Las luces del aeropuerto Ben-Gurion salpicaban la oscuridad. Gabriel apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y contempló cómo la pista subía lentamente hacia él. El cemento brillaba como el cristal con la fuerte lluvia. En cuanto el avión se detuvo, Gabriel vio al hombre del cuartel general, que se protegía de la lluvia con un paraguas al pie de la escalerilla. Se aseguró de ser el último pasajero en abandonar el aparato.
Entraron en la terminal por una puerta de uso exclusivo para los altos funcionarios del gobierno y los dignatarios de visita. El hombre del cuartel general era un discípulo de Lev, otro tecnócrata de salón que consideraba a los agentes de campo meros objetos que sólo servían para ser manipulados por seres superiores. Gabriel caminó un paso por delante del hombre de Lev.
– El jefe quiere verte.
– No me cabe duda, pero no he dormido en dos días y estoy cansado.
– Al jefe no le importa si estás cansado. ¿Quién demonios te crees que eres, Allon?
A Gabriel, incluso en el santuario del aeropuerto Ben-Gurion, no le hizo ninguna gracia que utilizaran su verdadero nombre. Se dio la vuelta. El hombre del cuartel general levantó las manos en señal de rendición. Gabriel le dio la espalda y continuó su marcha. El emisario tuvo la sensatez de no seguirlo.
Fuera llovía a cántaros. Era cosa de Lev, seguro. Gabriel buscó refugio debajo de la marquesina de la parada de taxis. No tenía casa en Israel; el servicio era su único hogar. Por lo general, se alojaba en un piso franco o en la casa de Shamron en Tiberias.
Un Peugeot se acercó al bordillo. El peso del blindaje hacía que la carrocería estuviera a sólo un palmo del pavimento a pesar de la suspensión reforzada. Se detuvo delante de Gabriel, al tiempo que se bajaba el cristal blindado de la puerta trasera. Gabriel olió el fuerte aroma a tabaco turco. Luego vio la mano, con las manchas marrones y las venas azules a flor de piel, que lo invitaba a subir con un movimiento cansino.
El coche arrancó incluso antes de que Gabriel pudiera cerrar la puerta. Shamron no era de los que se demoraban. Aplastó la colilla como un gesto de cortesía hacia Gabriel y mantuvo las ventanillas bajadas durante unos segundos para que se fuera el humo. En cuanto las cerró, Gabriel le habló de la recepción hostil de Lev. En los primeros momentos habló con Shamron en inglés; luego, al recordar dónde estaba, cambió al hebreo.
– Al parecer, quiere hablar conmigo.
– Sí, lo sé -dijo Shamron-. También quiere verme a mí.
– ¿Cómo se enteró de lo de Viena?
– Manfred Kruz hizo una visita de cortesía a la embajada después de tu deportación y montó un escándalo. Me ha comentado que no fue nada agradable. El ministro de Asuntos Exteriores está furioso, y todos los jefes del servicio piden mi cabeza… y la tuya.
– ¿Qué pueden hacerme a mí?
– Nada, y por eso eres mi cómplice perfecto; eso y tus talentos naturales, por supuesto.
El coche entró en la autopista. Gabriel se preguntó si se dirigían a Jerusalén, pero estaba demasiado cansado para preocuparse. No tardaron mucho en llegar a las montañas. El coche se llenó con el perfume de los eucaliptos y los pinos. Gabriel miró a través de la ventanilla salpicada por la lluvia e intentó recordar la última vez que había estado en su país. Había sido después de matar a Tariq al-Hourani. Había pasado un mes en un piso franco junto a las murallas de la ciudad vieja, convaleciente de una herida de bala en el pecho. Habían pasado más de tres años. Comprendió que los lazos que lo unían a este lugar eran cada vez más débiles. Se preguntó si él, como Francesco Tiepolo, moriría en Venecia y sufriría la indignidad de ser sepultado en tierra firme.
– Algo me dice que Lev y el ministro se sentirán un poco menos enojados conmigo cuando sepan lo que hay aquí dentro. -Shamron le enseñó un sobre-. Por lo que se ve has sido un chico muy aplicado durante tu breve estancia en Viena. ¿Quién es Ludwig Vogel?
Gabriel, con la cabeza apoyada en la ventanilla, se lo contó todo a Shamron. Comenzó con el encuentro con Max Klein y acabó con el tenso encuentro con Manfred Kruz en la habitación del hotel. Shamron no tardó mucho en encender un cigarrillo, y aunque Gabriel no alcanzaba a vede bien el rostro en la penumbra, estaba seguro de que el viejo sonreía. Umberto Conti le había dado a Gabriel las herramientas para convertirse en un gran restaurador, pero Shamron era el responsable de su fantástica memoria.
– No me extraña que Kruz tuviera tantas prisas por echarte de Austria -comentó Shamron-. ¿Las Células Combatientes Islámicas? -Su risa no podía ser más despreciativa-. ¡Qué conveniente! El gobierno acepta la autoría y esconde el asunto debajo de la alfombra como un acto del terrorismo islámico en suelo austriaco. De esa manera el rastro no se acerca demasiado a los austriacos, ni a Vogel y Metzler, sobre todo cuando falta tan poco para las elecciones.
– ¿Qué pasa con los documentos del Staatsarchiv? Según ellos, Ludwig Vogel está limpio como una patena.
– En ese caso, ¿por qué mandó colocar una bomba en la oficina de Eli y que asesinaran a Max Klein?
– No sabemos si hizo esas cosas.
– Es verdad, aunque los hechos sugieran esa posibilidad.
Quizá no podríamos demostrado ante un juez, pero la historia quedaría muy bien en los periódicos.
– ¿Estás sugiriendo una filtración?
– ¿Por qué no pinchado un poco y ver cómo reacciona?
– Es una mala idea -opinó Gabriel-. ¿Recuerdas lo que pasó con Waldheim y las revelaciones sobre su pasado nazi? Las descartaron como propaganda extranjera e intromisión en los asuntos internos austriacos. La gente se solidarizó con él, y lo mismo hizo el gobierno. Para colmo, el asunto estimuló el sentimiento antisemita en el país. Una filtración, Ari, sería una pésima idea.
– Entonces ¿qué propones que hagamos?
– Max Klein estaba convencido de que Ludwig Vogel era un miembro de las SS que cometió una atrocidad en Auschwitz. Si nos atenemos a los documentos del Staatsarchiv, Ludwig Vogel era demasiado joven para ser ese hombre, y prestó servicio en la Wehrmacht, no en las SS. Pero supongamos, como hipótesis de trabajo, que Max Klein estaba en lo cierto.
– Eso significaría que Ludwig Vogel es otra persona.
– Exactamente. Por lo tanto, averiguemos quién es en realidad.
– ¿Cómo pretendes hacerlo?
– No lo tengo muy claro -admitió Gabriel-, pero las cosas que hay en ese sobre, en las manos adecuadas, podrían darnos algunas pistas muy valiosas.
Shamron asintió con expresión pensativa.
– Hay un hombre en Yad Vashem a quien deberías ver. Es probable que esté en condiciones de ayudarte. Concertaré una cita para primera hora de la mañana.
– Una cosa más, Ari. Tenemos que sacar a Eli de Viena.
– Me has leído el pensamiento. -Shamron cogió el teléfono y apretó la tecla de marcado rápido-. Soy Shamron. Necesito hablar con el primer ministro.
El museo Yad Vashem, ubicado en la cumbre del monte Herzel, en la parte occidental de Jerusalén, es un complejo edificado en memoria de los seis millones de judíos que murieron en la Shoah. También es el centro más importante del mundo dedicado a la investigación del Holocausto. La biblioteca contiene más de cien mil volúmenes, la más grande y completa colección de libros sobre el Holocausto. En sus archivos se guardan más de cincuenta y ocho millones de páginas de documentos originales, incluidos miles de testimonios personales, escritos, dictados o filmados por los supervivientes del Holocausto, en Israel y el resto del mundo.
Moshe Rivlin lo esperaba. Era un erudito fornido y con barba que hablaba hebreo con un fuerte acento de Brooklyn. Su especialidad no eran las víctimas del Holocausto sino sus autores: los alemanes que habían servido en la maquinaria nazi de la muerte y los miles de colaboradores de otras nacionalidades que habían tomado parte de forma voluntaria y con entusiasmo en la matanza de los judíos europeos. Trabajaba como consultor de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia norteamericano. Recogía pruebas contra los criminales de guerra nazis y recorría Israel en busca de testigos. Cuando no estaba rebuscando en los archivos de Yad Vashem, se encontraba casi siempre entre los supervivientes, a la búsqueda de alguien que recordara.
Rivlin llevó a Gabriel al edificio del centro de documentación y entraron en el salón de lectura. Era un espacio sorprendentemente abarrotado, con ventanales que iban del suelo al techo y con vistas a las colinas de Jerusalén oeste. Un par de eruditos se encorvaban sobre sus libros, mientras que otro contemplaba absorto la pantalla del lector de microfilmes. Cuando Gabriel sugirió ir a un lugar más privado, Rivlin lo llevó a un pequeño despacho y cerró la gruesa puerta de cristal. El relato de los hechos que le hizo Gabriel fue sucinto pero no omitió nada importante. Le mostró a Rivlin todo el material que había reunido en Austria: el expediente del Staatsarchiv, la fotografía, el reloj y el anillo. Gabriel le señaló la inscripción en la parte interior del anillo. Rivlin la leyó y de inmediato mostró un vivo interés.
– Sorprendente -murmuró.
– ¿Qué significa?
– Tendré que buscar algunos documentos del archivo. -Rivlin se levantó-. Tardaré un poco.
– ¿Cuánto?
– Un hora, quizá menos. -Rivlin se encogió de hombros-. ¿Había estado antes aquí?
– No, desde que iba a la escuela.
– Vaya a dar un paseo. -Rivlin le dio una palmadita en el hombro-. Vuelva dentro de una hora.
Gabriel caminó por el sendero bordeado de pinos y bajó por el túnel de piedra hacia la oscuridad del monumento a los niños. Cinco velas, reflejadas hasta el infinito por espejos paralelos, creaban la ilusión de una galaxia, mientras una voz grabada leía los nombres de los muertos.
Volvió a la brillante luz del sol y caminó hasta la Sala del Recuerdo, donde permaneció inmóvil ante la llama eterna que ardía entre las lápidas de basalto negro, donde aparecían grabados algunos de los nombres más infames de la historia: Treblinka, Sobibor, Majdanek, Bergen-Belsen, Chelmno, Auschwitz…
En la Sala de los Nombres no había una llama ni estatuas, sólo innumerables carpetas con las Páginas de Testimonios, cada una con la historia de un mártir: el nombre, el lugar y la fecha de nacimiento, nombres de los padres, lugar de residencia, profesión, lugar de la muerte. Una amable mujer llamada Shoshanna buscó en la base de datos y halló las páginas correspondientes a los abuelos de Gabriel: Viktor y Sarah Frankel. Las imprimió y se las entregó a Gabriel con una expresión triste. Al pie de cada página aparecía el nombre de la persona que había suministrado la información: Irene Allon, la madre de Gabriel.
Pagó los impresos, dos shekels cada uno, y salió para ir al museo de arte del Yad Vashem, donde estaba la mayor colección de arte del Holocausto del mundo entero. Mientras paseaba por las galerías, se le hizo difícil comprender cómo podía el espíritu humano producir arte en medio del hambre, la esclavitud y una brutalidad inimaginable. De pronto, su propio trabajo le pareció trivial, sin sentido. ¿Qué tienen que ver los santos muertos en una iglesia con lo que sea? Mario Delvecchio, el arrogante y ególatra Mario Delvecchio, le pareció un ser absolutamente irrelevante.
En la última sala había una muestra de arte infantil. Una imagen lo dejó casi sin respiración: un boceto a lápiz de un niño andrógino que se acurrucaba, indefenso, a los pies de una gigantesca figura de un oficial de las SS.
Consultó su reloj. Había pasado una hora. Abandonó el museo y regresó a paso ligero al edificio de los archivos para conocer los resultados de la búsqueda de Moshe Rivlin.
Lo encontró paseando nerviosamente por la explanada delante del edificio. Rivlin lo cogió del brazo y lo llevó presuroso al mismo despacho donde se habían reunido una hora antes. Había dos gruesos expedientes sobre la mesa. Rivlin abrió el primero y le entregó a Gabriel una fotografía: Ludwig Vogel, con el uniforme de Sturmbannführer de las SS.
– Es Radek -susurró Rivlin, con un entusiasmo desbordante-. ¡Creo que hemos encontrado nada menos que a Erich Radek!
Herr Konrad Becker, de Becker & Puhl, Tellstrasse 26, Zurich, llegó a Viena aquella misma mañana. Pasó por el control de pasaportes sin problemas y caminó hacia el vestíbulo de la terminal, donde encontró a un chófer de uniforme que sostenía un cartel que decía: Herr Bauer. Era una precaución adicional por parte del cliente. A Becker no le agradaba su cliente -tampoco se hacía ninguna ilusión sobre sus ingresos por la cuenta- pero así era la banca suiza, y Herr Konrad Becker creía en ella. Si el capitalismo hubiese sido una religión, Becker hubiese sido el líder de una secta extremista. En la erudita opinión del banquero, el hombre tenía el derecho divino a ganar dinero sin las cortapisas de las normas gubernamentales y a ocultarlo de la forma que más le complaciera. Eludir el pago de impuestos no era una elección sino un deber moral. Dentro del secretismo de la banca de Zurich, era famoso por su absoluta discreción. Ése era el motivo por el que a Konrad Becker se le había confiado la cuenta.
Veinte minutos más tarde, el coche se detuvo delante de una mansión en el primer distrito. A una orden de Becker, el chófer hizo sonar el claxon dos veces y, tras unos minutos, la verja se abrió lentamente. El coche siguió por la calzada hasta la casa. Un hombre que esperaba delante de la puerta principal bajó la escalinata. Rondaba la cincuentena y tenía el físico y el andar de un esquiador de fondo. Se llamaba Klaus Halder.
Halder abrió la puerta del coche y acompañó a Becker al vestíbulo. Como siempre, le pidió al banquero que abriera el maletín para inspeccionar el contenido. Después le pidió que levantara los brazos y separara las piernas para someterlo a un cacheo.
Finalmente lo escoltó a una habitación, un salón típicamente vienés, rectangular, con las paredes pintadas de un color amarillo ocre y molduras doradas. El mobiliario era de estilo barroco. En la repisa de la chimenea había un precioso reloj de bronce. Cada mueble, cada lámpara y objeto de adorno parecía complementar a su vecino y al salón como un todo. Era la habitación de un hombre que tenía tanto dinero como buen gusto.
Herr Vogel, el cliente, estaba sentado debajo de un retrato que, en opinión de Herr Becker, era obra de Lucas Cranach el Viejo. Se levantó sin prisas y le dio la mano. Formaban una extraña pareja: Vogel, un ario puro, alto, de ojos azules y cabellos blancos; Becker, bajo y calvo, con un aire cosmopolita engendrado por la diversidad de su clientela. Vogel soltó la mano del banquero y le señaló una silla. Becker tomó asiento y sacó del maletín un libro de contabilidad con tapas de cuero. El cliente asintió con gesto grave. No era de las personas que malgastaban las palabras.
– A fecha de hoy -dijo Becker-, el valor total de la cuenta es de dos mil quinientos millones de dólares. Aproximadamente unos mil millones, en efectivo, se reparten en partes iguales entre dólares y euros. El resto del dinero está invertido en títulos, bonos, acciones y propiedades inmobiliarias. Como parte de la liquidación y reparto de la cuenta, estamos vendiendo las propiedades. Dado el estado de la economía mundial, la operación está tardando un poco más de lo previsto.
– ¿Cuándo estará acabada?
– Nos hemos fijado como meta finales de este mes. De todos modos, el reparto del dinero comenzará en el momento en que recibamos la carta del canciller. Las instrucciones al respecto son muy claras. La carta debe entregárseme en mano en mi despacho de Zurich, a más tardar una semana después de que el canciller asuma el cargo. Debe estar escrita en papel oficial de la cancillería y llevar la firma del canciller.
– Tiene mi palabra de que recibirá la carta del canciller.
– Mientras llega la victoria de Herr Metzler, he comenzado la difícil tarea de localizar a todos aquellos a los que se les ha de pagar. Como sabe, están dispersos por toda Europa, Oriente Próximo, América del Sur y Estados Unidos. También me he puesto en contacto con el presidente de la banca vaticana. Como se podía esperar, a la vista de la actual situación financiera de la Santa Sede, se mostró encantado al recibir mi llamada.
– ¿Por qué no? Doscientos cincuenta millones de dólares es mucho dinero.
– Efectivamente, pero ni siquiera el Santo Padre conocerá la verdadera fuente del dinero -señaló el banquero con una sonrisa astuta-. Para el Vaticano, es la donación de alguien que desea conservar el anonimato.
– Después está su parte -manifestó Vogel.
– La parte del banco es de cien millones de dólares, que se cobrarán en cuanto se acabe el proceso de liquidación.
– Cien millones de dólares, además de las comisiones que ha cobrado desde que se abrió la cuenta y el porcentaje que recibe de los rendimientos anuales. Esta cuenta lo ha convertido en un hombre muy rico.
– Sus camaradas estipularon unas generosas recompensas para todos aquellos que los ayudaron. -Se oyó un ruido sordo cuando el banquero cerró el libro de contabilidad. Después entrelazó las manos y las miró con una expresión pensativa durante unos momentos antes de proseguir-. Pero me temo que ha habido unas complicaciones inesperadas.
– ¿Qué clase de complicaciones?
– Al parecer, varias de las personas que debían recibir dinero han muerto recientemente en circunstancias misteriosas. La última ha sido el sirio. Lo asesinaron en un club de caballeros en Estambul, cuando estaba en brazos de una prostituta rusa. También asesinaron a la muchacha. Una escena terrible.
Vogel cabeceó como si le apenara la noticia.
– Tendrían que haberle aconsejado al sirio que no frecuentara esos lugares.
– Por supuesto, como usted dispone del número de la cuenta y la contraseña, mantendrá el control de los fondos que no se puedan entregar. Eso es lo que estipulan las instrucciones.
– Soy una persona con suerte.
– Confiemos en que el Santo Padre no tenga un accidente similar. -El banquero se quitó las gafas y miró los cristales en busca de alguna mota de polvo inexistente-. Me veo en la obligación de recordarle, Herr Vogel, que no soy la única persona autorizada para repartir los fondos. Si fallezco, la autorización pasará a mi socio, Herr Puhl. Si mi muerte se produce en circunstancias violentas o misteriosas, la cuenta permanecerá congelada hasta que se aclaren las circunstancias de mi muerte. Si no se pueden determinar las circunstancias, la cuenta permanecerá inactiva. Usted ya sabe lo que ocurre con las cuentas inactivas en Suiza.
– Al final acaban convirtiéndose en propiedad del banco.
– Así es. Supongo que podría usted pleitear, pero eso suscitaría una gran cantidad de preguntas muy inconvenientes sobre el origen del dinero, preguntas que la banca y el gobierno suizo preferirían no airear en público. Como ya se puede imaginar, un litigio de esas características sería un incordio para todas las partes.
– Entonces, por lo que a mí respecta, por favor, tenga cuidado, Herr Becker. Su buena salud y seguridad son de la máxima importancia para mí.
– Me complace mucho oírselo decir. Ahora sólo nos falta recibir la carta del canciller.
El banquero guardó el libro de contabilidad en el maletín y cerró la tapa.
– Lo siento, pero acabo de recordar una última formalidad. Para hablar de la cuenta, debía usted decirme antes el número. Sólo para cumplir con el trámite, Herr Vogel, ¿me lo puede decir ahora?
– Sí, por supuesto. -Con precisión germánica, Vogel recitó los números-: Seis, dos, nueve, siete, cuatro, tres, cinco.
– ¿La contraseña?
– Uno, cero, cero, cinco.
– Muchas gracias, Herr Vogel.
Diez minutos más tarde, el coche de Becker se detuvo delante del hotel Ambassador.
– Espere aquí -le dijo el banquero al chófer-. Sólo tardaré unos minutos.
Cruzó el vestíbulo y subió en el ascensor a la cuarta planta. Un norteamericano alto, con una chaqueta arrugada y corbata de rayas, le abrió la puerta de la habitación 417. Le ofreció a Becker una copa, que el banquero rechazó, y después un cigarrillo, que tampoco fue aceptado. Becker no fumaba. Quizá debería probarlo.
El norteamericano señaló el maletín. Becker se lo entregó. El hombre lo abrió y desprendió un falso forro de cuero para dejar a la vista un magnetófono en miniatura. Retiró la cinta y la puso en un reproductor. Rebobinó la cinta y luego apretó el «Play». La calidad del sonido era excelente.
– Sólo para cumplir con el trámite, Herr Vogel, ¿me lo puede decir ahora?
– Sí, por supuesto. Seis, dos, nueve, siete, cuatro, tres, cinco.
– ¿La contraseña?
– Uno, cero, cero, cinco.
– Muchas gracias, Herr Vogel.
Stop.
El norteamericano sonrió. Por la expresión del banquero, cualquiera hubiese creído que acababan de pillarlo en brazos de la amiga íntima de su esposa.
– No podría haberlo hecho mejor, Herr Becker. Le estamos muy agradecidos.
– He perdido la cuenta de las violaciones de las normas bancarias suizas, entre ellas la muy sagrada del secreto bancario, que he cometido.
– Es verdad, pero son unas leyes de mierda. Además, recibirá sus cien millones de dólares, y seguirá con su banco.
– Pero ya no es mi banco, ¿no? Ahora es su banco.
El norteamericano se reclinó en la silla y se cruzó de brazos. No insultó a Becker negándoselo.
Gabriel no tenía ni la más remota idea de quién era Erich Radek. Rivlin se lo dijo.
Erich Wilhelm Radek había nacido en 1917 en Alberndorf, un pueblo a unos cincuenta kilómetros al norte de Viena. Hijo de un agente de policía, Radek había demostrado unas excelentes aptitudes para las matemáticas y la física en la escuela. Había ganado una beca para la Universidad de Viena, donde había estudiado ingeniería y arquitectura. Según el expediente universitario, había sido un estudiante destacado con muy buenas notas. También había sido un miembro muy activo de las organizaciones católicas de extrema derecha.
En 1937 había solicitado afiliarse al partido nazi. Lo habían aceptado y su número de afiliado era el 57984567. Radek también había ingresado en la Legión Austriaca, una organización paramilitar nazi, ilegal. En marzo de 1938, cuando se produjo el Anschluss, se presentó como voluntario de las SS. Rubio, de ojos azules y de complexión atlética, Radek fue declarado «ario puro» por la comisión racial de las SS y, tras un exhaustivo estudio de su árbol genealógico para comprobar que no había ningún antepasado judío o de raza no aria, fue aceptado en el cuerpo.
– Ésta es una copia del expediente de Radek en el partido y de los cuestionarios que rellenó en el momento de la solicitud. Nos la facilitó el Centro de Documentación de Berlín, que es donde están los expedientes del partido nazi y de las SS. -Rivlin le mostró dos fotografías, una de frente y la otra de perfil-. Éstas son las fotos oficiales. Se parece a nuestro hombre, ¿no?
Gabriel asintió. Rivlin guardó las fotos en el expediente y continuó con la lección de historia.
En noviembre de 1938, Radek había abandonado sus estudios para ir a trabajar a la Oficina Central de la Emigración Judía, el organismo nazi que llevaba a cabo una campaña de terror y de confiscaciones contra los judíos austriacos, con el objetivo de impulsarlos a abandonar el país «voluntariamente». Radek había causado una impresión muy favorable en el jefe de la Oficina Central, que no era otro que Adolf Eichmann. Cuando Radek manifestó el deseo de ir a Berlín, Eichmann le ofreció su ayuda. Además, Eichmann contaba en Viena con la ayuda de un joven austriaco llamado Aloïs Brunner, quien más tarde desempeñaría un papel relevante en las deportaciones y asesinatos de ciento veintiocho mil judíos de Grecia, Francia, Rumania y Hungría. En mayo de 1939, con la recomendación de Eichmann, Radek fue transferido a la Oficina Central de la Seguridad del Reich en Berlín, donde lo asignaron al Sicherheitsdienst, el servicio de seguridad nazi conocido como SD. Muy pronto se encontró trabajando directamente a las órdenes del tristemente célebre jefe del SD, Reinhard Heydrich.
En junio de 1941, Hitler lanzó la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética. Erich Radek recibió el mando de las operaciones del SD en el Reichskommissariat Ukraine, una muy extensa zona de Ucrania que incluía las regiones de Volhynia, Zhitomir, Kiev, Nikolayev, Tauria y Dnepropetrovsk. Las responsabilidades de Radek incluían, entre otras, las operaciones de la seguridad en las zonas ocupadas. También creó y dirigió la policía auxiliar ucraniana, integrada por colaboracionistas.
Durante los preparativos de la Operación Barbarroja, Hitler había ordenado en secreto a Heinrich Himmler el exterminio de los judíos de la Unión Soviética. A medida que la Wehrmacht avanzaba por el territorio soviético, cuatro unidades móviles, los Einsatzgruppen, se encargaban de la tarea. Reunían a los judíos y los llevaban a lugares aislados -por lo general, trincheras antitanques, canteras abandonadas o cañadas- donde los ametrallaban y luego los enterraban precipitadamente en fosas comunes.
– Erich Radek conocía a fondo las actividades de los Einsatzgruppen en el Reichskommissariat -señaló Rivlin-. Después de todo, era su campo de acción, y no se puede decir que sólo fuera un burócrata. Según todos los relatos, Radek era un espectador entusiasta de las ejecuciones en masa de judíos. Pero aún no había llegado el momento de su contribución más importante a la Shoah.
– ¿Qué hizo?
– Tiene la respuesta a la pregunta en su bolsillo. Está grabada en el interior del anillo que se llevó de aquella casa en Austria.
Gabriel sacó el anillo y leyó la inscripción: «1005, bien hecho, Heinrich.»
– Sospecho que Heinrich no es otro que Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo. Pero para nuestros propósitos, la información más importante que contiene son los cuatro números en el principio: uno, cero, cero, cinco.
– ¿Qué significan?
Rivlin abrió el segundo expediente. En la etiqueta ponía:
Aktion 1005.
Por curioso que pareciera, había comenzado con la queja de un vecino.
A principios de 1942, el deshielo primaveral dejó a la vista una serie de fosas comunes en el distrito de Warthegau, en Polonia occidental, a lo largo del río Ner. Miles de cadáveres salieron a la superficie, y un hedor insoportable se extendió en un radio de varios kilómetros. Un alemán que vivía en la zona envió una carta anónima al Ministerio de Asuntos Exteriores, en Berlín, para quejarse. De inmediato sonaron las campanas de alarma. Las tumbas contenían los restos de miles de judíos asesinados en las cámaras de gas móviles que se utilizaban en el campo de Chelmno. La solución final, el secreto mejor guardado de la Alemania nazi, corría el peligro de desvelarse por culpa del deshielo.
Los primeros informes de los asesinatos en masa de judíos ya habían comenzado a llegar al mundo exterior gracias a un mensaje soviético que alertaba a los aliados de las atrocidades cometidas por las fuerzas alemanas en el territorio polaco y soviético. Martin Luther, el encargado de los «asuntos judíos» en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, sabía que las tumbas abiertas cerca de Chelmno eran una seria amenaza para mantener en secreto la solución final. Envió una copia de la carta anónima a Heinrich Müller, de la Gestapo, y solicitó que se adoptaran acciones inmediatas.
Rivlin tenía una copia de la respuesta de Müller a Martin Luther. La dejó sobre la mesa, le dio la vuelta para que Gabriel la viera, y le señaló el párrafo importante:
La carta anónima enviada al Ministerio de Asuntos Exteriores referente a la solución del tema judío en el distrito de Warthegau, que me remitió el 6 de febrero de 1942, recibirá el tratamiento adecuado. Pronto tendremos resultados. Donde se corta madera, caen astillas, es inevitable.
Rivlin le señaló una anotación en la esquina superior derecha del escrito: «IV B4 43/42 gRs [1005].»
– Es casi seguro que Adolf Eichmann recibió una copia de la respuesta de Müller a Martin Luther. Como ve, aparece el departamento de Eichmann. Los números «43/42» corresponden a la fecha: el cuadragésimo tercer día de 1942, o sea, e1 28 de febrero. Las iniciales «g-R-s» significan que el tema es Geheime Reichssache, es decir, un asunto de alto secreto. Aquí, entre corchetes, al final de la línea, están los cuatro números que acabarían siendo utilizados como el nombre en código de la ultra secreta Aktion, uno, cero, cero, cinco.
Rivlin guardó la copia en el expediente.
– Poco después de que Müller enviara la respuesta a Martin Luther, Erich Radek fue relevado de su mando en Ucrania y transferido de nuevo a la Oficina Central de la Seguridad del Reich en Berlín. Fue asignado al departamento de Eichmann, donde participó en un curso intensivo de estudio y planificación. Ocultar el asesinato masivo más grande de la historia no era una empresa baladí. En junio, regresó al este, bajo las órdenes directas de Müller, y comenzó su trabajo.
Radek estableció el cuartel general de su Sonderkommando 1005 en la ciudad polaca de Lodz, a unos ochenta kilómetros al sureste del campo de exterminio de Chelmno. La dirección exacta era Geheime Reichssache y solamente la conocían unos pocos jefes de las SS. Toda la correspondencia se enviaba a través del departamento de Eichmann en Berlín.
Radek se decidió por la cremación como el método más efectivo para eliminar los cadáveres. Ya se había intentado antes quemarlos con lanzallamas, pero con resultados poco satisfactorios. Radek utilizó sus conocimientos de ingeniería para diseñar un método que pudiera incinerar hasta dos mil cadáveres a la vez. Empapaban con gasolina gruesos troncos de madera de hasta nueve metros de largo y los colocaban sobre bloques de cemento. Colocaban los cadáveres por capas, entre los troncos: cuerpos, troncos, cuerpos, troncos, cuerpos… Luego encendían una hoguera entre los bloques de cemento y en cuestión de minutos comenzaba a arder toda la pira. Cuando se apagaba el fuego, aplastaban los restos calcinados y los dispersaban con maquinaria pesada.
El trabajo sucio lo hacían los trabajadores judíos. Radek los organizó en tres equipos: el primero desenterraba las fosas, el segundo transportaba los cadáveres desde las fosas hasta las piras y el tercero removía las cenizas para recoger cualquier objeto de valor. Al final de cada operación, nivelaban el terreno y plantaban árboles para ocultar lo hecho. Por último mataban a los esclavos y quemaban sus cuerpos. De esta manera protegían el secreto de Aktion 1005.
Acabada su misión en Chelmno, Radek y el Sonderkommando 1005 se trasladaron a Auschwitz para vaciar las fosas, que ya estaban a rebosar. A finales del verano de 1942, habían aparecido graves problemas de contaminación y salud en Belzec, Sobibor y Treblinka. Los acuíferos que abastecían de agua a los guardias y a las unidades del ejército acantonadas en las proximidades estaban contaminados por las filtraciones de las fosas. En algunos casos, la delgada capa de tierra que cubría los cadáveres había resultado insuficiente, y el hedor resultaba insoportable. En Treblinka, los SS y los asesinos ucranianos que colaboraron con ellos ni siquiera se molestaban en sepultar los cuerpos. El día en que Franz Stangl llegó para asumir el mando del campo, el hedor de Treblinka se olía desde una distancia de treinta kilómetros. Los cadáveres ocupaban casi todo el largo de la carretera hasta el campo, y en los andenes de la estación de ferrocarril se apilaban los cuerpos. Stangl se quejó de que no podía comenzar su trabajo hasta que alguien se encargara de limpiar la zona. Radek ordenó que se abrieran las fosas y se quemaran los cadáveres.
En la primavera de 1943, el avance del Ejército Rojo obligó a Radek a dejar a un lado los campos de exterminio en Polonia para ocuparse de los otros campos más al este, en el territorio soviético ocupado. No tardó mucho en estar de nuevo en Ucrania. Radek conocía el lugar exacto donde se habían enterrado los cadáveres, porque él había coordinado las tareas de los escuadrones de la muerte. A finales del verano, el Sonderkommando 1005 abandonó Ucrania para ir a Bielorrusia, y en setiembre se encontraba en los estados bálticos de Lituania y Latvia, donde habían sido exterminadas las comunidades judías.
Rivlin cerró el expediente y lo apartó con una expresión de asco.
– Nunca sabremos cuántos cadáveres incineraron Radek y sus hombres. La masacre era demasiado grande para conseguir ocultarla del todo, pero Aktion 1005 consiguió eliminar gran parte de las pruebas y una vez finalizada la guerra resultó prácticamente imposible hacer un cálculo preciso del número de muertos. El trabajo de Radek fue tan concienzudo que, en algunos casos, las comisiones polacas y rusas que investigaban la Shoah no encontraron ningún rastro de las fosas comunes. En Babi Yar, la limpieza de Radek llegó a tal extremo que, después de la contienda, los rusos lo convirtieron en un parque. Ahora, por desgracia, como no hay restos, corre la ridícula afirmación de que el Holocausto es una gran mentira. Todavía estamos sufriendo las consecuencias de las acciones de Radek.
Gabriel pensó en las Páginas de Testimonios en la Sala de los Nombres, las únicas lápidas de millones de víctimas.
– Max Klein me juró que había visto a Ludwig Vogel en Auschwitz en el verano o principios del otoño de 1942 -dijo Gabriel-. A la vista de lo que acaba de explicarme, diría que es posible.
– Así es, si aceptamos que Vogel y Radek son la misma persona. No hay duda de que el Sonderkommando 1005 de Radek actuaba en Auschwitz en 1942. Probar que Radek se encontraba allí en una fecha determinada será casi imposible.
– ¿Qué fue de Radek después de la guerra?
– Mucho me temo que poco. Intentó escapar de Berlín disfrazado de cabo de la Wehrmacht. Lo arrestaron como sospechoso de haber pertenecido a las SS y lo enviaron al campo de prisioneros de Mannheim. Consiguió escapar en los primeros meses de 1946. Qué hizo después, es un misterio. Al parecer consiguió salir de Europa. Se dijo que lo habían visto en los países típicos: Siria, Egipto, Argentina, Paraguay, pero no hubo ninguna confirmación. Los cazadores de nazis iban a por los peces gordos, como Eichmann, Bormann, Mengele o Müller. Radek consiguió escapar. Además, el secreto de Aktion 1005 estaba tan bien guardado que el tema apenas si se mencionó en los juicios de Nuremberg. Nadie sabía gran cosa.
– ¿Quién controlaba Mannheim?
– Era un campo de prisioneros bajo jurisdicción norteamericana.
– ¿Sabemos cómo consiguió escapar de Europa?
– No, pero parece lógico que recibió ayuda.
– ¿ODESSA?
– Pudo haber sido ODESSA, o cualquiera de las otras redes de ayuda nazis. -Rivlin vaciló un segundo-. También pudo haber sido la muy conocida y antigua institución con sede en Roma que superó a todas las demás a la hora de ayudar a la fuga de los criminales de guerra.
– ¿El Vaticano?
– ODESSA no le llegaba ni a los tobillos al Vaticano a la hora de financiar y dirigir una red de esas características. Dado que Radek era austriaco, es casi seguro de que recibiera la ayuda del obispo Hudal.
– ¿Quién era Hudal?
– Albis Hudal era un austriaco antisemita y ferviente partidario nazi. Utilizó su posición como rector del Istituto Pontificio Santa Maria dell’Anima, el seminario alemán en Roma, para ayudar a centenares de oficiales de las SS a escapar de la justicia, incluido Franz Stangl, el comandante de Treblinka.
– ¿Qué clase de ayuda les proporcionó?
– Para empezar, un pasaporte de la Cruz Roja con una nueva identidad y el visado para algún país lejano. También les dio dinero y les pagó los pasajes.
– ¿Llevaba algún registro?
– Sí, pero todos sus documentos están guardados en el Istituto Pontificio.
– Necesito toda la información que tenga del obispo Aloïs Hudal.
– Le prepararé una carpeta.
Gabriel cogió la foto de Radek y se la quedó mirando. Le sonaba de algo. Era una cosa que llevaba pugnando por salir a la superficie desde que Rivlin había comenzado su explicación. Entonces recordó los bocetos al carboncillo que había visto por la mañana en el museo de arte del Holocausto, y sobre todo aquel del niño acurrucado a los pies de un monstruo de las SS, y supo de inmediato dónde había visto antes el rostro de Radek.
Se levantó con tanta violencia que hizo caer la silla.
– ¿Qué pasa? -exclamó Rivlin.
– Conozco a ese hombre -afirmó Gabriel, sin desviar la mirada de la foto.
– ¿Cómo?
Gabriel no hizo caso de la pregunta.
– Necesito que me la preste -dijo, y, sin esperar a la autorización de Rivlin, abandonó el despacho.
En otros tiempos hubiese tomado la carretera más corta que iba hacia el norte, a través de Ramallah, Nablus y Jenin. Ahora, incluso para un hombre con la preparación de Gabriel, hubiese sido una locura tomarla sin un vehículo blindado y una escolta militar. Así que fue por el camino más largo, por las laderas occidentales de las montañas de Judea, hacia Tel-Aviv, para luego cruzar la llanura costera hasta Hadera y, de allí, desviarse al noreste, a través del monte Carmelo, a El Megiddo, Armageddon.
El valle se abrió ante él, desde las colinas de Samaria, en el sur, hasta las estribaciones de las montañas de Galilea, en el norte, un paisaje verde y marrón de campos agrícolas, huertas y bosques plantados por los primeros colonos judíos durante el mandato de Palestina. Se dirigió hacia Nazaret y a continuación al este, a un pequeño pueblo agrícola en el linde del bosque Balfour, llamado Ramat David.
Tardó muy poco en encontrar la dirección. La modesta casa construida por los Allon había sido reemplazada por otra de estilo californiano con una antena parabólica, y ahora había un monovolumen de fabricación norteamericana a la entrada. Mientras Gabriel miraba la casa, un soldado salió por la puerta principal y caminó con paso enérgico a través del jardín. En la memoria de Gabriel apareció una imagen. Vio a su padre, que hacía el mismo recorrido en un cálido atardecer de junio y, aunque entonces no lo había sabido, aquélla sería la última vez que Gabriel lo vería vivo.
Miró la casa vecina. Era la casa donde había vivido Tziona. Los juguetes de plástico dispersos por el jardín eran el testimonio de que Tziona, soltera y sin hijos, ya no vivía allí. Sin embargo, Israel no era más que una gran familia, y Gabriel estaba seguro de que los nuevos ocupantes podrían indicarle la dirección correcta.
Tocó el timbre. La joven regordeta que hablaba hebreo con acento ruso no lo decepcionó. Tziona vivía en Safed. La mujer tenía las señas.
Los judíos llevaban viviendo en el centro de Safed desde hacía siglos. Después de que los expulsaran de España en 1492, los otomanos habían permitido que más judíos se instalaran allí, y la ciudad había florecido como un centro del misticismo, la erudición y el arte judío. Durante la guerra de la independencia, Safed había estado a punto de caer en manos de las fuerzas árabes, pero la comunidad había recibido la ayuda de una compañía de combatientes de la Palmach, que habían entrado en la ciudad después de un muy peligroso viaje nocturno desde su guarnición, en el monte Canaán. El jefe de la compañía había negociado un acuerdo con los poderosos rabinos de Safed para que los habitantes pudieran trabajar en las fortificaciones durante la Pascua judía. Su nombre era Ari Shamron.
El apartamento de Tziona estaba en el barrio de los artistas, en lo alto de una escalera de piedra. Era una mujer enorme, vestida con un caftán blanco, con el pelo gris desgreñado y muchísimos brazaletes que tintinearon sonoramente cuando rodeó el cuello de Gabriel con los brazos. Lo hizo pasar a una habitación que era sala de estar y taller de cerámica, y lo invitó a sentarse en la terraza de piedra para que contemplara la puesta de sol sobre el mar de Galilea. El aire olía a esencia de lavanda que ardía en una lámpara.
La mujer sirvió un plato de hummus y pan, junto con aceitunas y una botella de vino del Galán. Gabriel se relajó. Tziona Levin era lo más parecido a una hermana que tenía. Ella lo había cuidado cuando su madre estaba trabajando o demasiado deprimida para levantarse de la cama. Algunas noches se escapaba por la ventana de su cuarto para ir a acostarse en la cama de Tziona. Ella lo abrazaba y acariciaba de una manera que su madre nunca había hecho. Cuando a su padre lo habían matado en la guerra de junio, fue Tziona quien le enjugó sus lágrimas.
El rítmico e hipnótico murmullo de las oraciones del Ma'ariv llegaba a la terraza desde una sinagoga cercana. Tziona añadió más aceite a la lámpara. Le habló de la matsav: la situación. De la lucha en los Territorios y el terror en Tel-Aviv y Jerusalén. De los amigos perdidos en el shaheed y aquellos que habían renunciado a encontrar trabajo en Israel y se habían marchado a Estados Unidos.
Gabriel se bebió el vino mientras contemplaba cómo se hundía el sol en el mar. Escuchaba a Tziona, pero pensaba en su madre. Habían pasado casi veinte años desde su muerte, y en aquel tiempo cada vez había pensado menos en ella. Ya no recordaba su rostro de joven. Era como una tela que hubiese perdido todo el pigmento como consecuencia de los elementos corrosivos a los que había estado expuesta durante años. Sólo recordaba la mascarilla mortuoria. Tras los terribles sufrimientos del cáncer, la muerte había hecho que sus facciones recuperaran una expresión de serenidad, como una mujer que posara para un retrato. Parecía darle la bienvenida a la muerte. Finalmente la había librado de los tormentos que vivían en su memoria.
¿Lo había amado? Ahora creía que sí, pero se había rodeado de trincheras y muros que él nunca había podido escalar. Era dada a la melancolía y a los violentos cambios de humor. No dormía bien por las noches. Era incapaz de mostrar placer en las fiestas y rechazaba cualquier comida que no fuese la más sencilla. Llevaba permanentemente un brazalete de tela en el brazo izquierdo que ocultaba los borrosos números tatuados en la piel. Se refería a ellos como la marca de la debilidad judía, su emblema de la vergüenza judía.
Gabriel se había dedicado a la pintura para estar cerca de ella. Su madre no tardó en considerar que era una intromisión en su mundo privado; luego, cuando su talento maduró y comenzó a desafiar al suyo, se mostró resentida. Gabriel la empujaba a superarse. Su sufrimiento, tan visible en su vida, lo expresaba en su obra. Gabriel se obsesionó con las terribles imágenes que plasmaba en las telas. Comenzó a buscar su origen.
En la escuela le habían mencionado un lugar llamado Birkenau. Le preguntó a su madre por qué llevaba un brazalete en el brazo izquierdo, camisas de manga larga incluso cuando hacía un calor abrasador en el valle de Jezreel. Le había preguntado qué le había pasado durante la guerra, qué les había pasado a sus abuelos. Al principio ella se había negado, pero finalmente, ante la continua avalancha de preguntas, acabó por ceder. Su relato había sido breve y contra su voluntad. Gabriel, incluso en la adolescencia, había advertido que lo eludía, que arrastraba algo más que un simple sentimiento de culpa. Sí, ella había estado en Birkenau. Habían asesinado a sus padres el mismo día de la llegada. Había trabajado. Había sobrevivido. Eso era todo. Gabriel, ansioso por conocer más detalles de la experiencia de su madre, comenzó a inventarse todo tipo de escenarios para justificar su supervivencia. Él también comenzó a sentirse avergonzado y culpable. La aflicción de su madre, como una enfermedad hereditaria, había pasado a la siguiente generación.
Nunca más volvieron a hablar del tema. Era como si se hubiese cerrado una puerta de acero, como si nunca se hubiese producido el Holocausto. Su madre comenzó a tener largos episodios de depresión y se quedaba en cama durante muchos días. Cuando finalmente se levantaba, se encerraba en su estudio y comenzaba a pintar. Trabajaba día y noche. En una ocasión Gabriella había espiado por la puerta entreabierta y la había visto tumbada en el suelo, con las manos sucias de pintura, temblando delante de una tela. Aquella tela era el motivo de su viaje a Safed para ver a Tziona.
El sol se había puesto. En la terraza hacía frío. Tziona se echó un chal sobre los hombros y le preguntó a Gabriel cuándo pensaba regresar a su patria. Gabriel murmuró algo sobre la necesidad de trabajar, como los amigos de Tziona que habían emigrado a Estados Unidos.
– ¿Para quién trabajas ahora?
Gabriel esquivó la respuesta.
– Restauro las pinturas de los viejos maestros. Necesito estar donde están las obras. En Venecia.
– Venecia -exclamó Tziona despectivamente-. Venecia es un museo. -Levantó la copa de vino para señalar el mar de Galilea-. Ésta es la vida real. Esto es arte. Olvídate de la restauración. Tendrías que dedicar todo tu tiempo y energía a tu propio trabajo.
– Mi propio trabajo no existe. Eso es algo que desapareció hace mucho tiempo. Soy uno de los mejores restauradores de arte en el mundo. A mí ya me basta.
Tziona levantó las manos y los brazaletes repicaron como el carillón de una iglesia.
– Es mentira y tú eres un mentiroso. Eres un artista, Gabriel. Ven a Safed y encuentra tu arte. Encuéntrate a ti mismo.
Sus acicates comenzaban a incomodarlo. Le hubiese dicho que ahora había una mujer, pero eso hubiese significado abrir un nuevo frente que Gabriel quería evitar. Dejó que reinara el silencio entre ellos y volvió a escucharse el tranquilizador sonido de las oraciones.
– ¿Qué estás haciendo en Safed? -acabó por preguntarle Tziona-. Sé que no has hecho todo el camino hasta aquí para escuchar una monserga de tu doda.
Gabriel le preguntó si todavía guardaba las pinturas y los bocetos de su madre.
– Por supuesto, Gabriel. Los he guardado todos estos años, a la espera de que algún día te decidas a reclamarlos.
– Aún no estoy preparado para quitártelos. Sólo necesito verlos.
Tziona acercó la lámpara al rostro de su visitante.
– Me estás ocultando algo, Gabriel. Soy la única persona en el mundo que sabe cuándo ocultas un secreto. Siempre ha sido así, sobre todo cuando eras un chiquillo.
Gabriel se sirvió otra copa de vino y le habló a Tziona de Viena.
Tziona abrió la puerta del trastero y tiró del cordón de la lámpara para encender la bombilla. El trastero estaba lleno de telas y bocetos. Gabriel comenzó a buscar entre las obras. Había olvidado el gran talento de su madre. Vio la influencia de Beckmann, Picasso, Egon Schiele y, por supuesto, su padre, Viktor Frankel. Incluso había variaciones sobre temas que Gabriel había estado explorando en sus propios trabajos en aquel momento. Su madre los había desarrollado, o, en algunos casos, los había destrozado. Había poseído un extraordinario talento.
La mujer lo apartó para sacar un paquete de telas y dos carpetas de gran tamaño llenas de bocetos. Gabriel se puso en cuclillas en el suelo de piedra y comenzó a mirar las obras mientras Tziona miraba por encima de su hombro.
Eran pinturas de los campos. Niños y niñas apiñados en los catres. Mujeres que manejaban máquinas en las fábricas. Cuerpos apilados como leña, a la espera de ser arrojados al fuego. Una familia abrasada mientras los rodeaba una nube de gas.
La última tela mostraba una única figura, un oficial de las SS vestido de negro de pies a cabeza. Era la pintura que había visto aquel día en el estudio de su madre. Las otras obras eran oscuras y abstractas; en cambio, en ésa había buscado la luz y el realismo. Gabriel se maravilló ante la impecable técnica y la energía de las pinceladas antes de que su mirada se fijara finalmente en el rostro del sujeto. Era el de Erich Radek.
Tziona le preparó una cama en el sofá del salón y le habló del midrash del vaso roto.
– Antes de que Dios creara el mundo, había un único Dios.
Cuando Dios decidió crear el mundo, Dios se apartó para crear un espacio para el mundo. En ese espacio se formó el universo. Pero entonces, en ese espacio, no había Dios. Así que Dios creó las chispas divinas, la luz, para colocarla en la creación de Dios. Cuando creó la luz y colocó la luz dentro de la creación, se prepararon unos vasos especiales para contenerla. Pero ocurrió un accidente. Un accidente cósmico. Los vasos se rompieron. El universo se llenó con chispas de la luz divina y trozos de los vasos rotos.
– Es un cuento precioso -dijo Gabriel, mientras ayudaba a Tziona a remeter la sábana bajo los cojines del sofá-. Pero ¿qué tiene que ver con mi madre?
– Este midrash nos enseña que hasta que no se reúnan todas las chispas de la luz de Dios, la tarea de la creación no estará acabada. Como judíos, es nuestro solemne deber. Lo llamamos Tikkun Olam, reparar el mundo.
– Puedo reparar muchas cosas, Tziona, pero me temo que el mundo es una tela demasiado grande y con demasiados daños.
– Entonces empieza por lo pequeño.
– ¿Cómo?
– Recoge las chispas de tu madre, Gabriel. Castiga al hombre que rompió su vaso.
A la mañana siguiente, Gabriel salió del apartamento de Tziona sin despertarla y bajó silenciosamente la escalera de piedra alumbrada por la luz gris del alba, con el retrato de Radek bajo el brazo. Un judío ortodoxo, de camino a la oración de la mañana, lo tomó por un loco y agitó el puño furiosamente. Gabriel guardó la pintura en el maletero del coche y abandonó Safed. Un amanecer del color de la sangre iluminaba las cumbres. Abajo, el mar de Galilea se incendió.
Se detuvo a desayunar en Afula y dejó un mensaje en el contestador de Moshe Rivlin, para avisarlo de que regresaba a Yad Vashem. Era media mañana cuando llegó. Rivlin lo estaba esperando. Gabriel le mostró la tela.
– ¿Quién lo pintó?
– Mi madre.
– ¿Cómo se llamaba?
– Irene Allon, pero su apellido de soltera era Frankel.
– ¿Dónde estuvo?
– En el campo de mujeres en Birkenau, desde enero de 1943 hasta el final.
– ¿Hasta la Marcha de la Muerte?
Gabriel asintió. Rivlin lo cogió del brazo.
– Venga conmigo.
Rivlin lo hizo sentar a una de las mesas en la sala de lectura de los archivos y después se sentó delante de un ordenador. Escribió «Irene Allon» en el buscador de la base de datos y repiqueteó con sus dedos rechonchos en el borde del teclado mientras esperaba la respuesta. Al cabo de unos pocos segundos, escribió cinco números en un trozo de papel y sin decide ni una palabra a Gabriel desapareció por la puerta que comunicaba con la sala donde se guardaban los archivos. Regresó veinte minutos más tarde y dejó un documento sobre la mesa. En la portada, debajo de la cubierta de plástico, estaban escritas las palabras Archivos de yad vashem en hebreo e inglés, junto con un número de catálogo: 03/812. Gabriel levantó la tapa con mucho cuidado y buscó la primera página. Sintió un frío súbito al ver el encabezamiento: El testimonio de Irene Allon, hecho el 19 de marzo de 1957. Rivlin apoyó una mano en el hombro de Gabriel por un instante y luego abandonó la sala. Gabriel titubeó un segundo y comenzó a leer.
No hablaré de todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos. No hablaré de la indescriptible crueldad que soportamos a manos de la llamada raza superior, ni tampoco de las cosas que algunos de nosotros hicimos sólo para sobrevivir un día más. Sólo aquellos que lo vivieron pueden comprender cómo fue de verdad, y no quiero volver a humillar a los muertos. Sólo le diré las cosas que hice, y las que me hicieron. Pasé dos años en Auschwitz-Birkenau, dos años completos, dos años hasta casi la última hora. Mi nombre es Irene Allon. Mi nombre de soltera es Irene Frankel. Esto es lo que presencié en enero de 1945, en la Marcha de la Muerte desde Birkenau.
Para comprender el espanto de la Marcha de la Muerte, primero debe saber algo de lo que ocurrió antes. Ha escuchado el relato de los otros. El mío no es muy diferente. Como todos los demás, llegamos en tren. El nuestro salió de Berlín en plena noche. Nos dijeron que nos llevarían a trabajar al este. Los creímos. Nos dijeron que viajaríamos en vagones con asiento. Nos aseguraron que nos darían agua y comida. Los creímos. Mi padre, el pintor Viktor Frankel, guardó en su equipaje un bloc de dibujo y varios lápices. Lo habían destituido de su cargo de profesor y su trabajo había recibido de los nazis la calificación de «degenerado». Habían quemado la mayoría de sus cuadros. Confiaba en que los nazis le permitirían reanudar su trabajo en el este.
Por supuesto, no viajamos en un vagón con asientos, ni nos dieron comida y agua. No recuerdo exactamente cuánto duró el viaje. Perdí la cuenta de las veces que vi salir y ponerse el sol, de las veces que entrábamos y salíamos de la oscuridad. No había un lavabo, sólo un cubo, un cubo para sesenta personas. Ya puede imaginarse las condiciones que soportábamos. Ya puede imaginarse el hedor insoportable. Ya puede imaginarse a las cosas que recurrimos algunos de nosotros cuando la sed nos llevó al borde de la locura. Al segundo día, murió una anciana que estaba de pie a mi lado. Le cerré los ojos y recé por ella. Miraba a mi madre, Hannah Frankel, y creía que ella también moriría. Casi la mitad de los ocupantes de nuestro vagón había muerto cuando el tren se detuvo finalmente con un gran estrépito de los frenos. Algunos rezaban. Otros llegaron a dar gracias a Dios porque se hubiera acabado el viaje.
Durante diez años habíamos vivido bajo la bota de Hitler. Habíamos sufrido las leyes de Nuremberg. Habíamos vivido la pesadilla de la Noche de los Cristales Rotos. Habíamos visto arder nuestras sinagogas. Incluso así, no estaba preparada para la visión que me recibió cuando descorrieron los cerrojos y abrieron las puertas. Vi una chimenea de ladrillos muy alta, de la que salía una espesa columna de humo. Al pie de la chimenea había un edificio que resplandecía con las feroces llamaradas. Había un olor terrible en el aire. No sabíamos qué era. Todavía permanece en mi nariz. Había un cartel en el andén. Auschwitz. Entonces comprendí que había llegado al infierno.
«”Juden, Raus, Raus!”» Un hombre de las SS me azota en el muslo. «Sal del vagón, judía.» Salto al andén cubierto de nieve. Mis piernas, débiles después de tantos días de estar de pie, no me sostienen. El oficial me azota de nuevo, esta vez en los hombros. Nunca había sentido tanto dolor. Me levanto. No sé cómo, consigo no gritar. Intento ayudar a mi madre a bajar del vagón. El hombre de las SS me aparta. Mi padre salta del vagón y se cae. Mi madre también. Lo mismo que a mí, los azotan hasta que se levantan.
Unos hombres vestidos con pijamas a rayas suben al tren y comienzan a arrojar nuestros equipajes al andén. Me pregunto: «¿Quiénes son estos locos que intentan robarnos las escasas pertenencias que nos han permitido traer?» Parecen seres sacados de un manicomio: las cabezas rapadas, los rostros demacrados, los dientes podridos. Mi padre se vuelve hacia un oficial de las SS y le dice: «Mire, esos hombres se están llevando nuestras cosas. ¡Deténgalos!» El oficial le responde tranquilamente que no nos están robando el equipaje, que lo descargan para clasificarlo. Nos lo enviarán en cuanto nos den nuestros alojamientos. Mi padre le da las gracias.
Nos separan a golpes de porra y latigazos. Las mujeres a un lado y los hombres al otro. Nos ordenan que formemos filas de cinco. Entonces no lo sabía, pero pasaré la mayor parte de los próximos dos años formada o marchando en filas de cinco. Me las arreglo para ponerme junto a mi madre. Intento cogerle la mano. Un hombre de las SS me golpea con la porra en un brazo, y se la suelto. Oigo música. En alguna parte, una orquesta de cámara interpreta a Schubert.
En la cabecera de la fila hay una mesa y unos cuantos oficiales de las SS. Hay uno en particular que destaca. Tiene el pelo negro y su tez es del color del alabastro. En su rostro agraciado brilla una sonrisa amable. Su uniforme es impecable y sus botas de montar relucen con las fuertes luces del andén. Lleva guantes de cabritilla blancos e inmaculados. Silba «El Danubio azul». Todavía hoy, soy incapaz de escucharlo. Más tarde, sabré su nombre. Se llama Mengele, el médico jefe de Auschwitz. Es Mengele quien decide quién está en condiciones de trabajar y quién irá inmediatamente a las cámaras de gas. Derecha e izquierda, vida o muerte.
Mi padre se adelanta. Mengele, sin interrumpir el silbido, lo mira y después le dice amablemente:
– A la izquierda, por favor.
– Me aseguraron que iría a un alojamiento para familias -responde mi padre-. ¿Me acompañará mi esposa?
– ¿Es eso lo que desea?
– Sí, por supuesto.
– ¿Cuál es su esposa?
Mi padre señala a mi madre. Mengele la llama.
– Usted, salga de la fila y vaya con su marido a la izquierda. Dese prisa, por favor, no tenemos toda la noche.
Miro a mis padres, que van a la izquierda para unirse a los demás. Los viejos y los niños son los que van a la izquierda. A los jóvenes y sanos los envían a la derecha. Me adelanto para hablar con ese atractivo hombre con el uniforme impoluto. Me mira de la cabeza a los pies, parece complacido y, sin decir palabra, me señala la derecha.
– Mis padres han ido a la izquierda.
El Diablo sonríe. Hay un espacio entre los incisivos.
– No tardará en reunirse con ellos, se lo aseguro, pero por ahora, será mejor que vaya a la derecha.
Parece tan bondadoso, tan agradable. Le creo. Voy a la derecha. Miro de reojo para ver a mis padres, pero ya han desaparecido en la masa de cuerpos sucios y agotados que caminan en silencio hacia las cámaras de gas en ordenadas filas de cinco.
No puedo contarle todo lo que ocurrió durante los dos años siguientes. Algunas cosas no las recuerdo. Otras prefiero no recordarlas. Había un ritmo despiadado en Birkenau, una monótona crueldad que se regía por un programa que se cumplía a rajatabla. La muerte era constante. Incluso la muerte llega a ser monótona.
Nos afeitan, no sólo las cabezas, sino por todas partes, los brazos, las piernas, incluso el vello púbico. No parece importarles que las tijeras nos corten la piel. No parecen oír nuestros gritos. Nos asignan un número y nos lo tatúan en el brazo izquierdo, por debajo del codo. Dejo de ser Irene Frankel. Ahora soy una herramienta del Reich y mi nuevo nombre es 29395. Nos rocían con desinfectante, nos dan uniformes de presos hechos de una lana áspera. El mío huele a sangre y sudor. Intento no respirar profundamente. Nuestros «zapatos» son trozos de madera con correas de cuero. No podemos caminar con ellos. ¿Quién podría? Nos dan un tazón y nos ordenan que siempre lo llevemos con nosotros. Nos dicen que si lo perdemos nos fusilarán en el acto. Los creemos.
Nos llevan a un barracón donde nadie alojaría ni a los animales. Las mujeres que nos esperan han dejado de parecer humanas. Están famélicas, tienen la mirada perdida, sus movimientos son lentos y penosos. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que tenga su mismo aspecto. Una de aquellas pobres desgraciadas me señala un camastro vacío. Cinco chicas se apiñan en lo que parece un estante de madera con un jergón de paja lleno de piojos. Nos presentamos. Dos son hermanas, Roza y Regina. Las otras dos se llaman Lene y Rachel. Todas somos alemanas. Todas hemos perdido a nuestros padres en la selección. Aquella noche formamos una nueva familia. Nos cogemos de las manos y rezamos. Ninguna de nosotras duerme.
Nos despiertan a las cuatro de la mañana. Durante los próximos dos años me despertaré todos los días a las cuatro de la mañana, excepto aquellas noches en que pasan revista y nos hacen permanecer en posición de firmes durante horas en los patios helados. Nos dividen en «Kommandos» y nos envían a trabajar. La mayoría de las veces, vamos a los campos cercanos para cerner y cargar arena para la construcción o trabajamos en proyectos agrícolas. También construimos carreteras o cargamos piedras de un lugar a otro. No hay ni un solo día en que no me peguen: un golpe de porra, un latigazo en la espalda, un puntapié en las costillas. La falta cometida puede ser el haber pasado demasiado tiempo apoyada en el mango de la pala o haber dejado caer una piedra. Los dos inviernos son terriblemente fríos. No nos dan prendas de abrigo para protegernos de las bajísimas temperaturas, ni siquiera cuando trabajamos al aire libre. Los veranos son ardientes. Todas contraemos la malaria. Los mosquitos no discriminan entre los amos alemanes y los esclavos judíos. Incluso Mengele contrae la malaria.
No nos dan comida suficiente para sobrevivir, sólo lo justo para que vayamos muriendo poco a poco de hambre, sin dejar de servir al Reich. Desaparece mi período y después los pechos. No tardo mucho en tener el mismo aspecto de aquellos seres semihumanos que había visto en mi primer día en Birkenau. El desayuno es un tazón de agua gris que ellos llaman «té». La comida es una sopa rancia, que comemos en el lugar donde estamos trabajando. Algunas veces, puede haber un trocito de carne. Algunas de las chicas no quieren comerlo porque no es «kosher». No observo las leyes referidas a los alimentos mientras estoy en Auschwitz-Birkenau. No hay Dios en los campos de exterminio, y odio a Dios por habernos abandonado a nuestro destino. Si hay carne en mi tazón, me la como. La cena consiste en un trozo de pan. Más que de harina está hecho de serrín. Aprendemos a comernos la mitad a la noche y guardar el resto para la mañana y así tener algo en el estómago antes de ir a trabajar a los campos. Si te desplomas mientras trabajas, te dan una paliza. Si no puedes levantarte, te cargan en un carretón y te llevan a la cámara de gas.
Así es nuestra vida en el campamento de mujeres de Birkenau. Nos despertamos. Sacamos a las muertas de los camastros, las afortunadas que han muerto pacíficamente mientras dormían. Bebemos nuestro té gris. Salimos al patio para que pasen lista. Marchamos al trabajo en ordenadas filas de cinco. Comemos nuestra comida. Nos golpean. Regresamos al campamento. Nos pasan lista. Comemos nuestro pan, dormimos y esperamos a que todo comience de nuevo. Nos hacen trabajar los sábados. Los domingos, su día sagrado, no trabajamos. Cada tres domingos, nos afeitan. Todo de acuerdo con el programa. Todo excepto las selecciones.
Aprendemos a preverlas. Como los animales, nuestros instintos de supervivencia están muy afinados. La población del campo es la señal de advertencia más fiable. Si el campo está muy lleno, habrá una selección. Nunca hay una advertencia previa. Después de pasar lista, nos ordenan que formemos en la Lagerstrasse, a la espera de que llegue nuestro turno de aparecer delante de Mengele y sus seleccionadores, a esperar nuestra oportunidad de demostrar que aún somos capaces de trabajar, que merecemos seguir viviendo.
La selección tarda un día entero. No nos dan comida ni nada de beber. Algunas ni siquiera llegan a la mesa donde Mengele hace de dios. Son «seleccionadas» mucho antes por los sádicos de las SS. Una bestia llamada Taube se divierte obligándonos a hacer «ejercicios» mientras esperamos para demostrar a los seleccionadores nuestro buen estado físico. Nos ordena que hagamos flexiones y después que hundamos los rostros en el fango y que no nos movamos. Taube tiene un castigo especial para cualquier muchacha que se mueva. Pone los pies sobre la cabeza de la víctima y le aplasta el cráneo.
Finalmente, nos encontramos delante de nuestro juez. Nos mira de pies a cabeza, toma nota de nuestro número. «Abre la boca, judía.» Levanta los brazos. Intentamos mantenernos sanas en esta pocilga. Pero es imposible. Una garganta irritada puede significar que vayas a las cámaras de gas. Las pomadas y los ungüentos valen demasiado para desperdiciarlos con los judíos, así que un corte en la mano puede ser motivo de que te manden a la muerte la próxima vez que Mengele esté reduciendo la población.
Si pasamos la inspección visual, nuestro juez nos somete a una última prueba. Señala una zanja y dice: «Salta, judía.» Estoy delante de la zanja y apelo a mis últimas fuerzas. Si llego al otro lado viviré, al menos hasta la próxima criba. Si caigo, me cargarán en un carretón y me llevarán a las cámaras de gas. La primera vez que paso por esta locura, pienso: «soy una judía alemana de buena familia nacida en Berlín. Mi padre era un pintor famoso. ¿Por qué salto esta zanja?» Después, sólo pienso en llegar al otro lado y caer de pie.
Roza es la primera de mi nueva familia en ser seleccionada. Tiene la mala fortuna de estar sufriendo un fuerte ataque de malaria en el momento de una gran selección, y no hay manera de ocultarlo al ojo experto de Mengele. Regina le suplica al Diablo que la escoja a ella también para que su hermana no muera sola en la cámara de gas. Mengele sonríe y veo la separación entre los dientes. «No tardarás en seguirla, pero todavía puedes trabajar un poco más. Ve a la derecha.» Es la única vez en mi vida que me alegro de no tener una hermana.
Regina deja de comer. No parece darse cuenta de las palizas cuando no trabaja. Ya está del otro lado. Ya está muerta. En la siguiente gran selección, espera pacientemente en la interminable cola. Soporta los «ejercicios» de Taube y mantiene el rostro hundido en el fango para que él no le aplaste el cráneo. Cuando por fin llega a la mesa de los seleccionadores, se lanza sobre Mengele e intenta apuñalarlo en un ojo con el mango de su cuchara. Uno de los SS le dispara en el estómago.
Mengele está muy asustado. «¡No malgasten el gas! ¡Arrójenla al fuego viva! ¡Al horno con ella!»
Cargan a Regina en una carretilla. Miramos cómo se la llevan y rezamos para que muera antes de llegar al crematorio.
En el otoño de 1944 comenzamos a oír los cañones rusos. En septiembre suenan por primera vez las alarmas antiaéreas del campo. Vuelven a sonar tres semanas más tarde, y las baterías antiaéreas efectúan sus primeros disparos. Aquel mismo día, el «Sonnderkommando» del crematorio IV se amotina. Atacan a los guardias de las SS con picos y martillos, y consiguen incendiar sus barracones y el crematorio antes de que los ametralIen a todos. Una semana más tarde caen bombas en el campo. Nuestros amos comienzan a mostrar signos de tensión. Ya no parecen invencibles. Algunas veces incluso parecen un poco asustados. Esto nos da cierto placer y un mínimo de esperanza. Dejan de utilizar las cámaras de gas. Todavía nos matan, pero tienen que hacerlo ellos mismos. A los condenados los fusilan en las cámaras o cerca del crematorio V. Muy pronto comienzan a desmantelar los crematorios. Nuestras esperanzas de supervivencia aumentan.
La situación se deteriora durante el otoño y el invierno. Escasea la comida. Cada día, son muchas las mujeres que mueren de hambre y cansancio. El tifus causa estragos. En diciembre, las bombas aliadas caen sobre la fábrica de combustible y caucho sintético. Unos pocos días más tarde, los aliados atacan de nuevo, y esta vez varias bombas alcanzan el barracón donde funciona la enfermería de las SS, dentro de Birkenau. Mueren cinco oficiales. Los guardias se muestran más irritables, imprevisibles. Los evito. Intento hacerme invisible.
Llega el Año Nuevo. Estamos en 1945. Nos damos cuenta de que Auschwitz se muere. Rezamos para que sea pronto. Discutimos qué hacer. ¿Debemos esperar a que los rusos nos liberen? ¿Debemos intentar fugarnos? Si conseguimos cruzar las alambradas, ¿adónde iremos? Los campesinos polacos nos odian tanto como los alemanes. Esperamos. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
A mediados de enero, huelo a humo. Miro a través de la puerta del barracón. Hay hogueras en todos los campos. El olor es diferente. Por primera vez, no están quemando cadáveres. Están quemando papeles. Están quemando las pruebas de sus crímenes. La ceniza vuela y se deposita sobre Birkenau como la nieve. Sonrío por primera vez en dos años.
Mengele se marcha el 17 de enero. El final está cerca. Poco después de medianoche, nos hicieron salir de los barracones. Nos dijeron que evacuaban todo el campo de Auschwitz. El Reich todavía necesitaba nuestros cuerpos. Los sanos caminarían. Los enfermos se quedarían, librados a su suerte. Formamos en filas de cinco y emprendimos la marcha.
A la una de la mañana crucé las puertas del infierno por última vez, dos años desde el día de mi llegada, dos años hora más o menos. Todavía no soy libre. Aún debo pasar una prueba más.
La nevada es copiosa e implacable. A lo lejos se oía el tronar de la artillería. Caminamos, una aparentemente interminable columna de seres que poco tienen de humanos, vestidos con harapos y calzados con zuecos. Los disparos son tan incesantes como la nevada. Intentamos contar los disparos. Cien… doscientos… trescientos… cuatrocientos… quinientos… Dejamos de contar. Cada disparo representa otra vida extinguida, otro asesinato. Éramos varios miles cuando salimos. Me temo que estaremos todos muertos antes de llegar a nuestro destino.
Lene camina a mi izquierda, Rachel a mi derecha. Caminamos con muchas precauciones para no caernos. A los que caen los matan y los arrojan a la cuneta. No nos atrevemos a salirnos de la formación y retrasarnos. A los que lo hacen, también los matan. La carretera está sembrada de cadáveres. Pasamos por encima de ellos y rezamos para no caer. Comemos nieve para mitigar la sed. Una mujer se apiada de nosotras y nos arroja patatas hervidas. Matan a todas aquellas que cometen la estupidez de recogerlas.
Dormimos en graneros o barracones abandonados. Matan a todos aquellos que no se levantan de inmediato cuando los despiertan. El hambre me provoca una sensación como si tuviera un agujero en el estómago. Es mucho peor que el hambre en Birkenau. No sé cómo, pero saco fuerzas para seguir poniendo un pie delante del otro. Sí, quiero vivir, pero también es un desafío. Quieren que caiga para matarme. Quiero ser testigo de la destrucción de su Reich de los mil años. Quiero regocijarme con su muerte, de la misma manera que los alemanes se regocijan con las nuestras. Pienso en Regina, durante la selección, cuando se lanzó sobre Mengele, dispuesta a matarlo con su cuchara. El coraje de Regina me da fuerzas. Cada paso es una rebelión.
Al anochecer del tercer día, él se me acerca. Monta un caballo. Estamos sentadas en la nieve a un costado de la carretera. Descansamos. Lene se apoya en mí. Tiene los ojos cerrados. Creo que está a punto de morir. Rachel intenta meterle un poco de nieve en la boca para reanimarla. Rachel es la más fuerte de las dos. Prácticamente ha cargado con Lene casi toda la tarde.
Me mira. Es un «Sturmbannführer» de las SS. Después de doce años de vivir sometida a los nazis, he aprendido a reconocer sus insignias. Intento hacerme invisible. Vuelvo la cabeza y me ocupo de Lene. Él tira de las riendas de su caballo y maniobra para situarse en una posición que le permita verme mejor. Me pregunto qué ve en mí. Sí, una vez fui una muchacha bonita, pero ahora soy horrible, un esqueleto sucio, enfermo y agotado. No soporto mi propio olor. Sé que si hablo con él, acabará mal. Apoyo la cabeza en las rodillas y finjo. Él es listo y no se deja engañar.
– Eh, tú.
Levanto la cabeza. El jinete me señala.
– Sí, tú. Levántate. Ven conmigo.
Me levanto. Estoy muerta. Lo sé. También lo sabe Rachel. Lo veo en sus ojos. Ya no le quedan lágrimas.
– Recuérdame -susurro mientras sigo al jinete entre los árboles.
Afortunadamente, no me hace caminar mucho, sólo hasta un lugar a unos pocos metros de la carretera, donde hay un árbol caído. Desmonta y ata al caballo. Se sienta en el tronco y me ordena que me siente a su lado. Vacilo. Ningún hombre de las SS me ha pedido nunca algo así. Palmea el tronco. Me siento, pero un par de palmos más allá del lugar señalado. Tengo miedo, pero también me siento humillada por mi olor. Él se me arrima. Apesta a alcohol. Se ha acabado. Es sólo cuestión de tiempo.
Mantengo la mirada fija al frente. Se quita los guantes, me toca el rostro. En los dos años pasados en Birkenau, ningún hombre de las SS me ha tocado. ¿Por qué este hombre, un «Sturmbannführer», me toca ahora? He soportado muchos tormentos, pero éste es con mucho el peor. No lo miro. La carne me quema.
– Es una pena -dice-. Eras muy hermosa, ¿verdad?
No se me ocurre ninguna respuesta. Los dos años en Birkenau me han enseñado que en situaciones como ésta, nunca hay una respuesta correcta. Si respondo que sí, me acusará de ser una judía arrogante y me matará. Si respondo que no, me matará por mentirle.
– Compartiré un secreto contigo. Siempre me han atraído las judías. Si quieres saber mi opinión, tendríamos que haber matado a los hombres y utilizado a las mujeres para nuestro disfrute. ¿Tienes hijos?
Pienso en todos los niños que he visto entrar en las cámaras de gas de Birkenau. Me aprieta las mejillas entre el pulgar y el índice para exigirme una respuesta. Cierro los ojos e intento no llorar. Repite la pregunta. Sacudo la cabeza, y él me suelta.
– Si consigues sobrevivir las próximas horas, quizá algún día tendrás un hijo. ¿Le contarás a tu hijo lo que te sucedió durante la guerra, o te dará demasiada vergüenza?
¿Un hijo? ¿Cómo alguien en mi situación puede pensar en dar luz a un hijo? He dedicado los últimos dos años exclusivamente a sobrevivir. Un hijo es algo que está más allá de mi comprensión.
– ¡Responde, judía!
Repentinamente su voz es áspera. Creo que la situación está a punto de descontrolarse. De nuevo me sujeta el rostro y me lo vuelve hacia el suyo. Intento desviar la mirada, pero me agarra, y no puedo hacer otra cosa que mirarlo a los ojos. No me quedan fuerzas para resistir. Su rostro se graba inmediatamente en mi memoria. También el sonido de su voz y su alemán con acento austriaco. Todavía lo oigo.
– ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra? ¿Qué quiere escuchar? ¿Qué quiere que diga? Me aprieta el rostro con fuerza.
– ¡Habla, judía! ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra?
– La verdad, Herr «Sturmhannführer». A mi hijo le diré la verdad.
No sé de dónde salen esas palabras. Sólo sé que si vaya morir, lo haré con un mínimo de dignidad. Pienso otra vez en Regina que se lanza sobre Mengele armada con una cuchara.
Afloja los dedos. Parece haber pasado la primera crisis. Exhala un fuerte suspiro, como si estuviese agotado tras su larga jornada de trabajo, luego saca una petaca del bolsillo del abrigo y bebe un buen trago. Afortunadamente, no me ofrece. Guarda la petaca y enciende un cigarrillo. No me ofrece. Me está diciendo que tiene tabaco y alcohol, y que yo no tengo nada.
– ¿La verdad? ¿Cuál es la verdad según tú, judía?
– Birkenau es la verdad, Herr «Sturmhannführer».
– No, querida. Birkenau no es la verdad. Birkenau es un rumor. Birkenau es una invención de los enemigos del Reich y la cristiandad. Es propaganda atea, estalinista.
– ¿Qué pasa con las cámaras de gas? ¿Los crematorios?
– Esas cosas no existieron en Birkenau.
– Yo las vi, Herr «Sturmbannführer». Todos las vimos.
– Nadie lo creerá. Nadie creerá que es posible matar a tantos. ¿Miles? Sin duda la muerte de miles es posible. Después de todo, esto fue una guerra. ¿Cientos de miles? Quizá. ¿Pero millones? -Chupa con fuerza el cigarrillo-. Si quieres saber la verdad, lo vi con mis propios ojos y no me lo creo.
Se oye un disparo en el bosque, luego otro. Otras dos muchachas muertas. El «Sturmbannführer» bebe otro largo trago. ¿Por qué bebe? ¿Intenta entrar en calor o se está preparando para matarme?
– Voy a decirte lo que dirás sobre la guerra. Dirás que fuiste transferida al este. Que tenías trabajo, comida abundante y una adecuada atención médica. Que te trataron bien y humanamente.
– Si esa es la verdad, Herr «Sturmbannführer», ¿por qué soy un esqueleto?
No tiene otra respuesta excepto la de desenfundar la pistola y apoyar el cañón en mi sien.
– Repite, judía. Te trasladaron al este. Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son mentiras de los judíos y los bolcheviques. Repítelo, judía.
Sé que no hay manera de escapar viva de esa situación. Incluso si repito las palabras, estoy muerta. No las diré. No le daré esa satisfacción. Cierro los ojos y espero que la bala abra un túnel en mi cerebro y me libere de mi tormento.
Baja el arma y grita una orden. Otro SS aparece a la carrera. El «Sturmbannführer» le ordena que me vigile. Se aleja entre los árboles, en dirección a la carretera. Cuando regresa, lo acompañan dos mujeres. Una es Rachel. La otra es Lene. Le ordena al guardia que se marche, luego apoya la pistola en la frente de Lene. Ella me mira directamente a los ojos. Su vida está en mis manos.
– ¡Repite las palabras, judía! Tenías comida abundante y una adecuada atención médica. Las cámaras de gas y los crematorios son invenciones judeo-bolcheviques.
No puedo dejar que mate a Lene por mi silencio. Abro la boca, pero antes de que pueda repetir las palabras, Rachel grita:
– ¡No las digas, Irene! Nos matará de todas maneras. No le des el gusto.
El «Sturmbannführer» aparta el arma de la cabeza de Lene y la apoya en la de Rachel.
– Dilas tú, puta judía.
Rachel lo mira directamente a los ojos y permanece en silencio.
El «Sturmbannführer» aprieta el gatillo y Rachel cae muerta en la nieve. Ahora apunta a la cabeza de Lene y de nuevo me ordena que hable. Lene sacude lentamente la cabeza. Nos decimos adiós con la mirada. Otro disparo, y Lene cae junto a Rachel.
Es mi turno de morir.
El «Sturmbannführer» me apunta con la pistola. Desde la carretera llegan los gritos. «Raus! Raus!» Los SS están obligando a las mujeres a que se levanten. Sé que mi caminata ha llegado a su fin. Sé que no saldré de este lugar con vida. Aquí es donde caeré, junto a una carretera polaca, y aquí me enterrarán, sin una «mazevoth» que marque mi tumba.
– ¿Qué le contarás a tu hijo de la guerra, judía?
– La verdad, Herr «Sturmbannführer», le contaré la verdad.
– Nadie te creerá. -Enfunda la pistola-. Tu columna se marcha. Tienes que unirte a ella. Ya sabes lo que les pasa a los que se quedan atrás.
Monta en su caballo y tira de las riendas. Yo me desplomo en la nieve junto a los cuerpos de mis dos amigas. Rezo por ellas y suplico su perdón. Pasa el final de la columna. Salgo de entre los árboles y ocupo mi lugar. Caminamos durante toda la noche, en filas de cinco. Lloro lágrimas de hielo.
Cinco días después de abandonar Birkenau, llegamos a una estación ferroviaria en un pueblo de Silesia llamado Wodzislaw. Nos amontonan como ganado en vagones y viajamos toda la noche, expuestas al terrible clima de enero. Los alemanes ya no necesitan gastar sus preciosas municiones con nosotras. El frío mata a la mitad de las muchachas de mi vagón.
Llegamos al nuevo campo, Ravensbrück, pero no hay bastante comida para los nuevos prisioneros. Al cabo de unos pocos días, nos trasladan de nuevo a unas cuantas, esta vez en camiones. Acabo mi odisea en un campo en Neustadt Glewe. EI 2 de mayo de 1945, al despertar, descubrimos que nuestros torturadores de las SS han huido del campo. Horas más tarde, aparecen los soldados norteamericanos y rusos, que nos liberan.
Han sido doce años. No ha pasado ni un solo día sin que no haya visto los rostros de Rachel y Lene, y la cara del hombre que las asesinó. Las muertes de mis compañeras es una pesada carga en mi conciencia. Si hubiese repetido las palabras del «Sturmbannführer», quizá hubiesen sobrevivido y yo estaría sepultada en una tumba junto a una carretera polaca, otra víctima anónima más. En el aniversario de sus asesinatos, rezó el Kaddish por ellas. Lo hago por hábito y no por fe. Perdí la fe en Dios en Birkenau.
Me llamo Irene Allon. Mi nombre de soltera era Irene Frankel. En el campo era la prisionera número 29395, y esto es lo que vi en enero de 1945, en la Marcha de la Muerte desde Birkenau.
Era sábado. Shamron invitó a Gabriel a cenar a su casa, en Tiberias. Mientras Gabriel conducía lentamente por el empinado camino de acceso, miró hacia la terraza de Shamron y vio que las llamas de las lámparas de gas bailaban con el viento que soplaba del lago y después vio a Shamron, el eterno centinela, que caminaba lentamente entre las llamas. Gilah, antes de servirles la cena, encendió un par de velas en el comedor y bendijo la mesa. Gabriel había crecido en una familia sin creencias religiosas, pero en aquel momento le pareció que la visión de la esposa de Shamron, con los ojos cerrados y la vela, que sostenía cerca de su rostro, era lo más hermoso que había visto.
Shamron se mostró retraído durante la cena. No estaba de humor para participar en la conversación. Incluso ahora era incapaz de hablar de su trabajo delante de Gilah, no porque no confiara en ella, sino porque temía que ella dejaría de amarlo si se enteraba de todas las cosas que había hecho. Gilah llenaba los largos silencios hablando de su hija, que se había trasladado a Nueva Zelanda para alejarse de su padre y que vivía con un hombre que era avicultor. Sabía que Gabriel tenía algún vínculo con el servicio pero no sospechaba cuál era la verdadera naturaleza de su trabajo. Creía que era un funcionario que pasaba mucho tiempo en el extranjero y que disfrutaba del arte.
Les sirvió café y una bandeja con galletas y frutos secos, después quitó la mesa y fregó los platos. Gabriel, entre el ruido del agua del grifo y el tintineo de las copas y los platos que llegaban desde la cocina, informó a Shamron de todo lo que había averiguado hasta el momento. Hablaban en voz baja, con las velas entre ellos. Gabriel le pasó los expedientes de Erich Radek y Aktion 1005. Shamron sostuvo la foto junto a la vela y la observó con mucha atención. Luego se subió las gafas sobre la calva y de nuevo miró a Gabriel.
– ¿Qué sabes de lo que le ocurrió a mi madre durante la guerra? -preguntó Gabriel.
La mirada calculadora de Shamron, por encima de la taza de café, dejó claro que no había nada que no supiera de la vida de Gabriel, incluido lo sucedido a su madre durante la guerra.
– Era de Berlín -respondió Shamron-. La deportaron a Auschwitz en enero de 1943 y pasó dos años en el campo de mujeres de Birkenau. Salió de Birkenau como una más en la Marcha de la Muerte. A diferencia de muchos miles de prisioneras, consiguió sobrevivir y fue liberada por las tropas norteamericanas y rusas en Neustadt Glewe. ¿Me olvido de algo?
– Algo le ocurrió durante la Marcha de la Muerte, algo que nunca quiso contarme. -Gabriel sostuvo en alto la foto de Erich Radek-. Cuando Rivlin me la enseñó en Yad Vashem, supe que había visto antes este rostro en alguna parte. Tardé en recordarlo, pero finalmente lo conseguí. La vi cuando era un chiquillo, en una pintura en el estudio de mi madre.
– Por eso fuiste a Safed y hablaste con Tziona Levin.
– ¿Cómo lo sabes?
Shamron suspiró y bebió un sorbo de café. Gabriel, desconcertado, le relató su segunda visita al museo aquella mañana. Cuando dejó sobre la mesa las copias de las páginas del testimonio de su madre, la mirada de Shamron permaneció fija en el rostro de Gabriel. Entonces Gabriel comprendió que Shamron ya lo había leído. El Memuneh sabía lo de su madre. El Memuneh lo sabía todo.
– Eras uno de los candidatos para realizar una de las misiones más importantes en la historia del servicio -dijo Shamron, sin que en su voz apareciera el menor rastro de remordimiento-. Necesitaba saberlo todo de ti. Tu perfil psicológico, hecho por el ejército, te describía como un lobo solitario, egocéntrico, con la frialdad emocional de un asesino nato. Mi primera entrevista contigo lo confirmó, aunque también te juzgué como una persona de una grosería intolerable y una timidez cínica. Necesitaba saber por qué eras así. Me pareció que tu madre sería un buen punto de partida.
– ¿Así que buscaste su testimonio en Yad Vashem? Shamron cerró los ojos y asintió de nuevo.
– ¿Por qué nunca me dijiste nada?
– No me correspondía -respondió Shamron-. Sólo tu madre podía hablarte de todo aquello. Obviamente soportó el peso de una terrible culpa hasta el día que murió. No quería que lo supieras. No era la única. Había muchísimos supervivientes, como tu madre, que eran incapaces de enfrentarse a sus recuerdos. En los años después de la guerra, antes de que nacieras, en este país parecía como si hubiesen levantado un muro de silencio. ¿El Holocausto? Era el tema de una discusión interminable. Pero aquellos que lo habían vivido intentaban con todas sus fuerzas enterrar los recuerdos y seguir adelante. Era otra manera de sobrevivir. Por desgracia, sus sufrimientos se transmitieron a la siguiente generación, los hijos de los supervivientes. Personas como Gabriel Allon.
Shamron calló al ver que Gilah asomaba la cabeza para preguntarles si querían más café. Su marido levantó una mano. Gilah comprendió que estaban hablando de trabajo y volvió a la cocina. Shamron apoyó los brazos en la mesa y se inclinó hacia adelante.
– Sin duda debiste sospechar que ella había dado su testimonio. ¿Por qué no te impulsó antes la curiosidad a ir a Yad Vashem para averiguarlo por ti mismo? -Shamron, al ver que Gabriel permanecía en silencio, respondió a su propia pregunta-. Porque, como todos los hijos de los supervivientes, siempre tuviste mucho cuidado en no perturbar el frágil estado emocional de tu madre. ¿Tuviste miedo de que si la presionabas demasiado, pudiera recaer en una depresión de la que quizá nunca saldría? -Hizo una pausa-. ¿No puede ser que tuvieras miedo de lo que pudieras descubrir? ¿Que tuvieras miedo de conocer la verdad?
Gabriel lo miró con fiereza pero no respondió. Shamron contempló su taza de café durante unos segundos antes de proseguir.
– Con toda sinceridad, Gabriel, cuando leí el testimonio de tu madre, supe que eras perfecto. Trabajas para mí por ella. Tu madre fue incapaz de entregarte todo su amor. ¿Cómo podía? Tenía miedo de perderte. Le habían arrebatado a todos los que había querido. Perdió a sus padres en el proceso de selección y le arrebataron a sus amigas en Birkenau porque no quiso decir las palabras que un Sturmbannführer de las SS quería que dijese.
– La hubiera comprendido si hubiese intentado explicármelo.
Shamron sacudió la cabeza lentamente.
– No, Gabriel, nadie puede comprenderlo de verdad. La culpa, la vergüenza… Tu madre encontró la manera de reintegrarse a este mundo después de la guerra, pero en muchos sentidos su vida acabó aquella noche al lado de una carretera polaca. -Descargó una palmada contra la mesa con tanta fuerza que saltaron las tazas de café-. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Seguimos revolcándonos en la autocompasión o continuamos con el trabajo y averiguamos si ese hombre es de verdad Erich Radek?
– Creo que ya sabes la respuesta.
– ¿Moshe Rivlin cree posible que Radek participara en la evacuación de Auschwitz?
– En enero de 1945, el trabajo de Aktion 1005 estaba prácticamente terminado dado que los soviéticos habían recuperado todos los territorios orientales invadidos por los nazis -respondió Gabriel-. Es posible que fuera a Auschwitz para demoler las cámaras de gas y los crematorios, y preparar a los prisioneros que quedaban para la evacuación. Después de todo, eran los testigos de los crímenes.
– ¿Sabemos cómo consiguió escapar de Europa ese nazi de mierda después de la guerra?
Gabriel le contó la teoría de Rivlin, que Radek, que era un austriaco católico, había recibido la ayuda del obispo Aloïs Hudal, en Roma.
– En ese caso: ¿por qué no seguimos el rastro y vemos si nos conduce de nuevo a Austria?
– Lo mismo pienso yo. Creo que comenzaré por Roma.
Quiero echarle una ojeada a los documentos de Hudal.
– Hay una legión que quiere lo mismo.
– Sí, pero ellos no tienen el número privado del hombre que vive en el último piso del palacio apostólico.
– Muy cierto -admitió Shamron.
– Necesito un pasaporte limpio.
– Ningún problema. Tengo un excelente pasaporte canadiense que puedes usar. ¿Qué tal tu francés?
– Pas mal, mais je dois pratiquer l'accent d'un québécois.
– Algunas veces consigues asustarme.
– Algo nada fácil.
– Pasarás la noche aquí y saldrás para Roma mañana. Te llevaré al aeropuerto. Por el camino haremos una visita a la embajada norteamericana y tendremos una charla con el jefe de la estación local.
– ¿Cuál será el tema?
– Según el expediente del Staatsarchiv, Vogel trabajó para los norteamericanos en Austria durante el período de ocupación. Le he pedido a nuestros amigos de Langley que echen un vistazo a sus archivos para ver si aparece el nombre de Vogel. Es un disparo a ciegas, pero quizá tengamos suerte.
Gabriel miró el testimonio de su madre: «No diré todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos…»
– Tu madre era una mujer muy valiente, Gabriel. Por eso te escogí. Sabía que eras de raza.
– Ella era mucho más valiente que yo.
– Sí -afirmó Shamron-. Era más valiente que todos nosotros.
El verdadero trabajo de Bruce Crawford era uno de los secretos peor guardados en Israel. El norteamericano alto y de facciones patricias era el jefe de la estación de la CIA en Tel-Aviv. El gobierno israelí y la Autoridad Palestina estaban informados de su cargo y a menudo servía de enlace entre ellos. Pocas eran las noches en que el teléfono de Crawford no sonaba a horas intempestivas. Estaba cansado. Y se le notaba.
Recibió a Shamron en el vestíbulo de la embajada, en Haraykon Street, y fueron directamente a su despacho, una habitación grande y, para el gusto de Shamron, un tanto recargada. Parecía el despacho del vicepresidente de una gran empresa y no la guarida de un espía, pero ésa era la manera norteamericana de hacer las cosas. Shamron se sentó en una cómoda butaca de cuero y aceptó el vaso de agua helada con limón que le ofreció la secretaria. Iba a encender uno de sus cigarrillos turcos cuando vio el cartel de Prohibido fumar en un lugar destacado del escritorio de Crawford.
El representante de la CIA no parecía tener ninguna prisa por entrar en materia. Shamron ya se lo esperaba. Había una regla tácita entre los espías: cuando uno le pide un favor a un amigo, tiene que dar algo a cambio. Shamron, como técnicamente estaba fuera del partido, no podía ofrecer nada concreto, excepto los consejos y la experiencia de un hombre que ha cometido muchos errores.
Finalmente, cuando ya casi había pasado una hora, Crawford dijo:
– En cuanto a Vogel…
La voz del norteamericano se apagó. Shamron, que no había pasado por alto el tono de fracaso en la voz de Crawford, se movió hacia adelante en la butaca, a la expectativa. Crawford intentó ganar tiempo. Cogió un clip de la bandeja y se dedicó a enderezado.
– Hemos buscado en nuestros archivos -añadió Crawford, sin desviar la mirada de su trabajo-. Incluso enviamos un equipo a Maryland para que buscara en los archivos anexos. Nos hemos quedado sin bateador.
– ¿Sin bateador? -A Shamron lo desconcertaba la predilección de los norteamericanos por emplear la jerga deportiva para hablar de temas importantes. Los agentes, en el mundo de Shamron, no fallaban el pase, ni se quedaban sin bateador, ni erraban un tiro libre. Sólo había éxitos o fracasos, y el precio del fracaso, en Oriente Próximo, se pagaba con sangre-. ¿Eso qué significa exactamente?
– Significa -respondió Crawford con mucha pedantería que nuestra búsqueda no ha dado ningún resultado. Lo siento, Ari, pero algunas veces, así son las cosas.
Levantó el alambre que una vez había sido un clip y lo observó atentamente, como si estuviese orgulloso de su logro.
Gabriel esperaba en el asiento trasero del Peugeot de Shamron.
– ¿Qué tal ha ido?
Shamron encendió un cigarrillo y respondió a la pregunta.
– ¿Tú le crees?
– Verás, si me hubiese dicho que había encontrado el típico expediente de personal o un informe de antecedentes, podría haberle creído. Pero ¿nada? ¿Con quién se creyó que estaba hablando? Me siento insultado, Gabriel. De verdad.
– ¿Crees que los norteamericanos saben algo de Vogel?
– Bruce Crawford nos lo acaba de confirmar. -Shamron consultó su reloj con una expresión de rabia-. ¡Maldita sea! Ha tardado una hora en reunir el coraje para mentirme, y ahora perderás tu avión.
Gabriel miró hacia el teléfono del coche.
– Venga, hazlo -murmuró-. A ver si te atreves…
Shamron cogió el teléfono y marcó un número.
– Soy Shamron. Hay un vuelo de El Al que sale del aeropuerto de Lod hacia Roma dentro de treinta minutos. El avión acaba de tener un problema mecánico que retrasará una hora la salida. ¿Comprendido?
Dos horas más tarde sonó el teléfono de Bruce Crawford. Atendió la llamada. Reconoció la voz. Era el agente al que había encargado seguir a Shamron. Seguir al antiguo jefe en su propio terreno era un juego peligroso, pero Crawford había recibido órdenes.
– Después de salir de la embajada, fue a Lod.
– ¿Para qué fue al aeropuerto?
– A llevar a un pasajero.
– ¿Lo identificó?
El agente respondió afirmativamente. Sin mencionar el nombre del pasajero, comunicó que el pasajero en cuestión era un agente judío, que hacía poco se había mostrado muy activo en una ciudad centroeuropea.
– ¿Está seguro de que era él?
– No hay ninguna duda.
– ¿Adónde iba?
Crawford escuchó la respuesta y colgó. Luego marcó el código de una conexión segura en el ordenador y escribió un mensaje breve y claro, tal como le gustaba al destinatario.
«Elijah se dirige a Roma. Llegará esta noche en un vuelo de El Al procedente de Tel-Aviv.»
Gabriel quería encontrarse con el hombre del Vaticano en algún lugar que no fuera su despacho en el último piso del palacio apostólico. Quedaron en Piperno, un viejo restaurante en una tranquila plaza cercana al Tíber, y a unas pocas calles del viejo gueto. Era uno de aquellos esplendorosos días de diciembre que sólo Roma puede ofrecer, y Gabriel, que llegó primero, pidió una mesa en el exterior para disfrutar del sol.
Al cabo de pocos minutos, un sacerdote entró en la plaza y caminó hacia el restaurante con paso firme. Era alto, delgado y apuesto como un galán de cine italiano. El corte de su traje negro y el alzacuello insinuaban que, si bien casto, no carecía de vanidad personal o profesional. No le faltaban razones. Monseñor Luigi Donati, secretario privado de Su Santidad Pablo VII, era el segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica.
La frialdad y la dureza del diamante en Luigi Donati le impedían a Gabriel imaginárselo bautizando bebés o consolando a los enfermos en alguna tranquila parroquia de Umbría. Sus ojos oscuros brillaban con la fuerza de la inteligencia y su expresión decidida dejaba a las claras que era mejor no buscarle las pulgas. Gabriel lo sabía por experiencia. Un año antes, un caso lo había llevado al Vaticano y a conocer al padre Donati. Juntos habían acabado con una grave amenaza contra el papa Pablo VII. Luigi Donati le debía un favor a Gabriel, y él estaba seguro de que Donati era un hombre que pagaba sus deudas.
Donati también era un hombre que sabía disfrutar del ambiente de un restaurante romano. Su manera de ser le había ganado pocos amigos dentro de la curia y, como su jefe, agradecía escaparse de los círculos vaticano s cada vez que le era posible. Había aceptado la invitación de Gabriel con la desesperación de un náufrago que se aferra a un salvavidas. Gabriel tenía la sensación de que Luigi Donati se sentía muy solo. Algunas veces incluso se preguntaba si Donati no se arrepentía de haber escogido el sacerdocio. Donati encendió un cigarrillo con un mechero de oro.
– ¿Qué tal va el trabajo?
– Ahora mismo estoy trabajando en otro Bellini. El retablo de Crisóstomo.
– Sí, lo sé.
Antes de convertirse en el papa Pablo VII, el cardenal Pietro Lucchesi había sido patriarca de Venecia. Luigi Donati había sido su secretario. Sus vínculos con Venecia seguían siendo muy fuertes. Había muy pocas cosas que no supiese de su antigua diócesis.
– Confío en que Francesco Tiepolo te trate bien.
– Por supuesto.
– ¿Cómo está Chiara?
– Muy bien, gracias.
– ¿Habéis llegado a pensar en algún momento… en formalizar vuestra relación?
– Es complicado, Luigi.
– Sí, pero ¿qué no lo es?
– Comienzas a hablar como un sacerdote.
Donati echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Comenzaba a relajarse.
– El Santo Padre te envía saludos. Lamenta no poder estar aquí. El Piperno es uno de sus restaurantes preferidos. Nos recomienda comenzar con filetti di baccalà. Jura que es el mejor de Roma.
– ¿La infalibilidad se extiende a los primeros platos?
– El papa es infalible sólo en su cargo de máximo rector en los temas de la fe y la moralidad. Me temo que la doctrina no incluye los filetes de bacalao. Pero tiene una gran experiencia en temas mundanos. Yo en tu lugar, pediría el pescado.
Apareció el camarero. Donati se encargó de pedir. Bebieron una copa de frascati, y el humor de Donati se endulzó notablemente. Mientras esperaban a que les sirvieran, entretuvo a Gabriel con los cotilleos de la curia y las intrigas palaciegas. Todo era muy familiar. El Vaticano no se diferenciaba mucho del servicio. Finalmente, Gabriel llevó la conversación hacia el tema que los había puesto en contacto la primera vez: el papel desempeñado por la Iglesia católica en el Holocausto.
– ¿Qué tal va el trabajo de la comisión histórica?
– Todo lo bien que se puede esperar. Les estamos facilitando los documentos de los archivos secretos, y ellos los estudian con la menor interferencia posible de nuestra parte. Dentro de seis meses tendremos un informe preliminar de sus hallazgos. Después, comenzarán a trabajar en la preparación de una historia en varios volúmenes.
– ¿Se sabe algo de lo que dirán en el informe preliminar?
– Como he dicho, estamos intentando que los historiadores trabajen con la menor interferencia posible del palacio apostólico.
Gabriel miró a Donati con una expresión de duda por encima de la copa de vino. De no haber sido por su vestimenta, Gabriel hubiese dicho que se trataba de un espía profesional. La idea de que Donati no tuviese al menos un par de espías entre los miembros de la comisión era insultante. Entre sorbo y sorbo de frascati, se lo dijo. Monseñor Donati confesó.
– De acuerdo, digamos que no desconozco por completo el trabajo que se está haciendo en la comisión.
– ¿Qué dirán?
– El informe tomará en cuenta las enormes presiones que soportó Pío XII, pero, incluso así, no pintará un retrato muy agradable de sus acciones, ni de las acciones de las iglesias nacionales de la Europa central y oriental.
– Pareces nervioso, Luigi.
El sacerdote se inclinó sobre la mesa y pareció escoger sus próximas palabras con mucho cuidado.
– Hemos abierto la caja de Pandora, amigo mío. Cuando se pone en marcha un proceso como éste, es imposible saber dónde acabará y a qué afectará dentro de la Iglesia. Los progresistas aplauden las acciones del Santo Padre y piden más: un tercer Concilio Vaticano. Los reaccionarios proclaman que todo esto es una herejía.
– ¿Alguna amenaza grave?
Una vez más, Donati se tomó su tiempo para responder.
– Tenemos noticias de algunas acciones por parte de grupos integristas en la región del Languedoc; son personas convencidas de que el Concilio Vaticano Segundo fue una obra del demonio y de que todos los papas, desde Juan XXIII, han sido herejes.
– Creía que la Iglesia estaba llena de esas personas. Yo mismo tuve que vérmelas con un amable grupo de prelados y legos llamado Crux Vera.
Donati sonrió al oír el comentario.
– Ese grupo está cortado con el mismo patrón, excepto que, a diferencia de Crux Vera, no tienen una base de poder dentro de la curia. Son ajenos, bárbaros que golpean las puertas. El Santo Padre tiene muy poco control sobre ellos, y las cosas comienzan a calentarse.
– Avísame si te puedo ayudar.
– Ten cuidado, amigo mío. Podría tomarte la palabra.
Les sirvieron los filetti di baccalà. Donati los roció con zumo de limón y se metió en la boca un buen trozo. Acabó de pasarse el bocado con un trago de vino y se reclinó en la silla, con una expresión de la más absoluta felicidad. Para un sacerdote que trabajaba en el Vaticano había pocas cosas que el mundo temporal pudiera ofrecerle más apetecibles que una comida en una plaza romana iluminada por el sol. Se comió otro trozo y después le preguntó a Gabriel cuál era el motivo de su visita.
– Se podría decir que estoy trabajando en un asunto relacionado con el trabajo de la comisión histórica.
– ¿Cómo es eso?
– Tengo razones para sospechar que, poco después de acabada la guerra, el Vaticano quizá ayudó a escapar de Europa a un oficial de las SS llamado Erich Radek.
Donati dejó de masticar y en su rostro apareció una expresión grave.
– Ten cuidado con las palabras que usas y las suposiciones que haces, amigo mío. Es muy posible que el tal Radek recibiera ayuda de alguien en Roma, pero no fue del Vaticano. -Creemos que fue el obispo Hudal, que estaba en el Istituto Pontificio Santa Maria dell'Anima.
La tensión desapareció del rostro de Donati.
– Por desgracia, el buen obispo ayudó a muchos nazis fugitivos. Eso no lo niega nadie. ¿Por qué crees que ayudó a Radek?
– Parece la deducción más lógica. Radek era austriaco y católico. Hudal era el rector del seminario alemán y confesor de la comunidad alemana y austriaca. Si Radek vino a Roma en busca de ayuda, es fácil suponer que acudiera al obispo Hudal.
– Eso es algo que no se puede negar -admitió Donati-. El obispo Hudal estaba muy interesado en proteger a sus conciudadanos de lo que consideraba las ansias de venganza de los aliados. Pero eso no significa que supiera que Erich Radek fuera un criminal de guerra. ¿Cómo podía saberlo? Italia estaba llena de millones de desplazados cuando acabó la guerra, y todos buscaban ayuda. Si Radek acudió a Hudal y le contó alguna historia triste, es probable que recibiera refugio y ayuda.
– ¿Hudal no tendría que haber preguntado a un hombre como Radek por qué huía?
– Quizá hubiese sido prudente, pero pecarías de ingenuo si creyeras que Radek le hubiese respondido la verdad. Hubiese mentido, y el obispo Hudal no hubiese podido demostrarlo.
– Un hombre no se convierte en fugitivo sin una razón, Luigi, y el Holocausto no era un secreto. El obispo Hudal seguramente sabía que estaba ayudando a los criminales de guerra a escapar de la justicia.
Donati esperó a que el camarero les sirviera la pasta que habían pedido de segundo para responder.
– Debes entender que había muchas organizaciones e individuos que, en aquellos años, ayudaban a los refugiados, dentro y fuera de la Iglesia. Hudal no era el único.
– ¿De dónde sacó el dinero para financiar sus operaciones?
– Siempre afirmó que el dinero era de los fondos del seminario.
– ¿Tú te lo crees? Cada uno de los oficiales de las SS a los que Hudal ayudó necesitaba dinero de bolsillo, un pasaje, un visado y una nueva vida en algún país extranjero, además de alojarlos y darles de comer en Roma hasta que pudieran embarcar. Se cree que Hudal facilitó todo eso a centenares de miembros de las SS. Eso es mucho dinero, Luigi, cientos de miles de dólares. Me resulta difícil aceptar que el Istituto dispusiera de tanta calderilla.
– Según tú, alguien le suministraba el dinero. -Donati enrolló la pasta en el tenedor con gran habilidad-. Alguien, digamos, como el Santo Padre.
– El dinero tuvo que salir de alguna parte.
Donati dejó el tenedor y entrelazó las manos con una expresión pensativa.
– Hay pruebas que sugieren que, efectivamente, el obispo Hudal recibió dinero del Vaticano para financiar su organización de ayuda a los refugiados.
– No eran refugiados, Luigi. Al menos, no todos. Muchos eran culpables de crímenes horrendos. ¿Me estás diciendo que Pío XII no tenía idea de que Hudal estaba ayudando a criminales de guerra a escapar de la justicia?
– Digamos que con las pruebas documentales existentes y los testimonios de los testigos que aún viven, sería muy difícil demostrar la acusación.
– No sabía que habías estudiado Derecho canónico, Luigi.
– Gabriel repitió la pregunta, lentamente, con el énfasis de un fiscal en las palabras más importantes-. ¿El papa sabía que Hudal estaba ayudando a los criminales de guerra a escapar de la justicia?
– Su Santidad se opuso a los juicios de Nuremberg porque creía que sólo servirían para debilitar todavía más a Alemania y para fortalecer a los comunistas. También creía que los aliados buscaban la venganza y no la justicia. Es muy posible que el Santo Padre supiera que Hudal estaba ayudando a los nazis y lo aprobara. -Donati señaló el plato de pasta, que Gabriel no había probado, con la punta del tenedor-. Será mejor que te la comas antes de que se enfríe.
– He perdido el apetito.
Donati hundió el tenedor en la pasta de Gabriel.
– ¿Qué se supone que hizo el tal Radek?
Gabriel le hizo un rápido resumen de la ilustre carrera del Sturmbannführer Erich Radek de las SS. Comenzó por su trabajo en la oficina de la emigración judía, dirigida por Adolf Eichmann, en Viena y concluyó con las actividades de Aktion 1005. Cuando Gabriel acabó el relato, también Donati había perdido el apetito.
– ¿De verdad creyeron posible que podrían ocultar todas las pruebas de un genocidio semejante?
– No estoy seguro de que lo creyeran posible, pero sí que tuvieron un considerable éxito. Debido a hombres como Radek nunca sabremos cuántas personas murieron exactamente en la Shoah.
Donati contempló por unos momentos su copa de vino.
– ¿Qué quieres saber de la ayuda del obispo Hudal a Radek?
– Es indudable que Radek necesitaba un pasaporte. Para conseguirlo, Hudal tuvo que recurrir a la Cruz Roja Internacional. Quiero saber el nombre que figuraba en el pasaporte. Radek también necesitaba un lugar de destino, y un visado. -Gabriel hizo una pausa-. Sé que ha pasado mucho tiempo, pero el obispo Hudal llevaba un registro, ¿no?
Donati asintió lentamente.
– Los documentos privados del obispo Hudal están guardados en los archivos del Istituto. Como puedes suponer, están sellados.
– Si hay alguien en Roma que puede abrirlos, ése eres tú, Luigi.
– No podemos presentarnos sin más allí y pedir ver los documentos del obispo. El actual rector es el obispo Theodor Drexler y no es ningún tonto. Necesitaremos una excusa, una tapadera como dicen en tu oficio.
– La tenemos.
– ¿Cuál es?
– La comisión histórica.
– ¿Estás proponiendo decirle al rector que la comisión ha solicitado los documentos de Hudal?
– Exactamente.
– ¿Qué pasa si no cede?
– Entonces dejaremos caer un nombre.
– ¿Quién se supone que serás?
Gabriel metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de identidad, con su foto.
– Shmuel Rubenstein, profesor de religiones comparadas en la Universidad Hebrea de Jerusalén. -Donati le devolvió la tarjeta y sacudió la cabeza-. Theodor Drexler es un teólogo brillante. Entablará contigo una discusión sobre algún tema, pongamos algo referente a las raíces comunes de las dos religiones más antiguas del mundo occidental. Estoy seguro de que te quedarás sin saber qué decir, y el obispo descubrirá que eres un farsante.
– Entonces es cuando tú intervienes para que no ocurra.
– Sobrestimas mis capacidades, Gabriel.
– Llámalo, Luigi. Necesito ver los documentos del obispo Hudal.
– Lo haré, pero primero tengo una pregunta. ¿Por qué?
Donati, después de oír la respuesta de Gabriel, marcó un número en el teléfono móvil y pidió que lo comunicaran con el Istituto Pontificio Santa Maria dell’Anima.
La iglesia de Santa Maria dell’Anima está en el Centro Storico, en el lado oeste de la Piazza Navona. Durante cuatro siglos ha sido la iglesia alemana en Roma. El papa Adriano VI, hijo del propietario de unos astilleros en Utrecht y el último papa no italiano antes de Juan Pablo II, está sepultado en una magnífica tumba a la derecha del altar central. Al seminario contiguo a la iglesia se accede desde la Via della Pace, y fue allí, en la fresca sombra del patio, donde Gabriel y Donati se encontraron con el obispo Theodor Drexler.
Monseñor Donati lo saludó en un buen alemán con acento italiano y presentó a Gabriel como el «distinguido profesor Shmuel Rubenstein de la Universidad Hebrea». Drexler le ofreció la mano en un ángulo que hizo que Gabriel dudara por un momento entre estrechársela o besarle el anillo. Acabó por estrechársela con firmeza. La piel era fría como el mármol de la iglesia.
El rector los llevó a la primera planta y los invitó a pasar a su sencillo despacho, donde estanterías llenas de libros ocupaban todas las paredes disponibles. Se oyó el susurro de la tela de la sotana cuando se sentó en la butaca más grande. La gran cruz que llevaba al pecho resplandecía con la luz del sol que entraba por el ventanal. Era un hombre bajo y regordete, que rondaba los setenta, con el pelo blanco que formaba como una aureola, y tenía las mejillas sonrosadas. Las comisuras de la pequeña boca estaban curvadas hacia arriba, en una sonrisa perpetua -incluso ahora, cuando era obvio que no le complacía la visita- y la mirada de sus ojos, de un color azul pálido, reflejaba su gran inteligencia. Era el rostro de un hombre que consolaba a los enfermos e infundía el temor de Dios a los pecadores. Monseñor Donati no le había mentido. Gabriel tendría que tener mucho cuidado con lo que dijera.
Donati y el obispo dedicaron unos minutos a una charla sin mayor trascendencia. El obispo comentó que rezaba por la buena salud del Santo Padre y Donati le dijo que el sumo pontífice estaba muy complacido con la labor del obispo Drexler. Trataba al obispo de «su gracia» y no dejó de lisonjearlo en todas las oportunidades posibles.
Cuando por fin monseñor Donati abordó el motivo de la visita, el humor de Drexler se ensombreció rápidamente, como si una nube hubiese pasado por delante del sol, aunque la sonrisa permaneció en su sitio.
– No acabo de ver cómo una polémica investigación de la labor del obispo Hudal en favor de los refugiados alemanes después de la guerra puede ser de ayuda en las relaciones entre los católicos y los judíos. -Su voz era suave y seca, y su alemán tenía un fuerte acento vienés-. Una investigación justa y equilibrada de las actividades del obispo Hudal revelaría que también ayudó a un gran número de judíos.
Gabriel se inclinó hacia adelante. Había llegado el momento de que el famoso profesor de la Universidad Hebrea interviniera en la conversación.
– ¿Dice su gracia que el obispo Hudal ocultó a los judíos cuando realizaron la redada en Roma?
– Antes y después de la redada. Fueron muchos los judíos que se alojaron en el Istituto. Judíos conversos, por supuesto.
– ¿Qué pasó con aquellos que no lo eran?
– No podían estar ocultos aquí. No hubiese sido correcto. Los enviaron a otros lugares.
– Perdón, su gracia, ¿cómo se distingue un judío converso del que no lo es?
Monseñor Donati se cruzó de piernas y se arregló cuidadosamente la raya del pantalón, una señal para que Gabriel desistiera de este tipo de preguntas. El obispo respiró lentamente y luego contestó a la pregunta.
– Se les formulaban algunas preguntas sencillas sobre temas de fe y la doctrina católica. En ocasiones se les pedía que rezaran el padrenuestro o el avemaría. En la mayoría de los casos, resultaba muy fácil averiguar quién decía la verdad y quién mentía con el propósito de refugiarse en el seminario.
Una llamada a la puerta consiguió acabar con aquellas preguntas. Un joven novicio entró en el despacho, cargado con una bandeja. Les sirvió té a Donati y Gabriel. El obispo tomaba agua caliente con una rodaja de limón.
Drexler esperó a que saliera el novicio.
– Estoy seguro de que no le interesan los esfuerzos del obispo Hudal para salvar a los judíos de los nazis, ¿no es así, profesor Rubenstein? Usted está interesado en la ayuda que prestó a los oficiales alemanes después de la guerra.
– A los oficiales alemanes, no. A los criminales de guerra de las SS fugitivos.
– Él no sabía que eran criminales.
– Esa defensa resulta poco creíble, su gracia. El obispo Hudal era un antisemita declarado y un firme partidario de Hitler. ¿No le parece lógico que se mostrara dispuesto a ayudar a los austriacos y alemanes después de la guerra, con independencia de los crímenes que hubieran cometido?
– Su oposición a los judíos era de naturaleza teológica, no social. En cuanto al apoyo al régimen nazi, no puedo defenderlo. El obispo se condenó a sí mismo con sus palabras y sus escritos.
– Además de su coche -señaló Gabriel, que aprovechó la información que había leído en el expediente de Moshe Rivlin-. El obispo Hudal llevaba el banderín del Reich en su coche oficial. Hizo exhibición pública de sus simpatías.
Drexler bebió un sorbo de su agua con limón y miró a Donati con una expresión fría.
– Como muchos otros en el seno de la Iglesia, tengo mi propia opinión sobre las actividades de la comisión histórica creada por el Santo Padre, pero me las callo por respeto a Su Santidad. Ahora que parece haberle llegado el turno al Istituto ha llegado el momento de decir basta. No permitiré que la reputación de este gran seminario sea arrastrada por el barro de la historia.
Monseñor Donati observó la raya de su pantalón durante un momento antes de mirar a su interlocutor. Bajo la calma aparente, el secretario papal estaba furioso por la insolencia del rector. El obispo había atacado. Donati se disponía a darle réplica. Respondió con una voz que apenas era poco más que un murmullo.
– Sus opiniones en este tema son muy respetables, su gracia, pero es el deseo del Santo Padre que el profesor Rubenstein tenga acceso a los documentos del obispo Hudal.
Un profundo silencio reinó en el despacho. Drexler pasó los dedos por la cruz de su pecho mientras buscaba una salida. No había ninguna. Rendirse era la única opción honorable. Jaque mate.
– No es mi deseo desafiar a Su Santidad. No tengo más alternativa que la de cooperar, monseñor Donati. -El Santo Padre no lo olvidará, obispo Drexler.
– Yo tampoco, monseñor.
Donati le sonrió con una expresión irónica.
– Tengo entendido que los documentos del obispo están guardados aquí.
– Así es. Están depositados en nuestros archivos. Tardaremos unos días en buscados y preparados para que los pueda leer un erudito como el profesor Rubenstein.
– Es muy amable de su parte, su gracia -replicó monseñor Donati-, pero queremos vedas ahora.
Bajaron por una escalera de caracol de piedra con los peldaños resbaladizos como el hielo. Al pie había una formidable puerta de roble con herrajes de hierro colado. La habían construido para resistir los golpes de un ariete pero de nada servía para contener a un astuto sacerdote del Véneto y a un «profesor» de Jerusalén.
El obispo Drexler hizo girar la llave en la cerradura y después apoyó el hombro en la puerta y empujó para abrida. Tanteó en la oscuridad hasta dar con el interruptor. Se oyó un fuerte chasquido cuando lo apretó, y luego el zumbido de los tubos fluorescentes al encenderse. Los visitantes se encontraron con un largo pasillo abovedado. El obispo los invitó a pasar.
El pasillo había sido construido para hombres más pequeños. El obispo no tenía ningún problema, y Gabriel sólo tuvo que agachar un poco la cabeza para no golpear las luces, pero monseñor Donati, con su estatura de casi metro noventa, caminaba agachado, como un hombre que sufre un ataque de lumbago. Aquí estaba la memoria institucional del Istituto y su iglesia, cuatro siglos de nacimientos, matrimonios y defunciones. Los archivos de los sacerdotes que habían servido aquí y de los seminaristas que habían estudiado allí. Había archivadores y cajones de madera, cajas de cartón y los archivos más recientes en armarios de plástico. El olor a humedad y moho era muy fuerte, y se oía el goteo del agua que rezumaba del techo. Gabriel, que sabía algo de los terribles efectos del frío y la humedad en el papel, comenzó a perder la esperanza de encontrar en buen estado los documentos del obispo Hudal.
Cerca del final del pasillo había una pequeña cámara lateral. Contenía varios cofres de gran tamaño; las cerraduras se veían oxidadas. El obispo buscó una llave en el manojo. La metió en la primera cerradura. No giraba. Insistió unos segundos antes de entregarle la llave al «profesor Rubenstein», que abrió las viejas cerraduras en un santiamén.
El rector permaneció con ellos un par de minutos y se ofreció a ayudarlos en la búsqueda de los documentos. Monseñor Donati le dio una palmadita en el hombro y le aseguró que podían arreglárselas solos. El obispo se persignó antes de alejarse por el pasillo hacia la salida.
Fue Gabriel quien lo encontró al cabo de dos horas. Erich Radek había llegado al Istituto el 3 de marzo de 1948. El 24 de mayo, la Comisión Pontificia de Asistencia, la organización de ayuda a los refugiados del Vaticano, facilitó a Radek un documento de identidad vaticano con el número 9645/99 y el alias «Otto Krebs». El mismo día, con la ayuda del obispo Hudal, Otto Krebs utilizó el documento vaticano para hacerse con un pasaporte de la Cruz Roja Internacional. Una semana después le dieron el visado de entrada a Siria. Compró un pasaje de segunda clase con el dinero que le había dado el obispo Hudal y embarcó en el puerto de Génova a finales de junio. Krebs llevaba quinientos dólares en el bolsillo. El obispo había guardado un recibo por el dinero firmado por Radek. El último documento en el expediente de Radek era una carta, con sello de Siria y matasellada en Damasco, donde se daban las gracias al obispo Hudal y al Santo Padre por su ayuda y se manifestaba la promesa de saldar la deuda. Llevaba la firma de Otto Krebs.
El obispo Drexler escuchó la grabación una última vez y luego marcó un número de teléfono.
– Tenemos un problema.
– ¿Qué clase de problema?
Drexler le habló a su interlocutor de los visitantes que había recibido aquella mañana: monseñor Donati y un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
– ¿Qué nombre dio?
– Rubenstein. Afirmó ser un enviado de la comisión histórica.
– No es un profesor.
– Eso ya lo sé, pero no estaba en posición de desafiar su bona fides. Monseñor Donati es un hombre muy poderoso dentro del Vaticano. Sólo hay otro más poderoso, y es para quien trabaja el muy hereje.
– ¿Qué buscaban?
– Los documentos de la asistencia prestada por el obispo Hudal a un refugiado austriaco después de la guerra.
Hubo un largo silencio antes de que el hombre hiciera su siguiente pregunta.
– ¿Se han marchado ya?
– Sí, hace alrededor de una hora.
– ¿Por qué ha esperado tanto para llamarme?
– Confiaba en poder facilitarle alguna información útil.
– ¿La tiene?
– Sí, eso creo.
– Dígamela.
– El profesor se aloja en el hotel Cardinal, en la Via Giulia. En el registro aparece con el nombre de René Duran y presentó un pasaporte canadiense.
– Necesito que recoja un reloj en Roma.
– ¿Cuándo?
– Inmediatamente.
– ¿Dónde?
– Lo tiene un hombre que se aloja en el hotel Cardinal, en la Via Giulia. En el registro aparece con el nombre de René Duran, pero también utiliza el nombre de Rubenstein.
– ¿Cuánto tiempo estará en Roma?
– No se sabe. Por eso es necesario que salga inmediatamente. Hay un vuelo de Alitalia que sale para Roma dentro de dos horas. Tiene reservado a su nombre un pasaje en primera. -Si viajo en avión, no podré llevar las herramientas que necesito para hacer la reparación. Necesitaré que alguien me las facilite en Roma.
– Tengo a la persona adecuada. -Le dio un número de teléfono, que el Relojero guardó en su memoria-. Es un profesional y, lo que es más importante, muy discreto. De no ser así, no le diría que fuera a vedo.
– ¿Tiene una fotografía del caballero en cuestión?
– La recibirá por fax dentro de unos minutos.
El Relojero colgó el teléfono y apagó las luces de la tienda.
Luego fue a su taller y abrió el armario donde guardaba una maleta con una muda y un neceser. Sonó el pitido del fax. El Relojero se puso el abrigo y el sombrero mientras en el fax aparecía poco a poco el rostro de un hombre muerto.
A la mañana siguiente, Gabriel entró en Doney, ocupó una mesa y pidió un café. Media hora más tarde, entró un hombre que se acercó a la barra. Tenía el pelo como de alambre y las mejillas marcadas por las cicatrices del acné. Sus prendas eran caras pero no sabía llevarlas. Se tomó dos cafés rápidamente entre calada y calada al cigarrillo. Gabriel simuló leer La Repubblica para ocultar la sonrisa. Shimon Pazner era el jefe del servicio en Roma desde hacía cinco años y aún tenía el aspecto de un colono del Negev.
Pazner pagó los cafés y fue al servicio. Cuando salió llevaba gafas de sol, la señal de que el encuentro estaba en marcha. Salió del local, se detuvo un momento en la acera de la Via Veneto, se volvió hacia la derecha y se alejó. Gabriel dejó el dinero sobre la mesa y lo siguió.
Pazner cruzó el Corso d'Italia y entró en Villa Borghese. Gabriel caminó un poco más y entró en el parque por otro acceso. Se reunió con Pazner en un sendero bordeado de árboles y se presentó como René Duran, de Montreal. Juntos caminaron hacia la Galleria. Pazner encendió un cigarrillo.
– Comentan que la otra noche te salvaste por los pelos en los Alpes.
– Veo que las noticias viajan rápido.
– El servicio es como un taller de costureras, ya lo sabes. Pero tienes un problema más grave. Allon está fuera del juego. Lev ha dado la orden. Si Allon llama a tu puerta, tienes que ponerlo de patitas en la calle. -Pazner escupió en el suelo-. Estoy aquí por lealtad al viejo, no a ti, monsieur Duran. Tendrás que darme una explicación de primera.
Se sentaron en un banco de mármol, en el patio delante de la Galleria Borghese, y miraron en direcciones opuestas, atentos a cualquier señal de que los estuviesen vigilando. Gabrielle habló a Pazner de Erich Radek, el hombre de las SS, que había viajado a Siria con el nombre de atto Krebs.
– No viajó a Damasco para estudiar la civilización antigua -comentó Gabriel-. Los sirios lo dejaron entrar por una razón. Si estuvo cerca del régimen, quizá aparezca en los archivos.
– ¿Lo que quieres es que haga una búsqueda y compruebe si lo podemos situar en Damasco?
– Exactamente.
– ¿Puedo saber cómo quieres que realice esa búsqueda sin que Lev y Seguridad se enteren?
Gabriel miró a Pazner como si la pregunta le pareciera insultante. Pazner se retractó.
– De acuerdo, digamos que quizá tenga a una chica en Documentación que esté dispuesta a echar una mirada discreta en los archivos.
– ¿Una sola?
Pazner se encogió de hombros y arrojó la colilla al suelo. -Me sigue pareciendo un disparo a ciegas. ¿Dónde te alojas?
Gabriel se lo dijo.
– Hay un lugar llamado La Carbonara, en el lado norte del Campo dei Fiori, cerca de la fuente.
– Lo conozco.
– Ve allí a las ocho. Pregunta por la reserva hecha a nombre de Brunacci para las ocho y media. Si la reserva es para dos, significará que la búsqueda no ha dado resultado. Si es para cuatro, ve a la Piazza Farnese.
En la ribera opuesta del Tíber, en una pequeña plaza a pocos pasos de la puerta de Santa Ana, el Relojero ocupó una de las mesas a la sombra de la terraza de un café y pidió un cappuccino. En la mesa vecina había un par de sacerdotes que conversaban animadamente. El Relojero, aunque no hablaba italiano, interpretó que eran burócratas vaticanos. Un gato callejero se coló entre sus piernas y maulló para pedirle comida. Sujetó al gato entre los tobillos y lo apretó, cada vez más fuerte, hasta que el animal maulló de dolor y escapó. Los sacerdotes miraron al hombre con una expresión de reproche. El Relojero dejó el dinero de la consumición en la mesa y se marchó. ¡Qué ciudad! ¡Gatos en un café! No veía la hora de acabar con su encargo en Roma y regresar a Viena.
Caminó a lo largo de la Columnata de Bernini y se detuvo durante unos segundos para mirar a lo largo de la Via della Conciliazione, en dirección al Tíber. Un turista le tendió una cámara y le pidió, en una incomprensible lengua eslava, que le hiciera una foto delante del Vaticano. El austriaco señaló su reloj sin decir palabra, para indicarle que llegaba tarde a una cita, y siguió su camino.
Cruzó la grande y muy concurrida plaza que está un poco más allá de la entrada de la Columnata. Llevaba el nombre de un papa. A pesar de que le interesaban muy pocas cosas además de los relojes antiguos, el Relojero sabía que ese papa era una figura un tanto controvertida. Le resultaba curioso el motivo de la controversia. Había quienes lo acusaban de no haber ayudado a los judíos durante la guerra. ¿Desde cuándo era responsabilidad de un papa ayudar a los judíos? Después de todo, eran enemigos de la Iglesia.
Entró en un callejón que se alejaba del Vaticano, en dirección al Gianicolo. Era un lugar oscuro y flanqueado por altos edificios de color ocre que se veía apagado por el polvo que cubría las fachadas. El Relojero caminó por el pavimento agrietado, atento a los números en los portales, para encontrar la dirección que le habían comunicado por teléfono aquella mañana. La encontró, pero vaciló antes de entrar. Correspondía a una tienda. En el sucio cristal del escaparate había un rótulo que decía Articoli religiosi, y abajo, en letras pequeñas, estaba el nombre del propietario: Giuseppe Mondiani. El Relojero miró el papel donde había escrito la dirección: «Via Borgo Santo Spirito 22.» Era el lugar correcto.
Apoyó el rostro en el cristal. La habitación al otro lado estaba llena de crucifijos, estatuas de la Virgen, tallas de santos, rosarios y medallas, todos con el certificado de haber sido bendecidas por il Papa en persona. Todo se veía cubierto por una capa del mismo fino polvillo de la calle. El Relojero, aunque se había criado en un hogar profundamente católico, se preguntó qué llevaría a una persona a rezarle a una estatua. Ya no creía en Dios o la Iglesia, ni tampoco creía en el destino, la intervención divina, la vida en el más allá o la fortuna. Creía que los hombres controlaban el curso de sus vidas, de la misma manera que los engranajes de un reloj controlaban el movimiento de las manecillas.
Abrió la puerta y entró, acompañado por el tintineo de una campanilla. Un hombre salió de la trastienda. Vestía un jersey de pico color ámbar, sin una camisa debajo, y pantalón de gabardina marrón que había perdido la raya hacía mucho. Iba peinado con gomina. El Relojero, incluso desde donde estaba, olió el desagradable perfume de la loción para después del afeitado. Se preguntó si los hombres del Vaticano sabrían que sus productos bendecidos por el papa los vendía una criatura tan repelente.
– ¿Puedo ayudado?
– Busco al signar Mondiani.
El otro asintió, como si le dijera que había encontrado al hombre que buscaba. Una sonrisa dejó a la vista una dentadura a la que faltaban unas cuantas piezas.
– Usted debe de ser el caballero de Viena -dijo Mondiani-. Reconozco su voz.
Le tendió la mano. Era fofa y húmeda, tal como había temido el Relojero. Mondiani cerró con llave la puerta del local y colgó un cartel en el cristal donde se decía, en inglés e italiano, que la tienda estaba cerrada. Después hizo subir a su visitante por una escalera cochambrosa. Arriba había un pequeño despacho. Las cortinas estaban echadas y el aire olía a perfume de mujer y a algo más que parecía amoníaco. Mondiani le señaló un sofá. El Relojero lo miró y una imagen apareció por un segundo ante sus ojos. Permaneció de pie. Mondiani se encogió de hombros. Pareció decir: «Como prefiera.»
El italiano se sentó detrás de su escritorio, ordenó unos papeles y se pasó la mano por el pelo. Lo llevaba teñido de un color naranja oscuro que no podía ser más artificial. El Relojero, que era casi calvo, parecía estar haciendo que se sintiera más consciente de sí mismo.
– Su colega de Viena dijo que necesitaba una arma. -Mondiani abrió un cajón de la mesa, sacó una pistola de acabado mate y la dejó con mucho cuidado sobre una hoja de papel secante con manchas de café, como si fuese una reliquia sagrada-. Espero que ésta le resulte satisfactoria.
El Relojero tendió la mano. Mondiani le puso el arma en la palma.
– Como ve, es una Glock nueve milímetros. Supongo que ya la conoce. Después de todo, es una pistola austriaca.
El Relojero lo miró.
– ¿Ha sido bendecida por el Santo Padre, como el resto de sus artículos?
Mondiani, a juzgar por su expresión sombría, no le encontró ninguna gracia al comentario. Metió la mano de nuevo en el cajón y sacó una caja de balas.
– ¿Necesitará un segundo cargador?
El Relojero no tenía el menor interés en meterse en un tiroteo, pero, con todo, nunca estaba de más llevar un segundo cargador en el bolsillo. Asintió. Un segundo cargador apareció sobre el secante.
El Relojero abrió la caja de balas y comenzó a llenar los cargadores. Mondiani le preguntó si necesitaría un silenciador. El Relojero, sin desviar la mirada de su trabajo, asintió.
– A diferencia de la pistola, el silenciador no es austriaco. Está fabricado aquí -manifestó Mondiani, con excesivo orgullo-. En Italia. Es muy eficaz. El arma no hará más que un susurro al disparar.
El Relojero acercó el silenciador a su ojo derecho y miró en el interior del cilindro. Satisfecho con el acabado, lo dejó sobre la mesa, con las otras cosas.
– ¿Necesita algo más?
El Relojero le recordó al signor Mondiani que había pedido una motocicleta.
– Ah sí, el motorino. -Mondiani agitó un juego de llaves en el aire-. Está aparcada delante de la tienda. Hay dos cascos, tal como solicitó, de diferentes colores. Escogí el negro y el rojo. Espero que esté de acuerdo.
El Relojero consultó su reloj. Mondiani captó la indirecta y aceleró las cosas. En una hoja de papel y con un cabo de lápiz, preparó la cuenta.
– El arma está limpia y tiene borrados los números de serie -dijo mientras escribía-. Le sugiero que la arroje al Tíber cuando termine. La Polizia de Stati no la encontrará.
– ¿Qué pasa con la moto?
– Es robada. Déjela en algún lugar público con las llaves puestas. En cualquier plaza concurrida. Estoy seguro de que en cuestión de minutos tendrá un nuevo dueño.
Mondiani trazó un círculo alrededor de la cifra final y giró la hoja para que el Relojero la leyera. Afortunadamente, estaba en euros. El Relojero, a pesar de que también él tenía un negocio, siempre había detestado las transacciones en liras.
– Un tanto elevada, ¿no, signor Mondiani?
Mondiani se encogió de hombros y le dedicó otra de sus siniestras sonrisas. El Relojero recogió el silenciador y lo atornilló cuidadosamente en la boca del cañón.
– Esta cantidad -dijo el Relojero con un dedo de la mano libre apoyado en el papel- ¿a qué corresponde?
– Es mi comisión -respondió Mondiani con todo desparpajo.
– Me está cobrando por la Glock tres veces más de lo que pagaría en Austria. Ésa, signor Mondiani, es su comisión.
Mondiani se cruzó de brazos, en una actitud de desafío.
– Es como hacemos las cosas en Italia. ¿Quiere el arma o no?
– Sí, pero a un precio razonable -contestó el Relojero.
– Mucho me temo que es el precio que se paga hoy en Roma.
– ¿Para los italianos o sólo para los extranjeros?
– Creo que lo mejor será que trate usted con otra persona. -Mondiani tendió una mano. Temblaba-. Devuélvame el arma, por favor. Ya sabe dónde está la salida.
El Relojero exhaló un suspiro. Quizá era la mejor solución. El signor Mondiani, a pesar de lo que había dicho el hombre de Viena, no inspiraba ninguna confianza. Con una rapidez fruto de la práctica, montó la pistola y disparó. Mondiani levantó las manos en un inútil gesto defensivo. Los proyectiles le atravesaron las palmas antes de hacer blanco en su rostro. El Relojero, mientras abandonaba el despacho, admitió que Mondiani había sido sincero al menos en una cosa. El ruido del arma al disparar era poco más que un murmullo.
Salió de la tienda y cerró la puerta. Era casi de noche; la cúpula de la basílica era una mancha blanca contra el telón oscuro del cielo. Metió la llave en el contacto y puso en marcha la moto. Un segundo más tarde circulaba por la Via della Conciliazione en dirección al Castel Sant’Angelo. Cruzó el Tíber y luego siguió por las callejuelas del centro histórico, hasta la Via Giulia.
Aparcó delante del hotel Cardinal, se quitó el casco, entró en el vestíbulo y se dirigió al bar, que parecía una catacumba con las paredes de granito romano. Pidió una coca-cola, seguro de que podía hacerla sin que se le notara el acento austriaco, y fue a sentarse a una mesa junto al pasillo que comunicaba el bar con el vestíbulo. Mientras esperaba, se entretuvo comiendo pistachos y hojeando unos periódicos.
A las siete y media, un hombre salió de uno de los ascensores: pelo oscuro corto con las sienes canosas, ojos muy verdes. Entregó la llave en la recepción y salió a la calle.
El Relojero se acabó la bebida y lo siguió. En la calle se montó en la moto del signor Mondiani. El casco negro estaba colgado en el manillar. El Relojero sacó el casco rojo del cofre de la motocicleta y se lo puso; luego guardó el casco negro y cerró la tapa.
Contempló la silueta del hombre de ojos verdes que se alejaba por la Via Giulia. Arrancó la moto y lo siguió lentamente.
La reserva en La Carbonara era para cuatro. Gabriel fue hasta la Piazza Farnese, donde Pazner lo esperaba cerca del edificio de la embajada de Francia. Fueron a Il Pompiere y se sentaron en una mesa del fondo. Pazner pidió polenta y vino tinto antes de darle a Gabriel un sobre.
– Tardaron un poco -comentó Pazner-, pero al final encontraron una referencia a Krebs en un informe sobre un nazi llamado Alols Brunner. ¿Sabes quién era?
– Era uno de los principales ayudantes de Eichmann -le respondió Gabriel-, un experto en deportaciones, un especialista en sacar a los judíos de los guetos para llevarlos a las cámaras de gas. Se había encargado de la deportación de los judíos austriacos. Más tarde, cuando ya se había declarado la guerra, se había encargado de las deportaciones en Salónica y la Francia de Vichy.
Pazner, muy impresionado, comió un bocado de polenta. -Después de la guerra huyó a Siria, donde vivió con el nombre de George Fischer y trabajó para el régimen. Fue Aloïs Brunner quien organizó los servicios de inteligencia y seguridad sirios.
– ¿Krebs trabajaba para él?
– Eso es lo que parece. Abre el sobre. Por cierto, trata el informe con el respeto que se merece. El hombre que lo hizo pagó un precio muy alto. Mira el nombre en clave del agente.
«MENASHE» era el nombre en clave de un legendario espía israelí llamado Eli Cohen. Había nacido en Egipto en 1924 y había emigrado a Israel en 1957, donde se había ofrecido voluntario para trabajar en el servicio de inteligencia israelí. Los resultados de las pruebas psicológicas no acabaron de convencer a los seleccionadores. Se trataba de un hombre de una inteligencia brillante y una memoria realmente fabulosa, pero también mostraba rasgos de una personalidad vanidosa que podía hacer que asumiera riesgos innecesarios.
El expediente de Cohen durmió el sueño de los justos hasta 1960, cuando la tensión cada vez mayor en la frontera con Siria hizo imperiosa la necesidad de contar con un espía en Damasco. El servicio de inteligencia inició la búsqueda de un candidato adecuado que no dio frutos. Entonces ampliaron la búsqueda a aquellos que habían sido rechazados por otras razones. Releyeron el expediente de Cohen, y al poco tiempo comenzó su entrenamiento para una misión que concluiría con su muerte.
Después de seis meses de preparación intensiva, Cohen, con el nombre de Kamal Amin Thabit, fue enviado a Argentina para prepararse su tapadera: un rico empresario sirio que había vivido casi toda su vida en el extranjero y que ahora deseaba regresar a su país natal. Hizo amigos entre la numerosa comunidad siria en Buenos Aires, algunos de ellos muy importantes, como el comandante Hafez el-Hassad, que llegaría a ser presidente de Siria.
En enero de 1962, Cohen se trasladó a Damasco y puso en marcha una empresa de importación y exportación. Gracias a las recomendaciones de sus amigos de Buenos Aires no tardó en convertirse en una figura muy popular en los círculos económicos y políticos de Damasco, donde entabló amistad con miembros importantes de las fuerzas armadas y del Partido Baaz, que gobernaba el país. Los oficiales sirios no tuvieron el menor reparo en llevar a Cohen de visita a las instalaciones militares e incluso llegaron a mostrarle las fortificaciones en el punto más estratégico de la frontera: los altos del Golán. Cuando el comandante Hassad se convirtió en presidente, corrió el rumor de que Kamal Amin Thabit era candidato para una cartera ministerial, quizá incluso el Ministerio de Defensa.
La inteligencia siria no tenía ni la más mínima sospecha de que el afable Thabit era en realidad un espía israelí que suministraba un ininterrumpido flujo de información a sus jefes, al otro lado de la frontera. Los mensajes urgentes los transmitía en código Morse. Los informes más largos y detallados los escribía en tinta invisible y los ocultaba en los muebles que se enviaban a una empresa en Europa que era una tapadera del espionaje israelí. Los informes de Cohen suministraban a los estrategas militares de Israel un profundo conocimiento de la situación política y militar en Damasco.
Al final, la evaluación psicológica de la vanidad de Cohen y su tendencia a asumir riesgos innecesarios resultó correcta. Se olvidó de las precauciones más elementales y transmitía todas las mañanas a la misma hora o hacía varias transmisiones al día. Llegó incluso a enviarles saludos a su familia y a lamentar la derrota del equipo israelí en un partido de fútbol internacional. Las fuerzas de seguridad sirias, equipadas con los más modernos equipos de detección de transmisiones de radio, que les habían suministrado los soviéticos, comenzaron a rastrear al espía israelí en Damasco. Lo encontraron el 18 de enero de 1965 y asaltaron su apartamento mientras enviaba un mensaje a Israel. La ejecución de Cohen, en mayo de 1965, fue transmitida en directo por la televisión siria.
Gabriel leyó el primer informe a la luz de la vela. Había sido enviado a través del canal europeo, en mayo de 1963. Entre los detallados párrafos donde se analizaban las maniobras e intrigas dentro del Partido Baaz había uno dedicado a Aloïs Brunner:
Me presentaron a Herr Fischer en un cóctel ofrecido por uno de los altos dirigentes del Partido Baaz. Herr Fischer no parecía estar muy bien después de haber perdido varios dedos de una mano como consecuencia del estallido de una carta bomba. Culpó del atentado a la vengativa escoria judía residente en El Cairo. Afirmó que el trabajo que estaba haciendo en Egipto le permitiría ajustar las cuentas a los agentes israelíes que habían intentado asesinado. A Herr Fischer lo acompañaba aquella noche un hombre llamado Otto Krebs. Nunca lo había visto antes. Era alto y de ojos azules, y, a diferencia de Brunner, de un aspecto muy germánico. Bebía en abundancia y parecía vulnerable, un hombre al que se podía extorsionar o hacerle cambiar de bando por algún otro método.
– ¿Esto es todo? -preguntó Gabriel-. ¿Un encuentro en un cóctel?
– Eso es lo que parece, pero no te desanimes. Cohen te dejó otra pista. Lee el otro informe.
Gabriel buscó la página y leyó el párrafo señalado.
Vi a Herr Fischer la semana pasada, en una recepción en el Ministerio de Defensa. Le pregunté por su amigo, Herr Krebs. Le dije que había hablado con Krebs de unos proyectos comerciales y que me había llevado una decepción porque no había vuelto a tener noticias suyas. Fischer dijo que eso no tenía nada de particular, dado que Krebs se había marchado a Argentina.
Pazner le sirvió a Gabriel otra copa de vino.
– Me han dicho que Buenos Aires es encantadora en esta época del año.
Gabriel y Pazner se despidieron en la Piazza Farnese, y Gabriel emprendió en solitario el camino de regreso a su hotel en la Via Giulia. Hacía frío, y la calle estaba muy mal iluminada. El profundo silencio, combinado con la superficie irregular del adoquinado, le permitía imaginarse cómo había sido Roma ciento cincuenta años atrás, cuando los hombres del Vaticano eran los amos supremos. Se imaginó a Erich Radek caminando por esa misma calle, a la espera del pasaporte y el billete a la libertad.
Pero ¿había sido realmente Radek quien había venido a Roma?
De acuerdo con los archivos del obispo Hudal, Radek se había presentado en el Istituto en 1948 y se había marchado poco después convertido en Otto Krebs. Eli Cohen había situado a Krebs en Damasco en una fecha tan tardía como 1963. Luego, Krebs se había trasladado a Argentina. Los hechos mostraban una muy clara y quizá irreconciliable contradicción en el caso contra Ludwig Vogel. Según los expedientes del Staatsarchiv, Vogel vivía en Austria en 1946 y trabajaba para las fuerzas de ocupación norteamericanas. Si eso era verdad, entonces era imposible que Vogel y Radek fuesen la misma persona. ¿Cómo explicar la afirmación de Max Klein de que había visto a Vogel en Birkenau? ¿El anillo que Gabriel había robado de la casa alpina de Vogel? ¿La inscripción: «1005, bien hecho, Heinrich»? ¿El reloj? ¿«Para Erich, con todo mi amor, Monica»? ¿Había sido otro hombre quien se había presentado en Roma en 1948 y se había hecho pasar por Erich Radek? Si era así, ¿por qué?
Demasiadas preguntas, pensó Gabriel, y sólo un rastro que seguir: «Fischer dijo que eso no tenía nada de particular, dado que Krebs se había marchado a Argentina.» Pazner tenía razón. Gabriel no podía hacer otra cosa que continuar la búsqueda en Argentina.
El zumbido de una moto de baja cilindrada rompió el silencio. Gabriel volvió la cabeza cuando la moto apareció en una esquina y giró por Via Giulia. Entonces la moto aceleró repentinamente y se acercó en línea recta hacia él. Gabriel se detuvo y sacó las manos de los bolsillos. Debía tomar una decisión. ¿Quedarse donde estaba como un romano cualquiera o dar media vuelta y correr? La decisión la tomaron por él, unos segundos más tarde, cuando el motociclista metió la mano debajo de la chaqueta y sacó una pistola con silenciador.
Gabriel se lanzó por un callejón en el mismo momento en que el arma escupía tres lenguas de fuego. Tres proyectiles impactaron en la esquina del edificio. Gabriel agachó la cabeza y echó a correr.
La motocicleta llevaba demasiada velocidad para poder dar la vuelta. Se pasó la entrada, y el conductor dio la vuelta con muy poca habilidad, cosa que permitió a Gabriel unos segundos de ventaja para alejarse un poco. Giró a la derecha, por una calle paralela a la Via Giulia, y luego dobló a la izquierda. Su plan era llegar al Corso Vittorio Emanuale II, una de las principales avenidas de Roma. Allí habría coches y peatones. En el Corso encontraría dónde ocultarse.
El ruido del motor se hizo más fuerte. Gabriel volvió la cabeza. La moto acortaba distancias rápidamente. Volvió a correr con todas sus fuerzas; movía los brazos exageradamente y le costaba trabajo respirar. Pasó junto a una farola y vio su sombra en la acera: un loco que agitaba los brazos como si quisiera volar.
Una segunda motocicleta entró en la calle por el otro extremo y frenó. El conductor sacó una pistola. Lo harían de esa manera: una trampa, dos asesinos, sin ninguna posibilidad de escapar. Se sintió como un blanco en una galería de tiro, a la espera de que hicieran diana.
Continuó corriendo a la luz de la farola. Levantó los brazos y vio sus manos, que parecían garfios, las manos de una figura atormentada en una pintura expresionista. Se dio cuenta de que gritaba. El sonido que rebotaba en las paredes de los edificios vibraba en sus oídos y le impedía oír el rugir de la moto que lo perseguía. Una imagen flotó ante sus ojos: su madre al lado de una carretera polaca con el arma de Erich Radek apoyada en la sien. Sólo entonces se dio cuenta de que gritaba en alemán. La lengua de sus sueños. La lengua de sus pesadillas.
El segundo asesino levantó el arma y luego levantó el visor del casco.
Gabriel oyó el sonido de su propio nombre.
– ¡Agáchate! ¡Agáchate! ¡Gabriel!
Era la voz de Chiara.
Se lanzó cuerpo a tierra.
Los disparos de Chiara pasaron por encima de su cabeza y alcanzaron la moto que se acercaba. La moto se desvió bruscamente y fue a chocar contra uno de los edificios. El asesino voló por encima del manillar y se estrelló contra el pavimento. Su pistola fue a parar un par de metros de Gabriel. Fue a cogerla.
– ¡No, Gabriel! ¡Déjala! ¡Vamos!
Gabriel vio que Chiara le tendía la mano. Se montó en el sillín y se abrazó a la cintura de Chiara como un niño mientras la moto arrancaba para dirigirse por el Corso, en dirección al río.
Shamron tenía una norma para los pisos francos: no se permitía el contacto físico entre los agentes. Aquella noche, en un piso del servicio en el norte de Roma, muy cerca de uno de los meandros del Tíber, Gabriel y Chiara violaron la norma de Shamron con una intensidad nacida del miedo a la muerte. Sólo después, Gabriel se tomó la molestia de preguntarle a Chiara cómo lo había encontrado.
– Shamron me llamó para decirme que venías a Roma. Me pidió que te cubriera las espaldas. Acepté, por supuesto. Tengo un interés personal en que sigas vivo.
Gabriel se preguntó cómo no se había dado cuenta de que lo seguía una beldad italiana de un metro setenta y cinco de estatura, y admitió una vez más que Chiara Zolli era muy buena en su trabajo.
– Me hubiese encantado comer contigo en Piperno -comentó Chiara con un tono travieso-. Pero no me pareció una buena idea.
– ¿Qué sabes del caso?
– Sólo que mis peores temores respecto a Viena se vieron confirmados. ¿Por qué no me cuentas el resto?
Gabriel la complació. Comenzó por el vuelo a Viena y concluyó con la información que le había suministrado Shimon Pazner mientras cenaban en Il Pompiere.
– ¿Quién ha enviado a aquel hombre a Roma para matarte?
– Creo que debe de ser la misma persona que ordenó el asesinato de Max Klein.
– ¿Cómo te han localizado aquí?
Gabriel se había hecho la misma pregunta. Sus sospechas recaían en el regordete rector del Anima, el obispo Theodor Drexler.
– ¿Qué haremos ahora? -preguntó Chiara.
– ¿Haremos?
– Shamron me dijo que te cubriera las espaldas. ¿Quieres que desobedezca una orden directa del Memuneh?
– Dijo que me escoltaras en Roma.
– Es una misión abierta -replicó la muchacha, desafiante.
Gabriel le acarició los cabellos sin decir palabra. La verdad es que le sería muy útil contar con un compañero de viaje y otro par de ojos. A la vista de los riesgos de la misión, hubiese preferido que no fuese su amada. Sin embargo, ella había demostrado su valía en más de una ocasión.
Había un teléfono seguro en la mesa de noche. Marcó un número de Jerusalén y despertó a Moshe Rivlin, que dormía profundamente. Rivlin le dio el nombre de una persona en Buenos Aires, junto con el número de teléfono y una dirección en el barrio de San Telmo. Luego llamó a Aerolíneas Argentinas y reservó dos pasajes en clase preferente en el vuelo que salía por la mañana. Colgó el teléfono. Chiara apoyó la mejilla en su pecho.
– Gritabas algo en aquel callejón cuando corrías hacia mí. ¿Recuerdas lo que decías?
Gabriel no lo recordaba. Era como si se hubiese despertado sin ser capaz de recordar los sueños que habían alterado su descanso.
– La llamabas -dijo Chiara.
– ¿A quién?
– A tu madre.
Recordó la imagen que había aparecido ante sus ojos durante la loca escapada del hombre de la motocicleta. Admitió que era posible que la hubiese llamado. Desde que había leído el testimonio prácticamente no había pensado en otra cosa.
– ¿Estás seguro de que Erich Radek fue el asesino de aquellas pobres muchachas en Polonia?
– Todo lo seguro que se puede estar cuando han transcurrido sesenta años desde los hechos.
– ¿Qué pasará si Ludwig Vogel es Erich Radek? Gabriel levantó una mano y apagó la lámpara.
La Via della Pace estaba desierta. El Relojero se detuvo ante la verja del Istituto Pontificio y apagó el motor de la motocicleta. Levantó una mano temblorosa y apretó el botón del interfono. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Esta vez, una voz adolescente lo saludó en italiano. El Relojero, en alemán, pidió ver al rector.
– Me temo que no es posible. Por favor, llame mañana para pedir una cita, y el obispo Drexler estará encantado de recibirlo. Buonanotte, signore.
El Relojero mantuvo el dedo en el botón durante un minuto.
– Dígale que me envía un amigo del obispo de Viena. Es una emergencia.
– ¿Cuál es el nombre del amigo?
El Relojero respondió con la verdad. Hubo una pausa.
– Bajaré en un momento, signore.
El Relojero se desabrochó la chaqueta para mirar la herida, justo debajo de la clavícula derecha. El calor de la bala había cauterizado las venas superficiales. Había poca sangre, sólo un latido muy fuerte y los escalofríos del trauma y la fiebre. Le habían disparado con una arma de pequeño calibre, probablemente un 22. No era una arma que causara grandes lesiones internas. Con todo, necesitaba un médico para que le extrajera la bala y limpiara a fondo la herida antes de que se infectara.
Levantó la cabeza. Una figura vestida con una sotana acababa de aparecer en el patio y avanzaba cautelosamente hacia la verja. Era un novicio, un chico de unos quince años con el rostro de un ángel.
– El rector dice que no es conveniente que venga al seminario a esta hora -le comunicó el novicio-. El rector le sugiere que busque otro lugar para pasar la noche.
El Relojero desenfundó la pistola y apuntó al rostro del novicio.
– Abre la puerta -susurró-. Ahora.
– Sí, pero ¿por qué tuvo que enviado aquí? -La voz del obispo subió de tono bruscamente, como si estuviese advirtiendo a un grupo de fieles sobre los peligros del pecado-. Sería mejor para todos que saliera de Roma inmediatamente.
– No puede viajar, Theodor. Necesita un médico y un lugar donde descansar.
– Eso ya lo veo. -Su mirada se posó brevemente en la figura sentada al otro lado de la mesa, un hombre con el pelo canoso y los hombros de un levantador de pesas-. Sin embargo, debe comprender que está colocando al Istituto en una situación terriblemente comprometida.
– La situación del Istituto será muchísimo peor si nuestro amigo, el profesor Rubenstein, tiene éxito.
El obispo exhaló un suspiro.
– Puede quedarse aquí veinticuatro horas, ni un minuto más.
– ¿Le buscará un médico? ¿Alguien discreto?
– Conozco a la persona adecuada. Me ayudó hace un par de años atrás, cuando uno de los.chicos se cruzó con un matón. Estoy seguro de que podré contar con toda su discreción en este asunto, aunque una herida de bala no es algo frecuente en un seminario.
– Estoy seguro de que encontrará la manera de explicarlo. Tiene usted una mente muy despierta, Theodor. ¿Puedo hablar con él un momento?
El obispo le ofreció el teléfono a su visitante. El Relojero lo cogió con una mano ensangrentada. Luego miró al prelado y, con un movimiento de cabeza, lo echó de su propio despacho. El asesino acercó el teléfono al oído. El hombre de Viena le preguntó qué había salido mal.
– No me dijo que el objetivo tenía protección. Eso fue lo que salió mal.
El Relojero le relató la súbita aparición de una segunda persona en una motocicleta. Hubo un momento de silencio, y después el hombre de Viena murmuró:
– En mis prisas por enviado a Roma, olvidé transmitirle una información muy importante. Ahora comprendo que fue un error grave.
– ¿Una información muy importante? ¿Qué puede ser?
El hombre de Viena respondió que el objetivo había tenido lazos con la inteligencia israelí.
– A juzgar por los hechos de esta noche en Roma -añadió-, dichos lazos continúan siendo muy fuertes.
«Por amor de Dios -pensó el Relojero-. ¿Un agente israelí?» No era un detalle menor. Por un momento consideró regresar a Viena y dejar que el viejo se encargara de solucionar el problema como mejor pudiera. Pero decidió que podía aprovechar la oportunidad de aumentar sus ganancias. También había algo más. Nunca antes había dejado de cumplir un contrato. No era una cuestión de orgullo profesional y de su reputación. Sencillamente, no le parecía prudente dejar que un enemigo potencial rondara por ahí, sobre todo un enemigo vinculado a un servicio de inteligencia tan implacable como el israelí. El dolor en el hombro aumentó. Pensó con agrado en pegarle un tiro a ese asqueroso judío y a su amigo.
– Mi precio por el trabajo acaba de subir -dijo el Relojero-. Sustancialmente.
– No esperaba otra cosa -respondió el hombre de Viena-. Doblaré la tarifa.
– Quiero el triple -replicó el Relojero.
El hombre de Viena titubeó un momento y después aceptó.
– ¿Podrá volver a localizado?
– Tenemos una importante ventaja.
– ¿Cuál es?
– Sabemos cuál es el rastro que sigue y sabemos adónde irá ahora. El obispo Drexler se encargará de conseguirle el tratamiento adecuado para su herida. Mientras tanto, descanse. Tendrá noticias mías muy pronto.
Alfonso Ramírez tendría que haber muerto hacía mucho. Era, sin duda, uno de los hombres más valientes de Argentina y de toda Latinoamérica. Periodista y escritor, se había dedicado en cuerpo y alma a la cruzada de derribar el muro de silencio que rodeaba el pasado criminal de su país. Considerado una persona demasiado controvertida y peligrosa, los medios de comunicación argentinos le habían cerrado las puertas, y casi todo su trabajo se publicaba en Estados Unidos y Europa. Eran pocos los argentinos, excepto aquellos que pertenecían a la élite política y financiera, que leían una palabra de lo que escribía.
Había sufrido en carne propia la brutalidad de la dictadura. Durante la guerra sucia, su oposición a la Junta Militar había conseguido que lo encarcelaran, donde había pasado nueve meses y lo habían torturado salvajemente. Su esposa, una activista de izquierda, había sido secuestrada por un escuadrón de la muerte y la habían arrojado viva, desde un avión, a las gélidas aguas del Atlántico sur. De no haber sido por la intervención de Amnistía Internacional, Ramírez seguramente hubiese tenido el mismo final. A él lo dejaron en libertad, convertido casi en una piltrafa humana, y el periodista había reanudado su cruzada contra los generales. En 1983, un gobierno civil elegido democráticamente había reemplazado a los militares. Con la ayuda de Ramírez, el nuevo gobierno llevó a juicio a docenas de oficiales de las fuerzas armadas por los crímenes cometidos durante la guerra sucia. Entre ellos se encontraba el capitán que había arrojado al mar a la esposa del periodista.
En los últimos años, Ramírez había dedicado su considerable talento a desvelar otro desagradable capítulo de la historia argentina que el gobierno, la prensa y la mayoría de sus ciudadanos habían preferido sepultar en el olvido. Después de la caída del régimen nazi, miles de criminales de guerra -alemanes, franceses, belgas y croatas- habían llegado a Argentina, con el entusiasta beneplácito del gobierno de Perón y la infatigable ayuda del Vaticano. Ramírez era despreciado por aquellos sectores de la sociedad argentina donde la influencia nazi todavía era muy fuerte, y su trabajo había resultado tan peligroso como el de investigar a los generales. Habían atentado dos veces contra su despacho, y era tal el número de cartas bomba que le enviaban que el correo se negaba a entregarle la correspondencia. Gabriel estaba seguro de que Ramírez no hubiese aceptado reunirse con él de no haber sido por la carta de presentación de Moshe Rivlin.
Sin embargo, Ramírez no había vacilado en aceptar su invitación a comer y le había propuesto un café en el barrio de San Telmo. El local tenía el suelo de baldosas blancas y negras, y las mesas de madera estaban dispuestas sin orden ni concierto. En las paredes encaladas había estanterías con botellas de vino vacías. Las puertas estaban abiertas de par en par y había mesas en la acera, debajo de una marquesina. Tres viejos ventiladores de techo movían el aire húmedo. Un pastor alemán dormitaba en el suelo, con la lengua fuera. Gabriel llegó puntualmente a las dos y media. El argentino no estaba.
Enero es pleno verano en Argentina y el calor era terrible. Gabriel, que se había criado en el valle de Jezreel y pasaba los veranos en Venecia, estaba habituado al calor; pero como hacía muy poco que había estado en los Alpes austriacos, el cambio de clima había pillado su cuerpo por sorpresa. Olas de calor se levantaban del pavimento de la calle donde el tráfico era incesante y entraban en el local. Con el paso de cada camión, la temperatura parecía aumentar uno o dos grados. Gabriel llevaba puestas las gafas de sol. Tenía la camisa pegada a la espalda.
Chupó una rodaja de limón y luego bebió un par de sorbos de agua helada mientras miraba la calle. Su mirada se demoró un segundo en Chiara, sentada al sol. Bebía un Campari con hielo y picoteaba unas patatas. Llevaba pantalones cortos y tenía la piel de los muslos enrojecida por el sol. Se había recogido los cabellos en un moño. El sudor le corría por la nuca y desaparecía debajo de la blusa sin mangas. Llevaba el reloj en la muñeca izquierda. Era una señal. La mano izquierda significaba que no había visto a nadie que los vigilara, aunque Gabriel sabía que incluso a un agente con la habilidad de Chiara le hubiese costado detectar la presencia de un profesional entre la multitud que ocupaba las aceras de San Telmo.
Ramírez se presentó a las tres. No se disculpó por el retraso. Era un hombre fornido, de brazos musculosos y barba negra. Gabriel buscó alguna huella de las torturas pero no vio ninguna. Su voz, cuando pidió dos filetes y una botella de vino tinto, era afable y tan fuerte que pareció sacudir las botellas de las estanterías. Gabriel preguntó si los filetes y el vino tinto eran una buena elección a la vista del tremendo calor. El periodista pareció considerar la pregunta un insulto.
– La carne es la única cosa buena de este país -respondió-. Además, tal como va la economía… -El resto de sus palabras se perdieron con el estruendo de un camión que pasaba en ese momento.
El camarero trajo el vino. La botella era verde y sin etiqueta. Ramírez sirvió dos vasos y le preguntó a Gabriel el nombre de la persona que buscaba. El argentino frunció el entrecejo al oír la respuesta.
– ¿Otto Krebs? ¿Es su nombre real o un alias?
– Un alias.
– ¿Cómo está tan seguro?
Gabriel le pasó los documentos que se había llevado de Santa Maria dell’Anima. Ramírez se puso unas gafas con los cristales sucios que llevaba en el bolsillo de la camisa. Gabriel se inquietó al ver los documentos tan expuestos a la luz sin el menor reparo. Miró a Chiara. El reloj continuaba en su muñeca izquierda. Ramírez acabó la lectura, y su expresión dejaba claro que estaba impresionado.
– ¿Cómo consiguió tener acceso a los documentos del obispo Hudal?
– Tengo un amigo en el Vaticano.
– No, tiene un amigo muy poderoso en el Vaticano. La única persona capaz de ordenar al obispo Drexler que entregue los documentos de Hudal es el mismísimo papa. -Ramírez levantó el vaso en un brindis-. Así que, en 1948, un oficial de las SS llamado Erich Radek llegó a Roma y se echó a los brazos del obispo Hudal. Al cabo de pocos meses, abandonó Roma con rumbo a Siria, convertido en Otto Krebs. ¿Qué más sabe?
El siguiente documento que Gabriel dejó sobre la mesa provocó otra expresión de asombro por parte del periodista.
– Como ve, la inteligencia israelí localizó al hombre que se hacía llamar Otto Krebs en Damasco en 1963. La fuente es muy buena, nada menos que Aloïs Brunner. Según Brunner, Krebs se marchó de Siria en 1963 y vino aquí.
– ¿Tiene razones para creer que aún sigue aquí?
– Eso es lo que necesito averiguar.
Ramírez se cruzó de brazos y miró a Gabriel. El silencio entre ellos lo llenó el estruendo del tráfico. El argentino se olía una historia. Gabriel ya lo sabía.
– ¿Cómo es que un hombre llamado René Duran, de Montreal, consigue hacerse con documentos secretos del Vaticano y el servicio de inteligencia israelí?
– Es obvio que tengo buenos contactos.
– Soy un hombre muy ocupado, señor Duran.
– Si es dinero lo que quiere…
El argentino levantó una mano en un gesto de advertencia. -No quiero su dinero, señor Duran. Sé cómo ganarlo. Lo que quiero es la historia.
– Como comprenderá, que la prensa informe de mis investigaciones puede ser un estorbo.
Ramírez pareció ofenderse por la observación.
– Señor Duran, estoy seguro de tener mucha más experiencia que usted persiguiendo a hombres como Erich Radek. Sé cuándo es el momento de investigar con discreción y cuándo es el momento de escribir.
Gabriel vaciló. No le entusiasmaba mucho establecer una relación de igualdad con el periodista, pero tenía claro que Alfonso Ramírez podía ser un amigo muy valioso.
– ¿Por dónde comenzamos? -preguntó Gabriel.
– Supongo que debemos averiguar si Aloïs Brunner dijo la verdad sobre su amigo Otto Krebs.
– ¿Se refiere a si en realidad vino a Argentina?
– Así es.
– ¿Cómo podemos averiguarlo?
En aquel momento apareció el camarero. El filete que le sirvió a Gabriel era lo bastante grande como para alimentar a una familia de cuatro personas. Ramírez sonrió mientras cortaba el suyo.
– ¡Que aproveche, señor Duran! ¡Coma! Algo me dice que necesitará todas sus fuerzas.
Alfonso Ramírez conducía el último Volkswagen Sirocco existente en el hemisferio occidental. Quizá había sido azul oscuro en otros tiempos; ahora era del color de la piedra pómez. La grieta en el centro del parabrisas se parecía a un rayo. La puerta del pasajero estaba hundida, y Gabriel tuvo que apelar a lo que le quedaba de sus fuerzas mermadas por el calor, para abrirla. El aire acondicionado no funcionaba, y el ruido del motor parecía el de un viejo avión de hélice.
Circularon por la ancha Avenida 9 de Julio con las ventanillas abiertas. Trozos de papel flotaban en el interior del coche. A Ramírez no pareció importarle lo más mínimo el que varias hojas salieran volando por las ventanillas. El calor iba en aumento. A Gabriel el vino le había dado dolor de cabeza. Miró a través de su ventanilla. Era una avenida muy fea. Las fachadas de los viejos edificios estaban cubiertas de carteles donde se anunciaban coches de lujo alemanes y bebidas gaseosas norteamericanas a una población cuyo dinero no tenía ningún valor. Las ramas de los árboles en las aceras estaban desnudas como consecuencia de la contaminación v el calor.
Se dirigieron hacia el río. Ramírez miró por el espejo retrovisor. Los años de ser perseguido por los matones militares y los simpatizantes nazis habían afinado sus sentidos.
– Nos sigue una muchacha en una moto.
– Sí, lo sé.
– Si lo sabía, ¿por qué no ha dicho nada?
– Porque trabaja para mí.
Ramírez miró de nuevo por el espejo retrovisor.
– He visto antes esas piernas. Es la muchacha que estaba en el café, ¿no?
Gabriel asintió. El dolor de cabeza iba en aumento.
– Es un hombre muy interesante, señor Duran, y muy afortunado. Es hermosa.
– Preocúpese sólo de conducir, Alfonso. Ella le cuidará la retaguardia.
Cinco minutos más tarde, Ramírez aparcó el coche en una calle paralela al puerto. Chiara pasó junto a ellos, luego dio la vuelta y aparcó la moto a la sombra de un árbol. Ramírez apagó el motor. El sol era implacable. Gabriel no veía la hora de salir del coche, pero el argentino quería ponerlo primero en antecedentes.
– La mayoría de los expedientes de los nazis en Argentina están guardados en este edificio. Aún están vedados a los periodistas e investigadores, a pesar de que ya se cumplió hace tiempo el período de treinta años estipulados por ley para que sean de conocimiento público. Incluso si conseguimos que nos permitan acceder a los archivos, es probable que no encontremos gran cosa. Perón ordenó que se destruyeran los expedientes más comprometedores en 1955, cuando lo derrocaron.
Al otro lado de la calle, un coche aminoró la velocidad, y el conductor miró con mucho interés a la muchacha montada en la moto. Ramírez también lo vio. Vigiló el coche por el espejo retrovisor durante unos segundos antes de proseguir con sus explicaciones.
– En 1997, el gobierno creó la comisión investigadora de las actividades nazis en Argentina. La comisión se topó con un grave problema desde el principio. Verá, en 1996, el gobierno mandó quemar todos los expedientes comprometedores que aún estaban en su posesión.
– Entonces ¿qué sentido tenía crear una comisión?
– Querían que les adjudicaran el mérito de haberlo intentado. Pero en Argentina la búsqueda de la verdad sólo puede llegar hasta un punto. Una investigación a fondo hubiese demostrado el verdadero alcance de la complicidad de Perón en la acogida de los nazis que escapaban de Europa. También hubiese revelado que muchos nazis todavía viven aquí. ¿Quién sabe? Quizá también el hombre que busca.
Gabriel señaló el edificio.
– ¿Qué es esto?
– El Hotel de los Inmigrantes, la primera parada de los millones de inmigrante s que llegaron a Argentina en los siglos xix y xx. El gobierno los albergaba aquí, hasta que encontraran un trabajo y un lugar donde vivir. Ahora es un almacén del Departamento de Inmigración.
– ¿Qué guardan?
Ramírez abrió la guantera y sacó una caja de guantes de látex y mascarillas de papel.
– No es precisamente el lugar más limpio del mundo. Espero que no le tenga miedo a las ratas.
Gabriel accionó la palanca de la portezuela y empujó la puerta con el hombro hasta abrirla. Al otro lado de la calle, Chiara apagó el motor de la moto y se preparó para la espera.
Un policía con cara de aburrido vigilaba la entrada. Una muchacha vestida de uniforme estaba sentada en la recepción, delante de un ventilador, muy entretenida en la lectura de una revista de modas. Les acercó el libro de entradas por encima del mostrador, cubierto de polvo. Ramírez firmó en el registro y añadió la hora. La empleada le entregó dos tarjetas de identificación numeradas. Gabriel era el número 165. Se la sujetó al bolsillo de la camisa y siguió a Ramírez, que ya caminaba hacia el ascensor.
– Faltan dos horas para el cierre -les avisó la muchacha, y luego reanudó la lectura.
Entraron en el ascensor. Ramírez cerró la reja y apretó el botón del último piso. El ascensor subió lentamente. En el último piso, el aire era tan caliente y había tanto polvo que costaba respirar. Ramírez se puso los guantes y la mascarilla. Gabriel siguió su ejemplo.
El espacio donde se encontraban tenía aproximadamente el largo de dos manzanas, y estaba abarrotado de estanterías metálicas que se hundían con el peso de los cajones de madera. Las gaviotas entraban y salían por las ventanas rotas. Gabriel oyó el sonido de las ratas, que se movían a sus anchas, y el maullido de un gato. El olor a moho se filtró por la mascarilla. Comparado con este lugar, el archivo subterráneo del Istituto Pontificio de Roma era un paraíso.
– ¿Qué es todo esto?
– Aquí están las cosas que a Perón ya sus sucesores espirituales en el gobierno de Menem no se les ocurrió destruir. Aquí están archivadas todas las tarjetas de inmigración rellenadas por todos los pasajeros que desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, desde 1920 hasta casi 1980. En el piso de abajo están los manifiestos de pasajeros de todos los barcos. Mengele, Eichmann, todos dejaron aquí sus huellas digitales. Quizá también Otto Krebs.
– ¿Cómo es que hay tanto desorden?
– Lo crea o no, esto era mucho peor. Hace unos años, una valiente muchacha llamada Chela se ocupó de clasificar las fichas por años y en orden alfabético. Ahora lo llaman la Sala de Chela. Las tarjetas de inmigración correspondientes a 1963 están por allí. Sígame. -Ramírez hizo una pausa y señaló el suelo-. Tenga cuidado con las cagadas de gato.
Caminaron media manzana. Las tarjetas de inmigración de 1963 ocupaban varias docenas de estanterías metálicas. Ramírez buscó los cajones con las tarjetas de los pasajeros cuyo apellido comenzaba con «K», los bajó de los estantes y los dejó en el suelo con mucho cuidado. Encontró cuatro inmigrantes que se apellidaban Krebs. Ninguno de ellos se llamaba Otto.
– ¿Puede estar mal clasificado?
– Por supuesto.
– ¿Es posible que alguien la retirara?
– Esto es Argentina, amigo mío. Cualquier cosa es posible.
Gabriel se apoyó en una estantería, decepcionado. Ramírez guardó las tarjetas en el cajón y lo dejó en la estantería. Luego consultó su reloj.
– Disponemos de una hora y cuarenta y cinco minutos hasta que cierren. Usted busque de 1963 en adelante, yo buscaré hacia atrás. El que pierda paga las copas.
Una tormenta llegó desde el río. Gabriel vio, a través de una de las ventanas rotas, los relámpagos entre las grúas del puerto. Los nubarrones tapaban el cielo. En el recinto, la oscuridad era cada vez mayor. La lluvia comenzó como una explosión. Entró por las ventanas y empapó los archivos. Gabriel, el restaurador, se imaginó la tinta que se corría, las letras perdidas para siempre.
Encontró las tarjetas de inmigración de tres hombres llamados Krebs, uno en 1965 y dos más en 1969. Ninguno se llamaba Otto. La oscuridad hacía que la tarea fuera cada vez más lenta. Para poder leer las tarjetas tenía que llevar los cajones hasta una de las ventanas, donde aún había un poco de luz. Allí se agachaba, de espaldas a la lluvia, y pasaba las tarjetas.
La muchacha de la recepción subió para avisarles de que faltaban diez minutos. Gabriel sólo había llegado a 1972. No quería volver al día siguiente. Aceleró la búsqueda.
La tormenta cesó con la misma brusquedad con la que había comenzado. El aire era más fresco y limpio. No se oía ningún ruido, excepto el correr del agua por los canalones de desagüe. Gabriel continuó buscando: 1973, 1974, 1975, 1976. No había más pasajeros que se llamaran Krebs. Ni uno.
La muchacha apareció de nuevo, esta vez para decirles que se marcharan. Gabriel cargó con el último cajón hasta la estantería, donde Ramírez y la muchacha conversaban animadamente.
– ¿Ha encontrado algo? -preguntó Gabriel. Ramírez negó con la cabeza.
– ¿Hasta dónde llegó?
– Hasta el final. ¿Usted?
Gabriel se lo dijo y después preguntó:
– ¿Cree que valdrá la pena volver mañana?
– Probablemente no. -Apoyó una mano en el hombro de Gabriel-. Venga. Lo invito a una cerveza.
La muchacha recogió las tarjetas de identificación y bajaron todos juntos en el ascensor. Se habían dejado abiertas las ventanillas del Sirocco. Gabriel, deprimido por el fracaso, se sentó en el asiento empapado. El tremendo rugido del motor resonó por toda la calle. Chiara los siguió en la moto. Estaba calada hasta los huesos.
A dos manzanas del archivo, Ramírez buscó en el bolsillo de su camisa y sacó una tarjeta de inmigración.
– Alegre esa cara, señor Duran -dijo, y le entregó la tarjeta-. Algunas veces da resultado apelar a las tácticas ilegales, como hacen los políticos. En el edificio hay una única fotocopiadora, y la chica es la encargada de utilizarla. Hubiese hecho una copia para mí y otra para su jefe.
– Y entonces, si Otto Krebs aún está en Argentina y sigue vivo, podría recibir el aviso de que lo estamos buscando.
– Precisamente.
Gabriel sostuvo la tarjeta en alto.
– ¿Dónde estaba?
– En el cajón de 1949. Supongo que Chela se equivocó al clasificarla.
Gabriel comenzó a leer la ficha. Otto Krebs había llegado a Buenos Aires en diciembre de 1963, en un barco que había zarpado de Atenas. Ramírez le señaló un número escrito a mano que había al pie: 245276/62.
– Es el número del permiso de desembarco. Probablemente lo emitió el consulado argentino en Damasco. El «sesenta y dos» final es el año en que se expidió el permiso.
– ¿Ahora qué?
– Sabemos que llegó a Argentina. -Ramírez encogió sus poderosos hombros-. Veamos si podemos encontrarlo.
Regresaron a San Telmo por las calles lavadas por la lluvia y aparcaron delante de un edificio de apartamentos. Como la mayoría de los edificios de Buenos Aires, había sido una construcción elegante. Ahora la fachada tenía el mismo color que el coche de Ramírez y estaba manchada por la contaminación.
Subieron un tramo de una escalera en penumbra. El aire en el interior del apartamento era rancio y cálido. Ramírez cerró la puerta con llave y abrió las ventanas para que entrara aire fresco. Gabriel miró la calle y vio a Chiara, que había aparcado la moto en la acera opuesta.
Ramírez fue a la cocina y volvió con dos botellas de cerveza. Le dio una a Gabriel. El cristal ya sudaba. Gabriel se bebió la mitad. El alcohol le alivió el dolor de cabeza.
Fueron al despacho. Tenía el aspecto que Gabriel se había imaginado para alguien como Ramírez: grande, desordenado, con pilas de libros en las sillas y una gran mesa de escritorio sepultada debajo de una montaña de papeles que parecían estar esperando que alguien les prendiera fuego. Las gruesas cortinas impedían que entrara la luz y el ruido de la calle. Ramírez se puso al teléfono mientras Gabriel se acababa la cerveza.
Ramírez tardó una hora en dar con la primera pista. En 1964, Otto Krebs había comunicado su domicilio a la Policía Federal de Bariloche. Cuarenta y cinco minutos más tarde, otra pieza del rompecabezas. En 1972, cuando solicitó un pasaporte argentino, Krebs había escrito una dirección en Puerto Blest, una ciudad cercana a Bariloche. Sólo necesitaron quince minutos más para la siguiente información. En 1982 habían cancelado el pasaporte.
– ¿Por qué? -preguntó Gabriel.
– Por fallecimiento del titular.
El argentino desplegó un mapa de carreteras sobre la mesa y, entrecerrando los ojos para ver a través de los cristales manchados, buscó la ciudad para señalársela a Gabriel.
– Aquí está. San Carlos de Bariloche, o Bariloche a secas, al pie de la cordillera de los Andes y en la zona de los lagos. La fundaron inmigrantes suizos y alemanes en el siglo xix. Todavía se la conoce como la Suiza argentina. Ahora es la ciudad favorita de los esquiadores, pero para los nazis y sus compañeros de viaje era algo así como el Valhalla. A Mengele le encantaba Bariloche.
– ¿Cómo llego allí?
– La manera más rápida es en avión. Hay un aeropuerto y vuelos diarios desde Buenos Aires. -Hizo una pausa, y luego añadió-: Es un viaje muy largo para ver una tumba.
– Quiero verla con mis propios ojos.
– Alójese en el hotel Edelweiss.
– ¿El Edelweiss?
– Es un enclave alemán -respondió el periodista-. Le costará creer que está en Argentina.
– ¿Por qué no me acompaña?
– Mucho me temo que seré un estorbo. Soy persona non grata en algunos sectores de la comunidad de Bariloche. He pasado demasiado tiempo curioseando por allí. Están hartos de ver mi cara. -En el rostro del periodista apareció una expresión grave-. Usted también tendrá que ir con mucho cuidado, señor Duran. Bariloche no es el lugar para hacer preguntas a cualquiera. No les gusta que un desconocido pregunte por algunos de los residentes. Además, ha de saber que ha venido a Argentina en un momento de tensión.
Ramírez buscó entre la montaña de papeles hasta dar con lo que necesitaba, un ejemplar de hacía dos meses de la edición internacional de Newsweek. Se lo dio a Gabriel.
– Mi artículo está en la página treinta y seis -dijo, y se fue a la cocina a buscar otras dos cervezas.
– El primero al que mataron fue un hombre llamado Enrique Calderón. Lo encontraron en el dormitorio de su casa, en el barrio de Palermo Chico, en Buenos Aires. Cuatro disparos en la cabeza, el trabajo de un profesional.
Gabriel, que era incapaz de enterarse de un asesinato sin imaginarse el acto, miró a Ramírez.
– ¿Quién era el segundo?
– Gustavo Estrada. Lo mataron dos semanas más tarde, cuando estaba en un viaje de negocios en Ciudad de México. Encontraron el cadáver en la habitación del hotel, después de no haberse presentado a un desayuno de trabajo. Cuatro disparos en la cabeza. Una buena historia, ¿no? Dos importantes hombres de negocios asesinados de la misma manera en un plazo de dos semanas. Es una de esas historias que les encantan a los argentinos. Durante unos días, todos se olvidan que se han quedado sin los ahorros de toda la vida y que su dinero no vale nada.
– ¿Los asesinatos están relacionados?
– Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero creo que sí. Enrique Calderón y Gustavo Estrada sólo eran conocidos, pero sus padres se conocían bien. Alejandro Calderón fue uno de los principales asesores de Juan Perón, y Martín Estrada era el jefe de la Policía Federal en los años posteriores a la guerra.
– En ese caso, ¿por qué mataron a los hijos?
– La verdad es que no tengo la más mínima idea. Ni siquiera tengo una teoría que pueda tener sentido. Pero hay una cosa que sí sé: las acusaciones están a la orden del día entre la vieja comunidad germana. Los nervios están a flor de piel. -Ramírez se bebió media botella de cerveza de un trago-. Se lo repito: tendrá que ir con mucho cuidado en Bariloche, señor Duran.
Conversaron un poco más, con el ruido de fondo de los coches en la calle, mientras anochecía. A Gabriel no le gustaban la mayoría de las personas que conocía en su trabajo, pero Alfonso Ramírez era una excepción. Lamentaba haber tenido que engañarlo.
Hablaron de Bariloche, de Argentina y del pasado. Cuando Ramírez quiso saber cuáles eran los crímenes de Erich Radek, Gabriel le contó todo lo que sabía. Esto motivó un largo silencio en el argentino, como si le doliera que hombres como Radek hubiesen encontrado refugio en la tierra que tanto amaba.
Quedaron de acuerdo en reunirse cuando Gabriel regresara de Bariloche y luego se despidieron en el pasillo mal iluminado. En el exterior, el barrio de San Telmo comenzaba a animarse con el fresco de la noche. Gabriel caminó por la muy concurrida acera, hasta que una muchacha en una motocicleta roja frenó a su altura y palmeó el sillín.
La consola del sofisticado equipo electrónico era de fabricación alemana. Los micrófonos y los transmisores ocultos en el apartamento del objetivo eran de la máxima calidad: diseñados y construidos por la inteligencia de la ex República Federal en los momentos más tensos de la guerra fría para vigilar las actividades de sus adversarios del este. El operador del equipo era argentino, aunque sus antepasados venían de un pueblo austriaco de Braunau am Inn. El hecho de que fuera el mismo pueblo donde había nacido Adolf Hitler le daba cierto prestigio entre sus camaradas. Cuando el judío se detuvo en la entrada del edificio de apartamentos, el hombre encargado de la vigilancia le tomó una fotografía con su cámara equipada con un teleobjetivo. Un momento más tarde, cuando la muchacha de la motocicleta se marchó, también capturó su imagen, aunque no servía de mucho, dado que el rostro estaba oculto por el casco. Dedicó un par de minutos a escuchar de nuevo la conversación mantenida en el apartamento del objetivo; luego, satisfecho, cogió el teléfono. Marcó un número de Viena. El sonido del alemán, hablado con acento vienés, fue como música para sus oídos.
En el Istituto Pontificio Santa Maria dell’Anima en Roma, un novicio caminó presuroso por el pasillo del segundo piso, donde estaban los dormitorios, y se detuvo al llegar a la puerta de la habitación ocupada por el visitante de Viena. Vaciló antes de llamar y luego esperó a que lo autorizara a entrar. Un rayo de luz caía sobre la fornida figura acostada en el catre. Sus ojos brillaban en la oscuridad como charcos de aceite.
– Tiene una llamada -dijo el muchacho sin mirarlo. Todos en el seminario estaban enterados del incidente ocurrido la noche pasada-. Puede atenderla en el despacho del rector.
El hombre se sentó en la cama y apoyó los pies en el suelo con un único movimiento. Los gruesos músculos de los hombros y la espalda se movían como serpientes debajo de su blanca piel. Se tocó por un segundo el vendaje en el hombro antes de ponerse un jersey de cuello alto.
El novicio acompañó al huésped escalera abajo y después cruzaron un pequeño patio interior. El despacho del rector estaba vacío. La única luz la daba la lámpara de mesa. Sobre la carpeta del escritorio descansaba el teléfono descolgado. El visitante lo recogió. El muchacho abandonó la habitación.
– Lo hemos localizado.
– ¿Dónde?
El hombre de Viena se lo dijo.
– Saldrá para Bariloche por la mañana. Usted lo estará esperando cuando llegue.
El Relojero consultó su reloj y calculó la diferencia horaria.
– ¿Cómo es posible?
– Hay un avión que despegará en unos minutos.
– ¿De qué habla?
– ¿Cuánto tardará en llegar al aeropuerto de Fiumicino?
Los manifestantes esperaban delante del hotel Imperial cuando llegó la caravana de tres coches para un mitin de los fieles del partido. Peter Metzler, sentado en el asiento trasero de la limusina Mercedes, miró a través de la ventanilla. Lo habían avisado, pero había esperado encontrarse con el mismo grupo de descontentos habituales, y no con una multitud con pancartas y megáfonos. Era inevitable: la proximidad de las elecciones; las encuestas cada vez más favorables al candidato. La izquierda austriaca vivía momentos de pánico, lo mismo que sus partidarios en Nueva York y Jerusalén.
Dieter Graff, sentado en el sillín delante de Metzler, parecía asustado, y con razón. Durante veinte años había trabajado para transformar el Frente Nacional Austriaco, que era una moribunda alianza de antiguos oficiales de las SS y soñadores neofascistas, en una moderna fuerza política conservadora. Casi en solitario había reorientado la ideología del partido y limpiado su imagen pública. Su muy bien estructurado discurso político había atraído a los votantes austriacos desencantados de la flemática alternancia en el poder del Partido del Pueblo y los socialdemócratas. Ahora, con Metzler como su candidato, estaba a las puertas de conseguir el cargo más alto de la política austriaca: la cancillería. Lo que menos le interesaba a Graff en ese momento, a tres semanas de las elecciones, era un enfrentamiento con una multitud de judíos y de idiotas de izquierda.
– Sé lo que estás pensando, Dieter -dijo Metzler-. Piensas que debemos actuar con precaución, que debemos evitar esa chusma y entrar por la puerta trasera.
– No niego que lo he considerado. Llevamos una ventaja de tres puntos y se mantiene. Preferiría no perder un par de puntos por culpa de una desagradable escena en la puerta del Imperial cuando se podría evitar sin problemas.
– ¿Entrando por la puerta de atrás?
Graff asintió. Metzler le señaló las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa.
– ¿Sabes cuál sería el titular de primera plana en Die Presse de mañana? «¡Metzler huye de los manifestantes de Viena!» Dirán que soy un cobarde, Dieter, y no lo soy.
– Nadie te ha acusado nunca de cobardía, Peter. Sólo es una maniobra táctica.
– Hemos usado la puerta trasera en demasiadas ocasiones.
– Metzler se ajustó el nudo de la corbata y se arregló el cuello de la camisa-. Además, los cancilleres no usan la puerta trasera. Entraremos por la puerta principal, con las cabezas bien altas y sacando pecho, o no entraremos.
– Te has convertido en todo un orador, Peter.
– Tengo un buen maestro. -Metzler sonrió al tiempo que apoyaba una mano en el hombro de Graff-. Pero me temo que una campaña tan larga haya comenzado a hacer mella en tu intuición.
– ¿Por qué lo dices?
– Mira a esos gamberros. La mayoría ni siquiera son austriacos. La mitad de las pancartas están en inglés y no en alemán. Es evidente que esta manifestación ha sido organizada por provocadores extranjeros. Si tengo la buena fortuna de enfrentarme a esa gente, mañana nuestra ventaja será de cinco puntos.
– No lo había considerado de esa manera.
– Di a los de seguridad que se lo tomen con calma. Es importante que los manifestantes aparezcan como camisas pardas, no nosotros.
Peter Metzler abrió la puerta y bajó de la limusina. La multitud estalló en un rugido y comenzó a agitar las pancartas.
– ¡Cerdo nazi!
– Reichsführer Metzler!
El candidato caminó hacia el hotel completamente ajeno a la protesta. Una muchacha, armada con un trapo empapado en pintura roja, consiguió pasar el cordón de seguridad. Lo lanzó contra Metzler, quien lo esquivó con tanta habilidad que prácticamente no cambió de paso. El trapo dio de lleno en un agente de la Staatspolizei, para gran alegría de los manifestantes. La muchacha que lo había arrojado fue capturada por dos agentes, que se la llevaron detenida.
Metzler, imperturbable, entró en el vestíbulo del hotel y se dirigió a la sala de fiestas, donde mil partidarios lo esperaban desde hacía tres años. Se detuvo un momento en la entrada para prepararse, y después entró en medio de una estruendos a ovación. Graff se apartó discretamente y miró cómo su candidato se movía entre la muchedumbre, que lo adoraba. Los hombres forcejeaban para estrecharle la mano o darle una palmada en la espalda. Las mujeres lo besaban en las mejillas. Metzler había conseguido que ser conservador resultara sexy.
Tardó cinco minutos en hacer el recorrido hasta la cabecera de la sala. En el momento en que Metzler subió al escenario, una hermosa muchacha vestida con el traje típico le entregó una enorme jarra de cerveza. Metzler la levantó por encima de la cabeza y la multitud gritó entusiasmada. Bebió un trago -no un sorbo para la foto, sino un buen trago austriaco- y luego se acercó al micrófono.
– Quiero agradecerles a todos el que hayan venido aquí esta noche. También quiero agradecerles a nuestros queridos amigos y simpatizantes el caluroso recibimiento fuera del hotel. -Resonaron las carcajadas-. Lo que esas personas no parecen entender es que Austria es de los austriacos y nosotros escogeremos nuestro propio futuro basándonos en la moral austriaca y las normas de la decencia austriacas. Los extranjeros y los críticos del exterior no tienen nada que opinar sobre los asuntos internos de esta bendita tierra nuestra. ¡Nosotros forjaremos nuestro propio futuro, un futuro austriaco, y ese futuro comenzará dentro de tres semanas!
Fue la locura.
La recepcionista del Bariloche Tageblatt miró a Gabriel con algo más que un pasajero interés cuando lo vio entrar y acercarse a su mostrador. Llevaba el pelo oscuro muy corto y los ojos azules resaltaban en su atractivo rostro bronceado.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó en alemán, como correspondía a alguien que trabajaba en un periódico que se publicaba en esa lengua.
Gabriel respondió en alemán, aunque simuló no hablarlo con la misma fluidez que la muchacha. Dijo que había venido a Bariloche para hacer una investigación genealógica. Afirmó que buscaba a una persona que podía ser hermano de su madre, un hombre llamado Otto Krebs. Tenía motivos para creer que Herr Krebs había muerto en Bariloche en octubre de 1982. ¿Era posible que se le permitiera acceder a los archivos del periódico para buscar la noticia de la muerte o la necrológica?
La recepcionista lo obsequió con una sonrisa que dejó a la vista su perfecta dentadura, luego cogió el teléfono y marcó el número de una extensión. La petición de Gabriel fue comunicada a un superior. La mujer escuchó en silencio durante unos segundos, después colgó el teléfono y se levantó.
– Acompáñeme.
Atravesaron una pequeña sala de redacción; los tacones de la muchacha resonaban en el suelo de linóleo. Una media docena de empleados en mangas de camisa, que parecían estar disfrutando de una pausa en el trabajo, tomaban café y fumaban. Ninguno pareció fijarse en el visitante. La puerta del archivo estaba abierta. La recepcionista encendió las luces.
– Desde que trabajamos con ordenadores, todos los artículos se archivan automáticamente en una base de datos. Pero comenzamos en 1998, así que cualquier cosa más antigua hay que buscarla en los ejemplares. ¿En qué fecha dijo que murió el hombre?
– Creo que fue en 1982.
– Está de suerte. Hay un registro de todas las necrológicas; a mano por supuesto, a la antigua.
Se acercó a una de las mesas y levantó la tapa de un grueso volumen encuadernado en cuero. Los renglones estaban escritos con letra muy pequeña.
– ¿Qué nombre me dijo?
– Otto Krebs.
– Krebs, Otto -repitió la recepcionista. Buscó rápidamente la sección correspondiente-. Krebs, Otto… Ah, aquí está. Según esto, murió en noviembre de 1983. ¿Todavía le interesa ver la necrológica?
Gabriel asintió. La muchacha anotó el número de referencia y se acercó a una pila de cajas de cartón. Pasó el índice a lo largo de las etiquetas y se detuvo cuando encontró la que buscaba. Le pidió a Gabriel que apartara las cajas que estaban encima. Levantó la tapa y salió un olor a polvo y papel mohoso. Los recortes estaban guardados en carpetas de plástico. La necrológica de Otto Krebs estaba rota. La recepcionista se encargó de repararla con un trozo de celo y se la entregó a Gabriel.
– ¿Es éste el hombre que busca?
– No lo sé -respondió Gabriel sinceramente.
La joven cogió de nuevo el recorte y lo leyó rápidamente.
– Aquí dice que era hijo único. -Miró a Gabriel-. Eso no significa gran cosa. Muchos de ellos tuvieron que borrar sus antecedentes para proteger a sus familias, que aún estaban en Europa. Mi abuelo tuvo suerte. Al menos consiguió mantener su nombre. -Miró a Gabriel directamente a los ojos-. Era croata. -Había un aire de complicidad en su tono-. Después de la guerra, los comunistas querían juzgarlo y ahorcarlo. Afortunadamente, Perón permitió que viniera aquí.
Se llevó el recorte a la fotocopiadora. Hizo tres copias. A continuación guardó el original en la carpeta y la carpeta en la caja. Le entregó las copias a Gabriel, que las leyó mientras salían de la habitación.
– Según la necrológica, lo enterraron en el cementerio católico de Puerto Blest.
– Así es. Está al otro lado del lago, a pocos kilómetros de la frontera chilena. Administraba una estancia. Eso también aparece en la necrológica.
– ¿Cómo puedo llegar hasta allí?
– Siga la carretera que sale de Bariloche hacia el oeste. Encontrará un desvío. Espero que tenga un buen coche. El camino bordea el lago y después sigue hacia el norte. Lo llevará directamente a Puerto Blest. Si se marcha ahora, llegará antes del anochecer.
Se dieron la mano en el vestíbulo. La muchacha le deseó suerte.
– Espero que sea el hombre que busca, aunque quizá no lo sea. Supongo que en estos casos nunca se sabe.
En cuanto Gabriel salió del edificio, la recepcionista cogió el teléfono y marcó un número.
– Acaba de marcharse.
– ¿Cómo ha ido?
– He hecho lo que usted me dijo. Me he mostrado muy amable. Le he enseñado lo que quería ver.
– ¿Qué era?
La muchacha se lo dijo.
– ¿Cómo ha reaccionado?
– Me ha preguntado cómo se llegaba a Puerto Blest.
Se cortó la comunicación. La recepcionista colgó el teléfono lentamente. De pronto sintió una sensación de vacío en el estómago. No tenía ninguna duda de lo que le esperaba al hombre en Puerto Blest. Era el mismo destino de todos los otros que habían venido a ese rincón en el norte de la Patagonia buscando a hombres que no querían que los encontraran. No sintió ninguna pena; al contrario, consideró que era un tonto. ¿De verdad había creído que podía engañar a alguien con aquella estúpida historia de una investigación genealógica? ¿Quién se creía que era? Él era el único culpable. Claro que siempre era así con los judíos. No hacían otra cosa que buscarse problemas.
En aquel momento se abrió la puerta principal y entró una mujer con un vestido veraniego. La recepcionista sonrió.
– ¿En qué puedo ayudarla?
Caminaron de regreso al hotel bajo un sol abrasador. Gabriel le tradujo la necrológica a Chiara.
– Dice que nació en Austria en 1913, que fue agente de policía, y que se alistó en la Wehrmacht en 1938. Tomó parte en las campañas contra Polonia y la Unión Soviética. También dice que ganó dos medallas al valor. Una se la entregó el Führer en persona. Supongo que eso le hizo ganar méritos en Bariloche.
– ¿Qué hizo después de la guerra?
– No hay ninguna mención hasta después de su llegada a Argentina en 1963. Trabajó durante dos años en un hotel de Bariloche, luego entró a trabajar en una estancia cerca de Puerto Blest. En 1972 le compró la finca a sus patronos y la administró hasta su muerte.
– ¿Algún familiar en la zona?
– Según esto, nunca se casó y no tenía familia.
Llegaron al hotel Edelweiss. Era un chalet de estilo suizo con el techo de pizarra, ubicado a dos calles de la orilla del lago, en la avenida San Martín. Gabriel había alquilado un coche en el aeropuerto aquella misma mañana: un Toyota todoterreno. Le pidió al encargado del garaje que se lo trajera y luego entró en el vestíbulo para hacerse con un mapa de carreteras de la región. Puerto Blest estaba exactamente donde la mujer del periódico le había dicho, en el lado opuesto del lago, cerca de la frontera chilena.
Emprendieron el viaje. Encontraron el desvío y siguieron la orilla del lago. La carretera empeoraba por momentos cuanto más se alejaban de Bariloche. La mayor parte del tiempo, el agua quedaba oculta por el bosque. Entonces, al pasar por una curva o cuando los árboles estaban un poco más separados, el lago aparecía súbitamente ante ellos, como un relámpago azul, y al segundo desaparecía de nuevo detrás del telón de árboles.
Pasaron el extremo sur del lago y redujeron la marcha durante un par de minutos para observar una bandada de cóndores gigantes que volaban en círculos alrededor de la cumbre del cerro López. Después siguieron por un camino de tierra que cruzaba una meseta donde unos arbustos gris verdoso eran la vegetación dominante. También había bosquecillos de arrayanes. En los prados, los rebaños de ovejas patagónicas se alimentaban con la hierba del verano. A lo lejos, hacia la frontera chilena, se veían los rayos del sol sobre los picos de los Andes.
Cuando llegaron a Puerto Blest se había ocultado el sol y el pueblo estaba en sombras. Gabriel entró en un café para preguntar cuál era el camino para llegar al cementerio. El encargado, un hombre bajo y de expresión risueña, lo acompañó a la calle y, con muchos gestos y señales, le indicó el camino.
En el interior del café, en una mesa cercana a la puerta, el Relojero tomaba una cerveza y observaba la conversación que tenía lugar en la calle. Reconoció al hombre delgado con el pelo negro y las sienes canosas. En el asiento del acompañante del Toyota había una mujer de pelo largo oscuro. ¿Era posible que fuera la misma que le había metido una bala en el hombro en Roma? Era algo que no tenía importancia. En cualquier caso, no tardaría en estar muerta.
El israelí se sentó al volante y arrancó. El encargado entró en el local.
– ¿Adónde van esos dos? -preguntó el Relojero en alemán.
El encargado le respondió en el mismo idioma.
El Relojero se acabó la cerveza y dejó el dinero de la consumición en la mesa. Incluso el más mínimo movimiento, como sacar el dinero del bolsillo, le provocaba un dolor intenso en el hombro. Abandonó el local, permaneció un segundo delante de la puerta para disfrutar del aire fresco y luego caminó lentamente hacia la iglesia.
La iglesia de Nuestra Señora de las Montañas se levantaba en el extremo oeste del pueblo. Era un pequeño edificio colonial pintado de blanco con el campanario a la izquierda del pórtico. Delante de la iglesia había un patio de piedra con dos enormes plátanos que daban sombra. Estaba rodeado por una verja de hierro. Gabriel caminó hacia la parte trasera del edificio. El cementerio seguía la pendiente de la ladera, hacia un bosque de pinos. Un millar de lápidas y monumentos funerarios asomaban entre la hierba, muy alta, como un ejército en retirada. Gabriel contempló el panorama con los brazos en jarras, deprimido ante la perspectiva de tener que recorrer todo el cementerio en la penumbra hasta dar con una lápida con el nombre de Otto Krebs.
Volvió al frente de la iglesia. Chiara lo esperaba en las sombras del patio. Gabriel abrió la pesada puerta de roble del templo. Chiara lo siguió al interior. El aire fresco le acarició el rostro y olió una fragancia que no olía desde que se había marchado de Venecia: la mezcla de cera de los cirios, el incienso, la cera de madera, y moho, el olor inconfundible de una iglesia católica. Cuán distinto era este templo de la iglesia de San Galvano Crisóstomo, en Cannaregio. No había un altar dorado, columnas de mármol, altísimos ábsides o soberbios retablos. Un severo crucifijo de madera colgaba sobre un altar sin adornos, y una hilera de velas ardía delante de una imagen de la Virgen. Las vidrieras, a un lado de la nave, habían perdido su color con el ocaso.
Gabriel avanzó con paso vacilante por el pasillo central. Vio una figura vestida de negro que salía de la sacristía y pasaba por delante del altar. El sacerdote se detuvo delante del crucifijo, se santiguó y luego se volvió para mirar a Gabriel. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con pantalón.Y camisa de manga corta, negra, y un alzacuellos. Llevaba el pelo canoso bien cortado, su rostro moreno era apuesto y tenía las mejillas enrojecidas por el sol. No pareció sorprenderse por la presencia de dos extraños en su iglesia. Gabriel se le acercó lentamente. El sacerdote le tendió la mano y se presentó como el padre Rubén Morales.
– Me llamo René Duran -dijo Gabriel-. Soy de Montreal.
El sacerdote asintió, como si estuviese habituado a recibir a visitantes del extranjero.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Duran?
Gabriel le recitó la misma explicación que le había dado a la mujer del Bariloche Tageblatt por la mañana: que había venido a la Patagonia en busca de una persona que podía ser el hermano de su madre, un hombre llamado Otto Krebs. Mientras Gabriel hablaba, el sacerdote entrelazó las manos y lo observó con una mirada amable. No tenía nada que ver con monseñor Donati, el burócrata vaticano, o el obispo Drexler, el hostil rector del Anima. A Gabriel le supo mal engañado.
– Conocí muy bien a Otto Krebs -comentó el padre Morales- y lamento decide que no puede ser de ninguna manera el hombre que busca. Verá, el señor Krebs no tenía hermanos. No tenía familia. Cuando consiguió labrarse una posición que le permitiera mantener a una esposa e hijos, ya no… -La voz del padre se apagó-. No sé muy bien cómo decirlo. Había dejado de ser un buen partido. Los años habían dejado su huella.
– ¿Alguna vez habló con usted de su familia? -Gabriel hizo una pausa, y después añadió-: ¿O de la guerra?
El sacerdote enarcó las cejas.
– Fui su confesor y amigo, señor Duran. Hablamos de muchísimas cosas a lo largo de los años. El señor Krebs, como muchos hombres de su época, fueron testigos de actos terribles de destrucción y muerte. Él mismo había cometido actos de los que se sentía profundamente avergonzado y deseaba la absolución.
– ¿Usted se la dio?
– Le di la paz de espíritu, señor Duran. Escuché sus confesiones, le impuse penitencia. Dentro de los límites de la fe católica, preparé su alma para reunirse con Dios. Pero ¿yo, un simple párroco de una iglesia rural, poseo de verdad el poder para absolver esos pecados? No estoy muy seguro…
– ¿Puedo preguntarle por algunas de las cosas de las que hablaron? -se arriesgó a preguntar Gabriel, a sabiendas de que planteaba una cuestión difícil, y la respuesta fue la que ya se esperaba.
– Muchas de mis conversaciones con el señor Krebs están bajo el secreto de confesión. Las demás entran en el campo de la amistad. No me parece correcto hablarle ahora de la naturaleza de aquellas conversaciones.
– Pero si lleva muerto veinte años.
– Incluso los muertos tienen derecho a su intimidad.
Gabriel escuchó la voz de su madre, la primera línea de su testimonio: «No hablaré de todas las cosas que vi. No puedo. Se lo debo a los muertos.»
– Podría ayudarme a saber si ese hombre era mi tío.
El padre Morales le dedicó una sonrisa encantadora.
– Soy un sencillo cura rural, señor Duran, pero no soy tonto. También conozco muy bien a mis feligreses. ¿De verdad cree que es la primera persona que viene aquí con la excusa de estar buscando a un pariente? Estoy absolutamente seguro de que Otto Krebs no puede ser su tío. Y dudo que sea usted de verdad René Duran de Montreal. Ahora, si me perdona…
Se volvió dispuesto a marcharse. Gabriel le tocó el brazo.
– ¿Puedo pedirle que al menos me muestre su tumba?
El sacerdote exhaló un suspiro y miró los vitrales. Ahora eran negros.
– Ya es de noche. Ahora vuelvo.
Pasó por delante del altar y desapareció en la sacristía.
Reapareció al cabo de un momento vestido con una cazadora marrón y provisto con una linterna de gran tamaño. Los hizo salir por una puerta lateral y caminaron por un sendero entre la iglesia y la rectoría. Al final del sendero había una puerta con un dosel. El padre Morales la abrió, encendió la linterna y entró primero en el cementerio. Gabriel caminó a la par que el sacerdote por el angosto sendero bordeado de hierbajos. Chiara se mantenía un paso más atrás.
– ¿Celebró usted el funeral, padre Morales?
– Sí, por supuesto. Tuve que ocuparme del funeral y del entierro. No había nadie más para hacerlo.
Un gato apareció por detrás de una de las lápidas y se detuvo delante de ellos, en mitad del sendero, y sus ojos brillaron como dos faros amarillos al reflejar la luz de la linterna. El padre Morales lo espantó con un chistido y el gato desapareció entre los hierbajos.
Se acercaron al bosquecillo que había al pie del cementerio. El sacerdote se desvió a la izquierda y avanzaron por una zona donde la hierba les llegaba a las rodillas. Allí el sendero era tan angosto que sólo podían caminar en fila india. Chiara se cogió de la mano de Gabriel.
El padre Morales se detuvo casi al final de una hilera de lápidas y alumbró con la linterna en un ángulo de 45 grados. El rayo iluminó una sencilla lápida donde aparecía el nombre de Otto Krebs. El año de nacimiento era 1913 y el de fallecimiento era 1983. Encima del nombre, debajo de un cristal ovalado sucio de polvo, había una foto.
Gabriel se puso en cuclillas, quitó el polvo del cristal, que estaba rayado, y observó la foto con mucha atención. Evidentemente había sido tomada unos cuantos años antes de su muerte, porque el rostro correspondía a un hombre de mediana edad, quizá de unos cincuenta años. Gabriel se convenció de una cosa. No era el rostro de Erich Radek.
– Creo no equivocarme si digo que no es su tío, señor Duran.
– ¿Está usted seguro de que ésta es su fotografía?
– Sí, por supuesto. Yo mismo la encontré en una caja de seguridad donde había algunos objetos de su pertenencia.
– Supongo que no me permitirá verlas, ¿verdad?
– Ya no las tengo en mi poder. Y si las tuviese…
El padre Morales no acabó la frase y le dio la linterna a Gabriel.
– Ahora los dejaré solos. Conozco el camino. No necesito la linterna. Le ruego, si es tan amable, que la deje en la puerta de la rectoría cuando se marche. Ha sido un placer conocerlo, señor Duran.
Sin decir nada más, dio media vuelta y se alejó. Gabriel miró a Chiara.
– Tendría que ser la fotografía de Radek. Radek fue a Roma y consiguió un pasaporte de la Cruz Roja a nombre de Otto Krebs. Krebs viajó a Damasco en 1948, luego emigró a Argentina en 1963 y después se inscribió como residente en esta ciudad. Éste tendría que ser Radek.
– ¿Qué crees que pasó?
– Algún otro fue a Roma y se hizo pasar por Radek. -Gabriel señaló la foto en la lápida-. Fue este hombre. Éste es el austriaco que fue al Istituto Pontificio a pedir la ayuda del obispo Hudal. Radek estaba en alguna otra parte, probablemente todavía en Europa. ¿Por qué otra razón se tomaría tantas molestias? Quería que todos creyeran que se había marchado hacía tiempo. Incluso en el caso de que alguien quisiera buscado, seguiría el rastro de Roma a Damasco y luego a Argentina, donde acabaría encontrando al hombre equivocado: Otto Krebs, alguien que consiguió ahorrar el dinero suficiente para comprar unas cuantas hectáreas junto a la frontera chilena.
– Todavía tienes un grave problema -señaló Chiara-. No puedes demostrar que Ludwig Vogel es en realidad Erich Radek.
– No vayas tan de prisa -replicó Gabriel-. Hacer que desaparezca un hombre no es tan sencillo. Radek tuvo que necesitar ayuda. Alguien más tiene que saber algo de este embrollo.
– Sí, ¿pero todavía vive?
Gabriel se levantó. Miró en dirección a la iglesia. La silueta del campanario se recortaba contra el cielo. Entonces vio una figura que avanzaba hacia ellos, entre las lápidas. Por un momento creyó que era el padre Morales; luego, cuando la figura se acercó un poco más, vio que era otro hombre. El sacerdote era pequeño y delgado. Este hombre era fornido y avanzaba colina abajo con la agilidad propia de alguien en muy buen estado físico.
Gabriel levantó la linterna y lo alumbró. Alcanzó a verle el rostro por un momento antes de que el hombre levantara una manaza para protegerse de la luz: calvo, con gafas, gruesas cejas canosas.
Gabriel oyó un sonido a su espalda. Se volvió para alumbrar hacia el bosque. Dos hombres con ropas oscuras acababan de salir de entre los árboles a toda carrera. Iban armados con metralletas.
Gabriel iluminó de nuevo al hombre que continuaba bajando por el sendero entre las lápidas y vio que sacaba una arma de debajo de la chaqueta. Entonces, el pistolero se detuvo de repente. No miraba a Gabriel y Chiara sino a los dos hombres que avanzaban desde el bosquecillo. Sólo permaneció inmóvil un segundo; luego guardó el arma, se volvió y echó a correr hacia la iglesia.
Cuando Gabriel se volvió de nuevo, los dos hombres armados estaban a un par de metros y seguían corriendo. El primero chocó contra Gabriel y lo hizo caer sobre la tierra apisonada del cementerio. Chiara consiguió protegerse el rostro cuando el segundo pistolero la derribó. Una mano enguantada tapó la boca de Gabriel y un instante después sintió el calor del aliento del atacante en la oreja.
– Tranquilo, Allon, está entre amigos. -Hablaba inglés con acento norteamericano-. No nos ponga las cosas difíciles.
Gabriel apartó la mano que lo amordazaba y miró a su atacante.
– ¿Quiénes sois?
– Tus ángeles de la guarda. Ese hombre era un asesino profesional y venía dispuesto a mataras a los dos.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros?
Los pistoleros ayudaron a Gabriel y Chiara a levantarse, y se los llevaron hacia el bosquecillo.