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Pequeños animales ayudan a Clay en cuanto la mañana se abre paso. Llegan junto a él de dos en dos y de tres en tres.

—Por aquí —le indican suavemente—. Por aquí, por aquí.

Y Clay los sigue, confiado, ciegamente, contento de estar libre de apariciones durante un rato. Sus guías son simples bestias: pájaros, murciélagos, lagartos, ranas, serpientes, peludas criaturas de diversos tipos. Ninguna pertenece a una especie que Clay recuerde de los viejos tiempos, pero hay correspondencias, todas parecen cubrir un estado evolutivo equivalente: esta podría ser un conejo, esta un tejón, esa una iguana, esa un gorrión, aquella una tanagra, aquella una ardilla. Pero todas las especies han cambiado prodigiosamente. El sapo tiene un semicírculo de múltiples y engalanados ojos. El murciélago posee luminosas alas que se mueven con un fino fulgor violeta. El conejo, si bien cariñoso, lleva una cola con púas, por si acaso. Y todos hablan el idioma de Clay, o él el de ellos.

—¡Síguenos, síguenos, síguenos! ¡Por aquí! ¡Hacia el Pozo! ¡Hacia el Pozo!

Clay los sigue.

Una jornada dulce, pero larga. Clay se aleja de los torvos Intercesores y camina, hasta mediodía, por un terreno cada vez más tierno: flexibles árboles, rizadas hojas, flores cubiertas de pelusa, aromáticos perfumes, tonos pastel, el retintín de etérea música en el horizonte… Irreal, un lugar de recreo. Ascensos y descensos de gentiles colinas, suaves como senos de mujer. Vadeos de cálidas y someras lagunas en las que no acecha monstruo alguno.

—¡Por aquí! ¡Por aquí!

Incluso descansar es lírico: Clay toma asiento bajo un sol vertical en la entrada de un gran valle que se prolonga aseadas leguas hacia un posible río. Cuando decide proseguir, los animales le empujan cantando. La hierba del valle es apretada y gruesa, las briznas poseen firmeza plástica. Cuando Clay baja el pie, los tallos se apartan y continúan inclinados diez minutos o más, de modo que el viajero pueda controlar su avance en el prado volviendo la cabeza hacia las brechas que se cierran lentamente en la verde alfombra.

El sol asciende. Es el día más caluroso, aunque el calor queda mitigado por la suavidad del ambiente.

—Nada aquí —le dice un anfibio de doce patas.

—Trepa a esta roca para mirar el paisaje —insiste un fragante animal cónico.

—No te pierdas estas flores —dice un purpúreo topo mientras levanta una piedra plana con su larga nariz para dejar al descubierto un jardín en miniatura de exquisitas rosetas.

Amables animales. Una delicia viajar con ellos.

—¿Queda mucho para el Pozo? —pregunta Clay, deteniéndose para pasar la noche.

—Sólo hay una ruta —replica una espinosa salamandra que se retuerce en una minúscula cueva.

Clay decide que está viajando hacia el sureste, aunque ha olvidado en qué continente se halla y desconoce la posición de este lugar respecto a la legión de su despertar. El cuarto día el paisaje empieza a perder su afectado y azucarado tono. El dulzor sangra con rapidez y la naturaleza de la ruta sufre un cambio total en una hora. Los hongos amarillos, las sonrientes ardillas, las altas y rosadas orugas, los árboles de dorados caramelos dejan de verse: Clay se adentra en una vasta y austera sabana recorrida por inmensas manadas de caza mayor.

En los límites de la visión del viajero se extienden lisos campos de cobriza y alta hierba en la que pastan voluminosos animales. En primer plano hay macizos cuadrúpedos, parecidos a caballos con la cabeza recortada, con pellejos salpicados con diversos dibujos rojos y dorados; semejan diez mil puestas de sol libres en la llanura. Interrumpen su ronzadura y miran fríamente al caminante. Clay descubre que sus menudos guías han desaparecido.

—Busco el Pozo de las Primeras Cosas —explica, y los ru mian tes rojo y oro resoplan, extienden sus pezuñas y miran hacia el horizonte.

Clay prosigue la marcha. En un bosquecillo de puntiagudos árboles grises encuentra una tropa de cuellilargos ru mian tes de diez metros de altura como mínimo. Cubren el nicho ecológico de las jirafas, comprende Clay, aunque han nacido en un momento de indigestión evolutiva, porque son tan desgarbados como nobles las jirafas. El rasgo más absurdo es que sólo tienen tres patas, dispuestas en forma de triángulo isósceles como puntales para un saco, el cuerpo, de cuyo centro brota el interminable cuello. Las patas son rígidas y angulosas, con tres rodillas equidistantes entre polaina y espolón, pero el cuello es serpentinamente flexible, y el contraste de la nudosidad inferior y la fibrosidad superior compone un diseño de anormal vulgaridad. La cabeza de estos animales es poco más que una boca gigantesca, rematada por oscuros e inquietos ojos. Diligentes, arrancan untuosas hojas de los imponentes árboles que les sirven de alimento. Y cuando los animales siguen su camino, brotan nuevas hojas con indecente celeridad. Las bestias no prestan atención alguna a Clay. En un arrebato de abstracta curiosidad, el viajero trata de asustarlas con gritos, simplemente para ver cómo corre un animal de tres patas, pero los titanes continúan comiendo.

—¡Corred! —grita Clay—. ¡Corred!

Uno de los animales de mayor tamaño levanta la cabeza, observa a Clay un instante y, de forma evidente, ríe. Clay decide proseguir. Pasa junto a una rechoncha criatura similar a un tanque, un rinoceronte doble con blindado pellejo. En la depresión que forma el prado al otro lado de una suave pendiente, Clay ve una manada de miles de narigudos animales que podrían ser cerdos con patas de antílope. Clay se extraña de no ver leones, y los encuentra más allá de la manada, tan cenceños como árboles, tostados carnívoros con severas cabezas en forma de cuña, fieras patas delanteras y potentes cuartos traseros que recuerdan los de un canguro. Gruñen y tienen la boca llena de sangre entre un montón de mordisqueadas costillas. Una hembra y dos cachorros: alzan la cabeza y enseñan a Clay ojos tan brillantes como estrellas rojas, con raras antenas retorcidas en lo alto. Pero no reflejan deseo alguno de atacar al recién llegado. Clay da un prudente rodeo. Manteniendo la luz de la tarde en su espalda, el viajero deambula diligente entre una sucesión de fauna y, atontado por el empacho de extrañeza, apenas se molesta en analizar lo que ve, aunque denomina elefante a un gran montón de carne, gacelas a unas retozonas manchas, leopardo a una veloz flecha dentuda y jabalí verrugoso a un cómico deambular de protuberancias, aunque su conocimiento le indica que los paralelismos son inexactos. Al llegar la oscuridad, Clay acampa al pie de una montaña enana, una pila del tamaño de un barco, quizá de veinte metros de altura, que se alza precipitadamente en la llanura, y pasa la noche sentado, impaciente, tratando de superar la fija mirada de los relucientes ojos que le acechan.

El día siguiente abandona la sabana. El terreno se vuelve más apocalíptico. Se trata de una zona de desórdenes termales. Brotan géiseres, burbujean cálidas fuentes y gran parte del suelo está escaldado, convertido en húmeda y descolorida desnudez. Clay examina gredosas terrazas, similares a bañeras amontonadas, que contienen capas de agua con algas corrompidas, rojas, verdes, azules y multicolores. El viajero se detiene para observar negro vapor que se alza decenas de metros de una fumarola en forma de monedero. Cruza una muerta meseta de vítreos sedimentos, zigzaguea para evitar los respiraderos que despiden hediondos gases putrefactos. Aquí, por segunda vez, Clay consigue menudos guías.

—¿Es este el camino del Pozo de las Primeras Cosas? —pregunta a un animal parecido a un búho agarrado a una rama de un árbol marchito, y el búho le contesta que siga andando.

Un róseo culebreador de múltiples patas le conduce graciosamente entre una compleja disposición de charcas termales que gorgotean, se agitan, gimen y parecen a punto de anegar al viajero con hirvientes fluidos. El cielo tiene el tono gris azulado del humo incluso durante el mediodía. El ambiente contiene un tufo químico. La piel de Clay queda rápidamente cubierta de oscuras exhalaciones. Cuando se pasa las uñas por el pecho, quedan señales.

—¿Puedo bañarme aquí? —pregunta a un amistoso y saltarín animal mientras señala con la punta del pie un estanque del que no brota vapor.

—No es prudente —dice el saltamontes—. ¡No es prudente, no es prudente, no es prudente!

Y al instante la charca brilla con un peligroso color escarlata, como si ácido de una trampa de su panza la hubiera inundado. Clay conserva su capa de suciedad.

Un lecho de roma roca delimita la frontera del paraje de géiseres, extendiéndose hacia el norte y hacia el sur. Escalar el obstáculo requiere cierta pericia, porque se alza casi verticalmente y hay numerosas rocas sueltas, pero Clay consigue ascenderlo tras preferir esa dificultad al desvío de interminable apariencia alrededor de los bordes. Para él es un alivio comprobar que la pendiente es mucho más suave en la otra cara del peñasco. Mientras desciende, Clay observa la zona que se extiende delante y contempla una vista tan extraordinaria que está convencido de haber llegado a su destino. Gracias a la oscura luminosidad, que parece proceder de un sol filtrado, Clay ve una llanura totalmente desnuda: ni un matorral, ni un árbol, ni una roca, sólo una extensión uniforme de tierra de izquierda a derecha que se curva en la lejanía sobre el vientre del mundo. El suelo, tan pelado como en Marte, es de color rojo ladrillo. En línea recta, a varios días de marcha, hay una columna de luz que brota de la llanura y se alza con perfecta rectitud, igual que un gran pilar de mármol, hasta perder el extremo superior en la encumbrada atmósfera. La columna debe de tener un kilómetro de anchura, supone Clay. Posee el brillo de piedra pulida, aunque él está seguro de que no se trata de una sustancia material sino de un brote de pura energía. El movimiento es patente en las entrañas de la columna. Inmensos sectores del pilar remolinean, chocan, se mezclan, se funden. Los colores varían caprichosamente, primero predomina el rojo, luego el azul, después el verde… Algunas partes de la columna parecen tener una composición más densa que otras. Hay chispas que se separan y flotan hasta perecer. En lo alto, la incierta cima de la columna se mezcla con las nubes, oscureciéndolas y manchándolas. Clay oye un silbido, un crujido, como el de una descarga eléctrica. Esa solitaria y potente vara de brillo en el centro de la desolada llanura consterna a Clay. Se trata de un cetro de poder, un foco de cambio y creación, un eje de poderío alrededor del cual podría girar el planeta entero. Clay entrecierra los ojos para protegerlos de parte del esplendor.

—¿El Pozo de las Primeras Cosas? —pregunta.

Pero carece de guía y debe responderse él mismo: sí, sí, sí. Este es el lugar. Clay avanza vacilante. Cederá. Aceptará cualquier cosa. Se entregará al Pozo.

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