La oficina es difícil de encontrar, lo cual es intencionado. Ubicada cerca del final de una calle estrecha, en un barrio de Viena más conocido por su vida nocturna que por su trágico pasado, la entrada está señalada sólo con una pequeña placa de latón donde está escrito: Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. El sistema de seguridad, instalado por una oscura empresa con sede en Tel-Aviv, es formidable y muy visible. Una cámara enfoca amenazadoramente desde encima de la puerta. No se permite la entrada a nadie sin una cita previa y una carta de presentación. Los visitantes deben pasar por un detector de metales muy sensible. Los bolsos y los maletines son inspeccionados con gran eficiencia por Reveka o Sarah. Son tan hermosas como encantadoras.
Una vez en el interior, el visitante es escoltado por un claustrofóbico pasillo, con archivadores grises a los dos lados, hasta una gran habitación típicamente vienesa con el suelo claro, el techo muy alto y estanterías que se vencen con el peso de innumerables volúmenes y archivadores. Este caos pedante resulta atractivo, aunque algunos se sienten inquietos al ver los cristales blindados de color verde en las ventanas, que dan a un triste patio de luces.
El hombre que trabaja allí es desordenado y pasa desapercibido. Es su gran talento. Algunas veces, cuando entras, está encaramado en lo más alto de una escalera, buscando un libro. Por lo general está sentado detrás de su escritorio, envuelto en una nube de humo de cigarrillo y la mirada puesta en la pila de expedientes y documentos, que nunca parece disminuir. Se toma un momento para acabar una frase o escribir una nota en el margen de un documento, luego se levanta y extiende su pequeña mano mientras te mira con sus ojos castaños. «Eli Lavon», dice modestamente mientras te estrecha la mano, aunque todo el mundo en Viena sabe quién dirige Reclamaciones e Investigaciones de Guerra.
De no ser por la bien asentada fama de Lavon, su aspecto -la pechera de la camisa siempre con manchas de ceniza, un astroso cárdigan color burdeos con coderas y el dobladillo deshilachado- podría resultar inquietante. Algunos sospechan que es un pobretón; otros, que es un asceta o incluso que está un poco desquiciado. Una mujer que buscaba ayuda para conseguir que un banco suizo le devolviera el dinero incautado llegó a la conclusión de que había sufrido una tremenda decepción amorosa. ¿De qué otro modo podía explicarse el hecho de que nunca se hubiese casado, ese aire de desconsuelo que a veces tiene cuando cree que nadie lo mira? Sean las que sean las sospechas del visitante, el resultado siempre suele ser el mismo. La mayoría se aferra a él por miedo a que un día ya no esté.
Te señala el cómodo sofá. Pide a las chicas que no le pasen llamadas, luego une el pulgar y el índice y los apoya en los labios. «Café, por favor.» Donde no las pueden oír, las muchachas discuten a quién le toca. Reveka es una israelí de Haifa, de tez morena y ojos negros, testaruda y fogosa. Sarah es una judía norteamericana de buena familia, alumna del programa de estudios del Holocausto en la Universidad de Boston, más cerebral que Reveka y por lo tanto más paciente. No le importa apelar al engaño o incluso mentir descaradamente para eludir una tarea que considera que está por debajo de su condición. Reveka, sincera y temperamental, se deja enredar, así que es generalmente ella quien acaba por dejar la bandeja de plata en la mesita de centro y se retira con una expresión malhumorada.
Lavon no tiene un patrón fijo para las entrevistas. Deja que el visitante fije su curso. No le importa responder preguntas referentes a su persona y, si uno persevera, acaba contando cómo es que uno de los jóvenes arqueólogos israelíes con mayor talento escogió excavar entre los temas pendientes del Holocausto en lugar de hacerlo en la sufrida tierra de su país natal. Pero la disposición a hablar de su pasado sólo llega hasta ahí. No dice a sus visitantes que, durante un breve período, a principios le los años setenta, trabajó para el famoso servicio secreto de Israel, o que todavía se le considera el mejor agente de vigilancia que ha tenido el servicio en toda su historia. Tampoco menciona que dos veces al año, cuando viaja a Israel para ver a su anciana madre, visita unas instalaciones secretas al norte de Tel-Aviv para compartir algunos de sus conocimientos con las nuevas generaciones. En el servicio todavía lo llaman por su apodo: el Fantasma. Su mentor, un hombre llamado Ari Shamron, siempre dice que Eli Lavon es capaz de desaparecer mientras te estrecha la mano. No está muy lejos de la verdad.
Es discreto cuando está con sus visitantes, de la misma manera que era discreto con los hombres a los que perseguía por orden de Shamron. Enciende un cigarrillo con la colilla del otro, pero si el humo molesta al visitante, entonces se contiene. Políglota, te escucha en el idioma que prefieras. Su mirada es comprensiva y firme, aunque algunas veces es posible ver en el fondo de sus ojos cómo van encajando las piezas del rompecabezas. Prefiere guardarse las preguntas hasta que el visitante acabe con el relato. Su tiempo es valioso y no se demora en tomar decisiones. Sabe cuándo puede ayudar. Sabe cuándo es mejor no remover el pasado.
Si decide aceptar el caso, te pedirá una pequeña cantidad para financiar las etapas iniciales de la investigación. Lo pide con bastante embarazo y, si no puedes pagar, se olvida de pasarte la factura. La mayor parte de los fondos que recibe son donaciones, pero Reclamaciones de Guerra no es una empresa rentable y Lavon tiene un problema de liquidez crónico. Sus fuentes de financiación siempre han sido un tema de discusión en algunos círculos vieneses, donde se lo tiene por un extranjero problemático financiado por el judaísmo internacional, que siempre está metiendo las narices donde no lo llaman. Muchos en Austria verían con agrado que Reclamaciones de Guerra cerrara las puertas de una vez para siempre. Éste es el motivo por el que Eli Lavon pasa sus días tras cristales blindados verdes.
Un desapacible atardecer de principios de enero, Lavon estaba solo en su despacho, delante de una pila de expedientes. Aquel día no había ningún visitante. Para ser más exactos, hacía muchos días que Lavon no daba ninguna cita, y la parte de su tiempo lo dedicaba a un único caso. A las siete de la tarde, Reveka asomó la cabeza a su despacho.
– Tenemos hambre -dijo sin rodeos, algo típicamente israelí-. Tráenos algo de comer.
La memoria de Lavon, si bien impresionante, no se ocupaba de detalles nimios como la comida. Sin levantar la mirada de su trabajo, movió el bolígrafo en el aire como si estuviese escribiendo: «Hazme una lista, Reveka.»
Al cabo de un momento, cerró el expediente y se levantó. Miró a través de la ventana cómo la nieve se acumulaba en los ladrillos negros del patio de luces. Luego se puso el abrigo, se envolvió la bufanda dos veces alrededor del cuello y se puso una gorra sobre los cabellos cada vez más escasos. Caminó por el pasillo hasta la habitación donde trabajaban las muchachas. La mesa de Reveka parecía hundirse bajo el peso de una montaña de expedientes militares alemanes. Sarah, la eterna estudiante, estaba oculta detrás de una pila de libros. Como siempre, discutían. Reveka quería comida india de un restaurante que estaba al otro lado del canal Danubio; a Sarah le apetecía pasta de una trattoria de la Kärntnerstrasse. Lavon, sin hacerles el menor caso, miró el ordenador nuevo de la mesa de Sarah e interrumpió la discusión.
– ¿Cuándo ha llegado eso? -preguntó.
– Esta mañana.
– ¿Por qué tenemos un ordenador nuevo?
– Porque tú compraste el viejo cuando los Habsburgo todavía reinaban en Austria.
– ¿Yo he autorizado la compra de un ordenador nuevo?
La pregunta no era un reproche. Las muchachas se encargaban de la administración. Le ponían los papeles delante de las narices, y él solía firmarlos sin mirar.
– No, Eli, tú no aprobaste la compra. Mi padre ha pagado el ordenador.
– Tu padre es un hombre muy generoso. -Lavon sonrió-. Por favor, dale las gracias de mi parte.
Las muchachas continuaron con su discusión. Como de costumbre, ganó Sarah. Reveka escribió la lista y amenazó con prenderla a la manga del abrigo con un alfiler. En cambio, se la metió en el bolsillo y le dio un empujoncito para que se pusiera en marcha.
– No te pares a tomar un café -le advirtió-. Estamos hambrientas.
Salir de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra era tan difícil como entrar. Lavon tecleó la combinación en el panel instalado junto a la puerta. Cuando sonó el timbre, abrió la puerta interior y entró en la cámara de seguridad. La puerta exterior no se abriría hasta que la interior no hubiese permanecido cerrada durante diez segundos. Lavon apoyó la frente en el cristal blindado y miró al exterior.
En la acera opuesta, oculta en las sombras a la entrada de un callejón, había una figura fornida con un sombrero de ala ancha y un impermeable. Eli Lavon era incapaz de caminar por las calles de Viena, o cualquier otra ciudad del mundo, sin cumplir el ritual de vigilar si lo seguían y de recordar los rostros que aparecían demasiadas veces en muchas situaciones dispares. Era una deformación profesional. Incluso a aquella distancia y con tan poca luz, sabía que había visto esa figura varias veces durante los últimos días.
Buscó en su memoria, casi como un bibliotecario busca en sus ficheros, hasta que lo encontró. Sí, ahí estaba. «Hace dos días, en la Judenplatz. Eras tú quien me seguía después de tomar un café con aquel reportero norteamericano.» Buscó de nuevo y encontró una segunda referencia. La ventana de un bar en la Sterngasse. El mismo hombre, sin el sombrero, que miraba tranquilamente a través del cristal con una cerveza en la mano mientras Lavon caminaba bajo el azote de un diluvio después de un día agobiante en el despacho. Tardó un poco más en localizar la tercera vez, pero ahí estaba. El tranvía número 2, en la hora punta de la tarde. Lavon estaba aplastado contra las puertas por un vienés de rostro rubicundo que olía a salchichas y aguardiente de melocotón. El tipo del sombrero se las ha apañado para encontrar un asiento y se limpia tranquilamente las uñas con una punta del billete. Lavon pensó en aquel momento que parecía un hombre que disfrutaba limpiando cosas. Quizá se ganaba la vida limpiándolas.
Lavon se volvió para apretar el botón del intercomunicador. Ninguna respuesta. «Venga, chicas.» Lo apretó de nuevo y miró de reojo hacia el hombre del sombrero y el impermeable. Había desaparecido.
Una voz sonó en el aparato. Reveka.
– ¿Ya has perdido 1a lista Eli?
Lavon apretó el botón con el pulgar.
– ¡Salid! ¡De prisa!
Unos segundos más tarde, Lavon oyó el ruido de las pisadas en el pasillo. Las muchachas aparecieron ante él, separadas por la puerta de cristal. Reveka marcó el código sin perder la calma. Sarah permaneció a su lado en silencio, con la mirada fija en Lavon y una mano apoyada en el cristal.
Lavon no recordó haber oído la explosión. Reveka y Sarah fueron engullidas por una bola de fuego, y después fueron arrastradas por la onda expansiva. La puerta reventó hacia afuera. Lavon se vio levantado como una pluma, con los brazos abiertos, la espalda arqueada como un gimnasta. Su vuelo fue como un sueño. Dio una voltereta tras otra. No recordaba el impacto. Sólo sabía que estaba tendido de espaldas en la nieve, bajo una lluvia de cristales rotos.
– Mis chicas -susurró mientras se hundía lentamente en la oscuridad-. Mis hermosas chicas.
Era una pequeña iglesia de ladrillo, construida para una humilde parroquia en el sestiere de Cannaregio. El restaurador se detuvo en la entrada lateral, debajo de un rosetón hermosamente proporcionado, y sacó un juego de llaves de un bolsillo de su impermeable. Abrió la puerta de roble tachonada y entró. Una bocanada de aire frío, húmedo y con olor a cera le acarició la mejilla. Permaneció inmóvil bajo aquella media luz durante un momento, y luego cruzó la recogida nave, con planta de cruz griega, para ir a la pequeña capilla de san Jerónimo, en el lado derecho del templo.
El andar del restaurador era suave y aparentemente sin esfuerzo. La leve curvatura de sus piernas sugería rapidez y paso seguro. El rostro era largo y afilado en la barbilla, con una nariz delgada que parecía como tallada en madera. Los pómulos eran anchos, y había un rastro de las estepas rusas en sus inquietos ojos verdes. El pelo negro, muy corto, estaba salpicado de canas en las sienes. Era un rostro que podía ser de muchas nacionalidades, y el restaurador poseía un amplio repertorio idiomático para darle buen uso. En Venecia se le conocía como Mario Delvecchio. No. era su verdadero nombre.
El retablo estaba oculto detrás de un andamio cubierto con una lona. El restaurador escaló por los tubos de aluminio silenciosamente. La plataforma de trabajo conservaba el mismo orden en que la había dejado la tarde anterior: los pinceles y la paleta, los pigmentos y el aceite. Encendió los fluorescentes. La pintura, el último de los grandes retablos de Giovanni Bellini, resplandeció bajo la fuerte luz. En el lado izquierdo de la imagen estaba san Cristóbal con el Niño Jesús sobre sus hombros. En el derecho aparecía san Luis de Tolosa, con el báculo en una mano, la mitra de obispo en la cabeza y los hombros cubiertos con una capa de brocado rojo y oro. Encima del grupo, en un segundo plano, en paralelo, se encontraba san Jerónimo sentado ante el libro de los salmos, enmarcado por un vibrante cielo azul salpicado de nubes de un color entre ocre y gris. Cada santo estaba separado del otro, solo ante Dios. Aquel aislamiento tan absoluto era casi doloroso de observar. Se trataba de una obra asombrosa para un hombre que ya era octogenario.
El restaurador permaneció inmóvil delante del imponente panel, como una cuarta figura pintada por la mano experta de Bellini, y dejó que su mente se perdiera en el paisaje. Después de un momento, echó una pequeña cantidad de aceite Mowolith 20 en la paleta, añadió el pigmento y después diluyó la mezcla con trementina hasta que consiguió la consistencia y la intensidad deseadas.
Miró de nuevo la pintura. La calidez y la fuerza de los colores había hecho que Raimond Van Marle, el historiador del arte, llegara a la conclusión de que era evidente la mano de Tiziano. El restaurador creía que Van Marle, con el debido respeto, estaba muy equivocado. Había restaurado obras de ambos artistas y conocía sus pinceladas como las arrugas alrededor de sus ojos. El retablo en la iglesia de San Giovanni Crisóstomo era de Bellini, única y exclusivamente. Además, en el momento en que fue pintado, Tiziano intentaba desesperadamente reemplazar a Bellini como el pintor más importante de Venecia. El restaurador dudaba sinceramente que Giovanni Bellini hubiese invitado al joven e impetuoso Tiziano a que lo ayudara en un trabajo de tanta importancia. Van Marle, si hubiese estudiado el tema más a fondo, se podría haber evitado la vergüenza de emitir una opinión ridícula.
El restaurador se puso las lentes de aumento y se centró en la túnica rosa de san Cristóbal. La pintura había sufrido las consecuencias de siglos de descuido, tremendos cambios de temperatura y la continua acción del humo del incienso y los cirios. Las prendas de san Cristóbal habían perdido gran parte de su brillo original y estaban salpicadas con manchas de pentimenti que se habían abierto paso hasta la superficie. Le habían autorizado a realizar una restauración agresiva. Su misión era devolver a la pintura su gloria original. El desafío era hacerla sin que pareciera la obra de un falsificador. En resumen, deseaba llegar y marcharse sin dejar ningún rastro de su presencia, como si la restauración hubiese sido hecha por el propio Bellini.
Durante dos horas, el restaurador trabajó solo, el silencio interrumpido únicamente por el sonido de los pasos en la calle y el ruido de las persianas metálicas cuando abrían las tiendas. Las interrupciones comenzaron a las diez, con la llegada de la famosa restauradora de altares venecianos, Adriana Zinetti. Asomó la cabeza por la lona y le dio los buenos días. Molesto, él levantó las lentes para mirar por encima del borde de la plataforma. Adriana se había situado de tal manera que era imposible no mirar el escote de sus magníficos pechos. El restaurador asintió con expresión solemne y después la observó mientras la mujer subía a su andamio con una seguridad felina. Adriana sabía que él estaba viviendo con otra mujer, una mujer del antiguo gueto; pero, aun así, continuaba coqueteando con él siempre que podía, como si una sugestiva mirada más o algún otro roce «accidental» fuese a derribar sus defensas. De todos modos, él envidiaba lo sencillo que era su mundo. Adriana amaba el arte, la comida veneciana y ser adorada por los hombres. No le importaba nada más.
El siguiente en aparecer fue un joven restaurador llamado Antonio Politi, que llevaba gafas de sol y parecía resacoso, como una estrella del rock que llegara a otra entrevista que deseaba cancelar. Antonio ni se molestó en saludar al restaurador. La antipatía era mutua. A Antonio le habían asignado el retablo principal de Sebastiano del Piombo. El restaurador opinaba que el muchacho aún no estaba preparado para esa obra, y al final de cada jornada, antes de abandonar la iglesia, subía en secreto a la plataforma de Antonio para inspeccionar su trabajo.
Francesco Tiepolo, el jefe del proyecto de San Giovanni Crisóstomo, fue el último en llegar. Era una gigantesca figura barbuda, con una camisa blanca y un pañuelo de seda alrededor de su cuello de toro. En las calles de Venecia, los turistas lo confundían con Luciano Pavarotti. Los venecianos nunca cometían tal error, porque Francesco Tiepolo dirigía la empresa de restauración más importante de toda la región del Véneto. Era toda una institución en los círculos artísticos venecianos.
– Buongiorno -saludó Tiepolo, y su voz cavernosa resonó en la cúpula central. Sujetó uno de los tubos del andamio con su manaza y lo sacudió violentamente. El restaurador se asomó por el borde de la plataforma como una gárgola.
– Has estado a punto de estropear toda una mañana de trabajo, Francesco.
– Por eso usamos barniz aislante. -Tiepolo sostuvo en alto una bolsa de papel blanco-. ¿Un cornetto?
– Sube.
Tiepolo puso un pie en el primer peldaño del andamio y comenzó a subir. El restaurador oía con toda claridad los crujidos de los tubos bajo el enorme peso de su jefe. Tiepolo abrió la bolsa, le dio al restaurador un cometto de almendras y cogió otro para él. Se comió la mitad de un bocado. El restaurador se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando en el aire. Tiepolo continuó de pie, delante del retablo, y observó el trabajo.
– Si no supiera que es imposible, creería que el viejo Giovanni se ha colado aquí durante la noche y que ha hecho los retoques en persona.
– Ésa es la idea, Francesco.
– Sí, pero muy pocas personas tienen el don de hacerlo.
– El resto del cornetto desapareció en su boca. Se limpió los restos de azúcar de la barba-. ¿Cuándo estará acabado? -Tres meses, quizá cuatro.
– Desde mi punto de vista, tres meses serían mejor que cuatro. Pero no seré yo el que dé prisa al gran Mario Delvecchio. ¿Algún viaje en perspectiva?
El restaurador miró a Tiepolo con cara de pocos amigos por encima del cornetto y sacudió la cabeza. Un año antes se había visto obligado a confesarle su verdadero nombre y ocupación a Tiepolo. El italiano había hecho honor a esa confianza y nunca se lo había dicho a nadie, aunque algunas veces, cuando estaban solos, aún le pedía al restaurador que dijera unas cuantas palabras en hebreo, sólo para recordarse a sí mismo que el legendario Mario Delvecchio era en realidad un israelí del valle de Jezreel llamado Gabriel Allon.
Un súbito aguacero golpeó el tejado de la iglesia. Desde lo alto de la plataforma, muy arriba, en el ábside de la capilla, sonaba como un redoble de tambor. Tiepolo alzó las manos al cielo en un gesto de súplica.
– Otra tormenta. Dios nos ayude. Dicen que el acqua alta podría llegar al metro cincuenta. Aún no he acabado de sacar el agua de la última. Amo este lugar, pero no sé durante cuánto tiempo más podré soportarlo.
Había sido una temporada con mucha acqua alta. Venecia se había inundado más de cincuenta veces, y aún quedaban por delante tres meses de invierno. La casa de Gabriel se había inundado tantas veces que había tenido que vaciar toda la planta baja y estaba instalando un dispositivo a prueba de agua en puertas y ventanas.
– Morirás en Venecia, lo mismo que Bellini -dijo Gabriel-. Yo te enterraré debajo de un ciprés en San Michele, en una enorme cripta, como se merece un hombre de tus logros.
Tiepolo pareció complacido con esa imagen, aun a sabiendas de que, como la mayoría de los actuales venecianos, tendría que sufrir la indignidad de un entierro en tierra firme.
– ¿Qué me dices de ti, Mario? ¿Dónde morirás?
– Con un poco de suerte, será cuando y donde yo quiera.
Eso es lo mejor que puede esperar un hombre como yo. -Sólo hazme un favor.
– ¿Cuál?
Tiepolo miró el retablo dañado.
– Acaba el retablo antes de morirte. Se lo debes a Giovanni.
Las sirenas de aviso de inundación instaladas en el campanario de la basílica de San Marco sonaron poco antes de las cuatro. Gabriel limpió apresuradamente los pinceles y la paleta; pero, cuando descendió del andamio y cruzó la nave hasta la puerta principal, la calle ya estaba cubierta con un palmo de agua.
Volvió al interior. Como la mayoría de los venecianos, tenía varios pares de botas de goma altas, hasta los muslos, que guardaba en puntos estratégicos, listas para ser utilizadas al momento. El par que guardaba en la iglesia era el primero que había tenido. Se las había prestado Umberto Conti, el gran maestro restaurador, que lo había aceptado en su taller como aprendiz. Gabriel había intentado devolverlas en múltiples ocasiones, pero Umberto nunca las había aceptado. «Guárdalas, Mario, junto con todo lo demás que te he dado. Te servirán bien, te lo prometo.»
Se puso las viejas bota de Umberto y se cubrió con una capellina impermeable de color verde. Un momento más tarde caminaba con el agua hasta las pantorrillas por la Salizzada San Giovanni Crisóstomo como un fantasma verde oliva. En la Strada Nova, los trabajadores del ayuntamiento no habían colocado las pasarelas de madera. Gabriel sabía que era una mala señal; significaba que se esperaba una inundación tan grande que el agua se las llevaría.
Cuando llegó al Rio Terrà San Leonardo, el agua amenazaba con entrarle por las botas. Entró en un callejón y lo siguió hasta un pequeño puente de madera provisional que cruzaba el Rio di Ghetto Nuovo. Llegó a un círculo de bloques de apartamentos que estaban a oscuras, cuya única particularidad era ser más altas que los otros edificios de Venecia. Siguió por un pasaje inundado que desembocaba en una gran plaza. Un par de barbudos estudiantes de la yeshiva se cruzaron en su camino. Caminaban de puntillas por la plaza inundada en dirección a la sinagoga, y los empapados flecos de sus tallit katan se les pegaban a los pantalones. Dobló a la izquierda y caminó hasta la puerta del número 2.899. En la pequeña placa de latón estaba escrito Comunità Ebraica di Venezia. Tocó el timbre y se oyó la voz de una anciana por el interfono.
– Soy Mario.
– No está aquí.
– ¿Dónde está?
– Está ayudando en la librería. Una de las otras chicas está enferma.
Entró por una puerta de cristal en un edificio vecino y se quitó la capucha. A su izquierda estaba la entrada del modesto museo del gueto; a la derecha una atractiva librería, brillantemente iluminada. Una muchacha de pelo rubio, corto, sentada en un taburete detrás del mostrador, se apresuraba a cerrar la caja. Se llamaba Valentina. Sonrió a Gabriel y señaló con la punta del lápiz hacia el ventanal que ocupaba toda la pared y que daba al canal. Una mujer arrodillada en el suelo intentaba secar el agua que se filtraba por las supuestas juntas impermeables del cristal. Era increíblemente hermosa.
– Les dije que las juntas no aguantarían -comentó Gabriel-. Fue desperdiciar el dinero.
Chiara levantó la cabeza de repente. Su pelo era oscuro, rizado y tenía destellos castaños rojizos. Apenas sujeto por un broche en la nuca, caía desordenadamente sobre sus hombros. Sus ojos eran de un color caramelo con chispas de oro. Tendían a cambiar de color según su humor.
– No te quedes ahí como un idiota. Ven y ayúdame.
– No creerás que un hombre de mi talento…
La toalla blanca, empapada, lanzada con una fuerza y puntería extraordinarias, lo golpeó en el centro del pecho. Gabriel la escurrió en un cubo y se arrodilló a su lado.
– Ha habido un atentado en Viena -susurró Chiara, con los labios pegados al cuello de Gabriel-. Él está aquí. Quiere verte.
El agua lamía la entrada de la casa del canal. Cuando Gabriel abrió la puerta, el agua se extendió por el vestíbulo de mármol. Observó el daño y luego, resignado, siguió a Chiara escaleras arriba. La habitación estaba casi a oscuras. Un hombre mayor estaba junto a la ventana salpicada por la lluvia, inmóvil como las figuras del retablo de Bellini. Vestía un traje oscuro y una corbata de color plata. La cabeza calva tenía la forma de una bala; su rostro, muy bronceado y surcado por grietas y fisuras, parecía haber sido tallado en una piedra del desierto. El viejo no lo saludó. Se quedó contemplando el agua que desbordaba el canal, con una expresión fatalista, como si estuviese presenciando el principio del diluvio que acabaría con la maldad del hombre. Gabriel sabía que Ari Shamron estaba a punto de informado de una muerte. La muerte los había unido al principio y la muerte continuaba siendo la base de su vínculo.
En los pasillos y despachos de los servicios de inteligencia israelíes, Ari Shamron era una leyenda. Incluso más, era la encarnación del servicio. Había estado en cortes reales, robado los secretos de los tiranos y matado a los enemigos de Israel. Algunas veces con sus propias manos. Su mayor logro lo había conseguido una noche lluviosa de mayo, en 1960, en un suburbio obrero, al norte de Buenos Aires, cuando había saltado del asiento trasero de un coche para capturar a Adolf Eichmann.
En septiembre de 1972, Golda Meir, la primera ministra, le había ordenado que persiguiera y matara a los terroristas palestinos que habían secuestrado y asesinado a once atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos de Munich. Gabriel, que entonces era un prometedor estudiante de la Academia de Arte Bezalel en Jerusalén, se había unido a regañadientes a la misión de Shamron, que había sido denominada en código con el muy acertado nombre de Ira de Dios. En el código hebreo de la operación, Gabriel era un Aleph. Armado sólo con una Beretta de calibre 22, había matado a seis hombres.
La carrera de Shamron no había sido un ascenso ininterrumpido hacia la gloria. Se había encontrado con grandes altibajos en el camino e inútiles viajes al destierro. Se había ganado la reputación de ser un hombre que disparaba primero y dejaba las consecuencias para después. Su vehemencia era una de sus grandes ventajas. Aterrorizaba a amigos y enemigos por igual. Para algunos políticos, el carácter impredecible de Shamron era muy difícil de soportar. Rabin a menudo eludía sus llamadas, temeroso de las noticias que podía escuchar. Peres lo tenía como un salvaje y lo envió a las inhóspitas tierras del retiro. Barak, cuando el servicio hacía aguas, rehabilitó a Shamron y lo llamó para que salvara al barco.
Ahora estaba oficialmente retirado, y su amado servicio estaba en manos de un intrigante tecnócrata llamado Lev. Pero para la mayoría de los miembros del servicio, Shamron siempre sería el Memuneh, el que estaba al mando. El actual primer ministro era un viejo amigo y compañero de viaje. Le había dado a Shamron un impreciso cargo y la autoridad suficiente para convertirse en un incordio. Había quienes en el bulevar Rey Saúl, sede del servicio, afirmaban muy convencidos que Lev rezaba en secreto por la rápida muerte de Shamron, y que Shamron, empecinado y tocanarices como siempre, seguía vivo sólo para atormentarlo.
Ahora, de pie delante de la ventana, Shamron le explicó a Gabriel con voz calma todo lo que sabía de lo ocurrido en Viena. Una bomba había explotado a última hora de la tarde del día anterior en las oficinas de Reclamaciones e Investigaciones Guerra. Eli Lavon estaba en coma en la unidad de cuidados intensivos del hospital General de Viena, y las probabilidades que sobreviviera eran de una contra dos. Sus dos documentalistas, Reveka Gazit y Sarah Greenberg, habían muerto en la explosión. Una facción escindida de Al Qaeda, un grupo que se autodenominaba Células Combatientes Islámicas, se había atribuido el atentado. Shamron le explicó todo esto en un inglés chapurreado. El hebreo no estaba permitido en la casa de Venecia.
Chiara trajo café y pastas, y se sentó entre Gabriel y Shamron. De los tres, sólo Chiara estaba sometida a la disciplina del servicio. Era una bat leveyka. Su trabajo consistía en pasar por amante o esposa de un agente encargado de una misión. Como todo el personal del servicio, había pasado por los cursos de combate personal y el uso de armas. El hecho de que hubiese logrado una puntuación más alta que Gabriel en el examen final en el campo de tiro era motivo para ciertas pullas en su casa. Sus misiones a menudo requerían cierta intimidad con su compañero, como las muestras de afecto en los restaurantes y clubes nocturnos, y compartir la cama en las habitaciones de los hoteles y los pisos francos. Las relaciones románticas entre los agentes y sus escoltas estaban prohibidas oficialmente, pero Gabriel sabía vivir en un contacto casi permanente y la tensión natural de las operaciones a menudo los llevaba a intimar. Él mismo había vivido una de esas experiencias con su bat leveyka, cuando estaba realizando una misión en Túnez. Ella era una hermosa judía de Marsella llamada Jacqueline Delacroix, y la aventura casi había acabado con su matrimonio. Gabriel, cuando Chiara estaba en alguna misión, a menudo se la imaginaba en la cama con algún otro hombre. Aunque no era dado a los celos, rogaba en secreto para que llegara cuanto antes el día en que en la sede del servicio decidieran que no era prudente continuar enviándola a ese tipo de misiones.
– ¿Qué son exactamente las Células Combatientes Islámicas? -preguntó.
Shamron torció el gesto.
– Son unos terroristas de poca monta que actúan principalmente en Francia y otro par de países europeos. Les divierte incendiar sinagogas, profanar cementerios judíos y pegarles a los niños judíos en las calles de París.
– ¿Había algo interesante en el comunicado en que se atribuyen la autoría?
– Las mismas tonterías de siempre sobre el sufrimiento de los palestinos y la destrucción del sionismo internacional, y la coletilla de las amenazas de nuevos atentados contra objetivos israelíes en Europa hasta que se obtenga la liberación de Palestina.
– La oficina de Lavon era una fortaleza. ¿Cómo consiguió un grupo que no va más allá de los cócteles Molotov y las pintadas meter una bomba en Reclamaciones e Investigaciones de Guerra?
Shamron aceptó la taza de café que le ofreció Chiara.
– La policía austriaca aún no lo tiene claro, pero creen que estaba oculta en la torre de un ordenador que entregaron en la oficina por la mañana.
– ¿Creen que las Células Combatientes Islámicas tienen la capacidad para ocultar una bomba en un ordenador e introducida en un edificio vigilado en Viena?
Shamron se echó azúcar en el café y movió la cucharilla con energía mientras negaba con un movimiento de cabeza.
– Entonces ¿quién lo hizo?
– Es obvio que me gustaría poder responder a tu pregunta.
Shamron se quitó la chaqueta y se subió las mangas de la camisa. El mensaje era inconfundible. Gabriel desvió la mirada y recordó la primera vez que el viejo lo había enviado a Viena. Había sido en enero de 1991. El servicio se había enterado de que un agente de la inteligencia iraquí con base en la ciudad estaba organizando una serie de ataques terroristas contra objetivos israelíes en el aniversario de la primera guerra del Golfo. Shamron había ordenado a Gabriel que vigilara al iraquí y, si era necesario, adoptara acciones preventivas. Poco dispuesto a pasar otra larga temporada separado de su familia, Gabriel se había llevado a su esposa, Leah, y a su hijo, Dani, con él. Aunque no lo sabía, había caído en una trampa preparada por un terrorista palestino llamado Tariq al-Hourani.
Gabriel acabó por salir de su prolongado ensimismamiento y miró de nuevo a Shamron.
– ¿Has olvidado que Viena es una ciudad prohibida para mí?
Shamron encendió uno de sus apestosos cigarrillos turcos y dejó la cerilla apagada en el plato. Se subió las gafas a la frente y cruzó los brazos. Todavía eran poderosos, puro acero debajo de una fina capa de piel bronceada ya fofa por la edad. También lo eran las manos. Gabriel había visto ese mismo gesto infinidad de veces. Shamron el Indomable. Había adoptado la misma pose después de enviar a Gabriel a Roma para matar por primera vez. Ya entonces era viejo. En honor a la verdad, nunca había sido joven. En lugar de perseguir a las muchachas en la playa de Netanya, había estado al mando de una unidad de la Palmach, en la primera batalla de la interminable guerra que libraba Israel. Le habían robado la juventud. Él se la había robado a Gabriel.
– Me ofrecí voluntario para ir a Viena, pero Lev no quiso ni oír hablar del asunto. Sabe que, debido a nuestra lamentable historia allí, soy algo así como un paria. Admitió que la policía se mostraría más receptiva si nos representaba una figura menos conocida.
– ¿Así que tu solución es enviarme a mí?
– No será nada de carácter oficial, por supuesto. -En estos tiempos casi nada de lo que hacía Shamron era de carácter oficial-. Pero me sentiría mucho más tranquilo si alguien de mi confianza vigilara cómo van las cosas.
– Tenemos a personal del servicio en Viena.
– Sí, pero informan a Lev.
– Él es el jefe.
Shamron cerró los ojos, como si le hubiesen recordado algo muy doloroso.
– Lev tiene en estos momentos muchos otros problemas más importantes como para dedicarle a éste la atención que se merece. El niño heredero de Siria está haciendo sonar los sables. Los mulás de Irán están intentando fabricar la bomba de Alá, y Hamas está convirtiendo a los niños en bombas que estallan en las calles de Tel-Aviv y Jerusalén. Un atentado de menor importancia en Viena no será un tema prioritario, aunque el objetivo fuese Eli Lavon.
Shamron hizo una pausa y miró compasivamente a Gabriel por encima de su taza de café.
– Sé que no tienes el menor deseo de regresar a Viena, sobre todo después de otro atentado con bomba, pero tu amigo yace en un hospital vienés y está luchando por salir vivo. Me dije que quizá estarías interesado en saber quién lo envió allí.
Gabriel pensó en el retablo de Bellini de la iglesia de San Giovanni Crisóstomo, que estaba a medio acabar, y vio que pasaba a un segundo plano. Chiara lo miraba con mucha atención. Evitó su mirada.
– Si voy a Viena -dijo en voz baja-, necesitaré una identidad.
Shamron se encogió de hombros, como si le dijera que había maneras -maneras obvias, mi querido muchacho- de solucionar un problema tan nimio. Gabriel había supuesto que ésta sería la respuesta del viejo y tendió la mano.
Shamron abrió el maletín y le entregó un sobre. Gabriel levantó la solapa y volcó el contenido sobre la mesita de centro: billetes de avión, un billetero y un pasaporte israelí muy usado. Abrió el pasaporte y vio su rostro en la foto. Su nuevo nombre era Gideon Argov. Gideon era un nombre que siempre le había gustado.
– ¿Cómo se gana la vida Gideon?
Shamron apenas si movió la cabeza para señalarle el billetero. Entre las cosas habituales -tarjetas de crédito, el carnet de conducir, de un gimnasio y de un videoclub- encontró una tarjeta de visita:
Gideon Argov
Reclamaciones e Investigaciones de Guerra
17 Mendele Street
Jerusalén 92147
5427618
Gabriel miró a Shamron.
– No sabía que Eli tuviese una oficina en Jerusalén.
– La tiene ahora. Llama si quieres.
– Te creo -afirmó Gabriel-. ¿Lev está enterado de esto?
– Todavía no, pero tengo la intención de decírselo en cuanto estés sano y salvo en Viena.
– Así que estamos engañando a los austriacos y al servicio. Es impresionante, Ari, incluso para ti.
Shamron sonrió, avergonzado. Gabriel abrió el billete y leyó el itinerario del vuelo.
– No me pareció una buena idea que viajaras directamente a Viena desde aquí. Volaré contigo a Tel-Aviv mañana por la mañana; en asientos separados, por supuesto. Así podrás coger el vuelo de la tarde a Viena.
Gabriel miró a Shamron con una expresión de duda.
– ¿Qué pasará si me reconocen en el aeropuerto y los austriacos me llevan a una sala aparte para recibir una atención especial?
– Ésa es una posibilidad, pero han pasado trece años. Además, has estado en Viena no hace mucho. Recuerdo el encuentro que mantuvimos el año pasado en la oficina de Eli para hablar de una amenaza inminente contra la vida de su santidad Pablo VII.
– He estado en Viena -concedió Gabriel, con el pasaporte falso en alto-. Pero nunca de esta manera, y mucho menos a través de un aeropuerto.
Gabriel dedicó un par de minutos a observar el pasaporte con su ojo de restaurador. Finalmente lo cerró y se lo guardó en el bolsillo. Chiara se levantó en el acto y salió de la habitación. Shamron observó cómo se iba y a continuación miró a Gabriel.
– Por lo que se ve he conseguido desorganizar tu vida una vez más.
– ¿Por qué esta vez iba a ser diferente?
– ¿Quieres que hable con ella?
Gabriel sacudió la cabeza.
– Se le pasará. Es una profesional.
Había momentos en la vida de Gabriel, fragmentos que reproducía en la tela y colgaba en la galería de su subconsciente. Añadió a su colección a Chiara tal como la veía ahora, montada sobre su cuerpo, bañada por la luz de las farolas del otro lado de la ventana del dormitorio, una luz típica de Rembrandt, con el camisón de raso hecho un ovillo junto a los muslos, los pechos desnudos. Otras imágenes se entremetieron. Shamron les había abierto la puerta, y Gabriel, como siempre, no podía hacer nada por apartarlas. Estaba Wadal Adel Zwaiter, un esquelético intelectual vestido con una chaqueta de pana, al que Gabriel había matado en el vestíbulo de una casa de apartamentos en Roma. Estaba Ali Abdel Hamidi, que había muerto a manos de Gabriel en un callejón de Zurich, y Mahmoud al-Hourani, el hermano mayor de Tariq al-Hourani, al que Gabriel había matado de un disparo en el ojo en un apartamento de Colonia cuando estaba en brazos de su amante.
Un mechón cayó sobre los pechos de Chiara. Gabriel lo apartó suavemente. Chiara lo miró. La oscuridad no le permitía ver el color de sus ojos, pero Gabriel adivinó sus pensamientos. Shamron le había enseñado a leer las emociones de los demás, de la misma manera que Umberto Conti le había enseñado a imitar a los viejos maestros. Gabriel, incluso en los brazos de una amante, no podía impedir la incesante búsqueda del más mínimo indicio de una traición.
– No quiero que vayas a Viena. -La muchacha apoyó las manos en el pecho de Gabriel, y él sintió el latido de su corazón contra la piel fresca de las palmas-. No es un lugar seguro para ti. Shamron es quien mejor tendría que saberlo.
– Shamron tiene razón. Pasó hace mucho tiempo.
– Sí, pero si vas allí y comienzas a hacer preguntas sobre el atentado, acabarás tropezándote con la policía y los servicios de seguridad austriacos. Shamron te está utilizando para mantenerse en el juego. Ahora mismo no le importa lo que más te conviene.
– Hablas como uno de los hombres de Lev.
– Me preocupo por ti. -Se inclinó para besarlo en la boca. Sus labios tenían el sabor de las flores-. No quiero que vayas a Viena y te pierdas en el pasado. -Titubeó por un segundo-. Me da miedo perderte.
– ¿Con quién quieres que me pierda?
Chiara se cubrió el pecho con la colcha. La sombra de Leah apareció entre ellos. Había sido la intención de Chiara dejarla entrar en el dormitorio. Chiara sólo hablaba de Leah en la cama, donde creía que Gabriel no le mentiría. Toda la vida de Gabriel era una mentira. Con sus amantes siempre era absolutamente sincero. Sólo podía amar a una mujer si ella sabía que había matado a otros hombres por orden de su país. Él nunca mentía cuando se trataba de Leah. Consideraba que era su deber hablar con franqueza de ella, incluso a las mujeres que habían ocupado su lugar en la cama.
– ¿Tienes idea de lo difícil que es esto para mí? -preguntó la muchacha-. Todo el mundo sabe quién es Leah. Es una leyenda del servicio, lo mismo que tú y Shamron. ¿Cuánto tiempo más se supone que debo vivir con el miedo de que algún día decidas que no puedes hacer esto nunca más?
– ¿Qué quieres que haga?
– Cásate conmigo, Gabriel. Quédate en Venecia y haz tu trabajo. Dile a Shamron que te deje en paz. Tienes el cuerpo lleno de cicatrices. ¿No le has dado ya bastante a tu país?
Gabriel cerró los ojos. Ante él se abrió otra puerta de la galería. Muy a su pesar pasó al otro lado y se encontró en una calle del viejo barrio judío de Viena con Leah y Dani a su lado. Acababan de cenar y estaba nevando. En el bar del restaurante había un televisor, y durante toda la cena habían visto cómo los misiles iraquíes llovían sobre Tel-Aviv. Leah tenía prisa por volver y llamar a su madre. También le había dado prisa para que acabara cuanto antes con su habitual búsqueda en los bajos del coche. «Venga, Gabriel, acaba de una vez. Quiero hablar con mi madre. Quiero oír su voz.» Él se levantó, sujetó a Dani en su asiento y le dio un beso a Leah. Todavía ahora recuerda el sabor de las aceitunas en su boca. Se volvió para dirigirse a la catedral, donde, como parte de su tapadera, estaba restaurando un retablo del martirio de san Esteban. Leah giró la llave de arranque. El motor vaciló. Gabriel se volvió en el acto y le gritó a Leah que no insistiera, pero ella no pudo verlo porque tenía el parabrisas cubierto de nieve. Hizo girar la llave de nuevo y…
Esperó a que las imágenes del fuego y la sangre desaparecieran en la oscuridad; luego le dijo a Chiara lo que ella quería oír. Cuando regresara de Viena, iría a ver a Leah al hospital y le diría que se había enamorado de otra mujer. El rostro de la muchacha se ensombreció.
– Preferiría que hubiese otra manera.
– Tengo que decirle la verdad -afirmó Gabriel-. No se merece menos.
– ¿Lo comprenderá?
Gabriel se encogió de hombros. La enfermedad de Leah era una depresión psicótica. Sus médicos creían que la noche del atentado se repetía en su mente sin solución de continuidad como un bucle en una grabación de vídeo. No había lugar para impresiones y sonidos del mundo real. A menudo se preguntaba qué recuerdos tenía Leah de él en aquella noche. ¿Lo había visto caminar hacia la entrada de la catedral, o había sentido sus manos cuando sacaba su cuerpo del coche en llamas? Sólo estaba seguro de una cosa. Leah no le hablaría. No le había dicho ni una sola palabra en trece años.
– Es por mí -respondió Gabriel-. Tengo que decir las palabras. Tengo que contarle lo nuestro. No tengo nada de que avergonzarme, y por supuesto no me avergüenzo de ti.
Chiara dejó caer la colcha y lo besó febrilmente. Gabriel notó la tensión en su cuerpo y el deseo en su aliento. Después se quedó a su lado y le acarició el pelo. No podía dormir. Quizá porque iba a viajar de nuevo a Viena. Pero había algo más. Tenía el sentimiento de que acababa de cometer un acto de traición sexual. Era como si hubiese poseído a la mujer de otro hombre. Entonces se dio cuenta de que, en su mente, ya se había convertido en Gideon Argov. Chiara, por el momento, era una desconocida.
– El pasaporte, por favor.
Gabriel lo deslizó a través del mostrador, abierto. El funcionario miró con una expresión de cansancio la tapa gastada y pasó las páginas hasta dar con el visado. Lo selló -con más violencia de la necesaria, pensó Gabriel- y se lo devolvió sin decir palabra. Gabriel se guardó el pasaporte en un bolsillo del abrigo y comenzó a cruzar el resplandeciente vestíbulo de la terminal de llegadas, llevando una maleta de ruedas.
Ya fuera, ocupó su lugar en la cola de los taxis. Hacía mucho frío, y se presentía la nieve en el viento. Oyó retazos de conversaciones en alemán con acento vienés. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, el mero sonido de voces que hablaban en alemán no lo inquietaba. El alemán había sido su lengua materna y seguía siendo la lengua de sus sueños. Lo hablaba perfectamente, con el acento berlinés de su madre.
Llegó al primer lugar de la cola. Un Mercedes blanco se adelantó para recogerlo. Gabriel memorizó el número de la matrícula antes de subir al coche. Dejó la maleta en el asiento y le indicó al taxista una dirección varias calles más allá del hotel donde tenía reservada una habitación.
El taxi entró en la autopista, que atravesaba una zona degradada de fábricas, plantas eléctricas y de gas. Gabriel no tardó mucho en ver la iluminada torre de la catedral de San Esteban, que destacaba por encima del Innere Stadt. A diferencia de la mayoría de las ciudades europeas, Viena se había mantenido prácticamente intocada y libre de la plaga urbanística. En realidad, su aspecto y su estilo de vida habían cambiado poco a lo largo de todo un siglo, desde la época en que había sido la capital de un imperio que se extendía a través de Centroeuropa y los Balcanes. Aún era posible merendar una tarta de crema en Demel's o disfrutar de un café y leer el periódico en Landtmann o en el café Central. En el Innere Stadt era mejor olvidarse del automóvil y utilizar el tranvía o caminar por aquellos soberbios bulevares peatonales con casas de arquitectura gótica y barroca y tiendas de lujo. Los hombres aún vestían trajes de loden y sombreros tiroleses con plumas; a las mujeres aún les parecía elegante vestir el traje típico tirolés. Brahms había dicho que vivía en Viena porque prefería trabajar en un pueblo. Seguía siendo un pueblo, pensó Daniel, con el desprecio habitual de los pueblos por los cambios y el resentimiento ante los forasteros. Para Gabriel, Viena siempre sería una ciudad de fantasmas.
Llegaron al Ring, el ancho bulevar que circunvala el centro de la ciudad. El agraciado rostro de Peter Metzler, el candidato a canciller por el Partido Nacional Austriaco, de extrema derecha, le sonrió a Gabriel desde las pancartas colgadas en las farolas. Estaban en plena campaña electoral, y por el bulevar colgaban centenares de carteles de las diversas formaciones políticas. La muy bien financiada campaña de Metzler no había escatimado gastos. Su rostro estaba en todas partes, era imposible escapar a su mirada, y lo mismo ocurría con el lema de campaña: Eine neue ordnung für ein neues Österreich! ¡Un nuevo orden para una nueva Austria! Los austriacos, se dijo Gabriel, no sabían lo que eran las sutilezas.
Se apeó del taxi cerca de la Ópera y caminó un corto tramo hasta una calle lateral llamada Weihburggasse. Al parecer nadie lo seguía, aunque sabía por experiencia propia que era casi imposible detectar a un buen agente. Entró en un pequeño hotel. El conserje, al ver el pasaporte israelí, mostró una expresión desconsolada y murmuró algunas palabras de condena contra «el terrible atentado en el barrio judío». Gabriel, en su papel de Gideon Argov, dedicó unos minutos a hablar con el conserje en alemán antes de subir a su habitación en el segundo piso. Tenía el suelo de madera color miel y un ventanal que daba a un patio interior. Cerró las cortinas y dejó la maleta sobre la cama. Antes de marcharse dejó una señal en el marco que lo avisaría si alguien había entrado en la habitación durante su ausencia.
Bajó al vestíbulo. El conserje le sonrió como si no se hubiesen visto en cinco años y no en cinco minutos. Había comenzado a nevar. Caminó por las mal iluminadas calles del Innere Stadt, atento a si alguien lo seguía. Se detuvo ante los escaparates para mirar de reojo, entró en la cabina de un teléfono público y simuló hacer una llamada mientras observaba. En un quiosco compró un ejemplar de Die Presse, y, después, cien metros más allá, lo arrojó en una papelera. Finalmente, convencido de que no lo seguían, bajó a la estación del metro en Stephansplatz.
No necesitaba consultar el plano brillantemente iluminado de las líneas del metro de Viena porque se lo sabía de memoria. Compró un billete en una de las máquinas, pasó por el torniquete y bajó al andén. Subió a uno de los vagones y memorizó los rostros de los pasajeros más cercanos. Se bajó en la quinta estación, Westbahnhof, para hacer transbordo con la línea U6, dirección norte. El hospital General de Viena tenía su propia estación de metro. Una escalera mecánica lo subió lentamente hasta una pequeña plaza cubierta de nieve, a unos pocos pasos de la entrada principal, en Währinger Gürtel 18-20.
El hospital se alzaba en ese lugar de la zona oeste de Viena desde hacía más de trescientos años. En 1693, el emperador Leopoldo I, preocupado por los sufrimientos de los pobres de la ciudad, había ordenado la construcción del Hogar para los Pobres e Inválidos. Un siglo más tarde, el emperador José II mandó que le cambiaran el nombre por el de hospital General para los Enfermos. El viejo edificio aún se mantenía en pie, unas pocas calles más allá en la Alserstrasse, pero a su alrededor se había construido un moderno complejo hospitalario que ocupaba varias manzanas. Gabriel lo conocía bien.
Un hombre de la embajada estaba refugiado en el pórtico, debajo de una inscripción que decía: Saluti et solatio aegrorum. Sanar y consolar a los enfermos. Era un hombre bajo y nervioso llamado Zvi. Estrechó la mano de Gabriel y, después de una rápida ojeada al pasaporte y a la tarjeta de visita, le manifestó su pesar por la muerte de sus dos colegas.
Entraron en el vestíbulo principal. Estaba desierto excepto por un anciano con la barba blanca, sentado en un extremo de un sofá, con los tobillos juntos y el sombrero sobre las rodillas, como un viajero que esperara un tren que no acababa de llegar. Murmuraba para sí. Cuando Gabriel pasó a su lado, el viejo levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron por un momento. Luego Gabriel entró en el ascensor, y el viejo desapareció cuando se cerraron las puertas.
En cuanto salió del ascensor en el piso octavo, Gabriel se sintió más tranquilo al ver a un israelí alto y rubio vestido con traje y que llevaba un auricular. En la entrada de la unidad de cuidados intensivos había otro agente de seguridad. Delante de la puerta de la habitación de Eli se encontraba un tercer agente, un hombre bajo, moreno y mal vestido. Se apartó para que Gabriel y el funcionario de la embajada pudieran entrar. Gabriel se detuvo y le preguntó por qué no lo cacheaba.
– Está con Zvi. No necesito cachearlo.
Gabriel levantó las manos.
– Hágalo.
El agente ladeó la cabeza y accedió. Gabriel reconoció la técnica. De manual. El cacheo en la entrepierna fue un poco más rudo de lo necesario, pero Gabriel ya se lo esperaba. Cuando acabó, le dijo al agente:
– Cachee a todos los que entren en esta habitación.
Zvi no se perdió ni un detalle. Era obvio que ya no creía que el hombre de Jerusalén era Gideon Argov, de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. A Gabriel no le importó. Su amigo yacía indefenso al otro lado de la puerta. Más valía incordiar un poco que correr el riesgo de que muriera.
Siguió a Zvi al interior del cuarto. La cama estaba detrás de un tabique de cristal. El paciente no se parecía mucho a Eli, pero Gabriel no se sorprendió. Como la mayoría de los israelíes, había visto las consecuencias del estallido de una bomba en un cuerpo humano. El rostro de Eli estaba oculto detrás de la mascarilla de oxígeno, tenía los ojos cubiertos con gasas, la cabeza vendada. La parte visible de las mejillas y la mandíbula mostraban la infinidad de cortes provocados por los cristales rotos.
Una enfermera de pelo negro corto y ojos de un color azul intenso estaba controlando el goteo del suero. Miró hacia los visitantes y por un momento sostuvo la mirada de Gabriel antes de continuar con su trabajo. Sus ojos no cambiaron de expresión.
Zvi, después de darle un momento a Gabriel, se acercó al tabique y lo puso al corriente del estado de su colega. Hablaba con la precisión de un hombre que ha visto infinidad de series de hospitales en la televisión. Gabriel, con la mirada fija en el rostro de Eli, sólo escuchó la mitad de lo que decía el diplomático, lo suficiente para comprender que su amigo estaba a un paso de la muerte, y que, incluso si vivía, quizá nunca volvería a ser el mismo.
– Por el momento -concluyó Zvi-, las máquinas lo mantienen vivo.
– ¿Por qué tiene los ojos vendados?
– Por los fragmentos de cristal. Consiguieron quitarle la mayoría, pero aún tiene una media docena metidos en los ojos.
– ¿Hay alguna posibilidad de que quede ciego?
– No lo sabrán hasta que recupere el conocimiento -respondió Zvi. Luego añadió con un tono pesimista-: Si es que lo recupera…
Un médico entró en la habitación. Saludó a los visitantes con un gesto brusco y pasó al otro lado del tabique. La enfermera se apartó de la cama, y el médico ocupó su lugar. La mujer rodeó la cama y se detuvo junto al cristal. Por segunda vez, su mirada se cruzó con la de Gabriel antes de echar la cortina con un rápido movimiento de muñeca. Gabriel salió al vestíbulo con Zvi a la zaga.
– ¿Está bien?
– Sí. Sólo quiero estar un momento a solas.
El diplomático volvió a la habitación. Gabriel cruzó las manos detrás de la espalda, como un soldado en posición de descanso, y caminó lentamente por el pasillo que ya conocía. Pasó junto al mostrador de las enfermeras. El mismo manido paisaje urbano de Viena colgado junto a la ventana. También el olor era el mismo: el olor del desinfectante y la muerte.
Llegó a una puerta entreabierta con el número 2602-C. La empujó suavemente con las puntas de los dedos y la puerta acabó de abrirse en silencio. La habitación estaba desocupada y a oscuras. Gabriel miró de reojo tras de sí. No había ninguna enfermera a la vista. Entró rápidamente y cerró la puerta.
Dejó las luces apagadas y esperó a que sus ojos se acomodaran a la oscuridad. Muy pronto comenzó a distinguir los objetos: la cama vacía, la hilera de monitores apagados, la silla con tapizado plástico. La silla más incómoda de toda Viena. Había pasado diez noches sentado en aquella silla, la mayoría de ellas sin dormir. Leah había recuperado el conocimiento sólo una vez. Le había preguntado por Dani, y Gabriel, sin pensar, le dijo la verdad. Las lágrimas habían corrido por las mejillas lastimadas. Nunca más le había vuelto a hablar.
– No puede estar aquí.
Gabriel, sorprendido, se volvió en el acto. La voz pertenecía a la enfermera que había estado junto a Eli hacía unos momentos. Ella le había hablado en alemán, y Gabriel le respondió en el mismo idioma.
– Lo siento. Sólo…
– Sé lo que estaba haciendo. -La enfermera hizo una muy breve pausa y añadió-: Lo recuerdo.
Se apoyó en la puerta, cruzó los brazos e inclinó la cabeza a un lado. De no haber sido por el uniforme, que le iba grande, y el estetoscopio colgado alrededor del cuello, Gabriel hubiese dicho que se le estaba insinuando.
– Su esposa fue una de las víctimas de un atentado terrorista ocurrido hace ya unos cuantos años. Fue al principio de mi carrera. La cuidaba durante la noche. ¿No lo recuerda?
Gabriel la observó por un momento antes de responderle.
– Creo que está en un error. Ésta es mi primera visita a Viena. Además, nunca me he casado. Lo siento -añadió apresuradamente, y fue hacia la puerta-. No tendría que haber entrado aquí. Sólo buscaba un lugar donde estar a solas un par de minutos.
Pasó junto a la mujer. Ella apoyó una mano en su brazo.
– Dígame una cosa. ¿Está viva?
– ¿Quién?
– Su esposa, por supuesto.
– Lo siento -contestó Gabriel con un tono firme-. Me confunde con otra persona.
La enfermera asintió como queriendo decir: «Como usted quiera». Sus ojos azules estaban empañados y brillaban a la media luz.
– ¿Eli Lavon es amigo suyo?
– Sí, lo es. Un muy buen amigo. Trabajamos juntos. Vivo en Jerusalén.
– Jerusalén -repitió la enfermera, como si le gustara el sonido de la palabra-. Me gustaría visitar Jerusalén alguna vez. Mis amigos creen que estoy loca. Ya sabe, los terroristas suicidas, todas las otras cosas… -Su voz se apagó-. Aun así quiero ir.
– Debe ir -afirmó Gabriel-. Es un lugar maravilloso.
La mujer le tocó el brazo de nuevo.
– Las heridas de su amigo son muy graves. -Su tono era tierno, marcado por la pena-. Lo pasará muy mal.
– ¿Vivirá?
– No se me permite responder a esa clase de preguntas. Sólo los médicos pueden dar un diagnóstico. Pero si quiere mi opinión, hágale compañía. Háblele. Nunca se sabe, quizá lo escuche.
Se quedó una hora más, con la mirada puesta en la figura inmóvil de Eli al otro lado del cristal. Entró la enfermera. Dedicó unos minutos a controlar las constantes vitales de Eli, y luego le hizo una seña a Gabriel para que entrara.
– Va contra las normas -dijo con un tono conspirador-. Vigilaré la puerta.
Gabriel no le habló a Eli, sólo le sostuvo la mano herida. No había palabras para transmitirle el dolor que sentía al ver a otro ser querido en una cama de un hospital vienés. La enfermera entró al cabo de cinco minutos, apoyó una mano en el hombro de Gabriel y lo avisó de que tenía que irse. Ya en el pasillo, le dijo que se llamaba Marguerite.
– Mañana tengo el turno de noche. Espero volver a verlo.
Zvi se había marchado; había entrado un nuevo equipo de agentes. Gabriel bajó en el ascensor hasta el vestíbulo y abandonó el hospital. Hacía mucho frío. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y aceleró el paso. Se disponía a bajar las escaleras de la estación del metro cuando una mano se apoyó en su brazo. Se volvió, convencido de que vería de nuevo a Marguerite, pero en cambio se encontró cara a cara con el viejo que había visto hablando solo en el vestíbulo del hospital.
– Oí que hablaba en hebreo con el hombre de la embajada. -Hablaba alemán con un fuerte acento vienés, y tenía los ojos llorosos-. Usted es israelí, ¿verdad? ¿Un amigo de Eli Lavon? -No esperó a la respuesta de Gabriel-. Me llamo Max Klein, y todo esto es por mi culpa. Por favor, debe creerme. Todo esto es por mi culpa.
Tomaron el tranvía para ir al elegante y antiguo barrio, apenas pasado el Ring, donde vivía Max Klein. El edificio de apartamentos estilo Biedermeier tenía un pasaje que desembocaba en un gran patio interior. El patio estaba a oscuras y las únicas luces que se veían eran las de los apartamentos que lo rodeaban. Un segundo pasaje conducía a un pequeño y coqueta vestíbulo. Gabriel echó una rápida ojeada a la lista de los residentes. Más o menos por la mitad leyó: «M. Klein – 3B.» No había ascensor. Klein se sujetó al pasamanos mientras subía lentamente los gastados peldaños. En el rellano del tercer piso había dos puertas con mirilla. Klein se dirigió a la de la derecha y sacó unas llaves del bolsillo del abrigo. La mano le temblaba tanto que las llaves sonaron como un instrumento de percusión.
Abrió la puerta y entró. Gabriel vaciló por un momento en el umbral. Se le había ocurrido, mientras viajaba sentado junto a Klein en el tranvía, que no era asunto de su incumbencia reunirse con alguien en esas circunstancias. La experiencia y algunas lecciones muy duras le habían enseñado que incluso un judío octogenario podía ser una presunta amenaza. Sin embargo, los recelos desaparecieron en cuanto vio que Klein encendía casi todas las luces del apartamento. Se dijo que no era el proceder de un hombre que estuviese tendiendo una trampa. Max Klein estaba asustado.
Gabriel entró y cerró la puerta. Ahora, con tanta luz, por fin pudo ver bien al anciano. Los gruesos cristales de las gafas de montura negra ampliaban el tamaño de sus ojos, enrojecidos y llorosos. La barba, rala y blanca, no conseguía ocultar las manchas oscuras en las mejillas. Gabriel adivinó, antes de que Klein se lo dijera, que era un superviviente. El hambre, como las balas y el fuego, deja huellas. Las había visto en muchos de los rostros de las personas que vivían en la comunidad rural donde había nacido, en el valle de Jezreel. Las había visto en sus padres.
– Prepararé té -dijo Klein antes de desaparecer por unas puertas dobles que comunicaban con la cocina.
«Té a medianoche», pensó Gabriel. Iba a ser una velada muy larga. Se acercó a la ventana y entreabrió las cortinas. Había cesado la nevada y la calle estaba desierta. Se sentó. La habitación le recordaba el despacho de Eli: el techo muy alto, las montañas de libros en las estanterías. El elegante desorden de un intelectual.
Klein volvió de la cocina con un servicio de té de plata y lo dejó en una mesita de centro.
– Habla el alemán muy bien -comentó el anciano-. Incluso como un berlinés.
– Mi madre era de Berlín -respondió Gabriel-, pero yo nací en Israel.
Klein se quedó mirando, como si estuviese buscando las cicatrices de la supervivencia. Luego levantó las manos en un gesto que lo invitaba a rellenar los espacios en blanco: ¿Dónde estaba ella? ¿Cómo había sobrevivido? ¿Había estado en un campo de concentración o había conseguido escapar antes de que comenzara la locura?
– Permanecieron en Berlín hasta que los deportaron a un campo -dijo Gabriel-. Mi abuelo era un pintor bastante conocido. Nunca creyó que los alemanes, un pueblo que tenía como uno de los más civilizados de la tierra, pudieran llegar a esos extremos.
– ¿Cómo se llamaba su abuelo?
– Frankel -respondió Gabriel, dispuesto a decir la verdad, al menos por el momento-. Viktor Frankel.
Klein asintió al escuchar el nombre.
– Conocí su obra. Era un discípulo de Max Bekcmann, ¿no? Un hombre con un gran talento.
– Sí, así es. Su obra fue considerada por los nazis un arte degenerado y destruyeron la mayoría de sus pinturas. También lo echaron de su trabajo como profesor en un instituto de arte, en Berlín.
– Sin embargo, se quedó. -Klein sacudió la cabeza-. Nadie creyó que pudiera suceder. -Hizo una pausa, con sus pensamientos en otra parte-. ¿Qué les pasó?
– Los deportaron a Auschwitz. A mi madre la enviaron al campo de mujeres de Birkenau, donde consiguió sobrevivir hasta que la liberaron al cabo de dos años.
– ¿ Qué fue de sus abuelos?
– Los mataron en la cámara de gas en cuanto llegaron.
– ¿Recuerda la fecha?
– Creo que fue en enero de 1943.
Klein se tapó los ojos.
– ¿Hay algo especial en esa fecha, Herr Klein?
– Sí -contestó el viejo con aire ausente-. Yo estaba allí la noche que llegaron los transportes desde Berlín. Lo recuerdo muy bien. Verá, señor Argov, yo era violinista en la orquesta del campo de Auschwitz. Interpretaba música para los demonios en la orquesta de los malditos. Entretenía a los condenados mientras avanzaban penosamente hacia las cámaras de gas.
La expresión de Gabriel no cambió. Era evidente que Max Klein soportaba el peso de una tremenda culpa. Creía que era responsable en parte de las muertes de aquellos que habían desfilado ante él camino de la muerte. Era una locura, por supuesto. No era más culpable que cualquier otro de los judíos que habían trabajado como esclavos en las fábricas o en los campos de concentración para sobrevivir un día más.
– No me parece que sea razón para que me abordara esta noche en el hospital. Quería decirme algo referente al atentado en las oficinas de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra, ¿no?
– Tal como le dije -manifestó Klein-, ha sido cosa mía.
Yo soy el responsable de las muertes de esas dos hermosas chicas. Yo soy la razón para que su amigo Eli Lavon esté agonizando en aquel hospital.
– ¿Me está diciendo que usted colocó la bomba? -El tono de Gabriel no podía reflejar una incredulidad mayor. La pregunta tenía toda la intención de parecer ridícula.
– ¡Por supuesto que no! -replicó Klein, indignado-. Pero mucho me temo que puse en marcha los acontecimientos que llevaron a otros a colocada.
– ¿Por qué no me cuenta todo lo que sabe, Herr Klein? Deje que sea yo quien juzgue quién es culpable.
– Sólo Dios puede juzgar.
– Quizá, pero algunas veces incluso Dios necesita una ayuda.
Klein sonrió mientras servía el té. Luego le relató la historia desde el principio. Gabriel no lo apresuró en ningún momento. Eli Lavon hubiese hecho lo mismo. «Para los viejos, la memoria es como una pila de platos de porcelana -afirmaba Lavon-. Si sacas un plato del medio, toda la pila se derrumba.»
El apartamento había pertenecido a su padre. Antes de la guerra, Klein había vivido allí con sus padres y sus dos hermanas menores. Su padre, Salomón, había sido un próspero empresario textil, y los Klein habían disfrutado de las comodidades de la clase media alta: meriendas en los mejores cafés de Viena, veladas en el teatro o la Ópera, veranos en una villa en el sur. El joven Max Klein era un violinista con un prometedor futuro. «Aún me faltaba para aspirar a la sinfónica o la Ópera, Herr Argov, pero sí era lo bastante bueno para trabajar en orquestas de cámara más modestas. Mi padre, por cansado que estuviese después de trabajar todo el día, casi nunca se perdía una actuación mía.» Klein sonrió por primera vez al recordar a su padre entre los espectadores. «Se sentía muy orgulloso de que su hijo fuese un músico vienés.»
Su idílico mundo había llegado a un abrupto final el día 12 de marzo de 1938. Klein recordaba que era sábado, y para la abrumadora mayoría de los austriacos, el espectáculo de las tropas de la Wehrmacht desfilando por las calles de Viena había sido motivo de celebración. «Para los judíos, Herr Argov… para nosotros, era el horror.» Los peores temores de la comunidad no habían tardado en convertirse en realidad. En Alemania, el ataque a los judíos había sido un proceso gradual. En Austria, en cambio, había sido instantáneo y brutal. En cuestión de días, todos los comercios de propiedad judía estaban marcados con pintura roja. Cualquier ciudadano no judío que entrara en alguno era atacado por los camisas pardas y los SS. A muchos se les colgaban carteles donde decía: «Yo, un cerdo ario, compré en una tienda judía.» A los judíos se les prohibió tener propiedades, trabajar en cualquier profesión o contratar empleados, entrar en restaurantes y bares e incluso ir a los parques públicos. Se les prohibió tener máquinas de escribir y radio, porque podían facilitar la comunicación con el mundo exterior. A los judíos los sacaban a rastras de sus casas y sinagogas, y los apaleaban en las calles.
– El 14 de mayo, la Gestapo echó abajo la puerta de este apartamento y robó nuestras más valiosas posesiones: las alfombras, la cubertería, los cuadros, incluso los candelabros del Sabbat. A mi padre y a mí nos arrestaron durante unos días y nos obligaron a limpiar las aceras con un cepillo de dientes. Al rabino de nuestra sinagoga le arrancaron la barba en plena calle mientras una multitud vitoreaba a los agresores. Intenté impedido, y me propinaron una paliza que estuvo a punto de costarme la vida. No podían llevarme a un hospital, por supuesto. Estaba prohibido por las nuevas leyes antijudías.
En menos de una semana, la comunidad judía de Austria, una de las más vitales e influyentes de toda Europa, estaba destrozada; los centros y las sociedades habían cerrado, los líderes encarcelados, las sinagogas clausuradas y los libros sagrados quemados en las hogueras. El 1 de abril, un centenar de destacadas figuras públicas y empresarios judíos fueron deportados a Dachau. Al cabo de un mes, quinientos judíos habían preferido suicidarse a soportar un día más de tormento; entre ellos una familia de cuatro personas que vivían en el apartamento vecino al de los Klein.
– Se mataron de un disparo, uno tras otro. Un disparo, seguido por llantos. Otro disparo, más llantos. Después del cuarto disparo, no quedó nadie para llorar, nadie más que yo.
Más de la mitad de la comunidad decidió abandonar Austria y emigrar a otros países. Max Klein estaba entre ellos. Consiguió un visado para Holanda y se marchó en 1939. En menos de un año, se encontraría de nuevo bajo la bota nazi.
– Mi padre decidió quedarse en Viena -explicó Klein-. Creía en la ley. Estaba convencido de que si cumplía con las leyes, las cosas no le irían tan mal, y que con el tiempo pasaría la tormenta. Fue a peor, por supuesto, y cuando finalmente tomó la decisión de marcharse, ya era demasiado tarde.
Klein intentó servirse otra taza de té, pero la mano le temblaba violentamente. Gabriel se la sirvió y luego le preguntó con voz suave qué le había pasado a sus padres y a sus hermanas.
– En el otoño de 1941, los deportaron a Polonia y los confinaron en el gueto de Lodz. En enero de 1942, los trasladaron por última vez al campo de exterminio de Chelmno.
– ¿Qué le pasó a usted?
Klein inclinó la cabeza a un lado. La misma suerte, con un final diferente. Arrestado en Amsterdam en junio de 1942, alojado en el campo de tránsito de Westerbork, luego enviado al este, a Auschwitz. En el andén, medio muerto de hambre y sed, una voz. Un hombre con el uniforme de los prisioneros preguntó si había algún músico entre los recién llegados. Klein se aferró a la voz como un hombre que se ahoga se aferra a un salvavidas. «Soy violinista», respondió a la llamada. «¿Tienes un violín?» Él le enseñó el maltrecho estuche, la única cosa que había traído de Westerbork. «Ven conmigo. Hoy es tu día de suerte.»
– Mi día de suerte -repitió Klein, abstraído-. Durante los dos años y medio siguientes, mientras más de un millón se convertían en humo, mis colegas y yo tocábamos. Lo hacíamos en las plataformas de selección para ayudar a los nazis a crear la ilusión de que sus víctimas habían llegado a un lugar agradable. Tocábamos mientras los condenados marchaban hacia las salas donde los hacían desnudarse. Tocábamos en los patios mientras pasaban lista. Por la mañana tocábamos mientras los esclavos salían para ir a trabajar y, por la tarde, cuando regresaban a los barracones. Incluso tocábamos antes de las ejecuciones. Los domingos tocábamos para el comandante del campo y sus oficiales. Los suicidios diezmaban nuestro grupo. No tardé mucho en ser quien iba a los andenes a buscar músicos para llenar las sillas vacías.
»Un domingo por la tarde (en el verano de 1942, lo siento, Herr Argov, no recuerdo la fecha exacta) volví a mi barracón después de un concierto. Un oficial de las SS se me acercó por detrás y me derribó de un golpe. Me levanté y adopté la posición de firmes, sin mirar directamente al rostro de mi agresor.
Con todo, vi lo suficiente para recordar que lo había visto en una ocasión anterior. Había sido en Viena, en la oficina central para la emigración judía, pero aquel día llevaba un impecable traje gris y estaba nada menos que junto a Adolf Eichmann.
»El Sturmbannführer me dijo que quería realizar un experimento. Me ordenó que interpretara una sonata de Brahms. Saqué el violín de la funda y comencé a tocar. Pasó un prisionero. El Sturmbannführer le preguntó cómo se llamaba la pieza que interpretaba. El hombre respondió que no lo sabía. El oficial desenfundó la pistola y le disparó a la cabeza. Buscó a otro prisionero y le hizo la misma pregunta: «¿Cómo se llama la pieza que interpreta este gran violinista?» Así siguió durante toda una hora. Aquellos que respondieron correctamente fueron perdonados. A los demás los mató de un disparo en la cabeza. Cuando acabó, había quince cadáveres a mis pies. Saciada su sed de sangre judía, el hombre de negro me sonrió y se fue. Yo me quedé con los muertos y recé el Kaddish por ellos.
Klein permaneció en silencio durante un buen rato. El ruido de un coche en la calle fue la señal para que levantara la cabeza y continuara con el relato. Aún no estaba preparado para establecer la relación entre las atrocidades de Auschwitz y el atentado contra Reclamaciones e Investigaciones de Guerra, aunque Gabriel ya tenía una idea bastante clara sobre el final de la historia. El viejo continuaba quitando platos cronológicamente, como hubiese dicho Lavon. Sobrevivir a Auschwitz. La liberación. El regreso a Viena…
La comunidad judía de Viena contaba con ciento ochenta y cinco mil judíos antes de la guerra. Sesenta y cinco mil habían muerto en el Holocausto. Sólo mil setecientos regresaron a Viena en 1945, donde fueron recibidos con una hostilidad manifiesta y una nueva oleada de antisemitismo. Se desanimó a aquellos que habían sido obligados a emigrar a punta de pistola y que ahora deseaban regresar. Las demandas de restitución económica no fueron atendidas o se desviaron a Berlín. Klein regresó a su casa y se encontró a una familia austriaca instalada en su piso. Cuando les pidió que se marcharan, se negaron en redondo. Tardó diez años en desalojarlos. En cuanto a la empresa textil de su padre, se la habían arrebatado, sin la más mínima compensación. Los amigos le aconsejaron que se fuera a Israel o a Estados Unidos, pero Klein rehusó. Juró que se quedaría en Viena como un monumento viviente a todos aquellos que habían sido expulsados o asesinados en los campos de la muerte. Dejó su violín en Auschwitz y no volvió a tocar nunca más. Se ganó la vida primero como empleado de una tienda y más tarde como agente de seguros. En 1995, en el quincuagésimo aniversario del final de la guerra, el gobierno accedió a pagar a los judíos austriacos supervivientes unos seis mil dólares a cada uno. Klein le enseñó el cheque a Gabriel.
– No quería su dinero. ¿Seis mil dólares? ¿Por qué? ¿Por mis padres? ¿Por mis dos hermanas? ¿Mi casa? ¿Mis pertenencias?
Arrojó el cheque sobre la mesa. Gabriel consultó su reloj a hurtadillas y vio que eran las dos y media de la madrugada. Klein se iba acercando poco a poco a su objetivo. Gabriel resistió el impulso de darle un empujoncito, temeroso de que el anciano, en su precario estado, pudiera caerse y no levantarse nunca más.
– Hace dos meses entré a tomar un café en el café Central. Me dieron una mesa muy bonita junto a una columna. Pedí un Pharisäer. -Hizo una pausa y enarcó las cejas-. ¿Sabe lo que es un Pharisäer, Herr Argov? Café con nata montada acompañado con una copita de ron. -Se disculpó por el licor-. Atardecía y el frío era intenso.
Un hombre entró en el café, alto, bien vestido, unos pocos años mayor que Klein. «Un austriaco de la vieja escuela, si sabe a lo que me refiero, Herr Argov.» La arrogancia de su paso hizo que Klein bajara el periódico. El camarero corrió a saludado y después comenzó a frotarse las manos y a balancearse sobre los pies como un escolar que necesita ir al baño. «Buenas noches, Herr Vogel. Ya creíamos que esta noche no nos visitaría. ¿La mesa de siempre? Permítame que lo adivine. ¿Un Einspänner? ¿Una porción de tarta? Me han dicho que hoy la Sachertorte está como nunca, Herr Vogel…»
Entonces el viejo pronunció unas pocas palabras, y Max Klein notó cómo se le helaba la sangre en las venas. Era la misma voz que le había ordenado interpretar a Brahms en Auschwitz, la misma voz que le había pedido amablemente a los otros prisioneros que le dijeran el nombre de la pieza o se atuvieran a las consecuencias. Ahora acababa de encontrarse con el asesino, que tenía un aspecto próspero y saludable, en el Central, consumiendo un Einspänner y una porción de Sachertorte.
– Creí que iba a vomitar -comentó Klein-. Dejé el dinero en la mesa y salí a la calle, tambaleante. Miré una vez más a través de la ventana y vi al monstruo llamado Herr Vogel leyendo el periódico. Fue como si aquel encuentro nunca hubiese ocurrido.
Gabriel se abstuvo de preguntar cómo, después de tanto tiempo, podía estar tan seguro de que el hombre del café Central era la misma persona que había visto en Auschwitz hacía sesenta años. Si Klein estaba en lo cierto, no era tan importante como lo que sucedió después.
– ¿Qué hizo entonces, Herr Klein?
– Me convertí en otro de los habituales del café Central.
Muy pronto, a mí también me saludaban por el nombre, y tenía una mesa junto a la del honorable Herr Vogel. Comenzamos a desearnos buenas tardes. Algunas veces, mientras leíamos nuestros respectivos periódicos, hablábamos de política o los acontecimientos mundiales. A pesar de su edad, tenía la mente muy clara. Me dijo que era un hombre de negocios, un inversor.
– ¿Y después de averiguar todo lo que pudo tomando café a su lado fue a ver a Eli Lavon?
– Así es. Escuchó mi historia y prometió que haría algunas averiguaciones. Me dijo que dejara de ir al Central a tomar café. No me gustó la idea. Tenía miedo de que pudiera escapar de nuevo. Pero hice lo que su amigo me pidió.
– ¿Qué pasó después?
– Pasaron unas pocas semanas. Finalmente recibí una llamada. Era una de las muchachas de la oficina, la norteamericana llamada Sarah. Me informó de que Eli Lavon tenía noticias para mí. Me pidió que acudiera al despacho a la mañana siguiente, a las diez. Le respondí que estaría allí y colgué.
– ¿Cuándo fue eso?
– El mismo día de la bomba.
– ¿Le comentó algo de todo esto a la policía?
El anciano sacudió la cabeza.
– Como es de esperar, Herr Argov, no tengo mucho aprecio por los austriacos de uniforme. También soy muy consciente de que mi país no destaca en lo que se refiere a la persecución y condena de los criminales de guerra. Guardé silencio. Fui al hospital General de Viena y vi el trajín de los funcionarios israelíes. Cuando se presentó el embajador, intenté hablarle, pero sus guardaespaldas me apartaron. Así que esperé a que apareciera la persona correcta. Me pareció que era usted. ¿Es usted la persona correcta, Herr Argov?
El edificio de apartamentos al otro lado de la calle era prácticamente idéntico al de Max Klein. En el segundo piso, en un apartamento a oscuras, había un hombre junto a la ventana con una cámara. Enfocó con el teleobjetivo a la figura que apareció por el pasaje del edificio de Klein y que salió a la calle. Le sacó varias fotos, dejó la cámara y se sentó delante de un magnetófono. Tardó unos momentos en encontrar la tecla de «play» en la oscuridad.
– Así que esperé a que apareciera la persona correcta. Me pareció que era usted. ¿Es usted la persona correcta, Herr Argov?
– Sí, Herr Klein. Soy la persona correcta. No se preocupe, lo ayudaré.
– Nada de todo esto hubiese sucedido de no haber sido por mí. Aquellas muchachas están muertas por mi culpa. Eli Lavon está en el hospital por mi culpa.
– Eso no es verdad. No hizo nada malo. Pero a la vista de lo que ha sucedido, me preocupa su seguridad.
– A mí también.
– ¿Lo han estado siguiendo?
– No que yo sepa, pero no estoy muy seguro de que pudiera saberlo si me siguieran.
– ¿Ha recibido llamadas de amenaza?
– No.
– ¿Alguien ha intentado comunicarse con usted después el atentado?
– Sólo una persona, una mujer llamada Renate Hoffmann.
«Stop.» «Rebobinar.» «Play.»
– ¿La conoce?
– No, nunca he oído hablar de ella.
– ¿Habló con ella?
– No, dejó un mensaje en el contestador automático.
– ¿Qué quería?
– Hablar.
– ¿Le dejó un número?
– Sí, lo tengo apuntado. Espere un momento. Sí, aquí está. Renate Hoffmann, cinco-tres-tres-uno-nueve-cero-siete.
«Stop.» «Rebobinar.» «Play.»
– Renate Hoffmann, cinco-tres-tres-uno-nueve-cero-siete.
«Stop.»
La Coalición por una Austria Mejor (JISTE) tenía todos los requisitos de una causa noble pero, en última instancia, estaba condenada al fracaso. Su local estaba en el segundo piso de un almacén ruinoso en el distrito veinte, las ventanas, sucias de hollín, daban a un patio. El local no tenía tabiques y era imposible de calentar adecuadamente. Cuando Gabriel se presentó a la mañana siguiente, vio que la mayoría de los jóvenes oficinistas vestían jerséis gruesos y gorros de lana.
Renate Hoffmann era la directora de la sección legal de la entidad. Gabriel la había llamado a primera hora de la mañana y, después de darse a conocer como Gideon Argov, de Jerusalén, le había relatado su encuentro con Max Klein la noche anterior. La directora había aceptado de inmediato reunirse con él y luego había colgado, como si desconfiara de la conveniencia de tratar el asunto por teléfono.
Su despacho era mínimo. Hoffmann estaba al teléfono cuando hicieron pasar a Gabriel. Ella le señaló una silla con la punta de un bolígrafo. Acabó la conversación al cabo de un momento y se levantó para saludado. Era alta y vestía mucho mejor que el resto del personal: suéter y falda negra, medias negras, zapatos de tacón bajo, negros. El pelo rubio no le llegaba a los cuadrados hombros de gimnasta. Lo llevaba peinado con raya a un lado y le caía naturalmente sobre la cara. Tenía problemas con un mechón rebelde que se sostuvo con la mano izquierda mientras estrechaba la mano de Gabriel con firmeza. No llevaba anillos, ni maquillaje en su agraciado rostro, ni ningún otro perfume más que el olor a tabaco. Gabriel calculó que no podía tener más de treinta y cinco años.
Se sentaron, y ella le formuló una serie de preguntas muy concretas. ¿Cuánto hace que conoce a Eli Lavon? ¿Cómo encontró a Max Klein? ¿Qué le dijo? ¿Cuándo llegó a Viena? ¿Con quién se ha reunido? ¿Ha tratado el tema con las autoridades austriacas? ¿Con los funcionarios de la embajada israelí? Gabriel se sintió un poco como un acusado en el banquillo, pero sus respuestas fueron lo más amables y sinceras que pudo.
Acabado el interrogatorio, Renate Hoffmann lo observó con una expresión escéptica por un momento. Luego se levantó de repente y se puso un abrigo largo gris con grandes hombreras.
– Vayamos a dar un paseo.
Gabriel miró a través de las ventanas sucias de hollín y vio que caía aguanieve. Renate Hoffmann metió unos cuantos expedientes en un bolso de cuero y se lo colgó al hombro.
– Confíe en mí -añadió al advertir su aprensión-. Será mejor que caminemos.
Mientras caminaban por los senderos helados del Augarten, Renate Hoffmann le contó a Gabriel cómo se había convertido en la más importante aliada de Eli Lavon en Viena. Después de licenciarse como la primera de su promoción en la Universidad de Viena, había entrado a trabajar en la oficina del fiscal del Estado, donde había servido con distinción durante siete años. Luego, hacía de esto cinco años, había renunciado a su cargo. A sus amigos y colegas les había dicho que anhelaba la libertad de la práctica privada. En realidad, Renate Hoffmann había decidido que no podía seguir trabajando para un gobierno que se preocupaba muy poco por la justicia y mucho por proteger los intereses del Estado y sus ciudadanos más poderosos.
El caso Weller fue la gota que colmó el vaso. Weller era un agente de la Staatspolizei aficionado a arrancar confesiones a los detenidos apelando a la tortura y a tomarse la justicia por su propia mano cuando consideraba que un juicio planteaba demasiados inconvenientes: Hoffmann había intentado presentar una acusación contra Weller cuando un nigeriano que había solicitado asilo había muerto estando bajo su custodia. Había pruebas irrefutables de que la víctima había estado atada y amordazada y que, después de propinarle una terrible paliza, lo habían estrangulado. Sus superiores en la fiscalía tomaron partido por Weller y desestimaron el caso.
Cansada de luchar contra el sistema desde dentro, había llegado a la conclusión de que era mejor librar la batalla desde el otro bando. Había abierto un despacho para poder pagar sus facturas, pero dedicaba la mayor parte de su tiempo y esfuerzos a la Coalición, un grupo reformista cuyo objetivo principal era sacar al país de su amnesia colectiva en lo concerniente a su pasado nazi. Al mismo tiempo, había establecido una discreta alianza con Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. Renate Hoffmann aún tenía amigos dentro de la burocracia, amigos dispuestos a colaborar. Estos amigos le facilitaban el acceso a muy importantes registros y archivos del gobierno que estaban fuera del alcance de Lavon:
– ¿A qué viene tanto secretismo? -preguntó Gabriel-. ¿Por qué no quiere hablar por teléfono? ¿Por qué estamos caminando por el parque cuando hace un tiempo de perros?
– Porque esto es Austria, señor Argov. No hace falta decir que nuestro trabajo es muy impopular en muchos círculos de la sociedad austriaca, y también lo era el de Eli. -Descubrió que había empleado el pasado y se disculpó rápidamente-. No somos bien vistos por la extrema derecha del país, que está muy bien asentada en la policía y las fuerzas de seguridad.
La abogada quitó la nieve de un banco y se sentaron.
– Eli vino a verme hará cosa de dos meses. Me habló de Max Klein y del hombre que había visto en el café Central, Herr Vogel. Me mostré escéptica, pero decidí investigado, como un favor a Eli.
– ¿Qué descubrió?
– Su nombre es Ludwig Vogel. Es el presidente de algo que se llama Corporación de Inversiones y Comercio del Valle del Danubio. La firma fue fundada a principios de los años sesenta, poco después de acabar la ocupación aliada. Comenzó importando productos de toda clase y actuó como gestora con las empresas interesadas en invertir en Austria, sobre todo compañías alemanas y norteamericanas. Cuando se produjo el despegue económico austriaco, en los años setenta, Vogel estaba en la posición perfecta para aprovechar la situación. Su empresa facilitó el capital de riesgo para centenares de proyectos. Ahora es propietario de una buena parte de muchas de las empresas más rentables del país.
– ¿Qué edad tiene?
– Nació en un pequeño pueblo del norte de Austria, en 1925, y fue bautizado en la parroquia local. Su padre era un simple obrero. Al parecer, la familia era muy pobre. Un hermano menor murió de neumonía cuando Ludwig tenía doce años. Su madre murió dos años más tarde, de escarlatina.
– ¿Nació en 1925? Si es así, en 1942 sólo tenía diecisiete años, demasiado joven para ser un Sturmbannführer de las SS.
– Así es. Además, según la información que encontré sobre su pasado militar, no estuvo en las SS.
– ¿Qué clase de información?
La mujer bajó la voz y se inclinó hacia él. Gabriel olió el café de la mañana en su aliento.
– Cuando trabajaba en la fiscalía, en muchas ocasiones consultaba expedientes confidenciales de los archivos del Estado. Aún tengo algunos contactos, personas que están dispuestas a ayudarme. Llamé a uno de mis contactos, y dicha persona tuvo la gentileza de fotocopiar la hoja de servicios de Ludwig Vogel en la Wehrmacht.
– ¿En la Wehrmacht?
– Según los archivos estatales, Vogel fue reclutado a finales de 1944, cuando tenía diecinueve años, y enviado a Alemania para servir en la defensa del Reich. Luchó contra los rusos en la batalla de Berlín y consiguió sobrevivir. Durante los últimos días de la guerra, escapó al oeste y se entregó a las tropas norteamericanas. Lo internaron en un centro de detención del ejército norteamericano al sur de Berlín, de donde se fugó para regresar a Austria. El hecho de ser un prisionero fugado no pareció perjudicarlo, porque desde 1945 hasta la firma del tratado de 1955, Vogel fue un empleado de las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Gabriel la miró con viveza.
– ¿Los norteamericanos? ¿Qué trabajo hacía para ellos?
– Comenzó como oficinista en el cuartel general y luego se convirtió en un funcionario de enlace entre los norteamericanos y el recién creado gobierno austriaco.
– ¿Está casado? ¿Tiene hijos?
– Es un solterón empedernido -respondió Hoffmann.
– ¿Alguna vez ha tenido problemas? ¿Alguna irregularidad financiera? ¿Pleitos?
– Sus antecedentes son impecables. Tengo otro amigo en la Staatspolizei. Le pedí que echara una ojeada al expediente de Vogel. No lo encontró, cosa que es francamente notable. Verá, todos los ciudadanos importantes del país tienen un expediente en la Staatspolizei. Pero no es así en el caso de Ludwig Vogel.
– ¿Qué se sabe de sus afinidades políticas?
Renate Hoffmann miró primero en derredor para asegurarse de que estaban solos antes de responderle.
– Le formulé la misma pregunta a algunos amigos que trabajan en los periódicos y revistas de Viena que no están sometidos a la línea fijada por el gobierno. Resultó que Ludwig Vogel es el principal apoyo financiero del Partido Nacional Austriaco. En realidad, prácticamente está financiando él solo toda la campaña de Peter Metzler. -Hizo una pausa para encender un cigarrillo. Le temblaba la mano por el frío-. No sé si ha seguido la campaña; pero, a menos que se produzca un cambio extraordinario en las próximas tres semanas, Peter Metzler será el próximo canciller austriaco.
Gabriel se mantuvo en silencio mientras asimilaba la información que acababa de escuchar. Hoffmann dio un par de caladas al cigarrillo y después lo arrojó a la nieve.
– Me preguntó por qué salimos a caminar en un día de perros como éste, señor Argov. Ahora lo sabe.
Se levantó sin previo aviso y comenzó a caminar. Gabriel la imitó y fue tras ella. «Calma», se dijo. Una teoría interesante, una trama muy prometedora, pero sin una sola prueba concreta y muchísimos detalles exculpatorios. Según los expedientes en el Staatsarchiv, Ludwig Vogel no podía ser el hombre que Max Klein decía.
– ¿Es posible que Vogel supiera que Eli estaba investigando su pasado?
– Es algo que yo también me he preguntado. Supongo que alguien en el Staatsarchiv o la Staatspolizei pudo avisarlo de mis averiguaciones.
– Incluso si Ludwig Vogel es el hombre que Max Klein vio en Auschwitz, ¿qué es lo peor que podría pasarle ahora, sesenta años después de los crímenes?
– ¿En Austria? Muy poco. Cuando se trata de juzgar a los criminales de guerra, el proceder austriaco es vergonzoso. En mi opinión, ha sido el refugio dorado de los criminales de guerra nazis. ¿Alguna vez ha oído mencionar al doctor Heinrich Gross?
Gabriel negó con la cabeza. Heinrich Gross, le explicó la abogada, era un médico de la clínica Spiegelgrund para niños con disminuciones psíquicas. Durante la guerra, la clínica había servido como un centro de eutanasia, el lugar escogido por los nazis para llevar a la práctica su política de erradicar el «genotipo patológico». Allí habían asesinado a casi ochocientos niños. Después de la guerra, Gross continuó ejerciendo para convertirse en un famoso neurólogo pediátrico. Gran parte de sus investigaciones las hizo a partir de los tejidos cerebrales de sus víctimas en la Spiegelgrund, que conservaba en una «biblioteca de cerebros». En 2000, el fiscal federal austriaco decidió que era el momento de llevar a Gross a la justicia. Se le acusó de complicidad en nueve de los asesinatos cometidos en la clínica y fue llevado a juicio.
El juicio duró sólo una hora porque el juez decidió que Gross presentaba síntomas de demencia senil y por lo tanto no estaba en condiciones de defenderse. Suspendió el caso indefinidamente. El doctor Gross se levantó, le sonrió a su abogado y abandonó la sala. En las escalinatas del edificio de los juzgados, habló con los reporteros de su caso. Quedó muy claro que el doctor Gross tenía el control absoluto de sus facultades mentales.
– ¿Qué quiere demostrar con eso?
– A los alemanes les gusta decir que sólo Austria podría convencer al mundo de que Beethoven era austriaco y Hitler alemán. Nos gusta fingir que fuimos la primera víctima de Hitler en lugar de su mejor cómplice. Preferimos no recordar que los austriacos se afiliaron al partido nazi al mismo ritmo que nuestros primos alemanes, o que la presencia austriaca en las SS fue desproporcionadamente alta. Decidimos no recordar que Adolf Eichmann era austriaco, que el ochenta por ciento de sus oficiales eran austriacos, o que el setenta y cinco por ciento de los comandantes de los campos de exterminio eran austriacos. -Renate bajó la voz-. El doctor Gross gozó de la protección de la clase política y judicial austriaca durante décadas. Fue un miembro de prestigio del partido socialdemócrata, e incluso trabajó como forense psiquiátrico en el Ministerio de Justicia. Toda la comunidad médica vienesa conoce el origen de la famosa «biblioteca» de nuestro bondadoso doctor, y todos saben lo que hizo durante la guerra. Un hombre como Ludwig Vogel, incluso si se descubriera su impostura, recibiría el mismo trato. Las posibilidades de que lo llamaran a responder por sus crímenes en Austria son nulas.
– Supongamos que se enteró de la investigación de Eli. ¿Qué podía temer?
– Tan sólo a la momentánea vergüenza de aparecer como un mentiroso.
– ¿Sabe dónde vive?
Renate Hoffmann se metió unos cabellos sueltos bajo el gorro y lo miró con atención.
– No estará pensando en tener una cita con él, ¿verdad, señor Argov? Dadas las circunstancias, sería una ocurrencia descabellada.
– Sólo quiero saber dónde vive.
– Tiene una casa en el primer distrito y otra en el bosque de Viena. Según el registro de la propiedad, también una finca y un chalet en el Tirol.
Gabriel miró a un lado y a otro antes de preguntarle a Renate si podía facilitarle una copia de todos los documentos que había reunido. La mujer desvió la mirada como si hubiese estado esperando la petición.
– Dígame una cosa, señor Argov. En todos los años que llevo trabajando con Eli, nunca mencionó que Reclamaciones e Investigaciones de Guerra tuviese una sucursal en Jerusalén.
– Se abrió hace poco.
– Qué oportuno. -Su voz rebosaba sarcasmo-. Estoy en posesión de esos documentos de una forma absolutamente ilegal. Si se los entrego a un agente de un gobierno extranjero, mi posición será todavía más precaria. ¿Si se lo entrego a usted, se los estoy dando a un agente de un gobierno extranjero?
Gabriel llegó a la conclusión de que Renate Hoffmann era una mujer muy inteligente y muy astuta.
– Se los entregará a un amigo, señorita Hoffmann, un amigo que no hará absolutamente nada que pueda comprometer su posición.
– ¿Sabe lo que pasará si la Staatspolizei lo detiene mientras está en posesión de expedientes confidenciales del Staatsarchiv? Pasará una larga temporada entre rejas. -Lo miró directamente a los ojos-. Yo también, si descubren dónde los consiguió.
– No tengo la menor intención de que me arreste la Staatspolizei.
– Nadie la tiene, pero esto es Austria, Herr Argov. Nuestra policía no actúa con las mismas reglas que el resto de sus colegas europeos.
Metió la mano en el bolso, sacó un sobre y se lo entregó a Gabriel. Éste desapareció bajo el abrigo de Gabriel y continuaron caminando.
– No creo que se llame Gideon Argov. Por eso le he dado el expediente. Yo no puedo hacer nada más con él, al menos en este país. Prométame que tendrá mucho cuidado. No quiero que la Coalición y su personal sufran el mismo destino que Reclamaciones de Guerra. -Se detuvo y miró por un segundo a Gabriel-. Una cosa más, Herr Argov. Por favor, no vuelva a llamarme nunca más.
La furgoneta de vigilancia estaba aparcada junto al límite del Augarten, en la Wasnergasse. El fotógrafo estaba sentado en la parte de atrás, junto a la ventanilla. Sacó una última foto de los sujetos cuando se separaban, luego descargó las fotos en el ordenador portátil y contempló las imágenes. La que mostraba el momento en que el sobre cambiaba de manos había sido tomada desde atrás. Bien encuadrada, bien iluminada. Una belleza.
Una hora más tarde, en un anónimo edificio neobarroco en el Ring, la foto fue entregada en el despacho de un hombre llamado Manfred Kruz. Guardada en un sobre en blanco, Kruz la recibió sin ningún comentario de su atractiva secretaria. Como siempre, vestía un traje oscuro y camisa blanca. Su rostro plácido y los delgados pómulos, combinados con su atuendo oscuro, le daban un aire cadavérico que inquietaba a sus subordinados. Sus facciones mediterráneas -el pelo casi negro, la tez morena y los ojos color café- habían dado pábulo a los rumores de que en su ascendencia había algún gitano o quizá incluso un judío. Era una difamación, lanzada por su legión de enemigos, y a Kruz no le parecía nada divertido. No era popular entre sus compañeros, pero no le importaba. Tenía muy buenas relaciones: comía con el ministro una vez a la semana, y tenía amigos entre la clase financiera y política. Si te hacías enemigo de Kruz, no tardabas mucho en encontrarte escribiendo multas de aparcamiento en la zona más remota de la Carintia.
Su unidad se conocía oficialmente como Departamento Cinco, pero entre los oficiales superiores de la Staatspolizei y sus jefes en el Ministerio de Interior se la citaba sencillamente como la «cuadrilla de Kruz». Cuando se dejaba llevar por los sueños de grandeza, una tendencia que Kruz reconocía, se imaginaba a sí mismo como protector de todo lo austriaco. Su misión era asegurarse de que los problemas del mundo no traspasaran las fronteras de su tranquilo Osterreich. El Departamento Cinco se ocupaba del contraterrorismo, de los grupos extremistas y el contraespionaje. Manfred Kruz tenía el poder de espiar en los despachos y pinchar teléfonos, abrir la correspondencia y realizar tareas de vigilancia. Los extranjeros que venían a Austria dispuestos a causar problemas no tardaban en recibir la visita de uno de los hombres de Kruz. También los austriacos cuyas actividades políticas divergían de las líneas establecidas. Pasaban muy pocas cosas en el país de las que él no estuviese enterado, incluida la reciente aparición en Viena de un israelí que afirmaba ser un colega de Eli Lavon.
La desconfianza innata de Kruz se extendía incluso a su secretaria personal. Esperó a que ella saliera del despacho antes de abrir el sobre y dejar caer la foto sobre la carpeta del escritorio. Cayó del revés. Le dio la vuelta, la colocó debajo de la lámpara para que la iluminara de lleno la luz blanca de la bombilla halógena y observó la imagen con mucha atención. A Kruz no le interesaba Renate Hoffmann. Estaba sometida a una vigilancia permanente por parte del Departamento Cinco, y Kruz había empleado más horas de las que hubiese deseado estudiando las fotos tomadas por sus agentes y escuchando las grabaciones realizadas en el local de la Coalición. No, a Kruz le interesaba mucho más la figura que aparecía a su lado, el hombre que se hacía llamar Gideon Argov.
Al cabo de unos momentos se levantó para acercarse a la caja de seguridad, instalada en la pared de detrás de la mesa, y la abrió. Dentro, entre un montón de expedientes y un paquete de cartas de amor perfumadas escritas por una muchacha que trabajaba para el departamento, había una cinta de vídeo correspondiente a un interrogatorio. Kruz miró la fecha escrita en la etiqueta -«Enero de 1991»-, luego colocó la cinta en el reproductor de vídeo y la puso en marcha.
Las primeras imágenes tardaron unos segundos en aparecer. La cámara estaba instalada en una esquina de la sala de interrogatorios, donde la pared se unía al techo, así que filmaba desde un ángulo oblicuo. Las imágenes tenían un poco de nieve por lo anticuado de la tecnología. En la cinta, una versión más joven de Kruz se paseaba con una lentitud amenazadora. Sentado a la mesa se encontraba el israelí, con las manos oscurecidas por el fuego, y los ojos por la muerte. Kruz estaba seguro de que se trataba del mismo hombre que ahora decía ser
Gideon Argav. Curiosamente, era el israelí, no Kruz, quien formulaba la primera pregunta. Ahora, como entonces, Kruz se sorprendió por su perfecto alemán, con un claro acento berlinés.
– ¿Dónde está mi hijo?
– Ha muerto.
– ¿Qué ha pasado con mi esposa?
– Su esposa ha sufrido heridas muy graves. Necesita atención médica urgente.
– Entonces ¿por qué no la recibe?
– Primero necesitamos saber cierta información.
– ¿Por qué no la están tratando ahora? ¿Dónde está?
– No se preocupe. Está en buenas manos. Sólo necesitamos que nos responda a unas preguntas.
– ¿Cuáles?
– Puede empezar diciéndonos quién es usted. Por favor, deje de mentirnos. Su esposa no tiene mucho tiempo.
– ¡Me han preguntado mi nombre un centenar de veces! ¡Sabe mi nombre! ¡Consígale la ayuda que necesita!
– Lo haremos, pero primero díganos su nombre. Su verdadero nombre. Se acabaron los alias, los seudónimos o los falsos. No tenemos tiempo si queremos que su esposa viva.
– ¡Mi nombre es Gabriel, maldito cabrón!
– ¿Es su nombre de pila o el apellido?
– El nombre de pila.
– ¿Cuál es su apellido?
– Allon.
– ¿Allon? Es un apellido judío, ¿no? Usted es judío. Sospecho que también es israelí.
– Sí, soy israelí.
– ¿Si es israelí, qué está haciendo en Viena con un pasaporte italiano? Es obvio que es un agente de la inteligencia israelí. ¿Para quién trabaja, señor Allon? ¿Qué está haciendo aquí?
– Llame al embajador. Él sabrá con quién contactar.
– Llamaremos a su embajador. A su ministro de Asuntos Exteriores. A su primer ministro. Pero ahora mismo, si quiere que su esposa reciba el tratamiento médico que necesita con tanta urgencia, nos dirá para quién trabaja y por qué está en Viena.
– ¡Llame al embajador! ¡Ayude a mi esposa, maldita sea!
– ¿Para quién trabaja?
– ¡Ya sabe para quién trabajo! Ayude a mi esposa. ¡No deje que muera!
– Su vida está en sus manos, señor Allon.
– ¡Ya puede darse por muerto, hijo de puta! Si mi esposa muere esta noche, está muerto. ¿Me oye? ¡Muerto!
La pantalla quedó en blanco. Kruz permaneció inmóvil durante un buen rato, incapaz de apartar la mirada de la pantalla. Finalmente levantó el teléfono y después de apretar el botón que encriptaba la llamada, marcó un número de memoria. Reconoció la voz que lo saludó. No perdieron el tiempo en cortesías.
– Creo que tenemos un problema.
– Dígamelo.
Kruz se lo dijo.
– ¿Por qué no lo detiene? Se encuentra ilegalmente en el país con un pasaporte falso, y es una flagrante violación del acuerdo suscrito entre su servicio y el de él.
– ¿Qué pasará después? ¿Lo entrego a la oficina del fiscal del Estado para que lo lleven a juicio? Algo me dice que podría aprovechar algo así para su propia conveniencia.
– ¿En ese caso qué sugiere?
– Algo un poco más sutil.
– Considere al israelí su problema, Manfred. Resuélvalo.
– ¿Qué hago con Max Klein?
Kruz oyó un clic al otro lado como única respuesta y colgó.
En un tranquilo rincón del barrio de Stephansdom, a la sombra de la torre norte de la catedral, hay una callejuela demasiado angosta para permitir el paso de otra cosa que no sean los peatones. Al final de la callejuela, en la planta baja de un majestuoso edificio barroco, hay una pequeña tienda que sólo vende relojes antiguos de colección. El cartel sobre la puerta es discreto, y las horas de atención al público son imprevisibles. Hay días en que ni siquiera abre. No hay ningún empleado más que el dueño. Un grupo de clientes muy exclusivo lo conoce con el nombre de Herr Gruber. Para otros, es el Relojero.
Herr Gruber era bajo y fornido. Prefería los jerséis y las americanas de mezclilla holgadas, porque las camisas y las corbatas no le sentaban bien. Sólo le quedaban unos pocos mechones de pelo canoso en las sienes. Las cejas eran abundantes y oscuras. Usaba gafas redondas con montura de carey. Sus manos eran más grandes de lo habitual entre las personas de su oficio, pero muy hábiles y expertas.
El taller se veía tan ordenado y limpio como un quirófano.
En el banco de trabajo, en un círculo de luz brillante, había un reloj de pared Neuchatel de doscientos años. La caja de tres piezas, decorada con motivos florales, estaba en perfecto estado, lo mismo que la esfera, esmaltada con números romanos. El Relojero estaba acabando una concienzuda puesta a punto de la maquinaria. La pieza acabada le reportaría casi diez mil dólares. El comprador, un coleccionista de Lyon, esperaba la entrega.
El sonido de la campanilla de la tienda interrumpió su trabajo. Asomó la cabeza y vio una silueta en la acera: un mensajero con la cazadora de cuero que resplandecía con la lluvia como una piel de foca. Sostenía un paquete en una mano. El Relojero le abrió la puerta. El mensajero le entregó el paquete sin decir palabra, subió a la moto y se marchó.
El Relojero cerró la puerta. Se llevó el paquete al taller y lo colocó sobre el banco de trabajo. Lo desenvolvió lentamente -siempre lo hacía casi todo muy lentamente- y levantó la tapa de la caja. En el interior había un reloj Luis XV. Precioso. Desmontó la caja para dejar a la vista la maquinaria. La información y la foto estaban escondidas en el interior. Dedicó unos minutos a leer la información. Luego guardó el documento entre las páginas de un grueso volumen titulado Relojes de péndulo de la época victoriana.
El Luis XV se lo había enviado su mejor cliente. El Relojero no conocía su nombre, sólo que era muy rico y con excelentes relaciones políticas. La mayoría de sus clientes compartían esos dos atributos. No obstante, éste era diferente. Hacía ya un año que le había dado una lista de nombres de personas que vivían en Europa, Oriente Próximo y América del Sur. El Relojero se había ocupado metódicamente de ellos. Había matado a un hombre en Damasco, a otro en El Cairo. Había asesinado a un francés en Burdeos y a un español en Madrid. Había cruzado el Atlántico para acabar con las vidas de dos ricos argentinos. Sólo le quedaba un nombre en la lista: un banquero de Zurich. El Relojero esperaba la señal para actuar. La información que acababa de recibir contenía otro nombre, un poco más cercano de lo que hubiese preferido, pero que no le planteaba ningún problema. Cogió el teléfono y marcó un número.
– Acabo de recibir el reloj. ¿Tiene prisa por la reparación?
– Considérela una reparación de urgencia.
– Hay un recargo para los trabajos urgentes. Supongo que estará dispuesto a pagarlo, ¿no?
– ¿De cuánto es el recargo?
– El cincuenta por ciento de la tarifa habitual.
– ¿Sólo por este trabajo?
– ¿Quiere que lo haga o no?
– Le enviaré la primera mitad por la mañana.
– No, la enviará esta noche.
– Si insiste…
El Relojero colgó el teléfono en el mismo momento en que un centenar de relojes daban las cuatro.
A Gabriel nunca le habían gustado los cafés vieneses. Había algo en el olor -la mezcla de humo de tabaco rancio, café y licores- que le resultaba desagradable. Además, aunque era una persona callada y tranquila por naturaleza, no le encontraba el encanto a pasarse horas sentado, sin hacer nada más que desperdiciar un tiempo precioso. No leía en público, porque temía que lo acecharan viejos enemigos. Bebía café sólo por las mañanas, para despertarse, y los pasteles demasiado suculentos le sentaban mal. Las charlas ingeniosas lo fastidiaban, y escuchar las conversaciones de otros, sobre todo de los que iban de intelectuales, lo ponía enfermo. El infierno privado de Gabriel era una habitación donde se viera obligado a escuchar una discusión sobre arte entre personas que no sabían absolutamente nada del tema.
Habían pasado más de treinta años desde su última visita al café Central. El café había sido el escenario de la última prueba de su aprendizaje con Shamron, la puerta entre la vida que había llevado antes de entrar en el servicio y el mundo tenebroso donde viviría después. Shamron, al final del período de formación de Gabriel, había preparado una prueba más para comprobar si estaba en condiciones de afrontar su primera misión. Lo habían llevado a medianoche a las afueras de Bruselas, sin documentos ni dinero, y le habían ordenado que se encontrara a la mañana siguiente con un agente en la Leidseplein de Amsterdam. Con el dinero y el pasaporte que le robó a un turista norteamericano consiguió llegar en el tren de la mañana. El agente que lo esperaba no era otro que Shamron. Su mentor le quitó el pasaporte y el dinero, y luego le dijo que debía estar en Viena por la tarde del día siguiente, vestido con otras prendas. Se encontraron en un banco en el Stadtpark y fueron caminando hasta el café Central. En una mesa junto a una de las grandes ventanas, Shamron le dio un billete de avión a Roma y la llave de una taquilla del aeropuerto donde encontraría una Beretta. Dos noches más tarde, en el vestíbulo de un edificio de apartamentos de la Piazza Annabalianio, Gabriel había matado por primera vez.
Entonces, como ahora, llovía cuando Gabriel entró en el café Central. Se sentó en un banco de cuero y desestimó una pila de periódicos y revistas nacionales que había en una pequeña mesa redonda. Pidió un Schlagober, café con nata. Se lo sirvieron en una bandeja de plata junto con un vaso de agua helada. Cogió el primer periódico de la pila, Die Presse. El atentado cometido en Reclamaciones e Investigaciones de Guerra era noticia de primera plana. El ministro de Interior anunciaba que no tardarían en efectuarse las primeras detenciones. Los partidos de derecha reclamaban leyes de inmigración mucho más severas para impedir a los terroristas árabes, y otros elementos indeseables, que cruzaran las fronteras austriacas.
Gabriel acabó la lectura del primer periódico. Pidió otro Schlagober y abrió una revista llamada Profil. Echó un vistazo al local. Se estaba llenando rápidamente con oficinistas que, acabada la jornada, se tomaban un café o una copa antes de emprender el regreso a sus casas. Pero ninguno se acercaba en lo más mínimo a la descripción de Ludwig Vogel que le había dado Max Klein.
A las cinco, Gabriel se había tomado tres cafés y comenzaba a creer que no vería a Ludwig Vogel. Entonces vio que su camarero se acariciaba las manos con entusiasmo y se balanceaba sobre los pies. Gabriel miró en la misma dirección que el camarero y vio a un caballero de edad que entraba en el local. «Un austriaco de la vieja escuela, si sabe a lo que me refiero, Herr Argov.» «Sí, lo sé», pensó Gabriel. «Buenas tardes, Herr Vogel.»
Tenía el pelo casi blanco, con pronunciadas entradas, y lo llevaba aplastado contra el cráneo. La boca era pequeña y mantenía los labios muy apretados, tensos. Las prendas eran caras y las llevaba con elegancia: abrigo de paño azul, pantalón de franela gris, un blazer cruzado, un pañuelo de cuello color burdeos. El camarero lo ayudó a quitarse el abrigo y luego lo acompañó hasta la mesa, a poco más de un metro de la mesa de Gabriel.
– Un Einspanner, Karl. Nada más.
Una voz de barítono, firme, acostumbrada a dar órdenes. -¿Puedo tentarlo con una porción de Sachertorte? ¿Strudel de manzana? Lo acaban de sacar del horno.
Un pausado movimiento de cabeza, una vez a la izquierda, otra a la derecha.
– Hoy no, Karl. Sólo café.
– Como desee, Herr Vogel.
Vogel se sentó. En aquel mismo instante, dos mesas más allá, también se sentó el guardaespaldas. Klein no le había mencionado la presencia de un guardaespaldas. Quizá no se había dado cuenta, o quizá era algo reciente. Gabriel se obligó a continuar con la lectura de la revista.
La disposición de los asientos distaba mucho de ser la óptima. El azar había querido que Vogel se sentara directamente frente a Gabriel. Un ángulo un poco más oblicuo le hubiera permitido a Gabriel observarlo sin ser descubierto. Por si fuese poco, el guardaespaldas se había sentado detrás de Vogel, y estaba alerta. A juzgar por el bulto en el lado izquierdo de la chaqueta, llevaba una arma. Gabriel pensó por un momento en cambiar de mesa pero desistió porque podría despertar las sospechas de Vogel, así que se conformó con espiarlo de vez en cuando por encima de la revista.
Así estuvieron durante cuarenta y cinco minutos. Gabriel acabó con todos los periódicos y revistas y empezó de nuevo con Die Presse. Pidió un cuarto café. Acabó dándose cuenta al cabo del rato de que a él también lo observaban. Y no era el guardaespaldas, sino el propio Vogel. Cuando el camarero acababa de servirle el café, oyó que Vogel decía:
– Hace muchísimo frío esta noche, Karl. Creo que me tomaré una copa de coñac antes de marcharme.
– Por supuesto, Herr Vogel.
– Y otra para el caballero de aquella mesa, Karl.
Gabriel apartó la mirada del periódico y se encontró con dos pares de ojos que lo observaban: los pequeños y opacos del obsequioso camarero, y los de Vogel, que eran azules e insondables. Su boca pequeña esbozaba una sonrisa fría. Gabriel tardó un momento en reaccionar. Era obvio que Ludwig Vogel disfrutaba con su azoramiento.
– Ya me marchaba -comentó Gabriel en alemán-, pero muchas gracias de todas maneras.
– Como usted quiera. -Vogel miró al camarero-. Ahora que lo pienso, Karl, creo que yo también me marcharé.
Se levantó. Le pagó la consumición al camarero con una generosa propina y luego se acercó a la mesa de Gabriel.
– Lo he invitado a una copa porque he advertido que me miraba. ¿Nos conocemos?
– No, no lo creo -respondió Gabriel-. Si lo estaba mirando, no fue con la intención de molestarlo. Me gusta mirar los rostros de los clientes de los cafés vieneses. -Vaciló un segundo antes de añadir-: Nunca sabes con lo que te puedes encontrar.
– Estoy absolutamente de acuerdo. -Vogel repitió la sonrisa-. ¿Está seguro de que no nos conocemos? Su rostro me resulta muy familiar.
– Sinceramente, lo dudo.
– Es nuevo en el Central -afirmó Vogel-. Vengo aquí todas las tardes. Se podría decir que soy el mejor cliente de Karl. Sé que nunca lo había visto antes por aquí.
– Por lo general tomo el café en el Sperm.
– Ah, el Sperm. Los pasteles no están mal, pero el ruido de los billares me impide concentrarme. Admito que soy un firme partidario del Central. Quizá tengamos la ocasión de vernos de nuevo.
– Quizá -contestó Gabriel.
– Había un hombre mayor que solía venir aquí muy a menudo. Más o menos de mi edad. Teníamos unas conversaciones muy agradables. Hace tiempo que no lo veo. Espero que se encuentre bien. Cuando se es mayor, los desastres ocurren en un santiamén.
Gabriel se encogió de hombros.
– Quizá sencillamente decidió frecuentar otro café.
– Quizá -repitió Vogel. Se despidió amablemente de Gabriel y salió del café. El guardaespaldas lo siguió con mucha discreción. A través de la ventana, Gabriel vio que un Mercedes aparcaba delante de la puerta. Vogel se volvió para mirar a Gabriel antes de subir al coche. Luego se cerró la puerta y el coche se alejó velozmente.
Gabriel pensó durante unos momentos en los detalles del inesperado encuentro. Después pagó los cafés y abandonó el Central. Tenía claro que acababan de darle un aviso. También sabía que su tiempo en Austria estaba acabándose.
El norteamericano fue el último en salir del café Central. Se detuvo un momento en el umbral para subirse el cuello de su abrigo Burberry, dispuesto a hacer todo lo posible para no parecer un espía, mientras observaba cómo el israelí se alejaba por la calle a oscuras. Luego se marchó en la dirección opuesta. Había sido una tarde interesante. Una atrevida jugada por parte de Vogel, pero ése era su estilo.
La embajada estaba en el noveno distrito, un poco lejos, pero el norteamericano decidió que era una noche agradable para caminar. Le gustaba caminar por Viena. Era una ciudad que le agradaba. Siempre había soñado con ser un espía en la ciudad de los espías y había dedicado su juventud a prepararse. Había aprendido alemán en las rodillas de su abuela y había estudiado la política soviética con los mejores especialistas de Harvard. Después de licenciarse, la agencia le había abierto las puertas de par en par. Luego se había derrumbado el imperio y una nueva amenaza había surgido de las arenas de Oriente Próximo. El hecho de saber alemán y tener un título de Harvard no servía de mucho en los nuevos tiempos. Las estrellas de hoy eran los tipos musculosos capaces de sobrevivir a base de orugas y cucarachas y caminar doscientos kilómetros con algún aborigen sin que les saliera ni una ampolla en los pies. A él lo habían enviado a Viena, pero la Viena que lo esperaba había perdido su importancia. Se había convertido en otra aburrida ciudad europea, una vía muerta, un lugar donde acabar plácidamente una carrera.
Agradeció al cielo el caso Vogel. Había animado un poco las cosas, aunque no fuera a durar mucho.
Llegó a la Boltzmanngasse y se detuvo delante de la formidable reja de seguridad. El infante de marina comprobó su identidad y lo dejó pasar. Tenía una tapadera oficial. Trabajaba para el agregado cultural, lo que reforzaba la sensación de que era algo obsoleto. Un espía que trabajaba para el agregado cultural de la embajada en Viena. Típico.
Subió en el ascensor hasta el cuarto piso y marcó el código de seguridad para abrir la puerta de la sala donde se hallaba el centro de mando de la estación de la CIA en Viena. Se sentó delante de su ordenador, se conectó y escribió un breve mensaje para el cuartel general. Iba dirigido a un hombre llamado Carter, director delegado de operaciones. Carter detestaba los mensajes largos. Le había ordenado que se centrara en una información concreta. El agente lo había hecho. A Carter no le interesaba en lo más mínimo un detallado relato de sus heroicidades en el café Central. En otro tiempo hubiese sido apasionante. Ahora no.
Escribió cinco palabras -«Abraham está en el juego»- y lo envió al ciberespacio. Esperó la respuesta. Para entretenerse, trabajó en el análisis de las próximas elecciones. Estaba seguro de que nadie se molestaría en leerlo en la séptima planta de Langley, sede de la CIA.
Sonó un pitido. Tenía un mensaje. Lo abrió, y las palabras aparecieron en la pantalla.
«Mantenga vigilado a Elijah.»
El agente se apresuró a escribir otro mensaje.
«¿Qué pasa si Elijah deja la ciudad?»
La respuesta tardó dos minutos.
«Mantenga vigilado a Elijah.»
Apagó el ordenador. Guardó en un cajón el análisis de las elecciones. Estaba de nuevo en el juego, por ahora.
Gabriel pasó lo que quedaba del día en el hospital. Marguerite, la enfermera del turno de noche, entró de servicio una hora después de su llegada. En cuanto el médico acabó su visita, ella le permitió sentarse junto a Eli. Por segunda vez, le recomendó a Gabriel que le hablara y después salió de la habitación para darle unos momentos de intimidad. Gabriel no sabía qué decir, así que acercó los labios a la oreja de Eli y le habló del caso en hebreo: Max Klein, Renate Hoffmann, Ludwig Vogel… Eli yacía inmóvil, con la cabeza vendada, los ojos tapados. Más tarde, en el pasillo, Marguerite le comentó que no se había producido ninguna mejora en el estado de Eli. Gabriel permaneció sentado otra hora en la habitación contigua, sin hacer nada más que mirar a Eli a través del cristal. Después abandonó el hospital y cogió un taxi para ir al hotel.
En su habitación se sentó a la mesa y encendió la lámpara. Sacó del cajón unas cuantas hojas de papel con el membrete del hotel y un lápiz. Cerró los ojos durante unos segundos y recordó a Vogel tal como lo había visto aquella tarde en el café Central.
«¿Está seguro de que no nos conocemos? Su rostro me resulta muy familiar.»
«Sinceramente, lo dudo.»
Gabriel abrió los ojos y comenzó a dibujar. Cinco minutos más tarde, el rostro de Vogel lo miraba desde el papel. ¿Qué aspecto había tenido en la juventud? Hizo un nuevo dibujo con las modificaciones. Más pelo, eliminó las bolsas y las arrugas de los ojos. Suavizó las arrugas de la frente, hizo más firme la piel de las mejillas y la barbilla, borró los profundos surcos que iban desde la base de la nariz a las comisuras de la boca pequeña.
Satisfecho, colocó el nuevo dibujo junto al primero. Comenzó una tercera versión, esta vez con una guerrera de cuello alto y la gorra de las SS. La imagen, cuando acabó de dibujarla, le puso la carne de gallina.
Abrió el expediente que le había dado Renate Hoffmann y leyó el nombre del pueblo donde Vogel tenía su casa de campo. Luego buscó el pueblo en un mapa turístico que había sobre la mesa. Por último, llamó a una agencia de coches de alquiler y reservó uno para la mañana siguiente.
Se llevó los bocetos a la cama y, con la cabeza apoyada en la almohada, observó atentamente las tres versiones del rostro de Vogel. La última, donde aparecía Vogel con el uniforme de las SS, le resultaba vagamente conocida. Tenía la inquietante sensación de que la había visto antes en alguna parte. Al cabo de una hora, se levantó para ir al baño. Quemó los tres bocetos en el mismo orden que los había dibujado: Vogel como un próspero caballero vienés, Vogel cincuenta años más joven, Vogel el asesino de las SS…
A la mañana siguiente Gabriel fue de compras a la Kärntnerstrasse. El cielo era una cúpula de color azul claro y como de alabastro. Al cruzar la Stephansplatz, casi lo tumbó el viento. Era un viento ártico, de los glaciares y los fiordos de Noruega, fortalecido a su paso por las heladas llanuras de Polonia, y que ahora golpeaba las puertas de Viena como una horda bárbara.
Entró en unos grandes almacenes, consultó el directorio y subió en las escaleras mecánicas hasta la planta de prendas deportivas. Escogió un anorak de esquí de color azul oscuro, un grueso jersey de lana, unos guantes y unas botas de montaña. Pagó la compra y cruzó de nuevo la Kärntnerstrasse con una bolsa de plástico en cada mano y atento a la presencia de cualquiera que lo estuviese siguiendo.
La agencia de alquiler de coches estaba a pocas calles del hotel. Le habían reservado un Opel, de color gris metálico. Cargó las bolsas en los asientos de atrás, firmó el contrato y se marchó. Condujo en círculos durante media hora, alerta a cualquier señal de que lo estuvieran vigilando, y luego cogió la autopista A1 para dirigirse al oeste.
Poco a poco el cielo se fue encapotando hasta que se ocultó el sol. Cuando llegó a Linz, nevaba copiosamente. Se detuvo en una gasolinera, donde se vistió con las prendas que había comprado en Viena y prosiguió viaje hasta Salzburgo.
Llegó a media tarde. Dejó el coche en un aparcamiento y dedicó el resto de la tarde a pasear por las calles y las plazas de la vieja ciudad, como un turista cualquiera. Subió las escaleras hasta la zona conocida como Mönchsberg y admiró la vista de Salzburgo desde el campanario de la iglesia. Después fue a la UniversWitsplaz para ver las obras maestras barrocas de Fischer van Erlach. Al anochecer, regresó al casco antiguo y cenó raviolis a la tirolesa en un restaurante típico, con trofeos de caza en las paredes revestidas de madera oscura.
A las ocho estaba de nuevo al volante del Opel. Abandonó Salzburgo por el este y se adentró en el corazón de la Salzkammergurt. La nevada arreció mientras subía hacia las cumbres. Pasó por un pueblo llamado Hof, en la costa sur del lago Fuschlsee; después, unos pocos kilómetros más allá, llegó al Wolfgandsee. La ciudad que le daba nombre, St. Wolfgang, se alzaba en la orilla opuesta del lago. Apenas si se veía la silueta de la torre de la iglesia de los Peregrinos. Recordó que allí estaba uno de los mejores retablos góticos de Austria.
En el tranquilo pueblo de Zinkenbach giró a la derecha para tomar un angosto camino rural que subía por la pendiente de la montaña. El pueblo se perdió de vista. Había casas a ambos lados, muy separadas las unas de las otras, con los tejados cubiertos de nieve, y con columnas de humo que salían de las chimeneas. Un perro se acercó a la verja de una de las casas para ladrarle.
Cruzó un puente de un solo carril y se detuvo. Se había acabado el camino. Vio un sendero que apenas tenía el ancho de un coche. Se metía en un bosque de abedules. A unos treinta metros más adelante había una verja. Apagó el motor. El silencio del bosque resultaba opresivo.
Sacó una linterna de la guantera y se apeó del vehículo. La valla tenía una altura de metro y medio y estaba hecha de madera. Un cartel avisaba de que la propiedad era privada, que estaba estrictamente prohibido cazar y pasear por la finca y que los infractores podían ser sancionados con multas y penas de cárcel. Gabriel apoyó un pie en el madero del medio, saltó la valla y cayó sobre el espeso manto de nieve al otro lado.
Encendió la linterna y alumbró el sendero. Subía bruscamente y luego se curvaba a la derecha para desaparecer detrás de una pared de abedules. No había huellas de pisadas ni marcas de neumáticos. Gabriel apagó la linterna y esperó unos segundos a que sus ojos se acomodaran a la oscuridad, antes de avanzar pendiente arriba.
Cinco minutos más tarde llegó a un amplio claro. En la parte más elevada, a unos cien metros, se alzaba la casa, el tradicional chalet alpino, muy amplio, con el techo de pizarra y los aleros salientes. Se detuvo unos segundos, atento a cualquier señal de que hubiesen advertido su presencia. Satisfecho, rodeó el claro sin apartarse de la línea de los árboles. La casa estaba a oscuras; no había ninguna luz en el exterior, ni dentro. Tampoco se veía ningún vehículo.
Se detuvo una vez más, esta vez para considerar si debía cometer un delito en territorio austriaco, o sea} forzar la entrada en la casa. El chalet vacío era una oportunidad de espiar en la vida de Vogel, una ocasión que muy difícilmente se le volvería a presentar. Recordó un sueño recurrente. Tiziano le ofrecía a Gabriel trabajar en una restauración, pero Gabriel le daba largas porque estaba muy atrasado en su trabajo y no tenía tiempo. Entonces Tiziano se sentía ofendido y, furioso, rescindía la oferta. En consecuencia, Gabriel se veía condenado a trabajar en una tela infinita sin la ayuda del maestro.
Comenzó a cruzar el claro. Una mirada de reojo le confirmó lo que ya sabía: estaba dejando un rastro de pisadas muy claras que iban desde el bosque hasta la parte trasera de la casa. A menos que volviera a nevar, sus huellas quedarían allí. «Sigue caminando. Tiziano te espera.»
Llegó a la parte de atrás del chalet. Todo el largo de la pared estaba cubierto con una pila de leña. Al final de la pila había una puerta. Gabriel accionó el pomo. Cerrada, por supuesto. Se quitó los guantes y sacó el trozo de alambre que siempre llevaba en el billetero. Metió la ganzúa por el ojo de la cerradura y la movió suavemente hasta que oyó cómo se accionaba el mecanismo. Luego accionó el pomo y entró.
Encendió la linterna y descubrió que estaba en un pequeño vestidor. Había tres pares de botas de caña alta contra la pared. En el perchero colgaba un abrigo. Gabriel revisó los bolsillos: calderilla y un pañuelo sucio hecho una bola.
Cruzó una arcada y se encontró con una escalera. La subió rápidamente, linterna en mano, hasta que llegó a otra puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió. El rechinar de las bisagras resonó en el silencio de la casa.
Entró en una despensa que tenía el aspecto de haber sido saqueada por un ejército en fuga. Las estanterías estaban absolutamente vacías y cubiertas con una fina capa de polvo. Pasó a la cocina, donde se combinaba lo moderno con lo tradicional: la cocina, el horno, el lavavajillas y el frigorífico de acero inoxidable; las cazuelas eran de hierro y estaban colgadas sobre el hogar. Abrió el frigorífico: una botella de vino blanco hasta la mitad, un trozo de queso cubierto de moho y unos cuantos frascos de condimentos pasados de fecha.
Atravesó el comedor y entró en la sala. Recorrió la habitación con el rayo de luz de la linterna y se detuvo cuando iluminó un escritorio antiguo. Tenía un cajón. Estaba atascado porque la madera se había deformado con el frío. Gabriel tuvo que tirar con tanta fuerza que casi lo arrancó de las guías. Alumbró el interior: unos cuantos bolígrafos y lápices, clips oxidados, papeles y sobres con el membrete de la Danube Valley Trade and Investment, y también con el nombre de Vogel.
Gabriel cerró el cajón e iluminó la superficie de la mesa. En una bandeja de madera había una pila de correspondencia. La revisó en un momento: unas cuantas cartas privadas y copias de documentos comerciales. Estos últimos iban acompañados con notas escritas con una letra muy fina. Cogió todo el montón, lo dobló por la mitad y lo guardó debajo del anorak.
El teléfono tenía una pantalla digital y estaba conectado a un contestador automático. El reloj marcaba una hora errónea. Gabriel levantó la tapa del contestador y quedaron a la vista dos cintas de casete. Sabía por experiencia que los contestadores automáticos nunca borraban del todo las cintas y que a menudo quedaban registradas informaciones muy importantes, fácilmente accesibles para un técnico con el equipo adecuado. Quitó las cintas y se las guardó en el bolsillo. Después de cerrar la tapa, apretó la tecla de rellamada. Sonaron los tonos y en la pantalla apareció el número del teléfono marcado: 5124124. Un número de Viena. Gabriel lo grabó en su memoria.
El siguiente sonido fue una sola nota característica de los teléfonos austriacos, seguido por otra. Antes de que sonara por tercera vez, atendieron la llamada. Una voz de hombre. -Hola, hola… ¿Quién es? ¿Ludwig, eres tú? ¿Quién llama? Gabriel colgó el teléfono.
Subió la escalera principal. ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que el hombre que había atendido la llamada comprendiera su error? ¿Cuánto tardaría en reunir sus fuerzas y montar un contraataque? Gabriel casi oía el tictac del tiempo que corría.
En el rellano había un pequeño vestíbulo con una silla. Junto a la silla había una pila de libros y, sobre los libros, una copa. A cada lado del vestíbulo había una puerta que daba a un dormitorio. Gabriel entró en la habitación de la derecha.
El techo era inclinado, en correspondencia con la inclinación del tejado. Las paredes estaban desnudas excepto por un gran crucifijo colgado encima de la cabecera de la cama deshecha. El reloj despertador, digital, de la mesita de noche repetía la misma hora: 12.00… 12.00… 12.00… Enrollado como una serpiente delante del reloj, había un rosario de cuentas negras. Al pie de la cama había un televisor colocado sobre una mesa rodante. Gabriel pasó el dedo por la pantalla para trazar una línea oscura en el polvo.
No había ningún armario empotrado, sólo un gran ropero.
Gabriel abrió la puerta y alumbró el interior: una pila de jerséis bien doblados y perchas con chaquetas, camisas y pantalones. Abrió uno de los cajones. Dentro había un joyero con forro de fieltro: unos gemelos manchados, anillos de sello, un viejo reloj con la pulsera de cuero negro agrietada. Miró la tapa posterior del reloj. Había una dedicatoria: «Para Erich, con todo mi amor, Monica.» Cogió un anillo de oro con un sello donde aparecía una águila. También tenía una dedicatoria grabada en la parte interior: «Bien hecho, 1005. Heinrich.» Gabriel se guardó el anillo y el reloj en el bolsillo.
Salió del dormitorio y se detuvo un momento en el vestíbulo. Una rápida mirada por la ventana bastó para indicarle que no había ningún movimiento en el exterior. Entró en el segundo dormitorio. La esencia de rosas y de lavanda impregnaba el aire. Una alfombra de color claro cubría el suelo, y en la cama había un edredón estampado. El ropero era idéntico al del otro dormitorio, con la única diferencia de que tenía un espejo de cuerpo entero en la puerta. En el interior había prendas femeninas. Renate Hoffmann le había dicho que Vogel era soltero. ¿De quién eran esas prendas?
Gabriel se acercó a la mesa de noche. Había un ejemplar de la Biblia encuadernado en cuero sobre un tapete de encaje. Lo cogió por el lomo y lo sacudió con violencia. Una fotografía cayó al suelo. Gabriel la levantó. La foto mostraba a una mujer, a un adolescente y a un hombre de mediana edad, sentados en una manta, en un prado alpino, en pleno verano. Sonreían a la cámara. La mujer apoyaba un brazo en los hombros del hombre. Aunque había sido tomada hacía treinta o cuarenta años, no había ninguna duda de que el hombre era Ludwig Vogel. ¿Quién era la mujer? «Para Erich con todo mi amor, Monica.» El chico, apuesto y bien vestido, le resultó extrañamente familiar.
Oyó un sonido en el exterior, un rumor sordo, y se acercó rápidamente a la ventana. Entreabrió la cortina y vio las luces de unos faros que subían lentamente por el camino del bosque.
Gabriel se guardó la foto en el bolsillo y bajó los escalones de dos en dos. Los faros del vehículo ya alumbraban el interior de la sala. Recorrió el camino a la inversa -a través de la cocina, la despensa, la escalera- hasta que llegó de nuevo al vestidor. Oyó pisadas en la planta baja; alguien había entrado en la casa. Abrió la puerta, salió y luego la cerró sin hacer el más mínimo ruido.
Caminó alrededor de la casa, sin apartarse de las paredes, para aprovechar la sombra de los aleros. El vehículo, un todoterreno, estaba aparcado a pocos metros de la puerta principal. Los faros estaban encendidos y la puerta del conductor abierta. El sonido de la alarma se oía con toda claridad. Las llaves estaban puestas. Se acercó sigilosamente al vehículo, sacó las llaves y las arrojó con todas sus fuerzas hacia el bosque.
Cruzó el claro y comenzó a bajar la pendiente. Sus pies, calzados con las pesadas botas, se hundían en el espeso manto de nieve blanda. El aire helado le martirizaba la garganta. Cuando llegó al último recodo, vio que habían abierto la valla. Un hombre junto a su coche iluminaba el interior con una linterna.
A Gabriel no le asustaba enfrentarse a un solo hombre. Dos hubiese sido otra cosa. Decidió pasar a la ofensiva, antes de que el que estaba en la casa bajara.
– ¡Eh, usted! -gritó en alemán-. ¿Qué está haciendo con mi coche?
El hombre se volvió para alumbrar a Gabriel con la linterna. No hizo ningún movimiento que pudiera sugerir que buscaba una arma. Gabriel continuó corriendo, fiel a su personaje de conductor indignado. Luego sacó la linterna del bolsillo y descargó un golpe contra el rostro del hombre.
El desconocido levantó el brazo, y esto absorbió el impacto. Gabriel soltó la linterna al tiempo que le daba un tremendo puntapié detrás de la rodilla. El hombre soltó un aullido. Luego lanzó un puñetazo a ciegas que Gabriel esquivó sin problemas. Su oponente era unos quince centímetros más alto que él y pesaba como mínimo unos veinticinco kilos más. Si las cosas degeneraban en un combate de lucha libre, el resultado sería incierto.
El hombre repitió el ataque, lanzó un directo que no alcanzó a tocar la barbilla de Gabriel. El impulso hizo que perdiera el equilibrio y acabara inclinado hacia la izquierda y con el brazo derecho hacia abajo. Gabriel le sujetó el brazo y avanzó. Con un codo le dio dos golpes en la mejilla, con la precaución de no descargar los codazos en la zona mortal, delante de la oreja. Su rival se desplomó en la nieve, aturdido. Gabriel lo golpeó en la cabeza con la linterna y lo dejó inconsciente.
Miró a su espalda y no vio a nadie que bajara por el sendero. Abrió la cremallera del anorak del desconocido y buscó la cartera. La encontró en uno de los bolsillos interiores. Contenía una placa. El nombre no le interesó; la organización a la que pertenecía sí. El hombre que yacía inconsciente en la nieve era un agente de la Staatspolizei.
Continuó buscando en los bolsillos. Encontró una libreta con tapas de cuero. En la primera página, escrita en letras mayúsculas que parecían trazadas por un niño, estaba la matrícula del coche de alquiler de Gabriel.
Gabriel regresó a Viena y la mañana siguiente hizo dos llamadas telefónicas. La primera a un teléfono de la embajada israelí. Se identificó como Kluge, uno de sus muchos nombres en código, y dijo que llamaba para confirmar una cita con el señor Rubin, de la sección consular. Al cabo de unos momentos su interlocutor le preguntó:
– ¿Sabe dónde está el Opempassage?
Gabriel respondió, un tanto irritado, afirmativamente. El Opernpassage era una lóbrega galería comercial debajo de la Karlsplatz.
– Entre en la galería por la entrada norte -añadió la voz-. Más o menos por la mitad, a su derecha, verá una sombrerería. Pase por delante de la tienda a las diez en punto.
Gabriel se despidió y después marcó el número del apartamento de Max Klein. No hubo respuesta. Colgó y se preguntó por un instante dónde podría estar el anciano.
Disponía de noventa minutos antes de su encuentro. Decidió aprovechar el tiempo y deshacerse del coche de alquiler. Había que hacerlo con cuidado. Gabriel se había apoderado de la libreta del policía. Si por alguna casualidad el agente de la Staatspolizei había recordado el número de la matrícula después de recuperar el conocimiento, sólo habrían tardado unos minutos en seguir el rastro del coche hasta la agencia de Viena y luego hasta un israelí llamado Gideon Argov.
Gabriel cruzó el Danubio y condujo por la zona del moderno complejo de oficinas de las Naciones Unidas, en busca de una plaza de aparcamiento en la calle. Encontró una, a unos cinco minutos a pie de la estación de metro, y aparcó. Luego abrió el capó y aflojó los bornes de la batería. Se sentó de nuevo al volante y dio al contacto. Satisfecho al comprobar que el coche no arrancaba, cerró el capó y se marchó.
Desde una cabina de teléfono de la estación llamó a la agencia para comunicarles que el Opel había sufrido una avería y que debían ir a recogerlo. Se mostró indignado, y el empleado se deshizo en disculpas. No había nada en la voz del hombre que le hiciera sospechar que la policía se había puesto en contacto con la agencia como parte de sus investigaciones por un robo cometido la noche anterior en la Salzkammergut.
Gabriel colgó en el momento en que llegaba un tren y subió al último vagón. Quince minutos después entró en el Opernpassage por la entrada norte, tal como le había dicho el hombre de la embajada. La galería estaba abarrotada con los viajeros que salían de la estación de Karlsplatz, y el aire olía a comida rancia y tabaco. Un albanés con pinta de drogadicto le pidió un euro para comprar comida. Gabriel pasó a su lado sin hacerle caso y siguió su camino hacia la sombrerería.
El hombre de la embajada salía de la tienda cuando Gabriel se acercó. Rubio y de ojos azules, vestía una gabardina y bufanda bien ajustada al cuello. En la mano derecha llevaba una bolsa con el nombre de la sombrerería. Se conocían. Se llamaba Ben-Avraham.
Caminaron a la par, hacia el otro extremo de la galería. Gabriel le pasó el sobre con todo el material que había reunido desde su llegada a Austria: el informe que le había entregado Renate Hoffmann, el reloj y el anillo robados del armario de Ludwig Vogel, la fotografía escondida en la Biblia. Ben-Avraham metió el sobre en la bolsa.
– Envíalo a casa -dijo Gabriel-. Urgente. Ben-Avraham asintió.
– ¿Quién lo recibirá en el bulevar Rey Saúl?
– No va allí.
El correo enarcó las cejas.
– Ya conoces las reglas. Todo tiene que pasar por el cuartel general.
– Esto no. -Gabriel señaló la bolsa-. Esto es para el viejo. Llegaron al final de la galería. Gabriel dio media vuelta.
Ben-Avraham lo siguió. Gabriel sabía qué estaba pensando. ¿Debía saltarse las normas y arriesgarse a las iras de Lev, para quien las normas eran sagradas, o hacerle un pequeño favor a Gabriel Allon y Ari Shamron? Las dudas del correo no tardaron en resolverse. Gabriel ya lo sabía. Lev no era de las personas que inspiraban la lealtad de sus tropas. Lev era el hombre del momento, pero Shamron era el Memuneh y el Memuneh era eterno.
Gabriel despidió a Ben-Avraham con una mirada. Se pasó diez minutos recorriendo la galería, alerta a cualquier señal de vigilancia, antes de salir a la calle. Desde una cabina, llamó de nuevo a Max Klein. Tampoco esta vez hubo respuesta.
Cogió el tranvía que rodeaba el centro para ir al segundo distrito. Tardó un par de minutos en encontrar la dirección de Klein. En el vestíbulo, llamó al timbre del apartamento, pero nadie respondió. La portera, una mujer de mediana edad con una bata estampada, asomó la cabeza por la puerta de su apartamento y lo miró con desconfianza.
– ¿A quién busca?
Gabriel se lo dijo.
– Por la mañana acostumbra a ir a la sinagoga. ¿Ha pasado por allí?
El barrio judío estaba al otro lado del canal Danubio, un paseo de unos diez minutos. Como siempre, la sinagoga estaba vigilada. Gabriel, a pesar de su pasaporte, tuvo que pasar por el detector de metales antes de ser admitido. Cogió una kippah del canasto y se cubrió la cabeza antes de entrar. Unos pocos hombres mayores rezaban cerca del nimah. Ninguno de ellos era Max Klein. En el vestíbulo le preguntó al guardia si aquella mañana había visto al anciano. El guardia jurado negó con la cabeza y le sugirió que fuera al local de la comunidad.
Gabriel entró en el edificio vecino, donde lo atendió una judía rusa llamada Natalia.
– Sí -le dijo-. Max Klein a menudo pasa las mañanas en el centro, pero hoy no ha venido.
– Algunas veces, los mayores suelen ir al café Schottenring -añadió-. Está en esta misma calle. En el número diecinueve. Quizá lo encuentre allí.
Había un grupo de viejos judíos vieneses que tomaban café en el Schottenring, pero allí tampoco estaba Klein. Gabriel preguntó si lo habían visto en algún momento de la mañana, y seis cabezas grises se menearon al unísono.
Frustrado, cruzó de nuevo el canal para dirigirse al edificio de apartamentos de Klein. Tocó el timbre y de nuevo nadie respondió. Llamó a la portería. En cuanto vio a Gabriel, en el rostro de la mujer apareció una expresión grave.
– Espere un momento. Vaya buscar la llave.
La portera abrió la puerta del apartamento y, antes de entrar, llamó a Klein a viva voz. Al no obtener respuesta, entraron. Las cortinas estaban echadas y la sala a oscuras.
– ¿Herr Klein? -repitió la portera-. ¿Está en casa? ¿Herr Klein?
Gabriel abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza. La cena de Max Klein estaba servida en la mesa, sin tocar. Caminó por el pasillo y se detuvo un instante para mirar en el cuarto de baño. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Llamó unas cuantas veces con el puño y gritó el nombre de Klein. Silencio.
La portera apareció a su lado. Se miraron el uno al otro. La mujer asintió. Gabriel sujetó el pomo con las dos manos y golpeó la puerta con el hombro. La cerradura cedió y la puerta se abrió con tanta rapidez que Gabriel casi perdió el equilibrio.
Allí, como en la sala, las cortinas estaban echadas. Gabriel deslizó la mano por la pared hasta que dio con el interruptor. La pequeña lámpara de la mesita de noche proyectó un cono de luz sobre el cuerpo tendido en la cama.
La portera soltó una exclamación.
Gabriel se acercó a la cama. Max Klein tenía la cabeza cubierta con una bolsa de plástico transparente, y un cordón dorado alrededor del cuello. Los ojos del viejo miraban a Gabriel a través del plástico.
– Llamaré a la policía -dijo la portera.
Gabriel se sentó a los pies de la cama y se tapó el rostro con las manos.
Los primeros agentes tardaron veinte minutos en llegar. Su aparente falta de interés sugería que consideraban la muerte de Klein un suicidio. Esto beneficiaba a Gabriel, porque la sospecha de un asesinato hubiese cambiado radicalmente las cosas. Fue interrogado dos veces, primero por los agentes de uniforme que habían recibido el aviso, y luego por un detective de la Staatspolizei llamado Greiner. Gabriel le dijo que se llamaba Gideon Argov y que trabajaba en la delegación de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra en Jerusalén. El motivo de su presencia en Viena era estar con su amigo Eli Lavon, que había sido víctima de un atentado. Max Klein era un viejo amigo de su padre, el cual le había sugerido que visitara a Klein para ver cómo le iba. No mencionó el encuentro con Klein dos noches antes, ni tampoco comentó nada de las sospechas de Klein referentes a Ludwig Vogel. Miraron su pasaporte y la tarjeta de visita. Tomaron nota de los teléfonos en sus pequeñas libretas negras. Le dieron el pésame. La portera preparó té. Todo muy cortés.
Poco después del mediodía, aparecieron dos camilleros para llevarse el cadáver. El detective le dio a Gabriel una de sus tarjetas y le dijo que podía marcharse. Gabriel salió. a la calle, dio la vuelta en la esquina y se metió en el primer callejón que encontró. Se apoyó en la pared, sucia de hollín, y cerró los ojos. ¿Un suicidio? No, aquel hombre, que había sobrevivido a los horrores de Auschwitz, no se había suicidado. Lo habían asesinado, y Gabriel no podía evitar sentirse en parte responsable. Había sido un idiota al dejar a Klein sin protección.
Emprendió el camino de regreso al hotel. Las imágenes del caso desfilaban por su mente como los fragmentos de una pintura inacabada: Eli Lavon en el hospital, Ludwig Vogel en el café Central, el policía en la Salzkammegurt, Max Klein muerto en su cama con una bolsa de plástico en la cabeza. Cada incidente era como otra pesa en el mismo platillo de la balanza. Gabriel sospechaba que él sería la víctima que acabaría por desequilibrada. Había llegado el momento de marcharse de Austria ahora que aún podía.
Entró en el hotel y pidió en recepción que le prepararan la cuenta, luego subió la escalera para ir a su habitación. La puerta, a pesar del cartel de No molestar colgado del pomo, estaba abierta y oyó voces en el interior. La abrió del todo con las puntas de los dedos. Dos hombres vestidos de paisano estaban quitando el colchón de la cama. Un tercero, evidentemente el jefe, estaba sentado en una butaca y miraba a los otros dos con una expresión de total aburrimiento. Al ver a Gabriel en el umbral, se levantó lentamente y se puso brazos en jarras. Acababan de añadir la última pesa en el platillo.
– Buenas tardes, Allon -dijo Manfred Kruz.
– Si está considerando la posibilidad de escapar, encontrará todas las salidas vigiladas y a un gigantón al pie de la escalera que disfrutará con la oportunidad de detenerlo. -Kruz mantenía el cuerpo un tanto de perfil, como un luchador de esgrima, y miraba a Gabriel por encima del hombro. Levantó una mano como quien pide calma y tranquilidad-. No es necesario que nos pongamos nerviosos. Pase y cierre la puerta.
La voz era la misma, cortés y con una calma anormal, del empleado de una casa de pompas fúnebres que ayuda a un deudo lloroso a seleccionar un ataúd. Había envejecido en los trece años transcurridos desde el primer encuentro -tenía unas cuantas arrugas más alrededor de la boca y los ojos, y había ganado unos kilos- y, a juzgar por el corte y la calidad del traje y la actitud arrogante, lo habían ascendido. Gabriel no apartó la mirada de los ojos oscuros de Kruz. Notaba la presencia de otro hombre detrás. Entró en la habitación y cerró la puerta con un movimiento rápido y decidido. Oyó un golpe seguido por una maldición en alemán. Kruz levantó la mano de nuevo. Esta vez era una orden para que Gabriel se detuviera.
– ¿Va armado?
Gabriel negó con la cabeza, con un gesto de cansancio.
– ¿Le importa si lo compruebo? -preguntó Kruz-. Me sentiré más tranquilo habida cuenta de su reputación.
Gabriel levantó las manos por encima de los hombros. El agente que había recibido el portazo en el pasillo entró en la habitación y se encargó del cacheo. Fue muy profesional y concienzudo. Empezó por el cuello y acabó en los tobillos. Kruz pareció decepcionado por el fracaso.
– Quítese la chaqueta y vacíe los bolsillos.
Gabriel titubeó un momento, y el agente le propinó un doloroso golpe en los riñones. Se quitó la chaqueta y se la entregó a Kruz, que revisó los bolsillos y palpó el forro por si había algún bolsillo secreto.
– Vacíe los bolsillos del pantalón.
Gabriel obedeció. Dejó sobre la mesa unas cuantas monedas y el billete del tranvía. Kruz miró a los dos agentes que sostenían el colchón y les ordenó que volvieran a montar la cama.
– El señor Allon es un profesional -comentó-. No encontraremos nada.
Los agentes dejaron caer el colchón sobre la cama. Kruz los despidió con un gesto. Se sentó de nuevo en la silla, junto a la mesa, y señaló la cama.
– Póngase cómodo.
Gabriel permaneció de pie.
– ¿Cuánto tiempo lleva en Viena?
– Dígamelo usted.
Kruz aceptó el cumplido profesional con una sonrisa.
– Llegó anteanoche, en un vuelo desde el aeropuerto Ben-Gurion. Se registró en este hotel y fue al hospital General de Viena, donde pasó varias horas con su amigo Eli Lavon.
Gabriel se preguntó cuánto más sabría Kruz de sus actividades en Viena. ¿Estaba al corriente de sus reuniones con Max Klein y Renate Hoffmann? ¿De su encuentro con Ludwig Vogel en el café Central y su excursión a la Salzkammergut? Si Kruz sabía más cosas, no lo diría. No era de los que enseñaban sus cartas sin un buen motivo. Gabriel se imaginó que sería un jugador frío e impasible.
– ¿Por qué no me arrestó antes?
– Tampoco lo arresto ahora. -Kruz encendió un cigarrillo-. Estábamos dispuestos a pasar por alto la violación de nuestro acuerdo porque supusimos que había venido a Viena para estar junto a su amigo herido. Sin embargo, no tardó en ser evidente que pretendía realizar una investigación privada del atentado. Por razones obvias, es algo que no puedo permitir.
– Sí, por razones obvias -afirmó Gabriel.
Kruz dedicó un momento a mirar las volutas del humo del cigarrillo.
– Teníamos un acuerdo, señor Allon. Bajo ninguna circunstancia podía regresar a este país. No es bienvenido. Se supone que no debe estar aquí. No me importa si está desesperado por su amigo Eli Lavon. Ésta es nuestra investigación, y no necesitamos su ayuda ni la de su servicio. -Kruz consultó su reloj-. Hay un vuelo de El Al que sale dentro de tres horas. Subirá a ese avión. Le haré compañía mientras hace las maletas.
Gabriel echó una ojeada a las prendas tiradas por el suelo.
Levantó la tapa de la maleta y vio que habían arrancado el forro. Kruz se encogió de hombros como si dijera: «¿Qué esperaba?» Gabriel comenzó a recoger las prendas. Kruz permaneció junto a la ventana y fumó en silencio hasta que finalmente preguntó:
– ¿Está viva?
Gabriel se volvió lentamente y fijó la mirada en los ojos oscuros del policía.
– ¿Se refiere usted a mi esposa?
– Sí.
Gabriel sacudió la cabeza.
– No hable de mi esposa, Kruz.
– No comenzará de nuevo con sus amenazas, ¿verdad, Allon? -Kruz le dedicó una sonrisa lúgubre-. Cada vez me siento más tentado de ponerlo bajo custodia para realizar un interrogatorio más exhaustivo sobre sus actividades en Viena.
Gabriel no respondió. Kruz aplastó la colilla.
– Acabe con las maletas, Allon. No querrá perderse el vuelo…