14

Los Deslizadores le rodean y le dan la bienvenida. Los seis han adoptado la forma femenina en honor a Clay. Todos le besan, le acarician y le rozan. Hanmer, Ti, Bril, Serifice, Angelon, Ninameen. ¿Serifice? Serifice, Ninguno le da la oportunidad de pedir explicaciones. Entre incesantes risitas, las seis hembras le conducen a un somero estanque en el centro del prado y le limpian el polvo del mundo túnel. Sus manos están por todas partes, manos de frívolas mujeres de harén. Las salpicaduras no dejan ver a Clay. ¿Serifice? Varias piernas se enroscan en su cuerpo. Una vagina le atrapa breve y juguetonamente, pero la unión se rompe antes de que él inicie la fricción. Alguien examina su sobaco. Alguien entra en su oreja.

—¡Basta! —farfulla Clay, pero ellas continúan durante unos momentos.

Finalmente Clay se levanta, con el pene débilmente erecto, y gatea hasta la orilla. Los seis Deslizadores son varones y están riendo. El esferoide está parado no muy lejos.

—¿Serifice? —tartamudea Clay—. ¿Eres Serifice?

Atrae hacia él a la cenceña forma. Serifice asiente. Hay nuevas intensidades en los ojos escarlata.

—Serifice, sí —dice Hanmer—. La muerte le ha aburrido.

—Pero…

—¡El Afinamiento de la Oscuridad! —grita Ninameen, y todos le imitan mientras hacen cabriolas junto a Clay.

Incluso el esferoide participa en la algarabía.

—Corrías demasiado para mí —le reprocha Clay—. Me abandonaste en aquel horrible desierto.

El esferoide, avergonzado, retrocede varias fases del espectro luminoso y gira nerviosamente sobre su rueda. Pero el regocijo de los demás convierte rápidamente en impropios esos trueques de acusaciones y culpabilidades. La alocada danza parece ser la preparación del inminente rito, porque Clay nota que el grupo extrae energía de la tierra, arrancándola en resonantes pulsaciones y envolviendo sus cuerpos en ella. Un techo de ionización, hormigueante y sibilante, cubre a los Deslizadores. Un suculento fulgor azul exuda de la hierba. Mientras tejen su conjuro, los Deslizadores cambian rápidamente de sexo, quizás incapaces de dominar su cuerpo al mismo tiempo que se concentran en otras tareas. Clay vaga entre el grupo, incómodo. El cielo se oscurece, el sol cae como si hubiera recibido un empujón y las estrellas empiezan a brillar a través de la nube de zumbantes electrones conforme decae el día. Clay se acerca a Serifice, que es hembra. Ella se mueve de un lado a otro, sin cesar, siguiendo un complejo paso pero sin abandonar un trozo de terreno de un metro cuadrado. Sus brazos describen una serie de helicoidales curvas y torsiones. Pálidas chispas caen de las yemas de sus dedos.

—Estuviste realmente muerta —le dice Clay—. ¿No es cierto?

Serifice no interrumpe su danza.

—Te lo contaré todo —contesta ella con un suave y encantador jadeo.

Clay se prenda del ritmo de los movimientos de la Deslizadora.

—¿Adónde fuiste? —le pregunta—. ¿Cómo fue? ¿Cómo pudiste regresar?

Serifice alza los brazos y lanza a Clay una rociada de chispas que zumban y silban al tocar la piel.

—Más tarde —le dice ella—. Te ofreceré buenas noticias de la muerte. Pero ahora debemos afinar la oscuridad.

—¿Puedo participar en el rito?

—Debes hacerlo —dice Serifice—. Debes, debes, debes.

Ahora llega un torrente de energía del corazón del mundo, una columna de azul brillante que se alza igual que un encintado mayo en el centro del prado. Deslumbrantes rayos de fuerza penden de la columna; Serifice aferra uno, Hanmer otro, Ninameen, Ti, Bril, Angelon. El esferoide, con cierto recelo, deja que una reluciente franja penetre en su jaula. Clay duda un instante. Luego agarra un rayo. Percibe una sensación que reconoce: esa sensación de carne en disolución que experimentó cuando Hanmer le llevó, hace tiempo, volando de planeta en planeta. Pero la textura de la sensación es más tensa y apretada ahora, totalmente más intensa. Clay está ascendiendo, él, Hanmer, Serifice, Angelon, todos están convirtiéndose en una sola llama que se alza en chorro y se lanza hacia los cielos, y de modo casi instantáneo el grupo sale de la atmósfera de la Tierra. Clay ve el planeta que gira soñolientamente en su interior, envuelto en pliegues de lanilla azul. Una zona de luz diurna barre la esfera; minúsculas partículas rielan en esa luminosidad. Los demás planetas se aferran a sus celestiales peldaños y crujen al girar mientras cumplen sus obligaciones. Clay ansía visitar Júpiter de nuevo y entregarse a su ponderosa manta. Sueña en flotar por el nebuloso Neptuno. Pero no hay paradas locales en este trayecto, como pronto descubre Clay. Los planetas se alejan como en un zoom y se pierden a lo lejos, meros puntos en la noche, luego ni siquiera eso. Clay lamenta la pérdida de esos mundos. Sus lágrimas se deslizan libremente y recorren estruendosamente el firmamento, giran con creciente celeridad, cobran impulso, adquieren cinético esplendor, succionan energía de las raíces de la galaxia sin cesar de dar vueltas en la noche y, una tras otra, empiezan a despedir chispas y arden con repentino brillo. Adoptan el aspecto de claras, luminosas, independientes llamaradas solares. Clay ha creado un collar de estrellas.

—Sí —dice Hanmer, murmurando en algún punto cercano—. Estamos aquí.

El grupo queda suspendido ante la helada faz del universo.

Clay desea ahora haber estudiado astronomía. Las estrellas que ve no llevan etiquetas. ¿Cómo sabrá él qué estrella visita? ¿Cómo se llama ese terrible orbe rojo, incrustado en una inmensa concha de tenue gas en expansión? ¿Y aquel intenso faro azul que desgarra el espacio con su flujo de energía? ¿Y esa masa de cenizas que arde en rescoldo? ¿Y esa enorme enana blanca? ¿Y ese palpitante ojo anaranjado? ¿Y aquel sol triple? ¿Y esa nube de moteada brillantez?

—Sus nombres —dice Clay—. ¿Podéis indicármelos?

Y alguien —¿Hanmer?- replica:

—Huevo, Hoja, Labio, Sapo, Sangre, Mar y Galón.

—No, no —dice Clay—. Los nombres antiguos. Sirio, Canopus, Vega, Cabra, Arturo, Rigel, Procion, Altair, Betelgeuse. ¿Espiga? ¿Deneb? ¿Aldebarán? ¿Antares?

Los Deslizadores le ofrecen otros nombres mientras señalan excitadamente las estrellas con llamaradas de energía.

—Caldera. Tenue. Primero. Plano. Piedra. Ciego.

Clay rechaza de nuevo estos nombres. Arde de frustración. ¿Dónde se encuentra? ¿Quiénes son esas estrellas? ¡Beta Lira! ¡Tau Ceti! ¡Épsilon Auriga! ¡Gamma León! Clay pende en el espacio con las estrellas suspendidas de una negra pared ante él. No puede tocarlas. Las acaricia, pero no sabe sus nombres. Ve una amarilla como su propio sol, pero monstruosa, abarcando golosas horas-luz de espacio. Ahí hay una soberana azul sin planetas que lanza violentas oleadas de seductora energía hacia la negrura. Una gigante roja atrae suavemente hacia su regazo a un centenar de chamuscados mundos. Y ésta. Y ésa. Y aquélla. Estrellas muertas. Estrellas enanas. Estrellas dobles. Estrellas que explotan. Estrellas descaradas. Estrellas tímidas. Estrellas de polvo. Cometas. Meteoritos. Nebulosas. Corpúsculos. Lunas. Estrellas que se condensan. Estrellas que ejecutan la febril danza de Doppler. Estrellas que se desintegran. Estrellas que chocan. ¿Dónde acaba el universo? ¿De qué color es el terreno situado al otro lado de sus muros? ¿Qué idioma se habla allí? ¿Qué vinos beben allí?

El cosmos está repleto de tonos discordantes y Clay flota, atónito, impulsado parsecs entero como un huracán por el tosco estrépito de estas forcejeantes estrellas sin nombre. Todas las estrellas le cantan con sus respectivas confusiones de discordantes tonos. Todas crean sus particulares escalas. No hay armonía. No hay orden. No hay lógica. Clay está perdido, desamparado, asombrado, empequeñecido.

—Ahora llega el momento de la Afinación de la Oscuridad —dice Hanmer, siempre tranquilo.

Y el rito se inicia. Un supremo esfuerzo, difícil pero necesario. Clay nota que los demás le aprietan, le abrazan, mezclan sustancias con él: se trata de algo imposible de conseguir mediante esfuerzo individual. Él presta su fuerza al resto. Comienzan a organizar las estrellas. Hay que domar el estruendo, el retumbo, el silbido, el siseo, el clamor y la colisión de caprichosas energías emitidas al azar. El grupo trabaja pacientemente para desenredar las enmarañadas frecuencias. Ordenan y arreglan los chocantes colores. Enderezan las torcidas vibraciones y clasifican la barahúnda de chirriadoras radiaciones. La tarea es lenta y ardua, pero ejecutarla produce un éxtasis. La entropía es el enemigo; trasladamos la guerra a su territorio y triunfamos. ¡Ahí está! ¡Los relucientes estruendos toman forma! ¡El orden surge del caos! El esfuerzo no ha concluido; hay que hacer finos ajustes, una manipulación aquí, una trasposición allá. Retumbantes disonancias se deslizan todavía. Y hay reincidencias; no todo conserva su lugar, y hay tonos que derivan a la ventura casi en el mismo instante en que reciben nueva asignación. Pero… ¡atención! ¡Atención! Las melodías emergen, ¡ahora! El afinamiento es dúctil y artero; las escalas, esquivas pero convincentes, con numerosos tañidos vibrantes, con muchos intervalos resbaladizos. El teclado cósmico resuena. ¡Nosotros somos los mazos, ellos el xilófono y… atención al canto! El tintineo, el cascabeleo, la vibración, el destello: el universo gira serenamente sobre sus cojinetes, el cosmos está en armonía.

Clay pende ahora, embelesado, ante las resonantes estrellas.

El fuego de los soles es frío. Sus pellejos son blandos. Su música es pura y nítida.

Y nosotros somos los hijos del hombre, los afinadores de la oscuridad.

Clay recorre con la vista las estrellas y las saluda. Da vivas a Fomalhaut, Betelgeuse, Achernar, Cabra y Alfeca; Mirzan y Mulifen, Wezen y Adhara; Zuban, Pollux, Denebola, Bellatrix; Sheliak, Sulafat, Aladfar, Markab; Muscida, Porrima, la estrella polar, Zaniah; Merak, Dubhe, Mizar, Alcaid. Clay saluda a El-rischa, Alnilam, Ascella y Nunki; extrae felicidad de Al-gjebha, Al-geiba, Mebsuta, Mekbuda; hace resonar Mira, Mimosa, Mesarthim, Menkar. Todos los soles cantan en espléndida armonía: Sadalmalik. Sadalsud, Sadachbia, Saq sakib alma; Régulo, Algol, Naos, Ankaa. Clay participa en el cántico. Mirad, les dice, estoy suspendido en el espacio, yo, hombre nacido de mujer, que vino al mundo y gateó y aprendió a erguirse, yo, que tuve agallas en la matriz, yo, hombre al que concedieron tres veintenas de años y diez años, yo, que sufrí y conocí el dolor y estuve solo. Me yergo ante las estrellas. Les sonsaco melodías. Yo, el vagabundo del enterrado pasado, yo, el exiliado, yo, la víctima: aquí estoy. Con mis compañeros. Con los hijos del hombre. ¿Que soy muy pequeño? ¿Que soy muy frágil? ¡Cantad! ¡Llenad el universo de truenos! ¡Vamos! ¡Maderas, metales, instrumentos de cuerda, percusión! ¡Vamos, vamos, vamos, vamos!

Clay se extiende por todo el cosmos, de pared a pared. Se ríe. Ruge. Mima a los soles. Silba. Solloza. Pronuncia su nombre gritando. Se alboroza.

Y las afinadas estrellas repican.

—Hemos acabado —dice Hanmer sosegadamente, cuando llega el momento—. Ahora regresaremos.

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