Los Deslizadores no le dan respuestas satisfactorias. Se sumen de nuevo en su estupor. Clay se siente abandonado y traicionado. Le han dejado participar en los otros cuatro ritos; ¿por qué no en éste? Le han cercenado una experiencia de su vida. Y están aburridos de él. Clay se aleja, enojado y avergonzado. No ha colaborado en un acto de importancia decisiva, así lo cree. Ha perdido, quizá, la oportunidad de hacerse con la llave que abre la caja donde están las respuestas a los enigmas. Y ellos, tan tranquilos. Y ellos, tan tranquilos.
Irritado, Clay sube brincando la pendiente de la duna y echa a andar con rapidez tierra adentro.
La arena se retuerce bajo sus pies, le hace perder velocidad. Clay observa además que hay pequeñas carreteras en el suelo, huellas de oscuras y lisas criaturas semejantes a escorpiones. Los animales no prestan atención al viajero y, en varias ocasiones, al cruzarse con uno, Clay está a punto de dar un traspiés. La situación le preocupa: él no quiere toparse con un ser colérico. Pero pronto la arena cede el paso a gruesa arcilla rojiza, adornada por azuladas plantas de bulboso aspecto, y Clay deja de ver a las criaturas que se arrastran por el suelo.
¿Adonde iré?, se pregunta Clay.
Aún no está seguro respecto a si su deserción representa un disgusto pasajero o una ruptura permanente. La irritación que le causan los Deslizadores podría decrecer; al fin y al cabo, esos seres le han proporcionado extraordinarios instantes. Es posible que él no tarde mucho en ansiar volver con ellos. Por otra parte, él no desea forzar su presencia entre gente que le considera insulso. Podría esforzarse en cimentar su independencia. Al parecer no precisa comida y cobijo en este mundo, y él imagina que encontrará otros compañeros cuando este solitario vagabundeo pierda su encanto. Clay cree que no tiene esperanza alguna de regresar a su época.
Durante buena parte de la mañana, mientras camina por una calurosa y seca región de lisos yermos e inquisitivos caracoles purpúreos, Clay acaricia la idea de sobrevivir sin ayuda. Cuanto más lo piensa, más atractivo le parece. Sí. Explorará todos los continentes. Buscará ciudades subterráneas de épocas no muy posteriores a la suya. Tratará de coleccionar artefactos y otras curiosidades de los hijos del hombre. Pondrá a prueba cuantas nuevas facultades pueda haber adquirido bajo este hinchado sol. Tratará, quizá, de elaborar algún tipo de papel para redactar un informe de su aventura, tanto para su personal esclarecimiento como para ilustrar a posibles miembros de su especie desplazados en esta dirección. Conversará con cualquier Respirador, Devorador, Destructor, Esperador o Deslizador que encuentre en su camino, y con los Intercesores si tiene la suerte de encontrarlos, y además con los seres de épocas anteriores arrojados a este lugar por el capricho del flujo temporal: hombres cabra, esferoides, moradores de los túneles y similares. Un extraño éxtasis se apodera de su ser conforme Clay saborea la libertad del tipo de vida que ansia. ¡Sí! ¡Sí! ¿Por qué no? El gozo se infla como un globo en su alma y, del mismo modo que un globo, explota bruscamente y le tira al suelo, consternado y solitario.
Clay lamenta haber dejado a los Deslizadores.
Debe volver con ellos y rogarles que le acepten de nuevo.
Raramente confuso, Clay permanece inmóvil, se agacha, se arrodilla e hinca los codos en el suelo, con el trasero levantado y los ojos siguiendo a una gran babosa globular que está pasando por delante de él. La inercia da un rodillazo a su espalda. Arriba: da media vuelta, busca a tus amigos. Clay se levanta poco a poco. La suave y cálida brisa alza el mantillo y cubre la sudorosa piel de Clay. Echa a correr, sin preocuparse por los caracoles que le rodean por todas partes. ¿Dónde está el mar? ¿Dónde están los Deslizadores? Clay sigue al sol. La tierra cede el paso a la arena, los caracoles a los escorpiones. Oye el oleaje. Sube las dunas. Este es el lugar. Clay sigue sus huellas. Recuerda la retozona jovialidad de Ninameen, la solemne servicialidad de Hanmer, las místicas profundidades de Serifice, la belleza de Ti, la viveza mental de Angelon, la ternura de Bril. ¿Cómo ha podido abandonarlos? Son sus amigos. Y más que eso: son parte de él, y él, así lo espera, parte de ellos. En el camino del septeto. Hemos compartido tantas cosas… Mi enfado momentáneo. Infantil. Mis hermanos, mis hermanas: un poco descuidados a veces, pero es lógico, nos separa un abismo de tiempo. ¿Podría yo comprender los sentimientos de un Cro-Magnon? ¿Sería él capaz de interpretar una décima parte de las cosas que yo digo? Pero es absurdo separarse por eso. Hay que ser amorosos. Debemos estar unidos.
Clay pasa la última duna y ve la costa, y encuentra las señales dejadas por los Deslizadores en el lugar donde han descansado, pero no los ve.
—¿Hanmer? ¿Serifice? ¿Ti?
No están por ahí.
Clay grita. Agita los brazos. Corre a lo largo de la playa. Busca pisadas. Inútil, inútil, inútil. No han dejado rastro. Han alzado el vuelo, han cruzado la estratosfera como un rayo en dirección a Saturno, quizá. Se han olvidado de él. Se lo tiene bien merecido. Clay grita los nombres de los Deslizadores sin esperanza alguna. Rueda desesperadamente en la arena. Entra corriendo en el agua, esperando encontrar a su sirena por lo menos. Nadie. Nada. Abandonado. Solo.
La culpa es tuya. Pero ¿y ahora?
Caminará. Los Deslizadores ya le han rescatado otras veces de la soledad; quizá lo hagan de nuevo. Mientras tanto él seguirá su camino, y lamentará su impulsivo arrebato, y tendrá fe. Y tendrá fe. Una vez más Clay marcha tierra adentro, en esta ocasión desviándose de la ruta anterior, porque el yermo de caracoles no le gustaba. Si encuentra de nuevo a los Deslizadores, decide Clay, jamás se alejará de ellos por voluntad propia. Aquí el terreno es muy parecido al otro lugar, aunque no tan caluroso; una hilera de colinas debilita el impacto del seco viento. También hay caracoles, pero de una especie distinta, verdes con espirales escarlata. Dejan relucientes huellas en el pelado suelo. En más de una ocasión, por accidente, Clay pisa uno. Estos caracoles se parten emitiendo un siniestro silbido que deja a Clay desolado y avergonzado. Vigila su paso, avanza con cuidado y finalmente le obsesiona tanto no pisar a los caracoles que no observa los cambios en la naturaleza de los alrededores. Han aparecido algunos árboles: cónicos con copas planas, de escasa altura, que parecen híbridos de palmera datilera y hongo. Hay algunos riachuelos. Y Clay descubre que está acercándose a la casa de alguien.
¿Casa?
Desde su despertar no ha visto nada parecido. Pero sin duda debe de tratarse de fraude o ilusión, porque lo que Clay contempla es una estructura de ladrillo de dos pisos típica de 1940, con un techo de tejas de pizarra gris y una festiva guirnalda verde colgada en la aldaba de la puerta delantera. La senda que conduce a la vivienda está pulcramente pavimentada y hay un camino de oscuro asfalto para automóviles en el lado izquierdo, aunque Clay no ve coches ni garaje. Las ventanas están cubiertas con rizadas cortinas blancas. Un macetero con geranios se apoya en uno de los antepechos del segundo piso.
Clay se echa a reír. Duda mucho de que sólo esta casa, entre todas las estructuras de anteriores épocas de la humanidad, haya permanecido intacta tras miríadas de milenios. Es una jugarreta, lógicamente. Pero ¿de quién?
—¿Ninameen? —llama Clay, esperanzado—. ¿Ti?
La puerta se abre y sale una mujer.
De la especie de Clay. Joven, aunque ya ha pasado su verdadera juventud. Desnuda. Cabello oscuro y corto, pechos idóneos, caderas un poco anchas, piernas anormalmente esbeltas. Una sonrisa natural, incluso dientes. Ojos despiertos, simpáticos. Pequeñas tachas cutáneas aquí y allá. No es una criatura de fantasía, sino una mujer auténtica, imperfecta y atractiva que promete razonables placeres. Parece un poco molesta por su desnudez, pero la impresión es que el detalle no seguirá importándole mucho en cuanto conozca mejor al recién llegado. Clay se detiene a diez metros de la puerta.
—Hola —dice ella—. Me alegro de verle.
Clay se humedece los labios. También él se siente raro al estar desnudo.
—No esperaba encontrar una casa aquí.
—Estoy segura de que no.
—¿De dónde ha salido?
—Estaba aquí —dice ella tras encogerse de hombros—. Yo iba andando, como usted, y la encontré. Bonita y acogedora. Supongo que la hicieron para mí, para que me sintiera a gusto. Bueno, no creo que sea una casa de verdad, un vestigio de nuestra época que por casualidad sobrevivió durante millones de años. ¿No le parece?
Clay sonríe. Le gusta el abierto carácter de la mujer. Ella está apoyada en el marco de la puerta. Ya no parece preocupada por su desnudez; Clay apoya garbosamente una mano en su cintura. Ve que los ojos de la mujer le recorren el cuerpo complacidos.
—No —dice él—. Ni por un momento pensé que la casa era auténtica. El problema ahora es si usted también lo es.
—¿No le parezco auténtica?
—Tanto como la casa —replica Clay—. ¿Cómo ha llegado aquí?
—El flujo del tiempo me atrapó y me dejó aquí —le explica ella—. Y usted lo mismo. ¿Correcto?
Las palabras hacen temblar a Clay como si acabara de inhalar llamas. ¿Una mujer de su época? ¿Realmente? En el mismo instante Clay siente gozo por haber encontrado un verdadero compañero, y una curiosa sensación de melancolía al pensar que él ya no es excepcional en este mundo, que él debe compartir su papel con ella.
—¿Desde cuándo está aquí?-pregunta.
—¿Quién lo sabe?
Clay acepta la respuesta. El habría tenido que dar la misma.
—¿Qué ha hecho desde que despertó?
—Caminar —dice ella—. Hablar con la gente. Nadar. Hacerme preguntas.
—¿Qué año era cuando abandonó nuestro mundo?
—Me hace demasiadas preguntas —dice ella, sin reflejar irritación—. Y ni siquiera las apropiadas. Como cuál es mi nombre. O cómo me siento después de lo que me ha pasado. ¿No le interesa saber qué clase de persona soy?
—Perdone.
—¿Quiere entrar? —Una chispa de timidez, otra de sensualidad en la invitación.
Clay no sabe cuántos millones de años han transcurrido desde la última vez que se fue a la cama con una mujer humana, real. Sin darse cuenta piensa en el olor de la piel de la mujer, en el sabor de sus labios y los sonidos que emitirá ella cuando él la penetre.
—Naturalmente —responde Clay—. Es una tontería que nos conozcamos aquí, en la puerta.
La mujer le hace pasar. Al entrar, Clay escucha un sonido presuroso y fascinante, un inconfundible sollozo. La casa es una concha, una fachada de tres lados; en su interior no hay nada. La mujer permanece a tres metros de Clay, dándole la espalda, con los brazos en jarras. Sus nalgas son muy carnosas, con un profundo hoyuelo en el centro de ambas.
—¿Qué le parece? —pregunta ella—. Un lugar muy humilde, ¿no? —Su voz tiene un rasgo hueco, mecánico. La mujer se echa a reír—. ¿Qué le parece? Un lugar muy humilde, ¿no? ¿Qué le parece? Un lugar muy humilde, ¿no? ¿Qué le parece? Un lugar muy…
Clay se abalanza sobre ella, enloquecido.
—¡Me has asegurado que eras real! —chilla—. ¡No me has dicho que la casa era así!
Le han embaucado. Clay descarga furiosamente sus abiertas palmas en el trasero de la mujer, tirándola al vacío suelo. Ella queda inmóvil, llorando. El pene de Clay entra en robusta erección. Se lanzará sobre ella y la montará como si fuera una perra. Clay cae sobre la mujer; las nalgas de ésta son firmes cojines para sus muslos. Ella emite un suave jadeo y dobla un poco la espalda, y cuando Clay empieza a introducir su hinchado órgano, la mujer desaparece entre sollozos y él se desploma con un sorprendente chapoteo en una negra charca. Hay un Respirador en las profundidades, un calamar enorme y paciente.
«Soy Quoi», le dice el Respirador.
«¿Qué?… ¿Cómo?…»
«Eres bienvenido a este lugar.»
El cuerpo de Clay está cambiando. Se hunde hacia las profundidades, le surgen aletas y escamas, su pecho se libera de aire. Es una ilusión notablemente convincente, pero Clay no cree que sea más que ilusión.
«Eres la misma entidad que antes era la mujer», dice.
«Soy Quoi», insiste el Respirador. «Ven a descansar junto a mí. Hablemos de la naturaleza del amor. ¿Recuerdas? El flujo, el entrelazado, el intercambio…»
«… y la fusión», dice Clay. «Has aprendido bien la jerga.»
«¿Por qué eres tan hostil?»
«Porque me fastidia que me engañen», replica Clay.
El Respirador parece herido. Se produce un largo silencio. Clay piensa que quizá deba disculparse. Pero aguarda. El Respirador llora.
«Muéstrame tu verdadera forma», dice por fin Clay.
Las oscuras aguas se agitan. No sucede nada más. Clay empieza a creer que ha sido injusto con el Respirador. En ese instante el estanque desaparece y Clay se encuentra de nuevo en tierra firme, frente a un horrible y colosal Devorador. Colmillos que resuenan. Ojos que llamean.
—No —dice Clay—. Por favor. No me muestres todo tu repertorio. ¿Te convertirás ahora en Destructor? ¿En Esperador? No me interesan estos juegos.
El Devorador se marcha. Clay queda solo, hundiendo nerviosamente los dedos de los pies en el áspero suelo. Un arbusto empieza a arder delante de él, y despide una chillona llama verde, pero no se consume. Y Clay oye los sollozos que salen del llameante arbusto. Un chiste negro, piensa él, y muy tonto. Clay comprende que se halla finalmente en presencia de Mal.