PRÓLOGO

Diciembre de 2006


Mary Cadogan yacía tendida en la cama. Estaba asustada, pero la verdad es que vivía siempre asustada. Asustada de que su marido fuese encarcelado y más asustada de que no lo fuese.

No quería que nadie la viese allí tendida, completamente vestida en una gélida noche de diciembre, esperando que regresase el hombre que no pondría ningún reparo en acabar con ella, física y emocionalmente. El olor de su aliento impregnaba la habitación; siempre tenía ese olor rancio propio de los bebedores, ese olor amargo y repulsivo, aunque nadie se había atrevido jamás a mencionárselo. El hábito de la bebida, al igual que otros muchos aspectos de su vida, era un tema del que no se podía hablar abiertamente. Sin embargo, todos los que la rodeaban sabían que ni los caramelos ni los chicles de menta podían enmascarar su mal aliento. Su vida, además, les hacía sentirse incómodos, especialmente a ella misma.

Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hace que hasta el más ti uro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.

Mary Cadogan notó esa peculiar presión en el pecho que siempre le provocaba oír el nombre de su marido. El hecho de que a los demás les suscitara el mismo sentimiento le servía de poco porque ella lo había visto en acción, lo había sentido en sus propias carnes y sabía que nadie que tuviera una pizca de cerebro se atrevería ni tan siquiera a contradecirle, a menos que llevara un arma en la mano, por lo que normalmente optaban por dejar que se saliera con la suya antes de enfrentarse a su cólera.

Mary se miró en el espejo que había frente a la cama. Hasta ella se sorprendía de conservar siempre ese aspecto tan sereno e inmaculado, sin un pelo fuera de su lugar por muchas cosas que le inquietaran o le sucedieran. Era un don que poseía, un hábito que había forjado con los años con el propósito de que su marido y padre de sus hijos no supiera qué pensaba realmente. De hecho, hasta hacía muy poco tiempo, siempre había procurado que nadie a su alrededor supiera lo que pensaba; era una táctica de supervivencia que había desarrollado con el fin de no perder la cabeza.

Vivir, como ella hacía, en un campo de minas y con un hombre que consideraba una ofensa personal cualquier tipo de desacuerdo, le había hecho aprender a mostrarse conforme con cualquier cosa que dijera o hiciera. Tenía que hacerlo, como hacían todos los demás cuando trataban con alguien como Danny Boy Cadogan. Y no sólo eso. También tenía que fingir que realmente pensaba que tenía la razón y que siempre era más listo que nadie. Ya fuese un tema de importancia, como por ejemplo dónde vivirían, o algo nimio, como por ejemplo qué desayunarían los niños, la cuestión es que él siempre estaba en lo cierto.

Al principio imaginó que su amor por él le haría cambiar, le haría borrar esa actitud dominante, pero no tardó en darse cuenta de que se había esforzado en vano. Si acaso, todo lo contrario; con el paso de los años, había empeorado y a ella no le había quedado otra opción que armarse de una coraza de tranquilidad y credibilidad que, si no hacía su vida más feliz, al menos parecía soportable a los ojos de los demás.

Mary levantó una mano sumamente arreglada y, de forma instintiva, se acicaló el pelo. Su hermano Michael había intentado a su manera que su situación mejorase, pero le había decepcionado, al igual que a todos los demás, incluido Danny. No obstante, lograba mantenerlo a raya, al menos hasta donde se podía con una persona como él, pues Danny siempre hacía lo que se le antojaba, algo que dejaba claro a los pocos minutos de conocerle. Desde muy pequeño había estado dominado por un espíritu combativo que le había servido para poner en su lugar a muchachos mucho mayores y más fuertes que él, por eso se convirtió en un tipo de mucho cuidado. Era un líder nato y, para ser sinceros, los había llevado a todos por el buen camino, de lo cual cada uno se había aprovechado a su manera. Sin embargo, ahora los había puesto en una situación tan dificultosa que parecía no haber escapatoria.

La madre de Danny estaba en la planta de abajo con las niñas, escuchando tranquilamente la maldita radio, tarareando canciones ya más que pasadas de moda y rememorando viejos recuerdos.


Michael Miles, el hermano de Mary, suspiró pesadamente:

– ¿De verdad crees que lo hará?

– Cualquiera sabe. Nunca se sabe qué anda pensando. No creo que lo sepa ni él mismo -respondió Jonjo oyendo su propia voz, que, como siempre, sonaba de lo más neutra.

– Espera que llegue Eli y luego nos marcharemos. Y deja de comportarte como un puñetero niño. Ya está todo planeado, así que cierra el pico.

Jonjo se dio cuenta de que todo había terminado, aunque creía que aquella noche no sucedería nada, ni esa noche ni ninguna otra noche. Todo había sido inútil. Danny se saldría con la suya, como siempre. ¿Por qué iba a ser diferente? ¿Por qué pensaban que podrían detenerlo si eso era tan imposible como parar una bala con una raqueta de tenis?

Michael comprendía la inquietud de Jonjo, pues la había experimentado en muchas ocasiones en los últimos años, a pesar de ser la única persona a la que Danny trataba con cierta decencia y respeto. De hecho, Danny sentía aprecio por él y, por muy extraño que parezca, él también le correspondía. Pero esta vez se había pasado de la raya y eso lo sabían todos. Arrancó el coche y dijo:

– Es la hora.

Partieron a gran velocidad, sumidos en un profundo silencio ante la gravedad de lo que pensaban hacer.


Por lo que respecta a Danny Boy Cadogan, estaba convencido de que su esposa Mary carecía de ideas propias, pero no era así, y bien que sabía sacarles provecho. Había llegado incluso a creer que tendría un golpe de suerte y se había permitido hasta el lujo de soñar que alguien lo quitaría de en medio por la única y sencilla razón de que ella ya no soportaba vivir a su lado. Era como vivir en un vacío perpetuo, pues Danny controlaba cada paso que daba, cada pensamiento, incluso elegía sus amistades. Sin embargo, ella le había hablado sin rodeos a su hermano Jonjo, le había hecho saber la verdad de su matrimonio y ahora él contaría con esa ventaja, al igual que su pobre hermano Michael; Jonjo, además -ahora se había dado cuenta de ello-, no era precisamente un ejemplo de lealtad y esa misma noche lo había dejado bien claro.

Mientras yacía tendida en la cama se preguntó si no sería mejor levantarse, coger el coche -un nuevo modelo Mercedes, pues, al fin y al cabo, era la mujer de Danny Boy Cadogan y debía presumir de lo mejor- y estrellarlo contra una pared. Eso pondría fin a todo. Otra opción era coger el coche y pasar por encima del mismísimo Danny Boy. Dibujó una sonrisa ante la audacia de sus pensamientos, ya que, si la Brigada de Homicidios no tenía agallas para arrestarlo, ¿qué posibilidades tendría ella? Moriría a los pocos segundos si su marido sobrevivía, lo cual, conociendo a ese cabrón, era lo más probable.

Danny siempre comprobaba si lo que decía era cierto; no lo hacía directamente, sino haciéndose el longuis y hablando en tono de broma acerca de dónde había estado, normalmente en casa de su cuñada, para luego dejar caer en medio de la conversación la típica pregunta: «¿Y de qué hablasteis?», para contrastarlo con lo que ella le había dicho, como si Mary se atreviera a engañarle.

Lo oía, notaba su voz llena de interés y artificio, veía sus ojos atentos a cualquier indicio de subterfugio por parte de Carole. Entonces observaba que sus manos aferraban la taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos y notaba crecer su cólera al saber que se había atrevido a salir sin su compañía. Lo veía dubitativo, preguntándose si Carole le había dicho la verdad o estaba encubriendo a su amiga. Si optaba por creer en sus sospechas más que en las palabras de Carole, entonces sería motivo de disputas durante meses. Sin embargo, Carole contaba con un factor a su favor y es que era una mujer obesa, cuya vida estaba dedicada expresamente a su marido y a sus hijos, y a la cual no le interesaba nada aparte de eso. Mary sabía que Carole contaba con la aprobación de Danny, pues era una de las pocas personas a las que le permitía ver regularmente. Carole no constituía una amenaza desde su punto de vista porque no era el tipo de mujer que pudiera pervertir a su esposa. Tampoco era una mujer que vistiese bien, ni de ésas que sienten la necesidad de ir al gimnasio para tratar de conservar la figura. Carole era la mujer con la que debería haberse casado, cosa que Mary hubiera deseado de todo corazón. Ojalá lo hubiera hecho. Se dio cuenta de que estaba llorando; un llanto silencioso y controlado, como todos los actos de su vida, ya que, en los últimos veinticinco años, no se había permitido el lujo de reaccionar en ningún momento como una persona normal.

¿Cómo había acabado de ese modo? ¿Cómo era que su vida, que muchas mujeres envidiaban, se había convertido en algo tan insulso que había llegado incluso a pensar en suicidarse? No necesitaba una respuesta, pues sabía de sobra cómo había sucedido, lo sabía mejor que nadie. Esa noche había tenido su oportunidad, su última oportunidad de apartarse de él y tratar de buscar una vida decente para ella y sus hijas. Pero eso no sucedería, no sucedería jamás y debería haberse dado cuenta de ello antes de haberse puesto en una situación tan engorrosa y sin sentido. Sin embargo, a posteriori, pensó que había sido puñeteramente fantástico.

– Abuelita, ¿puedo coger otro polo?

Eran las nueve y media de la noche y Leona Cadogan no tenía intención de irse a la cama. Su abuela, Angélica Cadogan, tampoco deseaba que se acostase todavía.

– Por supuesto que sí -respondió Angélica-. Puedes tomar lo que te apetezca. Tú siéntate en el sofá que yo te lo traigo.

La niña se acicaló. Tenía el pelo moreno y largo, y los ojos azules y separados, al igual que su padre. Angélica abrió su nueva adquisición, una nevera americana, y sacó orgullosa un polo para su nieta. Su hijo cuidaba de que no le faltase de nada. Se acercó y le dio el polo a su nieta, le echó una manta por encima y la besó en la parte de arriba de la cabeza.

Leona aferraba con fuerza el mando a distancia de la televisión y miraba la pantalla sin darle a su abuela opción a decidir. Su hermana Laine, a la que apodaban en tono cariñoso «Lainey», estaba dormida en la silla. Leona cuidaba de su hermana menor, como debía ser, pues formaban una familia en la que los unos cuidaban de los otros, de eso ya se encargaba la abuela.

Angélica vio que la niña tenía puesta la serie Little Britain[1] y sacudió la cabeza lentamente. Leona, a pesar de tener sólo seis años, ya comprendía ese sentido del humor. Su instinto le dijo que debía apagarla, pero a su edad no creyó que le importasen esas ofensas. Al contrario que sus hijos, sus nietos estaban muy alejados de la vida delictiva. Especialmente esas dos niñas, pues parecía como si Danny se hubiese enamorado de nuevo desde que ellas llegaron al mundo. Sus otros hijos no le habían llenado lo suficiente, pero se debía a que no los había tenido con su legítima esposa. Angélica sabía que, en cierta forma, Mary fue la mártir que tuvo que soportar a su hijo, aunque Danny fuese un hombre al que cualquier mujer se hubiera sentido orgullosa de llamar suyo. Si Mary no hubiera tardado tanto en engendrar después de que su primera hija falleciese, quizá su matrimonio no se hubiera echado a perder. Angélica estaba segura de ello.

Cuando vio que Leona abría otra bolsa de chucherías, hizo un gesto de reprimenda con la mano sin dirigirse a nadie en particular y salió de la habitación. Ver un hombre vestido de mujer y vomitando por todos lados era algo que le enfermaba. Deberían poner otra vez Little and Large[2], pensó, al menos era una serie que podía ver la familia al completo. Ese nuevo estilo de humor, por el contrario, le ponía de malhumor y hasta Jimmy Jones [3] era preferible a eso.

Leona se reía a carcajadas y Angélica suspiró una vez más mientras se dirigía a la cocina, donde se sentía más segura. Después de todo, aquéllos eran sus dominios, el lugar donde había transcurrido la mitad de su vida. Y no había duda de que era mucho mejor que la que había tenido de recién casada, pues con sólo mirar el brillo de los azulejos ya se sentía feliz de estar allí.

Encendió un cigarrillo mientras sacaba una botella pequeña de whisky que guardaba entre los detergentes, debajo del fregadero, donde estaba segura de que nadie de su familia la encontraría. Abrió el periódico y, contenta de tener a alguien de la familia en casa, empezó a leer los comentarios tan divertidos que escribía Ian Hyland [4] sobre los shows televisivos que tanto detestaba, pero que, aun así, veía.

La soledad era algo horrible; te comía por dentro y, si no tenías cuidado, hasta te podía enfermar. Como cualquier madre, los había parido, los había criado y luego se había tenido que echar a un lado. Era la ley de la vida, aunque resultase muy duro de afrontar para alguien que se había entregado por entero a sus hijos y que había tratado por todos los medios de que no se olvidaran de ello. Al menos, así es como ella veía las cosas. Sin embargo, la verdad era muy distinta. No obstante, el pasado era algo que más valía mirar con buenos ojos.

Ahora ya era una mujer mayor y encanecida a la que habían obligado a mantenerse al margen, y aunque eso le molestaba, también le resultaba un alivio. Ella tenía una bonita casa, una casa que hubiera suscitado la envidia de todas las mujeres, además de un dinerillo con el que se las podía apañar bastante bien. Y lo más importante de todo: contaba con una familia que se las había arreglado bastante bien, cada uno a su manera. No obstante, echaba de menos su antigua casa y sus amigas, pues aquel barrio era como un campo de concentración. Todo el mundo cuidaba de sí mismo y nadie llamaba a la puerta de nadie, a menos que tuvieran una buena razón para ello. Nadie se pasaba para tomar el té o chismorrear un poco, y nadie se metía en la vida de los demás. Sólo había garajes y barbacoas, y sólo escuchaban Radio 4 y veían documentales. Angélica se sentía como pez fuera del agua, pero Danny lo había hecho con la mejor intención del mundo, y no podía reprochárselo por temor a molestarle. Mucho menos después de lo mucho que él le había dado y proporcionado. Si él no le pagase las facturas del teléfono, se le habría ido la olla, como solía decir su madre con frecuencia y en tono poco amistoso. Para ser una inmigrante irlandesa, vivía como una reina, pero aun así echaba de menos a sus amigas, algo que no podía admitir delante de su hijo. Por eso las llamaba y hablaba con ellas durante horas, a sabiendas de que para ellas era cosa del pasado y que sólo mantenían su amistad por el miedo que inspiraba y la reputación que tenía su hijo. Había momentos en que llegaba incluso a añorar al cabrón y borracho de su marido. Al menos con él podía mantener una conversación sin tener que medir las palabras para no ofenderle. Sin embargo, conversar con los que la rodeaban era como una operación militar, con sus formalismos incluidos.

En la iglesia se encontraba con algunas amigas y, aunque se sentían intimidadas por su familia, y con sobradas razones para ello, se mostraban bastante conversadoras cuando se veían. Estaba pensando que a lo mejor se apuntaba a uno de esos viajes en autobús que organizaba la iglesia para los de la tercera edad y así rompía la monotonía de pasarse las horas limpiando la casa y esperando que regresasen las niñas. Dios era generoso y sabía lo mucho que había hecho por sus hijos. Lo triste es que no estaba muy segura de que ellos se diesen cuenta, especialmente su única hija.

Mientras se tomaba el whisky la invadió un terrible sentimiento de inquietud que la dejó sin aliento y empapada en un sudor frío y pegajoso. Ver en su imaginación el cadáver de su marido le provocó una arcada. Su hijo le había golpeado hasta casi matarlo, lo convirtió en un inválido y luego pasó el resto de su vida humillándole. Aun así, amaba a su hijo y cuidaba de él, a pesar de que sabía que era un chulo, un chulo vicioso y lascivo. La vida había sido muy dura con ellos y a cada uno le había afectado a su manera.

Tuvo el horrible presentimiento de que su hijo Danny Boy se encontraba en peligro, cosa muy frecuente, ya que él vivía en un constante estado de cólera y rabia. Ese presentimiento le estaba provocando un dolor en el pecho, como si una mano invisible le estuviera arrebatando la vida. Aferró el respaldo de la silla, incapaz de controlar el dolor. Intentó ponerse derecha y levantarse, pero no pudo. La pobre Mary yacía en la cama durmiendo la borrachera y las niñas estaban en el salón viendo esa mierda que ponían en la televisión. De repente, se dio cuenta de que necesitaba avisar a alguien, pues se sentía realmente enferma.


– Déjalo, Danny. Causarás más problemas de los que tratas de evitar. Perdiendo los estribos no conseguiremos nada.

Michael sirvió una generosa cantidad de Chivas Regal para ambos antes de continuar hablando.

– La metanfetamina de cristal destruirá todo lo que hemos conseguido si no la distribuimos debidamente y con la debida cautela, y tú lo sabes tan bien como yo. Ya hemos pasado por esto en otras ocasiones y sabes que el sentido de la oportunidad es la clave de todo. Antes de suministrarla, debemos ver quién la demanda. Por lo que sabemos, puede que no se dé bien. América es un mercado muy distinto al nuestro y su porcentaje de yonquis es mucho mayor.

Danny cogió la copa y le dio un sorbo, esperando a que su amigo terminase de hablar y aprovechando ese tiempo para recobrar la compostura.

– De momento, es una droga que consumen los gays. Siempre son los primeros en probar las cosas. Debemos elegir a nuestros distribuidores con mucho cuidado porque será un bombazo en las calles y no queremos que la onda expansiva nos alcance. No es como la coca y ni mucho menos como la hierba. Es como la heroína mezclada con una cabeza nuclear, por eso va a causar un enorme impacto en la sociedad. Podemos venderla de inmediato, podemos vender lo que se nos antoje, pero entonces no nos libraremos cuando nos apresen.

Michael estaba sentado con el hombre que deseaba ver muerto, cosa que no le sorprendía en absoluto. De hecho, en lo más hondo de su ser sabía que todo lo que dijese era completamente inútil; que, salvo que ocurriese algo inesperado como un asesinato o un accidente de coche, nada se interpondría en el camino de Danny Boy Cadogan. Sin embargo, ya habría tiempo para pensar en eso, pues tiempo era justamente lo que les sobraba. Michael bebió lentamente su whisky, pensativo. Había pensado en todos los detalles con su habitual meticulosidad. Tenía la certeza de que, o bien iba a ser un bombazo, o bien desaparecería de la noche a la mañana. El secreto consistía en esperar y ver los preliminares antes de comprometerse. Sin embargo, Danny sólo veía el aspecto monetario del asunto y el poder que tendrían si se convertían en los distribuidores al por mayor de semejante producto.

– La droga debe suministrarse a través de un subsidiario de confianza, si no la bofia que tenemos de nuestro lado y nuestros contactos saldrán huyendo. Espera un poco, ten paciencia y ya veremos cómo salen las cosas, ¿de acuerdo?

Michael hablaba con la lentitud y sensatez acostumbradas; de hecho, esa cualidad era una de las cosas que más agradaba a Danny, pues no se le escapaba ningún detalle. Danny bromeaba con frecuencia diciendo que Michael era tan meticuloso que se pasaba la noche sopesando los pros y los contras antes de hacerse una paja. Sin embargo, había muchas personas interesadas en ese producto y, de momento, provocaba un enorme revuelo en la comunidad. Al igual que el crack, esa droga atraía a los inútiles y acabaría adueñándose de los gilipollas. Sería como tener una máquina de hacer dinero y eso seducía a ambos. Danny asintió en señal de aprobación, como Michael esperaba que hiciera. Hablar era la única forma de sosegar a Danny y, mientras se tratase de negocios, siempre le escuchaba, cosa que no ocurría cuando se trataba de rencillas o desaires.

– ¿Has pensado en alguien?

Michael negó con la cabeza y sonrió.

– Aún no, pero tenemos tiempo de sobra para eso. Primero debemos dejar que la droga llegue a las calles, ver cómo la reciben, y luego estaremos en mejor posición para tomar una decisión acertada. Hasta entonces dejaremos todas las puertas abiertas. Los rusos son unos inútiles a la hora de distribuirla, igual que los europeos del este, además de que no saben trabajar en colaboración con nadie, lo cual será su derrota. Viven a lo grande y mueren jóvenes, pero hay que decir a su favor que cuentan con un ejército de hombres bien armados. Pensaremos en eso después, y cuando tomemos una decisión, será la acertada, como siempre. Los colombianos aún están en el ajo, como los negros. Veamos quiénes son los primeros en introducir el producto y esperemos a ver cómo lo aceptan los discotequeros de fin de semana. Después de todo, el speed es más barato y fácil de conseguir que la aspirina, y la coca más barata que una copa de vino. El cristal, sin embargo, es un billete de diez libras la dosis y da para que la gente esté colocada varios días. Se va a convertir en la nueva droga de moda, y no sólo por su precio. Eso pone de nuestro lado a la pasma y a los cargos administrativos. Debemos sacar la mayor tajada al principio con el fin de llevarnos la pasta gansa, pero también es importante que nos hayamos salido de la partida cuando se convierta en un problema social.

Danny asintió con la cabeza, como esperaba Michael.

– Sí, tienes razón. Como siempre, has hecho tu estudio de mercado.

Sonrió, enseñando los puentes tan caros que llevaba en la boca. Tenía una sonrisa cálida y entrañable que jamás se traslucía en su mirada.

Danny carecía por completo de delicadeza y él lo sabía. Cada vez que hablaba, la gente saltaba. Además, en lo que respecta a él, así debía ser. Nadie tenía la autoridad suficiente como para cuestionarle, nadie excepto aquel hombre que tenía delante, su mejor amigo, su socio y, lo más importante, la persona que, en privado, consideraba su otra mitad, su cerebro, la única en la que confiaba.

Michael había sido desde siempre la voz de la razón, el único que le hacía cuestionarse sus acciones. Ya de jóvenes fue así. Ambos eran de la misma constitución, altos y bien formados, con esa apariencia que sólo el dinero y el prestigio pueden otorgar. Sin embargo, mientras Danny tenía ese aspecto casi innato de hombre peligroso, Michael gozaba de una apariencia de tranquilidad y serenidad que causaban casi el mismo impacto. Algunos escuchaban a Michael por Danny, pero los que tenían una pizca de sentido común lo hacían porque sabían que hablaba con sensatez. Las mujeres se sentían atraídas por ambos, especialmente ese tipo de mujeres que rodeaban frecuentemente a Danny. Mujeres guapas, con buenas curvas y un sentido extraño del romance; es decir, mujeres que no hacían preguntas, no exigían nada, mujeres incapaces de negarse a cualquier petición, fuese la que fuese, y siempre disponibles a cualquier hora de la noche. Esas mujeres que en todo momento tenían un aspecto elegante, limpio y arreglado, y siempre estaban a la espera por si por casualidad les visitaban sus queridos.

Tanto Danny como Michael vestían con elegancia, fornicaban con ambivalencia y gustaban del prestigio. Y tanto uno como otro creían que el mundo estaba hecho para satisfacer sus necesidades. La diferencia entre ambos estribaba en que, mientras Danny poseía una astucia y una malicia innatas que le hacían destacar por encima de los demás, era Michael quien tenía la sagacidad necesaria para hacer que sus ganancias legales fuesen tan cuantiosas como las ilegales. Todo lo que poseían podían justificarlo si fuese necesario, desde sus lujosas casas hasta los Rolex de diamantes que llevaban. Todo lo que tenían lo habían adquirido en las tiendas más selectas, habían asegurado sus artículos y pagaban sus impuestos sin rechistar. A efectos prácticos, eran lo que se denomina unos capos.

Sin embargo, para cualquiera que los conociese, eran mucho más que eso. Ambos constituían una fuerza operativa más global que las Naciones Unidas y más local que un establecimiento de kebabs. Nadie realizaba ninguna clase de negocio sin su consentimiento, ya fuese falsear los números de un motor o vender un DVD pirata. Sin embargo, había tal jerarquía involucrada en el asunto que la policía tardaría años en dar con ellos. Danny era más peligroso que una condena a veinte años y, si por casualidad sucedía algún accidente y arrestaban a alguien, la persona involucrada sabía con toda certeza que su familia viviría una vida de lujo y que sus hijos recibirían una educación privada que sería la envidia de cualquier ministro. La lealtad costaba dinero, pero era un precio muy reducido si se comparaba con las demás opciones.

Además, precisamente esa generosidad con sus empleados era la razón de que estuviesen en la cima del mundo. Como Danny afirmaba continuamente, si Tony Blair no se hubiera olvidado de quienes lo habían ayudado a sentarse en su silla, aún tendría el electorado a su favor. Danny había sentido admiración por Blair al principio, pero, según él y el nuevo Partido Laborista, su participación en la guerra había acabado con él. ¿Qué líder sacrificaría a su gente, a su pueblo, para ir a una guerra que no sólo carecía de sentido, sino que además no se podría ganar? ¿Qué líder pondría a su país en peligro sólo porque un yanqui se lo pedía? ¿Qué líder esperaría semejante lealtad sin recibir nada a cambio? Blair los había arropado a todos ellos y, gracias a él, Danny sabía que tanto él como sus homólogos prosperarían. Gracias a él, los delincuentes tenían la oportunidad de expandirse y unirse sin tan siquiera tener que subirse a un avión. Gracias a él, podrían ejecutar sus fechorías con mucha más facilidad, ya que la policía estaría más ocupada buscando terroristas.

En aquel momento, Danny Boy Cadogan se consideraba el capo del Reino Unido, una persona que trataba a diario con los mayores criminales del mundo, un hombre más respetado incluso que el primer ministro de su país. Dirigía una empresa que dejaba en ridículo a la Wellcome Foundation, sólo que él vendía sus drogas a un precio razonable y se aseguraba de que no le faltasen a nadie. Al menos, así pensaba Danny Boy Cadogan, un hombre que creía estar por encima de todos y de todo, especialmente de la ley.

Y eso que procedía de orígenes humildes, como solía decir su viejo, ese que no supo guardar una libra en el bolsillo para sus hambrientos hijos si los bares estaban abiertos. El mismo que aplaudiría las leyes que regulan el consumo de bebidas alcohólicas o le robaría a un pensionista sin dudarlo con tal de hacerse con un puñado de libras. Ese que jamás sentía el más mínimo deseo de ver a sus hijos, a no ser que no le quedase más remedio y tuviera que regresar a casa porque los bares estaban ya cerrados. Danny jamás le había perdonado que hubiera preferido estar siempre de juerga que cuidar de sus hijos debidamente. Fue precisamente esa completa indiferencia por ellos lo que hizo que Danny se decidiera a hacer algo con su propia vida. Había dejado a su padre convertido en un inválido y no sentía ni un ápice de culpabilidad. Al fin y al cabo, el muy cabrón se lo había buscado, y el que lo busca, lo encuentra.

Empezaron desde lo más bajo, como cualquier otra gran empresa, pero ahora eran tan ricos como Creso, además de intocables. Tenían dinero en todos los rincones del mundo y llevaban un estilo de vida que era la envidia de todos, aunque no era ni la mitad de bueno que si hubiesen empleado todo el dinero del que disponían, cosa que hubiera hecho Danny, de no contar con los consejos y advertencias de Michael, que siempre le hacía poner los pies en la tierra. Danny sabía que gracias a Michael jamás habían sido arrestados, y Michael reconocía que no habría durado ni cinco minutos si no es por Danny, pues carecía del instinto asesino y del carácter violento que se necesitaba para sobrevivir en ese mundo. Era un hombre convencional, más interesado en la economía de sus negocios que en los negocios en sí. Danny sabía que disfrutaba más produciendo dinero que gastándolo. A Michael le entusiasmaba hacer negocios, mientras que a Danny le encantaba el riesgo y el peligro. Ambos se compenetraban, y ambos lo sabían.

Algún día se retirarían y entonces el mundo estaría a sus pies y podrían gastar su bien ganado dinero donde se les antojase.

Sin embargo, eso se había acabado. Si Michael continuaba por ese camino, Danny pensaba irse por el suyo.

– Te veré después en el almacén, ¿de acuerdo? Allí resolveremos ese asunto.

Danny asintió distraídamente.


Jonjo permanecía callado, con las señales de la agresión de su hermano aún en la cara. Jonjo deseaba que todo acabase de una vez, pero por razones distintas de las de los demás. Danny era su hermano y ambos estaban bastante unidos, aunque no tanto como parecía. Aquélla era la oportunidad perfecta de librarse de Danny de una vez por todas. Al contrario que Michael, que con toda la razón del mundo buscaba el bienestar de su hermana y el de sus hijas, a él sólo le preocupaba él mismo.

– Es hora de tomar una decisión.

Michael se encogió de hombros. El frío aire de la noche les hizo recuperar los sentidos a ambos.

Jonjo movió la cabeza con pesadumbre.

– Lo siento por Mary -dijo-. Primero la involucramos y ahora la hemos defraudado.

– Tú ya sabes que le quiere, Jonjo. Aunque parezca extraño, todos le hemos apreciado en su momento. Sin él, ¿qué hubiera sido de nosotros?

Michael se quedó en silencio durante unos segundos antes de arrancar el coche y salir del desguace.

Mientras conducían, Jonjo se preguntó cómo era que las cosas habían salido de esa manera, cómo sus vidas habían terminado siendo algo tan fuera de lo normal. En su momento se había sentido estrechamente ligado a su hermano y sabía que éste continuaba apreciándole. De haber podido, Danny le habría puesto el mundo en una bandeja, pero le costaba trabajo entender que no todos fuesen como él y no ambicionasen tanto. De niños había sido muy distinto, pues Danny había sido la única constante real en su vida. Y no sólo había sido su héroe, su ejemplo a seguir, sino también la única persona que había interferido entre él y la desmesurada violencia de su padre. Entonces sí había necesitado de la fuerza de su hermano, hasta la había agradecido, pero en ese momento no se daba cuenta de que luego se convertiría en la cualidad más detestable de su hermano, en la razón para acabar con él de una vez por todas.

Danny estaba fuera de control pero, después de lo acontecido aquella noche, en lo único que podía pensar Jonjo era en su infancia y en el hecho de que, sin su hermano, jamás habría sobrevivido.

Ahora, sin embargo, el hombre que le había protegido, chuleado y humillado iba a morir. Al menos eso esperaba, porque, de no ser así, sería el fin de todos ellos.

Pasara lo que pasara, aquella noche acabaría todo. Finalmente acabaría todo.

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