Libro tercero

La caridad y los malos tratos siempre empiezan en el hogar.

John Fletcher, 1579-1625

Wit Without Money


Capítulo 21

– ¿Cuándo piensas levantarte de la puñetera cama, Jonjo? Danny Boy no tardará en llegar.

Ange había elevado el tono de voz y le estaba transmitiendo su miedo a su hijo pequeño.

Jonjo se dio media vuelta, aún medio colocado por los efectos de la droga que había tomado la noche anterior y sintiendo esa enorme fatiga que le producía la heroína. Era un cansancio que convertía sus huesos en algo fluido, una sensación de la que empezaba a disfrutar a tope. La única razón por la que a veces se sentía tentado de levantarse era para chutarse de nuevo. Una vez que se le había acabado la droga, parecía recobrar de nuevo la vida; se levantaba, se vestía y, a los pocos minutos ya estaba tratando con el camello de turno. Danny Boy se pasaba la vida quejándose de eso y decía que los yonquis no eran más que unos jodidos vagos que utilizaban el caballo como excusa para evadirse del mundo. Danny añadía que si eran tan astutos para buscarse un pico, por qué no hacían lo mismo para ganarse un sueldo. Pero no, en su lugar preferían quitarle la pensión a una pobre vieja, o venderse como putas, y consideraba una basura a cualquiera que utilizara ese medio para subsistir. Nadie que estuviera en su sano juicio cobraría el paro. ¿Por qué tenías que decirle a nadie dónde vivías? ¿Por qué tenías que vivir a costa del gobierno y de esas personas que eran tan gilipollas como para pagar sus impuestos? El subsidio era algo que se debía dar a los ancianos y a los hospitales, no a las personas que se podían buscar la vida, ya que ésta ofrece todo un cúmulo de oportunidades para ganar dinero y no tener que caer en manos del gobierno. Danny no permitía que ninguno de sus hombres cobrase el paro porque eso atraía demasiado la atención y, además, eran más propensos a ser delatados u observados si se los veía en la cola de la oficina de empleo. Además, el dinero que daba el gobierno sólo se lo merecían los que, por desgracia, no podían mantenerse a sí mismos, ya que era tan escaso que sólo servía para pagarse las cervezas o comprar cigarrillos. Danny Boy era de los que consideraba a todo aquel que cobraba el paro una escoria humana que arrebataba el pan de la boca a los pensionistas. Cuanto menos gente hubiera apuntada al paro, más dinero habría para los ancianos y los niños en los hospitales, más para las familias huérfanas y para la gente que tuviera hijos discapacitados.

Danny Boy Cadogan era de los que no miraban con buenos ojos a los que consideraba desechos humanos, y su hermano pequeño lo sabía mejor que nadie. Danny le proporcionaba todo lo que deseaba a su madre y ella ya no tenía que preocuparse por el día a día, ni soñar con ganar la lotería, pues la verdad es que vivía como una reina. Si Danny se enteraba de que estaba arreglándose los papeles del paro, lo asesinaría, pero, como pensaban todos los yonquis, cualquier dinero le parecía bueno a Jonjo, por muy poco que fuese. Por eso se había apuntado al paro. Jonjo era terrible con el dinero. Danny Boy le pagaba un buen sueldo, pero el dinero se le iba como por arte de magia. De hecho, gastaba tanto en drogas que ya le debía dinero a mucha gente del Smoke. La heroína ya era cara de por sí, pero además tenía que pagarse las cápsulas de Librium que mezclaba con la heroína para sosegarse. Lo ayudaban a relajarse y a quitarse los temblores que lo dominaban casi todo el día. También se gastaba una fortuna en sulfato de anfetamina, que necesitaba para mantenerse en pie y tener la energía suficiente para salir de casa cuando Danny lo reclamaba. Se preguntó si Danny Boy se había dado cuenta de lo enganchado que estaba, pero supuso que no, porque de lo contrario lo habría matado. Jonjo también tenía la certeza de que nadie lo delataría, pues a nadie le apetecía correr con semejante responsabilidad. De hecho, ya le había hecho la pirula a un par de chulos del barrio y ni tan siquiera se habían atrevido a reclamar la deuda. Sabía que contaba con eso a su favor porque nadie lo iba a amenazar ni a perseguirlo por una deuda que ellos consideraban inaceptable en su círculo social.

Jonjo sabía que le dejaban comprar a crédito sólo porque era el hermano de Danny Boy, algo que aprovechaba al máximo para conseguir sus fines, aunque ya se estaba quedando sin gente a la que pudiera engañar. Pronto se vería obligado a recurrir a los turcos, que eran unos cabrones de mierda capaces de ignorar sus lazos familiares y romperle las piernas. Una vez más empezó a ponerse nervioso y, al igual que todos los yonquis, tenía el fastidioso hábito de estar constantemente comprobando que no había perdido su alijo, como si en el momento en que dejara de hacerlo pudiera evaporarse en el aire. Lo estaba palpando debajo del colchón cuando volvió a oír la voz de su madre martilleando al otro lado de la puerta. Se levantó de la cama y, asomándose al descansillo, gritó:

– ¿Por qué no te callas de una puta vez? Es la décima vez que me lo dices, puta de mierda.

Cuando regresó a la habitación, oyó los pasos de su hermana subiendo las escaleras, así que se preparó para lo que se le avecinaba. Últimamente lo sacaba de quicio porque pretendía convertirse en el ojito derecho de Danny Boy y él tenía el presentimiento de que al final lo conseguiría. Había descubierto hacía mucho tiempo su adicción, pero estaba seguro de que lo mantendría en secreto. Ya tenía bastante con lo suyo y, por suerte, lo sabía tan bien como él.

Annie se acostaba con ese hombre negro y grande, pero también con otro blanco igualmente grande. En realidad, desde la muerte de su padre se acostaba con cualquiera que fuese lo bastante amable para comprarle una botella de vodka, grosella o, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta la crisis, una limonada. Se había convertido en una buscona del tres al cuarto y, cuando la vio irrumpir en su habitación, le gritó:

– Vete a la mierda, Annie, y déjame en paz.

Estaba tan enfadada que respiraba dificultosamente. Al entrar, notó el olor dulzón de su sudor; impregnaba toda la habitación y tenía ese olor penetrante propio de los adictos. Miró fijamente a su hermano, vio el escuálido cuerpo que se ocultaba llevando ropa ancha y, con sumo desagrado, le respondió:

– Más te vale que cierres la boca. Si Danny Boy se entera de lo que te estás metiendo, te aniquilará. Sólo quería que supieras que ya está en la puerta.

Jonjo se puso pálido y ella se rió al verlo vestirse con tanta premura. Estaba tan asustado que se había olvidado de todo.

– ¿Es una broma?

Annie se reía de ver la cara de susto que se le había puesto, y Jonjo cerró los ojos durante unos instantes antes de relajarse y echar a correr detrás de su hermana para vengarse por lo que le había hecho. Vio a su madre de pie, en la cocina, y se detuvo en el vestíbulo para mirarla. Parecía empequeñecida, abatida, con el pelo gris y los ojos hundidos. Parecía vieja, vieja y frágil, y su imagen lo asustó. Se acercó a ella y, abriendo de par en par los brazos, la estrechó entre ellos. Ange lo apartó de su lado de mala manera y le dijo:

– Sé lo que te estás metiendo y me avergüenzo de ti. Mi hijo se ha convertido en un jodido yonqui y, si no lo dejas, yo misma se lo diré a Danny Boy para que ponga remedio.

Jonjo dejó caer los brazos con desgana y, sacudiendo la cabeza, respondió:

– No me hagas reír, mamá. ¿Acaso te importa que me muera?

Annie se entristeció al oír esas palabras y, echándole el brazo por encima de los hombros a su madre, se olvidó de su acostumbrado antagonismo y le respondió:

– No lo metas en esto, madre. Todos necesitamos tomar algo para olvidarnos de ese cabrón.

– Sea lo que sea tu hermano, no es un jodido drogadicto.

Annie sacudió la cabeza lentamente, con el rostro retorcido por la consternación que le habían causado las palabras de su madre, por su sinceridad.

– Yo no estaría tan segura, mamá. El también tiene sus momentos, aunque no creo que te atrevas a reprochárselo, ¿verdad que no? El es peor que las drogas, peor que la guerra, es como una brigada de combate formada por un solo hombre. Es como un cáncer que destruye a todo el que se le pone por medio, incluido a mi padre, tu marido. Así que cuida tus palabras y no trates de humillarnos, que ya nos conocemos y sé que tienes dos caras.

Ange se había erguido tratando de imponerse, pero su altura no distaba mucho de la de sus hijos. Miró a su hija de arriba abajo, como si sintiera repugnancia al verla y dijo:

– Puta de mierda, uno de estos días te voy a dar tu merecido y te voy a cerrar la puñetera boca de una vez por todas.

Annie sacó a su hermano de la cocina mientras gritaba por encima del hombro:

– Vete a la mierda, vieja puta. Ya no puedes hacernos ningún daño, ya nadie puede hacérnoslo porque somos inmunes. Tú has hecho que sea así desde que permitiste que tu ojito derecho se apoderase de esta casa, cuando permitiste que torturase a mi padre y arruinara nuestras vidas. Espero que estés contenta y te sientas orgullosa de tu familia y de lo que has hecho con ella. Tienes por hijos a un drogadicto, a una puta y a un asesino. ¿Qué más puedes pedir?

Ange echaba chispas por lo que le había dicho su hija, por la verdad de sus palabras. Intentaba por todos los medios mantener a la familia unida, conseguir una estabilidad para ellos. ¿Por qué ese par de hijos suyos no entendían que ya no tenía ningún poder sobre Danny Boy? Lo único que intentaba era cuidar de ellos, procurar que Danny Boy no se enterase de lo que estaban haciendo y se desahogara con ellos. ¿Por qué esos dos hijos suyos siempre la veían como la mala de la película? Lo único que intentaba era cuidar de ellos, ayudarlos. ¿Por qué estaban tan enfadados con ella? Toda su vida la había pasado intentado facilitarles las cosas, protegerlos. Ellos eran los que causaban los problemas, pues sabían cómo era Danny Boy y lo incapaz que era de controlarse. Lo único que deseaba era verlos sanos y salvos. Lo único que anhelaba era verlos asentados y felices. Sin embargo, por mucho que se repitiera esas cosas, en su interior sabía que lo que pedía era imposible, pues Danny Boy se encargaba de controlarlo todo.

– Por Dios, Michael, deja de comportarte como un niñato.

Danny iba de un lado a otro de la oficina de su casino, su enorme cuerpo embutido en un traje de los caros y su inmaculado pelo brillando bajo la luz del sol de la mañana. El inspector David Grey lo miraba fijamente, pero nada sorprendido por la forma en que se había tomado lo que le había dicho: que era uno de los principales sospechosos del asesinato de Frank Cotton, y que él y sus colegas habían utilizado todos sus contactos y sus fondos para que no se investigasen sus actividades ilegales.

– Perdona que te lo diga, Danny Boy, pero por ese camino terminarás mal. No puedes ir matando a la gente sin ton ni son y esperar que no te pase nada. Tienes que buscar la forma de resolver este asunto y más vale que lo hagas lo antes posible.

Danny Boy miró al detective como si fuese la primera vez que lo veía. Observó su pelo, el tejido brillante de su traje de confección y las descuidadas uñas que le daban el aspecto de un vendedor ambulante. En el mundo real, en su mundo, hubiera pasado completamente desapercibido, y le resultaba increíble que un capullo como ése se creyese con poder suficiente como para cuestionar sus acciones. Danny Boy se preguntó por qué coño permitía que un mierda de policía como ése entrase en su oficina.

Michael, reconociendo los síntomas, intentó calmar la situación. Lo asustaba pensar que la próxima persona que ocupara un lugar en la lista de desaparecidos fuese un poli; un poli corrupto, pero un poli al fin y al cabo. Si Danny se dejaba llevar por uno de sus arrebatos, cosa que no era de extrañar, se encontrarían en una situación de la que no saldrían ni con todo el oro del mundo.

– Venga, Dave, vamos a intentar ver las cosas en perspectiva…

Grey se levantó; era un tipo grande, con deseos de grandeza también. Esa era una de las razones por las que se había dejado corromper. El juego y las mujeres eran su debilidad. Le gustaba codearse con el mundo del hampa y, normalmente, conseguía los mejores asientos en los combates de boxeo, además de disponer de algo de dinero para permitirse un capricho de vez en cuando. Tenía un buen coche y estaba realizando los trámites para comprarse una casa en la costa. Aun así, sabía que Danny Boy no se libraría de que le echasen la soga al cuello, a no ser que se tomase las cosas con un poco más de calma.

– No puedes ir por ahí quitando de en medio a todo el que se te antoje. Nadie tiene tanto poder como para eso. Y no podré garantizar que no te arresten si alguien te acusa. Trata de controlar tu carácter y cualquier asunto que tengas que resolver hazlo en tu casa, en el desguace o en un bunker, pero donde nadie te vea ni te oiga. ¿Entiendes lo que te digo?

Danny Boy miró fijamente al inspector durante un buen rato y Michael se dio cuenta de que ése sería el peor día de su vida o el último del inspector Grey. Conocía a Danny Boy mejor que nadie y, desde siempre, había sospechado que su cerebro no funcionaba como el del resto de los mortales. A él no le importaba nada ni nadie; hacía lo que se esperaba de él, lo que el mundo que le rodeaba esperaba que hiciese.

Danny Boy se consideraba a sí mismo un genio, un pensador, un intelectual, una persona cuyos puntos de vista eran los únicos que merecían la pena. Era un puñetero desquiciado mental, y David Grey debería haberse percatado de ello. Se le pagaba por limpiar la mierda, por neutralizar los arrebatos de Danny Boy y por limpiar su imagen ante los jueces locales, que, en su mayoría, le debían algún favor que otro. Sabía que Danny Boy no era de ese tipo de personas con las que se puede razonar, ya que su forma de comportarse no daba margen para la discusión. Danny Boy esperaba que la gente hiciese lo que ordenase, que todos saltaran de su asiento en cuanto los llamase, especialmente si cobraban un sueldo pagado por él.

David Grey era como la mayoría de los polis corruptos y creía que llevaba el bastón de mando en su relación con los delincuentes, de los que obtenía la mayor parte de su dinero. No se daba cuenta de que, desde que aceptaba el primer soborno, estaba más pillado que nadie y era relegado a la altura de sus zapatos. Ser un poli como Dios manda era una cosa; no es que fuese lo más idóneo, pero se consideraba comprensible después de todo. Sin embargo, un poli corrupto, que además daba su opinión cuando nadie se la había pedido, era algo intolerable, ya que se le pagaba para que esas cosas no sucediesen, no para que les diera lecciones sobre derecho. Grey no era tan listo como creía si pensaba que iba a salir de allí bien librado.

Danny Boy se sirvió una copa; ni siquiera a esas horas de la mañana el alcohol parecía afectarle lo más mínimo. Podía beberse una botella de brandy y conducir perfectamente, hablar correctamente o hacer un trato con sorprendente precisión. El alcohol era una de sus debilidades, junto con la coca y las anfetas, que ingería con total impunidad. Se tomó la copa de dos tragos, fue hacia Grey y le arrojó el vaso con toda su fuerza. Le golpeó en uno de los lados de la cabeza y lo derribó al suelo. Mientras yacía tendido, con la sangre manando de un profundo tajo que tenía detrás de la oreja derecha, Danny se le acercó y, hablándole en susurros y delicadamente como si fuese un niño pequeño, le dijo:

– Por lo que veo, no comprendes que me perteneces.

Michael estaba de pie, a la expectativa. Grey estaba tirado en el suelo, yacía en posición fetal y se tapaba la cabeza con los brazos porque esperaba un segundo ataque. Por primera vez se daba cuenta de con qué tipo de persona estaba tratando. Estaba probando la medicina de Danny y ahora tomaba conciencia del papel que desempeñaba en el drama que conformaba la vida del joven Cadogan. El sólo era un soldado raso, un medio para conseguir un fin. Sus sueños de utilizar a Danny Boy para lograr sus metas financieras se habían desvanecido, igual que la posibilidad de abandonar su empresa cuando se le antojase. No cabía duda; estaba acabado y él lo sabía. Aun cuando tuviera la suerte de salir de esa habitación vivo, lo que era cuestionable, su existencia anterior se había acabado.


Mary se sentía mal, pero no era ese malestar matinal que tanto ansiaba, sino la acidez que le provocaba la resaca. Se puso de pie a duras penas y se dirigió hacia la cafetera. Mientras se servía una taza de café bien cargado, volvió a percibir ese sabor ácido en el estómago. La cocina estaba iluminada por una brillante luz otoñal y, después de echarse azúcar en el café, se sentó en la enorme y labrada mesa de madera. Desde la muerte de su suegro, hacía tres meses, había perdido por completo el control de su vida. Se pasaba el día imaginando la muerte de su marido; era un pensamiento que la rondaba a todas horas, estuviera lavando los platos, haciendo las camas o viendo la televisión.

Su sueño favorito, que normalmente le venía después del primer trago de la mañana, era que oía que llamaban a la puerta en mitad la noche. Al abrirla, se encontraba con la policía, que le comunicaba la noticia de que su marido había sido acribillado a balazos en el pecho y en la cabeza. Hasta en sus fantasías quería tener la completa seguridad de que no había forma de que sobreviviera, ya que ni tan siquiera en sueños se sentía totalmente segura de que no resucitaría con tal de fastidiarla. Su simulada pena y su alegría interna la rejuvenecían completamente, pues aquellos pensamientos se habían convertido en su único aliciente y la única razón por la que no perdía del todo la cabeza.

Mientras echaba un chorro de vodka en el café, notó que la tensión desaparecía de su cuerpo y de nuevo aparecía la imagen de su marido en el tanatorio. Tenía la cara destrozada, sus bonitos dientes y su boca sensual, que escondía tanta malicia tras la sonrisa, hechos pedazos. Suspiró aliviada, disfrutando del placer que le proporcionaba esa imagen.

Sintió náuseas otra vez e hizo un esfuerzo por retener la bilis que se le venía a la boca frotándose la garganta. Sus largos y delgados dedos estaban repletos de anillos, como correspondía a la mujer de Danny Boy Cadogan, sus uñas pintadas de rosa y perfectamente cuidadas gracias a tanta manicura. En su delgada muñeca llevaba un reloj con diamantes incrustados y, alrededor de su delgado y largo cuello, un crucifijo de oro de los grandes con el que siempre estaba jugando inconscientemente. Con el pelo cayéndole sobre los hombros y su piel de porcelana, Mary tenía el aspecto de una mujer a la que no le faltaba de nada.

Durante toda su vida, su madre le había instado a que cuidara su imagen con el fin de casarse con un capo que le proporcionase todo lo que necesitaba. Una vez que lo tengas apresado y le des un par de hijos, decía, tendrás la vida solucionada; es decir, dinero, una bonita casa y el respeto de todos. Mary había logrado lo primero; es decir, se había casado con un pez gordo, un verdadero capo que estaba considerado como el hombre más peligroso del país. Pero no había logrado lo segundo, ya que había sido incapaz de engendrar hijos, uno porque se había asustado de su marido y el otro porque él se lo había arrancado de sus entrañas. No termines como yo, le había repetido infinidad de veces su madre, a lo que estaba decidida, pues no esperaba terminar siendo una borracha como su madre. Pues bien, las cosas habían cambiado. Levantó la taza de café para hacer un brindis y dijo:

– Soy igual que tú, madre. Igual que tú, pero con dinero.

Su risa se oyó muy fuerte porque la casa estaba vacía. Luego se echó hacia delante, como si sintiera un fuerte dolor, y se echó a llorar como una niña por esa mujer que había destrozado la vida de su hija antes incluso de que naciera.


Michael y Danny aún discutían acerca de qué hacer con Grey cuando aparcaron a las puertas de una casa de protección oficial en Caledonian Road. Era un bonito día de sol, aunque hacía frío. Ambos llevaban puestos sus abrigos de invierno y guantes de piel. El vaho de sus alientos impregnaba el ambiente y Danny Boy se reía para sus adentros. Cuando aparcaron el BMW, todas las personas que se dirigían a sus trabajos los saludaron, ya que Danny Boy, aunque tuviera la reputación de ser un bicho malo, también era considerado un hombre justo y generoso.

– Grey tiene suerte de que no le haya arrancado las pelotas y se las haya sacado por la garganta. No se puede permitir que un poli te coma el terreno, especialmente si es un poli corrupto. En cuanto pueda, pienso ajustarle las cuentas, pero por ahora me interesa que te vea a ti como su salvador. Así que prepárate, porque de ahora en adelante recurrirá a ti. Y, como dice la canción, quiero que lo uses y luego lo tires. Ahora cállate y déjame resolver este asunto a mi manera, ¿de acuerdo?

Al acercarse a la puerta, ya les estaba esperando una mujer pequeña con un bastón y una amplia sonrisa en el rostro. El afecto que sentía por Danny Boy se veía en su mirada y, cuando él la estrechó entre sus brazos, ella no paró de reír y hablar con esa voz tosca peculiar de los fumadores y de los que han tenido una vida llena de penurias.

– Entrad, muchachos. Algo de comer os quitará el frío.

Dentro de la casa el calor era sofocante. Procedía de la calefacción que Danny había mandado instalar unas semanas antes. La casa era pequeña, pero estaba impecable. La decoración era nueva, aunque ya desfasada, y el olor a huevos y beicon los condujo directamente a la cocina. Dejaron sus abrigos en el sofá que había en el salón y, después de frotarse las manos, Danny Boy, en broma, dijo:

– Por favor, que mi madre no se entere de lo mucho que me gusta tu comida, no vaya a ser que me pegue un tiro.

Nancy Wilson estuvo a punto de explotar de lo orgullosa que se sintió al oír esas palabras, como bien sabía Danny. Su hijo, Marcus, llevaba cumplidos dieciocho meses de la condena de doce años que le había caído en Parkhurst y se la estaba comiendo sin rechistar. Era un buen tío, un hombre decente y Danny se lo estaba compensando asegurándose de que a su familia no le faltase de nada. Su madre jamás había vivido tan bien y ella lo sabía.

Marcus tenía un hijo, Joseph, que estaba a punto de cumplir los dieciocho. Su esposa, sin embargo, una hermosa mujer procedente de una buena familia, había muerto de cáncer cuando el muchacho sólo tenía nueve años. Nancy había sido quien había educado al muchacho, ya que su hijo había tenido que buscarse la vida. Lo habían sorprendido robando y Danny Boy había sido el que le había encargado el trabajo. En consecuencia, era responsabilidad de Danny, al igual que su familia más cercana, por eso frecuentaba a su madre con cierta regularidad. Danny Boy procuraba pasarse por allí de vez en cuando, pues sabía que eso suscitaba comentarios y aumentaba su prestigio. Ese toque personal se había convertido en su tarjeta de visita, le proporcionaba prestigio y respeto, especialmente entre los más mayores. Se sentía obligado porque sabía que Wilson podría haberle delatado y haber hecho un trato con la pasma, ya que las sentencias tan duras que estaban imponiendo los jueces hacían que uno se olvidase de lo que significaba la lealtad. Él, sin embargo, tenía una condena de doce años, lo que significaba que tendría que cumplir dos terceras partes antes de salir por buena conducta; es decir, que estaría apartado del mundo por lo menos ocho años.

– Tiene buen aspecto, señora Wilson, como siempre. ¿Cómo van las cosas?

Nancy puso dos tazas de té encima de la mesa y siguió cocinando antes de responder:

– Todo va bien. Marcus me ha dado recuerdos para ti y me ha dicho que te dé las gracias por tu ayuda.

Michael la interrumpió a mitad de la frase, tal como se esperaba que hiciera, y dijo:

– Dígale de nuestra parte que es un tío como Dios manda. Hace un momento estábamos comentando lo mucho que lo echamos de menos.

Nancy Wilson se sintió recompensada por esas pocas palabras. Jamás en la vida la habían tratado con tanto respeto ni había tenido a tanta gente cuidando de ella. Cada vez que iba al mercado de Chrisp Street, todo el mundo parecía alborotarse con su presencia, algo que ella sabía de sobra que se debía a ese par de hombres que ahora estaban en su cocina.

Ella los apreciaba por eso, y su devoción por Danny Boy estaba más que garantizada. Su hijo sabía lo bien que la trataban y eso le había quitado un peso de encima. Él, además, gozaba de una celda individual gracias a los contactos de Danny, contaba con algún dinerillo para cuando saliese de la cárcel y se sentía más seguro que un bombero en una fiesta de hogueras. La verdad es que él tampoco había vivido nunca tan bien.

Mientras los dos hombres arremetían contra los huevos y el beicon, ella les rellenó la taza de té y untó la mantequilla en las tostadas. Disfrutaba teniendo compañía, más si se trataba de una compañía tan prestigiosa como ésa. De hecho, hasta tenía cuenta en la parada de taxis del barrio, una cuenta que, por supuesto, abonaban esos dos hombres, por lo que no tenía que coger el autobús para ir a visitar a su hijo, ni acudir a la seguridad social para mendigar nada, ni tenía que sentarse horas enteras esperando para darle a alguna jovencita su billete de tren y ser tratada como una escoria mientras esperaba que se lo reembolsaran. Ella iba en taxi, el conductor se paraba para almorzar y la acompañaba en su viaje en ferry hasta la isla de Wight. Tampoco tenía que esperar la cola como las demás, lo que no se podía pedir más para una mujer que había sido maltratada toda la vida. Ella siempre le decía a su hijo lo bien que la trataban porque sabía que eso lo tranquilizaba.

– ¿Cómo le va al pequeño Joseph?

Nancy había estado esperando la pregunta y se sentó en una silla antes de responder.

Su rostro arrugado reflejaba la tragedia de lo que pensaba responderle:

– Estoy sumamente preocupada por él, Danny Boy.

Danny dejó el tenedor y el cuchillo en el plato para prestarle la debida atención.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

Se le veía preocupado.

Nancy Wilson encendió un Benson & Hedges antes de responderle, pues sabía lo importante que era hacer una pausa para darle dramatismo al asunto, como había aprendido de su marido, ese maldito e inútil cabrón.

– Está medio enganchado. Pensaba que lo sabías.

Danny y Michael se quedaron estupefactos durante unos segundos.

– ¡Joder! ¿Y quién coño le ha metido en la heroína? Él no es un estúpido y sabe de qué va eso.

Nancy respiró profundamente y, con tristeza, dijo:

– Jonjo. Él ha sido quien le ha metido en eso, Danny Boy. Es de eso de lo que quería hablarte. Jonjo siempre anda merodeando por aquí en busca de algo. Los dos son un par de holgazanes, Danny, pero tu hermano es quien lleva las riendas, y no hablo como si fuese una abuela sumamente protectora. Ya tuve unas palabras con ellos la semana pasada porque habían escondido la droga en mi casa. Imagínate, en mi propia casa. La encontré debajo de la cómoda de Joe cuando estaba limpiando. Tienes que hablar con ellos. Yo no quiero ver a la pasma por aquí con una orden de registro ni quiero que mi nieto termine en el trullo. No le he hablado de esto a su padre porque no quiero que se inquiete. Encerrado como está, no haría otra cosa que darle vueltas al asunto. Además, ¿para qué preocuparlo? Por mucho que quiera, no puede hacer nada al respecto.

Danny se quedó mudo durante unos momentos, tratando de asimilar la información y preguntándose si sería cierto lo que oía. Luego cogió el tenedor y el cuchillo y continuó comiendo.

– Lo lamento, Danny Boy, pero tenía que decírtelo. Estoy enferma de los nervios y la forma en que me habla mi nieto no me agrada lo más mínimo. Coño por aquí, coño por allá. Y Jonjo hace otro tanto. Se lo comenté a tu madre en el bingo la semana pasada y ahora ni siquiera me mira, ni me ha dicho nada. Yo sólo intenté advertirle.

Danny Boy sonrió a la anciana como si estuviese totalmente sosegado y pensara en hacerse cargo del asunto, pero Michael observó que se le ponían los nudillos blancos y que su mirada irradiaba malicia.

– No le dé más vueltas a ese asunto, señora Wilson. Yo hablaré con él y solucionaré ese problema. Y ahora, dígame, ¿tiene algo de ese pudin de pan que tan bien le sale?

Nancy sonrió satisfecha. Estaba convencida de que sus problemas se habían acabado, pues Danny Boy había asumido el control de la situación. Ella confiaba plenamente en que resolvería el problema de inmediato; al fin y al cabo, él se lo debía a la familia y ella lo sabía tan bien como Danny.

– Por supuesto que sí. Lo he hecho especialmente para vosotros dos.

Michael había perdido repentinamente el apetito. Carole tenía razón cuando decía que estaba mal de los nervios, pues últimamente se sentía más tenso que el culo de una virgen. Llevaba una vida cargada de tensiones por culpa del carácter inestable de Danny Boy y lo peor de todo era que le apreciaba sinceramente. De hecho, más de lo que Danny Boy se merecía.


Jonjo estaba desesperado y no lo disimulaba en absoluto. Aún estaba esperando a que lo recogiesen y lo llevasen a su lugar de trabajo. Lo que más le molestaba es que eso que llamaban trabajo lo podía realizar cualquiera con la inteligencia de un mosquito; de hecho, hasta los mosquitos tenían la sensatez suficiente como para no soportar el jodido frío. Con lo enganchado que estaba, la llegada del invierno no le beneficiaba nada. De hecho, estaba viviendo una mentira en mayúsculas, tan grande que hasta él mismo tenía que inventar excusas para seguir viviendo. Danny Boy lo trataba como el memo que era y eso le dolía porque, como su hermano, era una persona sumamente orgullosa, pero, a diferencia de él, no permitía que eso se interpusiera en su camino si de esa forma ganaba unas pocas libras. De que era un vago en el sentido literal de la palabra no cabía duda, aunque ya había aprendido a vivir con ello, por mucho que lo lamentase. Sin embargo, el aliciente de la heroína era demasiado seductor como para no aprovecharlo, ya que aniquilaba todo lo que tuviese algo de normalidad. A él le gustaba esa vida, o al menos la había aceptado, lo cual era muy distinto.

No había duda de que era hijo de su padre, aunque eso era algo que jamás admitiría. Que Danny Boy tuviera que alimentarlo tampoco le preocupaba demasiado. Lo que de verdad le molestaba era saber que era un rastrero y un pelota, y lo que más odiaba era que todo el mundo se diera cuenta de ello. Odiaba que hablasen de él por la única razón de que llevaba el mismo apellido que su hermano y que hubiese sido su hermano quien había considerado oportuno que tuviese un empleo. Tampoco le molestaba ser un recadero, pues hacía lo que le pedían y no se complicaba la vida. Sin embargo, sabía que ése era el motivo por el cual jamás le pedían que hiciera algo importante, razón por la cual nadie lo consideraba un elemento esencial del imperio Cadogan. Sí, odiaba eso, aunque en el fondo se alegraba de que fuese así. Si Danny Boy le encargaba algo de responsabilidad, no podía marcharse y dejarle el marrón a quien se encargara de vigilarlo ese día en particular.

Cuando oyó que Danny Boy abría la puerta, se alegró sinceramente de saber por fin qué le pediría.

Danny, con su corpulencia, ocupó casi toda la puerta.

– Lo siento, colega, pero tenía algunos asuntos que resolver.

Pasó por delante de su hermano toscamente y, acercándose a su madre, la besó en la mejilla antes de decirle con tristeza:

– La lápida del viejo llegó ayer de Italia. Quiero que vayas con Michael para ver si te gusta. Para mí está más que bien, pero tú sabes mejor que yo qué poner en ella.

Ange se puso sumamente contenta al oír esas palabras, justo lo que había esperado Danny, pues sabía que el mayor temor de su madre era que la tumba quedara sin lápida. Danny lamentaba que no le conociera lo suficiente para saber que eso era algo que él jamás permitiría.

– Es mármol negro de Italia. Me ha costado un ojo de la cara, pero, sin ánimo de molestarte, hay espacio para poner tu nombre cuando llegue ese momento. Espero que te guste.

Ange ya había cogido el abrigo y Danny Boy la ayudó a ponérselo con una gentileza que ocultaba la rabia y la indignación que lo carcomían por dentro.

Cuando la vio marcharse, Danny cerró la puerta principal con sumo cuidado. Luego, dándose la vuelta, se quedó mirando fijamente a su hermano antes de decirle jovialmente:

– Inútil de mierda. Quiero que me des la jeringa, el caballo y tu puto culo. Y lo quiero en ese orden.

Annie oyó la conmoción que se originaba en el salón, pero tuvo la delicadeza de meterse en su habitación y encender la radio, ya que con ningún pretexto pensaba interferir en ese nuevo drama. Ni siquiera cuando oyó la voz de Jonjo pidiendo clemencia, ni los puñetazos sordos que acompañaban sus plegarias. Danny Boy estaba haciendo lo que consideraba más aconsejable para resolver el problema y, por una vez en la vida, estaba de acuerdo con él y con sus métodos. Jonjo necesitaba que le dieran una lección y ahora la estaba recibiendo de parte del hombre que, una vez que se supiera en las calles que conocía la adicción de su hermano, decidiría el abandono de Jonjo del grupo de los drogadictos. Por mucho que Annie odiase a Danny Boy, sabía que su reputación como capo les proporcionaba a todos una mayor libertad dentro de la comunidad.

Capítulo 22

Carole estaba realmente hermosa. Aunque no era una mujer a la que se le pudiera dar un diez, el traje que había elegido para la boda le sentaba de maravilla, algo que tenía que agradecer a Mary porque resaltaba sus virtudes y, como decía en tono de broma, ocultaba sus enormes caderas. Ahora lo único que ansiaba era tener hijos, ya que, al igual que Michael, sentía la necesidad de procrear, de edificar una red familiar que fuese sangre de su sangre. Carole admiró a Mary, estaba tan guapa que se preguntó por qué no se sentía celosa de ella, de su voluptuosa figura y de sus prietas nalgas.

Mary la había ayudado a organizado todo. Como madrina de honor, Mary era más guapa que la novia, pero Carole se consoló pensando que siendo la hermana de su marido eso carecía de importancia. Además, se sentía enormemente agradecida por los consejos que le había dado, porque, de no haber sido por ella, seguro que no habría elegido tan acertadamente. Carole no era como las típicas mujeres de los capos; es decir, mujeres y jovencitas que se habían criado en ese mismo ambiente y que estaban familiarizadas con los nefastos intereses de sus maridos. Eran tan amorales como los hombres que tanto deseaban, ya que sólo veían dinero donde otras buscaban amor. Eran mujeres que juzgaban a un hombre por su reputación y por sus ganancias potenciales, y cuyo sueño dorado era casarse con un verdadero capo. Desde muy jovencitas estaban familiarizadas con el sistema penitenciario, por lo que no sentían el más mínimo escrúpulo en casarse con un hombre que fuese vicioso y rencoroso, ya que, en su mundo, ambas cosas se consideraban cualidades que proporcionaban mucho dinero. Un hombre de mediana edad, barrigudo y con cicatrices por el acné, podía considerarse un buen partido si tenía una cuenta bancaria con bastantes ceros. Esas mujeres buscaban en sus relaciones amorosas lo mismo que ellos en sus compañeros de negocios: una alianza cuyo único interés estribaba en las ganancias que pudieran proporcionarle a ellas y sus familias.

Carole, sin embargo, estaba verdaderamente enamorada de Michael, igual que él de ella. También sabía que Danny Boy le manifestaba un gran afecto y la tenía en alta estima, cosa que agradecía enormemente. Aunque Danny Boy la intimidaba, ella también lo apreciaba. Siempre había sido amable y respetuoso con ella, aunque tenía una forma muy distinta a la suya de tomarse las cosas.

Mientras permanecía de pie, a las puertas de la iglesia, se preguntó si la despedida de soltero que había celebrado Michael sería razón para que llegase con retraso a la ceremonia, pero luego pensó que no debía preocuparse por eso. Sin embargo, cuando el hermano del padrino de su marido le dijo que ya estaba en la iglesia esperando impacientemente a que llegase, se relajó de inmediato.

Annie le sonrió. Era una chica realmente bonita y Carole se preguntó cómo una jovencita que había sido bendecida con semejante belleza permitía que ¡a utilizasen de esa forma. Era algo que le resultaba incomprensible. Se acostaba con todo el que se le pusiera delante y sospechaba que incluso había intentado tentar a Michael con sus proposiciones. Annie utilizaba su cuerpo como arma, un arma muy peligrosa por cierto. El estilo de vida de su hermano y el respeto que su reputación le proporcionaba la convertían en un objeto muy codiciado. Llevársela a la cama no resultaba nada difícil, pero, por mucho que llevase ese apellido, su propia reputación causaba muchos estragos. Annie era como la víctima de un accidente que acabase de suceder, sólo que, en vez de esperar a la ambulancia, se levantaba, se acicalaba y esperaba a que llegase el próximo. Era una chica sumamente desgraciada, con la misma manía autodestructiva que muchas de sus amigas. Las mujeres de su mundo eran juzgadas por su prematura sexualidad; de hecho, la mayoría de ellas perdían la virginidad con hombres que podrían ser sus padres, pues estaban deseando ser consideradas mujeres adultas. Ser una niña se consideraba una forma de identidad, pero ellas ya habían dejado de ser adolescentes para convertirse en «madres», un título que las transportaba al mundo de los adultos de la noche a la mañana.

Carole había sido educada como una buena chica católica y, al contrario que muchas de sus amigas, se lo había tomado muy en serio. Por esa razón, jamás había sido tan instigada como ellas, ya que nunca hacía alarde de sus formas ni vestía provocativamente. De haberlo hecho, hoy no se estaría casando con el hombre con el que iba a contraer matrimonio.

Al igual que Michael, veía a esas mujeres tal como eran, no como deseaban ser. No comprendía cómo podían considerar más importante lo que la gente pensase que la rutina diaria. Por nada del mundo se cambiaría por ellas. La vida de esas mujeres era una vergüenza, algo que ellas sabían tan bien como ella, por eso Carole no comprendía que no hicieran nada por cambiarla. No obstante, las entendía. Un capo era un buen partido. Por eso, para las mujeres de su mundo, que ella se casase con Michael era como si le hubiese tocado la lotería.

Carole, sin embargo, se sentía muy ligada a él, especialmente desde que se habían convertido en una pareja estable. Las personas, además, la trataban con sumo respeto, algo que jamás había experimentado. Muchas que antes no le habían prestado ni la menor atención, ahora se acercaban tratando de ganarse su amistad y buscando algún vínculo, por muy tenue que fuese. Resultaba irrisorio, pero viendo que mostraban tanto entusiasmo y sinceridad, no quería despreciarlas y siempre les respondía con amabilidad, pues formaba parte de su carácter. Carole era una buena persona a la que nunca se le veía un mal gesto con nadie. Michael le había dicho que pasase de ellas, que no les prestase ninguna atención, pero ella era incapaz de hacer algo así.

No obstante, a partir de ese día podría elegir de quién quería seguir siendo amiga y de quién no. No es que desease ser antipática con nadie, pero con su nuevo estatus se podía permitir el lujo de no saludar a quien se le antojase. Era capaz de ser agradable con las mujeres de su mundo y, al mismo tiempo, dedicarse a su marido por completo.

Carole gozaba de muy buena reputación en el barrio y todo el mundo que la conocía la consideraba una persona amable y siempre dispuesta a ofrecer su ayuda. Su matrimonio con Michael, el brazo derecho de Danny Boy, había realzado aún más su posición dentro de la comunidad, aunque ella no lo percibió al principio. Lo único que deseaba era que su vida con Michael fuese tal como la había soñado.

Mary estaba embarazada de nuevo, sólo que esta vez creía que sería capaz de llevar a buen término su embarazo. Michael le había comentado que Danny Boy llevaba semanas sin aparecer por su casa y eso le hizo pensar que quizá ahí estribara la razón de que el embarazo de Mary no se hubiese estropeado como los anteriores. Danny Boy era muy amable con ella y, aunque ella también lo apreciaba, sabía que no era el mejor marido del mundo. También sabía que el fracaso de su matrimonio no era culpa de Mary, ya que Danny Boy seguro que se habría comportado de la misma forma con cualquier mujer con la que se hubiera casado.

Arnold Landers estaba realmente guapo con el traje que llevaba y Carole se fijó en ese andar tan jovial que le caracterizaba. Era un hombre muy apuesto y sabía que Michael, igual que Danny Boy, tenía muy buen concepto de él. Estaba al mando de todas las operaciones en el sur de Londres, tarea que no resultaba nada fácil según tenía entendido. Carole esperaba que Annie supiese darse cuenta de todo lo bueno que había en él antes de que fuese demasiado tarde. De hecho, esperaba que fuese quien la metiese en vereda, ya que Arnold no era un hombre dispuesto a soportar las extravagancias de su mujer; aunque para eso primero tendría que enterarse de ellas, cosa que, por la forma de comportarse de Annie, no tardaría en suceder.

Carole se sosegó cuando oyó las primeras notas de la música que había elegido, Lo que el viento se llevó, y empezó a hacer su recorrido por el pasillo de la iglesia cogida del brazo de su padre. Llevaba la cabeza bien alta y su corazón estaba abierto y dispuesto a recibir todo el amor que su marido pudiera brindarle.

La gente parecía sinceramente contenta. Los invitados a la ceremonia la miraban con expectación, como si su matrimonio pudiese cambiar el estilo de vida de su marido. Michael era el socio de Danny Boy, aunque ella sabía que ése no era el término más apropiado, teniendo en cuenta la situación de su marido en la sociedad. Él era el verdadero cerebro de la sociedad, pero comprendía que la gente considerase a Danny Boy el cabecilla, algo que, además, resultaba muy conveniente para su marido. Además, era la única persona capaz de controlar a Danny Boy.

Ese papel también le proporcionaba la ventaja de que, cuando se cometiese un asesinato, nadie lo consideraría responsable, aunque eso era algo que su mujer desconocía.

Carole se percató de que Danny Boy la observaba atentamente mientras recorría el pasillo en dirección a su esposo, pero procuró que sus miradas no se cruzasen en ningún momento.

Estaba radiante, como se suponía que debía estar una novia, y estaba realmente bella, muy bella. Por primera vez en la vida comprendió cómo se había sentido Mary, que siempre había acaparado la mirada de todos.

Michael la estaba esperando y en su rostro relucía ese amor profundo y duradero que sentía por ella, algo que provocó que muchas mujeres de la iglesia se echasen a llorar, aunque también algunos comentarios insidiosos por parte de los hombres.

Ange estaba llorando, ya que consideraba a Michael el hijo que le hubiera gustado tener. Ahora veía a Danny Boy como el ser maligno que acabaría con la vida de todos los que lo rodeaban, pero apartó esos pensamientos porque aquélla era una boda de la que estaba dispuesta a disfrutar.


Había un humo tan denso en el bar del hotel que parecía una nube de color gris, las mujeres y los niños estaban en el salón de baile, la música sonaba a todo volumen y la luz era tan tenue que suavizaba las arrugas de las mujeres más ancianas. El banquete era espectacular y cuantioso; dos camareros jóvenes se encargaban de que no faltase de nada y todo el mundo estaba más que impresionado. Después de la comida de cinco platos que se sirvió, eso estaba casi de sobra, pero así es como se esperaba que fuese, ya que aquello sólo era otra manifestación más de poder, lo mismo que las palomas que se habían soltado en la puerta de la iglesia y el gaitero que los había conducido hasta Park Lane Hotel. Fue un acontecimiento del que se hablaría durante mucho tiempo, y todo se le atribuía a Carole, por supuesto, ya que se había convertido en la nueva reina del submundo.

Los hombres reían y bromeaban. Michael había cumplido con su deber, había bailado el primer baile, había partido el pastel de seis pisos y luego había recorrido la sala saludando a todo el mundo llevando a su esposa del brazo. Ahora se estaba tomando un descanso con sus amigos, tal como se esperaba que hiciese. Cuando se sentó al lado de Danny Boy en el lujoso bar se sintió orgulloso de ver lo que habían conseguido en los diez últimos años. Estaban en la cima del mundo y no había nadie que estuviese dispuesto a arrebatarles ese puesto. Lo único que podía estropear sus planes era que Danny Boy continuara dejándose llevar por su carácter. Michael había impedido muchos actos violentos y sabía que Danny era consciente de ello. Danny Boy no era ningún estúpido, sabía que nadie estaba completamente a salvo y, por eso, intentaba controlarse en lo posible. Su reputación bastaba para obtener lo que se le antojase y ya no tenía nada que demostrar a nadie. Hasta los capos fuera del Smoke le rendían pleitesía, ya que él era el jefe y el dueño de las calles.

Danny también se estaba tirando a una nueva jovencita, que, al parecer, lo estaba domesticando un poco. Era una mujer pequeña y delgada, con una figura agradable y unos ojos profundamente azules. Era una mujer civilizada que trabajaba de secretaria en una oficina de la ciudad. Danny estaba colado por ella, igual que de la otra querida que se había buscado y con la que ya había tenido un hijo.

Michael pensaba que era más tonta que un apio, pero parecía una mujer agradable y mantenía un trato amistoso con ella. Además, tenía la ventaja, al menos en su opinión, de que no quería formar parte de su mundo, pues se contentaba con que no le faltase de comer y pudiese salir por la noche de vez en cuando.

Mientras hablaban, Michael vio entrar en el bar a un hombre alto, calvo y con los dientes amarillentos. Se veía que había bebido más de la cuenta, pero, como no era uno de sus invitados, lo ignoró por completo. Michael estaba sentado con sus amigos, unos quince más o menos, agrupados en dos mesas. Había champán y brandy encima de la mesa para que cada cual se sirviera a su gusto y, mientras hablaban y se contaban chistes verdes, el hombre, uno de los inquilinos del hotel, pasó cerca de la mesa y tropezó con Danny Boy, derramándole la copa, un whisky doble, encima de la chaqueta.

Danny Boy se quedó mirando fijamente al hombre mientras los demás permanecían en silencio. El hombre se sintió sumamente avergonzado y empezó a disculparse mientras los demás estaban pendientes de la reacción de Danny. Carole entró en ese momento en el bar para ver en qué condiciones estaba su marido y su mirada se cruzó con la de Danny. Ella le sonrió sin percatarse en absoluto de la situación y le dijo alegremente:

– Te dejo a cargo de mi marido para que cuides de que no beba demasiado.

Michael sonrió mientras ella salía del bar y, girándose para ver en qué acababa la situación, se sorprendió cuando vio que Danny Boy dibujaba una sonrisa infantil y decía alegremente:

– No te preocupes, colega. Todos nos hemos pasado alguna vez.

Le hizo una señal al camarero, al cual no se le había pasado por alto ese momento de tensión, y le dijo:

– John, sírvele a este tío una copa y apúntala en mi cuenta.

Todos los presentes se relajaron cuando vieron que Danny Boy se despedía del muchacho y se sentaba como si nada hubiese sucedido.

Michael miró a su viejo amigo y tuvo deseos de llorar. Cuando Danny le guiñó un ojo, se dio cuenta de que, dijeran lo que dijesen, no había duda de que era un buen amigo suyo. Había reprimido sus deseos de enseñarle buenos modales a ese extraño, algo que para los demás no resultaba demasiado difícil, pero que Danny, normalmente, se habría sentido obligado a hacer, aunque eso significase arruinar una boda. Cuando se trataba de Danny Boy, sus reacciones ante ciertas situaciones eran más instintivas que fruto de esa valentía que genera el alcohol, como solía ser el caso de la mayoría de los hombres que estaban sentados en la mesa. Danny Boy era de los que pensaban que la mala educación era peor que matar a una persona, porque mostraba una carencia total de respeto, no sólo por la persona en cuestión, sino también para ellos mismos. Michael sabía que los hombres que estaban sentados se daban perfecta cuenta de eso y que lo sucedido suscitaría muchos comentarios porque había sido un gesto de profunda amistad y lealtad. Y no sólo para con él, sino también para con su esposa.


Jonjo se reía y Annie se alegró de oír su risa. Mientras permanecía de pie, a su lado, escuchando los chistes que contaba su antiguo vecino, Siddy Blue, también sintió los efectos del banquete nupcial. Ya era muy tarde y los niños estaban recostados en los sillones, tapados con sus abrigos y durmiendo plácidamente el sueño de los inocentes. El pinchadiscos ponía canciones lentas y la pista de baile estaba salpicada de parejas que bailaban, algunas llevadas por un nuevo arrebato de pasión, pero la mayoría hartas de verse entre sí.

Siddy contaba con un interminable repertorio de bromas. Era un hombre que andaría por los cuarenta, con una constitución delgada y una buena mata de pelo. Hasta Danny Boy se reía a carcajadas. Siddy sabía contar chistes y enganchaba uno con otro, por eso era invitado a menudo a las fiestas.

– Escucha éste, Danny Boy. La pasma se presenta en un piso de Wanstead y un niño de unos doce años abre la puerta con un vaso de whisky en la mano, una puta agarrada del brazo y un porro en la boca. La pasma le pregunta: ¿Está tu padre en casa? El niño responde: ¿Y tú qué crees, gilipollas?

Todos estallaron en carcajadas de nuevo. Danny Boy miró a su hermano pequeño y, en voz alta, dijo:

– Seguro que era él.

Le pasó la mano por el pelo a Jonjo mientras hablaba y Annie se relajó, pues era la primera vez que le hablaba directamente en meses, desde que se había enterado de su adicción y lo había hospitalizado. Desde aquel momento no había vuelto a dirigirle la palabra, lo ignoraba por completo y sólo le hablaba a través de terceras personas.

Jonjo se sintió tan contento por el gesto de su hermano que se rió de buena gana. A Danny Boy se le había pasado el enfado y eso significaba que sería admitido nuevamente en el seno de la familia. Que se riera por el mismo motivo por el que antes se había enfadado ya decía mucho, pues significaba que estaba dispuesto a dar el asunto por zanjado y concederle otra oportunidad. El alivio que sintió Jonjo fue abrumador.

Michael se acercó a la mesa y, alegremente, dijo:

– Me voy con mi esposa a la suite nupcial.

Danny se levantó y abrazó a su amigo. Fue un abrazo sincero y emotivo que ninguno de los presentes pasó por alto. Mientras los dos se abrazaban, Danny, con la voz cargada por la emoción, dijo:

– Eres un tipo con suerte, amigo. Me alegro por ti.

Siddy, que estaba escuchándolos, irrumpió:

– Aprovéchate ahora, Mike. Dentro de diez años tendrá el mismo aspecto que su madre y ya no querrás ni echarle un polvo.

Se rió de su comentario, pero cuando quiso darse cuenta de que se había pasado de la raya, Danny Boy ya lo había levantado de la silla. Su comentario fue uno más de los que se hacen en las bodas, algo que se decía en tono de broma entre hombres y sin ánimo de ofensa, ya que, normalmente, provocaba comentarios picarescos por parte de los más expertos sobre los peligros de la vida de casado. En realidad era algo que se decía por decir, sólo para pasar un buen rato. Sin embargo, en aquella ocasión, esas palabras fueron escuchadas por Danny Boy Cadogan, alguien que se había puesto de coca hasta la gorrilla y que ya de por sí resultaba una persona difícil de sosegar. Para colmo, ese comentario le había traído a la memoria su propio matrimonio, su vida de casado y, por eso, fue como enseñarle una capa a un toro. Él precisamente ansiaba tener una esposa como Carole, algo que sabía imposible porque era uno de esos tipos que destruyen todo lo que tocan, algo que en ese momento sólo había servido para avivar el fuego de su rabia. El jamás había tenido esa oportunidad, su padre se había encargado de ello, por eso jamás sería la persona que anhelaba ser. Su padre había vendido a toda su familia, se había desentendido de ella y él jamás había superado ese desaire. Lo único que tenía en su interior era una enorme bola de odio y desprecio que lo convertía en una persona inmune a los sentimientos y emociones que dominaban a todos los que le rodeaban. La frialdad de sus sentimientos no era algo que le perturbase demasiado, salvo en los momentos en que resultaba tan patente que no le quedaba más remedio que aceptarla.

Mientras Danny Boy atacaba a su viejo amigo y vecino, los demás observaron la escena con una mezcla de sorpresa y excitación. Cuando Michael y Arnold lograron quitar de encima a Danny del postrado hombre, había sangre por todos lados, aunque sus heridas eran superficiales. Lo que resultaba verdaderamente chocante era la forma en que gritaba Danny Boy.

– Maldito gilipollas, te voy a enseñar a hablar de una mujer como ésa.

Danny Boy aún intentaba seguir pateando al hombre tendido cuando Arnold y Michael lograron sacarlo del salón de baile. La mesa estaba rota y había cristales y bebidas derramadas por todos lados. Las mujeres acudieron para rescatar a sus hijos y los hombres fueron en busca de sus chaquetas y abrigos, dispuestos a abandonar la escena de la pelea porque nadie se quería ver involucrado en ella. Danny Boy no era una persona que admitiera interferencias cuando se le iba la olla.

Mary observó cómo sacaban a su marido de la sala y pensó que debería acercarse para tratar de tranquilizarlo y hacerle entrar en razón, pero sabía que sería en vano, y por eso ni se molestó. Sin embargo, se levantó al ver a Carole acercarse hasta ella a toda prisa, con el traje manchado de sangre y el rostro cubierto de lágrimas. Gritaba histérica:

– Lo han metido en un coche y se lo han llevado. Estaba como loco y amenazaba a todo el mundo porque no lo dejaban volver a entrar. El maître del hotel ha llamado a la policía y ha pedido una ambulancia, pero los invitados se han ido todos. ¿Qué hago, Mary? Danny ha arruinado mi fiesta, lo ha estropeado todo.

Mary suspiró y, recordando su propia vida, respondió tristemente:

– Bienvenida a mi mundo, Carole.


Denise Parker estaba dormida cuando oyó que aporreaban la puerta. Se puso la bata, salió al diminuto vestíbulo y preguntó:

– ¿Quién es?

– Abre la puerta, por favor, Denise -respondió Michael con voz calmada.

Abrió la puerta con su acostumbrado gesto de enfado y se echó a un lado mientras entraba Danny Boy seguido de Michael y Arnold. Apenas podía caminar, y Denise, enarcando una ceja perfecta, preguntó alarmada:

– ¿Qué ha sucedido?

Michael se encogió de hombros al pasar a su lado. Ella jamás se hubiese negado a dejarles entrar; en ese momento oyó que el bebé lloraba en la habitación contigua y fue a verlo, entró, cerró la puerta y trató de calmarlo. El piso estaba maravillosamente decorado y se sentía orgullosa de él. La habitación de su hijo era muy espaciosa y estaba decorada con un papel de los caros, una cuna que había comprado en Harrods y un mobiliario que hacía juego con ella. El niño se durmió y ella regresó al salón, donde Danny Boy yacía recostado en un sofá, borracho como una cuba. Michael puso un par de envoltorios encima de la mesita de café y respondió tranquilamente:

– Se ha bebido una botella de Courvoissier y tanta coca que podría matar a un batallón de la armada. El nos pidió que lo trajésemos aquí.

Denise asintió como si fuese lo más natural del mundo. Arnold no parecía tan complaciente, pero no hizo el más mínimo comentario. Lo único que quería era salir de allí y librarse de Danny Boy.

– Déjalo ahí, Michael. Ya me encargo yo.

Denise ya se había sentado a su lado y Danny Boy le sonrió, como si los dos fuesen partícipes de una elaborada broma.

Ya fuera, Arnold miró a Michael y se percató de lo disgustado que estaba por el curso que habían seguido los acontecimientos.

– Vete con tu esposa, colega.

Michael asintió de mala gana. Estaba amaneciendo y deseaba acostarse, estar junto al cálido cuerpo de su esposa.

– Nos has hecho un gran favor a mí y a Danny Boy esta noche, y no lo olvidaremos.

Arnold se metió en su coche sin responder.

Cuando el coche arrancó, Michael dijo con tristeza:

– Lo hace sin mala intención. Danny tiene muchas cosas en la cabeza últimamente.

Arnold no respondió. Estaba maravillado por la lealtad y la generosidad del hombre que estaba sentado a su lado porque, si eso le hubiese sucedido a él, no se lo hubiera tomado tan a la ligera.

Pasarse dos horas enteras tratando de sosegar a Danny Boy en el despacho del desguace, oyendo a los perros gruñir y patrullar el terreno, no era la mejor forma de terminar una boda. Le habían dado de beber todo lo que podían mientras lo escuchaban despotricar contra todo, desde la falta de empleo hasta el estado del sistema penitenciario. Ambos habían quedado reducidos al papel de meros comparsas hasta que Danny Boy se medicó a base de alcohol y una mezcla explosiva de drogas ilegales. Su manera de comportarse había servido para que Arnold se diera cuenta de una vez por todas de que Danny Boy era un tipo al que de verdad le faltaba un tornillo. No obstante, prefirió reservarse su opinión, ya que consideraba que ésa era la mejor política que podía adoptar con esos dos, pues la relación entre Danny Boy y Michael Miles era más complicada que la de cualquier matrimonio.

– ¿Quién era esa mujer?

Michael se encogió de hombros.

– Nadie.

El resto del camino lo hicieron en silencio.


Denise miró a Danny Boy y sonrió. Para ella, el que hubiese ido a su piso era casi un gesto romántico y el hecho de que la utilizara no le importaba lo más mínimo. A ella le gustaba que estuviera allí, que lo viesen salir de su casa por la mañana; creía que, a su manera, la necesitaba.

Denise amaba a ese hombre. Amaba su fuerza, su lascivia y su nombre. Que sus amigas y vecinas lo viesen salir de su casa y meterse en un taxi era como un bálsamo para ella. Ella tenía un hijo suyo y, aunque él se comportaba como si eso no le importase en absoluto, siempre acudía cuando las cosas se ponían feas. Consideraba un complemento el que viniese cuando se encontraba fuera de control, pues le hacía creer que verdaderamente la amaba, aunque su mujer se interponía en su destino. Al fin y al cabo, ella le había dado algo que esa puta jamás había logrado. Un hijo. Danny Boy Junior. Además, se parecía mucho a él, pues era un niño robusto, de constitución fuerte, con los ojos azules y el pelo espeso, lo cual provocaba que hasta las personas que no lo conocían comentasen lo bien parecido que era. Danny Boy la había ignorado durante meses y sabía que tenía una nueva aventura con esa secretaria. Sin embargo, como aún seguía viviendo con sus padres, Danny Boy no podía recurrir a ella. Y su casa seguía siendo su refugio, el único lugar seguro para él.

Cuando lo besó, notó el sabor ácido del alcohol, el sabor pastoso que el brandy y las drogas habían dejado en su lengua. Danny abrió los ojos y miró la habitación, la habitación que él pagaba, pues había gastado con esa muchacha mucho tiempo y dinero. En su retorcida mente sabía que había perdido el control, que el demonio con el que vivía a diario había vuelto a asomar su fea cabeza. Sin embargo, al sentir que su mano se escurría por sus pantalones y le acariciaba la polla, se sintió mejor y cerró los ojos intentando disfrutar al máximo. Estaba tan borracho y colocado que no le respondió, por eso la apartó de mala manera, se levantó y, dándose cuenta de dónde estaba, se echó a reír y dijo:

– Sírveme una copa mientras preparo unas rayitas, ¿de acuerdo?

Denise sonrió, satisfecha de que empezara a recuperarse, contenta de que se sintiera un poco más animado. Se dirigió a la cocina y cogió una lata de Tennent del frigorífico. Al igual que muchas chicas de su clase, siempre cuidaba de su aspecto e incluso cuando iba de compras se aseguraba de ir perfectamente maquillada y arreglada como si tuviese una cita. Siempre se iba a la cama con el pelo recogido y llevando puesta alguna ropa interior sexy, pues sabía que ese cabrón se podía presentar cuando menos lo esperase y deseaba estar guapa para él. Mientras servía la cerveza en un vaso, se miró al espejo que había sobre la repisa de la cocina. Pensó que tenía buen aspecto, considerando lo tarde que era. Era una joven muy guapa que había quemado sus naves por el hombre que le había dado un hijo y que luego se había olvidado de ellos. Al igual que muchas jovencitas de su edad, había confundido el sexo y el deseo con el amor, y ahora ese hijo suyo era quien le privaba de ambas cosas, pues no había muchos hombres que se atreviesen a internarse en el territorio conquistado por Danny Boy Cadogan. En muchos aspectos, su vida se había acabado el día en que decidió no abortar. Si hubiese sido mayor y más sabia, si hubiera sabido lo que sabía ahora, habría tirado al niño al retrete y se hubiera olvidado de él. Sin embargo, no lo había hecho y ahora estaba con ella, al igual que el padre, aunque era una incógnita por cuánto tiempo. Cada vez que regresaba a casa, sumido en una de sus tristezas, le hacía creer que aún tenía alguna oportunidad, que algún día vendría y se quedaría para siempre.

Mientras ella se esnifaba una larga y algodonosa raya, se dio cuenta de que la observaba, un gesto de atención que recibía con agrado. Solía tirársela sin ningún preámbulo y ella sabía que hacía mal permitiéndole que la utilizase de esa forma, pero verlo en esa situación tan vulnerable le resultaba sumamente seductor. Denise lo conocía bien y sabía que estaba mal de la cabeza, que, cuando se le antojaba, se comportaba de forma muy cruel, pero eso formaba parte de su atractivo. Le gustaba saber que ella era capaz de domesticarlo, no siempre, pero sí en momentos como ése. Momentos en que, después de tirársela, le decía lo mucho que la amaba, lo mucho que le satisfacía sexualmente y lo mucho que le agradaba su compañía. Por supuesto, no lo decía con esas palabras, pero ella lo interpretaba de esa manera porque le gustaba engañarse a sí misma y pensar que la deseaba y la quería tanto como ella a él, y que era su mujer, su esposa, la que se interponía en su relación.

Se sentó en sus rodillas y él le pasó la mano por el largo pelo rubio, haciéndola estremecer. Sus suaves caricias eran más que suficientes, pues sabía que en ese momento era suyo. Danny le dio la vuelta y la hizo arrodillarse delante de él. El sofá crujió cuando él se levantó un poco para bajarse los pantalones hasta la altura de los tobillos. Ella lo miraba con deseo, con avidez. Danny volvió a sentarse y estiró las piernas, con los pantalones y los calzoncillos bajados. Tenía la polla erecta, palpitando de sangre; percibió el olor de su sudor y de su semen cuando le empujó la cabeza y se la introdujo en la boca sin ningún preámbulo. Como siempre, se la chupó con todas sus ganas. Danny, sin embargo, no veía a Denise, sino a su madre, preñada y sin un duro en el bolsillo, pero aun así permitiendo que su padre regresara a casa, aun después de haberlos abandonado a todos. Veía a Mary, otra puta asquerosa, otra que se había metido más pollas que Liz Taylor. Luego vio a la esposa de Michael y, cuando eyaculó, le introdujo la polla entera en la boca, disfrutando de los ruidos que hacía al atragantarse. Cuando terminó, vio que a ella le daban arcadas. Respirando profundamente, con el corazón acelerado y resonando en sus oídos de tal forma que le hacía recordar que aún seguía vivo, observó que Denise le daba un buen sorbo a la cerveza para quitarse el sabor a semen, para enjuagarse la boca.

Se estiró sintiéndose repentinamente cansado mientras miraba cómo Denise se preparaba otras cuantas rayas. De muy mala manera dijo:

– Puta de mierda. Eres capaz de irte con cualquiera con tal de que te invite a una raya y tenga un poco de pasta en el bolsillo.

Vio en sus ojos el daño que le causaban sus palabras, vio ese odio que emanaba y que siempre le hacía pensar que había logrado sus metas con respeto a las mujeres. Para él todas eran iguales: siempre te utilizaban, siempre ocultaban algo. Cuanto mejor las tratabas, cuanto más las respetabas, más se aprovechaban de ti y más gilipollas te consideraban. Eso mismo le había sucedido con su madre, que jamás había estado tan bien y, sin embargo, lo había cambiado por un hombre que sólo le había dado hijos y muchas penas. Danny odiaba cuando se sentía así, cuando permitía que esos asuntos se interpusiesen en su vida cotidiana. Odiaba pensar que había sido manipulado por su propia madre, cuando se daba cuenta de que todo lo que había hecho no era suficiente para ella. Hasta su padre, en su último aliento, había intentado acabar con él. Danny sabía que la mayoría de las personas eran unas aprovechadas, unas manipuladoras, y le gustaba pensar que las Denise y las Mary que andaban merodeando por ahí eran demasiado torpes para darse cuenta de ello.

– No se te ocurra hablarme de esa manera, Danny Boy, no te lo pienso aguantar.

Denise se levantó, con la nariz manchada de coca y el cuerpo rígido, dispuesta a pelear con tal de hacerse respetar.

A Danny le encantaba verla de esa manera, le hacía pensar que era la madre adecuada para su hijo porque estaba dispuesta a pelear por él si hacía falta. Sonrió y su actitud cambió repentinamente.

– ¿Dónde está mi hijo? Déjame ver a ese muchacho por el que estás dispuesta a romperme la boca.

Denise se sosegó, tal como esperaba Danny y como siempre hacía cada vez que demostraba un mínimo de interés por su hijo.

La verdad es que Danny no sentía nada por ella, ni por nada que hubiese engendrado su vientre, pero ella no lo sabía y él no sería quien se lo dijese. Ya había sacado de ella lo que deseaba y ahora lo único que quería era que le preparase un buen desayuno y poder dormir unas cuantas horas. No era mucho pedir, dadas las circunstancias.

Capítulo 23

Danny Boy miró a su hija y sonrió. Mary por fin había engendrado una niña, una niña que tenía las extremidades fuertes y parecía completamente sana. Después de sus otros hijos, éste parecía totalmente perfecto. Danny había creído que ella jamás sería capaz de engendrar un ser vivo y, la verdad, había tardado lo suyo. Que él hubiera sido la causa de sus anteriores abortos era algo que más valía la pena olvidar, ya que ahora se consideraba a sí mismo como la parte perjudicada de su matrimonio, el hombre despojado de hijos porque su mujer había sido incapaz de dárselos hasta ese momento. Hasta que ese diminuto retazo de perfección creado por Dios había venido a este mundo para compensarlo por tollos sus desengaños. Parecía predestinada a sobrevivir, a diferencia de los otros. En lo más hondo de su corazón, sabía que un hijo no habría sido tan bien recibido, no al menos para ser el primogénito. Una hija era justo lo que necesitaba. A él le gustaban más las niñas, las mujeres, pues le resultaba más fácil controlarlas.

Mientras miraba esos ojos profundamente azules que sabía que algún día serían iguales a los suyos, por primera vez en muchos años sintió una punzada de auténtica emoción, de verdadero amor y afecto. Ese pequeño trozo de carne era suyo, sentía su parentesco, como si el lazo que los uniera fuese tangible. Su diminuto cuerpo y sus pequeños brazos eran como una especie de milagro que jamás había conocido. El sentimiento que le inspiraba tampoco lo había experimentado hasta entonces. Sus pequeñas manos lo habían cautivado mientras las observaba con total incredulidad. Era tan pequeña, tan perfecta. Aún jadeando, ya intentaba aferrarse al aire y eso le gustó, pues estaba seguro de que algún día tendría todo un mundo al que aferrarse. Era la única mujer por la que había sentido respeto, la única mujer a la que antepondría a sí mismo. Era un sentimiento nuevo y lo asustaba; amar a alguien más que a sí mismo fue una novedad para él.

Su diminuta boca se abrió para soltar un suave gemido que le llegó directamente al corazón, ya que nada más oírlo sintió un enorme deseo de protegerla y un sentimiento de propiedad que resultaba tan abrumador como terrorífico. Miraba a su hija como si no hubiera visto nada parecido en la vida, como algo perfecto, como un ser inocente y cálido, alguien que él había creado y que dependía de él para todo. Al contrario que sus otros hijos, esa hija suya nacida en el seno del matrimonio le inspiraba una profunda afinidad. Hasta Mary, que yacía en la cama, sin maquillaje ninguno, cansada y exhausta por lo difícil que había sido el parto, aunque sin duda con mejor aspecto que la mayoría de las mujeres después de dar a luz, le inspiraba ahora un afecto que le resultaba completamente desconocido.

Mary le sonreía de forma tentadora y su inquietud le suscitó cierto malestar porque, por primera vez en muchos años, deseaba que se sintiera querida y mimada. El problema era que ya no sabía cómo hacerlo, pues había perdido la costumbre de ser agradable con ella. Era una buena pájara, pero sabía que, a su manera, eso constituía un punto a su favor. Sin embargo, al contrario que su hija, que lloraba exigiendo su atención y su consideración, se había dado por vencida demasiado pronto, se había doblegado a sus deseos. Miró de nuevo a su hija y, mientras la estrechaba entre sus brazos, se dio cuenta de que a partir de ese momento su vida ya no sería igual. Eso era algo real, verdadero, algo que estaba convencido de poder hacer bien. A su hija jamás le faltaría de nada, de eso ya se encargaría él. Ella sería lo más importante de su vida. Se dio cuenta de que por fin había encontrado su talón de Aquiles, que había resultado ser ese pequeño retazo de humanidad, esa personilla ruidosa y exigente. Sabía que, a partir de ese momento, tendría un punto débil, y ese punto débil era precisamente esa niña y esa necesidad suya de protegerla. Él había construido una muralla en su interior, había sido castrado hacía muchos años por el odio y la indiferencia de su padre, pero la niña que sostenía en sus brazos le había hecho darse cuenta de que los hijos son algo más que un apéndice en la vida, algo más que un agujero en tu cuenta corriente. El no sería como su padre, pues tenía la certeza de que removería cielo y tierra por sus hijos y por Mary, que como madre de ellos ahora estaba fuera de todo reproche. Esa hija era lo mejor que le había sucedido en la vida, pues los hijos, a fin de cuentas, son lo único que queda de uno en este mundo.

Los hijos eran algo auténtico, lo único que realmente podemos llamar nuestro en esta asquerosa vida. Había rezado por encontrar algo que le demostrase que su vida merecía la pena y sus plegarias habían sido escuchadas. Ahí estaba su hija, con sus ojos color azul y esa mirada hipnotizadora.

Danny sonrió de oreja a oreja cuando sintió que lo agarraba con fuerza, aunque por dentro se asustó del poder que esa niña ejercía sobre él. Que hubiese nacido en un momento tan crucial de su vida no era mera coincidencia, ya que él estaba en la cima del éxito y esa hija suya era la guinda del pastel. Agarrando a Mary toscamente, las estrechó a ambas contra su pecho y, por primera vez en muchos años, se sintió completamente en paz consigo mismo.

Cuando Mary se puso la niña en el pecho, sintió un amor por ella que nunca antes había conocido.

Mary Cadogan había deseado el amor de ese hombre y ahora por fin lo tenía, lo tenía en abundancia. Era tan poderoso y ella se sentía tan agradecida que no se le pasaron por la cabeza las consecuencias de esa adoración repentina que le inspiraba.


Michael y Arnold escuchaban con atención a Danny Boy mientras les hablaba de sus nuevos socios en España. Se le veía muy entusiasmado con esa nueva aventura, ya que les proporcionaría mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era que fuese en España o en su país, lo que le entusiasmaba era que esa nueva sociedad los colocaría en la cima del mundo delictivo. Ser la persona que controlase Marbella significaba más o menos ser el dueño del país; Danny sería como el primer ministro y sería él quien decidiese quién vendía qué y, lo más importante, quién se encargaría del control de todo. El dirigiría la empresa que manejaría cada sector del sueño español, desde cuánto pagarían sus compatriotas por sus coches hasta cuánto pagarían por sus chalés, chalés que no se construirían si no era con su expreso consentimiento. Él decidiría qué era lo que se meterían por la nariz y qué era lo que comprarían en el supermercado. Es decir, que todo lo que comprasen o vendiesen estaría bajo el control de Danny y Michael.

Sus tentáculos serían tan largos que cruzarían el Mediterráneo y se expandirían más allá de Marruecos. Desde el mercado de armas y el de drogas, Danny sería el responsable de todo. A la mierda con Sainsbury's, él sería más importante que Harrods, y todo lo que alguien quisiera, necesitara o codiciara, él se encargaría de proporcionárselo.

Danny disfrutaba del poder que tenía sobre las personas que lo rodeaban. Nadie podía ganar un puñetero euro sin darle un porcentaje. Era como tener licencia para imprimir dinero. Era un verdadero chollo, además de que el casino les estaba dando más dinero en una semana que todos los trapicheos de Londres juntos. Michael, sin duda, se había superado a sí mismo y, con su habilidad para los números y la predisposición natural de Danny, el trato se había llevado a cabo con el mínimo ruido por ambas partes. La eliminación de algunos obstáculos, especialmente de las personas que antes habían estado a cargo de todo, ya había pasado al olvido.

Danny estaba decidido a no cometer el mismo error que ellos, especialmente no exprimiendo a los trabajadores legales. Nadie sobreviviría si los que se manchaban las manos, los que hacían los trabajos más mundanos y aburridos, no estaban contentos con lo que ganaban. Eso era algo que comprendía perfectamente, pues Danny Boy sabía que una buena comisión era el principal recurso de todos los dictadores. Sin un buen porcentaje de las ganancias todo se iba al garete.

No pensaba cometer los mismos errores que los Connor. A ellos se les había subido el poder a la cabeza y habían cometido el error de permitirle que se empezase a introducir en ese mundillo, primero con la venta de drogas. Una vez ocupado ese puesto, se había limitado a observar y esperar hasta que los obligó a marcharse. Sin el control de la venta de armas y de drogas, se habían convertido en unas marionetas, en un par de chulos de tres al cuarto. Sin el respaldo de sus homólogos, los árabes se vieron obligados a irse a Gibraltar en calidad de turistas, ya que no había nadie que estuviera dispuesto a suministrarles. Eso significaba, por supuesto, que la pasma podía seguirles fácilmente los pasos. Especialmente desde que Danny Boy había filtrado sus nombres a las personas más relevantes. Hacía años que había descubierto que chivarse era un negocio lucrativo. Los Connor, que jamás habían sido arrestados ni acusados de nada, de pronto se habían borrado del mapa y nadie sabía dónde se encontraban. Puesto que sus cuerpos no habían aparecido, se suponía que estaban huyendo de las autoridades, sin sus mujeres y sin sus hijos, por supuesto.

España era un mercado tan grande y lucrativo que el que lo dirigiese sería considerado la élite del submundo europeo. Ni siquiera los alemanes habían logrado introducirse en Marbella, y no porque no lo hubiesen intentado en muchas ocasiones. Sin embargo, los españoles sentían tanta simpatía por ellos como los británicos, algo que después de dos guerras mundiales no se podía superar con unos cuantos partidos de fútbol; los alemanes, además, carecían de la presencia y el carácter necesarios para embarcarse en una aventura como ésa.

De hecho, hasta los españoles se habían demorado y no se habían dado cuenta de que los británicos necesitaban un refugio seguro y algo de sol invernal. Excepto los árabes, nadie se había dado cuenta de su potencial. Hasta los Connor habían cometido el error de no ampliar el negocio hasta donde era posible, además de haber confiado en demasiada gente para hacer el trabajo que les correspondía a ellos. Había sido como si le dieran a un atracador de bancos las llaves de los Barclays y esperasen que luego éste los dejase entrar para llevarse lo que quisieran.

Por eso, cualquiera que dispusiera de dinero y de los contactos necesarios sería bien recibido, justo lo que habían hecho Danny Boy y Michael. Ahora había llegado el momento de relajarse y disfrutar del sol.

Su hija recién nacida había sido quien le había dado ese nuevo empuje. De nuevo se sentía animado, algo que en el último año no le había ocurrido. Su hija tendría el mundo en una bandeja y esa bandeja valdría más que las casas de mucha gente. Ese era el nuevo lema de Danny. Sonrió a sus dos amigos y, como quien no quiere la cosa, dijo:

– Por cierto, tenemos que hablar con Norman Bishop. Creo que necesita que le den unos consejos amistosos.

Arnold se levantó de inmediato, siempre dispuesto a ganar unos puntos.

– ¿Quieres que te lo traiga personalmente o vas a verlo en el casino?

Danny Boy sonrió.

– Si no es molestia, tráelo aquí al desguace. No quiero que nadie oiga lo que tengo que decirle.

Michael se molestó. Los asuntos rutinarios eran cosa suya, siempre lo habían sido, ya que Danny Boy dejaba de preocuparse de ellos una vez que los había puesto en marcha. Hasta ese nuevo proyecto de España pasaría al olvido una vez que estuviera funcionando; además, en eso estribaba la fuerza de su sociedad. El se sentía orgulloso de ser quien lograba que los negocios les proporcionasen beneficios cuantiosos y le molestaba que Danny se entrometiera en ellos sin consultarle.

– ¿Para qué quieres verle? ¿Qué sucede? Es uno de nuestros mejores empleados.

Danny Boy se limitó a encogerse de hombros y respondió:

– ¿Cuál es tu problema, Michael? Sólo quiero hablar con él.

– ¿De qué, Danny? ¿De qué quieres hablar con él?

Michael estaba enfadado y no lo disimulaba. Era la única persona del mundo que podía expresar esa emoción delante de Danny Boy y salir bien librado de ello. Todo el mundo lo sabía, especialmente Arnold Landers. Él los había observado en privado y sabía mejor que nadie cómo funcionaban las cosas.

Danny Boy sonrió, con esa sonrisa que mantenía en reserva para cuando quería ocultar sus verdaderos sentimientos.

– ¿Quién coño te has creído que eres, Michael? ¿La pasma? Me has tomado por un gilipollas. No puedo decírtelo ahora, así que no te queda más remedio que esperar, ¿de acuerdo?

Arnold sonrió. Su comisión, una vez que el negocio de España se pusiera en marcha, ocupaba todos sus pensamientos. Estaba entusiasmado, pero también sabía que Norman y sus subalternos habían pasado desapercibidos para Danny y esperaba que surgiesen problemas. Sin embargo, prefirió reservarse su opinión porque, después de todo, él sólo se estaba iniciando en ese mundo, ese mundo que tanto deseaba. Una vez que se abriese camino, se aseguraría de que su nombre fuese sinónimo de juego justo y duros castigos. Ese era su sueño, su meta en la vida.

Sin ese puñetero cabrón, sin Danny Boy, sabía que eso jamás se haría realidad. Por muy buena opinión que tuviera de Michael, sabía que Danny Boy era el que llevaba las riendas de la sociedad. Si deseaba abrirse camino, sólo Danny Boy podría garantizarle que lo haría con el menor escándalo posible y las mayores ganancias. Danny sabía que una buena comisión era la mejor forma de comprar a la gente, de ponerla de tu lado, aun cuando no quisiera tener nada que ver contigo. Danny Boy Cadogan sabía, igual que él, que el dinero no sólo hacía hablar a la gente, sino hasta cantar la canción que a él le gustase. Notó que Michael estaba molesto, así que evitó cruzar la mirada con él y se fue en busca del joven Norman con el corazón hecho un puño.


Ange miraba a su nuera mientras acostaba a la niña. Era una niña preciosa, algo muy normal, ya que sus padres eran ambos muy atractivos. Annie también observaba la escena sonriendo inconscientemente, su bonito rostro mostrando esa necesidad imperiosa de engendrar ella misma un hijo, ya que esa pequeña niña de enormes ojos azules y su inocencia le había despertado una necesidad que jamás había experimentado. En ese preciso momento decidió que tendría su propio hijo, que ella sería la que le diese a Arnold un hijo. Sabía que sus extravagancias habían llegado muy lejos, pero teniendo en consideración la forma en que Danny lo trataba, lo que más le convenía era sacar el mayor provecho de esa relación y llevarla a buen término.

Carole ya se había marchado, y Ange y Annie estaban preparándose para hacerlo. Mary tenía un aspecto fantástico. Estaba radiante y sus ojos brillaban de felicidad y esperanza. Danny Boy estaba por fin sucumbiendo a sus encantos y había dejado de maltratarla para volver a ser su compañero del alma. Empezaba a creer que aún tenía alguna oportunidad con él y veía a su hija como una forma de poner fin a sus preocupaciones.

Cuando Mary se quedó sola, puso a la niña en la cuna que había al lado de su cama y luego, abriendo una enorme bolsa que había reservado para una ocasión como ésa, se sirvió una buena copa. Se la bebió muy rápidamente, aterrorizada por la posibilidad de que su marido se presentase cuando menos lo esperara y la sorprendiera. Notó que la bebida hacía su efecto y se echó de espaldas sobre las almohadas sabiendo que ya era incapaz de hacer nada.

Sabía que esa niña era lo más importante en la vida de Danny, y que la obligaba aún más a tratar de hacer bien las cosas. La hija que tanto había ansiado los acercaría o terminaría por separarlos, ya que estaba siendo observada minuciosamente por Danny. Una copa para relajarse podía hacer que toda su vida fuese cuestionada y puesta en entredicho por el bien de la niña, por eso sabía que acababa de firmar su sentencia de muerte.

Mary se percató de la inutilidad de sus lágrimas cuando oyó el llanto lastimero de esa niña a la que tanto amaba y que podía ser la causa de la muerte de su madre. Repentinamente, con asombrosa claridad, se dio cuenta de que esa niña podría ser el hito que pusiese fin a la vida que había llevado hasta entonces.

Después, mientras observaba cómo dormía, cómo subía y bajaba su pecho con cada respiración, Mary comprendió el verdadero papel que desempeña una madre, cuál era el verdadero secreto de la maternidad. Una madre cuidaba a su hija, sin importarle quién era su padre ni lo mucho que lo odiara. Los hijos eran para toda la vida y, si tenías suerte, eran ellos los que te enterraban y no al revés. Una madre era capaz de dar su vida con tal de que ellos siguieran viviendo, y lo haría con alegría, aun siendo tan desgraciada como para tener a Danny Boy Cadogan en una esquina reclamando su parentesco a cada momento.

Mientras observaba a su bebé, Mary sólo pensaba en que le había encasquetado a esa hermosa niña un padre que era tan volátil en sus afectos como en su vida laboral, un hombre que resultaba tan peligroso cuando te quería como cuando te odiaba. Ella le había dado a su hija un chulo que la utilizaría para sus propios fines y que luego utilizaría esos fines para torturarla el resto de su vida. Mary estaba llorando nuevamente cuando las enfermeras se asomaron por la puerta, aunque esta vez, por mucho que le hablaron, no lograron consolarla. Su metedura de pata resultaba demasiado obvia, aunque nadie se diera cuenta de ello.

La felicidad que por un momento había esperado conseguir se fue disipando y llegó incluso a cuestionarse si estaba en su sano juicio. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que esa niña iba a hacer cambiar las cosas? Ya nada iría bien en su mundo, por muchos hijos que él le permitiera engendrar.


Norman parecía realmente incómodo; Arnold advirtió que se mostraba demasiado amistoso y jovial con él. Arnold no era ningún estúpido y sabía que los Norman de este mundo eran unos fanáticos de Bob Marley, pero en realidad no tenían ningún amigo negro. Se mostraban muy liberales, pero cambiaban mucho cuando se veían delante de un verdadero y honesto negro; de repente se ponían nerviosos y se sentían inseguros ante una parte de la población con la que jamás se habían juntado ni mezclado. Dios bendecía el sistema católico, ya que garantizaba la convivencia multirracial de los alumnos, pero también se aseguraba de que los Danny Boy Cadogan de este mundo gozasen de una serie de ventajas que no estaban al alcance de la mayoría: la oportunidad de conocer y ser amigos de otros marginados de la sociedad británica. Por un lado resultaba gracioso, pero, por otro, triste e irritante. Arnold se sentía más inglés que la mayoría de la gente; era negro, pero había nacido y se había criado en ese país que tanto amaba. Al igual que Danny Boy y Michael, era hijo de inmigrantes, inmigrantes irlandeses además. Igual que sus homólogos, sabía que estaban empezando a hacerse un lugar, por eso le molestaba que los Norman de este mundo le hicieran sentirse diferente, como si no diera la talla.

Ese sentimiento fue el que provocó que metiera a Norman en el coche a empujones y que entre los dos se estableciera lo que se suele llamar falta de entendimiento.

Norman estaba cagado de miedo y Arnold no comprendía el porqué. No lo había amenazado con palabras ni con gestos, aunque no le faltaran ganas. No obstante, le ignoró durante todo el trayecto. Cuando por fin llegaron al desguace, ya había dejado de preocuparse por ese capullo. Norman, una persona que había sido de su agrado, ya no significaba nada para él, pues había dejado claro cuáles eran sus sentimientos y eso no se lo perdonaba. Si todos vivían del mismo rollo, ¿por qué se daba tantos aires?

Cuando aparcaron fuera de la oficina, los perros gruñían y ladraban con tal furia que hubieran asustado al más pintado. Estaba oscuro y Arnold sabía que algo no cuadraba en esa reunión pero, como siempre, prefirió no hacer ningún comentario. Esperó a que el guardia viniese en busca de los perros y los encerrara para abrir la puerta del coche con una desenvoltura que hizo comprender a Norman que se había buscado un enemigo de por vida.

Ya dentro de la oficina, la atmósfera estaba cargada de tensión y los cuatro hombres eran más que conscientes de eso. Danny, con una sonrisa amistosa, los invitó a sentarse.

Norman se dio cuenta de que estaba en dificultades, pero intentó hacerles frente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Entró en la oficina con unos andares y un talante que denotaba claramente que estaba actuando, que estaba ocultando algo. ¿Pero qué?

Michael observó cómo Danny abrazaba a Norman, cómo se servía una copa y cómo se sentaba como si fuese el miembro más importante de la comunidad. Lo cual era verdad y nadie ponía en duda. Sin embargo, Danny Boy no era una persona que hiciera las cosas sin un motivo, y ahora lo único que podían hacer era esperar para averiguar cuál era.

Arnold se sentó al lado de Michael, interesado en saber de qué iba la cosa, dándose cuenta de que de alguna forma había sido él quien había traído a ese estúpido muchacho hasta aquel lugar para que viviera una pesadilla. Ya se había percatado de lo inquieto que estaba Michael, y, por lo que se veía, tampoco Norman parecía demasiado relajado. Sin embargo, pasara lo que pasara esa noche, aquello no era asunto suyo, ya que cualquiera que pensase que se la podía jugar a Danny Boy estaba descaminado y merecía un castigo. Si Norman se la había jugado, se merecía lo que le fuera a pasar en las próximas horas.

Arnold se sentó tranquilamente, sin armar el más mínimo alboroto. Desde muy joven había aprendido a no desentonar.

– ¿Todo va bien, Norman? -preguntó Danny sonriendo de nuevo y dando la impresión de ser el hombre más feliz del mundo.

Norman sonrió sin ganas. Había oído hablar de ese sitio, pero jamás había estado en él y aquello sobrepasaba sus expectativas porque todo el mundo sabía que ser recibido allí era como una declaración de guerra. Las personas que normalmente eran invitadas a ese local solían desaparecer. Era una leyenda urbana, pero resultaba muy creíble. En los últimos años, muchas personas habían desaparecido y todo el mundo responsabilizaba de ello a Danny. Por supuesto, no lo hacían en su cara, pues eso hubiera sido extralimitarse, pero todo el mundo sabía que si se la jugabas, o si él creía que se la habías jugado, Danny Boy te borraba del mapa.

– ¿Todo bien, Danny? -preguntó Norman nervioso.

Danny sonrió de nuevo, mostrando un rostro completamente sincero.

– ¿Por qué no iba a estarlo? Voy a misa, tengo una hija y una esposa encantadoras y soy un hombre muy afortunado.

Norman asintió. Era demasiado joven para ese trabajo. Se lo habían dado porque disponía de lo que en su mundo se define como buenos contactos y una familia que lo respaldaba, personas que habían garantizado su absoluta lealtad y que jamás hubiesen imaginado que era capaz de tratar de pegársela a Danny Boy Cadogan. Para ellos, aquello resultaba inconcebible. ¿Quién podía ser tan estúpido como para hacer una cosa así?

– Todo el mundo me ha estado comentando lo bien que te lo montas, Norman. Estoy más que contento contigo. Nos has hecho a Michael y a mí un gran favor porque, como bien sabes, nosotros estamos muy ocupados y necesitamos de tipos como tú, en los que confiar, ¿verdad que sí, Michael?

Danny giró la cabeza para mirar de frente a su amigo y Michael comprendió que Norman no saldría de esa habitación por su propio pie, de que Danny Boy había recibido un soplo y estaba interesado en saber de dónde procedía.

Norman ya era cosa del pasado y todos los que estaban presentes en esa pequeña y apartada habitación lo sabían de sobra. Danny hablaba con él empleando ese tono bajo e interesado que siempre mostraba. Hablaba con tanta malicia que Norman pensó por un segundo que hablaba en serio. Sin embargo, miró a Michael y a Arnold, y se dio cuenta de que lo estaba humillando.

– ¿Vas a misa, Norman? Yo lo hago, igual que Michael. Los dos vamos a misa porque nosotros tenemos a Dios como ejemplo. El es justo lo que nosotros aspiramos a ser.

Norman no respondió. Sabía que estaba en apuros y trataba de encontrar una vía para salir de ese dilema.

– Suéltalo ya, Danny. Sé que estás molesto conmigo, pero no entiendo por qué. Te he hecho ganar una buena pasta.

Norman contaba con sus conexiones familiares para salir de los aprietos, por eso decidió enfrentarse a Danny antes de que él lo hiciera. Norman era de los que pensaban que la mejor forma de defenderse era atacando. Además, pensaba que sus conexiones familiares le garantizaban que no le sucedería nada. Los Bishop eran una antigua familia del sur de Londres, contaban con una buena reputación y estaban involucrados en el tráfico de drogas. Sin su ayuda, ni Danny Boy ni Michael habrían entrado en el negocio tan rápidamente. Desgraciadamente, sin ellos no habrían tenido una demanda tan enorme. Por esa razón, Norman, el muy capullo, creía que llevaba todas las de ganar.

Michael y Arnold esperaban que Danny Boy hiciera lo que siempre hacía: es decir, destruir con una malicia premeditada a todo aquel que le estuviese tomando el pelo, pero no sin jugar antes con su víctima.

– ¿Me tomas por gilipollas, Norman? -preguntó Danny.

Estaba de pie, con los brazos abiertos.

– Sabes que me la has jugado, así que vayamos al grano, ¿de acuerdo?

Michael observaba a los dos con una profunda ansiedad; sabía que Danny hacía aquello por su bien, que de alguna manera le estaba impartiendo una lección.

Norman no dijo nada. Empezó a darse cuenta de lo que se le venía encima y no sabía cómo salir de ese aprieto. Pensó que no importaba quién fuese su familia, ninguno de ellos se atrevería a enfrentarse a ese hombre por él. Se dio cuenta de que Danny lo tenía bien pillado y ahora estaba dispuesto a aceptar las consecuencias.

– Imagina que soy tu sacerdote, no Michael, que es con quien sueles tratar. Imagina que me dices: perdona padre, porque he robado. Porque eso es lo que has hecho. Me has robado una fortuna de las apuestas, ¿no es verdad? He estado revisando los libros porque, a diferencia de mi amigo aquí presente, yo no confío en ti lo más mínimo. Por eso he decidido que tu castigo sea que reces tres avemarias, dos padrenuestros y que te rompa el cuello. Además, lo que voy a hacer contigo se lo he comentado a tu familia que, como yo, mira por dónde, te considera un gilipollas, así que más vale que no creas que la caballería va a venir a rescatarte. Te has quedado con un uno por ciento de mis ganancias, además del sueldo que te pago, y eso no me parece justo. Es un insulto tan grande como si me llamases cretino en mi propia cara. Además, te has aprovechado de mi mejor amigo, del hermano de mi esposa, que, a diferencia de mí, confió en ti plenamente. Así que imagina cómo me siento.

Michael se dio cuenta, igual que Arnold Landers, de que Danny Boy iba a utilizar a ese muchacho de pelo mal cortado y poca destreza para los números como ejemplo de algo que quería dejar claro: que por mucho que Danny Boy tuviese a Michael como responsable de las finanzas, él era más que capaz de encargarse de ese trabajo también. Que, aunque no lo pareciese, estaba pendiente de sus negocios y no era ningún inútil para los números como ellos pensaban.

Danny miró por encima del hombro a Michael y éste se dio cuenta no sólo de que se había equivocado al confiar en ese muchacho, sino de que lo iba a utilizar para transmitirle un mensaje: que él no era la cabeza pensante de la sociedad, como solía recalcar, y que él ocuparía su lugar siempre y cuando se le antojase.

Michael se preguntó quién del casino habría delatado a Norman. Lo más probable era que alguien lo hubiese descubierto y le hubiera transmitido esa información a Danny. Michael había confiado en el muchacho, pues no tenía razones para no hacerlo. Después de todo, se presentó con una buena recomendación. Ahora se sentía un estúpido y sabía que Danny utilizaría ese argumento para hacerse valer, para dejar claro quién era el más astuto de los dos. Especialmente, después de haberse quedado con el negocio de España. Danny había enviado un mensaje, y no sólo a él, sino a todos los que trabajaban a sus órdenes.

Arnold observó la escena con interés y se estremeció ligeramente al ver que Danny sacaba un martillo de uno de los cajones del escritorio. Danny empezó a desnudarse lentamente mientras comentaba que no quería manchas de sangre en su nuevo traje y, sin apartar por un instante la mirada del aterrorizado muchacho, reprendiéndolo por su estupidez, moviendo la cabeza como si no pudiera dar crédito a sus acciones. Danny parecía tranquilo, utilizaba un tono amistoso y, cuando le clavó el martillo en la rodilla, aún continuaba sonriendo. Arnold se dio cuenta de que Norman Bishop iba a lamentar de por vida el haber intentado pegársela a Danny Boy. Los ladridos de los perros enmascararon los gritos de dolor de Norman y, aunque no duraron mucho, los perros siguieron ladrando porque el olor de la sangre los enfurecía.

Capítulo 24

– ¿De verdad te encuentras bien, cariño?

Mary asintió; le estaba dando de mamar al bebé y las palabras cariñosas de su marido la asustaron, pues jamás había sido una persona compasiva, y mucho menos en privado. Había engañado a todo el mundo haciendo creer que aún apreciaba a su padre, a pesar de haberlo odiado con toda su alma. Por eso, su repentino interés por ella la ponía nerviosa.

Cuando Danny Boy cruzó la habitación hacia ella, se sobresaltó. Metió la cabeza entre los hombros y se tapó la cara con la mano, como si de esa forma pudiese protegerse de él. Ese gesto molestó tanto a Danny que apretó los dientes de rabia. Era una histérica, siempre pronta a armar un escándalo por nada. Sin embargo, no estaba dispuesto a que se saliese con la suya y, sonriendo al ver la cara de su hija, volvió a mirar a su esposa, alimentando su miedo. Le encantaba ver el terror que le inspiraba, le encantaba saber que cuando estaba a su lado sólo pensaba en la ambigüedad de su carácter y, lo más importante, también cuando no lo estaba. Suspiró pesadamente, irritado. Se sentó en el confidente que habían colocado en la ventana redondeada del dormitorio, algo que siempre le había parecido una ironía más de su matrimonio, encendió un puro Portofino y la observó en silencio mientras le daba de mamar a la niña con la cara tensa por el miedo y los nervios tan a flor de piel que podría haber tocado una sonata con ellos si se le hubiese antojado.

Danny observaba a su esposa como si tuviese monos en la cara. En ese preciso momento de su vida la amaba, había vuelto a sentir por ella ese amor que le había llevado a arrebatársela a aquel hombre que estaba muy por debajo de ella. Y, por supuesto, de él. Sin embargo, ella también estaba muy por debajo de él; era una puta y eso siempre estaba presente en su cabeza. Tenía la certeza de que se follaría a cualquiera que estuviese dispuesto a proporcionarle lo que quería y ésa no era la mejor forma de empezar un matrimonio, mucho menos el suyo. El sabía que no era una persona normal; de haberlo sido, no vivirían como lo hacían, y él les proporcionaba a todos tantas cosas que hasta les daba miedo. Él no sentía el más mínimo respeto por ella. ¿Por qué iba a sentirlo? El sabía, y ella también, que podría haberse casado con otra cualquiera; si se había decidido por ella, era porque pertenecía a alguien a quien él había decidido eliminar.

Sin embargo, en ese momento de su vida, ella era todo lo que él siempre había deseado, una mujer con los pechos llenos de leche, la piel brillante y sin ninguna marca después de haber dado a luz. Una mujer de carnes prietas, piel suave y aún sin imperfecciones. Era como una valquiria, además de una madre y esposa fuerte y maravillosa. Danny sabía que podía confiar en ella y eso era muy importante para él. Hiciera lo que hiciera, sabía que jamás lo traicionaría, pues no formaba parte de su naturaleza. Era una mujer leal y eso era lo más importante en su relación, o en lo que quedaba de ella, al menos para él.

De vez en cuando hasta lo excitaba, a pesar de que a Danny, como a todos los hombres, comer el mismo plato todas las noches le resultaba un tanto aburrido, ya que pensaba que follarse todas las noches a la misma mujer resultaba una aberración. A Dios le gustaba castigar, eso era algo que Danny sabía por propia experiencia. El mandamiento sobre el adulterio era una tomadura de pelo viniendo de un hombre cuyo único hijo había sido encarcelado, maltratado y luego crucificado por los pecados cometidos por los hombres. Danny Boy era de los que pensaban que los mandamientos sobre el adulterio y el robo sólo estaban escritos para los débiles, para las personas que no sentían respeto ni por ellas mismas, para los que estaban en condiciones de pecar con impunidad. Dios sabía muy bien qué clase de trapicheos se traía el hombre normal, porque, de no ser así, tampoco hubiera permitido hacer negocios, excepto el de donar dinero a las iglesias, por supuesto. Él estaba en lo justo al desear todo eso, pero la mayoría de sus mandamientos carecían de importancia en ese momento de la vida, aunque eso no significara que no hubiese una buena razón para que existiesen. Estaban escritos para los más débiles, no para los líderes, no para las personas con un poco de cerebro.

Además, siempre que se creyera, y siempre que se lamentasen de verdad los pecados cometidos, había una vía de escape. La mejor religión del mundo, sin duda, era la católica, como decía su padre cuando estaba borracho como una cuba, ya que te permite fumar, beber, jugar y follar. Siempre que uno se arrepintiese, se podía asesinar, provocar el caos o joderse a quien uno quisiera. Pues bien, él se tiraba a las mujeres de sus vecinos, se buscaba un nuevo chochito de vez en cuando y, además, lo hacía con sumo gusto.

Las mujeres, sin embargo, estaban hechas de otra pasta. Gracias a Dios, sentían de otra forma, y había demasiadas en el mundo para que un hombre pudiera ser leal a una sola. Cada año aparecía una nueva cosecha, se las veía por los pubs y los clubes, chicas nuevas y sin estrenar, una tentación para cualquier hombre que tuviera un poco de dinero y cierta labia. Y estaban allí precisamente para eso, para el disfrute y el goce del macho. Los hombres estaban obligados genéticamente a esparcir su semilla. De hecho, la cuarta parte de la población de mujeres estaba criando cucos; es decir, niños que creían que eran suyos, cuando no había ninguna relación entre ellos. Danny sabía mejor que nadie hasta qué punto las mujeres pueden ser infieles. Su misma madre se lo había dejado bien claro hacía muchos años, por eso jamás confiaría en ninguna de ellas. No se lo merecían. Todas eran unas putas mentirosas, unas manipuladoras y unas aprovechadas. Había llegado a la conclusión de que lo único que un hombre podía hacer para protegerse era asegurarse de que su mujer estuviera demasiado asustada como para irse de parranda y ser descubierta.

Él había intentado ser leal, como debía hacer un buen católico, y se había convertido en uno de los buenos, pues amaba a Dios con toda su alma. Como todo en su vida, no se lo tomaba a la ligera, aunque resultase duro en ciertos momentos. Especialmente, sabiendo que la esposa que había escogido era una puñetera de mierda, una fulana de tres al cuarto.

Danny sabía, y no sólo sabía, sino que estaba seguro de ello, que Dios sentía una admiración oculta por él. Estaba tan seguro de eso como de su nombre, ya que Dios cuidaba de él, cosa que apreciaba sinceramente. Y eso ya era mucho, porque Dios era el único varón que permitía que estuviera por encima de él, el único que lo comprendía a la perfección.

Cuando Danny sintió esa oleada de excitación al ver a su hijita no tuvo la más mínima duda de que existía un Dios, pues sólo él era capaz de crear algo tan perfecto y maravilloso. Oía el ruido de sus labios mientras mamaba ruidosamente del pecho de su madre y, en lo más hondo de su corazón, se dio cuenta de que, para cuando volviese de España, ya estaría tomando el biberón.

– Espero que no hayas estado bebiendo -dijo.

Mary negó con la cabeza ligeramente, con los brazos alrededor de su frágil bebé. Las palabras de su marido sonaron un tanto amenazadoras y sabía de sobra que era capaz de agredirla cuando menos lo esperase.

– No empieces de nuevo, Danny Boy. Esta noche no, por favor.

Se lo estaba rogando, con la voz cargada de inquietud y miedo. Danny se preguntó cómo tenía el descaro de hablarle de esa manera cuando sabía de sobra que a él le importaba un carajo lo que pensase o quisiera. Sin embargo, no le respondió. Permaneció sentado, mordiéndose el labio inferior y con la mirada repleta de júbilo y alborozo, como si hubiese dicho algo gracioso.

El puro brillaba fastidiosamente en la oscuridad de la habitación y Mary sintió que el miedo se apoderaba de ella. Danny era más que capaz de apagárselo en la misma cara, en el pecho o en la espalda, pues no sería la primera vez que lo hacía, aunque solía golpearla en sitios que no se veían, en las piernas y en los brazos, en el estómago y en la espalda; es decir, en aquellos lugares que luego pudiera ocultar, ya que jamás dejaría que los demás descubriesen que él la maltrataba, porque permitirlo sería como admitir su propia derrota. A ella también le preocupaba que Michael se enterase, pues no sabía cómo reaccionaría; lo que pudiera pensar y la verdad eran dos cosas muy distintas. Por mucho que apreciase a su hermano, jamás lo pondría en contra de Danny Boy, al menos no intencionadamente, puesto que nadie podía salir vencedor de las batallas que él iniciaba cada día. Danny Boy era un lunático, un demente en el sentido literal de la palabra, incapaz de ver nada malo en sus acciones y en su forma de imponerse a los demás. Para él sólo había una forma de vivir y ésa era la suya.

Danny se acomodó mejor en el asiento, a pesar de que su cuerpo era demasiado grande para él y, como de costumbre, terminaba balanceándose en el filo. El dormitorio era muy hermoso, estaba adornado con bonitos muebles y emanaba dinero y riqueza. Un lugar como ése debería hacerlo sentir feliz, pero nada más lejos de la verdad. Odiaba aquel lugar. Igual que odiaba tener que justificar su riqueza y saber que había sido mucho más feliz en casa de su madre. Era posible que en muchos momentos se hubiera comportado como una rastrera que mostraba una lealtad que estaba fuera de todo entendimiento, pero no había duda de que había sabido cuidar de su hijo mayor. Sí, ella había cuidado de él y, mientras vivió en su casa, fue un niño feliz. Hasta que decidió admitir de nuevo a su padre. Entonces todo cambió, ya que Danny se daba cuenta del papel que representaba en su vida: él sólo era el proveedor, el hombro donde llorar, el padre subrogado de unos niños que ella había engendrado con un hombre que la trataba como un trapo sucio.

La adicción de su hermano había sido consecuencia directa de las extravagancias de su padre, aunque para él sólo había sido un síntoma de debilidad; la misma debilidad que la de su padre, sólo que, en lugar de beber y jugar, le había dado por la heroína. Los heroinómanos eran personas débiles, cobardes, y eso todo el mundo lo sabía. El caballo era como los tranquilizantes que tomaban las mal llamadas mujeres con el fin de mitigar la apatía de sus aburridas vidas. Los narcóticos eran como el alcohol, pero ¿quién podía culparlas por ello? Al fin y al cabo, eran las mismas que veían en la tele Dallas o escuchaban Los cuarenta principales. De hecho, Danny era de los que creían que la heroína era el menos venenoso de esos dos hábitos, pero se había tomado la adicción de su hermano como un insulto personal contra él y todas sus creencias. Ahora, además, tenía la certeza de que no la había probado desde que lo había sorprendido, por eso consideraba su rehabilitación como un triunfo personal. La interrupción brusca a la que había sometido a su hermano demostraba que era posible dejar la heroína si de verdad se deseaba. Sin embargo, seguía sin sentir el más mínimo respeto por Jonjo, ya que cualquiera que se echara a perder de esa manera, cualquiera que perdiera el control sin asumir responsabilidad alguna ni pagar por ese privilegio, era sencillamente un paria, un don nadie, un capullo de mierda. Ahora estaba dispuesto a consentir que Jonjo, si necesitaba estimularse un poco, esnifara algo de coca o speed, e incluso se inyectara esteroides, pero con ningún pretexto heroína, pues la consideraba una tomadura de pelo, un insulto a todo lo que él creía y por lo que había luchado.

Jonjo era un hombre del pasado aun antes de haber empezado a vivir, al menos a ojos de Danny. Ahora, además, ya no podía confiar en él. ¿Cómo iba a hacerlo? Un yonqui es siempre un yonqui, y eso lo sabía todo el mundo. De hecho, cuando leía el periódico de los domingos y veía a todos esos niños ricos, como los Blandford, tirando su vida por la borda, una vida que, dadas las circunstancias, merecía la pena vivir, comprendía la impotencia que debían de sentir sus padres. El dinero que tenían y la vida que les habían ofrecido sólo habían servido para que se convirtiesen en unos holgazanes que no servían para nada. Años de esfuerzo y trabajo para conseguir esa fortuna, ¿para qué? ¿Para crear una generación que se mostraba partidaria del socialismo, que simulaba que el dinero carecía de importancia para ellos y que se permitía esa actitud porque jamás le había faltado de nada? Sus antepasados debían de estar revolviéndose en la tumba al ver semejante desgracia.

Danny odiaba al mundo, en lo que se había convertido y en lo que representaba. De hecho, el asunto de las Malvinas sólo había sido una excusa para que el electorado se olvidase de la alta tasa de paro que había en el país en ese momento. Al menos, eso es lo que él creía. Sin embargo, al igual que la mayoría de los atracadores, él estaba encantado con Thatcher porque, sin darse cuenta, había facilitado que personas como él pudiesen blanquear el dinero. En ese momento era posible comprar una propiedad al contado, hipotecarla e invertir el dinero en negocios, por muy inestables que fuesen. Mientras ellos tuvieran la escritura, estaban a salvo. Se podían cerrar por la mañana y reabrirse esa misma tarde, ya que nadie poseía nada y lo único que se necesitaba era un contrato de arrendamiento. Lo único que había que hacer era cambiar el nombre que aparecía en los formularios y todos contentos. Así de simple.

Thatcher le había otorgado al hombre de la calle las oportunidades que antes sólo tenían los privilegiados de la clase alta. Le había dado a la clase obrera no sólo la oportunidad de comprar sus casas de protección oficial, sino la de convertirse en clase media en ese proceso. Había creado una nueva clase de tories, ya que una hipoteca era una forma muy astuta de evitar que la gente se declarase en huelga. Los bancos que te concedían una hipoteca no te permitían que pagases los atrasos abonando una libra a la semana como habían hecho los ayuntamientos si les debías el alquiler, pues les importabas un carajo y no tenían el más mínimo escrúpulo en ponerte en la calle aunque no tuvieras adonde ir. Ellos contaban, además, con la ventaja de que eran más dueños de tu propiedad que tú mismo.

Casi todos eran unos sinvergüenzas y unos canallas, pero esos epítetos ahora constituían una ventaja para cualquiera que tuviera algo de dineroy un almacén en algún lugar. Había visto cómo se había especulado con el terreno y sabía que era cuestión de tiempo que el Mercado Común interviniese y acudiese a su rescate. Sabía que a España y sus islas no les faltaba mucho para ser también propiedad de los especuladores. De momento, no te extraditaban, pero no tardarían en hacerlo. Y posteriormente, no sólo se verían obligados a hacerlo, sino que desearían hacerlo, aunque para ello tuvieran que librarse de las personas a las que ahora cortejaban con tanto entusiasmo.

Danny estaba obsesionado con la conquista española, algo que sabía que sería un chollo, un chollo muy lucrativo y a largo plazo. Tenía la certeza de que eso lo pondría en la cima del mundo y aún más arriba; estaba tan convencido de eso como que la mujer que le había dado su única hija legítima jamás sería rubia natural. Había dado un gran paso introduciéndose en el mercado tan rápidamente, ocupándose de los trabajos menos importantes y asegurándose de que se les otorgaban a las personas que eran de su agrado y que se habían ganado su confianza. A lo largo de los años, se había buscado algunos enemigos, pues sabía que su personalidad tendía a creárselos, pero también sabía lo muy importante que era dar una buena comisión para hacerse de una buena banda. El siempre garantizaba un buen salario y, lo que era más importante, respaldo en caso de que las cosas no salieran como era debido.

Quiéreles u ódiales, ése era su lema, algo que Danny sabía que sus hombres apreciaban, pues, si alguno de ellos era arrestado, lo único que tenía que hacer era cerrar el pico y chuparse lo que le cayera encima. Si hacían eso, sus familias vivirían mejor de lo que habían vivido nunca, de eso ya se encargaban Danny y Michael. Por esa razón, la gente hacía cola con tal de formar parte de su familia, algo que resultaba muy gratificante, además de una buena publicidad para ellos. De hecho, ya no tenían que ir a buscar a nadie, sino sentarse y esperar a que la gente acudiese.

Danny se preguntó cómo podía tener una esposa tan bella y no sentir el más mínimo interés por ella. De hecho, de no haberle dado una hija, él no estaría allí, se habría ido a España hacía semanas. Sin embargo, esa hija suya lo fascinaba, lo embriagaba como nadie antes lo había hecho. Lo hacía sentir casi feliz, casi satisfecho, además de ablandar su corazón en algunos momentos.

– ¿Recuerdas cuando empezamos a salir y nos pasábamos el día riendo?

Mary asintió con tristeza. Llevaba el pelo sujeto y miró con interés al hombre que la torturaba cada vez que le apetecía. Mary se comportaba como esos perros que, a pesar de que los maltratan, siempre obedecen cuando sus dueños les llaman. Su lealtad era algo que jamás había puesto en entredicho.

– Te quiero, tú ya lo sabes, y también amo con toda mi alma a nuestra hija. Pero tengo muchas cosas en la cabeza y quiero que lo tengas en cuenta para el futuro. Ya sabes que soy el que trae el sustento a esta familia, por eso tengo que marcharme un tiempo.

Mary volvió a asentir, a sabiendas de que esa afabilidad podía desaparecer repentinamente y transformarse en odio. Hablaba en su propio interés, no en el de ellas. Mientras miraba hacia abajo y veía la cabeza de su hija, Mary deseó que se muriese, deseó que se marchase de su lado para darle el biberón a la niña como cualquier otra madre. Sin embargo, mantuvo una expresión neutral y esperó a ver qué le decía después. Había aprendido hacía mucho que pelear con él era inútil, dialogar una pérdida de tiempo y establecer contacto visual un error que posiblemente resultara fatal.

– ¿Estaréis bien mientras estoy fuera? ¿No te emborracharás y te olvidarás de tus deberes para con ella, verdad que no? ¿No esperarás que ella se dé de comer sola y se limpie el culo? La verdad es que aún no estoy seguro de poder dejarte sola.

Danny la miraba mientras las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas, ya que su mayor temor era que le sucediera algo a su hija. Danny sabía que había acabado con cualquier posibilidad de vinculación entre Mary y la niña porque estaría demasiado preocupada por estropearlo todo y joderla, demasiado preocupada por él y por su regreso para concentrarse en cualquier otra cosa.

– Estaré bien, Danny Boy. ¿Cuánto tiempo piensas estar en España?

Danny sabía que deseaba que respondiera meses, que anhelaba que fuese el mayor tiempo posible. Sin embargo, en lugar de sentirse dolido, como solía ocurrir, sintió una oleada de afecto por ella. Danny era consciente de que la maltrataba con frecuencia, pero tenía la facultad de olvidarse de ello fácilmente. Sin embargo, había algunos momentos, como ése precisamente, que se sentía culpable y se daba cuenta de que lo que hacía estaba mal, no a sus ojos, pero sí a los de Dios, porque le preocupaba la inmortalidad de su alma. Se arrepentía de su forma de tratarla, pero era algo inevitable, ya que estaba convencido de que ella era su peor enemigo. Actuaba como si fuese superior a todo el mundo, cuando no tenía nada de eso.

– No tienes por qué saber cuándo regreso, Mary. ¿Quién coño te has creído que eres? ¿La policía? Volveré cuando me dé la gana y no antes. ¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Acaso tienes otro hombre esperándote?

Danny sabía que lo que decía era una soberana tontería, pero, como siempre, en cuanto lo dijo se percató de que era un buen argumento de discusión y que probablemente no se había equivocado. Ella dependía de él y saberlo le agradaba; le satisfacía saber que sin él no era absolutamente nada, hasta se moriría de hambre. Se acercó a ella y se arrodilló en la cama. La niña estaba dormida, con su rollizo cuerpo acurrucado al lado de su madre. Danny besó su pequeña cabeza, respirando el aroma que emanaba su hija, admirando su perfección. Luego, cuando Mary la apartó cuidadosamente de su lado, observó cómo la ponía con sumo cuidado en la cuna, la cuna que los empleados de Harrods habían traído con toda la pompa y ceremonia que Mary pensaba que ella y su hija se merecían. Luego se metió de nuevo en la cama, con el rostro agitado y nervioso, a la expectativa. Danny se despojó de sus ropas con rapidez, dejándolas caer al suelo. Ella lo observó sin pronunciar palabra, en completo y total silencio. Danny sabía que tenía un buen físico, lo cual era una herramienta muy poderosa, y que era un hombre atractivo, tanto para los hombres como para las mujeres, pero también sabía que su esposa le tenía más miedo que a una plaga.

Se acostó a su lado, sintiendo la consternación que le producía que la tocase y luego la besó apasionadamente, metiéndole la lengua en la boca y sintiendo la suave textura de la suya mientras le apretaba con tanta fuerza los pechos que le hacía daño. Sintió el poder que le transmitía mientras la abría de piernas y, aunque Mary le dijo en susurros el dolor que sentía y le pidió que esperase unas semanas hasta que el médico le dijese que podía practicar el sexo, a pesar de que gritó porque aún tenía los puntos que le habían dado después de parir a su hija, él no se detuvo y la penetró sin el más mínimo cuidado, para luego poseerla como un semental. Danny sabía que lo que hacía no estaba bien, pero precisamente por eso disfrutó más. Estaba decidido a dejarle bien claro quién era el jefe antes de marcharse a España, decidido a que no se le olvidase ni por un momento lo que él significaba, tanto para ella como para su hija.

Cuando finalmente eyaculó, Mary lloraba en silencio. Danny miró su bonito rostro y luego vio que las sábanas estaban manchadas de sangre. En ese momento se dio cuenta de que no se había equivocado con ella. Si no hubiera sido por esa niña, seguro que se habría librado de ella en cuanto hubiese podido. Lo único que la salvaba en ese momento era que su hermano era su socio y su mejor amigo. Sin embargo, el asunto de España lo tenía preocupado porque eso significaría tener que viajar de vez en cuando, y su esposa parecía más contenta de lo que debía. Por esa razón, necesitaba recordarle de lo que era capaz si alguien se la jugaba. Mary estaba echada en la cama, acurrucada en su lado, llorando débilmente y con aspecto vulnerable, con el pelo esparcido a su alrededor como si fuese un halo. Una vez más le hizo el amor. Durante unos minutos la vio como la madre de su única hija, de su única hija legítima, la única que sería bautizada, querida y cuidada como si hubiese nacido en el seno de la realeza, lo cual, en muchos aspectos, era cierto. Al fin y al cabo, él formaba parte de la realeza delictiva y sus hijos serían tratados de acuerdo con ello. No obstante, seguía pensando que Mary continuaba siendo un desafortunado error y que habría sido mejor esperar un tiempo antes de unirse a ella para toda la eternidad.

Sin embargo, a lo hecho pecho, y ahora ella era su esposa y en su mundo no existía el divorcio. Él podía hacer lo que se le antojase, irse con quien le diera la gana, pero a ella no le quedaba otra opción que hacer lo que él le ordenase. Si se le ocurría abandonarla, ése era su problema, puesto que ningún hombre se atrevería a acercarse a ella, mucho menos a ponerle una mano encima.

Mary, sin embargo, sabía que jamás tendría esa suerte, porque la perseguiría y la acosaría hasta en su tumba. Danny pensaba que, como marido, la poseía y era su dueño, lo que en muchos aspectos era completamente cierto. Mary estaba deseando que las abandonase, tanto a ella como a su hija, aunque estaba segura de que no la dejaría marchar con la niña. De hacerlo, lo haría sola. Y sabía que sin Danny no duraría ni cinco minutos, pues no era hombre que admitiera desaires de ninguna clase, ni tampoco de los que estaban dispuestos a padecer más de lo necesario. Era consciente de que su imagen le importaba más que ella y que su hija, como también que era capaz de abandonarlas a las dos si se le antojaba. No se sentía segura de su afecto ni de su lealtad, a pesar de haberle dado una hija. Danny era muy capaz de pasar por encima de ambas, de ignorarlas por completo, y nadie que estuviera en su sano juicio se atrevería a cuestionar sus motivos. Su hermano no, desde luego, de eso estaba completamente segura. Mary sabía que si algo así sucedía, nadie acudiría en su ayuda. Sin él, sin Danny Boy, estaría acabada y eso le dolía más que nada. El nacimiento de su hija le había demostrado una vez más el enorme poder que él ejercía sobre su vida, y ahora tanto de la suya como de la de la niña. El se encargaría de dirigir y controlar sus vidas como había hecho con los suyos y con todo el que le rodeaba.

Su propia actitud frente a su marido le había demostrado lo muy cobarde que era al evitar cualquier tipo de confrontación, ya que resultaba completamente inútil. Danny Boy era capaz de borrarla del mapa y disfrutar mientras lo hacía. Él la consideraba simplemente una mierda y la veía tan sólo como a la hermana de su mejor amigo. De un amigo al que estimaba más que a nadie, incluso más que a su propia familia. Darse cuenta de ello la afectó porque ella seguía queriéndolo, algo que además él sabía, razón por la cual la trataba como al último eslabón de la cadena. Después de todo, como esposa de Danny Boy, ya tenía garantizado el respeto y la admiración de todas las personas que conocía. Si él no se lo daba en privado, al menos se aseguraría de que lo recibía en público.

La vida era demasiado dura y el nacimiento de su hija, de esa hija a la que le asustaba ponerle un nombre sin su permiso, había exacerbado ese miedo, ya que la había unido a un hombre que sabía que la odiaba, igual que odiaba a todas las mujeres. Un hombre que, sin embargo, ahora era el capo de los capos. Un capo de los de verdad.

El nombre de Danny se escuchaba en ciertos círculos y su reputación suscitaba la envidia de los que deseaban ser como él pero no podían. Esos hombres sabían, como ella, que no tenían las agallas suficientes para llegar a ser un capo, un verdadero capo, ya que requería más energía y más tiempo de los que ellos estaban dispuestos a conceder. Era algo que exigía estar al pie del cañón las veinticuatro horas del día y sabían que sólo estaba al alcance de unos pocos, de aquellos que estaban dispuestos a hacer lo necesario con tal de mantener su reputación intacta.

Los Danny Boy de este mundo no abundaban, pues eran excepciones. Para llegar hasta donde había llegado él, había que ser un puñetero egoísta, una de esas personas que sólo piensan en cómo se interpretan sus acciones y que normalmente son unos cabrones muy peligrosos con un ego enorme y un desprecio total por sus semejantes. Personas que quitaban de en medio a todo el que se interpusiera en su camino sin el más mínimo remordimiento porque, según ellos, se merecían todo lo que pedían, así de sencillo.

Mary estaba dolorida, se le habían roto los puntos y la sensación de picor y quemazón le resultaba insoportable. Había sangre por todas partes, y pensar que lo único que ansiaba era una copa la deprimía aún más. Danny Boy había conseguido lo que llevaba años deseando. Ella estaba acabada, física y mentalmente acabada. Y ambos lo sabían.


Danny Boy estaba de pie en el balcón de su suite. El hotel no sólo era de categoría, sino además muy discreto. Era de un lujo que no había experimentado en la vida. Miraba a la soleada playa, maravillado por el color azulado y cristalino del Mediterráneo. Veía una familia, los padres miraban a los niños correr a la par de las olas: era una vida que jamás había pensado que pudiera existir. Veía una familia que disfrutaba del sol. Mirándola se sintió feliz y en paz consigo mismo.

Danny esperaba emprender esa nueva aventura con un entusiasmo que impresionaría a todos sus contemporáneos. Estaba seguro de haber obrado acertadamente porque España, con todo lo que podía ofrecer, llegaría a ser una parte importante del escenario londinense. Instintivamente se dio cuenta de que era el paraíso de los paraísos.

Y él era el dueño de todo. Desde la multipropiedad hasta los bares y clubes que empezaban a destacar desde Marbella hasta Benidorm, Danny Boy era el principal benefactor de todas las personas que se ocultaban allí, personas que necesitaban un refugio seguro donde esconderse de las autoridades británicas. Se sentía en su salsa y, además, lo trataban como si fuese un miembro de la realeza.

Danny Boy estaba encantado porque, gracias al mundo en que vivían, Europa estaba a la espera de ser conquistada. Los Ab Dab, los Bubbls y los Squeak hacían cola para vender su mercancía a un público que no resultara sospechoso. Desde Marruecos hasta Atenas, gracias a British Telecom y a British Airways, el tráfico de drogas se extendía por todas partes. De hecho, estaba llegando a la otra punta del mundo. Sudamérica tenía mucho que ofrecer, especialmente los colombianos, que ya se habían adueñado del mercado americano y estaban dispuestos a suministrar al resto del mundo. La cocaína se había convertido en la droga de diseño por excelencia, algo que consumían todas las estrellas de cine y los cantantes de rock. Se la consideraba un estimulante sin efectos secundarios. Antes había sido una droga exclusiva de los ricos, pero ahora, gracias al transporte por mar y aire, estaba al alcance de cualquiera que tuviera dinero para pagarla. Los años ochenta eran los años de las grandes concesiones y de los grandes préstamos. Hasta los negociantes más escrupulosos prestaban con una facilidad y soltura que dejaban perplejos a los Danny y a los Michael por su estupidez. Ellos, por supuesto, también estaban dispuestos a prestar dinero, ya que era un buen negocio. Desgraciadamente, a diferencia de los Barclays y los Lloyd, reclamaban la devolución de sus préstamos con más diligencia que ellos y con más violencia de la necesaria.

Era una época gloriosa para todo el que estuviera en el meollo, pero también un buen momento para la reflexión. El dinero se conseguía en un santiamén y, además, lo conseguían personas sin la inteligencia suficiente para vender esa nueva fuente de riqueza. Solían armarse hasta los dientes, pero también tenían el desagradable hábito de pasarse el día esnifándose la mercancía que vendían. Eso permitía que Danny Boy recuperara su inversión inicial de forma gradual, recogiera los beneficios de su préstamo personal y, cuando se le antojaba, eliminara a las mismas personas que ahora, sin saberlo, se habían convertido en sus competidores. Era algo que le encantaba.

Su antagonismo natural convertía esa nueva aventura en un negocio muy apetecible y lucrativo. El proporcionaba a las personas todos los medios que necesitaban, es decir, el dinero y el acceso a las drogas para que pusieran en marcha su negocio, pero luego se los reclamaba cuando menos lo esperasen, recuperando no sólo el dinero invertido al principio, sino las posibles ganancias que habían obtenido. A él le gustaba España pero no le gustaba depender de nadie para obtener la mercancía. Sin embargo, sabía que no le quedaba más remedio que aceptarlo, como hacía todo el mundo. Aun así, odiaba no poder fabricar su propia mercancía, ya que eso lo hacía depender de otros para conseguirlo. Sin embargo, era algo que se proponía cambiar. Cuando terminara la década de los ochenta, Danny pensaba introducirse en el mundo de los suministradores, aunque eso le costase lo suyo. Estaba decidido a forjarse una reputación y sería el primer extranjero en financiar su propia cosecha. Él no se limitaría a perseguir al dragón hasta darle caza, sino que mataría a ese cabrón en cuanto pudiese. Jamás satisfecho de ocupar un puesto en la periferia y en contra de todos los consejos que había solicitado con tanto fervor, pensó que estaba en su derecho a pedir un porcentaje por sus ventas. De hecho, ya lo había conseguido con los jamaicanos por la hierba que movía, y con los turcos por la heroína. El mundo se había convertido en un verdadero mercado. Además, era tan reducido que se accedía al producto en cuestión de horas. Danny Boy no estaba hecho para sentarse en la fila de atrás y ser un simple participe, sino para invertir mucho dinero y convertirse en el traficante más importante de Europa.

En contra de los consejos de Michael, empezó a mover las cosas, creyendo, como siempre, que poseía un don especial para ver a un ganador en cuanto asomaba su fea cabeza. A punto de llegar el año 1990, Danny Boy no se daba cuenta de la animadversión que solía provocar su comportamiento. Se había convertido en el jefe de la jauría, en el capo de los capos. Por desgracia, no se había molestado en mirar cómo interpretaban sus acciones no sólo sus trabajadores, sino las personas con las que trataba a diario. Danny Boy pensaba que era invencible y, en muchos aspectos, estaba en lo cierto, pero tenía el don de hacerse enemigos donde no debía. Además, también tenía la habilidad de destruir a personas que podían suponer un peligro, por muy remoto que fuese. Su completa indiferencia por la situación económica de los demás tampoco le hacía ganar amigos, sino todo lo contrario. Tenía enemigos por todos lados, enemigos que le sonreían, pero que estaban deseando que diera un paso en falso. Danny Boy se había convertido en una persona sumamente peligrosa, una opinión compartida por todos los que le rodeaban. Incluida la pasma, algo que él sabía mejor que nadie, aunque no estaba dispuesto a abandonar.

En ese momento, oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta. Se dio la vuelta y cruzó el salón para abrirla. Se quedó anonadado al ver a Carole, que entró en la habitación sin pronunciar una sola palabra, lo que le hizo saber de inmediato que algo terrible debía de haber sucedido.

– ¿Qué sucede? ¿Por qué has venido?

Carole suspiró pesadamente y respondió:

– Siéntate, Danny Boy. Ha sucedido un terrible accidente.

Carole le sostenía la mano y lo obligó a sentarse en el sofá que había estado admirando. Cuando se sentó y vio su rostro amable y cordial, sintió una oleada de afecto por ella, razón por la cual la habían enviado para que le comunicase la noticia, ya que probablemente era la única persona que podía decirle algo así sin esperar que se vengase de ella.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Le ha pasado algo a mi madre? -preguntó Danny pensando que sólo por una razón así habría venido hasta España.

Carole negó con la cabeza.

– Ha sido la niña. Murió mientras dormía. Lo llaman muerte súbita. No ha sido culpa de nadie, Danny. Pero lo siento mucho.

Carole vio el gesto de horror que se dibujaba en su rostro, el terrible dolor que lo invadía, y deseó encontrar la forma de mitigarlo, pero era imposible. Haber conseguido tener un hijo después de tanto esfuerzo y luego perderlo debía de ser lo más horrible y doloroso que le pudiera pasar a nadie, especialmente a Mary, a quien no había forma de consolar.

Carole se sentía tan afectada como Danny, cosa que no le pasó desapercibida. Precisamente por esa razón había venido a decírselo, pues todo el mundo sabía que era la única persona que podía comunicarle una cosa así.

– Tienes que regresar y ocuparte de todo. Mary está acabada. Ha tenido una hemorragia y está otra vez ingresada en el hospital.

Danny asintió imperceptiblemente.

El daño estaba hecho y ya nadie podía repararlo. Se sentía profundamente culpable porque ni siquiera había dejado que Mary le pusiera un nombre, ya que pensaba hacerlo él cuando regresase. Pensó que resultaba gracioso ver cómo su esposa se devanaba los sesos buscando la forma de referirse a la niña sin pronunciar nombre alguno. Y todo porque estaba demasiado asustada como para preguntarle cómo pensaba llamarla o si ya había elegido un nombre para ella. Ahora su hija había fallecido sin nombre y eso le preocupaba enormemente. Lo invadió un sentimiento de pérdida tan inmenso que hasta él mismo se sintió sorprendido. Además de un sentimiento de culpabilidad, pues había cometido con la niña una grave injusticia que no se perdonaría jamás. Por primera vez en muchos años, se echó a llorar.

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