Todas las noches y todas las mañanas
algunos nacen para la miseria.
W. BLAKE, 1757-1827
Augurios de inocencia
– Dime, Cadogan, ¿por casualidad te he despertado?
El muchacho no respondió por temor a decir algo inconveniente. En su lugar, se limitó a negar con la cabeza violentamente.
– Lamento si te he interrumpido mientras rezabas, pues sólo hay dos razones para que uno cierre los ojos: dormir o rezar. ¿O puede que yo sea un idiota y haya una tercera razón que desconozco?
– No, por supuesto que no…
El sacerdote miró a los restantes alumnos, con los brazos abiertos en señal de completa inocencia. Parecía cualquier cosa menos un hombre interesado en lo que un jovencito pudiera decirle.
– Me refiero a que, si hay algo que puedas compartir con nosotros, meros seres mortales, o si dispones de una línea telefónica para hablar con el Todopoderoso, te rogaría que tuvieses la delicadeza de compartir esa suerte con nosotros.
Jonjo no respondió, pues sabía que cualquier cosa que dijese sería mal interpretada, distorsionada y utilizada en su contra.
– Entonces, dime, ¿estabas rezando a algún santo, a la mismísima Virgen o te estabas quedando dormido? Presiento que esto último sea lo más probable. Vamos, Cadogan, respóndeme.
El sacerdote era un hombre bajito, no más de un metro sesenta, ligeramente encorvado y con andares de borracho. El escaso pelo que le quedaba, encanecido antes de tiempo, parecía crecer a su antojo, pues siempre tenía el aspecto de recién salido de la cama. Tenía los ojos de color gris, hundidos y acuosos, con indicios de sufrir pronto de cataratas. Su aliento apestaba de tal forma que los niños sentados en la primera fila siempre se quejaban de ello. La punta de su lengua era negra y la sacaba y la metía como una serpiente cuando les gritaba. Era la viva imagen de la tragedia humana, un personaje que sus alumnos no olvidarían durante el resto de sus vidas. Había algo que le carcomía por dentro, por eso se desahogaba con el primero que se cruzase en su camino. Su sarcasmo no sólo pretendía herir y humillar, sino provocar la mofa de los demás alumnos. Todos le odiaban, aunque se estudiaban de memoria todo lo que les mandaba, además de que tenían que repasarlo continuamente porque siempre cabía la posibilidad de que les preguntase una lección anterior y los castigase.
– ¿Estabas dormido o rezando a nuestro Señor? Ya que eres tan buen amigo suyo, a lo mejor le estabas pidiendo algo en especial.
Miró la cara de los demás alumnos y añadió con sarcasmo:
– Yo sí sé lo que estabas haciendo, Cadogan, con los ojos cerrados y la boca abierta como un subnormal: le estabas pidiendo un favor al mismísimo Judas.
Miró de nuevo a su alrededor, con las cejas arqueadas, como si estuviera consternado, aunque no se le pasó por alto la mirada de alivio que tenían los demás al ver que, por esta vez, no la había tomado con ninguno de ellos. Aun así, en su interior, le invadía un sentimiento de vergüenza, ya que, después de humillar a sus alumnos, siempre se sentía asqueado consigo mismo por haberles acosado. Sin embargo, el trato mezquino que les otorgaba no impedía que continuase con sus mordaces ataques. Si acaso todo lo contrario, pues le hacía pensar que realmente se lo merecían. Empezó a hacer gestos como si fuese una niña, una niña cockney [5] y, por fin, consiguió que algunos dibujasen una sonrisa.
– San Judas, santo patrón de los desesperanzados, ¿te importaría ayudarme a encontrar mi sesera? -dijo, aún mofándose, disfrutando de sus frases ingeniosas y de la humillación a la que estaba sometiendo al chaval. Luego prosiguió:
– ¿Eso es lo que haces mientras trato de inculcar algo de educación en tu cabezota?
– No señor, digo, padre.
La voz de Jonjo temblaba de miedo, pero eso no le hacía sentirse avergonzado delante de sus compañeros, pues ellos habrían reaccionado de la misma manera. El padre Patrick era un hueso duro de roer. Era capaz de coger a un muchacho, levantarlo a la fuerza de su asiento y emprenderla a golpes y patadas con él por la sencilla razón de que lo había mirado de mala manera. Esa era una de sus expresiones predilectas, y los alumnos, siendo casi todos de origen irlandés, sabían perfectamente lo que eso significaba: que lo había mirado sin respeto, sin concederle la importancia que creía que se merecía. Aunque en realidad lo que significaba es que estaba harto de todo y necesitaba de alguien con quien desahogarse.
A los alumnos no les quedaba más remedio que aceptar sus castigos, ya que sus padres jamás considerarían más veraces suspalabras que las de un sacerdote. Al fin y al.cabo, era un sacerdote, un emisario de Cristo, alguien de quien no se atreverían a dudar. El hecho de que hubiese renunciado a tener familia y a practicar el acto sexual, y de que hubiese dedicado su vida entera a los demás era ya más que suficiente. ¿Quién no perdería de vez en cuando los estribos haciendo semejante promesa? Por eso los muchachos tenían que asumir sus castigos con una tranquilidad estoica, cosa que le irritaba aún más.
– Con que echando un sueñecillo. ¿Qué pasa? ¿Tus padres no te obligan a irte a la cama? ¿Te pasas la noche despierto para luego quedarte dormido en la clase?
Empujó al muchacho para que se levantara de su asiento y, al sentir su peso, se dio cuenta de que pronto sería demasiado mayor para recibir ese trato. Era un zoquete, al igual que lo había sido anteriormente su hermano, otro cabezota que también le había sacado de sus casillas en más de una ocasión. Eso lo llevó a emprenderla contra el muchacho con renovado vigor, pues probablemente fuera su última oportunidad de disfrutar de eso. Una vez que los muchachos se sentían capaces de mirarlo de frente, los dejaba tranquilos. Y Jonjo ya estaba muy crecido para su edad. Por fortuna, aún se sentía tan intimidado por sus hábitos que ni tan siquiera se planteaba replicarle.
Consideraba a sus alumnos como la cruz de su vida, la escoria de la sociedad. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no podía impedirlo. De hecho, cuanto más se lo permitían, más se ensañaba con ellos. Cuando los veía con esa mirada de terror y resignación, más deseaba denigrarlos y humillarlos, pues los consideraba una pandilla de criminales en potencia de los que no se podía sacar ningún provecho. Les enseñaba para nada, pues en cuanto entrasen en la cárcel se convertirían en carne de cañón, y eso le irritaba. Aquellos muchachos recibían educación sin que les costase lo más mínimo y ninguno parecía darse cuenta de la importancia de eso. ¿Cómo no darse a la bebida? Aquellos muchachos, con lo pobres que eran, tenían la oportunidad de abrirse camino sin que les costase un penique, ni a ellos, ni a su familia, y, sin embargo, no se aprovechaban de las circunstancias y no se daban cuenta de lo afortunados que eran. Aquello significaba poder elegir, algo de lo que carecía la mayor parte de la población mundial. Y a él no le quedaba más remedio que vivir con ellos, que tratar de educar a ese puñado de mierdas y todo por la sencilla razón de que no lo consideraban suficientemente bueno como para enviarlo a otro lugar donde sus lecciones se considerasen más meritorias. Si ellos representaban la escala más baja de la sociedad, ¿en qué lugar se encontraba él? ¿Por qué les resultaba tan extraño entonces que echase un traguito de vez en cuando para pasar el día?
Jonjo aceptó con resignación los golpes propinados por el padre, quien, una vez desahogada su rabia y con la mano dolorida, retrocedió tambaleante hasta su silla.
– Abrid vuestra Biblia -dijo- y buscar las revelaciones de San Juan Bautista. Para mañana os las debéis saber de punta a rabo, puesto que os voy a preguntar hasta la última palabra del texto. Y pobre de aquel que no se las sepa.
Los muchachos obedecieron, pues ya sabían de antemano que se las iba a pedir. Las revelaciones eran su tema favorito y había que sabérselas a pies juntillas.
Jonjo estaba deseando frotarse los hombros, pero sabía que más le valía no hacerlo porque el padre Patrick podría sorprenderle y entonces empezaría de nuevo con la misma monserga. Apretó los dientes y le rezó a la Virgen para pedirle que pusiera fin a sus insaciables deseos de ver al padre muerto de una vez por todas.
El padre Patrick vio la cara del muchacho y dijo en tono enfadado:
– Tú, enano, a partir de mañana asistirás a la primera misa de la mañana durante una semana.
– Sí señor, digo, padre.
La misa de las seis de las mañana era una verdadera tortura, ya que tenía que levantarse a eso de las cinco y media para asistir a ella. El lado positivo es que su madre siempre asistía, así que no le faltaría compañía, algo que también le agradaba a ella. Además, si comulgaba, le recompensaba con un desayuno bastante espléndido: un huevo y rebanadas de pan frito, por lo menos. Su madre les recompensaba de esa manera por su sacrificio y soñaba con el día en que la acompañasen todos a la misa matinal, aunque sólo fuese para provocar la envidia de las demás mujeres. A su madre le preocupaba enormemente lo que pensasen los demás, especialmente si se trataba de religión o de temas relacionados con la iglesia. Sin embargo, era una pena que sólo la acompañasen cuando se veían en dificultades, aunque no permitía que esa menudencia le aguase su felicidad. Verlos asistir a misa ya le resultaba más que grato y, al igual que su hermano, Jonjo tenía muy pocas cosas en la vida de las que disfrutaba como para echarlas a perder.
Jonjo regresó al mundo de los vivos porque el padre empezó a tomarla de nuevo con un chico italiano con los ojos negros y grandes, y una tos asmática.
– ¿Qué le pasa a esta clase? ¿Está sufriendo una epidemia de narcolepsia galopante? ¿Acaso la enfermedad del sueño está sustituyendo al aburrimiento y hastío con el que me enfrento a diario o es que, una vez más, el mortífero ataque de esa estupidez hereditaria, mi gran enemiga, ha vuelto a asomar su cabeza? Una típica queja de los ingleses, algo que jamás vi en todos los años que pasé en Irlanda.
El padre Patrick siempre comentaba lo mismo, casi a diario les soltaba esa cantinela, sin esperar respuesta. Hablaba por el mero hecho de hablar, por el placer de oír su propia voz.
Jonjo se relajó y se frotó los hombros disimuladamente, preguntándose si su hermana se encontraría bien, ya que era el primer día que asistía a la escuela y el primer día que no estaba bajo la estrecha vigilancia de sus hermanos. Jonjo, a los ocho años, ya comprendía lo importante que eran los lazos familiares y cuidar de su hermana, pues su madre se lo había inculcado desde el principio.
– Quiero mi dinero, señora Reardon.
La señora Reardon miró a la mujer diminuta que estaba de pie, en la puerta de su casa, y sonrió con una facilidad que no dejaba traslucir su comportamiento habitual. Con toda la inocencia del mundo respondió:
– ¿De qué dinero habla, señora Cadogan?
Simulaba estar interesada en la respuesta que pudiera darle. Tenía los brazos cruzados sobre sus enormes pechos, las piernas separadas y la postura de un luchador callejero. Era una mujer con la que más valía no enfrentarse, y ella lo sabía, pues se había ganado a pulso su reputación. Y aquella enana con el pelo negro y espeso, y las mejillas encendidas de rabia, estaba a punto de aprenderlo. Si las cosas se ponían feas, le daría la paliza del siglo antes de ponerla de patitas en la calle y amenazarla con ir a la policía. Las irlandesas eran famosas por su temperamento, por lo vagas que eran y por querer la paga de un día por no hacer nada.
– Usted ya sabe a qué dinero me refiero y le advierto que, si no me lo da, lamentará para siempre este día.
Elsie Reardon se quedó impresionada a pesar de todo. Se encargaba de buscar asistentas externas y luego de cobrar por los servicios, pero solía quedarse con el dinero. Mujeres como ésa las había a millones; antes de que se hubiese marchado ya habría cincuenta esperando ocupar su puesto. Limpiar no era una tarea difícil, porque hasta la más inútil sabía fregar los suelos o limpiar ventanas. Sabía que las primeras semanas siempre trabajaban con ganas, por lo que las amas de casa quedaban muy satisfechas y solicitaban sus servicios con cierta regularidad. Que cambiase tanto la plantilla no era algo que sorprendiese a las personas que la contrataban, así que casi siempre terminaba quedándose con todo el dinero.
– Perdona, señorita, pero te he dado una oportunidad y no has dado la talla. La señora de la casa me ha dicho que le enviase a otra persona.
Sonrió de nuevo, con sus carnosos brazos levantando el pecho para dar más énfasis a lo que decía.
Angélica Cadogan empezaba a enfadarse, pero, al igual que le sucedía a su hijo mayor, no lo mostraba y, por tanto, no resultaba evidente para aquellos que la rodeaban. Era ese tipo de personas que se iba enfadando lentamente hasta estallar, pero una vez que eso sucedía ya nadie podía hacer nada para contenerlos.
– Es usted una embustera. La señora Brown me ha pedido que me quede permanentemente y yo le he respondido que sí. Así que deme mi dinero.
Elsie Reardon era consciente de que sus vecinas estaban presenciando la escena con impaciencia: una pelea suscitaba la curiosidad de todas.
– Hazte un favor y vete a tomar por culo.
Angélica miró a la enorme mujer que tenía delante, su mugrienta ropa, su pelo aún con los rulos de la noche anterior y la pintura de labios que se había puesto encima sin la más mínima delicadeza. Dejó en el suelo la enorme bolsa de compras que llevaba y, acercándose a ella, le dijo:
– Es la última oportunidad que le doy para que me pague lo que me debe. Necesito ese dinero, me lo he ganado y no pienso marcharme hasta que lo tenga bien metidito en mi monedero.
Elsie Reardon soltó una carcajada, una carcajada de verdad.
Tenía una risa agradable y puede que, en otras circunstancias, Angélica se hubiese reído también. Sin embargo, lo que hizo fue echar el puño para atrás y estrellarlo contra la cara de su adversaria con más fuerza de la esperada, luego la cogió por los rulos y la arrastró hasta la acera. La pelea duró apenas unos segundos porque Angélica sabía pelear, sabía defenderse si era necesario. Ahí estribaba la diferencia. Elsie Reardon era una bocazas que dependía de su boca y de su tamaño para imponerse. Angélica, por el contrario, era una luchadora nata. Sacó un calcetín del bolsillo de su chaqueta, un calcetín blanco y largo, de los que llevaban los escolares, relleno de piedras del jardín y empezó a golpear a la mujer a su antojo. Angélica sabía que conseguiría su dinero, aunque reconocía que había cometido un error al haber confiado en esa mujer. No obstante, le fue más fácil de lo que esperaba. Reardon podía tener la reputación que quisiese, pero ella se la había arrancado a golpes.
No tenía elección. Su marido había desaparecido de nuevo y no tenía dinero ni para comprar una barra de pan. Por esa razón necesitaba que le pagase lo que era suyo. Primero se lo había pedido con educación, pero fue inútil, así que tuvo que buscar otro método. Finalmente, la mujer le devolvió el dinero, ella le dio las gracias y regresó a casa con la cabeza bien alta.
En el mercado de Betunar Green compró algo para que cenasen los niños y continuó preocupándose por cómo iba a pagar las deudas que se empezaban a acumular. Big Danny, como le apodaban a su marido, llevaba tres días sin aparecer y sabía que ya no habría posibilidad ninguna de que trajese algo de dinero. Era lunes y lo había visto por última vez el viernes por la mañana, cuando se marchó de camino al trabajo. Ahora ya era demasiado tarde y probablemente se lo habría gastado.
Sin embargo, lo que más le dolía era que se había visto obligada a pelearse en la calle por quince miserables libras, y eso era algo que no pensaba perdonárselo. Nunca, con ningún pretexto.
Big Dan Cadogan estaba seriamente preocupado. Se encontraba en un bar del norte de Londres, tomando una pinta que había podido pagar con las escasas libras que le quedaban en el bolsillo. Llevaba tres días sin aparecer por casa y no sólo se había gastado el dinero, sino que además era el digno deudor de una enorme suma perdida en el juego.
Lo único que recordaba, y vagamente, era haberse metido en una partida que habían organizado unos cuantos jugadores profesionales. Que se habían aprovechado de él era un hecho indiscutible, ya que, cuando estaba bajo la influencia de alguna sustancia tóxica, se convertía en un blanco muy fácil. Sin embargo, lo peor era que, como de costumbre, sabía que era el responsable de su derrota porque, cuando estaba ebrio, se creía el rey del póquer. Había perdido las seiscientas libras que debía tirándose un farol cuando sólo tenía una pareja de dos y un as.
Las cartas eran su perdición; jamás tenía bastante con una partida y, si a eso se le añadía las copas que se tomaba, se convertía en un lastre. Ahora no recordaba ni las manos que había jugado, ni las personas que estaban sentadas a la mesa. De lo único que estaba seguro era de que debía seiscientas libras a los hermanos Murray y que, al igual que otros muchos antes que él, no era tan estúpido como para discutir sobre los pormenores de la partida. Era incapaz de recordar cómo había perdido el dinero, pero sabía que ellos habían presenciado la partida y que no estaban dispuestos a concederle mucho tiempo para saldar la deuda. De hecho, le habían dicho que tenía una semana para devolverles el dinero antes de que empezasen a buscarle. Si para entonces no les había pagado, como primera advertencia le cortarían un dedo o le romperían algún hueso; después, que se atuviera a las consecuencias.
Recordar esos detalles no le hacía sentirse mejor. De hecho, se sentía peor porque se daba cuenta de que los que habían estado en la partida se habían aprovechado de él. Aun así, una deuda de juego seguía siendo una deuda y no había más remedio que pagarla, aunque eso significase que la familia tuviese que quedarse sin comer. Se podía deber una considerable suma a un vendedor, incluso a un recaudador de deudas, pero una apuesta era algo muy distinto. Pagarla era una cuestión de honor, pagarla además por entero. Él mismo hubiera preferido cortarse el dedo antes de que lo considerasen alguien que no pagaba sus deudas. Ahora lo que necesitaba era pensar en algo que le proporcionase el suficiente dinero como para saldar la deuda y seguir manteniendo su reputación.
Ange, como solía llamar a su esposa, le iba a cortar las pelotas y echarlas a una sartén cuando se enterase del asunto y él no sería quien le pusiese obstáculo con tal de no pelear. Por muy duro que fuese con ella, por muy largas que tuviera las manos cuando hablaba más de la cuenta, lo cual sucedía con demasiada frecuencia, esta vez se había pasado de la raya. Esta vez su labia y su agresividad no serían suficientes para callarla, pues tenía toda la razón, y una mujer con la razón de su lado y tres bocas que alimentar era capaz de cualquier cosa, incluso de asesinar. Ange era una mujer de armas tomar y, a diferencia de él, no necesitaba del alcohol para demostrarlo.
Debía una fortuna y no sabía cómo pagarla. Por primera vez en la vida, Big Dan Cadogan se sentía realmente asustado. Por primera vez en la vida se daba cuenta de que se vería obligado a salir huyendo.
Danny Cadogan tenía casi catorce años, pero aparentaba ser mucho mayor. Medía casi un metro noventa y aún se estaba desarrollando; su madre se pasaba la vida quejándose de que tenía que estar siempre comprándole zapatos nuevos que se ajustasen al tamaño de sus enormes pies. Aquel día tenía un dolor insufrible, pues hasta las botas de su padre se le habían quedado pequeñas. Era un chico grande, lo cual era una baza a la hora de conseguir algo de trabajo. Su principal pesadilla, sin embargo, era que parecía crecer cada día. Eso habría sido un acontecimiento bien acogido en una familia que contase con un sueldo regular, especialmente si ese sueldo se quedaba en casa y no se perdía en la barra de un bar o en una partida de cartas. Sin embargo, no podía hacer nada a ese respecto porque su padre era un viva la vida que siempre hacía lo que se le antojaba. Danny Junior era justo lo contrario y guardaba las pocas libras que ganaba trabajando en lo que le salía, para mitigar un poco la preocupación de su madre, trayendo algo de sustento a la casa cuando ella se encontrase en una situación apurada porque su padre no aparecía, como le sucedía en ese momento.
Mientras Danny trasladaba los restos de metal para el chatarrero se dio cuenta de que su jefe lo observaba. Louie Stein siempre estaba buscando jóvenes prometedores y aquel muchacho era una bendición. Trabajaba sin descanso, a pesar del esfuerzo que le suponía apilar la pesada carga contra la pared del extremo. De esa forma estaba alejada de la vista de la bofia, pero suficientemente cerca de la cancela principal como para ser retirada rápidamente si era preciso.
Louie se acercó hasta Danny Cadogan sonriendo, con sus dientes de oro brillándole bajo la tenue luz del sol y recordándole la dentadura de un tiburón que había visto en un libro de fotografías en cierta ocasión.
– ¿Por qué no has ido a la escuela?
Danny se encogió de hombros y continuó trabajando.
– Responde, muchacho. Si alguien te hace una pregunta, debes responder, aunque sea con una mentira.
Las palabras de Louie sonaron apocopadas y Danny se dio cuenta de que se había molestado. Por ese motivo, dejó de trabajar un instante y, mirando el pequeño y arrugado rostro del hombre, le respondió con seriedad:
– Necesito el dinero. ¿Por qué si no iba a estar aquí todo el santo día?
Danny le habló con respeto, pero Louie se percató de que también pretendía sonar sarcástico. Comprendía lo que le sucedía al muchacho y le apreciaba por su forma de ser. Lo observó cuidadosamente; era muy joven, pero se comportaba como si fuese mucho mayor. Estaba dotado de esa arrogancia propia de los jóvenes atrevidos que se sienten seguros de tener toda la vida por delante para conseguir sus sueños y sus metas.
– ¿Por qué necesitas el dinero tan desesperadamente?
Danny miró al viejo con una mezcla de compasión por su obvia estupidez y esa astucia innata que poseía para dejar que la conversación continuase con el fin de utilizarla en su favor.
– Mi madre necesita el dinero. Está tiesa.
Louie asintió, como si la respuesta fuese la que esperaba.
– Tú eres el hijo de Big Dan Cadogan, ¿no es verdad?
– ¿Por qué me pregunta si ya lo sabe? No creo que sea un secreto.
Louie sonrió de nuevo.
– Un pajarito me ha dicho que anda en problemas con un par de matones por seis de los grandes.
Danny trató de que su rostro se mantuviese lo más impávido posible y se encogió de hombros teatralmente, como si no hubiese ni el más mínimo motivo de preocupación.
– Ya las pagará. Lo que no entiendo es por qué coño me lo cuenta.
Louie se encogió de hombros como respuesta; su magro cuerpo parecía escondido entre los pliegues de la gabardina. Luego, riéndose, se limpió la nariz con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón con una floritura. Fue como el desmesurado gesto de un mago. Danny se dio cuenta de que lo tenía bien merecido por su indiferencia.
– Hombre prevenido vale por dos, muchacho. No lo olvides nunca. Y ahora coge esa pieza y ponía a buen recaudo, que la pasma estará a punto de pasar. Saben que está aquí, pero no quieren que esté a la vista de todo el mundo. Les pago para que hagan la vista gorda y ellos se quedan con el dinero siempre y cuando no me pase de listo.
Se rió de nuevo y los hombros le temblaron en señal de regocijo.
– Ojos que no ven, corazón que no siente. Otro proverbio que deberías añadir a la larga lista.
Danny puso cara de estar perdiendo la paciencia.
– No se preocupe. La próxima vez traeré papel y lápiz para que no se me olvide.
Louie se alejó, riendo más fuerte incluso que antes. Danny lo miró con rabia y desprecio. Seis de los grandes era un buen montón de dinero. De hecho, las pocas libras que iba a sacar por todo el día de trabajo le parecieron una menudencia. Agitó la cabeza, consternado por las palabras del viejo y lo que ellas implicaban para su familia. Seis de los grandes. Con ese dinero se podía comprar una casa y su padre se lo había jugado cuando no tenían ni para pagar el alquiler. Su padre se lo había jugado cuando él estaba en tal situación que se veía obligado a llevar unas botas tan viejas que hasta su padre las había desechado; cuando su madre se veía forzada a llevar una ropa más que gastada y pasada de moda, y sus hermanos aún eran demasiado jóvenes para comprender las complejidades del dinero y por qué resultaba tan necesario. Y su padre, ese inútil de padre que tenía, había perdido una fortuna en una sola mano.
Louie observó al muchacho para ver cómo reaccionaba ante sus palabras. Vio que cogía la pesada pieza y la sostenía como si no pesase apenas. Sabía que el muchacho estaba dolido, y lo lamentaba por él, pero pensaba que, de haber estado en su lugar, le gustaría haberlo sabido lo antes posible.
Louie tenía cinco hijas, cinco encantadoras hijas con una gran personalidad, pero nada atractivas. Un chico como Danny habría sido una bendición, pues tendría alguien a quien poder confiar su empresa, alguien que hiciera perdurar su nombre. La vida era injusta, pero cada uno juega sus cartas como puede, como solía decir su padre. Sin embargo, si la suerte no te sonreía, era posible que te vieses jugando las cartas de alguien como los Murray. Malditos jugadores, pensó, son todos unos perdedores. Y ese muchacho y su familia también serían considerados unos perdedores porque una deuda como aquélla era una deuda adquirida por cualquiera que estuviese relacionado con el deudor.
El joven Danny Cadogan notaba que el viejo Stein lo observaba y se sonrojaba por lo vergonzosa que le parecía la situación. Aún seguía pensando en los seis de los grandes que debía su padre y sabía que lo que le había dicho Louie era cierto. El viejo se lo había dicho para que la noticia no le cogiese por sorpresa y de boca de otros; más valía enterarse por él que no por un recaudador de deudas un sábado por la mañana. Se preguntó si su madre ya lo sabía y si debía ser él quien se lo dijese. La vida era dura y estaba seguro de que a su madre tampoco le iba a hacer ninguna gracia enterarse de tal cosa. Se puso de nuevo a apilar chatarra con la esperanza de que el trabajo físico ahuyentase sus problemas.
Annuncia Cadogan, conocida más bien como Annie, se encontraba a sus anchas, ya que, por primera vez en su vida, estaba sola. En ese momento no tenía a su madre a su lado observando cada uno de sus movimientos, ni tampoco a sus hermanos pendientes de que no hiciera algo que la pudiese enfadar. Se sentó en la pequeña clase y dibujó una sonrisa agradable a todos los que miraron en su dirección. El olor fue lo primero que percibió, ese olor a suelo recién barnizado y pintura fresca, al cual se unía el olor a almizcle que emanaban los niños pequeños, muchos recién lavados después de varias semanas. La mayoría llevaban el uniforme de sus hermanos mayores, pero había otros, como ella, que vestían uniformes nuevos, lo que les hacía resaltar más incluso que los asiáticos que acababan de llegar al barrio y hablaban inglés con acento extraño.
Como muchos de los niños que la rodeaban, Annie sólo tenía unos conocimientos muy rudimentarios de la Biblia y de la Iglesia en general. Muchos de ellos procedían de padres que educaban a sus hijos en la religión católica, aunque no es que asistieran a misa con demasiada frecuencia, pues les costaba demasiado trabajo o se sentían poco motivados después de pasar la semana entera trabajando. El trabajo era lo prioritario en Inglaterra, donde, a diferencia de Irlanda, lugar de donde procedía la mayoría de los padres, la Iglesia, aunque constituía una faceta importante de la vida, no dictaba todas las normas de la vida.
Carole Rourke estaba sentada a su lado y Annie le aferraba la mano con fuerza mientras escuchaba la historia de San Francisco de Asís. A ella le encantaba oír cosas de él porque le rezaba todas las noches y le pedía que le dejasen tener alguna mascota en casa. Su madre se había negado a tener un perro o un gato en casa, pero quizá la convenciese para que le permitiera tener un conejo o un hámster.
Su primer día en la escuela fue un alivio porque logró desprenderse de la carga que padecía en su casa y esperaba que ese sentimiento no la abandonase. Cuando llegó la hora de regresar, ya había decidido que no estaba dispuesta a que ese lugar se conviniese en una cruz que había que arrastrar, como pensaban sus hermanos. No, ella estaba deseando que llegase el día siguiente, mucho más de lo que deseaba que regresase su padre, a pesar de saber que era su hija predilecta.
En su casa siempre había un ambiente tenso y sabía que las cosas explotaban más tarde o más temprano. Su padre era una persona que, o bien se pasaba el día aterrorizándoles, o bien les hacía estallar a carcajadas. Jamás había un término medio en su presencia. Sin embargo, la escuela le garantizaba que al menos pasaría unas cuantas horas al día sin la permanente vigilancia de su madre.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¡Seis de los grandes! ¿Estás seguro? No creo que el imbécil de mi marido cometiese una estupidez semejante.
Sin embargo, sabía que estaba en lo cierto.
– Lo siento, mamá. Louie Stein me lo dijo hoy. Creo que pretendía ayudarme. Ya sé que es un chismoso, pero conmigo siempre se ha portado bien. Esta semana me ha ofrecido más trabajo incluso.
Angélica había dejado de escucharle, pues estaba tratando de asimilar lo que acababa de decirle su hijo. Las consecuencias serían nefastas, de eso estaba segura porque no había forma de obtener esa suma. Si hubiesen tenido seis de los grandes, se habrían pegado la vida padre y habrían comido como gladiadores. Su marido había hecho de las suyas en muchas ocasiones, pero eso se pasaba de la raya, incluso para él.
Danny observaba cómo su madre asumía la noticia y se percató de que ni tan siquiera se había fijado en las dos libras que había depositado encima de la mesa. La deuda de su padre había hecho que su contribución a la casa pareciese una menudencia en comparación. Había estado trabajando cuando debería haber estado en la escuela, vestía andrajos cuando su apariencia era lo más importante para él, y tenía muy pocos amigos porque no podía participar en ninguna fiesta juvenil; hasta las fotografías que se hacían los sábados por la mañana estaban fuera de su alcance. Era un marginado hasta entre los más pobres. Por eso trataba de que fuese diferente para sus hermanos, por eso trataba de mitigar el lastre que arrastraba su madre, la misma que no se daba cuenta de los sacrificios que realizaba para que así fuese. Le dio la espalda y se dirigió a su habitación, la misma que compartía con sus hermanos. Una vez allí se echó en la cama, que también compartía con Jonjo, y trató de contener las lágrimas pues no era un lujo que pudiese permitirse.
Danny estaba más callado de lo normal, pero nadie se daba cuenta de ello. Estaba sumamente nervioso, esperando que su padre apareciese en cualquier momento y, al mismo tiempo, deseando que no lo hiciera. Sus hermanos pequeños podían palpar la tensión que se vivía en la casa, pero él sabía cómo tranquilizarles. Su madre, sin embargo, estaba en un estado tal que pasaba de maldecir a su marido a llorar porque estaba convencida de que estaría muerto en cualquier parte, apuñalado o apaleado por seiscientas libras. Recordar la suma de dinero que había perdido tan absurdamente jugando a las cartas la hacía estallar de cólera y empezar a maldecirlo de nuevo.
Todo el mundo estaba al tanto de lo sucedido y el asunto se había convertido en la comidilla del barrio, algo que su madre, una mujer orgullosa, llevaba francamente mal. Parecía que la vida de toda la familia estuviera sometida a escrutinio, y no tenía ni idea de cómo debían reaccionar. Su padre se estaba empequeñeciendo a sus ojos por momentos y su ausencia le molestaba, aunque sabía de sobra que sería una locura que apareciese por allí sin haber saldado antes la deuda.
Mientras preparaba un té, Danny oyó que alguien aporreaba la puerta principal. Bajó la llama del gas y salió al pequeño vestíbulo. Después de obligar a su madre a meterse en el dormitorio con sus hermanos, se aseguró de cerrar bien la puerta. El miedo se estaba apoderando de él; había esperado ese momento y ahora que se presentaba, el valor le abandonaba.
– Abre la puñetera puerta, sabemos que estás ahí.
Era una voz llena de odio, con pretensiones de asustar a quien la oyese. Era la voz de un recaudador de deudas, la voz de alguien que había repetido esas palabras hasta la saciedad.
Danny se detuvo por un instante en el vestíbulo, apretando los dientes para ver si desaparecía el temblor que le había invadido repentinamente. Luego, armándose de valor, abrió la puerta, justo en el momento en que empezaban a aporrearla de nuevo.
– Tranquilo, ya voy.
Su voz grave e irritada no pasó desapercibida a sus visitantes.
Danny miró a los dos hombres; uno era alto y delgado y el otro bajo y obeso. Vio que ambos tenían los mismos rasgos faciales y dedujo que serían los legendarios hermanos Murray. Ambos tenían el pelo rubio y desgreñado y los ojos pequeños y de color marrón, rasgos eslavos que sin duda habían heredado de su madre. Ambos tenían cara de bobalicones, algo que habían perfeccionado con el paso de los años con el fin de que la gente pensase que eran inofensivos, pero también algo que desaparecía de inmediato en cuanto habían logrado su objetivo, que bien podía ser entrando en la casa de alguien o burlándose de la policía cuando los arrestaban.
– ¿Está tu padre, muchacho? -dijo el más bajo de los dos en tono amistoso.
Danny negó con la cabeza.
– Por supuesto que no. Y no creo que venga sabiendo que lo andáis buscando, ¿no le parece?
Walter Murray, el mayor de los dos hermanos, y también el más alto, asintió al oír su respuesta. Parecía satisfecho, como si acabase de oír las palabras esperadas.
– Te creo, muchacho. Por eso comprenderás que te pregunte si tienes alguna idea de dónde pudiera estar.
Danny negó con la cabeza de nuevo.
– Por lo que a mí respecta, se puede ir a tomar por el culo y, si usted lo ve antes que yo, dígaselo de mi parte.
Danny sabía que los vecinos estarían escuchando su conversación con los Murray, pues ése era uno de los muchos inconvenientes de esos pisos: no había nada que no se escuchara, ni tan siquiera los asuntos más personales. Hasta la vida sexual de los vecinos era tema de conversación, ya que se podía escuchar a las personas copulando a través de las paredes y el tedio. Uno terminaba por acostumbrarse a oír las cisternas de los aseos y el correr de los grifos. Ahora que se habían convertido en la comidilla del barrio, comprendía por qué eso les irritaba tanto.
Walter Murray miró al muchacho alto que tenía delante y se fijó en su cuerpo de boxeador y la mirada carente de miedo. Para ser un niño, parecía prometer.
– Escucha, hijo. Si no lo localizamos en los próximos días y no nos paga lo que nos debe, vendremos de nuevo y nos llevaremos todo lo que hay en el piso. Luego volveremos de nuevo y nos llevaremos lo primero que nos encontremos, ¿de acuerdo?
La amenaza parecía más que evidente.
Danny le miró a los ojos, sumamente desconcertado.
– ¿Por qué quieren hacernos daño a nosotros? Es mi padre quien os debe el dinero y, si le conozco bien, más vale que os olvidéis de cobrarlo.
Wilfred Murray, el más bajo de los dos hermanos, sonrió; un gesto que tenía más que estudiado, pero que no denotaba en absoluto que se lo estuviese pasando bien.
– ¿Eres corto de entendimiento, muchacho?
Danny trató de controlar su furia y, poniendo cara de inocente, respondió:
– Es posible. Pero, por lo que a mí respecta, me habéis hecho el favor del siglo, pues no sabéis lo a gusto que se está en casa sin el viejo. Pero os advierto una cosa: si os acercáis a mi familia, más vale que la próxima vez vengáis acompañados, porque me pasaré la vida detrás de vosotros hasta que os aniquile.
Danny pronunció aquellas palabras sin mostrar la más mínima irritación, pero con una dignidad tal que resultó amenazadora para los dos hombres que tenía enfrente.
– ¡Manda cojones con el niño! ¿Qué pasa? ¿Se te ha ido la olla? -dijo Wilfred, riendo a carcajadas de su propio sarcasmo.
Danny no hizo el más mínimo gesto y se limitó a mirarlos fijamente. Observó que él era más grande físicamente que los dos juntos. Era un muchacho robusto, de eso era consciente, pero también se daba cuenta de que, gracias a su padre, se estaba encarando a dos reconocidos matones. Sin embargo, estaba dispuesto a cumplir con su promesa si amenazaban a su familia. Levantó la mano y, de forma instintiva, les apuntó con el dedo a los dos.
– Si os acercáis a mi familia, no respondo de mí. Os buscaré y os mataré, aunque eso me cueste la vida. Es mi padre quien os debe el dinero, no nosotros. Y si tuvierais dos dedos de frente, os daríais cuenta de que alguien que vive en un lugar como éste es poco probable que disponga de seiscientas libras. Es más probable que la reina os haga una paja que mi padre os pague el dinero, y vosotros lo sabéis de sobra.
Walter sabía que estaba en lo cierto, pero habían cobrado deudas de gente aún más pobre que ellos. Resultaba sorprendente ver de lo que era capaz la gente cuando estaba bajo presión. Walter levantó el puño y lo estrelló contra el rostro del muchacho, derribándolo de espaldas. Sin embargo, en cuanto Danny cayó al suelo, vio salir a su madre del dormitorio llevando una pequeña hacha alzada por encima de la cabeza y, antes de que pudiera detenerla, ya había arremetido contra el más bajo de los dos hombres. Danny lo vio desplomarse como un saco de patatas. Luego vio cómo su madre desclavaba el hacha del pecho del hombre y la levantaba de nuevo contra la cabeza de Wilfred, aunque erró en el golpe y se la clavó en el hombro. El grito que lanzó Wilfred se oyó en todo el barrio.
– Como le pongáis una mano encima a mis hijos, acabaré con vosotros -dijo sin dejar de dar machetazos a los dos hombres, que sangraban profundamente por las heridas.
Danny logró ponerse de pie, cogió a su madre por la cintura y la empujó dentro de la cocina. Al ver la tetera en el fuego y oír que los dos hombres entraban en el piso, dio rienda suelta a su cólera y la cogió para arrojarles el contenido a la cara. Los hombres gritaban de dolor, pero los aullidos histéricos de su madre impedían que se les oyese.
Danny miró a los dos hombres y, al verles el rostro escaldado y las heridas que les había infringido su madre, se preguntó si estaba viviendo una pesadilla. Su padre respondería por eso y, cuando hiciera acto de presencia, él mismo se encargaría de ajustarle las cuentas.
Empujó a los dos hombres hasta echarlos del piso. Cuando agarró la mano de Wilfred, le arrancó un trozo de carne colgando y se dio cuenta de que debía de dolerle muchísimo. Luego dio un portazo y, apoyándose contra la puerta, esperó hasta que recuperó el aliento y se le pasaron las ganas de vomitar. Después fue en busca de su madre, que permanecía en la cocina sosteniendo el hacha entre sus brazos como si fuese un bebé.
– ¿Qué hemos hecho, hijo? -dijo.
Agitaba la cabeza y Danny se dio cuenta de lo diminuta que era.
Los ruidos habían cesado, por lo que dedujo que los Murray deberían de haberse marchado al hospital para recibir tratamiento.
Oyó que su hermana Annie lloraba. Colocó un armario contra la puerta, trató de tranquilizar a su madre y cogió en brazos a su hermana para que se durmiera. Luego cogió el hacha manchada de sangre de las manos de su madre y se sentó en el suelo, esperando el siguiente capítulo del drama en que se había convertido su vida repentinamente. Jonjo se acercó a él y se sentó a su lado, con el miedo aún en la mirada. Danny pensó que si su padre aparecía en ese momento, le daría una tunda que la paliza que habían recibido los Murray le iba a parecer el entremés. Seiscientas asquerosas libras. Sus vidas habían quedado destrozadas por seiscientas libras de mierda y el hombre que había provocado aquel incidente estaba, como siempre, ausente. Lo había dejado solo para proteger a su familia, mientras él ponía pies en polvorosa y se escondía como un gusano. Su madre estaba pálida de miedo y se dio cuenta de que jamás olvidaría lo ocurrido aquel día, y, para ser honestos, él tampoco. Faltaban cinco días para que cumpliera los catorce años y se preguntó si aún viviría para entonces.
El recibimiento que le otorgaron los Cadogan a los Murray corrió de boca en boca por el barrio. Louie Stein movió la cabeza en señal de tristeza y decidió que visitaría la casa del muchacho regularmente, pues sabía que su presencia sería percibida de inmediato por todo el mundo. El gozaba de cierto prestigio y mantenía buena amistad con algunos capos. De hecho, se encargó de que todos los que le conocían supieran que el muchacho que trabajaba para él se había enfrentado a los Murray por proteger a sus hermanos. Su madre, decía riendo, era una mujer de armas tomar. Angélica, «la carnicera», que es como empezaron a apodarla, se convirtió de pronto en una leyenda urbana. Los Murray, no obstante, buscarían alguna forma de vengarse, ya que eso formaba parte de la naturaleza humana. Que no hubiesen hecho una denuncia a la policía no era de extrañar, pues, de haberlo hecho, jamás habrían vuelto a caminar con la cabeza alta. Eso equivalía a ser unos chivatos, pero que la policía no investigase el asunto también dio mucho que hablar.
Hasta el sacerdote de la iglesia a la que solían asistir los Cadogan, el padre Donovan, un hombre grande y hosco que se tomaba como una ofensa personal el hecho de que los miembros de su comunidad tuvieran que luchar a diario por sobrevivir, decidió que debía visitar a la familia dos o tres veces al día. Danny y su madre agradecieron sus visitas porque les hizo ganarse la aprobación de muchos que los defendieron aludiendo a que los más perjudicados habían sido ellos.
Danny, sin embargo, era incapaz de relajarse porque no dejaba de preguntarse cuándo iban a presentarse los Murray y qué tipo de venganza pensaban llevar a cabo. En ningún momento dejaba a su madre y sus hermanos solos y, si iba a trabajar, se aseguraba de que todos estuviesen seguros y rodeados de gente. Eso no era problema alguno. El problema era la espera, pues habían transcurrido dos meses y sabía que el momento estaba por llegar, por lo que debía aceptar lo inevitable.
Su padre continuaba sin dar señales de vida y Danny se dio cuenta de que su desprecio por él aumentaba cada día. Ya era un muchacho grande de por sí, pero desde que trabajaba para Louie se había fortalecido y parecía mucho más musculoso. Parecía cada vez más robusto y tenía mucho más pronunciados los hombros y el pecho, además de unas manos callosas y endurecidas. Sabía que aparentaba más años de los que tenía y por eso empezó a cuidar su aspecto. Mientras sus compañeros vestían camisas de estopilla y pantalones sueltos, él llevaba camisas y pantalones hechos a medida. Empezó a adquirir el aspecto de un gángster y se dio cuenta de que ese estilo le sentaba bien. Su presencia y su forma de andar tan natural empezaron a resultar muy familiares para los que vivían en Betunar Green, y aquellos ojos que jamás mostraban expresión alguna hacían que las chicas se derritieran nada más verle acercarse. Empezaron a considerarle una especie de héroe local y él trató de sacarle a eso el mayor provecho posible. Cuando apareciesen los Murray, necesitaría de toda la ayuda posible, por eso cultivaba la amistad de cualquiera que pudiera convertirse en un aliado potencial. Después de todo, su astucia natural era su mayor don, y de eso andaba más que sobrado.
Angélica continuaba tratando de localizar a su marido, pero por ahora sólo había conseguido que transcurriesen dos meses de infructuosa búsqueda. Nadie le había visto y parecía que se lo hubiese tragado la tierra. Sin embargo, ella lo conocía mejor que nadie y estaba convencida de que estaba escondido en casa de alguna de sus queridas, esperando el momento oportuno para asomar la cabeza y dejando que su familia asumiese sus responsabilidades. Angélica siempre había sabido que no era un hombre de fiar, pero jamás había esperado una fechoría semejante.
Angélica sabía que los acontecimientos ocurridos aquella noche habían afectado profundamente a su hija. Annie siempre había sido una niña muy asustadiza, pero la visita de los Murray la había sumido en un estado de nerviosismo que resultaba evidente para cualquiera que estuviese a su lado. Era incapaz de sentarse y quedarse quieta ni un minuto, y hablaba constantemente y sin ninguna coherencia. Podía mantener tres conversaciones a la vez y la risa nerviosa que tenía era más que suficiente para hacer llorar a su madre. Era la preferida de su padre, la única persona que él verdaderamente quería y ella le correspondía considerándolo lo más grande después de la ascensión del Señor. Resultaba sumamente doloroso ver a Annuncia reclamar la presencia de su padre y, más doloroso aún, no poder decirle la verdad porque aún no estaba preparada para asumirla. Algún día descubriría quién era su padre, ella no tenía por qué decirle nada, por muy tentador que fuese en ciertos momentos. Los Murray ya eran suficiente tema de preocupación para su hija; para su hija y para ella.
¿Qué clase de personas eran los Murray? ¿Quién, en su sano juicio, se dedicaba a aterrorizar a mujeres y niños? ¿Cuál sería su venganza después de haber salido tan mal parados de su primera visita a los Cadogan? Sin embargo, quien más le preocupaba era Danny, pues sabía de sobra que se convertiría en su primer objetivo, justo lo que él quería. Ahora se vestía como un matón, con trajes y botas, ganaba unas cuantas libras y había asumido el papel de cabeza de familia. Un papel que Angélica se alegraba de que hubiera asumido, aunque no era el más apropiado para un niño como él. Sin embargo, también era el que la mantenía alejada de la pobreza y de las calles. De hecho, había conseguido pagar la deuda de alquiler que tenían y le había comprado algunos muebles que jamás hubiera imaginado ni llegar a tener. Era un buen muchacho, un hermano y un hijo generoso, además de un chico muy competente. Big Dan Cadogan había dejado un vacío en sus vidas que ese muchacho trataba de llenar librándola a ella y a sus hermanos de todas las responsabilidades. Sin embargo, lo tenía difícil, al igual que ella, su madre, porque se veía obligada a coger todo lo que venía de él.
Danny, su primer hijo, el amor de su vida, se había saltado la adolescencia y había entrado en la madurez repentinamente. Siempre que regresaba a casa lo hacía por las calles traseras, pues sabía que, de no hacerlo, se convertiría en un objetivo muy fácil para cualquiera que quisiese obligarlo a subir a un coche o apalearlo en la oscuridad. Deseaba que las represalias que pensaban tomar contra él ocurriesen lo antes posible, así podría continuar con su vida normal.
La violencia con la que se había enfrentado a los Murray la había dejado consternada. Siempre había sido una luchadora, pero jamás había utilizado un arma, pues no había tenido necesidad de ello. Salvar a sus hijos fue lo que provocó que saliera a relucir ese espíritu defensivo. No obstante, sabía en lo más hondo de su corazón que los Murray no irían, no podrían, atacarla de nuevo. Sería intolerable, y si ella muriese en un atraco, todos los señalarían como culpables. Los Murray lo sabían tan bien como ella, ya que hasta su propia madre, una mujer yugoslava bastante corpulenta, con las mejillas sonrosadas y el cuello arrugado, había reprochado su comportamiento a sus hijos. Las madres eran sagradas, al igual que los niños, y los Murray se habían saltado esas barreras. Sin embargo, al igual que su hijo, estaba deseando que los Murray se decidieran de una vez por todas y pudiesen continuar con su vida.
Danny tomaba el té con Louie en su rato de descanso y, sentados encima de un viejo embalaje, se dieron cuenta de la camaradería tan espontánea que había surgido entre los dos. Danny se sentía agradecido con su jefe por haberse mantenido de su lado, por hacerle pensar que había una luz de esperanza al final del túnel. Sabía que Louie cuidaba de sus espaldas y, puesto que nadie había hecho semejante cosa en su corta vida, se sentía profundamente agradecido.
El desguace tenía ahora un aspecto ordenado que no pasaba desapercibido para las personas que trabajaban allí. En los dos últimos meses, Danny se había encargado de desguazar cada trozo de metal y apilar por separado las piezas de cobre, plomo y hierro. I os coches, la principal fuente de ingresos, estaban por todos lados y las piezas inservibles se habían amontonado formando una enorme muralla de metal. Una vez que se le quitaban todas las piezas, el armazón era totalmente inútil y se introducía en la trituradora que Danny ya manejaba con suma desenvoltura.
Cuando los chatarreros llegaban, se clasificaba de inmediato la carga y se iba apilando en el lugar apropiado, de tal manera que cualquiera que necesitase una pieza pudiera encontrarla con suma facilidad y no tuviera que perder la mañana buscándola. Louie estaba encantado con lo que había hecho el muchacho y, aunque el desguace era sólo una tapadera para sus otros muchos negocios, estaba satisfecho de que resultase mucho más rentable gracias a sus esfuerzos. También le había enseñado a negociar con los chatarreros, y Danny mostraba un talento especial para eso, pues sabía reconocer de inmediato lo que era inservible de lo que resultaba valioso. No sólo era fuerte como un toro, sino también más astuto de lo que la gente creía. Era capaz de hacer un buen trato y, además, hacerle pensar a la otra parte que había salido ganando. En su oficio, eso era una cualidad sumamente importante.
Danny había incluso empezado a reunir material por su cuenta. Louie le pagaba una comisión por ello y vio el entusiasmo que mostraba el muchacho por poder ganarse algunas libras por su cuenta. Era un requisito necesario en su mundo, una necesidad que te llevaba a hacer buenos negocios, a obtener unas ganancias extras en cualquier trato. Los coches eran un negocio muy distinto, pero a Danny, al igual que a cualquier otro joven, le gustaba cualquier cosa que tuviera cuatro ruedas, y sabía reconocer cada pieza. La mayoría de las veces, su negocio se basaba en atender a algún joven que andaba buscando un tubo de escape o alguna pieza de la caja de cambios. Antes de llegar Danny, Louie tenía que quedarse con ellos para asegurarse de que no le robaban nada, pero ahora él se encargaba de acompañarlos, de hablar con ellos y, en la mayoría de los casos, encontraba la pieza que andaban buscando en cuestión de minutos.
En pocas palabras, era una tranquilidad para Louie poder contar con él, además de que le agradaba su compañía. Apreciaba al muchacho, admiraba su ética laboral y el hecho de que le estuviera dando de comer a toda su familia sin alardear de ello. De hecho, jamás lo mencionaba y se limitaba a trabajar, coger su sueldo y regresar al día siguiente. Era el hijo que todo hombre quisiera tener y, sin embargo, su padre lo había abandonado a su suerte, a pesar de que con seguridad se habría enterado de lo sucedido a los Murray. Por eso se había ganado la admiración de todos los que vivían en el Smoke, e incluso los peces gordos del norte de Londres hablaban de él.
Aun así, Louie continuaba cuidando de la seguridad del muchacho y procuraba enterarse de con quién trataba, pues quería tener la seguridad de que los Murray no le tendieran una trampa. Eran famosos por sus triquiñuelas y, mientras tomasen represalias contra Big Dan Cadogan, no les sucedería nada.
Al fin y al cabo, ese par de mierdosos se lo habían buscado y, por fin, alguien les había dado de su propia medicina. El hecho de que fuese un muchacho y una madre los debía de irritar enormemente, pero así son las cosas. Cualquier persona normal, después de semejante humillación, habría tratado de pasar desapercibida y modificado sus hábitos empresariales.
Danny se había ganado la aprobación de todo el mundo porque era inocente, defendió a su familia y, además, no había huido, sino que se había quedado a la espera de que la situación se resolviera definitivamente. El muchacho las tenía todas consigo y sólo un hombre de la calaña de Big Dan se habría ocultado al ver que intimidaban a su familia. El padre de Danny continuaba desaparecido y eso era algo que nadie perdonaría y, mucho menos, olvidaría. Especialmente el joven que estaba sentado a su lado.
Svetlana Murray estaba tan preocupada como su homóloga irlandesa. Sabía que si los hechos se repetían, ella podría recibir un ataque similar. Era igual que la ley: una vez que se sentaban ciertos precedentes y se aceptaban como algo cotidiano, el hábito se convertía fácil mente en norma. Tratándose de recaudar deudas, las mujeres y los niños quedaban al margen de eso. Sin embargo, sus hijos habían transgredido esa ley no escrita y, por tanto, debían asumir las consecuencias. La gente empezaba a darles de lado y ellos se daban cuenta. Incluso los que se llamaban amigos empezaron a ignorarles. Al parecer, sus hijos se habían extralimitado en esta ocasión y, en opinión de todos, se habían pasado de la raya. Aun así, habían pagado un terrible precio por su fechoría, pues les quedarían cicatrices para el resto de su vida. Su hijo menor fue el más afectado por las quemaduras del agua hirviendo y estaba convencida de que el odio que sentía por Danny era lo único que le mantenía en pie. Walter, por el contrario, estaba dispuesto a agachar la cabeza y olvidar el asunto. Era Wilfred quien no se olvidaba de él ni por un instante. Al igual que la mayoría de los hombres bajitos, su padre incluido, siempre estaba dispuesto a demostrar quién era, por eso los consejos que su madre le daba sobre la empatía general que se habían ganado los Cadogan parecían caer en saco roto.
Su carácter irlandés era la única explicación que encontraba para que su hijo se negase a ver el error que había cometido al intentar atacar a los Cadogan. Walter siempre había sido el más pacífico y Wilfred el más rencoroso. Desde niños había sido así; si discutían por alguna razón, Wilfred aguardaba su oportunidad y, cuando nadie lo esperaba, se vengaba de su hermano, normalmente con intereses. Ahora, sin embargo, ese don peculiar suyo de buscar camorra podría ser la razón de que la familia se rompiera y no estaba dispuesta a permitírselo. Ella amaba a sus hijos pero, al igual que todo el mundo, no sentía ninguna simpatía por ellos.
Michael Miles esperó a las puertas del desguace hasta que se hizo de noche. Fumaba el último Dunhill que tenía y lamentó no haber traído otro paquete de su escondite. Mientras aplastaba la brillante colilla, oyó que su amigo se despedía de sus compañeros, así que, dibujando una sonrisa, se preparó para lo que había venido a hacer.
Danny lo reconoció de inmediato y se detuvo. Michael vio la cara de enfado que puso su amigo y dijo:
– ¿Qué pasa? ¿Nos hemos peleado y yo sin enterarme?
Danny suspiró pesadamente.
– Hazme un favor, Mike. Móntate en tu puñetera bici y lárgate.
Era una expresión que habían utilizado toda la vida, móntate en tu bici o súbete a tu coche. Y normalmente era un comentario divertido, no una crítica. Lo más cerca que habían estado de cualquier clase de transporte era cuando robaban alguno para entretenerse por las tardes y, aun así, preferían devolverlo antes de venderlo o desguazarlo. Ambos pensaban que robarle las ruedas a alguien no era un acto demasiado legítimo, pero, de haber tenido la suerte de tener una bicicleta, hubieran comprendido que alguien la cogiese prestada unas cuantas horas. Prestada sí, pero no robada.
Los dos muchachos se miraron entre sí, ninguno de ellos dispuesto a ceder, pero sin saber tampoco cómo enmendar la situación. Desde que los Murray habían hecho acto de presencia en casa de Danny, éste lo había ignorado por completo y eso le dolía.
– Tú eres mi mejor amigo, Danny. Tus problemas son mis problemas.
Michael vio la mirada de enfado que tenía su amigo, pero aún así continuó hablando:
– Lo único que quiero decirte es que no estás solo y estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí, colega. ¿No es así?
La pregunta merecía una respuesta.
– Yo no necesitaría hacer eso por ti. A ti jamás te habría ocurrido algo así. Cuando todo esto explote, y lo hará, lamentarás haberte metido por medio, así que usa la cabeza.
Danny miró a su mejor amigo. Al igual que él, tenía el pelo moreno, pero estaba dotado de una desenvoltura y un don especial para sonsacar cualquier cosa que quisiera saber. Al contrario que Danny, no era un luchador nato, ni un antagonista por naturaleza. Por eso, ambos formaban un equipo.
Michael sonrió y eso le hizo cambiar de expresión por completo. Su sonrisa era su mejor arma, aunque no lo supo hasta muchos años después.
– Es posible, Dan, pero hemos sido colegas desde niños y, si me das de lado, me acomplejaré.
Danny se rió sin ganas.
– Entiéndelo, Mike. Tú ya sabes cómo funcionan las cosas.
Danny levantó las manos, haciendo un gesto de súplica.
Michael sonrió de nuevo al saber que, por fin, habían llegado a un entendimiento.
– ¡Que les den por el culo a los Murray! Al fin y al cabo, son sólo medio irlandeses, así que ¿para qué preocuparse?
Los dos se rieron, contentos de haber recuperado su amistad, pero también preocupados por las consecuencias que eso pudiera traer.
– ¿Crees que estará muerto?
Danny suspiró con resignación y evitó responderle a su madre con honestidad. Personalmente, deseaba que el cabrón de su padre estuviese muerto, porque así la deuda desaparecería con él y toda aquella mierda se acabaría de una vez por todas, lira precisamente aquella espera la que le estaba sacando de quicio, la que le estaba provocando tanta ansiedad. Se encontraba en tal estado que hasta recibiría de buen grado la venganza de los Murray con tal de poner fin a aquella situación. Por supuesto, no dijo lo que pensaba, pero le contestó con una cólera contenida y con un tono de voz más elevado de lo normal, acompañado de la usual irritación que siempre le provocaba esa pregunta.
– Por supuesto que no, mamá. Estará escondido en cualquier sitio. Tú ya le conoces y, cuando esté seguro de que las cosas se hayan solucionado, se presentará como si nada hubiese sucedido. Y lo que es peor, tú te encargarás de que nadie le hable del asunto, no vaya a ser que se ofenda, y ni tan siquiera le pedirás explicación alguna.
El tono de disgusto en la voz de Danny no pasó desapercibido para Angélica Cadogan, pero no le pegó un sopapo por el nuevo estatus que había adquirido en la familia. Si no hubiera sido por él, la familia se habría hundido en la miseria, de eso estaba segura; pero que trabajase tanto, le hacía sentirse tan culpable e inútil que a veces no podía evitar sentir un enorme rechazo por él. No era normal que una madre asumiese un papel tan sumiso ante un chico tan joven, un chico al que ella había parido y criado, un muchacho que se había convertido repentinamente en el azote de la familia. En los meses que habían transcurrido desde la desaparición de su marido, Danny no sólo había saldado todas sus deudas domésticas, sino que las había puesto al día. Sin embargo, durante ese proceso se había convertido en un chulo que la cuestionaba en asuntos que eran solamente de su incumbencia, como la limpieza de la casa, su forma de cuidar a los niños o su manera de gastar el dinero que le daba con cierta regularidad. Era demasiado joven y su juventud era precisamente la razón por la que pedía algo a cambio de lo que daba. Su nuevo papel como cabeza de familia era como una obra de teatro. Una obra de teatro terrorífica porque había asumido el papel de lo que él consideraba que debía ser un padre, y como no había tenido ninguno de modelo, eso estaba causando una infinidad de problemas a toda la familia. Era como una caricatura de lo que un padre debería ser, pero Ange no podía contradecirlo porque necesitaba el dinero que aportaba a la casa.
Para ser sinceros, jamás había vivido tan holgadamente. Saber más o menos la cantidad que iba a recibir cada semana para la manutención de la casa había cambiado su forma de proceder, pero la insistencia de su hijo en querer saber en qué había gastado cada penique le estaba empezando a resultar más que irritante. La hacía sentirse incómoda y la sacaba de quicio cuando lo tenía cerca. La hacía sentirse avergonzada de las menudencias en que gastaba el dinero, pero ¿quién no necesita echar un traguito cuando se está tan agobiado de problemas como ella? ¿Quién no necesita tomarse una copa para pasar las noches sin que haya un hombre que te arrope? Ange parecía haber olvidado que Big Dan era un completo inútil que jamás había asumido el papel de padre, salvo para apalearlos, a ella y a sus hijos, dependiendo de lo borracho que estuviera.
Danny suspiró y trató de poner un tono más amistoso en su voz antes de decir razonablemente y con la mayor sinceridad del mundo:
– Si estuviera muerto, nos habríamos enterado, mamá. La bofia ya se habría encargado de informarnos, ¿no crees? No se puede decir que no le conozcan, pues se ha pasado media vida en chirona y lo conocen mejor que nosotros.
Angélica no respondió, ya que la sinceridad de aquellas palabras hizo mella en su terquedad. Se sentó en la mesa de la cocina y, con una tristeza y un tono lastimero que hizo que Danny se sintiera aún peor, dijo:
– Estoy preocupada por él, Danny. Después de todo, es mi marido y tu padre.
Su hijo la miró fijamente. Angélica se dio cuenta de que se sentía muy decepcionado al ver que deseaba que regresase su marido a pesar de ser el causante de su actual situación. Danny, sin embargo, no entendía lo que significaba el matrimonio y el compromiso para las personas de su generación.
Danny Cadogan sonrió con tristeza:
– En cualquier caso, si vuelve, más le vale que se atenga a mis normas porque no estoy dispuesto a soportar más estupideces de su parte.
Luego, dando rienda suelta a su cólera, añadió:
– Es tu última oportunidad para que pienses primero en tus hijos, porque si no lo haces, te juro por Dios que cojo la puerta y te dejo más sola que la una. Y te digo otra cosa: si aparece el viejo, primero tendrá que vérselas conmigo, y te aseguro que no se lo voy a poner nada fácil. Es un mentiroso, un chulo de putas y no pienso olvidar que ha sido el causante de todos nuestros problemas. Para serte sincero, si supiera dónde está, yo mismo se lo serviría en bandeja a los Murray con tal de librarme de ellos. Las personas sólo te hacen lo que tú permites que te hagan, eso es lo que me has enseñado toda la vida. Pues bien, viviendo contigo y con él he aprendido mucho de eso.
Ange no le respondió, pues no sabía qué decir.
Louie Stein se sirvió la copa matinal, la copa grande de brandy que solía tomar después del café y que denominaba su «despertador». Su esposa vio lo que hacía y miró al techo con resignación, pero no hizo comentario alguno. Louie, no obstante, percibió que se molestaba y, por esa razón, añadió más licor a la copa, considerando que, si se molestaba, al menos que fuese con razón.
Ella le sirvió su acostumbrado desayuno: un huevo escalfado y una rebanada de pan con mantequilla. Louie, luego, hizo lo que solía hacer siempre: empujar el plato y encender un cigarrillo. Amaba a su esposa. Era una buena mujer, pero también comprendía que el matrimonio llegaba a un punto en que la única excitación que sentía la pareja surgía cuando estaban en desacuerdo. Él lo sabía y, de hecho, hasta lo recibía de buen grado. Los silencios de la juventud habían hecho mella en ambos, por eso una buena bronca de vez en cuando aireaba la atmósfera y los hacía sentir de mejor humor. Después de tantos años de convivencia, lo único que tenían en común eran sus resentimientos, reales o imaginarios.
– ¿Piensas decírselo al muchacho?
Se encogió de hombros despreocupadamente y echó la ceniza sobre los restos del huevo escalfado, cosa que normalmente era motivo de fricción. Aquella mañana, sin embargo, Sylvia Stein lo ignoró a sabiendas de que su marido prefería derivar la conversación hacia cualquier otro tema. Pues bien, no estaba dispuesta a permitírselo, pues estaba sumamente interesada en ver cómo reaccionaría. Le llenó de nuevo la taza de café y, por primera vez en su vida, también la copa de brandy. Luego se sentó a la mesa, colocó los codos encima de ella, reposó la cabeza en las manos y, arqueando las cejas cómicamente, dijo:
– ¡Dios santo, Louie! ¿Piensas sacarme de esta incertidumbre?
Su risa fue genuina. Su esposa esperaba que al menos le preguntase, consultase con ella para ver qué pensaba hacer con la información que poseía. Una información que le había suministrado porque su hermana Irene era una de esas personas que se enteran de todo y, por desgracia, también lo cuentan.
Walter Murray se estaba recuperando. Lo supo porque, por primera vez en muchos meses, se había despertado de forma espontánea y no por el dolor. Se miró en el espejo de la cómoda y tuvo que admitir que no tenía mucho peor aspecto que antes. Al contrario que Wilfred, sabía cuándo había llegado el momento de dar por zanjado un asunto y, al igual que su madre, tenía la certeza de que sus acciones se verían muy limitadas.
El muchacho, el hijo de Cadogan, se había limitado a proteger a los suyos, y el hecho de que fuese tan sólo un niño había calmado de alguna forma su rabia, todo lo contrario que a su hermano. Wilfred deseaba aniquilarle y consideraba su muerte como la única salvación posible, pues era incapaz de darse cuenta de que cualquier clase de venganza complicaría más aún sus vidas.
Su reputación los había precedido. Hasta la fecha, siempre les habían tolerado que se quedasen con el dinero o las posesiones de los desvalidos, pero ahora, gracias a ese muchacho y a su puñetero ángel de la guarda, Louie Stein, se habían convertido en el enemigo público número uno. Por eso, en lugar de descubrir el paradero de su padre, cosa que sucedería más tarde o más temprano, pues los mierdecillas como ése siempre terminan regresando al nido, lo único que podían hacer era tratar de enmendar la situación, cosa que para Wilfred resultaba muy difícil de asimilar.
Wilfred se miró en el espejo y observó las lívidas cicatrices de color rojo que siempre le recordarían aquella fatídica mañana, y no sólo a él, sino a todo el que lo mirase, por eso tuvo que hacer un esfuerzo por contener las lágrimas. Habían sido derrotados por un puñetero niño, un adolescente al que ahora todos consideraban un tipo de cuidado y del que no dejaban de hablar porque lo veían como un serio oponente para el futuro. La firme actitud que había mantenido el muchacho defendiendo a su familia le había proporcionado un lugar entre los más grandes y, lo peor de todo, se había ganado la atención de los capos del Smoke.
El muchacho se había hecho de unas espléndidas credenciales antes de que le saliera la barba y se había forjado una seria reputación por haber defendido a su familia. Todo el mundo se fijaba en él porque tenía carácter y potencial, además de que se había ganado el respeto de todos los que le conocían. Wilfred debía asumir la situación antes de que se le fuese de las manos.
Big Dan no se sentía gran cosa últimamente. Su decisión de desaparecer no había dado los resultados esperados. Aunque sabía que hacerse el sueco y no pagar la deuda no era lo más adecuado, tuvo la ilusión de verse a sí mismo libre de todos sus lazos, su esposa y sus hijos incluidos. Se había visto a sí mismo como un hombre soltero y libre, sin los problemas que acucian a un hombre casado. Se vio en un hermoso piso para él solo, con algunas libras en el bolsillo y una nueva chica que cuidase de él. Sin embargo, como casi todo lo que había anhelado en la vida, jamás se haría realidad, pues era incapaz de dejar de jugar, incapaz de asentarse en Liverpool e incapaz de pasar por la puerta de un garito de putas sin resistir la tentación de entrar.
Ahora se encontraba de nuevo en el Smoke y la querida que había tenido durante varios años había descubierto, como otras muchas antes que ella, que la fantasía de poseer el marido de otra era mucho mejor que la realidad. Sin embargo, lo peor de todo era que su hijo, ese maldito inútil, se había enfrentado a los Murray y, con ese acto de valentía, se había convertido en un héroe local. En otro momento le habría resultado irrisorio, pero ahora no le provocaba la más mínima gracia.
Louie Stein observaba a Danny mientras operaba con la máquina trituradora. Su viejo amigo y empleado Cedric Campbell le había enseñado a utilizarla, y ahora la manejaba con tal destreza que se daba cuenta de lo torpe y viejo que estaba su amigo. Le pagaba un sueldo fuera de lo normal y Cedric trabajaba con él por esa misma razón. ¿Pero qué podía hacer? La edad tenía la mala costumbre de adueñarse de las personas. Cuando menos te lo esperabas, te veías hecho un viejo y metido en el asilo. Era cruel, pero un hecho inevitable en esta vida.
Se había enterado de muy buena fuente de que el padre del muchacho estaba oculto en un piso en Hoxton, esperando la oportunidad de integrarse de nuevo en la llamada sociedad, cosa que sucedería, por supuesto, cuando se sintiese seguro y su hijo hubiese suavizado las cosas. La deslealtad y los tejemanejes familiares jamás le dejaban de sorprender. No comprendía cómo la gente más cercana podía traicionarte con una sonrisa y sin dudarlo siquiera, pero era algo que había presenciado en repetidas ocasiones.
Que el padre entrase de nuevo en escena y que sólo fuese una cuestión de tiempo que hiciera acto de presencia, le resultaba difícil de entender. No sabía qué debía hacer, si decírselo al muchacho y advertirle de lo que pasaba o mantener la boca cerrada y esperar a ver qué sucedía.
Era probable, y sólo probable, que Big Dan Cadogan volviera a las andadas y se podría evitar un desastre aún mayor.
Suspiró y, después de guiñar un ojo a Cedric, le hizo señas con las manos a Danny para indicarle que deseaba hablar con él en la oficina. Danny detuvo la trituradora al instante y se dirigió a la destartalada caseta que les servía de santuario contra la bofia, los chatarreros y, con frecuencia, el mundo en general.
La chatarrería no era un negocio que fomentase la amistad con la competencia, ni tampoco resultaba demasiado glamoroso para el sexo opuesto. La chatarrería era una fuente de ingresos, pero sólo para las personas que sabían cómo descargarla sin dañarla y estaban dispuestos a servirla con una puntualidad que les garantizase cierta clase de confianza. Un desguace tenía que llevar muchos años funcionando antes de ser rentable para los delincuentes y para ser considerado una empresa establecida. El propietario de un desguace debía ser una persona con capacidad para tratar con todas las clases sociales y, lo más importante, con la pasma, y hacerlo sin levantar sospechas. Era una línea muy delgada que no se podía rebasar, además de una situación muy engorrosa para una persona que no tuviera don de gentes.
La chatarrería significaba un buen dinero, una buena fuente de ingresos y un negocio rentable que permitía muchos chanchullos en la contabilidad, además de permitirte tener el tiempo que se precisa para establecer una fructífera y larga relación con una enorme diversidad de empresarios. En pocas palabras, la chatarrería era un buen negocio, pero sólo se sacaría la mayor rentabilidad si la persona que lo dirigía tenía el cerebro y el instinto para reconocer un buen trato al instante, y la suficiente sensibilidad para invitar a un buen whisky después de realizarlo. El joven Danny era la persona indicada, pues se sentía como en casa en el desguace y vislumbraba un buen negocio a kilómetros de distancia. Y lo más importante de todo: estaba interesado en su comisión.
Louie tenía que decidir si mantener la boca cerrada o llevarle por un camino que resultaba más retorcido que el hombre que lo había parido.
Angélica Cadogan estaba sentada en la mesa de la cocina, la «nueva» mesa que había comprado su hijo y que le echaba en cara a cada instante. Deseaba que su hija se quedase en casa, que no tuviese que ir a esa escuela donde lo único que parecía aprender eran groserías y donde siempre estaba causando problemas con todas las personas que se relacionaban con ella. Angélica tenía el rosario en la mano, pues a veces hacía pequeñas peticiones a lo largo del día, convencida de que no serían ignoradas. Jamás había creído que sus oraciones sirviesen para que su marido regresase a casa o le fuese fiel y sabía que tenía tantas probabilidades de que algo así sucediese como de que le tocase la lotería. Sin embargo, se sentía muy inquieta, incapaz de relajarse por un instante. Jamás se había sentido así en su vida. Era como si estuviese esperando algo, pero no sabía qué.
Los golpes que dieron en la puerta fueron bien recibidos, pues al menos le dieron algo que hacer. Se levantó de la silla bruscamente y llegó hasta la puerta en breves segundos. Cuando la abrió, se quedó muda al ver quién estaba en la entrada. Wilfred Murray le sonrió, enseñando sus dientes largos y amarillentos y sus enormes encías. La seguridad social era gratuita en su país, incluido el dentista, pero hasta la fecha jamás había visto unos dientes tan desgarradores como aquéllos.
Wilfred entró en el piso antes de que ella pudiera darle los buenos días, parpadear o rascarse el culo.
Michael Miles entró en el desguace pasadas las tres y veinte, algo temprano incluso para él. Louie lo saludó con indiferencia. Al ser un buen amigo de Danny, solía verlo con frecuencia. Parecía un chico agradable, con un cerebro analítico que podía proporcionarle muchas ganancias si sabía cómo desarrollarlo. Era un ladrón nato, pero no un ladrón de bancos, sino de libros, una diferencia que resultaba patente para cualquiera que tratase con él. El muchacho podía hacer operaciones matemáticas más rápidamente que una calculadora y le gustaban las matemáticas de la calle, un don para cualquiera que quisiese ganarse una comisión sin tener que pagar impuestos. Stein sabía que ambos formaban un equipo ganador y esperaba que, cuando llegase ese día, ambos estuviesen de su lado. Danny tenía los requisitos necesarios para encargarse de sus negocios y Michael la sagacidad para ocuparse de los números, pero también la personalidad para dedicarse al mundo delictivo. Poseía el don de percatarse de un buen negocio, pero no la resistencia necesaria. Su idea de un fondo de pensiones sería una cuenta bancaria en algún lugar remoto y un piso cuya existencia no conociera ni su esposa.
Esos dos jóvenes se habían convertido en su único contacto con el mundo real. Verlos crecer y madurar era lo único que impedía que se pegase un tiro con una de las pistolas que alquilaba a diario o se metiera dentro de la trituradora. Era depresivo por naturaleza y lo sabía. Un hombre en su posición necesitaba de un hijo que diera sentido a sus últimos años. Estaba pensando dejarle todo el fruto de su vida a uno de los maridos de sus hijas, al mismo tiempo que rogaba al cielo que le concediese un nieto. Tener un hijo y perder esa oportunidad era algo vergonzoso, casi un delito. Vio el semblante tan serio que se le ponía a Danny mientras hablaba con Michael y se dio cuenta de que la noticia de que su padre había hecho acto de presencia en el mundo había llegado a oídos de todos. Cada día sentía más aprecio por el joven Michael.
Wilfred no estaba seguro de lo que debía hacer ahora que estaba frente a la madre de su mayor enemigo. De hecho, las palabras de advertencia de su madre, junto con la presencia de esa mujer y su tos nerviosa, le hicieron pensar por primera vez en muchos años que quizá se había equivocado.
Su madre le había comentado que atacarle con el hacha era justo lo que ella habría hecho para proteger a sus hijos. Una madre tenía la obligación de cuidar de sus hijos, puesto que, habiendo tan pocos padres buenos, la única persona en la que un hijo podía confiar era la mujer que lo había parido y amamantado. Pues bien, ahí estaba él delante de una persona a la que, en otro momento, se hubiese sentido encantado de llevarle la bolsa de la compra.
Angélica estaba aterrorizada, pero no por eso dejaba de buscar algún tipo de arma con que defenderse. Ese hombre no iba a acercarse a sus hijos sin pasar antes por encima de ella. Una vez más maldijo a su marido y su manía de jugar, esa manía que siempre le había causado tantos problemas. Era como rezar, pues había maldecido con tanta asiduidad a su marido que era capaz de hacerlo mientras pensaba en algo completamente distinto. Ese descubrimiento la irritaba tanto como la complacía.
Wilfred, sin embargo, estaba desconcertado. Ahora que estaba allí no estaba seguro de poder satisfacer sus deseos sin esperar que las consecuencias recayeran sobre su propia familia.
Angélica se percató de lo indeciso que estaba y, con suavidad, le dijo:
– Muchacho, vete a casa. Mi marido no se merece todo esto.
Wilfred aún estaba de pie y Angélica se dio cuenta de que continuaba dudando sobre lo que debía hacer. Gracias a su marido y su hijo, su mundo había explotado en mil pedazos; ni una bomba nuclear habría causado tantos daños.
– ¿Te apetece una taza de té, hijo?
– ¿Estás seguro de que ya ha salido de su escondite, Mike? No puedo imaginármelo andando de nuevo por las calles.
Mike asintió; los ojos le brillaban de rabia.
– Mi madre me lo dijo y tú ya la conoces. Sabe más que los de la Brigada Criminal. Según tengo entendido, lo han visto por Hoxton, en casa de una de sus queridas. Saldrá de su agujero ahora que has resuelto el asunto. Seamos claros: nadie permitiría en este momento que los Murray se tomasen la justicia por su mano.
Danny no estaba tan seguro de eso. Su padre se había ganado algunos enemigos en los últimos años y, por mucho que se dijera, una deuda era una deuda. Puede que no estuviese bien visto que los Murray reclamasen el dinero adeudado a una mujer y sus hijos, pero que se lo reclamasen al padre era algo muy distinto. De hecho, Danny estaba hasta dispuesto a ser él mismo quien se lo sirviera en bandeja a los Murray, con tal de poner fin a la situación y obligar a su padre a aceptar las consecuencias de sus actos.
– Debo advertir a mi madre y luego veremos qué sucede. Puede que sólo sea un chisme de tu vieja.
Salieron juntos del desguace mientras Louie los observaba con cierto alivio. De una forma o de otra, se resolvería la situación.
Danny y Michael entraron en el piso con cautela, ambos en tensión, pero tratando de parecer despreocupados. Esperaban encontrarse con Big Dan Cadogan, como le gustaba que le llamasen, sentado en una silla y tan pancho como siempre. Sin embargo, se dieron de cara con el más bajito y más rastrero de los hermanos Murray. Danny, en voz alta, dijo:
– ¿Es una visita social o necesitamos sacar las pistolas?
Wilfred Murray se encogió de hombros al tiempo que se percataba por primera vez de la extrema juventud de ambos muchachos. Se fijó en sus musculosos y robustos cuerpos y se dio cuenta de que Danny se convertiría en alguien que resaltaría por encima de los demás, alguien que inspiraría respeto. Al contrario que su hermano y que él mismo, Danny Boy Cadogan gozaba de un carisma del que ellos carecían y que con los años se haría más pronunciado; no había duda de que dejaría su huella. La ironía de ese pensamiento no pasó desapercibida para Wilfred, pues aún sentía la tirantez de la piel quemada, además de que el dolor de las heridas que le había infringido estaba tan reciente que se sintió mareado.
Wilfred no estaba seguro de por qué estaba allí. Era un piso pequeño, atestado de gente y, al igual que el de su infancia, eclipsado por un chulo que prefería gastarse el dinero en la barra de un bar antes que llevarlo a su casa. No obstante, se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado el aspecto del lugar desde su última visita. Reinaba una atmósfera distinta, estaba impecable y hasta olía diferente. De hecho, le recordaba a su propio hogar cuando su padre estaba en chirona y ellos podían finalmente relajarse.
Wilfred sonrió.
– He venido por tu viejo. Según tengo entendido, lo han visto por ahí.
Danny cogió a su madre del brazo y la sacó sin demasiada amabilidad de la cocina. Michael y Wilfred la oyeron protestar mientras su hijo la conducía hasta el salón.
– Quédate aquí, madre. Y por una vez en la vida, haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Se oyó el portazo de la habitación en la quietud del apartamento.
Cuando regresó a la cocina, Danny dibujó una sonrisa.
– Si averiguase dónde está el viejo y te lo dijese, ¿nos dejarías en paz?
Wilfred asintió con astucia. Las cosas estaban saliendo mejor de lo que esperaba.
– Mike te dirá dónde se encuentra, pero antes tienes que prometerme una cosa, Wilfred.
Wilfred soltó una carcajada.
– Pídeme lo que sea. Ahora te has convertido en toda una estrella.
Danny sonrió.
– Cuando le veas, prométeme que le darás una paliza que lo deje tullido.
Wilfred rió de nuevo, pero aún más alto.
– Te lo prometo, colega.
Danny dejó de reír.
– No estoy bromeando. Quiero que le hagas daño de verdad, que le rompas las costillas, porque si no lo haces tú, lo haré yo.
Wilfred y Michael se miraron entre sí, desconcertados y sin saber cómo reaccionar ante un odio tan acuciado.
– Y le dirás que he sido yo quien le ha delatado. Asegúrate de que sepa que he sido yo quien te lo ha servido en bandeja.
Wilfred asintió de nuevo, sin saber con seguridad qué respuesta debía dar.
Danny Boy se sentía de buen ánimo y, cogiendo a su hermana de la mano, entró en una cafetería Wimpy. Jonjo le seguía en silencio. Al igual que su hermano, estaba demasiado desarrollado para su edad, además de tener el pelo oscuro y espeso tan peculiar de los Cadogan. Una vez dentro, acomodó a sus hermanos y, dirigiéndose a los camareros, les dijo en voz alta:
– ¿Qué cono pasa aquí? ¿Estamos de vacaciones o qué? Me han sajado granos con más premura de lo que sirven aquí.
La gente se rió al ver el tono tan jovial con el que hablaba, además de que ya conocían su ingenio. Un muchacho turco se acercó a la mesa inmediatamente.
– ¿Qué desean tomar? -preguntó.
Por el tono de voz empleado por el camarero, Annuncia se dio cuenta del respeto que inspiraba su hermano y decidió sacarle provecho.
– Tráeme una hamburguesa y un batido.
Danny miró a su hermana menor y se quedó maravillado por su capacidad para percatarse de la situación tan rápidamente y saber aprovecharla. Jonjo, como siempre, permanecía callado y Danny pidió por él.
– ¿Te encuentras bien, Jonjo? -preguntó Danny.
Su hermano se encogió de hombros y Danny se dio cuenta de que mientras su hermana vestía un uniforme nuevo, él iba vestido con ropa usada, con la misma ropa que él había usado muchos años. Sintió pena de que su hermano tuviera que vestir como los demás niños pobres, pena de que todos estuvieran maldecidos por un padre al que ninguno de ellos le importaba un comino. Y pena porque él no se había dado cuenta de la situación de apuro en que se encontraba su hermano. Danny tenía catorce años y a esa edad ya había comprendido que la forma de vestir lo decía todo. Si uno vestía bien, repartía unas cuantas libras y trataba amigablemente a la gente, la gente automáticamente empezaba a tratarte mejor. Se había dado cuenta de que, desde que trabajaba con Louie Stein y estaba en posición de comprarse ropa nueva, pagar las deudas domésticas y aun así ahorrar algunas libras, su concepto de sí mismo había cambiado por completo.
Ahora, con sus hermanos a su lado, alimentándolos y cuidándolos mientras su padre se desentendía de todo, la vida le pareció llena de oportunidades. Era la primera vez que se sentía así de animado. Su padre lo había introducido en el mundo real y le estaría eternamente agradecido por ello. Pero también le había arruinado la vida, la suya y la de sus hermanos. Ahora, si todo transcurría como estaba planeado, vería cómo su padre recibía su merecido. ¡Qué maravilloso final para una situación tan horrible! Odiaba a su padre con toda su alma, odiaba su egoísmo y su despreocupación por sus hijos. Odiaba su forma de tratar a su madre, la misma que aún seguía queriéndole a pesar de que él no mostraba el más mínimo deseo por ella, a pesar de que sabía que prefería estar con una fulana de Hoxton bizca y con el pelo desteñido. El odio se acrecentaba en su interior, pero él le daba la bienvenida, pues, mientras odiase, al menos sentiría algo. Su hermano le observaba atentamente. Danny, con desenfado, le guiñó un ojo y le dijo:
– Jonjo, mañana no hay escuela. Nos vamos de compras. Vas vestido como un puñetero vagabundo.
Jonjo sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos, lo único decente que habían heredado de su padre.
– Gracias, Danny. Te lo agradezco de veras. El padre Patrick se pasa el día regañándome por eso.
El rostro de Danny se ensombreció.
– ¿Eso hace? ¿Quién coño se ha creído que es?
Jonjo sintió la primera oleada de temor.
– Dan, no te preocupes. No lo hace con mala intención. Annie miraba a sus hermanos maravillada y se dio cuenta, antes que Jonjo, de que el padre Patrick lamentaría el día que le pusiera las manos encima a uno de los Cadogan.
Louie Stein esperaba a Danny cuando llegó al trabajo. Danny, en cierto sentido, también había esperado algo parecido, pues sabía que Louie pretendía que no olvidase aquel día. Louie sabía de dónde venía y compartía el absoluto desprecio que sentía por su padre y sus payasadas. Danny, al entrar en la oficina, sonrió.
– ¿Qué es lo que sabes?
Louie le respondió con una sonrisa, una sonrisa amarga y retorcida que decía más de lo que creía.
– Pequeño cabrón. Por lo que veo has vendido a tu padre.
Danny no le respondió, pues sabía que Louie no esperaba una respuesta de su parte. Así funcionaban las cosas: la gente decía lo que se le antojaba y tú dejabas que pensasen lo que quisieran. Mientras no dieras una respuesta inadecuada, todos contentos.
– Lo has hecho muy bien, hijo. Le has dado a todo el mundo una lección de relaciones públicas y de venganza justificada, todo el mundo ha salido ganando.
Danny continuó sin decir nada.
– Se lo llevaron a la parte vieja de Londres la noche pasada, por si quieres saberlo. Los Murray le dieron lo suyo, pero imagino que él ya se lo esperaba. Ahora de nuevo está recluido, por decirlo de alguna manera, pero más viejo, más sabio y en una agonía horrible.
Louie se rió de nuevo. Luego prosiguió:
– ¡Puñetero quinceañero! Has sabido ponerlo en su sitio. Me alegro de no tenerte en mi contra. Te prepararé un té y un sándwich de queso y, si te portas bien, te dejaré salir más temprano.
Danny le sonrió en señal de agradecimiento y salió satisfecho de la oficina de su mentor. Esperaba que los Murray le hubiesen dado un castigo severo, pues su vida dependía de eso. Si su madre apreciaba a semejante mierda, al menos se aseguraría de neutralizarlo. De esa forma, al igual que un gato callejero, aprendería a quedarse quietecito en casa.
Big Dan respiraba con dificultad mientras su esposa rezaba a su lado con fervor. Estaba en muy mal estado, de eso no cabía duda, pero saldría de ésa, de eso también estaba segura. Le habían apaleado, pateado y roto los huesos y le pedía a Dios que también el alma. Deseaba que regresase a casa por eso de las apariencias, para dejar con un palmo de narices a todas las putas con las que se había mezclado durante sus años de matrimonio. Era su esposo por derecho propio y, si la paliza que le habían propinado le hacía cambiar, bien llegada sería. No era estúpida y sabía que su hijo estaba detrás de ese asunto, pero también sabía que lo había hecho para que recuperasen la paz y la tranquilidad. Un hombre incapaz de moverse era un hombre condenado a quedarse en casa. Si no por voluntad propia, obligado por las circunstancias.
Danny jamás le perdonaría a su padre el haber causado tantos problemas a la familia y, sinceramente, no se le podía culpar por ello. Además, había cuidado de ellos, tal y como debía hacer, pues para eso era el hijo mayor. Parte de su obligación estribaba en cuidar de la familia y por Dios santo que lo había sabido hacer muy bien.
Su marido yacía en la cama y, aunque no se iba a morir, al menos era incapaz de moverse sin que le crujieran todos los huesos. Dios era bueno y tenía una forma extraña de resolver las cosas. Después de aceptar otra taza de té de la enfermera, Ange sonrió para sus adentros.
Jonjo, una vez más, estaba pasando una situación un tanto engorrosa. Como de costumbre, el padre Patrick se estaba mofando por el mero hecho de pasárselo bien. El sacerdote tenía una voz profunda que contrastaba con su reducida estatura y, las raras veces que celebraba misa, los oyentes vivían una experiencia sumamente revitalizadora al oír su voz describir la Ultima Cena con una devoción tan profunda que parecía increíble que saliera de su boca, ya que nadie que conociera al padre Patrick podía imaginarlo capaz de sentir tal emoción y fervor.
– Por lo que veo, una vez más tenemos que poner a este criminal en potencia en un rincón para que esconda la vergüenza que suscita su familia. ¿Te importaría mirarme cuando te hablo o eso es pedirle demasiado a un Cadogan? Por cierto, un bonito nombre irlandés que no hace juego con un caso perdido como tú.
Justo en el momento en que Jonjo rezaba para que el hombre que le pegaba cada vez que se le antojaba lo dejase en paz, se abrió la puerta de la clase. Los muchachos, que hasta entonces habían estado riéndose, enmudecieron, al igual que el padre Patrick, que durante unos segundos no podía creer lo que veía.
Luego, con una voz cargada de sarcasmo, dijo:
– ¡Vaya por Dios! Otro Cadogan. Como si no tuviéramos bastante con éste. ¿Qué sucede? ¿Se te ha olvidado dónde vives o es que quieres regresar a la escuela para aprender algo que merezca la pena? Si no recuerdo mal, eras tan torpe que tu hermano a tu lado es casi un Einstein.
El padre Patrick se sentía seguro vestido con sus hábitos, pues tenía la certeza de que muy pocos chicos católicos se atreverían a agredirle. Por esa razón, cuando recibió el puñetazo, le resultó tan inesperado como doloroso. Cayó al suelo, de golpe y limpiamente, y sólo recordó un destello de dolor. Danny Cadogan salió de la clase sin pronunciar una sola palabra. Los alumnos se quedaron impávidos y con la boca abierta mientras el padre Patrick se esforzaba por levantarse del suelo ayudándose de un pupitre. Jonjo se dio cuenta de que a partir de entonces se habían acabado los castigos. De hecho, nunca más se atrevió a hablarle directamente a la cara.
Svetlana Murray abrió la puerta principal y, horrorizada, dio un respingo al ver quién estaba de pie ante su mugrienta entrada.
Wilfred, por el contrario, le dio la bienvenida mientras su madre regresaba a la cocina y aguzaba el oído por si se originaba algún problema. Walter miró al muchacho con recelo y, aunque sabía que le había entregado a su padre sin vacilar, le preocupaba que luego pudiera sentirse culpable por ello.
– ¿Todo bien?
Los dos hombres asintieron.
– ¿Y tú? -preguntó uno de ellos con un énfasis que no pasó desapercibido para el muchacho.
– Jamás había estado mejor.
– Prepara una taza de té, madre, y cierra la puerta.
Los tres hombres se miraron entre sí y la tensión que reinaba en la habitación desapareció. Danny miró a su alrededor, sorprendido por el lujo en que vivían, aunque en su opinión de pésimo gusto. Nada parecía compaginar con nada, era como si todos los muebles los hubiesen comprado sin ton ni son. Danny se sentó respetuosamente y los dos hombres le siguieron, recalcando sus modales. Tenía un plan que quería llevar a cabo, algo que había meditado detenidamente.
– El viejo saldrá de ésta, aunque se quedará cojo y con la cara como una mierda hervida, como dice mi madre. Pero el asunto ya ha quedado zanjado, ¿no es así?
Los dos hermanos asintieron en silencio, esperando que les dijera qué deseaba.
– He venido porque me he enterado de que vais a recibir algunas pastillas y he pensado que podría venderos algunas.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde piensas venderlas? ¿En el parque?
La voz de Wilfred estaba cargada de sarcasmo y el tono rojizo de su rostro le hizo recordar a Danny lo que había sucedido entre los dos recientemente. Optó por callar y, sonriendo lo más amistosamente que pudo, respondió tranquilamente:
– Pues no. Más bien pensaba en repartírselas a unos cuantos colegas. Ellos las venderán en los bares, discotecas y sitios de ese estilo. Quisiera varios miles de Dexedrinas para empezar. Si las vendo, ganaremos una pasta. Si no, os prometo que no perderéis lo vuestro.
– ¿Qué pasa si te cogen? ¿Serás capaz de tener la boca cerrada y cargar con lo que se te venga encima?
Danny sonrió.
– ¿Tú qué crees?
El trato estaba hecho; todos se dieron cuenta de ello.
Danny contemplaba a su padre a través de la puerta de la sala. El cristal estaba sucio y, mientras observaba la relación entre sus padres, vio su imagen y se dio cuenta de que tenía el rostro arrugado y aparentaba más edad de la que tenía. Tras meditar un rato, lo consideró positivo. Después de los últimos meses, no era de extrañar que pareciese Matusalén.
Su madre cuidaba del viejo, como de costumbre, estirándole las sábanas de la cama o limpiándole la cara. Percibía claramente el fastidio que eso le provocaba. Con el rostro sin afeitar y aquel pijama a rayas parecía un hombre vulnerable. Danny se percató del parecido que había entre ambos: el mismo pelo oscuro y los mismos ojos azules. También había heredado la constitución de un obrero, uno de esos que se dedicaban a cavar zanjas o algo parecido. Era extraño que ninguno de ellos hubiese llegado a ser alguien de importancia, pero de haber sido así, su padre no habría parado de mencionarlo. Danny le odiaba con un fervor que hasta a él mismo le sorprendía, por eso no le afectaba ni lo más mínimo verle lleno de moratones y vapuleado. Lo que le sacaba de sus casillas era la reacción de su madre. Parecía feliz de tenerlo de nuevo a su lado, ella, que sabía que su padre no había tenido el más mínimo reparo en dejarla tirada. Su padre sabía que, a partir de entonces, aquello cambiaría, que dependería de ella para tener garantizado un techo donde cobijarse. Su casa era suya, pero sólo de nombre, pues las facturas se habían puesto al día y en los armarios no faltaba de nada. Danny pensaba disfrutar del poder que ahora tenía sobre ese hombre al ser él quien los sustentaba a todos.
Iba a disfrutar arrebatándole lo único que de verdad había tenido: el poder de creerse tan grande como para apalearles cuando se le antojaba con tal de desahogar su frustración. Dejaría de aterrorizar a su esposa e hijos por el mero hecho de que aquello le proporcionara un sentimiento de superioridad, especialmente cuando se le había visto en mala compañía, bebiendo, jugando o yéndose de putas.
Había esperado ese momento desde hacía mucho y ahora pensaba hacerle pagar al viejo cabrón cada puñetazo, patada y golpe que había recibido de él. Le había resultado muy fácil herir a la gente, un don que presentía que también había heredado de su padre. La gente gritaba mucho, pero muy pocos eran capaces de enfrentarse en una buena pelea cuerpo a cuerpo. La mayoría eran tan cobardes como Big Dan Cadogan, al que llamaban su padre.
Pues bien, él iba a conseguir que su nombre significase algo más que un borracho o un bebedor, iba a lograr que su nombre inspirase respeto. También sabía que permitiendo que su padre regresase a casa ganaría puntos, ya que, después de todo, para la gente la familia lo era todo y se suponía que había que saber perdonar, hicieran lo que hicieran. No obstante, en su interior no existía ese tipo de perdón.
Su madre salió de la habitación y, cogiéndole del brazo con amabilidad, dijo:
– Entra y habla con él, Danny Boy. No ha dejado de preguntar por ti.
Rogaba con la voz y la mirada. Danny se dio cuenta de que estaba preocupada por lo que pudiera pasarles a ellos, por cómo cambiaría la dinámica del hogar. Sabía que su nueva posición en la familia y su completa indiferencia por su padre la ponían en una situación que no sabía cómo encarar. Pero él sí.
Danny sonrió a su madre y su rostro juvenil hizo que le latiera el corazón con fuerza.
– He venido para llevarte a casa, madre. No te preocupes, ya tendrá tiempo de sobra para verme cuando esté en casa.
A Michael Miles le encantaba Londres, especialmente el este de Londres, los sábados por la noche. Estaba repleto de mujeres y chicas con la única misión de pasárselo bien, algo que él estaba en situación de asegurarles. Gracias a Danny, en los últimos seis meses habían ampliado su plantilla de distribuidores de pastillas y estaban ganando un buen dinero. Michael jamás había tenido tanto y resultaba sorprendente hasta qué punto un puñado de libras transformaba a alguien.
Había ruido en la casa, la televisión estaba a todo volumen, como de costumbre, y el olor a comida frita impregnaba el reducido espacio. Mientras se peinaba hacia atrás, vio que su padre lo observaba desde el vestíbulo. Sabía que había estado en el bar casi todo el día y esperaba que le dejase el cuarto de baño para poder evacuar, de esa forma tan ruidosa y peculiar suya, las cervezas y las anguilas que había ingerido aquella tarde. Desde donde se encontraba percibía el olor a alcohol, pero no le dijo nada por no molestarlo. Trabajaba toda la semana en una fundición, sudando la gota gorda para alimentarlos. Por lo que a él concernía, tenía derecho a sus sábados de juerga.
Más tarde, como de costumbre, se dirigiría al club de trabajadores acompañado de su esposa y empezaría de nuevo el mismo proceso. Sin embargo, a veces, la bebida lo convertía en una persona errática, especialmente desde que Michael se había estado forjando una reputación junto a Danny. Su padre estaba contento con los beneficios que eso le proporcionaba, pero, de vez en cuando, le entraba la vena paternal y, durante media hora, le hablaba de todos los inconvenientes que probablemente tendría que afrontar si seguía por ese camino. Era una charla entre padre e hijo, por eso él le prestaba atención hasta que su padre recuperaba su actitud de siempre y se comportaba con normalidad.
Su padre no era un mal tipo, sino un hombre apresado en su propia trampa. Tenía treinta y tres años y aparentaba casi cincuenta. Se había casado y había tenido tres hijos antes de aprender a conducir. Era su padre, y saberlo le dolía más de lo que se atrevía a admitir. Sin embargo, no había sabido abrirse camino y la prueba de ello estaba en el lugar en que vivían. Pero, a su manera, se preocupaba por ellos, incluso por su esposa, que estaba tan obesa en aquella época que perdía el aliento al subir los dos únicos tramos de escaleras que conducían hasta el piso.
De quien se avergonzaba de verdad era de su madre. Michael la quería, sentía adoración por ella, pero no le gustaba nada que la viesen con él. En su momento había sido una belleza, pero ahora llevaba trajes sueltos y zapatos oscuros de horma ancha para que no le doliesen los juanetes. Siempre había sido una mujer feliz y alegre, excepto cuando se tomaba una, dos o tres copas, siempre con esa sonrisa suya, dispuesta a cualquier conversación trivial y dedicada por entero a la iglesia. Aunque Michael matase a todos los vecinos de la calle, ella seguiría estando de su lado. Sin embargo, pasear con ella, que la vieran, especialmente ahora que estaba hecha un guiñapo, era algo que no soportaba. Además, estaba empeorando. Era algo que guardaba en secreto, pues su madre gustaba a todo el mundo cuando estaba sobria y nadie hablaba mal de ella, aunque él se daba cuenta de que pensaban cosas feas. Y se daba cuenta porque él también las pensaba de vez en cuando.
– ¿Quieres entrar, padre? -preguntó Michael con voz respetuosa, como siempre.
Sonrió a su padre desde el espejo para dejarle entrever que se había percatado de su presencia.
– Tú termina, hijo.
Su padre se apartó de la línea de visión y Michael le oyó entrar en la cocina, haciendo ruido con los pies en el suelo de baldosas.
Michael cerró los ojos con fuerza. Cuando tuviese una casa propia disfrutaría de estar en ella, pues no sería sólo un lugar donde dormir y protegerse de la lluvia. Como decía Danny, no terminaría como sus padres, pues pensaban vivir a lo grande o morir en el intento.
– Son cincuenta libras el millar, es decir, cinco por cien, y a tres la libra. Te puedes llevar un buen pellizco.
El hombre asintió en señal de que lo había comprendido. A Danny no le gustaba aquel tipo, pues tenía un ojo estrábico y no sabía si lo estaba mirando o esperaba a que el autobús apareciese por la esquina. Sin embargo, no le preocupaba.
– ¿De dónde las has sacado?
Danny le miró incrédulo:
– ¿Quién coño te has creído que eres? ¿Mi puñetero padre?
El hombre suspiró pesadamente. Se había equivocado al pensar que podía impresionarle.
– ¿Son legítimas?
Danny miró el rostro de yonqui; las mejillas hundidas y el círculo negro alrededor de los ojos se lo decían todo, pero además tenía ese moco cremoso que se les forma en las comisuras de la boca.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Las quieres o no?
Estaba oscuro y el aire de la noche estaba húmedo. Danny no tenía pensado alargar una conversación con alguien que era incapaz de recordar hasta su propio nombre.
Jethro Marks asintió de nuevo.
– No tengo mucha elección, ¿verdad que no? Se las has quitado a Brendan, ¿no es cierto?
– ¿Qué pasa contigo? Yo no le he quitado nada a nadie. Él dejó pasar la oportunidad y yo la aproveché. Tan sencillo como eso. Y ahora enséñame la pasta y cerremos el trato.
Jethro sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero y Danny, arrebatándoselo, contó el dinero con mucha rapidez. Sabía que era la cantidad justa, pero nunca se podía estar seguro cuando se trataba con un adicto a las anfetas, especialmente si se dedicaba a comerciar con ellas. Le pasó la bolsa de pastillas, en la que había menos de las que se pensaba, un total de ciento veinte, pero los yonquis jamás se dan cuenta de esas cosas y contarlas estaba fuera de su alcance incluso estando lo suficientemente sereno como para intentarlo.
Danny se metió el dinero en el bolsillo del abrigo y observó al hombre mientras desaparecía. Esperó unos cuantos segundos y luego salió del oscuro callejón. Una vez que estuvo bajo la luz de las farolas, recorrió con la mirada la calle por si veía algo que considerase sospechoso. La calle principal de Berthnal Green se veía muy concurrida. Para ser las diez y media de la noche, había mucha gente por los alrededores, principalmente jóvenes de su edad y también mayores. Saludó a la gente que conocía y miró fijamente a la que no. Había mucho ruido. A pesar del frío, las motos rugían y se escuchaba música a todo volumen que procedía de los coches, música de todos los estilos, desde Elvis hasta los Who o los Stones.
Danny, vestido con traje de chaqueta, parecía más mayor que sus contemporáneos, los cuales vestían con pantalones baratos y chaquetas de tela fina. Eso provocó un ápice de pena en Danny porque sabía que no tenían ni la más remota idea de lo que era la vida, ni la suya, ni la de nadie. Las chicas, sin embargo, tenían mejor aspecto, al menos la mayoría. Si una chica tenía buenos pechos y una buena melena, empezaba a ser codiciada en cuanto cumplía los doce años. Ellas tenían mejor criterio para vestirse que los muchachos, pues contaban con el maquillaje de sus madres, su perfume, la laca y las medias. También solían hacerse sus propios vestidos y muchas de ellas tenían buen gusto.
Mientras subía la calle para dirigirse a la estación de ferrocarriles, Danny miró a los ojos a cada chica que pasaba, fijándose en su cara y su figura, y se dio cuenta de que algunas de ellas le devolvían la mirada. Un par de descaradas le hicieron un guiño y le sonrieron con sus bocas excesivamente pintadas, sosteniendo los cigarrillos con elegancia, como las actrices de cine que tanto admiraban y deseaban emular. Llevaban el pelo peinado hacia atrás y los ojos abiertos y bien alertas ante cualquier signo de interés por parte de algún varón que se cruzase en su camino. Estaban en su terreno; demasiado jóvenes para entrar en un bar y demasiado mayores para estar en el parque. Por ese motivo, deambulaban en grupos, aprendiendo los rituales de los varones y disfrutando de sus primeros pasos en la madurez.
Danny sabía que se estaba convirtiendo en una persona bastante conocida, que le consideraban un buen partido gracias a su floreciente reputación, además de que su escurridiza sonrisa atraía a las chicas. Le hizo un guiño a una chica rubia con grandes pechos y la falda más pegada que las medias de una enfermera, y le hizo señas para que lo siguiera.
Cinco minutos después estaba apoyada incómodamente contra la pared de unos servicios de la estación mientras él la empujaba dentro sin ninguna delicadeza. Cuando terminó, se dio cuenta de que ella no se había molestado ni en quitarse el cigarrillo de la boca.
– Hola, muchacho. Por lo que se ve, tu madre debió de echarte a una pila de estiércol cuando naciste, porque cada vez te veo más grande.
Timmy Wallace era un hombre grande, con una constitución que era la envidia de los más débiles que él. Había sido boxeador sin guantes, pero ahora dirigía un pequeño club en Whitechapel para los hermanos Murray. Lo había adquirido como pago de una deuda y, contra todas las expectativas, funcionaba bastante bien, aunque se debía en gran parte a la atractiva personalidad de Timmy y a su negativa a que se tomaran más libertades de la cuenta. Danny se pasaba por allí de vez en cuando, por eso, con el paso de los meses, llegó a entablar amistad con la mayor parte de la clientela.
Era un lugar pequeño, mal iluminado, donde nadie perdería el sueño porque se apagase un cigarrillo pisándolo en el suelo o se derramara una copa. Olía a papel pintado ya polvoriento, a tabaco y a cerveza. Los clientes solían ser peces gordos que deseaban tomarse una copa tranquilamente sin escuchar música, hacer algún trato o jugar una partida sin que nadie les molestase. No se admitía la entrada a las mujeres y, en las raras ocasiones en que entraba alguna, se la toleraba, pero sólo por poco rato. A Danny Boy le encantaba aquel lugar, se sentía cómodo en ese mundo de hombres, de verdaderos hombres. Mientras se escurría hasta los reservados de la parte de atrás se levantó un murmullo.
– Está hecho un hombretón.
Lo dijo un cliente habitual llamado Frankie Daggart, un ladrón de bancos con un sorprendente atractivo y una reputación tan temible como un bailarín de salón. Rió al ver al muchacho, pues se alegraba de verlo cada día más seguro de sí mismo.
– ¿Quieres una copa, muchacho?
Danny negó con la cabeza y sonrió.
– No, gracias, Frank. Todavía tengo que hacer varias llamadas antes de relajarme.
Todos los presentes sonrieron al ver lo responsable que era. Parecía un muchacho de veinte años. Su viejo debía de estar mal de la cabeza si le había acarreado tantos problemas. Todos estaban de acuerdo en que, si hubieran tenido la suerte de tener un hijo como ése, le hubieran dado gracias al Señor por ello. Era un Brahma, un diamante, un pez gordo en potencia.
Mientras se dirigía a la parte de atrás, Danny se percató del buen sentimiento que emanaba de todos los que estaban reunidos en la barra, un sentimiento que él avivaba. Frankie Daggart le esperaba fuera cuando salió algo más de una hora después.
Jonjo quería con todo su corazón a su hermana pequeña, pero le sacaba de sus casillas. Otra vez estaba llorando. En realidad, si hubiese llorado, al menos sería diferente, pero lo único que hacía era gemir. Ahora, casi a las once y media, le estaba dando otra rabieta y, al entrar en el dormitorio, su madre casi la tumba de espaldas.
Entró en la habitación muy malhumorada y gritó:
– ¿Y ahora qué coño te pasa?
Annie gritó en cuanto la mano callosa de su madre entró en contacto con su piel. Después de cinco minutos dejó de abofetearla y, enderezándola, señaló con el dedo a la aterrada niña y le dijo:
– Si te oigo llorar más, te romperé la cabeza, ¿me entiendes? Tu padre está tratando de descansar en la habitación de al lado y no paras de dar la lata.
La arropó de mala manera con la manta y salió de la habitación. Su cuerpo estaba retorcido por la rabia y la frustración, y su cansado rostro mostraba el hastío de su existencia diaria. Vivir en aquella casa era una constante lucha y estaba mal de los nervios. Su marido ya era capaz de moverse de un lado a otro con ayuda de un bastón y su hijo mayor esperaba que le agradeciese cada bocado que se echaba a la boca.
Su marido no era ni la sombra del hombre con el que se había casado. Parecía que su vida se había extinguido. Siempre estaba callado, hasta cuando tomaba la comunión, una vez por semana, cuando el cura se pasaba para charlar un rato. Cuando regresó al dormitorio, dibujó una sonrisa y, después de servir dos copas de whisky, le dio una, ignorando que sólo se animaba cuando le ofrecían algo de beber. Sin embargo, hasta eso lo tenían que hacer en secreto, ya que si Danny Boy se enteraba, se pondría hecho una furia. Parte de su diversión diaria consistía en ver a su padre sobrio, completamente sobrio. Utilizaba la frágil salud de su padre en su contra, a sabiendas de que ya no podía hacer nada para evitarlo. Ni tan siquiera para intentarlo.
– Necesita mano dura, tendría que haberla metido en vereda cuando nació.
Su marido no le respondió, pero Ange no esperaba que lo hiciese. Las conversaciones consigo misma eran ahora el pilar de su existencia.
Michael esperaba junto al desguace, temblando de frío. Daba profundas caladas a su cigarrillo Dunhill, sin dejar de estar atento a cualquier movimiento que hubiera en la oscuridad. Odiaba ese momento, pues nunca sabía a qué hora llegaría Danny y se sentía muy vulnerable con el fajo de dinero que llevaba encima. Temía que alguien estuviera al acecho, dispuesto a llevárselo, y que le dieran una buena tunda. La oscuridad no resultaba muy acogedora en ese lugar y los montones de chatarra adquirían formas intimidatorias entre las sombras. Olía a humo mezclado con polvo y óxido, y, por alguna razón, le hacía pensar en la muerte. Los dos pastores alemanes que andaban sueltos por el desguace en cuanto se hacía de noche ya le conocían. Parecían ignorarlo, pero él se mostraba precavido con ellos porque sabía que no les echaban mucho de comer para que estuviesen siempre irritables y ahuyentasen a los merodeadores. Danny podía entrar en el desguace con toda tranquilidad porque ambos lo querían más que a un pariente lejano que ha ganado la lotería. Danny siempre les obsequiaba con algo y jugaba con ellos. Hasta el dueño se quedaba impresionado, pues los animales no parecían mostrar aprecio por él. No obstante, eran unos buenos perros. Si alguien se acercaba, se enfurecían tanto que se abalanzaban contra la alambrada hasta que veían que la persona en cuestión seguía su camino.
Michael estaba aterido de frío. Le dolían los oídos y los dientes empezaban a rechinarle.
– ¿Todo bien?
Danny estaba a su espalda y la forma tan alta en que habló le hizo sobresaltarse.
– ¡Mierda! Casi me da un ataque al corazón.
Danny se reía a carcajadas, con una risa tan profunda que resonaba en todo el lugar y que hizo que los dos perros corrieran hasta la verja y ladraran ferozmente.
– ¡Callaros de una vez, mierda de perros!
Danny aún se reía a carcajadas y los perros empezaron a aullar. Danny empezó a sacudir la alambrada para irritarlos y Michael deseó por unos instantes que no lo hiciera. Su padre tenía razón acerca de él: Danny estaba un poco chiflado, y en esos momentos se daba cuenta de ello. Los perros estaban a punto de abalanzarse uno contra otro y Danny seguía irritándolos aún más, ladrándoles y sacudiendo el candado de la cancela. Michael lo observó durante un rato, esperando que se cansara de ese juego. Sabía que si comentaba algo, Danny lo prolongaría aún más con tal de molestarle.
Michael encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a Danny, que lo cogió con ganas, aburrido ya de los perros y molesto por no haber provocado ninguna reacción en su amigo. Danny fumó en silencio, acariciando a los perros, frotándoles las orejas mientras ellos agradecían su atención.
– No comprendo cómo puedes tocar a unas bestias tan asquerosas.
Danny se dio la vuelta para mirar a Michael y, con el ceño fruncido, le dijo:
– No dejes que noten que les tienes miedo, lo olerían. Domínalos y harán lo que les pidas sin dudarlo.
Michael tuvo el presentimiento de que no hablaba de los perros, sino que le estaba advirtiendo de algo.
Luego, suspirando, dijo afablemente:
– Hace un frío que pela, ¿no es cierto? A propósito, esta noche tengo que hacer un trabajo para Frankie Daggart. Quiere que me encargue de un tipo que ha estado molestando al chico de su hermana.
Michael no le respondió, pues no sabía qué decir.
– Le haré una advertencia, para ver qué ocurre. ¿Vienes o te quedas?
Michael asintió, tal y como esperaba Danny.
– ¿Cojo mi pasta entonces? Quiero marcharme a casa. Hace un frío de muerte aquí fuera.
– ¿Dónde está mi camisa azul, madre?
Lo dijo con esa voz que Danny Boy utilizaba cuando estaba en presencia de su padre, arrastrando las palabras lentamente e impregnándolas de insolencia.
– Colgada en tu armario, hijo. La lavé y la planché esta mañana.
Danny salió de la cocina lentamente, comiéndose el reducido espacio con su enorme cuerpo. Su padre lo vio marcharse con ojos cansinos. El chico estaba fuera de control y él no podía hacer absolutamente nada. Pensar que un hijo suyo, alguien que llevaba su misma sangre, pudiera convertirse en una persona tan ruin era algo que lo hacía reflexionar a diario. Era un chico fuerte, cuya corpulencia era su mejor baza. Como otros muchos hombres antes que él, viviría del ingenio y de sus músculos. Hasta el sacerdote le daba su bendición, lo cual ya denotaba de por sí lo mucho que la imagen de su hijo estaba creciendo.
Mientras tomaba el té, Big Dan se miró con desprecio, observando la pierna coja que siempre arrastraba y los nudillos marcados por sus intentos de detener los golpes que le habían propinado con las porras. Luego miró la cocina y observó el enorme cambio que había experimentado el piso. Se quedó perplejo al ver de lo que era capaz su hijo con tal de demostrarle algo.
Su esposa Ange estaba hecha un manojo de nervios. Estaba sentada a una mesita y daba pequeños sorbos a la taza de té, con el rostro grisáceo por la preocupación. Sin embargo, no le inspiraba la menor simpatía, pues se había encargado de arruinar al muchacho desde que vino al mundo. Con el cuerpo dolorido, encendió un cigarrillo y bebió los últimos posos de té frío que quedaban en la taza. El ruido que hacía al beber sacaba de quicio a su esposa, pues, desde su primera visita a casa de su madre, se había dado cuenta de que carecía de los más elementales modales y había sido educado por una mujer que apenas era capaz de coordinar una frase entera.
Big Danny siempre había tenido presente aquella mirada en su rostro; aún sentía la oleada de vergüenza que lo había inundado mientras miraba a su alrededor tratando de contener su primer arrebato de ira. Una ira que aquella mujer podía hacer explotar con una simple mirada o una palabra.
Ahora dependía de ella pero, poco a poco, se iba recuperando. Con el tiempo se movería con más facilidad, al menos eso es lo que había dicho el doctor, algo que se había convertido en la única razón de su existencia. Cuando llegase ese momento, se libraría de esa mujer de una vez por todas.
Danny Boy entró de nuevo en la cocina e, ignorando a conciencia a su padre, se abotonó la camisa con lentitud. Hacía cada gesto con sumo cuidado, con la intención de molestar en todo momento al hombre que le había dado la vida. Después se la metió dentro de los pantalones y se estiró lánguidamente. Sacó un fajo de dinero de su bolsillo trasero, cogió un billete de diez libras y lo dejó caer en el regazo de su madre, quien respondió que no necesitaba nada y que se conformaba con que le diera un beso y un abrazo.
– Si necesitas algo más, dímelo.
Su padre miraba al suelo, pero Danny lo obligó a levantar la cabeza. Luego, mirándolo a los ojos, le dijo:
– Por cierto, los Murray te envían recuerdos.
Jonjo observaba ese pequeño juego desde la entrada, al igual que su hermana, que por fin permanecía callada. Annuncia se excitaba con cualquier cosa y en ese momento sus ojos brillaban contemplando la humillación de su padre.
– Vamos, muchacho, tienes que irte ya -dijo su madre empujándole hasta la puerta principal.
Cuando Danny se marchó, toda la familia respiró aliviada.
Frankie Daggart estaba en su coche junto a Upney Station, escuchando la radio y mirando a las chicas que pasaban por la calle. Los jóvenes de hoy en día no sabían lo afortunados que eran, ya que las chicas iban medio desnudas y siempre parecían dispuestas a pasar un buen rato. En su época había que saber adónde ir para echar una canita al aire, pero aun así nadie te garantizaba que fueras a follar. Lo único que te lo garantizaba era un buen fajo de billetes y una ingente cantidad de alcohol. Sin embargo, él se enorgullecía de no haber tenido que pagar nunca por ello, pues jamás lo había hecho.
Mientras imaginaba una serie de escenarios pornográficos con varias chicas, Danny Boy Cadogan lo sacó de su ensimismamiento al abrir la puerta del copiloto y dejar entrar una ráfaga de aire gélido en él.
– ¿Todo bien, colega?
– Sí, ¿y tú?
Frankie se sentía desconcertado porque le habían cogido con sus metafóricos pantalones por debajo de los tobillos, pero arrancó el coche y se dirigieron a la cercana Railway Tavern.
Una vez dentro del establecimiento, Danny observó intimidado las muchas personas que saludaban a Frankie, trataban de invitarle y, finalmente, lo dejaban sentarse cerca del fuego, donde podían hablar tranquilamente, donde nadie podía escucharles y donde todos los miraban como si fueran peces gordos.
El lugar estaba abarrotado y todos le estrecharon la mano automáticamente, a él, a Danny Cadogan, por la sencilla razón de que iba acompañado de un héroe local. Era una sensación embriagadora y Danny se regodeaba en aquella gloria, esperando ser él quien algún día la suscitara. Sabía que Daggart era un capo, pero aquella recepción era algo que nunca había experimentado.
– Lo siento, muchacho.
Frankie se dio cuenta de la admiración y la ambición que había despertado en el muchacho y se rió para sus adentros. Si no se equivocaba en sus presunciones, ese pequeño cabrón iba a dejar una huella que duraría generaciones. O eso, o lo sentenciarían a perpetua por asesinato, y entonces se desperdiciaría toda su inversión. En cualquier caso, era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
– Hablemos de ese chulo que le está dando la tabarra al chico de mi hermana.
Danny escuchó sin reprimir la emoción que sentía mientras Frankie le explicaba la lamentable situación y le describía gráficamente lo que él consideraba la única solución posible.
Danny Boy ansiaba resolver esa ridícula situación, pues era su pasaporte, su garantía de aprobación. Con eso ganaría algo más que unas cuantas libras, ya que obtendría las credenciales que necesitaba y quería.
Louie Stein se sentía contento por fin, la primavera había llegado y los días comenzaban a alargarse. El desguace funcionaba a pleno rendimiento y sus otros negocios marchaban viento en popa. Hasta los chatarreros estaban más contentos, ya que lo pasaban realmente mal recogiendo metales en el frío invierno. Se les conocía por ser muy poco constantes en todo.
Louie se encontraba en el despacho, observando al joven Danny mientras trabajaba a la intemperie. La fuerza del muchacho resultaba sorprendente, su cuerpo se había ensanchado a base de levantar aquella pesada carga. Cuando Louie le vio hacer un gesto grosero a un policía que pasaba, se echó a reír a carcajadas. Era un caso y, por lo que oía, se estaba dando a conocer en los sitios adecuados. Era muy joven, no se preocupaba de nadie más que de él y eso, en su mundo, era una baza.
Louie llamó al muchacho y lo hizo entrar en su oficina, recibiéndole con una taza de té. Danny la aceptó de buen grado y, tras acomodarse en el mugriento asiento que ahora consideraba suyo, sopló con fuerza antes de darle un buen sorbo. Desde que trabajaba con Louie, jamás había pedido un té, siempre se había limitado a esperar hasta que se lo diesen o le dijesen que se lo preparase. Se veía que tenía buenos modales; otra cosa que a Louie le gustaba de él.
– Estás fuerte como un roble, muchacho. Te he visto arrojar piezas de chatarra como si fuera poliestireno.
Danny sonrió, aceptando el cumplido como si fuese su deber.
– ¿Cómo van las cosas con los Murray?
Lo preguntó como si fuese un tema de conversación normal, pero había un interés subyacente que procedía de la experiencia personal, algo de lo que ambos eran plenamente conscientes.
Danny encogió sus enormes hombros y respondió:
– No van mal. Yo gano y ellos ganan.
Louie asintió.
– Bien, recuerda lo que voy a decirte.
Encendió un par de cigarrillos y le pasó uno al muchacho. Luego prosiguió:
– Ese par se protegerán el uno al otro sin dudarlo, pero los demás corren peligro. He oído rumores de que van a ser arrestados, así que no te dejes ver por un tiempo, ¿de acuerdo? Invéntate una excusa, pero no vayas a verlos en unas cuantas semanas.
Danny escuchó a su amigo y mentor y luego respondió con tranquilidad:
– Gracias por el aviso, Lou.
Sin embargo, saber aquello le perturbó. ¿Por qué le advertía Louie y no les advertía a los Murray? Después de todo, él sólo era un muchacho. Además, ¿cómo es que Louie sabía una cosa así? Y lo más importante: ¿qué se suponía que debía hacer él ahora que lo sabía? Era un asunto escabroso que merecía ser considerado seriamente antes de tomar cualquier decisión. Deseaba reflexionar sobre ello antes de decidir qué sería lo más beneficioso para él a largo plazo. Era una decisión crucial y, por tanto, no debía tomarse a la ligera.
Louie, al darle ese aviso, le había hecho sentirse paranoico. Era tan sólo un muchacho y los Murray unos tipos a tener en cuenta. Sólo tenía que ver a su padre para no olvidarse de ello. Por tanto, debía pensar largo y tendido antes de dar el siguiente paso.
– Vamos, Dan, termínate la comida.
Ange estaba sumamente asustada y la voz le temblaba de miedo. Quería que se quitase de en medio y le estaba metiendo prisa por si el rey de la casa regresaba temprano. Pues bien, su hijo, el rey de la casa, podía irse a tomar por el culo, pues ya estaba más que harto de sus tonterías.
– Por favor, Dan, no hagas que se enfade…
Su esposa vivía asustada de un adolescente y, lo peor de todo, él también. Big Dan apretó los puños hasta que el dolor se hizo agudo y luego terminó por explotar:
– ¿Por qué no cierras la maldita boca, Ange?
Jonjo y Annuncia estaban a la expectativa, atentos al curso de los acontecimientos. Su padre empezaba a hablar como el chulo que siempre había sido.
– Eres como un puñetero disco rayado, todo el día repitiendo la misma cantinela. Pues bien, ya me he enterado. Ahora vete a tomar por el culo.
Jonjo, con nueve años, ya estaba hecho un muchachote y, al ver la cara de dolor y vergüenza que ponía su madre, soltó de golpe el cuchillo y el tenedor y respondió:
– No le hables a mi madre de esa manera, maldito cabrón.
Estaba a punto de echarse a llorar y los ojos de color azul intenso le brillaban en la oscuridad.
Angélica se dio cuenta repentinamente de la similitud que había entre su hijo pequeño y Danny. Ambos eran la viva imagen del hombre que despreciaban. Sentándose con cuidado, se llevó la mano a la boca, como si fuese a vomitar y tratara de retener las ganas, con las lágrimas a punto de brotarle.
Dan miró a su hijo pequeño. Jamás le había prestado atención, al igual que a los demás, salvo a su hija, a quien, cuando trataba de llamar la atención, resultaba difícil no prestársela. Mientras contemplaba cómo su hijo recogía su plato y lo arrojaba de mala manera al fregadero, se percató de que todos ellos se parecían más a él de lo que imaginaba. Todos tenían muchos defectos y ese legado les perseguiría durante el resto de sus días.
Sonrió con una mueca desagradable.
– Gracias, hijo, me has ahorrado un trabajo.
– Vete a tomar por culo.
La mano de su madre le golpeó en uno de los lados de la cabeza y notó el dolor de inmediato.
– Jonjo, no te atrevas a hablarle a tu padre de esa manera.
Jonjo se agarraba la dolorida oreja mientras gritaba:
– Y tú también te puedes ir a la mierda.
El bastón de su padre le golpeó en la espalda antes de que pudiera apartarse y salió disparado. Se golpeó con la cabeza en el fregadero produciendo un estruendo tremendo y la sangre empezó a brotarle a los pocos segundos.
En cuanto notó los brazos de su madre, que intentaba prestarle ayuda, trató de desembarazarse de ella, pero el tacto le resultó demasiado seductor, pues hacía años que no le abrazaba por ninguna razón. Annie, realmente asustada, empezó a ponerse histérica al ver que su madre trataba de detener la hemorragia con una servilleta.
Su padre miró lo que había hecho; estaba pálido y callado, observando el daño que había causado. Siempre estaba con el oído atento, esperando que la puerta se abriera y su hijo presenciase el espectáculo. «No busques problemas -solía decirle su madre-, ya te encontrarán ellos.» Si se hubiera molestado en escucharla al menos alguna vez, se habría evitado muchos inconvenientes en la vida.
Colin Baker bajaba la calle con su acostumbrado aire jovial. Estaba muy crecido para su edad y, a los diecisiete años, ya tenía la corpulencia de un chico mucho mayor. Tenía el pelo largo y grasiento, y la piel morada de tanto acné. Andaba ligeramente encorvado y le gustaba la música y la ropa de los rockeros. Su mayor desilusión en su corta vida era que no tenía motocicleta, pero estaba dispuesto a remediarlo. Era también un chulo por naturaleza y siempre estaba dispuesto a hacer alarde de esa habilidad.
Sin saberlo, el pequeño chaval de buenos modales y pelo espeso y moreno al que atormentaba diariamente se había desmoronado y se lo había confesado a su madre. Si Colin llegara a saber que era sobrino de un conocido ladrón de bancos, dejaría de provocarle. Sin embargo, ajeno a dicha herencia, disfrutaba fastidiándole la vida por el mero hecho de que podía hacerlo.
Cuando llegó a su calle, se sorprendió de ver a un joven con un abrigo caro apostado sobre la cancela principal. Se puso derecho y adoptó el porte de chico duro; las piernas zambas y las manos en las caderas.
– ¿Qué coño haces aquí? -dijo.
Danny lo miró de arriba abajo, como si no estuviera seguro de si lo que veía era un animal, un vegetal o un mineral.
– Pensaba preguntarte lo mismo. Eres Colin, ¿no es verdad?
Colin asintió lentamente, ya no tan seguro de sí mismo, y se preguntó si ese muchacho traería buenas noticias. Lo dudaba, aunque él jamás era demasiado optimista.
– Tengo un mensaje para ti de un amigo común, Colin.
Colin se dio cuenta de que media calle estaba observando ese intercambio de palabras, así que abrió los brazos, como si invitara a la confidencia.
– ¿Quieres que te lo dé ahora? Me refiero al mensaje, claro.
Colin asintió de nuevo, mostrando su antagonismo natural.
– Si tienes algo que decirme, no te quedes ahí parado toda la noche. Suéltalo ya.
El puño de Danny se estrelló contra la nariz y, con sólo ese y único puñetazo, la pelea estuvo terminada. Colin se arrugó y se cubrió la cara y la nariz con las manos para tratar de minimizar el daño. El golpe había sido rápido, brutal y público; es decir, que cumplía con todos los requisitos para ser una advertencia. Estaba acabado y Danny apenas había empezado a sudar.
– Eso de parte de Frankie Daggart, en nombre de su sobrino Bruce. Deja en paz al muchacho, ¿de acuerdo, gilipollas?
Frankie había observado toda la escena desde su confortable Jaguar de color azul marino. El no habría podido enfrentarse al muchacho, era demasiado viejo, además de que no habría sido lo más apropiado. Sin embargo, disponer de un joven como Danny Cadogan, dispuesto a hacerlo por él, se consideraba un golpe maestro. Ese muchacho tenía un don peculiar, pues peleaba con suma destreza. Poseía una tranquilidad y una precisión instintivas. Sabía pelear, de eso no cabía duda, y, además, lo hacía con aplomo. Lo hacía con un desprecio completo por la víctima, algo que ya no se veía en esa época. Ahora lo que se llevaba eran las pistolas y rara vez se veía una buena pelea cuerpo a cuerpo. El muchacho le había golpeado con saña y seguro que le había hecho daño.
Mientras regresaban al desguace, Danny se quedó consternado cuando Frankie le dijo en tono alegre:
– Pobre Bruce, es un tío de diez, pero más maricón que un pato cojo.
Danny no le respondió, no sabía qué decir. No estaba seguro de haber aceptado el trabajo si hubiese sabido una cosa así. Los maricas no le agradaban porque nunca se sabía qué se podía esperar de ellos. Sin embargo, prefirió guardar silencio porque deseaba ganarse a Frankie, nada más y nada menos.
Annuncia estaba dormida. Por una vez en su vida había hecho lo que le habían pedido sin discutir ni montar escenas. El miedo la había dejado sin fuerzas y el sueño era el único remedio. Cuando la cabeza le dejó de sangrar, Jonjo se dio cuenta de que la cosa no era tan seria como parecía al principio. Las heridas en la cabeza siempre sangraban abundantemente, pero una vez que se detenía la hemorragia resultaba decepcionante ver lo pequeña que era la brecha. La madre limpió la cocina y luego preparó una taza de té dulce.
Una vez calmados, trató de salvar la situación con su hijo pequeño. Jonjo era muy parecido a Danny en muchos aspectos, pero, gracias a Dios, no tenía esa habilidad que poseía Danny para transformar el comentario más inocente en una declaración de guerra. Ella amaba a sus hijos, los quería de verdad, y sabía que el trato que les había dado su padre durante todos aquellos años resultaba vergonzoso y humillante, pero seguía siendo su marido, el padre de sus hijos, y nada ni nadie podía cambiar ese hecho. Casados por la Iglesia, estaban unidos de por vida; al menos, eso dictaba el catolicismo. Especialmente cuando le convenía.
Arropado y seguro ya en la cama, Jonjo escuchó cómo su madre le explicaba por qué no debía decirle nada a su hermano acerca de lo ocurrido. Su voz era muy baja, casi un susurro, pero sabía que se debía al miedo que sentía por su hermano, por si entraba en casa y escuchaba lo que le decía.
– Provocarás muchas broncas y a ti no te gustaría que tu madre se pasase el día haciendo de árbitro entre esos dos, ¿verdad que no?
Intentaba superar la situación, pero al mismo tiempo trataba de que se diera cuenta de lo difícil que podría resultar si él se lo contaba.
– ¿Y qué pasa con Annuncia? ¿Se lo dirá ella?
Angélica cerró los ojos aliviada, pues esa pregunta ya implicaba que por su parte estaba dispuesto a guardar silencio.
– Tú déjame a mí ese asunto.
Jonjo sonrió lánguidamente.
– ¿Por qué lo hace, mamá? ¿Por qué papá no nos quiere?
Angélica le besó en la frente con ternura, le acarició el pelo y suspiró pesadamente:
– Si supiera la respuesta, el Dalai Lama se quedaría sin trabajo.
Jonjo, de nuevo, se sintió apresado, como de costumbre. Era el destino que sufrían los hijos medianos. Apresados entre el primogénito y el pequeño, normalmente eran los más descuidados.
– No lo hace intencionadamente, pero tu padre es un hombre muy desgraciado. Está avergonzado de lo que hizo, avergonzado de que su afición al juego estuviera a punto de llevarnos a la ruina. Avergonzado de que su hijo tenga que llevar las riendas de la casa, de que sea él quien nos ponga el pan encima de la mesa y el que nos dé un cobijo y dónde caernos muertos.
Jonjo empezó a reírse, con ese sentido del humor tan tosco que siempre tenía.
– ¿Por qué dices eso, mamá? Él jamás se hizo cargo de nada.
Rieron juntos, sintiendo que conspiraban al menos durante unos breves instantes.
– Pero quería hacerlo. En su momento lo quiso, pero a veces es muy difícil hacer lo correcto en esta vida. La vida puede hundirte, especialmente si jamás se te presentan las oportunidades que otros parecen tener con tanta facilidad. Pero es tu padre, Jonjo, sangre de tu sangre, y no importa lo que haya hecho.
Le sonrió, mirando el hijo tan guapo que tenía y cuya vida ya parecía malograda por culpa del hombre con el que se había casado, a quien le interesaban más las mujeres y los caballos que su propia familia. La pobreza tenía su forma peculiar de hacer que las personas se alejaran de la realidad. La bebida, las drogas, el juego y las putas eran sólo síntomas, no la causa de la infelicidad de la gente. Era precisamente lo que intentaban borrar, de lo que intentaban apartarse, aunque fuese al menos durante unas cuantas horas, pero era algo que los carcomía por dentro, que los hacía cambiar; algo parecido a un cáncer.
Big Dan Cadogan escuchaba las palabras de su esposa y, por primera vez en años, sintió deseos de llorar. Después de todo el daño que le había hecho, después de todo lo sucedido entre ellos, aún lo defendía delante de sus hijos, ésos de los que él se olvidaba durante semanas, incluso meses, al igual que de ella. Ella era otro triste recordatorio de su fracaso como hombre, de su completa inutilidad.
Danny Boy le arrancaría la cabellera por ese arrebato y, de alguna manera, se alegraba de ello. Iba a suceder de cualquier manera; por tanto, cuanto antes mejor. Los Murray le habían dado muchas clases a ese respecto, vaya que sí.
Michael escuchaba atentamente lo que Danny le decía. Estaban sentados en una cafetería de Mile End Road tomando café con leche y fumando un cigarrillo tras otro. A ninguno de los dos les gustaba demasiado fumar, pero era algo que les hacía sentirse más hombres. Hacía calor dentro de la cafetería, las ventanas estaban empañadas y había un denso olor a grasa en el ambiente.
El propietario del café era un chipriota corpulento con el pelo teñido de oscuro, una sonrisa abierta y un ojo torcido. Vendía el mejor chocolate a este lado del mercado de Marrakech. Por esa razón tenía una clientela bastante cuantiosa, además de un carácter llevadero, ya que se fumaba gran parte de lo que vendía. La gente joven le tenía en gran estima. Durante el día, el lugar estaba atestado de gente normal: viejos, trabajadores y marginados. Sin embargo, en cuanto llegaba la tarde lo frecuentaban adolescentes que se sentaban para charlar y tomar café mientras jugaban a ser adultos. Dejar la escuela a los catorce se había convertido en algo parecido a un ritual y, en cuanto los padres les permitían quedarse con lo que ganaban en sus trabajos, lo gastaban sabia pero rápidamente durante el fin de semana. Por ese motivo, las noches de fin de semana, el local solía ser frecuentado por los jóvenes capos que empezaban a abrirse camino. Se les clasificaba como la nueva generación de carne de prisión o los nuevos empresarios locales, dependiendo de cómo se comportaran y de cómo se ganaran la vida. De vez en cuando surgía un nuevo pez gordo, un verdadero capo, alguien que algún día llegaría a ser un hombre temido y respetado.
Denis se acercó y puso dos nuevos cafés encima de la mesa. Luego, echando ruidosamente la silla hacia atrás, se sentó. Ya había pasado la medianoche y el número de clientes había disminuido. Se apoyó sobre la mesa y dijo:
– Danny, me he enterado de que mueves chocolate.
Danny se encogió de hombros indiferente.
– ¿Y qué pasa?
– Me voy a Chipre por un mes. Mi esposa chipriota va a tener un bebé y debo estar con ella. Espero que esta vez tenga un varón. Marianna llevará el local con su hermana mientras estoy fuera, pero necesito que alguien atienda a mis clientes habituales. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Guiñó el ojo a los muchachos.
Danny sabía de sobra a qué se refería, su sonrisa lo decía todo.
– Es sólo por un tiempo y se te pagará por ello. ¿Qué te parece?
Michael observaba, mientras Danny procesaba la información.
– ¿Y cuánto nos pagarás?
– Cien libras, cuando yo vuelva.
Michael frunció el ceño y Danny sonrió al oír el tono de enfado de su amigo.
– ¿A cuántas personas debemos suministrar? ¿Cuánto quieren, con qué frecuencia y cuánto tiempo nos ocupará dedicarnos a eso?
Danny se encogió de hombros y mantuvo la mirada fija.
– Vamos, Denis, respóndele. No en vano le llaman el hombre del ábaco, ¿no te parece?
Denis se quedó sorprendido ante tanta pregunta, pero sacó un cuadernillo del bolsillo del pantalón y lo arrojó encima de la mesa. Michael lo cogió y hojeó las páginas con suma diligencia mientras hacía cálculos de los beneficios que podían llevarse.
– ¿Qué hace, Danny?
Denis se había puesto nervioso. Michael no formaba parte del trato, pues no había oído hablar de él.
Danny suspiró pesadamente.
– Está echando cuentas. Es su trabajo. Mira y aprende, porque si no estás sacando el mayor potencial o pretendes quedarte con nosotros, este cabrón lo averiguará.
Denis no respondió y Danny se quedó callado mientras su amigo calculaba los posibles beneficios de la empresa de su nuevo socio. Finalmente, después de unos quince minutos, le devolvió educadamente la libreta a Denis.
– ¿Qué piensas, Mike? -preguntó Danny con un tono aburrido y por completo carente de interés.
Michael negó con la cabeza lentamente.
– No vale la pena, Dan. Cien libras a la semana, puede… Tenemos que ir a muchos sitios repartidos por el Smoke y, como no tenemos coche, tendremos que hacer muchos desplazamientos en transporte público. Considerando el tiempo que eso lleva, más el riesgo, no podemos hacerlo por menos de cien a la semana. Es decir, cuatrocientas libras al mes.
Denis se reía desconcertado antes esos dos jóvenes. Sabía que Danny era un tipo responsable que había estado haciendo algunos trapicheos y su nombre empezaba a sonar. Sin embargo, verlos a los dos calculando los pros y los contras resultaba tan ridículo como ultrajante. El hermano de Marianna lo podría hacer por mucho menos dinero, pero seguro que les daba de menos a los clientes y terminarían por irse a otro lado. Además, trataba de que la familia de su esposa inglesa no interviniera. Danny Cadogan, sin embargo, ya había trabajado para los Murray, entre otros.
– También queremos una parte de cada persona a la que suministremos. Mientras estés fuera nosotros cuidaremos de tu negocio. Además, no dejaremos nada en manos de nadie, ni nadie se enterará de que te has marchado. Tienes mi palabra.
Denis sabía que era mucho dinero, pero no perdería ningún cliente. En cuanto volviese, ambos se quitarían de en medio. Era una situación en la que todos ganaban, y él lo sabía.
– Trato hecho.
– La mitad del dinero por adelantado y lo demás al acabar.
Michael pronunció muy seriamente esas palabras y Denis, sin poder contener la risa, alargó una mano carnosa y todos se estrecharon la mano.
– Vosotros dos sois muy divertidos. Venid mañana por la noche y ultimaremos los detalles, ¿de acuerdo? Y ahora muchachos, tomad lo que queráis, invita la casa.
Se fue riendo, pero también sabía que algún día serían sus superiores, al menos Danny. Iba camino de la perdición, camino de la riqueza, camino de su propia tumba. Denis se dio cuenta de que era un muchacho que necesitaría ser tratado con sumo cuidado en los siguientes años y que Dios amparase a aquel que no lo hiciera.
Danny y Michael se miraron durante unos instantes.
– Bien hecho, Mike. Tienes un don para los números. Por eso, nada más, te llevarás una tercera parte. ¿Te parece bien?
Michael asintió, contento. Era una tercera parte más de lo que esperaba. Lo habría hecho por nada. Sabía que el salario semanal que tan astutamente había conseguido del griego sería absorbido y él recibiría un porcentaje.
Danny, sin embargo, sabía que Michael valdría su peso en oro cuando surgieran nuevos negocios. Era un tipo listo y tenía buen corazón. Danny buscaría el trabajo y Michael manejaría las ganancias. Formaban un buen equipo, habían sido colegas desde niños y Danny confiaba en él. En ese nuevo mundo de adultos en el que estaban adentrándose eso era algo de suma importancia.
Big Dan estaba en la cocina, con una taza vacía delante, escuchando a Del Shannon, que cantaba suavemente en la radio. Esperaba que su hijo llegase a casa. Estaba rígido y dolorido, el cansancio que ahora se había convertido en su eterno compañero volvía a amenazarlo. Jamás se recuperaría por completo de lo que le había sucedido, pero cada día que pasaba se sentía más fuerte, física y mentalmente. La necesidad de jugar se le pasaba a veces por la mente y resultaba muy difícil de controlar. Lo ponía de los nervios verse allí sentado en ese puñetero piso perdiendo el tiempo cuando podía estar jugando una partida de cartas con sus colegas, mojándose el gaznate con unas copas y haciéndoselo con una desconocida.
Su esposa le había vuelto loco con el paso de los años; cuanto más dura se había hecho su vida, más fácil le había resultado encontrar razones para no regresar a casa. Luego, al ver a Ange trabajar fuera por primera vez, se dio cuenta de que se las podía apañar bien sin él. La sensación de ahogo que le producían su esposa y sus hijos en ciertas ocasiones le hicieron cada vez más necesarias sus ausencias. Sabía que se había estado engañando a sí mismo durante años y que el odio que sus hijos sentían por él estaba más que justificado. De hecho, entendía lo que le había hecho su hijo mayor por la faena de las seiscientas libras. Cuando pensaba ahora en esa cifra, sobrio y con la cabeza clara como no la había tenido en quince años, veía en qué se había convertido.
Sin embargo, a pesar de que aceptaba su parte de culpa, no podía permanecer en aquella casa por más tiempo si su hijo no relajaba un poco el ambiente. Lo hacía por Ange, por los niños y, en última instancia, por él.
Sobrio y contrito, se dio cuenta del daño que había causado a la familia; lo había visto con una claridad que le había hecho rememorar su propia niñez y la negligencia de su padre. Él había sometido a su padre al final de sus días, al ver que flaqueaban sus fuerzas y se acercaba el día de su muerte, igual que ahora su hijo hacía con él. Se daba cuenta de que los pecados que cometían los padres pasaban a los hijos, hasta la tercera o cuarta generación.
Que Dios se apiade de la pobre puta con la que se casase su hijo. Seguro que terminaría torturándola, aunque en realidad a quien estuviese torturando fuese a él mismo. Era como si su padre se hubiese reencarnado. Lo había odiado desde siempre y eso se había vuelto en su contra. Ahora su hijo le odiaba tanto como él había odiado a su padre. Su viejo, otro Danny Cadogan, estaría encantado con ello. Sin embargo, su madre no había mostrado ni un ápice de lealtad y había huido sin pensárselo dos veces. Desaparecía semanas o meses y se iba de juerga cuando la vida ya era demasiado para ella. Sin embargo, su esposa Ange, bendita sea, era demasiado leal, especialmente tratándose de él.
Danny miraba fijamente el cuerpo lisiado del que una vez había sido su orgulloso padre. Su madre estaba a su lado, con la mirada asustada, la misma que tenía siempre en los últimos días.
– Déjalo en paz. Déjalo dormir, hijo. Tú vete a la cama y déjame a mí resolver este asunto.
Danny vio que su padre se despertaba y miraba alrededor. Parecía viejo, viejo y demacrado, pero no le importaba lo más mínimo. Luego, acordándose de las palizas que había recibido de él, sus chanchullos, sus mentiras y su abuso mental, lo consideró normal. Jamás le perdonaría a su padre por el odio tan ferviente que había engendrado en su joven cuerpo, ni por la humillación que les había hecho sentir a todos al jugarse el sustento sin pensar por un momento en las consecuencias. No había duda de que su padre era un gilipollas de mierda, un inútil putero al que despreciaba por completo.
Su madre estaba hecha un manojo de nervios y eso le irritaba tanto como le dolía. Siempre trataba de imponer la paz entre ellos. Al principio quiso que lo odiasen, cosa que hicieron, y luego que lo perdonasen, cosa que ya era imposible. De pie, con su vieja bata y su camisón desmesuradamente largo, parecía mucho más vieja de lo que era. Siempre había sido así y la culpa de todo la tenía ese hombre: su marido.
– Vete a la cama, mamá.
Ange percibió el tono monótono que siempre utilizaba cuando estaba cerca de su padre, un tono que sabía que a él le resultaba insultante, tal y como pretendía.
– Vete a la cama, mamá. ¡Por lo que más quieras! Y quédate allí.
Danny la cogió por el codo y la escoltó no demasiado afablemente desde los confines de la cocina. Ella no trató de impedírselo, pues había algo en su voz y en su conducta que le impedían reaccionar.
Cuando Danny abrió la puerta de su dormitorio para empujarla dentro, le susurró:
– Hazme un favor, mamá. Por una vez en la vida no te metas en esto.
Cerró la puerta con firmeza y con una decisión que iba dirigida a todos los de la casa.
Su padre lo observó cautelosamente al verle regresar al salón. El piso era demasiado pequeño para guardar ningún secreto. Se dio cuenta de que todas las broncas y peleas que habían tenido las habían escuchado no solamente la familia, sino todos los miembros de la vecindad. Estar sobrio y tan sensible lo hacía ser mucho más estricto en sus juicios.
Danny miró con desprecio a su padre, a ese hombre grande que ahora no era nada más que un tullido. Si en algún momento había tenido miedo de él, hacía mucho que había desaparecido. Ahora lo único que le quedaba era el odio.
Big Dan era consciente una vez más de sus emociones y recordó que tenía una misión que llevar a cabo.
– Esto no puede seguir así, Danny Boy. No le está haciendo ningún bien a nadie.
Vio cómo sonreía su hijo y le sorprendió que se pareciese tanto a él. Se veía a sí mismo con esa edad, fuerte de mente y cuerpo. Veía lo que debería haber sido, lo que podría haber sido, y eso le hizo recordar la vida que había malgastado. Al cabo de años de borrachera, con la cabeza ida, lo único que había conseguido era vivir esa situación tan horrorosa y vergonzante, esa situación que ni siquiera había visto llegar.
– ¿Y qué te crees? ¿Que no me he dado cuenta?
Danny Boy sonrió, enseñando sus fuertes y blancos dientes, recordándole a su padre otra cosa más que había perdido con los años, no sólo física sino mentalmente. Era un reflejo de lo que había sido, una caricatura del hombre que había engendrado tres hijos y no sabía ni quería saber nada de ellos.
Hasta ese momento, al menos, no se había preocupado por ellos en lo más mínimo.
– En serio, hijo, tenemos que…
– ¡Cierra tu puñetera boca! -respondió Danny negando con la cabeza lentamente.
Su mirada carecía de emoción, algo que la gente no percibía hasta que no era demasiado tarde. Por lo general, su sonrisa bastaba. Como todos los mortales apuestos, se había librado de asesinar. Interrumpió a su padre de forma tan tajante que ambos se quedaron perplejos.
– Yo no soy tu puñetero hijo. Puede que lo sea de mi madre, pero tú sólo eres una puta mierda para mí.
– Soy tu padre por mucho que quieras y, créeme, no pienso ir contándolo a los siete vientos. Pero no se trata de nosotros, hijo, sino de ellos.
Señaló el vestíbulo con un dedo nudoso y amarillo por la nicotina. Su rectitud y su amargura sorprendió a los dos.
– ¿Qué pasa? Ahora te crees muy listo.
– Bastante. Algo que tú pareces haber heredado, te guste o no. Pero, quieras o no, esto se tiene que acabar ya, enano cabrón. Yo me iré, me marcharé de la casa si eso es lo que quieres, pero lo haré porque yo lo diga, no porque tú me eches de aquí.
Danny Boy miró de arriba abajo al hombre que le había engendrado y, con toda la seriedad del mundo, dijo:
– Entonces será por el bien de mi madre, digo yo.
Big Dan Cadogan sonrió y, levantando los hombros al mismo tiempo que abría los brazos en gesto de amistad, dijo:
– Me marcho, hijo. Voy a salir por esa puerta.
Danny Boy lo imitó, encogiendo los hombros y abriendo los brazos, y luego bramó:
– ¡Habrase visto! Te crees muy grande, pero no eres nada, colega, sólo un cero a la izquierda, y la única razón por la que estás aquí es mi madre, que, al igual que tú, no vale una mierda.
– Tú quieres a esa mujer con toda tu alma y lo sabes.
– ¿De verdad? Me lo estoy preguntando mucho últimamente. Ahora siéntate y cállate mientras te doy un consejo. Un consejo que, si yo estuviese en tu lugar, me tomaría muy en serio, porque estás más que acabado: ésta es mi casa ahora y más vale que lo tengas en cuenta.
Big Danny ya no sabía cómo reaccionar ante su hijo. Miró al muchacho, que había crecido bajo la tutela de su caprichosa paternidad. El muchacho tenía todo el derecho del mundo a odiarle, ya que él no se había tomado la molestia ni de conocerle porque se lo veía muy capaz de abrirse camino. De hecho, no le importó que dejasen a su padre hecho un tullido. Se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto, para tratar de mitigar su cólera. Sacudió la cabeza lentamente.
– Espero de ti tanto como tú de mí. Pero deja que te diga una cosa, hijo, no pienso quedarme aquí sentado esperando a que me digas lo que tengo que hacer. Prefiero dormir en las cloacas.
Lo dijo de verdad, sintiéndolo de corazón, pero ya era demasiado tarde y ambos lo sabían.
Danny se sentó frente a su padre y encendió un cigarrillo. El coraje y la valentía que había acumulado Big Dan se desvanecieron y empezó a sentirse culpable del tipo de persona que había creado y traído a este mundo. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que aquel muchacho carecía de sentimientos. Era un joven frío, con el corazón endurecido, al que no le preocupaba nadie y al que resultaba inútil hablarle. Le recordaba a sí mismo.
– Bueno, tú conoces las cloacas mejor que yo, padre.
Tenía razón y eso le dolió. Big Dan se vio a sí mismo y la imagen le resultó aterradora, pues ya era demasiado viejo como para intentar corregir sus errores. Sin embargo, al parecer aún se molestaba en escuchar sus consejos.
– ¿Te das cuenta de lo que has llegado a ser, Danny Boy?
Pretendía que su hijo le escuchase y entendiera lo que quería enseñarle, buscar la forma de ayudarle a que viviera en su mundo, en su peligroso mundo.
– Pues bien, hijo, tengo algo que decirte. Eres como yo, somos como dos gotas de agua, y ¿sabes lo que más me asusta? Yo soy un borracho, un jugador, un don nadie, pero ¿cuál es tu excusa?
Se rió, y de buena gana.
– Me marcho. Me quitaré de tu camino, de eso no te preocupes. Te puedes quedar con todos ellos, con toda la puñetera tribu. Pero ten en cuenta una cosa: algún día estarás sentado en este mismo sitio. Soy como tu futuro y, al igual que yo, sentirás el odio de todos los que te rodean. Esperaba que me escucharas, pero tú jamás escuchas a nadie, ¿verdad que no? Te crees un sabelotodo, pero eres tan hijo de puta como yo y como mi padre. Sólo te pido un favor, si no te importa.
Danny suspiró, como si fuese pedirle demasiado, lo cual era cierto.
– Cuida de todos, ¿vale? Espero que lo hagas, porque yo no puedo hacerlo. Yo lo he echado todo a perder, como imagino que harás tú. Pero al menos inténtalo, inténtalo como hice yo y verás que no resulta fácil.
Danny miró a su padre y lo vio tal como lo había visto desde siempre: una persona que buscaba la forma más sencilla de quitarse de en medio, de delegar sus responsabilidades al primero que tuviese a mano. Se rió, tratando de mantener la compostura y de no levantarse y hacer pedazos a ese hombre, pero en ese preciso momento necesitaba algo de él, necesitaba de su sabiduría y de su perspicacia.
– Cierra tu jodida boca, cabrón, y escucha. Antes de que te vayas, contéstame a una pregunta.
– ¿Qué coño quieres saber? ¿Por qué iba a tener que responder a tus preguntas? -respondió riéndose de nuevo con esa risa suya tan desagradable.
– Porque si no me respondes, te mataré. Y eso no es una amenaza, sino una promesa. Basta con que me des una excusa y verás cómo te quito de en medio de una vez por todas. Tienes que demostrarme que tienes algo que yo necesito, algo que quiero. Si no lo haces…
Dejó la frase sin terminar porque sabía que su padre se percataba de a qué se refería. Le estaba ofreciendo a su padre una salida, por tanto dependía de él aprovecharla o no. La atmósfera estaba cargada de violencia y ambos sabían que una palabra equivocada bastaba para que la sangre corriera. Danny Boy estaba buscando una excusa para tomarse la revancha.
Big Dan Cadogan miró a su hijo y se dio cuenta de que, por alguna buena razón, necesitaba de su experta opinión. Le estaba ofreciendo la oportunidad de redimirse y pensaba aprovecharla.
– ¿Qué es lo quieres saber?
– ¿Puedo confiar en Louie Stein o no?
Big Dan suspiró. La pregunta le sorprendió tanto que suscitó su interés, algo que jamás le había ocurrido. Big Dan quiso saber qué sucedía, ya que echaba de menos estar en primera línea y enterarse de lo que pasaba en las calles.
– ¿Confiar en él por encima de quién?
Danny Boy se rió sin demasiadas ganas. Se dio cuenta de que su padre se había percatado de que estaba en un dilema y quería saber quién más estaba en el juego.
– ¿En quién estás pensando?
Big Dan se apoyó en el respaldo de la silla, sabiendo que la respuesta que debía darle tenía que ser lo más sincera y honesta posible si es que deseaba ayudar a su hijo, algo que, a pesar de su arrogancia, quiso repentinamente hacer por la sencilla razón de que lo apreciaba. Eso le sorprendió tanto como le hubiera sorprendido a su hijo; de haberlo sabido, claro.
– Los Murray son unos parásitos, carroña pura. Yo lo sé mejor que nadie. Louie Stein es como la Virgen María en comparación con ellos. ¿Por qué me preguntas eso?
Danny Boy ignoró la pregunta porque no tenía el más mínimo deseo de entablar una conversación con su padre.
– ¿Se ha sospechado alguna vez de que Louie Stein se haya ido de la boca?
Big Dan se encogió de hombros y negó con la cabeza lentamente.
– No que yo sepa, pero ten en cuenta que Louie lleva en el ajo mucho tiempo, mientras que los Murray se aprovechan de personas como yo y como tú. No me estoy excusando por lo que hice, ni por lo que pasó, pero la verdad es que no recuerdo nada y los Murray aprovecharon la ocasión para sacarnos seis de los grandes. Y digo sacarnos porque desde el momento en que se las debía yo, se las debíamos todos los de esta familia, sin importarles lo pequeños que erais. Sé que harás lo que se te antoje, pero espero que tengas más suerte que yo con ese par de mamones. Y olvídate de ti y de tus sueños de grandeza porque ellos te los echarán por tierra y se reirán mientras lo hacen.
Big Dan hizo un esfuerzo por levantarse, a pesar de que su cuerpo se estremecía de dolor. Sus músculos y tendones estaban tan rígidos que el crujido de sus huesos se oyó con toda claridad en la habitación.
– Tú me serviste en bandeja y lo acepto, porque sé que lo hiciste por tus hermanos. Yo os dejé a todos en la estacada, sé que lo hiciste por eso. Pero no creas que los Murray te respetarán por eso, porque no son ese tipo de personas. Ellos se aprovechan de todos. Louie es un santurrón al lado de ellos y se puede confiar en él plenamente. Louie tiene algunos de la pasma a sueldo -continuó-, por supuesto que sí. No le queda otro remedio. Yo no me arriesgaría a poner en duda nada de lo que dijera, así que, si te ha advertido de algo, ten cuidado.
Danny Boy asintió en señal de acuerdo. Era la respuesta que esperaba. Había confiado en Louie, pero debido a la juventud necesitaba que alguien le confirmase lo que pensaba. Tenía que ir aprendiendo cómo funcionaban las cosas. Pronto cumpliría los catorce años y quería que lo viesen como el cabecilla del equipo ganador, pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que no gozaba aún de la experiencia necesaria. Aunque su instinto había acertado y Louie no era un soplón, eso no significa que lo supiese todo.
– ¿Te das cuenta de que ésta es la conversación más larga que liemos tenido en la vida, papá? ¿No te parece triste? A mí sí.
Big Dan lo miró a los ojos; era como mirarse en el espejo. Ver las cosas desde cierta perspectiva era algo extraordinario, ya que, a pesar de haberlos perdido a todos, se había dado cuenta por fin de lo maravillosos que eran y de la suerte que tenía de que fuesen sangre de su sangre. Ahora, sin embargo, era demasiado tarde para tratar de enmendar nada, demasiado tarde para decirles lo afortunado que se sentía de que formasen parte de su vida. Sintió deseos de echarse a llorar al darse cuenta de cómo eran sus hijos en realidad, algo que jamás se había molestado en averiguar porque estaba demasiado ocupado apostando y yéndose de putas, demasiado ocupado tratando de olvidarse de su existencia porque eso significaba asumir responsabilidades.
Danny Boy observaba a su padre esforzarse por controlar sus emociones. Suspiró una vez más. Ese hombre representaba todo lo que él detestaba, todo lo que jamás llegaría a ser por muchos derroteros por los que lo llevara la vida. Ahora que ese momento había llegado, no podía permitir que se marchase. Al fin y al cabo, la gente le admiraba porque había permitido que ese viejo cabrón viviera bajo su techo a pesar de lo que les había hecho. La familia, al fin y al cabo, era la familia. Ése era el principal lema del East End, una mentira tan grande como un piano, la reina de todas las mentiras.
Además, si lo dejaba marchar, ¿quién sabe de qué hablaría cuando se emborrachase de nuevo, cuando empezase a jugar, cuando necesitase dinero para apostar y beber? Era una carga, de eso no había duda, pero también era una fuente de sabiduría en lo que respecta a los peces gordos que andaban en circulación. Por esa razón, sólo por ésa, lo soportaría y lo utilizaría.
– Te agradezco lo que me has dicho, padre, así que puedes quedarte. Mejor dicho, te quedarás, porque así lo quiero yo.
Big Dan cerró los ojos y aceptó su destino. A diferencia de él, su hijo tenía la cabeza muy bien puesta y, aunque era tan sólo un muchacho, pensaba como un hombre y, lo que es más importante, todo el mundo lo trataba como tal. Todos los años que Big Dan había estado avasallando y controlando a su familia, o ignorándola cuando le apetecía, ahora se volvían en su contra para morderle el culo, y no podía hacer nada para evitarlo. Había creado un monstruo y, por tanto, no iría a ningún lado hasta que éste se lo permitiese.
Cuando su hijo se levantó para salir de la habitación, sacó media botella de whisky Black & White del bolsillo y la colocó con suavidad encima de la mesa:
– De ahora en adelante, ten en cuenta una cosa: tú fuiste el primero en sacarnos la sangre.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
La voz de Louie sonó calmada, pero Danny detectó la inquietud que reinaba últimamente. El tono que empleaba últimamente mostraba un titubeo que sólo resultaba evidente para aquellos que le conocían bien. Danny no sabía cómo reaccionar, no tenía la experiencia suficiente para resolver la situación de forma propicia y eso le fastidiaba. Encogió sus enormes hombros y sonrió amablemente.
– Estoy bien, Louie, pero dame un respiro.
Louie guardó silencio durante un rato y sirvió un par de tazas de té. Danny miró alrededor y, como siempre, su mirada terminó por posarse en las fotos de las mujeres semidesnudas que estaban pegadas en la puerta. Las habían colocado allí por la simple razón de que eso era lo que se esperaba, ya que Danny sabía de sobra que Lou no tenía ningún interés en el sexo débil; su mujer y sus hijos le bastaban. Además, le hacía sentirse incómodo que algunas de las chicas que salían en las fotos fuesen más jóvenes que sus cinco hijas. Por otro lado, Danny sabía que había que cuidar la imagen, ya que la mayoría de los hombres con los que trataba se pasaban la vida mirándolas, soñando o hablando de ellas. A él le gustaban esas fotos, pero él era sólo un muchacho. Sin embargo, que les gustasen a esos viejos era una vergüenza. A él se le ponía tiesa con sólo imaginar tirárselas, pero esos carcamales sólo podían tener una erección si sus esposas se llevaban el bote del bingo. Lo único que sabían hacer era hablar, lo único que les quedaba era su imaginación, y a Danny le inspiraban lástima tan sólo por eso. A él no habría mujer que le dijese lo que tenía que hacer, ni en qué ocupar su tiempo, ni en qué gastar su dinero, pues se consideraba demasiado astuto para caer en ese juego. Una de las razones por las que se ocupaba de su familia era precisamente por eso: porque su padre había considerado más importante su mundo que el de sus hijos y el de su familia, sus deseos y sus necesidades.
Mientras Danny observaba a la morena que aparecía en la foto, con las piernas separadas y esa capa de maquillaje que resaltaba aún más su juventud, pensó en el mundo de los hombres. De los hombres como su padre, como los Murray, de esos que sólo se preocupaban de sí mismos. Esa chavala sólo servía para hacerse una paja, para echarle un polvo, alguien a quien usar una y otra vez, incluso cuando ya fuera una pensionista. Esas fotos se verían hasta la llegada del próximo milenio, pues, al fin y al cabo, unas buenas tetas y un buen culo son eso, unas buenas tetas y un buen culo. Pero ella tenía al menos una razón para hacer valer su peso en oro: sus hijos. Las mujeres eran capaces de hacer por sus hijos muchas cosas que resultaban detestables dentro de la comunidad en la que vivían. Los hombres, sin embargo, eran perdonados por todos sus infames crímenes.
Eso de mirar fotos estaba bien, pero no se podía comparar con la vida real. Le encantaba el mundo que había descubierto: chicas ardientes y deseosas dispuestas a ponerse de rodillas. La falta de aliento antes y después del acto, incluso ese sentimiento de disgusto que sentía cuando luego la chica trataba de entablar conversación y se acurrucaba a su lado, especialmente cuando él ya no deseaba otra cosa que marcharse lo antes posible.
Louie lo miró y sonrió. Recordaba la facilidad con que se le empalmaba hacía años, cuando la vida sólo era algo que merecía la pena gozar y todo se veía a mucha distancia.
– Es posible que no lo creas, pero llegará un día en que las chicas no se rendirán a tus pies, que todas ellas estarán fuera de tu alcance hasta en sueños, pues serán una fantasía que hasta tú mismo detestarás. Un día te despertarás y te darás cuenta de que han pasado treinta o cuarenta años. Un día, si no tienes cuidado, serás igual que yo.
Danny Boy sonrió amablemente, mostrando unos dientes uniformes y un mandíbula cuadrada que le hicieron recordar a Louie lo joven que aún era y lo muy dispuesto que estaría a cambiarse por él.
– Bueno, podría ser peor. Podría terminar como mi padre.
Louie no se rió como esperaba, sino que negó con la cabeza y respondió tajantemente:
– Si de mí depende, eso no sucederá jamás.
La completa negativa de Louie a que algo así pudiese suceder le agradó al muchacho, pues era lo último que deseaba que le sucediera.
Louie encendió un puro, le dio profundas caladas, concentrándose en él durante largo rato, paladeando su gusto amargo al entrar y la suavidad del humo al salir. Luego se sentó frente al muchacho y lo miró fijamente, de los pies a la cabeza. Fue una mirada larga y prolongada, un acto deliberado, por eso Danny se limitó a esperar su último comentario.
– ¿Has pensado en el consejo que te di sobre los Murray?
Louie sabía que el muchacho aún era virgen en esos avatares y también sabía que los asuntos, yendo de esa forma, no podían ni debían prolongarse más tiempo de lo debido. Soltó una bocanada de humo azulado en el rostro de Danny, a sabiendas de que no lograría sacarle una respuesta. Louie sabía que Danny estaba preocupado por lo que le había dicho, y tenía razones sobradas para ello. Louie no estaba seguro de por qué necesitaba justificarse a sí mismo. Tratando de convencerse, se había repetido en varias ocasiones que se debía a que le agradaba el muchacho, pero sabía que había algo más.
– Te lo he dicho sólo como consejo, ¿de acuerdo? Hace poco he tenido algunos escarceos con los capos y me dijeron que cuidase mis espaldas en lo que a los Murray se refiere. Yo te lo he dicho a ti y deberías apreciar lo que vale esa información. Ellos lo saben todo porque tienen a casi toda la bofia metida en el bolsillo y su opinión es compartida por todas las personas con las que me relaciono. Si estás dispuesto a seguir por el mal camino, mi consejo es que comprendas la diferencia que hay entre un jugador y un mentecato. Ten la cabeza gacha, la boca cerrada y el culo apretado, y verás que no te pasa nada.
Le dio otra profunda calada al habano y echó un humo tan denso que Danny tuvo que sacudir las manos para dispersarlo.
– Una última cosa, muchacho: jamás muerdas la mano del que te da de comer, ¿de acuerdo?
Era una amenaza, amistosa, pero amenaza, y Danny se dio cuenta de que Louie estaba ofendido y de que tenía razones de sobra para ello. Él se había portado bien con Danny, pero la juventud de éste le hacía sospechar de todo. Formaba parte del aprendizaje y que Louie lo supiese todo le resultó evidente, algo de lo que se percató instintivamente. Sabía que le había soltado una reprimenda y se lo agradecía de alguna manera, pues significaba que aún tenía alguna oportunidad con él, que aún estaba en su nómina.
Danny le dio un sorbo al té mientras asimilaba todo con su calma acostumbrada. Stein admiraba sus estoicos modales y además observó que aceptaba la reprimenda con ecuanimidad.
– Eres un buen muchacho, Danny, y cuando digo muchacho sé a lo que me refiero. Pero no lo jodas todo. Eres un novato y no significas gran cosa para ellos. A las personas les agradas, pero las cosas pueden cambiar en un instante. Si no me crees, pregúntale a los Murray.
Louie dio una nueva calada al puro y los ojos se le pusieron acuosos, pero eso le encantaba. Churchill había fumado esa misma marca de habanos, aunque a él probablemente no le costasen nada. Él, sin embargo, los compraba a un buen precio a una griega que tenía un temperamento endemoniado. Louie conocía a todo el mundo de cierta importancia y, sin saber cómo, se las arreglaba para tenerlos a todos de su lado. Se mantenía alejado de los feudos personales si era posible y jamás discutía de nada que hubiese oído. En su mundo eso era una garantía. La obvia intranquilidad que había suscitado en el muchacho le había molestado porque se había arriesgado en más de una ocasión para ayudarle. Aunque por un lado comprendía su reticencia, ya que era un novato que aún buscaba la forma de abrirse camino, por otro deseaba abofetearle.
Danny se levantó y estrechó firmemente la mano que le daba de comer a él y a su familia, mostrando en su sonrisa el remordimiento que sentía. Sin embargo, el daño ya estaba hecho y ambos lo sabían.
Mary Miles regresaba de la escuela acompañada de Jonjo Cadogan y, cuando pasaron por su bloque de pisos, ambos se echaron a reír. Se suponía que ella estaba en misa y él jugando al fútbol, pero ambos mentían con tanta facilidad que las mentiras salían de su boca con suma naturalidad. Cuando se dirigían al descampado que llamaban parque, vieron que el hermano de Mary, Gordon, se acercaba en su bicicleta.
– ¿No te da vergüenza ir en un cacharro de mierda como ése? -dijo Jonjo.
Su voz estaba cargada de malicia, pues le molestaba cualquier intrusión en su pequeño mundo. Aunque sabía que Mary no compartía esos sentimientos, a él le molestaba cualquier tipo de intrusión, aunque fuese la de su hermano. Su amor por ella era tan intenso que llegaba a asustarla. Casi siempre, con estar cerca de ella era más que de sobra, pero cuando alguien más entraba en escena le resultaba imposible controlar sus emociones. Gordon no suscitaba sus celos, pues, al fin y al cabo, era su hermano, pero pasaba tanto tiempo en compañía de su hermana que lo consideraba un estorbo, un mal necesario.
Gordon sonrió. Tenía el mismo pelo rubio que su hermana y la misma sonrisa curvada. Los dos eran bastante guapos y ambos lo sabían. Mary acababa de pasar la pubertad y se estaba haciendo una mujer, por eso su hermano mayor la vigilaba como un halcón. A los nueve años ya sabía más de la cuenta y se percató de lo fácil que es manejar a los hombres para que hicieran lo que desease.
Gordon derrapó con la bicicleta cuando llegó a su altura, su robusto cuerpo dándole un aspecto más torpe de lo usual. La bicicleta era una tartana, de eso no cabía duda, pues la había hecho de piezas que le habían regalado los vecinos y amigos. Fea pero funcional. Todos se reían de ella, pero para él era un medio para conseguir un fin. Él tenía un medio de locomoción, más de lo que podían decir muchos otros.
Había aprendido hacía muchos años que la iniciativa era el principal ingrediente para sobrevivir en la calle y eso era algo que le sobraba. Sonrió de nuevo y su hermana fue la única que se dio cuenta de que estaba muy lejos de responder a los comentarios peyorativos de su amigo y vecino.
– No, no me da vergüenza, Jonjo -respondió-. La mires por donde la mires, ya es más de lo que tú tienes.
Jonjo sabía cuándo alguien le había puesto en su sitio y aceptó la reprimenda de la mejor forma posible.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Acaso no aguantas una jodida broma?
Gordon negó con la cabeza.
– No, no me gustan las bromas. Y menos de gente como tú.
Miró a su oponente con odio, con verdadero odio, mientras decía:
– ¿Nos vamos a casa, Mary? Mamá te está buscando.
Mary Miles suspiró pesadamente. Si su madre la estaba buscando, tendría que aguantar la retahíla acostumbrada. Eso significaba dolor, físico y mental, además de horas enteras de drama y recriminaciones. Y también que ella lo solucionase con la pasma cuando se presentase, porque de eso no cabía duda, su madre se aseguraría de que hiciesen acto de presencia. Era su nueva forma de divertirse y disfrutaba de todo el drama que ponía en ello.
La policía estaba acostumbrada a que Mary interviniese cada vez que su madre se enfrascaba en una de sus trifulcas. Confiaban en ella porque sabía cómo sosegarla, cómo solucionar sus rutinarias disputas. Su madre tenía peleas con los vecinos a cada momento, peleas violentas que siempre eran por su culpa y que terminaban en las manos. Un puñetazo era la única válvula de escape que utilizaba su madre, además de su única forma de enfrentarse a los avatares de la vida. Se había convertido en el hazmerreír de todos y hacía insoportable la vida de sus hijos. Además de tener que vivir con sus reyertas personales, su afición desmesurada por la bebida y sus devaneos, tenían que enfrentarse a sus compañeros de clase, quienes conocían de sobra su situación porque con frecuencia sus padres eran los que habían recibido los insultos y las amenazas.
Los padres eran un fastidio, pero a ella no le preocupaban lo más mínimo. Ella de lo único que se preocupaba era del ahora y del momento, pues el futuro era una incógnita impredecible. Ahora, sin embargo, y gracias a su hermano, tenía que regresar a su casa, averiguar dónde había estado su madre, con quién se había peleado y tratar de calmar la situación. Le parecía sumamente injusto, pues lo único que ambicionaba era una vida normal, ni más ni menos.
– ¿Está en casa, Gordon?
Este sonrió, enseñando unos dientes perfectos.
– Sí, está con la pasma. La han arrestado por asaltar, pegar, amenazar de muerte y llevar un arma.
Jonjo se echó a reír, pero no porque le sorprendiese los cargos. La señora Miles era todo un caso y probablemente batía el récord de arrestos femeninos. Era la mujer más encantadora del mundo cuando estaba sobria, pero en cuanto se tomaba una copa se convertía en una pesadilla. Aún estaba en libertad condicional por su última trastada, la que incluía haberla emprendido con los espejos del pub y luego decir que se había equivocado de identidad. También estaba pendiente de un juicio por alteración del orden público y conducta lasciva, un cargo que se había buscado tras haberse despojado de su ropa en el club de trabajadores mientras amenazaba a la stripper de verdad con matarla a base de torturas. El pecado que había cometido la stripper había sido aceptar una copa del señor Miles cuando ella estaba presente.
Jonjo lamentaba la situación en que se encontraban sus amigos, pero estaba acostumbrado a ese tipo de cosas. Su madre era otra pesadilla, una borracha que veía insultos y ofensas en cualquier menudencia. Era tan conflictiva que podía hacer que un simple «buenos días» sonase como una declaración de guerra. Tenía además una pistola de aire comprimido que nadie de la familia lograba arrebatarle. Podría estar cayéndose de borracha, pero siempre lograba esconder la maldita pistola antes de que se la quitaran. Sin embargo, cuando dormía la borrachera, nadie lamentaba más que ella lo sucedido. En su mundo, una mujer que bebiera solía ser vilipendiada, ya que las mujeres aún continuaban siendo un parangón de virtudes, aunque sus maridos robasen o engañasen. Las mujeres tenían que responder de sus acciones, los hombres no.
– ¿Llevar un arma? ¿De dónde la ha sacado?
Gordon sacudió la cabeza, ya sin reírse.
– No lo sé, Mary. Creo que ha sido el viejo. Imagino que estará robando de nuevo.
Lo dijo tal cual, sin emoción ni inquietud alguna.
– Mejor será que me vaya, Jonjo. Nos vemos mañana, ¿vale?
Jonjo asintió, sorprendido de la calma con que Mary se tomaba las cosas sabiendo que, si consideraban a su madre culpable, ellos se quedarían sin nada.
– Buena suerte, colega.
Mary sonrió con tristeza.
– ¿De qué suerte hablas? Eso no existe en mi casa.
– Mi vida es una mierda y tú lo sabes. Bien que has procurado que sea así. Mi marido vive asustado en su propia casa. Jamás pensé que sucedería una cosa así.
Angélica Cadogan hablaba como una mujer castigada por la vida, como si su marido fuese inocente de los cargos que le imputaban. Danny no podía creerlo.
– Tú has jodido tu vida, mamá, y luego jodiste la nuestra.
– Yo lo he dado todo por mis hijos.
– Cuéntale ese rollo a otro, madre, a lo mejor se lo cree. Tú jamás nos has dado nada y lo sabes de sobra.
Danny Boy le dio la espalda a su madre porque no quería seguir escuchando su cantinela de siempre.
– No te atrevas a darme la espalda.
Danny suspiró en señal de fastidio, deseando herirla como ella le había herido a él y a sus hermanos.
– Tú no dudarías en vendernos con tal de tener una audiencia con el viejo. Hace mucho que lo sabemos. Sólo te preocupas de nosotros cuando te ves sola, cuando el viejo se va de marcha. Una vez que vuelve, te olvidas de nosotros.
La verdad duele y Angélica lo sabía mejor que nadie, por eso se cabreaba con el muchacho. Su hijo mayor era quien trataba de mantenerlos unidos y el que procuraba que no les faltase de nada. El sentimiento de vergüenza y culpabilidad la hizo estallar.
– Eres un jodido cabrón.
Danny Boy levantó la mano y respondió con tristeza:
– No hagas eso, por favor, madre. Es un cabrón de mierda y siempre lo ha sido. No intentes justificar su comportamiento ni tu forma de tratarnos soltándome ese rollo. Te lo advierto, madre, no me cabrees más de la cuenta. Esta noche no estoy para bromas.
Le señalaba con el dedo. Angélica sabía que estaba haciendo lo posible por simular que no sabía lo que pretendía de él. Era un juego al que habían jugado en muchas ocasiones anteriormente, sólo que esta vez no estaba dispuesto a que su madre se saliese con la suya. Ambos sabían de sobra que él ya no estaba dispuesto a seguir su juego nunca más.
Angélica negó con la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y empezó a llorar, ahora de verdad.
– Por favor, hijo, hazlo por mí. Es mi marido, tu padre…
Una vez más se lo estaba rogando. A veces, con eso era más que suficiente, pero sólo si él permitía que sus efímeras palabras surtieran su efecto. Danny la odiaba porque siempre consideraba necesario montar ese drama, como si ella tuviera el don de ablandarlo después de todo lo que había sucedido.
– Ya te he dicho que puede quedarse, pero eso no significa que haya dejado de odiarle, así que no hagas que te odie a ti también. A él le preocupa un carajo su familia, así que no trates de pintarme las cosas de otro modo. Jamás lo ha hecho y jamás lo hará.
El rostro de su madre estaba contraído por la rabia, su voz cargada de malicia.
– Ahora es un inválido por tu culpa. No tiene a nadie en el mundo, salvo a nosotros.
Danny Boy sacudió la cabeza. Estaba consternado. Si lo que pretendía su madre era que sintiera lástima por su padre, estaba pidiéndole demasiado.
– ¡Vaya por Dios! Ahora resulta que es más bueno que el pan. Sin embargo, si yo no hubiera actuado, eso nos podría haber ocurrido a cualquiera de nosotros. Se ha pasado la vida pegándonos, a ti incluida, y tú lo sabes mejor que nadie. Él también nos podía haber hecho mucho daño en sus buenos tiempos. Se pasaba el día pateándonos y abofeteándonos. Llegó incluso a apagarte un cigarrillo en la cara. ¿Acaso no te acuerdas? Así que no me cuentes rollos y que se vaya a la mierda, él y tú.
Danny avanzó hacia ella con un gesto tal en la cara que Angélica, por primera vez en la vida, tuvo miedo de él. Danny se dio cuenta del miedo que la invadía, pero no se sintió mal por ello porque le servía para reafirmar que, sin él, su familia se hubiera hundido del todo. Esa mujer, es decir, su madre, le hacía darse cuenta de lo poco que se puede confiar en las mujeres. Al parecer, creía que era un lerdo que acababa de caerse de la higuera, un don nadie que iba a permitir que ese mierda regresase a sus vidas como si nada hubiera pasado. Él, Danny Cadogan, había asumido el papel de cabeza de familia, había pagado las facturas y les había dado a todos de comer. A pesar de que a ninguno le faltaba de nada, ella seguía estando a merced de ese cabronazo, ese al que llamaba su padre y que apenas prestaba atención a sus hijos. Debería estar contenta con sus hijos, su verdadera familia, pero no, aún deseaba al hombre que había destruido sus vidas, y trataba de justificarlo de cualquier manera.
Le dolía saber que su madre aún necesitaba a ese hombre que había estado al borde de provocar la destrucción de su familia, le dolía que le montara toda esa bronca por un polvo, pues eso es lo único que le había dado. Su padre no les había dado otra cosa que palabras duras y palos. Su madre, por otro lado, se había pasado la vida intentando protegerlos a todos, a ella incluida, de sus borracheras y ahora pretendía convencerlo de que era el marido perfecto, el amante ideal. Él, sin embargo, había sacrificado su infancia por ella, por su familia y ahora encima le pedía que olvidase el pasado y se comportase como si nada hubiera sucedido. Al parecer, le pedía que simulara que todo iba a pedir de boca, cosa que consideraba una libertad diabólica por su parte.
Obviamente, por alguna razón, lo echaba de menos. Pero ¿por qué? No echaba de menos su elocuente conversación, de eso no cabía duda. Ni tampoco su esplendorosa generosidad porque sólo se le veía la cara cuando ya no le quedaba ni un penique en el bolsillo, cuando ya se había gastado hasta el último centavo, cuando ya se lo había dejado todo en las apuestas o jugando. Luego, molesto por su suerte y loco por armar bronca, se presentaba en casa, y se presentaba como si fuese el ángel vengador. Entonces todo eran golpes y miedo; la insultaba y, a golpes, la llevaba hasta la cama, mientras sus hijos lo oían todo y se escondían bajo las mantas esperando que llegase su turno.
Por tanto, sólo podía ser por satisfacer sus necesidades, por esa mierda de polvo que le echaba por las noches. En lo que a él respecta, era una desgracia. Por primera vez en su vida su madre tenía dinero de sobra, no tenía que pedírselo a nadie, no se tenía que arrodillar ante nadie y, sin embargo, no era suficiente porque no podía proporcionarle lo que más necesitaba. Tener calefacción, luz, comida de sobra y algo de dinero para ir al bingo, todo eso resultaba secundario; lo único que quería era tener a su marido, sin importarle lo que les había hecho a sus hijos o a ella. Las mujeres, ahora se daba cuenta, no eran dignas de confianza. Durante toda su vida había escuchado cómo su madre denigraba a su padre, lo inútil que era y lo mucho que debía intentar no parecerse a él.
Había escuchado a su madre durante años; para él era como la fuente de sabiduría, al menos en lo que a su padre se refería. Además, todo lo que le había dicho lo había visto con sus propios ojos, no necesitaba que se lo recalcara, pues sabía de sobra el cabrón de padre que le había tocado. Jamás había tenido tiempo para ellos, excepto para su hermana pequeña, pero eso no contaba. Nadie ponía en duda el amor que sentía por ella, pues ése fue el único signo de bondad que vieron en él.
Ahora, sin embargo, su madre pretendía convencerle de que era una persona diferente, de que estaba arrepentido de todo, de que era un pobre hombre que siempre había tratado de vencer las adversidades de la vida. ¿Qué pensaba su madre? ¿Acaso creía que él se acababa de caer de una higuera?
Ahora era él quien pagaba las facturas, algo que su padre jamás había hecho. En lo que a él respecta, eso significaba que era el que llevaba todo el tinglado. Por tanto, que su madre volviera a sentirse mujer no era razón para que ellos saltasen de alegría.
Un tullido, un inválido, fuese lo que fuese, él se lo había buscado. Su marido se quedaba en casa por la sencilla razón de que no podía ir a ningún lado, por mucho que lo desease, pero eso no significaba que ellos tuvieran que agradecérselo. Ellos tenían sus recuerdos, y el que ella hubiera decidido reescribir la historia no implicaba que ellos tuvieran que hacerlo también. Había utilizado al viejo estúpido, pero si pensaba que iban a empezar a jugar a la familia feliz estaba muy equivocada. Tenía que dejarle eso bien claro, hacerle ver que si dejaba que el viejo estuviera en casa no era porque estaba dispuesto a convertirse en su perrito faldero.
– Ya te he dicho que puede quedarse, madre, y lo hago por ti. Pero no trates más de jugar a ese puñetero juego conmigo. Los chicos son ahora mi responsabilidad, al igual que tú. Y quiero que eso quede bien claro, a ti y a él. A mí no me pesa la conciencia y no creo que tú puedas decir lo mismo. Él no significa nada para nosotros, lo conocemos demasiado bien y, por mucho que digas, no vas a conseguir que le apreciemos ahora. Ya es demasiado tarde, ¿no te parece?
La cara pálida de su madre ya no le afectaba lo más mínimo, su rabia aumentaba a cada momento. Estaba harto de ella, de sus cambios de humor, de que intentara convencerle de que su padre era quien no era.
– No me pidas más de la cuenta, madre, porque tú no has sabido cuidar de tus hijos y, por eso, he tenido que hacerlo yo por ti. No te olvides de eso, ¿de acuerdo?
Ange miraba a su hijo, preguntándose de dónde procedía toda esa rabia, a sabiendas de que no podía esperar otra cosa. En lo más profundo de su corazón sabía que, como siempre, estaba dando de lado a sus hijos, anteponiendo a su marido a todos ellos, poniendo su matrimonio por encima de su bienestar. Ella sabía que tenían razones sobradas para odiarlo, pero eso no cambiaba sus sentimientos.
Asintió con tristeza.
– ¿Puede quedarse entonces?
Danny asintió, con los puños apretados, manifestándole su disgusto y dando el asunto por zanjado. No quería hablar más de ello. Sin embargo, justo en el momento en que ella le daba la espalda, se percató de que estaba embarazada de nuevo, y esa traición tan descarada estuvo a punto de hacerle perder los estribos.
Louie sabía que algo le preocupaba al muchacho, pero por muchas preguntas que le hiciera no había forma de sonsacarle nada. Se había preguntado si era alguna chica, pues, según tenía entendido, era muy activo en esos menesteres. Además, atraía a las chicas, que solían pasearse por allí vestidas con sus mejores atuendos y sonriéndole, sin que la mayoría de las veces él les diera la más mínima respuesta. Era de ese tipo de personas que tiene poco trato con las mujeres, pero que suscita siempre su interés. Al menos, ésa era la impresión que daba. Mientras Louie observaba cómo hablaba con un chatarrero y llegaba a un acuerdo para comprarle unas tuberías de cobre, se percató de que, fuese lo que fuese lo que le pasaba, estaba afectando a su vida. Parecía más mayor, como si llevara el peso del mundo sobre sus jóvenes hombros. Louie sabía que las cosas no podían seguir así por mucho tiempo. En las últimas semanas había observado que había cambiado mucho, y no precisamente para bien. Cualquiera que lo conociera se daba cuenta de eso.
Y él conocía a Danny Boy mejor que nadie. A pesar de su entereza y de ese carácter luchador que tenía, seguía siendo un niño, un niño que estaba cargando con la responsabilidad de sacar a su familia de la penuria, tratando de ofrecerles a sus hermanos mejores oportunidades que las que él había tenido. Además, si los rumores eran ciertos, otro niño venía en camino y, con su padre hecho un tullido, sus probabilidades de encontrar un trabajo decente eran tan remotas como que el Papa diese clases de contracepción. Le hizo señas al muchacho mientras reflexionaba acerca de cómo se lo iba a preguntar, cómo reaccionaría a sus preguntas y si él tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos personales.
Michael estaba calculando cuánto estaban sacando de sus nuevos negocios; durante las últimas semanas habían estado cobrando algunas deudas pequeñas que se podían solventar sin necesidad de utilizar una violencia extrema. Danny Boy estaba empezando a ser considerado un nuevo y prometedor pez gordo porque los hombres a los que se les acreditaba el dinero se daban cuenta de que aceptaba con agrado cualquier encargo. Después de todo, el muchacho necesitaba algunas libras para sacar a su familia adelante, por lo que su gesto se veía como si le estuviesen haciendo un favor. En realidad, sin embargo, estaba recuperando un dinero que no habrían cobrado de no haber utilizado la fuerza bruta, lo que implicaba exigirle al acreedor más dinero; el resto era ya historia. Por tanto, era un asunto en el que ganaban todas las partes.
Michael sabía que si se manejaban bien las pequeñas cantidades, los peniques se convertían en libras y las libras se multiplicaban a un ritmo increíble, especialmente cuando se les daba su merecida importancia.
Los dos se habían convertido en chicos duros, en la respuesta a las oraciones de todos. Danny Boy Cadogan era uno de esos tipos que le machacaría a alguien la cabeza por un billete de veinte libras, algo que, a los ojos de todo el mundo, lo convertía en un ganador. Después de darle unos mamporros, la persona que debía el dinero ya no se sentía tan dispuesta a retrasarse en sus pagos.
Era una situación en que tenían todas las de ganar, por eso Michael y Danny se estaban aprovechando al máximo de ella. Explotar una situación era su lema y, al parecer, no les iba nada mal. También les habían pedido que suministrasen marihuana a una nueva clientela y eso les agradaba. Se hablaba de ellos, todo el mundo solicitaba sus servicios, se habían convertido en los nuevos ídolos del barrio y estaban disfrutando con ello. Todos los capos del Smoke los conocían, sentían simpatía por ellos y los admiraban. Eran muchachos, por lo que de momento no suponían ninguna amenaza para nadie, pero muy útiles si se trataba de hacer un pequeño trabajo. Justo lo que ellos habían estado buscando, por lo que habían rezado. Por pequeños trabajos.
Estaba oscuro y corría un aire frío cuando el lejano sonido de la sirena de un coche de policía rompió el silencio. Danny estaba muy borracho y el aire frío de la noche le cortaba los pulmones cada vez que respiraba.
Había salido del desguace unas horas antes porque, al ver que Louie le iba a echar uno de esos sermones paternales, decidió irse de marcha. Por mucho que apreciase a ese hombre, no tenía intención de discutir sus asuntos con él porque le daba mucha vergüenza. Ya tenía bastante con que todo el mundo supiera que su padre los había abandonado y les había dejado en la estacada.
Mientras se dirigía hacia el mercado de Shepherd notó que la rabia le bullía de nuevo. Tenía quince años y la responsabilidad de su familia recaía sobre él. Sin embargo, pensaba utilizar a su padre en su beneficio con el fin de que todo el mundo lo considerase un gran tipo, un hijo generoso. Después de todo, era sangre de su sangre. Luego, cuando llegase el momento oportuno, se daría el gustazo de ponerlo de patitas en la calle de una vez por todas.
Aquella noche había tenido una cita con un capo de Silvertown, Derek Block, y habían acordado que Danny se encargaría de cobrar algunas deudas suyas en las semanas siguientes. Luego, después de haber hablado de negocios, se habían ido a pasárselo bien. A Derek Block le resultó muy divertido ver el estado de embriaguez en que se encontraba Danny y quizás hubiese ayudado a fomentarlo. A Danny Boy, Derek le cayó mejor de lo que esperaba. Teniendo en cuenta que era un cretino redomado, se sorprendió agradablemente de lo bien que se lo habían pasado juntos.
Ahora volvía a estar solo y, aunque el alcohol le salía por las orejas, consiguió caminar en línea recta y tener un aspecto sobrio.
Danny Boy iba vestido con elegancia, como de costumbre, con un traje oscuro y ese largo abrigo que lo hacía parecer mayor de lo que era. Mientras se dirigía hacia el mercado de Shepherd sólo pensaba en su madre, en su embarazo y en su vil traición al resto de la familia.
Era ya bastante tarde, por eso se cruzó con las últimas chicas que andaban trabajando la calle. Eran los restos de una sociedad coartada y eso le hizo enfadar de nuevo. Respiró profundamente, decidido a tratar de controlar su rabia y su temperamento. A él le gustaban las putas, pues no le causaban ninguna preocupación. Cuando estaba con ellas, sabía en qué lugar se encontraba y no tenía necesidad de ser agradable si no le apetecía. Para él eran útiles, nada más, pues satisfacían sus deseos sin que él se viera obligado a decirles que le gustaban. Su apetito sexual era enorme, mucho mayor que el de todos sus colegas juntos. La mayoría de ellos no tenían ni idea de lo que era echar un polvo aunque se lo pusiesen en bandeja, por lo que se tenían que contentar con hablar de ello y darle a la manivela. Sin embargo, él necesitaba desahogar su agresividad contenida con bastante frecuencia y el sexo le servía en ese sentido.
El mercado estaba casi vacío, así que empezó a caminar con más diligencia, deseando no haberse demorado hasta tan tarde. En ese momento vio a una joven oculta en las sombras; una joven que, con sólo verla, se sabía que era nueva en las calles, pues aún tenía la piel clara y su mirada carecía de ese brillo malicioso que se genera con la experiencia y el intercambio del sexo por dinero.
Ella sonrió dócilmente y él le hizo señas para que lo siguiera. Danny oyó el ruido de sus tacones en la acera, tratando de alcanzarlo, y se sintió bien. La estaba llevando fuera de su terreno y era muy tarde, lo que indicaba que necesitaba urgentemente dinero. Llevaba puesta una falda corta de satén, una camisa de colores y un abrigo afgano que había conocido épocas mejores. Sus largas y delgadas piernas no tenían medias y los zapatos de tacón alto que llevaba le impedían andar debidamente. Danny se detuvo en un portal mientras ella le daba alcance. Su rostro, a pesar de lo excesivamente maquillado que estaba, denotaba nerviosismo, y su atuendo le daba un aspecto un tanto ridículo. Danny se sonrió mientras ella se acercaba.
Bajo la tenue luz vio que era realmente bonita, que no tendría más de diecisiete años y que estaba totalmente desarrollada. Su sonrisa dejó entrever unos dientes blancos muy pequeños y una confianza completamente desconocida para él.
Danny Boy la miró durante un rato. Tenía el pelo rubio y espeso, los ojos azules y muy separados, y una cara pequeña en forma de corazón. Su piel cremosa aún estaba lisa, aún no le habían salido las arrugas que las prostitutas de la calle tienen a tan temprana edad. Su exagerado maquillaje le daba un aspecto aún más joven y su sonrisa era auténtica y genuina. Además, había prescindido del protocolo y de las frases de costumbre cuando se intercambia dinero por servicios sexuales. No había duda: era una completa novata.
– ¿Cuánto? -preguntó Danny.
La joven se encogió de hombros, lo que le dio un aspecto aún más vulnerable.
– No sé. ¿Cuánto pagas normalmente?
Tenía una voz suave y respiraba con fuerza por el frío. Danny no le respondió. Se limitó a empujarla contra él y, aferrándola con fuerza, empezó a sobarla. Cuando le apretó los pechos con fuerza, ella cerró los ojos mientras él le abría de piernas con su rodilla. La empujó contra la puerta de la tienda y la besó. Le metió la lengua y le exploró como si se tratase de una verdadera novia. Ella notó el sabor de los chicles Wrigley y de los cigarrillos. Danny no tenía la costumbre de besar a las putas; ésta era una excepción. Mientras la acariciaba, oía su respiración, y luego la besó con tanta violencia que ella apenas pudo respirar. Ella trató de apartarse, pero él se lo impidió cogiéndola de los pelos y echándole la cabeza tan atrás que pensó que terminaría por desnucarla. Luego, asustada, pensó que deseaba hacerle daño de verdad. Danny le mordió con fuerza el labio inferior y ella gritó de dolor. Danny notó el sabor de su sangre, pero eso sólo sirvió para que se sintiera más excitado. Le había quitado el sostén y empezó a chuparle y morderle los pechos hasta que empezó a llorar de dolor y humillación. La levantó y la colocó en una postura que le permitió echarse encima de ella y penetrarla mientras sentía la firmeza de su cuerpo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que eso es lo que estaba buscando: ella estaba tan poco usada que su cuerpo aún estaba firme y prieto, lo que resultaba sumamente excitante. El hecho de que ella estuviera seca y dolorida no se le pasó ni por la cabeza, pues estaba embriagado por el sentimiento que ella le había provocado. Pasando sus piernas alrededor de la cintura la penetró hasta que terminó eyaculando.
– Jodida perra, jodida puta.
Danny repetía esas dos frases una y otra vez, pero ella se dio cuenta de que lo hacía de forma inconsciente.
Cuando explotó de placer y volvió de nuevo a la realidad, oyó la voz de la joven pidiéndole que parase. Se devanaba por soltarse y el dolor que sentía le hizo recuperar las fuerzas. Danny la cogió de las muñecas y se las aferró contra la puerta de madera. El golpe la dejó exhausta y su cara se retorció de dolor e impotencia. Ella lo miró a los ojos y se percató de que estaba delante de una persona muy peligrosa, uno de esos que, tras la apariencia de un cordero, esconde un lobo. Dejó de poner resistencia y esperó hasta que terminase, a sabiendas de que cualquier cosa que hiciese sería inútil. Cuando por fin terminó, notó que la aferraba con todas sus fuerzas y que jadeaba en sus oídos.
El dolor que sentía era real, totalmente real. Le había separado tanto las piernas que notaba que las caderas estaban a punto de rompérsele y tenía la espalda dolorida de darse golpes con el pomo de la puerta.
Danny la miró de nuevo; jamás se había sentido así. Su juventud y su falta de experiencia lo habían excitado de una forma que jamás había imaginado.
El dolor era insoportable. Mientras la dejaba poner las piernas de nuevo en el suelo, se estremeció. Ella no pudo aguantarlo y se aferró a él como pudo. Las piernas se le doblaron y se dejó caer de rodillas. El dolor era insoportable. Se dio cuenta de que sangraba, de que la humedad que sentía entre sus piernas no era sólo de él.
Danny observó el rostro de la joven y, cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que la había jodido, que realmente le había hecho mucho daño. Estaba de rodillas en el suelo, doblada por el dolor, mientras él se arreglaba la ropa para adquirir de nuevo el aspecto de una persona decente. Luego miró a su alrededor para ver si alguien de los alrededores había sido testigo de sus acciones. La calle estaba vacía y la chica trataba de levantarse. Lo tenía cogido del abrigo y trataba de ayudarse para ponerse en pie. Su bonita cara estaba arrugada por el dolor y Danny vio en su mirada el miedo que había pasado. Lo olía. Tenía un olor amargo y sudoroso que le revolvió el estómago. Miró sus piernas, azules y con sabañones del frío, con los tobillos impregnados de suciedad. Su pelo espeso estaba grasiento y, cuando sus dedos aferraron su abrigo, vio que tenía las uñas pintadas y los dedos manchados de nicotina. Ahora que había saciado su apetito sexual, la realidad se impuso. Era una joven sucia, con los ojos hundidos, los ojos de una yonqui. Seguro que era una fugitiva, lo más rastrero de esta sociedad, y él se sentía avergonzado de saber que le había echado un polvo a una mujer de esas.
– Por favor, no puedo levantarme.
Su boca era como una caverna oscura y él la había besado, había besado esa boca con esos dientes tan amarillentos y esos labios tan exageradamente pintados. Notó que la bilis se le venía a la boca y tuvo que contenerse para no vomitar. El puño retumbó cuando se estrelló contra su frente y, cuando la vio caer en el suelo, le propinó una patada. Le dio con tanta fuerza que la levantó del suelo y Danny oyó cómo le crujieron las costillas cuando chocaron con sus lustrosos zapatos. Retrocedió y la miró con desprecio mientras se retorcía de dolor en la acera, gritando, con los ojos a punto de salírsele por el dolor. La pateó de nuevo en la nuca y el golpe la mandó a mitad de la acera. Luego Danny observó cómo trataba a gatas de alejarse de él.
Dejó de gritar, de hecho no podía gritar ni hablar; su instinto le decía que la única forma de defenderse era tratando de huir de esa persona que sólo deseaba hacerle daño. A pesar de que intentaba escapar de la situación tan horrible que estaba viviendo, se dio cuenta de que todos sus esfuerzos serían inútiles.
Danny miró a su alrededor. La calle aún continuaba vacía y la mayoría de las farolas tenían las bombillas rotas porque las más veteranas en el oficio se habían encargado de ello. Cuanto más oscuro estuviera, más probabilidades de ganar dinero tenían. Miró fríamente a la muchacha, cuyo sufrimiento era más que evidente, aunque eso a él le importaba un carajo. La observaba desde fuera, como si la situación en que se encontraba no tuviera nada que ver con él. Se acercó hasta donde yacía tendida y, arrodillándose, la miró detenidamente. Sangraba abundantemente, algo de lo que no se había percatado hasta entonces. Estaba tendida de espaldas, abriendo y cerrando la boca porque trataba de implorar que la dejase vivir, pero de ella no salió palabra alguna, tan sólo sangre.
Danny se preguntó por unos instantes por qué no le causaba ninguna impresión verla sufrir, por qué no se molestaba en ayudarla y también si había alguien que lo hubiera visto y pudiera relacionarlo con ella. Era como ver a un perro callejero agonizando, pues justo eso era lo que estaba haciendo: agonizar. Nadie podía sobrevivir a los golpes que le había propinado. Sin embargo, mientras recuperaba la compostura, se sacudía el abrigo y se peinaba con los dedos, se preguntó qué clase de chica era tan poca cosa como para entregarse al primero que pasara por la calle por un poco de dinero. Que le dieran por culo. A ella y a todas las mujeres como ella.
El alcohol que había ingerido empezaba a disiparse y, tras haber desahogado su ira, se sintió más en sus cabales. Antes de que la chica perdiera la conciencia, la golpeó en la cabeza en repetidas ocasiones con el fin de asegurarse de que no volviera a ver la luz del nuevo día.
Luego, mientras caminaba de regreso a casa, vio que salían los primeros rayos de sol. Se sintió maravillado de lo hermosa que podía ser la vida, por mucho que hubiera mujeres como su madre, o como esa chica sin nombre con la que se había topado esa noche.
Sabía que, permitiendo que su padre se quedase en casa, ganaría muchos puntos, a pesar de que le costaba mucho trabajo asimilar que su madre defendiera al hombre que había destruido sus vidas. Que ella le quisiese más que a sus propios hijos formaba parte del aprendizaje de la vida, por mucho que eso le decepcionara, tanto que casi le brotaron lágrimas. El se había arriesgado y trabajado como un mulo para llevar algo de comida a la casa, para poder vestir a sus hermanos, para minimizar el daño causado por su padre, pero eso parecía no importarle a su madre. Ella estaba más interesada en el cabrón con el que se había casado que en los hijos que había parido.
Justo cuando llegaba a su casa, una joven de dieciséis años llamada Janet Gardner, que se había fugado de Basingstoke, fallecía sola en la acera mientras el chulo de su novio se preguntaba dónde coño se habría metido.
Ange estaba aún levantada cuando regresó su hijo. Su principal preocupación era que se hubiese marchado, lo que significaría que ella tendría que trabajar más horas que una esclava para sacar a la familia adelante por muy preñada que estuviese. Cuando Danny entró en el piso, estaba de pie, en el umbral de la cocina, con su cuerpo rechoncho y su pelo canoso mostrando lo envejecida que estaba.
Se miraron mutuamente y, sonriendo amablemente, se acercó a ese hijo suyo que no sabía a quién había salido y lo abrazó.
– ¿Dónde has estado? Empezaba a estar preocupada.
Danny Boy se encogió de hombros.
– Tenía asuntos que resolver, madre. No te preocupes. Ya he pasado lo peor.
– ¿Te preparo algo para desayunar?
Negó con la cabeza tristemente.
– No. Lo único que necesito es dormir unas horas y tratar de aclararme la cabeza.
– Tienes sangre en el abrigo. Quítatelo y te lo limpio.
Danny bajó la mirada y vio que la sangre de la joven le había manchado el abrigo. Aún estaba fresca y aún conservaba ese color rojo intenso; de nuevo le entraron ganas de vomitar. Aún percibía su olor, el olor rancio de su cuerpo sin lavar, ese que siempre pasaba desapercibido mientras se acostaba con ellas pero que luego se le quedaba impregnado durante horas.
Se quitó el abrigo, se lo dio a su madre y ella lo dobló cuidadosamente sobre su brazo.
– Intenta ver las cosas desde mi punto de vista.
Danny no se molestó en responderle porque su hermano se había levantado y los observaba atentamente.
– ¿Qué miras?
– Vete a la mierda.
Cuando se metió en la cama, Danny aún se reía de la respuesta que Jonjo le había dado a su madre, mientras oía cómo ésta le regañaba por decir obscenidades.
– Tiene el corazón más duro que el bolso de una puta y, si he de ser sincero, no me extraña.
Big Dan se encogió de hombros del modo en que solía hacerlo, tratando de explicar que su esposa era la reencarnación del diablo, a sabiendas de que lo que decía rayaba la blasfemia, teniendo en cuenta la reputación de su hijo y consciente de que los hombres que le rodeaban admiraban el valor que demostraba en decir una cosa así delante de todos ellos.
– Pero no se lo digáis a nadie -añadió-. Recordad que, en la guerra, las conversaciones inoportunas cuestan muchas vidas.
Big Dan escuchó con agrado la sonora carcajada que ese comentario produjo entre los presentes. No ignoraba que era una risa lisonjera, pues sabía de sobra que, en el mundo real, sólo lo soportaban por el hijo que tenía, algo de lo que estaba dispuesto a aprovecharse al máximo. Que su hijo no tuviera ningún interés por él era algo que no le causaba muchos problemas, la cuestión estribaba en que el muchacho confiaba en sus conocimientos sobre los peces gordos y sus andanzas. Sólo por ese motivo aún ocupaba un lugar en su vida, y sólo por eso lo soportaría mientras le fuese útil. Decidió hacer acopio de toda la información que pudiese por si en algún momento resultaba de interés para el muchacho. Ojalá fuese así, porque echaba de menos la compañía de otras personas, el calor del pub y ser el centro de atención. Sabía que todos lo consideraban un inútil, Danny Boy se había encargado de eso, pero también le servía de excusa para no verse obligado a trabajar de nuevo. De hecho, no podría hacerlo aunque quisiera, por tanto no merecía la pena ni planteárselo. Ahora era incapaz de realizar cualquier trabajo manual, lo único que había sido capaz de hacer aun no estando borracho. Lo mejor que podía hacer era sentarse con sus amigotes en el pub y tener los oídos y los ojos bien abiertos para enterarse de cualquier información que fuese de utilidad para su hijo y asegurarse de que no eran simples habladurías. Además, había colaborado a incrementar la reputación del muchacho con insinuaciones e indirectas. Durante el último año, desde que Ange había perdido el bebé, había tratado de ser lo más indispensable posible. Había sido una tarea laboriosa, pero había perseverado y creía que, si no se había ganado su respeto, sí al menos su tolerancia.
No es que el amor se hubiese acabado entre ellos, pues jamás había existido, pero sí habían entablado una especie de tregua, salvo cuando Danny Boy estallaba en uno de sus arrebatos ocasionales, algo que sucedía cuando su hijo regresaba borracho y desahogaba su ira con él. Sin embargo, él jamás cayó en la trampa, sino que se levantaba y esperaba a que agotase su rabia. En el fondo, sabía que se merecía todos los insultos y golpes y, al menos, tenía la delicadeza de no convertirlo en un asunto público. Delante de la gente, ambos se comportaban de forma cívica, y sabía que a Danny Boy se le respetaba por el trato que le confería a un hombre que había destruido y abandonado a su familia. Que Danny le había dado lo que se merecía lo sabían todos, y que luego había aceptado que regresase a su casa, también; de hecho, se había convertido en parte del folclore local.
Eso le hacía parecer un hombre generoso y magnánimo cuando, en realidad, sólo era otro vicioso cabrón enmascarado de niño bueno. Big Dan tenía la certeza de que su hijo se convertiría en alguien importante; de hecho, ya empezaba a ser considerado casi como tal, por eso lo recibían con agrado allá donde fuese. Nadie quería ponerse en contra del muchacho y, si lograba ganarse sus favores, los demás seguirían su ejemplo. Después de todo, por mucho daño que le hubiera hecho Danny con su deseo de venganza, no significaba que él estuviera dispuesto a retroceder y permitir que alguien se saliera con la suya. Al fin y al cabo, continuaba siendo su padre y eso era algo a tener en cuenta en su mundo, por muy inútil que fuese la persona en cuestión.
El muchacho, además, estaba ganando un buen dinero últimamente y se relacionaba con personas de mucho peso, lo cual decía mucho de él teniendo en cuenta lo joven que era. No había duda: Danny era un diamante en bruto. Un diamante vicioso, odioso y endiablado que tenía el don de ganarse a la gente como él. Se debía a ese rostro abierto y franco que le daba la apariencia de un ángel, como si la mantequilla no se derritiera.
Bueno, ya lo averiguarían y, cuando lo hiciesen, ya sería demasiado tarde. Eso era una ventaja que su padre tenía sobre ellos. Estaba seguro de que maldecirían el día en que le concedieron permiso a su hijo para que cazase en su territorio, pues la cacería era su devoción, algo que llevaba en la sangre y formaba parte de su naturaleza. Les arrebataría todas sus posesiones, cosa por cosa y a cada uno de ellos, incluso esa sonrisa socarrona que tenían en el rostro. Era un ave rapaz, lo era de nacimiento, además de un animal carroñero.
Si alguien necesitaba que le hiciesen un trabajo, Danny Boy siempre se mostraba disponible. Su considerable tamaño y sus modales tranquilos y respetuosos le habían hecho granjearse el aprecio de toda la comunidad delictiva. De lo que no había duda era de que sabía cuidar de sí mismo, eso resultaba indiscutible hasta para él, además de que tenía la cualidad de controlar su violencia y, cuando resultaba necesario, darle rienda suelta. Su exuberante juventud formaba parte de su encanto general.
Danny Boy empezaba a ser conocido por sus negocios con drogas y por su habilidad para resolver los problemas discretamente. También se dedicaba a cobrar deudas, buscar un pistolero o transmitir mensajes cuando era necesario. Era capaz de convencer a cualquiera con sus encantos al mismo tiempo que se aseguraba de que jamás se olvidarían de él, pues tenía un instinto especial para manipular las situaciones y hacer creer que todo lo que había hecho era por el bien de la persona que le pagaba en ese momento.
El muchacho que había engendrado hacía que Big Dan se diera cuenta de lo inútil que había sido la mayor parte de su vida y hacía que su situación actual resultase de lo más placentera porque se veía obligado a aceptar las copas que le invitaban por su relación con Danny. Que tuviera que actuar todo el tiempo no tenía importancia, era una menudencia dentro del enorme esquema, como si el hecho de que su hijo lo hubiese convertido en un tullido no le afectase lo más mínimo.
Cuando su hijo mayor entró en el pub, Big Dan sintió esa sensación extraña que siempre le invadía el estómago cada vez que lo veía, además de que se le aceleraba la respiración y el corazón empezaba a latirle con más velocidad. Él le temía más que nadie, y tenía razones sobradas para ello.
Danny Boy entró en el pub con los hombros erguidos y la cabeza bien alta, como si fuese el dueño del local. Recorrió el suelo sucio, con su juventud y su costosa ropa marcando la diferencia. Tenía el aspecto de un joven que le duplicase la edad y el aspecto de los delincuentes de otros tiempos. Parecía justo lo que era: un tipo de armas tomar.
La gente le hacía gestos en señal de reconocimiento, gestos que él devolvía. Dependiendo del rango dentro del mundo criminal, o bien asentía, o bien le estrechaba la mano, o bien le daba una palmada en la espalda. Se veía que conocía ese juego y sabía jugarlo como un veterano. Su apuesto rostro, como siempre, ocultaba sus verdaderos sentimientos. Siempre parecía contento de encontrarse con alguien, les hacía sentirse importantes, y hasta con las mujeres intercambiaba un guiño o una sonrisa. Las mujeres estaban locas por él porque tenía esa atracción animal que poseen todos los hombres violentos. Muchas mujeres se sentían atraídas por hombres como ése, les seducía la idea de estar con alguien tan peligroso, aunque a veces supusiese el fin de sus vidas. El problema empezaba en cuanto el hombre se sentía aprisionado. Poseerlo era una cosa, retenerlo algo muy distinto. Sin embargo, el prestigio que proporcionaba tenerlo como amante ya era más que suficiente como para suscitar el interés de las mujeres, para trabajar horas extras con tal de llevarse los beneficios de dicha asociación. Y los beneficios eran muchos para una jovencita que no tenía otra cosa que una bonita figura y sentido del gusto para vestirse. Dicha asociación era como un pasaporte a una vida de comodidades y, en muchos casos, hasta de lujo, especialmente si el hombre terminaba casándose con ella. Unos cuantos hijos aseguraban una cuenta bancaria, siempre y cuando el hombre en cuestión no terminase en chirona, claro. Puesto que la mayoría de las muchachas que había en el pub eran chicas de escuela, Danny se encontraba en su salsa. Se quedó de pie en la barra, haciendo alarde de su coraje y de su buen aspecto, y esperó a que las chicas se le acercasen. Cuando pidió una copa, se dio la vuelta y se dirigió a su padre, que estaba sentado sobre un taburete:
– ¿Quieres otra?
Danny sonrió mientras su padre sonreía nerviosamente. A él le encantaba la inquietud que suscitaba allá donde iba, le encantaba saber que ahora era alguien importante, alguien a quien se debía respetar porque ya se había forjado una reputación. El hecho de que hasta los más mayores le tratasen con respeto era como un bálsamo para su alma torturada, algo que necesitaba y que, cada vez que experimentaba, deseaba más. También le encantaba el sentimiento que provocaba en su padre porque sabía lo duro que le resultaba andar por ahí dándoselas de alguien y saber que eso sólo podía hacerlo porque él, Danny Boy, se lo permitía. Una sola palabra de su boca bastaría para que a ese viejo estúpido lo pusieran fuera de órbita sin dudarlo. Sin embargo, ver el respeto que inspiraba su padre era una prueba más de su importancia y eso le llenaba de orgullo. Además, el viejo, a veces, resultaba de utilidad, pues tenía un olfato del que ambos se beneficiaban a ojos de los demás. Miró a su padre con una expresión de mofa en el rostro y luego lo ignoró, pues palpaba el ambiente que había creado con su sola presencia y eso le encantaba. Se percataba de que la gente lo miraba a escondidas, temiendo que sus miradas pudiesen encontrarse y, al mismo tiempo deseando que los saludara a ellos en particular porque eso resaltaba su reputación. Era un sentimiento de poderío que le entusiasmaba.
Lawrence Mangan era un hombre de pocas palabras. Un hombre tranquilo, con un aspecto inofensivo, amable hasta más no poder, generoso en extremo y loco como una cabra. Era alto, robusto, con unos ojos azules que siempre parecían sonreír y siempre estaban al acecho de lo que fuese. Se le conocía en todo el Smoke y era respetado por todo el mundo, incluso la pasma sentía una especie de respeto morboso por él porque sabían que andaba metido en todo, aunque jamás habían podido probarlo. De hecho, no estaba fichado y ni tan siquiera le habían puesto una multa.
Lawrence Mangan, Lawrie para sus amigos, disponía de una serie de hombres sumamente leales que eran los únicos que sabían lo peligroso que podía llegar a ser. Las pocas personas que habían cometido la estupidez de decepcionarle tenían la costumbre de desaparecer de la faz de la tierra y no dejarse ver jamás.
Lawrence Mangan sabía cómo evitar verse inmiscuido y también sabía que la única forma de sobrevivir en ese mundo era contratando a lo mejor de lo mejor. Tenía como norma tratar sólo y exclusivamente con personas en las que confiaba plenamente, personas que ganaban un buen sueldo y que eran lo bastante listos para saber que él no era un tipo al que le gustasen las bromas. En el pasado había despachado a muchos hombres, a sabiendas de que el trabajo sucio tiene que hacerlo uno mismo para que nadie te delate. La gente, la pasma incluida, podía pensar lo que quisiese, pero para acusarle se necesitaban pruebas y eso no resultaba tan sencillo tratándose de Lawrence Mangan.
Ahora, sin embargo, se enfrentaba a un dilema. Uno de sus antiguos socios, un buen amigo, había tenido la desgracia de ser arrestado, algo que de por sí no le preocupaba. Lo que sí le inquietaba es que el hombre en cuestión había salido en libertad bajo fianza y, lo que es más, estaba sentado en el mismo bar que él y simulando que nada había pasado.
Para cualquiera que viviera en ese mundo, y conociendo sus antecedentes, las probabilidades de que saliera en libertad condicional eran tan escasas como las de echarle un polvo a Doris Day. Por eso, Lawrence tenía sus sospechas. Jeremy era una de las pocas personas que podían hacerle daño de verdad, por eso tenía que asegurarse de no concederle esa oportunidad. Si Jeremy estaba a punto de venderle, algo que probablemente estaría considerando porque otro arresto significaría que no saldría a la calle hasta que sus hijos estuvieran chocheando, tenía que evitar a toda costa que eso sucediese. Si era cierto que ya había hablado más de la cuenta, algo que daba por hecho, entonces no había duda de que estarían vigilándolo y, por tanto, tenía que asegurarse de no verse implicado si algo le sucedía a Jeremy. Pensó que debía asumir el hecho de que Jeremy ya les había suministrado suficiente información como para estimular un interés personal por él. Seguro que no les habría dicho nada importante hasta que ellos no le hubiesen ofrecido un trato decente, pues sabía que, cuando se hace un trato con la pasma, nunca se proporciona la información más importante hasta que no se tienen las garantías por escrito. Todo el mundo sabía que la pasma no es de fiar cuando se trata de negociar con criminales habituales.
Es posible que Jeremy tuviera razón al decir que había sido un golpe de suerte, es posible que dijera la verdad cuando aludía que todo había sido obra de un milagro, pero ése no era un argumento que estuviese dispuesto a aceptar Lawrence. Jeremy tenía los días contados, aunque él no lo supiese todavía.
Mientras le daba un sorbo a su oporto, Lawrence pensó que posiblemente él también tuviera los días contados por culpa de ese traicionero cabrón. Aunque no podía demostrar nada, había aprendido con la experiencia que más valía prevenir que curar. Sonriendo, levantó el vaso en señal de brindis y observó cómo el muy cabrón le devolvía el gesto y la sonrisa. Tratándose de Jeremy, tenía que utilizar la inteligencia, pues era un perro viejo y seguro que andaba al acecho de cualquier cosa que le resultase sospechosa. No le quedaba más remedio que utilizar a alguien de su círculo para resolver el problema definitivamente, lo cual tampoco le hacía demasiada gracia.
Jeremy era demasiado astuto como para permitir que nadie que él conociera se le acercase demasiado, por lo que tenía que ser sorprendido por alguien desconocido. Al igual que ahora. Jeremy no sospechaba que él ya lo había calado, que en ningún caso le hubieran concedido la condicional y lo hubieran llevado en un taxi desde la comisaría hasta el pub si no fuera porque se había ido de la boca. La única manera de salir era metiendo a alguien en su lugar, de eso no le cabía duda. Pues bien, ése no sería él.
Necesitaba una cara nueva, alguien joven que estuviese dispuesto a dar el paso que hay entre una buena vida y una vida de esplendor. Necesitaba de alguien inteligente que supiera mantener la boca cerrada y que fuese lo bastante fuerte como para llevarse por delante a Jeremy sin dudarlo. De hecho, necesitaba encontrar a un nuevo Jeremy que fuese capaz de quitar de en medio al viejo. Pensar en eso le hizo sonreír. Mientras escuchaba toda la charlatanería a su alrededor empezó a planear tranquilamente la forma de eliminar a su viejo amigo, algo que debía hacerse lo antes posible. Como decía su abuelito, o cagas o te levantas de la taza. Conocía a la persona indicada para hacer ese trabajo y pensaba resolverlo cuanto antes.
Mientras observaba cómo fanfarroneaba su padre en el bar, Danny se preguntó por qué no sentía nada por él, ni siquiera rabia. Bueno, la verdad es que no sentía nada especial por nadie. Quizás en algún momento había llegado a querer a su madre, pero últimamente lo había decepcionado porque se había dado cuenta de que sólo había cuidado de ellos por lo que dijera la gente. A los ojos de todo el mundo, él aparecía como un buen muchacho y quería seguir conservando esa imagen. La gente admiraba su lealtad, aunque ésta no existiera. El no era de los que tenían problemas de conciencia, ni de los que dejaban que los asuntos le arrebatasen el sueño. Su vida consistía en hacer dinero y demostrarle al mundo entero que era alguien. De hecho, ya lo consideraban alguien de suma importancia.
El olor a cigarrillos y cerveza rancia invadía sus fosas nasales y además le recordaba a su padre. El ambiente del pub estaba sumamente cargado, exacerbando el olor del perfume y de la ropa barata. Esperaba algo más de sí mismo, mucho más.
Vio a Louie entrar al bar y recibió con agrado la bocanada de aire fresco que trajo con él. Nada más verlo, se dio cuenta de que aquella noche sería decisiva en su vida. Se bebió la copa de un trago y se dirigió al reservado, tranquilamente, sin que nadie le bloquease el paso y consciente de que todos le estaban observando, especialmente las chicas. Al cruzar la puerta sintió su propio poder cuando todas las miradas se posaban en él.
– Eres todo un dilema, ¿lo sabías?
Danny se rió.
La habitación era pequeña, tenía el papel de la pared despegado y una moqueta sumamente gastada, además de ese aroma de desesperanza que impregnaba hasta los mejores locales del este de Londres. Era un lugar para hacer dinero, pero no había por qué hacer publicidad de ello.
– Tienes buen aspecto, Louie. ¿Cómo te va?
Louie se percató de lo mucho que había cambiado el muchacho y, en parte, lamentaba ese cambio. Ahora se había convertido en un hombre y, después de esa noche, si aceptaba el trabajo que iban a ofrecerle, jamás escaparía de esa vida. Si hacía lo que le pedían, se convertiría en un elemento permanente de esa sociedad. En pocas palabras, que pensaba ofrecerle la credibilidad que tanto ansiaba Danny. Para él era una situación en la que llevaba todas las de ganar, pero para Danny sería escribir su destino definitivamente. Ten cuidado con lo que deseas porque puedes conseguirlo.
Ange Cadogan estaba tomando el té y escuchando La voz misteriosa en la radio cuando su hijo entró en la cocina. Como siempre, traía el olor de la calle, algo peculiar en él a pesar de la loción tan cara que utilizaba y sus costosos trajes. Empezó a abrir los cajones y a sacar cosas, siempre con movimientos precisos y cuidados.
– ¿Qué buscas?
Danny la miró por encima del hombro y, sonriendo, dijo:
– Si alguien pregunta, di que llegué a eso de las once, ¿de acuerdo?
Ange ni se molestó en contestarle.
– ¿Para qué quieres todo eso?
Vio el cuchillo de la carne, el del pan y el pelapatatas envueltos en un trapo limpio.
Danny no le respondió.
– Cuando llegue el viejo, dile que me has visto irme a la cama.
Se metió el paquete dentro del abrigo y añadió:
– Aún está en el pub, borracho como una cuba. No se te ocurra decirle nada de esto, ¿de acuerdo?
Ange asintió y agachó la mirada.
– Hay dinero en el cajón de arriba de mi cómoda. Coge uno de los grandes y haz lo que quieras, llévate a los chicos fuera y no vuelvas hasta que yo te lo diga. Limítate a llevártelos de aquí y tener la boca cerrada.
Ange no respondió y eso le fastidió.
Cuando salió del piso, pocos minutos después, Ange suspiró, preguntándose en qué estaría metido ahora. Ange no se movió de su asiento. La tregua seguía en pie, pero últimamente prefería pasar por alto la conducta de su hijo y simular que todo iba a pedir de boca. De hecho, estaba más interesada en cuándo vendría su marido y en qué condiciones. Era la única forma de soportarlo. Se dio cuenta de que si no pensaba mucho en ellos y se concentraba en sus otros hijos, su vida resultaba mucho más soportable.
Michael se dio cuenta de que lo que estaba a punto de hacer lo catapultaría dentro del mundo real. Hasta aquel momento, se había limitado a ser el cerebro de la sociedad, pero ahora le había pedido que participara en la tarea que se le había encomendado a Danny Boy para que conquistara el mundo y sabía de sobra que, si se negaba, estaría acabado para siempre. Danny, además, dependía de él para que ese trabajo nocturno saliera bien y pudiera llevarse a cabo sin el más mínimo inconveniente. Por otro lado, se percataba de que Danny quería que se involucrase porque de esa forma no podría salirse de la sociedad, ya que, si todo salía como lo tenían planeado, se convertiría en un miembro hecho y derecho de la comunidad delictiva. Era un asunto muy serio que, o bien los consolidaba, o bien los marginaba para siempre, por lo que debían evitar hasta el más mínimo error, algo de lo que se encargaba Danny. Después de esa noche ya no habría vuelta atrás. En realidad, no se sentía preparado para esa clase de negocios y, por un momento, pensó que aquello sería salirse del campo de acción de su pequeña sociedad, a pesar de que dicha sociedad sólo tenía éxito gracias a la reputación de Danny Boy, pues a él sólo lo consideraban sencillamente su socio, su compañero. No cabía duda de que era Danny quien gozaba de esa reputación, quien se la había ganado y quien no había desaprovechado ninguna oportunidad para afianzarla. Michael se dedicaba al aspecto financiero, pero era Danny quien se aseguraba de que no faltase la fuente de ingresos. La familia de Michael dependía de él, al igual que la de Danny; en pocas palabras, que había hecho un pacto con el diablo y ahora ese cabrón exigía su trozo de pastel.
Por eso se encontraba en un sótano húmedo de Bow Road esperando a que Danny Boy acabara con su última víctima, sólo que esta vez no le iba a romper las costillas o mandarle un mensaje de advertencia, sino que pretendía hacerla desaparecer. Era una empresa muy arriesgada, en la cual se había involucrado por miedo a que Danny se enfureciera y porque necesitaba cuidar de su familia; de no ser así, habría salido corriendo.
– Aún está fuera de combate.
Danny parecía aliviado, aunque Michael sabía que no pensaba faltar a la promesa que le había hecho a Lawrence. Ya no había forma de retroceder, pues las cosas habían ido demasiado lejos. El hombre que estaba tirado en el suelo jamás permitiría que se saliesen con la suya, por tanto el caso era matar o que te matasen. Por primera vez se sintió aterrorizado de lo que iban a hacer porque sabía que si las cosas salían mal, sería su final.
Danny Boy miró con desprecio a Jeremy mientras yacía en el suelo. Tenía las manos atadas a la espalda y el rostro amoratado. En cuanto recuperase la conciencia, el dolor que notaría en la nuca y en la espalda sería insoportable; además, le sangraban los oídos y los ojos. Nada de eso perturbaba lo más mínimo a Danny, pues se había convertido en una persona carente de sentimientos a la que sólo movía cierta curiosidad por el espíritu humano. Además, Louie les había proporcionado ese lugar tan seguro. Por mucho que gritase, nadie les escucharía. Por ese motivo, Danny, al contrario que Michael, no temía que la policía se presentase. Su único temor era no llevar a cabo el trabajo que le habían encomendado, no desempeñarlo con la astucia y la pericia necesarias.
Danny encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada.
– ¿Te encuentras bien, Mike?
Se lo preguntaba de verdad y Michael le respondió con la misma sinceridad.
– Bueno, la verdad es que no, pero sobreviviré.
Su respuesta le hizo reír.
– ¡Que le den por culo!
Danny se arrodilló y apagó el cigarrillo en la cara de Jeremy, que recuperó la conciencia y gimió.
– Vaya, por lo que veo te has despertado.
Danny le hablaba como si se tratase de un niño pequeño, con un tono amistoso y el rostro carente de cualquier emoción. Cogiendo el sacacorchos del suelo se lo acercó hasta el ojo derecho.
– Es tu última oportunidad. Dime, ¿le has hablado a la pasma de nuestro amigo?
El hombre miró el rostro del joven que estaba echado encima de él y, con los labios rígidos, le respondió:
– Que te jodan.
Jeremy sabía que era hombre muerto, por lo que estaba dispuesto a hacerlo con la mayor dignidad posible. Sabía que de eso se hablaría largo y tendido en su ambiente y quería que todos supiesen que había muerto mostrando toda su entereza. Eso lo haría respetable.
Danny suspiró una vez más y, después de mirar el rostro aterrorizado de Jeremy, le dijo:
– Voy a sacarte un ojo y, si luego quieres seguir jugando a hacerte el héroe, te sacaré el otro. Voy a romperte hueso por hueso hasta que me digas lo que quiero oír, así que no te hagas el duro porque eres hombre muerto de todas formas.
Luego, antes de que Jeremy pudiera contestarle, le clavó el sacacorchos y le sacó el ojo y parte del hueso de la mandíbula. El ruido del metal contra el hueso era estremecedor, el grito pareció alargarse hasta la eternidad y la sangre corría por todos lados. Michael lo observaba horrorizado, tanto que sintió arcadas y terminó por vomitar en el suelo.
Danny se levantó, encendió otro cigarrillo e ignoró el dilema en que se encontraba su amigo. Luego se dirigió a una mesa que había cerca de la puerta y se sirvió un whisky. Colocó el sacacorchos en la mesa, con el ojo de Jeremy clavado en él. Lo volvió a coger, desprendió el ojo con el dedo índice y lo miró caer al sucio suelo. Le dio un pisotón y lo restregó contra el piso.
Cogió su copa y se la terminó de un trago. Luego sirvió otra y le acercó el vaso a Michael.
– Bébete eso, blandengue de mierda.
Jeremy estaba más callado. El insoportable dolor y el darse cuenta de lo que le iba a suceder lo tenían absorbido. Se estaba ahogando en su propia sangre y era plenamente consciente de que estaba agonizando. Se dio cuenta de que Danny Boy Cadogan era un bicho raro, un sádico que disfrutaba con ese tipo de trabajos, una de esas personas que se deleitan infligiendo daño y que están dispuestas a hacer lo que sea con tal de conseguir las respuestas que desean.
Michael se bebió el whisky de dos tragos. Sudaba tanto que Danny lo olía, a pesar del intenso hedor a sangre que reinaba en el ambiente. También percibía el sabor de la victoria porque tenía la certeza de que Jeremy terminaría por decirle lo que quería saber.
Danny condujo a Michael hasta una vieja silla de oficina y lo hizo sentar con un gesto cariñoso. Michael miró los restos del globo ocular espachurrado en el suelo y volvió a sentir unas terribles náuseas.
– ¿Te encuentras bien, colega?
Michael asintió, aunque su estómago estaba decidido a vaciarse por completo.
– Eres un cobarde. Este tipo es un jodido chivato, no sé por qué te pones así.
Le guiñó el ojo alegremente y regresó a donde Jeremy gemía. Volvió a arrodillarse a su lado.
Jeremy balbuceaba incoherencias, tratando de librarse de sus ataduras. Deliraba por el dolor y le preocupaba saber que ese muchacho jamás hablaría con respeto de su muerte, sino que bromearía con ella y que disfrutaría viéndole rogar que pusiese fin a su tortura. Estaba acabado y lo sabía.
Danny prestó atención y finalmente logró sonsacarle la respuesta que deseaba.
– Bueno, eso ya es otra cosa.
Luego, sonriendo de satisfacción, empezó a torturar a Jeremy, observando cómo su cuerpo se retorcía por la agonía, observando los gestos de miedo que mostraba su rostro, escuchando los gemidos de dolor que emitía cuando ya era incapaz de pronunciar palabra alguna. Danny Boy se sentía fascinado por esa muerte. Sabía que, por primera vez, iba a presenciar cómo alguien abandona esta tierra, abandona todo lo que sabe y a todos los que conoce. Sintió el poder que le proporcionaba su posición, el poder de disponer de la vida de alguien, de devolvérsela o de arrebatársela. Al final se aburrió de sus juegos y se hartó de escuchar las súplicas de Michael para que dejara de hacerle sufrir, así que se levantó y acabó de una vez por todas con la vida de Jeremy.
Todo eso formaba parte del aprendizaje, sólo que en esta ocasión el que había recibido la lección no era el hombre que yacía muerto en aquel mugriento suelo, sino Michael. Se dio cuenta de que aquella noche había sido la primera de otras muchas que vendrían después y de que Danny ya no le dejaría apartarse de su lado nunca jamás. Él estaba tan involucrado en ese asunto como Danny, puesto que lo había presenciado en primera línea y había permitido que sucediese. Cuando vomitó de nuevo, escuchó la sonora carcajada que soltaba su amigo al ver su debilidad.
– Tranquilízate, Mike. El muy cabrón era un chivato y se lo tenía bien merecido.
Danny Boy encendió otro cigarrillo y se sirvió otra copa. Tenía las manos manchadas de sangre, y después de darle una calada a uno de sus Embassy, añadió:
– ¿Viste las tetas de Caroline Benson esta noche? Definitivamente, la he incluido en mi lista.
Michael no le respondió porque no sabía qué decir.
– Nadie encontrará su cuerpo, señor Mangan.
Lawrence asintió casi imperceptiblemente, satisfecho de los modales respetuosos que empleaba el muchacho y del aura que desprendía tras haber hecho un trabajo impecable.
– Bien hecho, muchacho. Ahora que sé lo que le dijo ese cabrón a la pasma, podré resolver el asunto.
Danny no respondió. Sabía de sobra que debía tener la boca cerrada.
Mangan había visto el cuerpo antes de que se librase de él y apreció que el muchacho se hubiese lavado y acicalado antes de presentarse para recoger su merecido salario. No lo insultó reiterándole que no hablara con nadie del asunto, pues sabía que estaba fuera de lugar. Una vez que estuviera dentro de la empresa, la gente sacaría sus conclusiones, pero una cosa era especular y otra saber.
La policía sería sobornada con dinero, como siempre, pero la oportunidad de echarle mano y de implicarlo, ya fuese con el juego o con las mujeres, se había desvanecido por completo. Sin Jeremy, no tenían nada de qué acusarle. Ahora se trataba únicamente de limitar los daños, pero Mangan jamás saldría a relucir, pasara lo que pasara.
Lawrence arrojó un sobre marrón grande al otro lado del escritorio y Danny Boy se quedó sorprendido de lo grueso que era. Pensó que algún día sería como ese hombre, pues estaba decidido a ponerse a su altura, ser su igual y no su empleado.
– Hay veinte de los grandes, diez por el trabajo y diez por tu salario mensual. Ahora trabajas para mí, muchacho. Pero guárdalos durante un tiempo. Te pagaré cada seis semanas y, cuando te necesite, me pondré en contacto contigo.
Danny asintió, cogió el sobre y se lo metió en el bolsillo sin abrirlo.
– Gracias, señor Mangan.
Habló con el respeto que agradaba y exigía ese hombre.
Lawrence lo observó cuando se marchaba y se percató de su fortaleza, de la solidez de sus jóvenes músculos y de la malicia que escondía su personalidad. Danny Boy Cadogan sería alguien a tener en cuenta, de eso no cabía duda, pues tenía la habilidad de hacer lo que se le pidiera sin hacer preguntas. Al fin y al cabo, ese muchacho había eliminado a los Murray y había dejado tullido a su propio padre, por eso no cabía duda de que sabía jugar a ese juego.
Cuando oyó que abandonaba el local, Lawrence Mangan se dirigió a su otra oficina. Allí estaba su viejo amigo esperándole:
– Me aconsejaste bien, Lou. El muchacho sabe lo que hace. Vaya cabrón que está hecho.
Louie se encogió de hombros sin darle importancia.
– Es un buen muchacho, pero te aconsejo que tengas cuidado con él. Tú viste el cuerpo de Jeremy. Pues bien, si le conozco bien, te diré que seguramente ha disfrutado hasta el último segundo. Es como un perro rabioso. Si le das de beber y de comer, no habrá problemas; pero si no le das de comer o le haces daño, tendrás que vértelas con él.
Louie habló con tristeza porque recordaba al joven que había aparecido por primera vez en su desguace buscando trabajo. Ese muchacho había desaparecido y ya jamás regresaría. Ésa era la parte negativa del mundo en que vivía, y Danny Boy Cadogan, gracias al hombre que lo había engendrado, ahora encajaba perfectamente en él.
Michael abrió los ojos, vio la luz cegadora del día y los cerró de nuevo. Notó que ya era de tarde. Sin mirar el reloj que estaba a su lado, supo que serían las cuatro o las cinco de la tarde. El día ya se había acabado.
La chica se agitó y por eso se dio cuenta de que no estaba solo. Parpadeando, volvió a abrir los ojos y la miró; estaba acurrucada, hecha un ovillo, con su cuerpo pegado al suyo. Se sintió aliviado al saber que no la conocía de nada. Tenía el pelo largo y rubio, y un rostro infantil. Por lo que veía, tenía unos hombros estrechos y unas bonitas piernas. Hizo un esfuerzo por tratar de recordar cómo la había conocido, pero no pudo.
Se levantó de la cama con sumo cuidado. Le alegró saber que no se encontraba en su casa y que podría marcharse antes de que ella se levantase y empezara con la cantinela acostumbrada. Las chicas lo sorprendían a veces. Se acostaban contigo, un completo extraño, y al día siguiente ya esperaban que las tratases como si fuesen reinas. El las aborrecía a todas.
Mientras se vestía, volvió a mirarla. Era una muñeca muy bonita, con unos pechos pequeños para su gusto, pero sin duda no escasos. No era la primera vez que se acostaba con una de esas chicas: fulanas del tres al cuarto que se buscaban la vida. Luego, para colmo, creían que, por el mero hecho de habérselas follado, ya tenían algún derecho sobre él. A veces resultaba engorroso porque se le habían acercado cuando estaba en público, siempre mascando chicle, sonriendo y con una familiaridad que le provocaba un rechazo inmenso aun antes de que hubieran abierto la boca. Aquello tenía que acabar, porque se estaba convirtiendo en una fea costumbre. Cuando se puso los mocasines un tanto compungido, se dio cuenta de que ella ya se había despertado y lo estaba observando.
– ¿Te vas?
Era una pregunta, ni más ni menos. Asintió, tratando de evitar discusiones a menos que fuese necesario.
– De acuerdo. ¿Nos vemos luego?
A su manera, era una chica guapa y atractiva. Tenía el cuerpo tenso por el deseo. Michael se dio cuenta de que sabía tanto de él como él de ella.
– Ya te llamaré.
La chica soltó una carcajada. Luego se sentó en la cama y se estiró perezosamente, mostrando todo su esbelto y joven cuerpo, y él lamentó repentinamente el querer haberse ido tan pronto. Con ingenuidad, dijo:
– No tengo teléfono, colega, así que deja tu número y ya veremos.
Asintió mientras se preguntaba dónde estaría y cómo había llegado hasta ese sitio. Tuvo la impresión de estar en el sur de Londres, no sabía por qué, pero ésa era la sensación.
Antes de bajar la mitad de las escaleras vio que se encontraba en una especie de squat[6]. Cerca de la entrada principal vio a Danny Boy apoyado en el marco de la puerta que conducía al salón de la casa, con su sonrisa de siempre.
– ¿Te encuentras bien, Mike? Pensaba que te había matado a polvos.
Aún conservaba su aspecto fresco y lozano. Michael envidiaba su capacidad para ingerir anfetaminas y mantenerse sobrio durante toda la noche.
– Estoy hecho una mierda, Dan.
Danny se rió.
– No lo tomes a mal, Mike, pero debería haber resuelto ese asunto yo solo.
Con un gesto, le indicó que lo siguiera hasta la cocina, y Michael se dio cuenta de que no le quedaba otra opción que obedecerle. El salón estaba vacío, salvo por una chica morena que yacía dormida en el suelo. Aún estaba borracha, pero su pelo moreno le trajo algo a la memoria. Pasó por encima de ella y entró en la diminuta cocina. El olor a basura y a ropa sucia le dio de lleno y se tuvo que llevar la mano a la boca para no vomitar de nuevo.
– Qué peste.
Danny aún sonreía cuando abrió la puerta trasera y salió a un patio que se suponía era el jardín. Había un viejo sofá bastante destartalado, pero que todavía parecía cómodo. Se sentaron uno al lado del otro. A su alrededor se oían los ruidos y se percibía el aroma típicos de los domingos por la tarde. Las radios estaban puestas y el olor de la carne asada impregnaba el aire de promesas. A los dos les entró un hambre voraz y repentina.
– Ayer se te fue la olla. ¿Te acuerdas de algo?
Michael negó con la cabeza pesadamente.
– La verdad es que no. ¿Está el coche fuera?
– Más vale que sí. Tienes treinta de los grandes en el maletero.
Danny volvió a reír y Michael cerró los ojos al recordar los acontecimientos que habían tenido lugar la noche anterior. Llevándose las manos a la cabeza, gritó:
– No lo hicimos, ¿verdad? No me jodas, Dan, y dime que no lo hicimos.
Danny se reía a carcajadas y su risa era tan contagiosa que Michael empezó a reírse con él.
– Lawrence nos va a matar.
– ¿Por qué? Nos pidió que hiciésemos algo y lo hemos hecho. El dinero está en el coche, la deuda se ha cobrado y de paso nos hemos llevado un pellizco. Todo el mundo ha salido ganando.
– Pero treinta de…
Danny se había quedado serio.
– Nos hemos ganado ese dinero limpiamente y nadie puede reprocharnos haberlo cogido. Estaba allí y lo cogimos. Punto.
Michael sabía que su amigo tenía razón. Habían cobrado una deuda de juego para Lawrence, algo muy normal en los últimos tiempos, sólo que esta vez el hombre al que tenían que cobrar la deuda había sido lo bastante afortunado como para tener un golpe de suerte esa misma tarde. De hecho, tenía dinero de sobra para pagar la deuda y para meterse en una nueva. Ellos cogieron el dinero de Lawrence, tal como se esperaba, pero luego decidieron quedarse con el resto para darle una lección. Al menos, eso fue lo que se dijeron uno al otro. Estaban tan colgados que en realidad le robaron, incluso llegaron a encañonarlo con una pistola. Le vieron el manojo de billetes y decidieron que tenían derecho a llevarse un porcentaje por las molestias que se habían tomado buscando a ese cabrón por todo el Smoke.
El hombre en cuestión, un tal Jimmy Powell, no era precisamente conocido por tener demasiados amigos y se había ocultado tan bien que ellos se habían demorado en el cobro de la deuda; por eso, cuando lo vieron, decidieron darle una buena zurra, no porque quisieran quedarse con el dinero, sino porque se había reído y mofado de ellos. Había cometido el error de no tomarlos en serio, más aún teniendo dinero para pagarles. Y lo que es peor, había pensado que iba a salirse con la suya.
Había sido un robo en toda regla, pero también un dinero fácil. Pensaron que lo único que habían hecho era aprovechar una oportunidad que se les había presentado; por tanto, ¿qué había de malo en ello? No habían sido los primeros ni serían los últimos en aprovechar la oportunidad de llevarse un pellizco por su cuenta. Además, el hombre en cuestión no estaba en situación de quejarse. Después de todo, él tenía la culpa de que hubieran recurrido a ellos. Lo malo era que lo habían pillado con más dinero de la cuenta. Quince de los grandes no era moco de pavo y el tipo era un mierdecilla que se había escabullido alegremente mientras ellos llevaban semanas buscándolo. Pensaban que se merecían ese dinero extra por su dedicación al trabajo y por el mero hecho de haberse burlado de ellos. Sin embargo, ambos sabían que había algo más, que era la forma en que Danny Boy quería decirle a Lawrence que no estaba contento con la situación. Los estaba utilizando como recaderos, algo que Danny le recordaba cada vez que tenía ocasión, pero se había equivocado con ellos pensando que por unas pocas libras tenía garantizada su lealtad.
Los estaba poniendo a prueba, ellos lo sabían y, lo que es peor, sabían que él lo sabía. En los últimos años los había utilizado para hacer el trabajo sucio y ellos habían respondido bien y de buena manera. Pero ahora ya tenían veinte años, se habían hecho hombres y ambicionaban más de lo que él les ofrecía. El dinero era algo fácil de conseguir, ambos tenían un don para hacerlo. Danny, además, se estaba impacientando y quería librarse de esa atadura para hacer lo que quisiera cuando quisiera. Michael sabía que Danny era capaz de lograrlo y, como de costumbre, lo arrastraría a él también. No era la primera vez que se habían salido de la línea, ni tampoco sería la última, pero era la primera vez que se habían llevado un buen dinero, una cantidad cuantiosa, dinero de un gánster, además.
Bueno, ahora lo único que podían hacer era ver cómo se sucedían los acontecimientos. Las cosas habían salido así y ellos se habían aprovechado de la oportunidad, por lo que no les quedaba otra opción que esperar y ver cómo se resolvía el asunto.
Michael, al igual que Danny Boy, tampoco sabía a ciencia cierta si le darían una paliza cuando menos lo esperaran o recibirían la aprobación que tanto ansiaba Danny. En cualquier caso, ambos lo sabrían antes de que se acabase el día.
Mary Miles tenía quince años y, fuese donde fuese, atraía las miradas de todos. La atención que le prestaban no era la debida, lo sabía porque su madre se había encargado de hacerla sentirse culpable por ello. Se comportaba como si Mary pudiera evitar que eso sucediera. Los hombres, jóvenes y mayores, la miraban y se sentían tan atraídos por ella que podía palpar el deseo, a pesar de que no hacía nada para suscitarlo.
Al cumplir los doce, había desarrollado en un santiamén un pecho que era la envidia de todas sus compañeras de escuela. Sin embargo, su madre la hacía sentir como si lo hubiera hecho con el único fin de contrariarla. Cuanto más guapa y atractiva se ponía, más responsable se sentía por el malestar de su madre y menos estima se tenía. Pensaba que tenía un cuerpo grotesco y escuchaba incrédula cómo su madre le advertía que terminaría mal. Cada vez que su madre se emborrachaba, cosa que sucedía a cada momento, se dedicaba a destruirla. Siempre estaba en boca de todos. Su capacidad para ingerir alcohol era legendaria, pero conservaba la sensatez necesaria para asegurarse de que su hija no saliese nunca a la calle con sus amigas. Michael, a quien Mary adoraba, era aún más dominante y la tenía más controlada que su madre en muchos aspectos, pero él, al menos, lo hacía por su bien.
Cuando se arrodilló en la iglesia, Mary notó la mirada de su madre puesta en ella. Empezó a rezar intensamente, como solía hacer, rezar por lo único que deseaba en este mundo: alejarse. Alejarse no de su madre, sino del medio donde había nacido. Alejarse del alcohol, de la miseria, de la constante vigilancia que se precisaba para vivir en ese mundo. Mary odiaba la forma en que la coaccionaban para que hiciera lo que se esperaba de ella. Su madre tenía un don especial para provocarle un desánimo que otras chicas, las que se decían más experimentadas, habrían tardado años en comprender. Mary sabía por qué la miraban los hombres; de hecho, a veces hasta disfrutaba con ello porque era el único poder que tenía. Además, eso molestaba a su madre, lo cual era un aliciente más.
Mary se parecía a su madre. Ambas eran muy bellas, pero mientras Mary ansiaba disfrutar de ello, su madre procuraba que no siguiera su mismo camino, que no echase a perder su vida con alguien a quien después ya no vería ni por asomo. La religión era su único consuelo y la había acogido con tal fervor que eso le había dado cierto caché al cura entre su círculo de amistades. No importaba lo borracha que estuviese, siempre iba a la misa del gallo; era una forma de justificar su comportamiento. No importaba de qué la acusasen, cosa que solía suceder con frecuencia al final de sus escapadas, siempre asistía a misa religiosamente. Ese juego de palabras siempre la hacía reír, pero la hipocresía formaba parte de su vida.
Pensaba vigilar a su hija como si fuese un halcón y pensaba asegurarse personalmente de que no se echaría en brazos del primer cabrón inútil que se presentase. Si usaba el sentido común, le encontraría un buen partido, pero sólo si la vigilaba estrechamente y ella seguía sus consejos. Se estaba haciendo mujer; los hombres se interesaban por ella, y ella empezaba a sentir lo mismo. Por esa razón, la señora Miles quería asegurarse de que su hija terminase con alguien que le diese algo más que hijos y quebraderos de cabeza. Quería que encontrase a alguien que cuidase de ella, alguien que le diese no sólo un puñado de libras, sino un lugar respetable en la familia. Quería que su hija supiese que, una vez que se acababa eso que llamaban amor, a muy pocas mujeres les quedaba nada, salvo seguir existiendo. Una vez que la belleza se desvanecía y su cuerpo empezaba a engordar y descolgarse, lo único que les quedaba era tratar de seguir adelante, ya que para entonces tenían un racimo de niños colgando de sus pechos que acaparaban toda su existencia.
Ella lo sabía de sobra. Se había limitado a existir durante años y ahora dependía de su hijo para que le proporcionase el sustento diario. Michael era un buen muchacho, pero sin Cadogan hacía tiempo que se habría hundido en la miseria. Al igual que su padre, carecía de agallas y, si él le fallaba, su hija sería la gallina de los huevos de oro. Si Michael se hacía valer, podría encontrar un buen partido para ella y sería respetada. Sin él, seguro que caería en manos de un guaperas que tuviera unos bonitos dientes y mucha labia.
Amor y deseo, dos cosas completamente diferentes aunque no te dieses cuenta de ello hasta que madurases y tuvieras unos cuantos niños pegados a tus faldas; es decir, demasiado tarde para corregir tus errores, ya que, para entonces, te veías unida a un hombre que no sólo te había faltado el respeto, sino al que necesitabas en todos los sentidos y por las razones menos convenientes. El dinero, sin duda, la principal, pero también el miedo a la pobreza y a no poder pagar el alquiler. Pues bien, eso no iba a sucederle a su Mary si estaba en su mano evitarlo. Pensaba reservarla y el que asistiera a misa a diario formaba parte de su plan. Si conservaba su figura y su virginidad, algún día tendría lo que quisiera y, aunque ahora no se daba cuenta de ello, más tarde se lo agradecería. Después de todo, la vida ya era demasiado dura sin necesidad de caer en manos de alguien que no supiese valorarla.
En cuanto comenzó la misa, agachó la cabeza y rezó pidiendo el consejo que tanto necesitaba. Dios era bueno, al igual que su hija, y ella pensaba asegurarse de que continuara así. No quería que la historia de su vida se repitiese; ella conseguiría todo lo que un buen hombre puede proporcionarle a una mujer y ese día pensaba aprovecharse de la buena suerte de su hija. Por mucho que la gente pensase lo contrario, ella se lo había ganado.
Ange había vestido a los niños con sus mejores ropas y los había llevado al cine; su hijo le había pedido educadamente que se los llevase ese día. Resultaba un tanto extraño para ellos, a pesar de que ahora no les faltaba dinero. De hecho, se había dado cuenta de que, ahora que podía, jamás tenía ganas de llevarlos a ningún sitio. Una cosa era prometer algo y otra muy distinta llevarlo a cabo.
Que su hijo se asegurase de que no les faltase de nada le enorgullecía, pero que su marido tuviera que ser vilipendiado y humillado en su propia casa le molestaba enormemente. Sin embargo, no le había quedado más remedio que resignarse porque pensar en volver a los tiempos de antes la aterrorizaba, más ahora que se oían rumores de que Danny Boy había cortado sus relaciones con Mangan y no sabía cómo iban a terminar las cosas.
Danny era un tipo duro, un hombre de armas tomar, y la avergonzaba admitir que hasta ella, su propia madre, le tenía miedo. Si era sincera y honesta, ni ella misma sabía a ciencia cierta de qué era capaz. Que fuese alguien conocido y que su reputación le hubiese proporcionado el respeto que ella siempre había anhelado, ahora no le importaba lo más mínimo. Resultaba sorprendente con qué facilidad se había olvidado de lo que su marido había llegado a ser en sus buenos tiempos, con qué facilidad había reescrito la historia a su modo haciéndole parecer un santo que se había alejado del buen camino porque había sido mal aconsejado. Desde que su hijo lo había puesto en su sitio, se había convertido en el marido que siempre había deseado tener. Ya no sentía simpatía por nadie y era incapaz hasta de tener el más mínimo rollo con una mujer, de lo cual se alegraba. El decía que era impotente, pero ella sabía que en realidad ya no la deseaba. No desde que había perdido a su último hijo y Danny Boy había dejado claro cuál era la situación. Desde entonces, sus relaciones físicas se habían ido reduciendo gradualmente hasta quedar en nada. Ella se consolaba pensando que tampoco tenía nada con nadie, pues su hijo no sólo lo había dejado tullido, sino que le inspiraba tanto miedo que no podía mantener ninguna relación con nadie. Además, ¿quién iba a querer algo de él? Ahora hablaban, tenían la relación que ella había deseado desde siempre, pero tampoco se podía decir que fuese gran cosa. Sus flirteos habían sido la causa de muchas de sus peleas de las que nunca había salido victoriosa, amén de que las reconciliaciones posteriores le habían dejado huella. Ahora deseaba que esos tiempos volviesen, aunque eso no sucedería, y lo único que tenía era un hijo que toleraba a su padre y, si era sincera, asustaba a su madre. No había duda: Danny había cambiado mucho y no precisamente para bien.
Mientras miraba a sus hijos más pequeños pensó en lo mucho que había esperado de la vida y en lo poco que ésta le había dado.
Michael Miles estaba exhausto y, cuando se sentó en la impecable cocina de Ange, bostezó sonoramente. Danny Boy, sin embargo, parecía completamente despierto e iba de un lado para otro por la rabia contenida. Se movía nerviosamente y se veía que estaba irritado y molesto porque sabía que Mangan le iba a dar un tirón de orejas. Danny consideraba tal cosa una ofensa personal y empezaba a sentirse más irritado que de costumbre porque sabía que la gente estaría al tanto de aquello. Se le podían hacer o decir muchas cosas a Danny Boy, pero llamarle la atención y ponerlo en ridículo en público no era precisamente una de ellas. Eso era algo que cualquiera que le conociese trataría de evitar por todos los medios.
Mangan, sin embargo, no era de los que lo conocían muy bien, por eso Michael estaba seguro de que ese día iba a ser otro más de los muchos que más valía borrar de su memoria. Danny era una estrella en muchos aspectos, un buen colega y un amigo generoso que sería capaz de asesinar por él, de eso estaba seguro. Desgraciadamente, para su sorpresa, también había descubierto que era capaz de asesinar a alguien por mero capricho. Danny era de esas personas que disfrutan con su notoriedad y estaba decidido a aprovecharse de ella. También era de los que no admitían críticas, aunque viniesen de alguien como Lawrence Mangan, que no sólo le proporcionaba su sustento, sino que asustaba a cualquiera que conociese.
– ¿Qué pasa? ¿Te estás durmiendo?
Michael sonrió, aunque no estaba de humor.
– Por supuesto que no, pero estoy hecho una mierda.
Danny Boy asintió y empezó a deambular de nuevo por la habitación. Sus pasos retumbaban sobre el linóleo y tenía los puños apretados. Se veía que estaba preparado para cualquier eventualidad que se presentase.
– Relájate, ¿quieres? Mangan no es un gilipollas, Dan, y comprenderá la parte económica de la situación cuando le contemos lo que sucedió. Pero prométeme que no le ofenderás innecesariamente ni te pondrás a gritarle. Recuerda que le necesitamos más que él a nosotros, al menos de momento.
Sólo Michael podía decirle semejante cosa y ambos lo sabían. De haber sido otro, ya se podía dar por muerto. Precisamente esa cualidad suya era una de las más admiradas por los mayores. Danny vivía de acuerdo con las viejas normas y eso haría que siempre se mantuviese en una buena posición. Tenía la arrogancia propia de los gánsters de los viejos tiempos, la necesidad de ser apreciado por lo que era y la decisión de hacerse tratar como creía que merecía ser tratado, y no sólo por el público en general, sino también por sus contemporáneos. En muchos aspectos, era un matón que esperaba que hasta la gente decente viviera según sus normas delictivas. Era algo tribal que a Michael le recordaba la época en que lo único que tenía la gente era el respeto, algo a lo que confería suma importancia. Si no se los respetaba, sus egos, lo único que los distinguía de los demás, se veían afectados.
– Me portaré bien, siempre y cuando no empiece a joderme. Tenemos derecho a llevarnos un pellizco y él lo sabe, o al menos debería saberlo.
Lo dijo con la convicción acostumbrada. Danny pertenecía a la vieja escuela y, como creía que todos vivían bajo su mismo código, cuando alguien lo contrariaba, lo decepcionaba y le provocaba una pena indescriptible.
Llamaron a la puerta y Michael se sintió salvado. Por fin había llegado Mangan y fue a abrir la puerta con una extraña sensación en sus entrañas. Danny era de los que se ofendía a la más mínima y a Mangan le sucedía otro tanto. Michael tenía los nervios hechos polvo, pero trató de disimularlo y lo recibió con una sonrisa amistosa en el rostro; era lo menos que podía hacer.
Lawrence Mangan miró a los dos jóvenes, sabiendo que no tardarían en darle problemas si no los ponía en su sitio. Sonrió, con esa sonrisa tan fácil y peculiar suya. Se percató de la animosidad de Danny Cadogan y, de alguna manera, sintió admiración por el muchacho que tenía delante. Admiración porque creía plenamente en sí mismo y en lo que hacía, sin importarle lo que los demás pensasen al respecto.
Danny era una persona arrogante y Lawrence sabía que se había ganado la admiración de muchos peces gordos. De hecho, en ese momento, quizá fuese su principal arma, ya que más de un capo aprovechaba y utilizaba su antagonismo natural. El muchacho también sabía de lo que era capaz y se deleitaba demostrándolo con sus hechos y en su forma de comportarse. Lawrence pensó que las predicciones de Louie se habían cumplido: el muchacho aspiraba a lo más alto y, cuando se decidiera a ascender, nadie se interpondría en su camino. Por tanto, tenía que asegurarse de que en el futuro se sintiese más valorado y perdonarle por su última fechoría. Debería cuidarse las espaldas y, cuando lo considerase oportuno, sabría instintivamente qué hacer. El muchacho era una anomalía y pensaba utilizarlo y aprovecharse de él hasta que tomase una decisión al respecto.
Había infravalorado a ese muchacho; además, cuando vio su casa, se percató de por qué tenía tanta necesidad de hacerse valer. Su casa era un agujero de mala muerte, un agujero muy limpio, eso había que admitirlo, pero un agujero. Danny Boy Cadogan había dejado tullido a su propio padre, por tanto no tendría el más mínimo problema en hacerle otro tanto a cualquiera que se interpusiese en su camino. Deseaba convertirse en un capo, un verdadero capo, y estaba dispuesto a lograrlo aunque para eso tuviese que quitar de en medio al más pintado.
Hubo un silencio tenso y molesto hasta que Michael lo rompió hablando con tranquilidad y respeto.
– ¿Le sirvo una copa, señor Mangan?
Ese comentario relajó el ambiente y la tensión se desvaneció cuando Lawrence sonrió de nuevo y asintió con la cabeza. Luego, alegremente, dijo:
– ¡Sois unos cabrones! Habéis dejado tieso a Jimmy Powell.
Danny se dio cuenta de que se había librado de que le echase una reprimenda y eso le hizo sentirse bien. Le gustaba llegar al límite y Lawrence Mangan era la primera de una serie de personas a las cuales pensaba dejarle claro hasta dónde llegaban los suyos. Para empezar, ya se había pasado de la raya y se había salido con la suya. Además, estaba amasando un buen dinero y pensaba utilizarlo para aumentar su potencial. A Mangan no le quedaba otra opción que dejarle el camino libre, y Danny estaba dispuesto a trabajar duro y esperar pacientemente hasta que se le presentase la siguiente oportunidad. El dinero era esencial para llevar a cabo sus planes y pensaba amasar el suficiente como para poner remedio a cualquier inconveniente que se le presentase, y eso incluía al hombre que tenía delante. Cuando llegase el momento oportuno, lo quitaría de en medio y le arrebataría todo lo que le había dado. Además, pensaba hacerlo con el mínimo de ruido y el mayor dolor posible. Utilizaría a ese cabrón como trampolín para su carrera delictiva, pero, hasta entonces, haría todo lo que le pidiese con una sonrisa complaciente.
Estaba decidido a conseguir todo lo que siempre había querido y deseado en la vida, de eso no le cabía duda.
Big Danny Cadogan se había enterado de la última hazaña de su hijo y, desde entonces, se había sentido sumamente molesto. De hecho, se había convertido en el tema de conversación de todos y eso le irritaba más de lo que quería admitir. El muchacho se estaba convirtiendo en una leyenda en su propio ambiente y los celos le estaban carcomiendo como un cáncer.
Mientras tomaba el té y hojeaba el Racing Post, observaba de reojo cómo su hijo más pequeño andaba detrás de su hermano tratando de pedirle un favor como si fuese el hombre de la casa, cosa que, a fin de cuentas, es lo que era.
– ¿Por qué me dices eso, Jonjo?
Danny Boy hablaba con un tono meloso, lleno de afecto y fraternidad. Jonjo estaba muy ligado a su hermano, todo lo ligado que se podía estar.
– Por favor, Danny, todo el mundo va a tener una por Navidad.
Jonjo miraba fijamente a Danny, convencido de que si se lo pedía varias veces, terminaría por concedérselo.
Así sucedía siempre, más si se lo pedía delante de su padre. Jonjo sabía que a Danny Boy le gustaba alardear de quién era el que mandaba en casa, demostrar que era capaz de cuidar de su familia. Le encantaba ver a su padre humillado por su hermano pequeño y sus necesidades. Ese tipo de cosas eran las que le hacían sentirse bien y feliz, al menos durante un rato.
– Creo que tienes muchas opciones de que te la regale por Navidad, Jonjo, pero sólo si ayudas a mamá en la casa y cuidas de tu hermana pequeña. Tenemos que cuidar los unos de los otros. Al fin y al cabo, la familia lo es todo, colega.
Jonjo emitió un suspiro de alivio, un largo y prolongado suspiro que dejó claro a todos los presentes que daba por hecho que le regalaría la bicicleta de carreras si no hacía una de las suyas, por supuesto.
– Ya sabes que cuido de ellas, Danny. Yo siempre hago lo que me corresponde.
Fue una indirecta muy inteligente dirigida a su padre, a sabiendas de que suscitaría una sonrisa en la cara de Danny.
Ange escuchaba compungida. Aunque estaba agradecida porque ya no tenía que trabajar tan duro como antes, lamentaba que su marido hubiese perdido el respeto y el amor de sus hijos. Aunque tuviesen razón y él no fuese nada más que un puñetero holgazán, era su puñetero holgazán y eso era lo único que a ella le importaba.
A Danny Boy se le estaban subiendo demasiado los humos y ella ya no sabía cómo manejarlo. Desde que había perdido su último hijo, Danny se había distanciado de ella, y Ange no sabía cómo recuperar algún tipo de relación con él sin pelear de nuevo por que su marido recuperase su lugar en la casa. La rueda de la vida te machaca lentamente, solía decir su madre, pero ella se estaba cansando de esperar a que pasase.
Su hija entró tan campante en la cocina, con el pelo brillante y los dientes relucientes. Al ver a Danny Boy se le iluminó la cara. La niña era la única alegría de su vida y ella lo sabía, y no sólo eso, también se aseguraba de que sus padres se dieran cuenta de ello. Era una chica muy astuta que necesitaba que alguien le bajase los humos, algo que Ange estaría dispuesta a hacer cuando llegase el momento oportuno. Entonces, que Dios la ayudase porque iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de su bonita cara a bofetones.
Cuando Annuncia miró a su madre con su acostumbrada e irritante altanería, Ange tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella en ese mismo instante. Esperó a que la niña se sentase y luego le colocó un plato con huevos y beicon; la tensión entre las dos se podía palpar.
Danny Boy observaba el ritual de todos los días entre su madre y su hermana y, echándose hacia delante, le gritó:
– ¿Por qué no le das las gracias a tu madre?
Lo dijo con tanta rabia que la madre y la hija se sobresaltaron.
– Acaba de prepararte el desayuno y tú, que te crees una reina, no le dices ni lo más mínimo.
– Perdona, Danny. Gracias, mamá.
Miraba a su madre con ojos asustados y la voz le temblaba por la emoción. No miró a su padre porque sabía de sobra que no tendría el valor de defenderla.
Ange trató de relajar la situación, ya que la pena que le inspiraba su hija la hacía olvidar sus anteriores resquemores.
– Es sólo una niña, Danny. Seguro que me lo agradece, ¿verdad que sí, hija?
Jonjo empujó el plato vacío y se echó sobre el respaldo de la silla con la esperanza de que esa discusión no redujera sus probabilidades de conseguir la bicicleta y de que su hermana no lo fastidiase todo, como siempre. Danny Boy, una vez más, había dejado claro a todos los presentes quién era el que mandaba.
Hasta Danny Boy se sentía dolido por haberle tenido que llamar la atención a su hermana, pero si había algo que no soportaba era la falta de respeto. Su madre, por muy bajo que fuese su concepto personal de ella, seguía siendo su madre y, como tal, debía ser tratada con respeto.