, el depósito de todos los logros del planeta. Numerosas columnas están destrozadas, el magnífico portal pende de marmóreos goznes, los frontones están en desorden, los ventanales son boquetes… Sin embargo, Clay comprende que no se ha topado con una obra secundaria, sino con un lugar de duradera importancia, y tiene la curiosa seguridad de que aquí va a encontrar a los seres que está buscando. Clay se arrastra hacia la colosal estructura igual que si fuera una hormiga.

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