En noviembre de 1892, a la tierna edad de ciento cuarenta y nueve años, me encontré de nuevo en mi ciudad de nacimiento, París, en compañía de mi mujer de entonces, Céline de Fredi Zéla. Poco antes habíamos dejado nuestra casa de Bruselas para viajar a Madrid, donde pensábamos pasar un par de semanas, y de pronto se nos ocurrió hacer un alto en la capital francesa y visitar al hermano de Céline, que esa semana daría una conferencia en la Sorbona. Llevábamos casados tres años y nuestro matrimonio no funcionaba. Sospechaba que acabaríamos divorciándonos -un trámite que nunca me ha atraído-, y esas vacaciones suponían el último esfuerzo por salvar nuestra relación.
Nos habíamos conocido en Bruselas en 1888, donde yo vivía con cierto desahogo gracias a los beneficios de una opereta que había escrito y producido para el teatro belga. Se titulaba Un asesinato necesario y, si bien no parece haber resistido el paso del tiempo -hace poco me sorprendió verla citada en un texto académico que trataba sobre óperas europeas del siglo XIX poco conocidas, pero aparte de eso nadie se acuerda de ella en la actualidad-, tuvo bastante éxito en su día. El segundo crítico operístico más importante de la época, Karpuil -que se comportaba como un borracho ignorante la mayor parte del tiempo pero escribía de maravilla-, la celebró como «la reflexión sublime de un talento generoso sobre un asunto inquietante». No obstante, debo admitir que el crítico más influyente no fue tan pródigo en elogios. La obra le pareció intrascendente y poco original. Con la perspectiva que da el tiempo, su prestigio me parece justificado por la agudeza de su observación. Céline fue invitada al estreno y ocupó un palco en compañía de su hermano mayor, Pierre, barón de Coubertin, y algunos amigos. Después de la representación, se acercó para saludarme y me felicitó; en especial le había gustado la segunda parte, que protagonizaban una joven y su amante.
– ¡Es una historia tan escalofriante! -exclamó mientras seguía con sus ojos pardos a los actores, que iban de un lado a otro presas de la excitación que sigue a una representación. A la gente ajena al teatro siempre le interesa la atmósfera que se respira entre bastidores-. La música es muy hermosa; aunque esa pareja de jóvenes comete un crimen espeluznante. Las dos cosas juntas crean un efecto pavoroso y a la vez conmovedor.
– Sin embargo -señalé-, como se anuncia en el mismo título, es un crimen necesario. El chico se ve obligado a matar al hombre para evitar que éste viole a su amada. Si no fuera por él…
– Por supuesto -me interrumpió-. Eso lo entiendo perfectamente. Pero me perturba la facilidad con que se deshacen del cadáver para proseguir su viaje. Eso en concreto me ha hecho imaginar el final que los aguardaba. En ese momento he sabido que todo acabaría en tragedia, que uno de los dos, o ambos, pagarían al final ese crimen. ¡Qué historia más triste!
Estuve de acuerdo con ella y la invité a cenar, en compañía de unos amigos, esa misma noche. Aunque no soy la clase de hombre que se ufana con las alabanzas de los demás, ése fue mi primer (y único) éxito en un escenario, y durante un tiempo me embriagó la idea de ser un artista con talento. Por entonces aún ignoraba que mi verdadera vocación no residía en la creación, sino en el mecenazgo de las artes. A decir verdad, había nacido en la época equivocada; de haber vivido unos siglos antes, sin duda habría rivalizado en magnanimidad con Lorenzo de Médici. Con Céline no tuve un amor a primera vista. En aquel entonces las mujeres belgas llevaban el cabello recogido en la nuca, muy tirante, y dejaban unos mechones sueltos por encima de las orejas. A Céline ese peinado no le sentaba bien, pues resaltaba su frente, demasiado protuberante. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche su compañía me resultó cada vez más grata. Era inteligente y se sentía atraída por los mismos temas que yo. Ambos habíamos devorado el primer libro de la serie protagonizada por Sherlock Holmes, Un estudio en escarlata, que Conan Doyle acababa de publicar, y esperábamos impacientes la siguiente entrega. Al despedirnos acordamos vernos pocos días después, y a los ocho meses estábamos casados e instalados en una casa adosada en el centro de la ciudad.
Durante un tiempo fuimos felices, pero confieso que nuestro matrimonio se estropeó por mi culpa, pues me lié con una joven actriz -que, para ser franco, me importaba un bledo- y Céline lo descubrió. No me dirigió la palabra durante semanas, y cuando finalmente rompió su mutismo apenas lograba cruzar unas frases sin llorar. Le había hecho mucho daño, y lo sentía de verdad. Durante esos meses de congoja me arrepentí de mi necedad una y otra vez, pues Céline me quería sinceramente y disfrutaba de nuestra vida en común que, hasta ese momento, había transcurrido dichosamente. Como entonces ya era ducho en esas lides, debería haber reconocido una buena relación cuando la veía, pero admito que suelo tropezar con la misma piedra una y otra vez.
Con el tiempo procuramos resolver nuestras diferencias y recuperar el antiguo estado de felicidad conyugal, y aunque convinimos en no volver a hablar del asunto, mi infidelidad quedó flotando entre ambos como un feo nubarrón. Día tras día, en cualquier conversación que mantuviéramos, por nimia que fuese, éramos conscientes de que aquello que no nos atrevíamos a mencionar ocupaba nuestra mente por completo. Céline siempre estaba ensimismada, mientras que yo me sentía desdichado y culpable. Por mis actos irresponsables nuestras relaciones íntimas perdieron intensidad, y abandonamos cualquier tipo de complicidad. Jamás me había encontrado en una situación así: me había portado muy mal con una persona, ésta me había perdonado y, pese a todo, en mi fuero interno sabía que el daño estaba hecho y nunca volveríamos a ser los de antes. No encontraba el modo de expiar mi crimen.
– Quizá vaya siendo hora de que pensemos en tener hijos -sugerí una tarde mientras jugábamos una partida de cartas tranquilamente.
Se trataba de una idea descabellada cuya intención no era otra que volver a unirnos, cuando en el fondo sabía que acabaríamos separándonos.
Céline me miró sorprendida y tiró el as de espadas sobre mi rey mientras negaba con la cabeza.
– Quizá podríamos irnos de viaje juntos -repuso como un eco .
Y así lo hicimos. Aunque no lo confesamos, ambos sabíamos que ese viaje constituiría el último intento por salvar nuestro matrimonio, superar agravios y olvidar el pasado. Decidimos ir a Madrid, y durante el viaje Céline propuso hacer un alto de unos días en París para visitar a su hermano. Ese cambio de última hora marcaría todo un período de mi vida y me llevaría a presenciar el acontecimiento más extraordinario de las postrimerías del siglo XIX.
Había conocido a mi cuñado la misma noche de 1888 en que me presentaron a Céline, pero, debido a la distancia que nos separaba y a que él mantenía escasa relación con su hermana, en los últimos años apenas nos habíamos visto. Aunque junto con el título de barón de Coubertin había heredado una gran fortuna, Pierre trabajaba para el gobierno francés y estaba a cargo de varios proyectos, en su mayor parte de naturaleza artística, encaminados a promover la vida cultural del país antes que a sanear su economía. Con Céline tenía un trato mínimo pero muy cordial, y la noche que llegamos a París -el 24 de noviembre de 1892- hacía más de año y medio que no se veían. Céline le escribía regularmente y le contaba la vida que llevábamos en Bruselas, el prolongado éxito que había obtenido Una muerte necesaria y el estrepitoso fracaso de su sucesora, La caja de los puros, que puso punto final a mis pretensiones creativas. Las navidades anteriores habíamos recibido una tarjeta del barón en la que nos felicitaba las fiestas y nos comunicaba que seguía feliz y atareado en Francia. Aparte de eso, no sabíamos nada de él ni de su trabajo. Dado que íbamos a permanecer en París varios días, acordamos cenar con él una noche, y fue durante esa cita cuando nos informó de los grandes planes que tenía en mente.
Pierre era un hombre de mediana edad y lucía un bigote negro con unas puntas largas y enroscadas que se le disparaban a un lado y otro de la cara, como el que Salvador Dalí llevaría a mediados del siglo XX. Medía casi un metro noventa, pero estaba delgado y fuerte gracias a que seguía una dieta estricta y hacía ejercicio todos los días, religiosamente.
– Me levanto a las cinco y media de la mañana -me contó ante un lenguado mientras cenábamos en un caro restaurante donde todos los camareros parecían conocerlo y lo trataban con suma deferencia- y me doy un baño de agua fría, que me revitaliza y prepara para las actividades matinales. Después hago cien flexiones, cien abdominales y otros ejercicios para tonificar los músculos, y a continuación doy una vuelta de veinte kilómetros en bicicleta por la ciudad. Al volver a casa me doy otro baño, esta vez de agua caliente, para evitar posibles distensiones musculares, acabo mis abluciones matinales, y a las nueve en punto estoy listo para acometer el trabajo de la jornada. No te imaginas lo bien que empiezas el día siguiendo un programa así. ¿Y qué me dices de ti, Matthieu? -me preguntó de pronto-. ¿Qué actividad física prefieres?
Logré callarme lo primero que me vino a la cabeza y, tras un instante de vacilación, di con una respuesta educada.
– Bien, he jugado un poco al tenis. Al parecer no tengo mal revés, aunque mi saque es de vergüenza. Debo admitir que los juegos de equipo nunca han sido lo mío. Prefiero poner a prueba mis habilidades solo o compitiendo individualmente contra otros, como en el atletismo, la esgrima, la natación y deportes así.
En cuanto Pierre empezó a hablar de su tema favorito ya no hubo manera de pararlo. Más tarde descubrí que podía pasarse horas ponderando las ventajas de una vida dedicada al deporte, desde un punto de vista no sólo individual, sino también social, debido a las cualidades inherentes a las actividades de naturaleza competitiva. Su entusiasmo me pareció interesante y poco común, pues hasta entonces nunca me había preocupado por ese aspecto de la vida. Al haber sido bendecido con una buena constitución y probablemente el cuerpo más fiable de la historia de la humanidad, siempre he estado en forma y nunca he necesitado seguir una tabla de ejercicios. En realidad, el único esfuerzo físico que hago regularmente es andar, pues en toda mi vida sólo he tenido coche una vez, y apenas lo utilizaba, y en general el transporte público me agobia.
Charlamos un poco de Céline y nuestro viaje a Madrid, sin aludir a mis escarceos amorosos, razón de ese último esfuerzo por recuperar la armonía conyugal, hasta que Pierre pareció aburrirse de la conversación y se quedó ensimismado mirando su copa de brandy. Cuando le preguntamos si le pasaba algo, explicó que al día siguiente iba a dar una conferencia importante en la Sorbona y que se sentía inquieto por ese motivo.
– Constituye la culminación de estos últimos años -declaró. Dejó el puro en el cenicero y se puso a gesticular con las manos mientras continuaba-: En la conferencia de mañana voy a proponer una idea que se me ha ocurrido y que, en caso de que se acepte, me llevará a asumir el proyecto más extraordinario de mi vida.
Lo miré intrigado.
– ¿Puedes explicarnos de qué se trata? ¿O debes mantenerlo en secreto hasta mañana por la tarde? A esas horas tu hermana y yo estaremos viajando a Madrid y quizá nunca nos enteremos.
– No te preocupes, Matthieu, oirás hablar de ello, no tengo la menor duda. Siempre y cuando mañana logre convencer a todo el mundo de que es una buena idea, claro. Veréis… -Se inclinó y Céline y yo hicimos lo propio, formando un triunvirato de conspiradores que me pareció muy apropiado para ese momento-. Hace un par de años una institución gubernamental me encargó un estudio sobre diversos métodos de educación física con vistas a reintroducir un currículo deportivo en nuestras escuelas. La tarea, que no era difícil, me entusiasmó, fascinado como estaba por los diferentes métodos de mantenimiento físico que se practican en todo el mundo. En el curso de mi investigación conocí a muchas personas que pensaban igual que yo, y eso me condujo a la conclusión que presentaré mañana en la conferencia. Seguro que habéis oído hablar de los Juegos Olímpicos.
A juzgar por su expresión, Céline nunca había oído hablar de ellos, y en cuanto a mí, distaba de ser un experto en la materia.
– A ver… -empecé con cautela, pues apenas conocía su historia e ideales-. Sé que se celebraban en la Grecia antigua… unos cien o doscientos años después de Cristo. ¿Me equivoco?
– Más o menos. -Pierre esbozó una sonrisa-. Para ser exactos, los Juegos Olímpicos se iniciaron unos ochocientos años antes de Cristo, de manera que sólo te has equivocado en un milenio, y concluyeron definitivamente en el siglo cuatro de la era cristiana, cuando el emperador romano Teodosio I promulgó un decreto prohibiendo su celebración. -Mientras soltaba nombres y fechas que tenía impresos en la memoria fue animándose cada vez más-. Por supuesto, durante estos últimos mil cuatrocientos años no se han olvidado por completo -concluyó en un momento en que con su erudición había eclipsado no sólo nuestra ignorancia sino nuestra misma presencia en la mesa-. Supongo que conoceréis las referencias a los Juegos que hace Pindaro.
No las conocía, pero asentí para que continuara.
– Antes ha habido gente interesada en instaurar una versión contemporánea de los antiguos Juegos. En Inglaterra conocí a un hombre, un tal doctor William Penny Brooks (no me extrañaría que hubierais oído hablar de él), que fundó la Sociedad Olímpica de Much Wenlock. Aunque su proyecto suscitó cierto interés, al parecer no encontró a nadie que lo financiara. Ha habido otros antes y después de él, claro: Muths, Curtius, Zappas en Grecia, etcétera. Pero fracasaron porque no eran proyectos internacionales. De eso voy a hablar mañana por la tarde en la Sorbona. Propondré la creación de los Juegos Olímpicos de la actualidad, con participación y financiación internacionales, no sólo por mor de la excelencia personal y los logros deportivos, sino también para promover la concordia y la colaboración entre todos los países. Matthieu, Céline -al llegar a este punto Pierre parecía eufórico-: mi intención es restablecer los Juegos Olímpicos.
Al final nuestro matrimonio fracasó. No llevábamos mucho tiempo en Madrid cuando fuimos conscientes de que éramos incapaces de superar el asunto de mi infidelidad, de modo que decidimos separarnos de forma amistosa, aunque apenados. Presenciar el fin de la relación me dolió, pues me había propuesto que durara toda la vida, si no la mía al menos la de Céline, y me maldije por mi aparente incapacidad para ser leal a una mujer o mantener una relación sana y exitosa. Le supliqué que me diera otra oportunidad, pero la había decepcionado y se sentía traicionada. Cuando nos separamos abandoné España como alma en pena y viví en Egipto una temporada. Allí invertí capital en la construcción de edificios de bajo coste en las afueras de Alejandría, lo que supuso mi primera incursión en negocios no relacionados con el arte. Entonces la ciudad atravesaba una época de prosperidad y crecía de forma imparable; cuando vendí mi participación, obtuve un beneficio neto de casi dos millones de dracmas, toda una fortuna en aquel tiempo. Si iba con cuidado, podría vivir el resto de mis días de ese dinero.
Aunque no volvería a ver al barón de Coubertin hasta tres años después, durante ese tiempo seguí su historia en los periódicos con interés. Su conferencia en la Sorbona había sido bien acogida por el público, aunque apenas había tenido eco en la prensa, y más tarde supe que Pierre había viajado a Estados Unidos en compañía de Céline para entrevistarse con representantes de las ocho universidades más prestigiosas del país a fin de promocionar su idea de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Al parecer, Céline le hacía de secretaria y estaba volcada en el proyecto con un entusiasmo similar al de su hermano. El barón volvió a la Sorbona en 1894, fecha en que se tomó definitivamente la decisión de celebrar los Juegos, con la asistencia de los representantes de doce países. Pierre fue nombrado secretario general del proyecto y un griego llamado Demetrius Vikelas, presidente.
– Me habría gustado aplazar los Juegos hasta mil novecientos -me comentó unos años más tarde-. Pensé que tenía sentido inaugurar el nuevo siglo con unas Olimpiadas, pero perdí la votación por once contra uno. Una vez que esos delegados se ponían en marcha, no había quien los parase. Tenían prisa, y yo llevaba muchos años planeando los Juegos para precipitarme en el último momento. Había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo, la verdad.
Pierre también habría preferido celebrar los Juegos en París, pero Vikelas se negó aduciendo que Atenas, su sede en la Antigüedad, era más apropiado. Acordaron celebrarlos cada cuatro años y fijaron la fecha para la primera convocatoria de la edad moderna: abril de 1896. A continuación se pusieron manos a la obra.
Estando en París de visita una vez más, asistí a la recepción de bienvenida del flautista Juré, que regresaba de su exitosa gira por Estados Unidos. Vi a Pierre en el jardín, enfrascado en una conversación con una pareja de conocidos míos. Salí a saludarlos, y tendí la mano a Pierre, que me la estrechó calurosamente como si fuéramos viejos amigos.
– No creo que hayamos tenido el placer de conocernos, señor -dijo no obstante y, como si fuera la primera vez que nos veíamos, añadió-: Me llamo Pierre de Fredi.
Reí, incómodo y sorprendido de que hubiera olvidado nuestra pasada relación familiar.
– Claro que nos conocemos -protesté-. ¿Acaso no se acuerda de que hace unos años cenamos juntos en París, la noche anterior a su conferencia en la Sorbona?
Pierre pareció indeciso y se frotó el bigote con las yemas de los dedos, nervioso.
– Estaba con su hermana -añadí.
– ¿Mi hermana?
– Céline -le recordé-. En ese momento estábamos… casados. O sea, que era su cuñado. De hecho, sigo siéndolo, pues no nos hemos divorciado.
De pronto se dio una palmada en la frente, un gesto de afectación que ya le había visto otras veces, y me agarró de los hombros con fuerza.
– ¡Claro! -exclamó con una sonrisa de oreja a oreja-. Entonces, si no me equivoco, usted debe de ser el señor Zéla.
Estaba claro que Céline nunca le hablaba de mí.
– Matthieu, por favor.
– Sí, claro, Matthieu -repitió, asintiendo con expresión pensativa mientras me apartaba suavemente-. De hecho, recuerdo esa noche muy bien. Si no me equivoco, os conté mis planes para los Juegos Olímpicos.
– En efecto -repuse, recordando su entusiasmo-. Y debo admitir que en su momento la idea, aunque me sedujo, me pareció un poco descabellada e impracticable. Jamás pensé que llevaría las cosas tan lejos. He seguido sus aventuras con avidez en los periódicos y no puedo sino felicitarle por su trabajo.
– ¿De verdad? -Pierre se echó a reír-. Así que me ha seguido, ¿eh? No sabe lo mucho que se lo agradezco…
– ¿Qué tal está Céline? -lo interrumpí-. Imagino que la ve a menudo.
Se encogió ligeramente de hombros.
– Ahora vive conmigo, aquí en París. El proyecto de los Juegos la cautivó de inmediato, y debo reconocer que se ha vuelto indispensable para mí. Valoro enormemente sus consejos y su ánimo, por no hablar de sus habilidades como anfitriona. Nunca habíamos estado tan unidos, ni siquiera cuando éramos niños -afirmó, y de pronto adoptó un tono levemente altivo para añadir-: Sufrió mucho por su culpa, ¿sabe, señor Zéla?
– Matthieu -insistí-. Lo sé, se lo aseguro. Y la echo mucho de menos, Pierre. ¿Puedo preguntarle si Céline está saliendo con alguien en estos momentos?
Respiró hondo y miró alrededor, como si reflexionase sobre la mejor respuesta a mi pregunta.
– Céline está consagrada a su trabajo y a mí. Mejor dicho, a nuestro trabajo -aclaró-. Ocurriera lo que ocurriese en el pasado, creo que ya lo ha olvidado. Ha pasado página. Sin embargo, no sale con ningún hombre, si se refiere a eso. Después de todo, sigue estando casada.
Asentí y me pregunté si sería tan comedido con alguien que hubiera tratado a mi hermana con la desconsideración que yo había tenido con la suya. Estimando inapropiado seguir hablando de Céline a espaldas de ésta, cambié de tema y lo felicité una vez más por sus logros, el único tema aparte de su hermana que nos interesaba a los dos. De nuevo fue como si hubiera encendido las luces de un árbol de Navidad en una habitación a oscuras: se le iluminó el rostro, le chispearon los ojos y se sonrojó ligeramente, y la incomodidad del momento se desvaneció como por ensalmo.
– Debo admitir que muchas veces creí que no lo conseguiríamos. ¡Y pensar que ahora tenemos los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina! Sólo faltan diecisiete meses.
– ¿Y está preparado?
Abrió la boca para responder, pero cambió de parecer y recorrió el jardín con la mirada, un tanto nervioso.
– ¿Por qué no entramos? -propuso al fin-. Busquemos un lugar tranquilo donde hablar. Me gustaría que me aconsejaras en algunos asuntos -añadió, tuteándome por fin-. Te has convertido en todo un hombre de negocios, ¿verdad?
– He ganado algo de dinero últimamente -reconocí.
– Bien, bien -repuso con presteza-. Entonces quizá puedas ayudarme en cierto asunto. Entremos.
Dicho esto, me cogió del brazo y me condujo a una habitación del primer piso. Tras acomodarnos junto a la chimenea, me contó sus problemas y yo le expliqué el modo en que podía contribuir a resolverlos.
Una semana más tarde estaba en Egipto ultimando mis negocios, y busqué ansiosamente en los periódicos noticias sobre los Juegos. Para mi sorpresa, descubrí que se había decidido celebrarlos en Atenas sin previa consulta al gobierno griego, que no andaba tan sobrado de dinero como para despilfarrarlo en una Olimpiada. En consecuencia, Hungría se ofreció como país anfitrión, con la condición de que se diera a un alto cargo de Budapest un puesto equivalente al de Vikelas. Eso significaba que apartarían de las negociaciones a Pierre, a quien la mera posibilidad lo desmoralizaba.
– Ésa es la razón por la que querría esperar hasta mil novecientos -me había contado en la fiesta de bienvenida a Juré mientras bebíamos una copa tras otra de vino. Estaba serio y tenso, pero procuraba no pensar en que fuera a ocurrir lo peor-. Aún nos queda un largo camino por recorrer. Atenas no está preparada, por no hablar de Budapest. Si se esperase unos años más todo saldría a la perfección. Tal como están las cosas, el sueño de las Olimpiadas de la era moderna se desvanecerá.
De pronto comprendí que se me presentaba la oportunidad de compensar a Céline por la tristeza que le había causado en el pasado. Si se enteraba de que había ayudado a su hermano a ver cumplido aquello que ambicionaba, quizá me perdonase. No esperaba que nos reconciliáramos -ni siquiera estaba seguro de que quisiera volver con ella-, pero entonces, como ahora, acostumbraba pagar mis deudas y odiaba herir a las personas innecesariamente. Había mortificado a mi mujer; ahora tenía la oportunidad de ayudar a su hermano. Era de justicia que lo hiciera.
Pierre quería que los Juegos se celebraran en Atenas, y por eso nos reunimos con el príncipe heredero de Grecia, Constantino, que ya había creado varios comités destinados a recaudar fondos. Después viajé de nuevo a Egipto y me entrevisté con George Averoff, uno de los hombres de negocios más importantes del país. Famoso benefactor de la causa griega, había pagado la construcción de la escuela politécnica de Atenas, la academia militar y la prisión para menores, entre otros lugares de bien común. En los últimos años lo había frecuentado mucho y, aunque sabía que Averoff poseía medios suficientes para financiar un proyecto de esa envergadura, también era consciente de que nuestra relación distaba de ser cordial. Yo había cometido el error de airear, en una entrevista aparecida en un periódico local, mis opiniones sobre los planes urbanísticos de la ciudad y el uso de ciertos terrenos propiedad de Averoff. Aunque trabajábamos en proyectos similares, él era infinitamente más rico que yo (sólo los intereses ya le reportaban unos ingresos anuales que ascendían a la mitad de mi capital). En esa época me sentía en baja forma y sólo me faltaba ver por toda Alejandría letreros con el nombre «Averoff» en lugar de «Zéla». Consideraba una afrenta personal no recibir el respeto y la admiración de que disfrutaba el gran empresario. Por esa razón, en la entrevista hasta me permití una pequeña burla y afirmé que las ventanas altas y los acabados rococó de sus edificios, que constituían su toque personal, afeaban a tal punto la gran ciudad que eran como granos que le hubieran salido a Alejandría en el rostro. Añadí unas cuantas sandeces más, pueriles e impropias de una persona de mi posición. Poco después, un empleado de Averoff me visitó para comunicarme que, aunque en esa ocasión no iban a ponerme una denuncia por difamación, Averoff agradecería que no volviera a mencionar su nombre en los medios de comunicación. Me sentía tan avergonzado de la imagen de mentecato simplón que había ofrecido en la entrevista que le di mi palabra. Por eso, la idea de reunirme con él, sombrero en mano, y pedirle ayuda no me hacía especial ilusión.
Me citó en su despacho un sábado al mediodía del verano de 1895. Estaba sentado a un gran escritorio de caoba, pero se levantó de inmediato y se acercó para estrecharme la mano efusivamente, lo cual me sorprendió. Su cabello gris había emblanquecido completamente desde la última vez que lo había visto, y me recordó al escritor estadounidense Mark Twain.
– Me alegro de volver a verlo, Matthieu -dijo mientras me acompañaba a un mullido sofá situado ante un sillón de orejas, en el que se sentó-. ¿Cuándo fue la última vez?
– Hace un año más o menos -contesté un poco nervioso, indeciso sobre si debía pedir disculpas por mi comportamiento del pasado o hacer como si no hubiese ocurrido nada. Para tranquilizarme me dije que un hombre de su posición y con tantas responsabilidades no podía acordarse de todos y cada uno de los desaires que recibía-. Si no me equivoco, en la fiesta de Krakov.
– Ah, sí. Fue terrible lo que le ocurrió, ¿verdad?
(Sólo unas semanas atrás, Petr Krakov, ministro del gobierno, había sido abatido a tiros ante las puertas de su casa. Nadie había reivindicado el atentado y se sospechaba de cierto movimiento clandestino, lo que no dejaba de resultar sorprendente, pues Alejandría era todo menos una ciudad violenta.)
– Espantoso -convine-. Quién sabe en qué asuntos estaría metido… Un final trágico, ciertamente.
– Bueno, no vale la pena especular -se apresuró a decir, como si se callara algo-. Tarde o temprano sabremos la verdad. Hablar por hablar no nos llevará a ninguna parte.
Observé su expresión. ¿Sería una indirecta? No sabía qué pensar, pero al final decidí que no había querido insinuar nada, al menos por el momento. Tenía la mesa cubierta de fotos enmarcadas y le pregunté si podía mirarlas. Sonrió e hizo un ademán de asentimiento.
– Ésta es mi mujer, Dolores. -Señaló a una dama de aspecto jovial que posaba a su lado en una de las fotos y que parecía estar envejeciendo con dignidad. Sus rasgos eran hermosos y saltaba a la vista que había sido una belleza en su juventud y quizá una mujer deslumbrante en la madurez-. Y éstos son mis hijos. Y algunas de sus respectivas esposas e hijos.
Era una familia muy numerosa y, mientras me enseñaba sus retratos, Averoff rezumaba orgullo; una vez más, sentí envidia de él. En un plano profesional, Georges Averoff y yo teníamos vidas muy semejantes: ambos éramos empresarios y ganábamos mucho dinero gracias a nuestra inteligencia y astucia; sin embargo, mi vida familiar era muy pobre comparada con la suya. ¿Cómo era posible que después de todos mis matrimonios y relaciones (fracasados en su mayoría) no hubiera tenido siquiera un hijo o algo parecido a una familia feliz? Quizá fuese cierto eso de que sólo hay una mujer adecuada para cada hombre, y yo la había perdido. Aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que podría conservarla.
– Dígame, querido Matthieu -prosiguió con una amplia sonrisa mientras volvíamos a tomar asiento frente a frente-, ¿a qué se debe su visita?
Conté los acontecimientos vividos durante los últimos meses y describí con detalle los geniales planes de Pierre, que parecían más y más condenados al fracaso a medida que pasaba el tiempo. Mostré la carta en petición de ayuda que le escribía el príncipe heredero Constantino y enumeré la serie de desastres que habían conducido a que se planteara la posibilidad de celebrar las Olimpiadas en Hungría. Apelé a su patriotismo, subrayando lo importante que sería para Grecia albergar los primeros Juegos de la era moderna; en honor a la verdad, no tuve que explayarme demasiado, pues de inmediato George se comprometió a ayudar.
– Por supuesto que colaboraré -insistió extendiendo los brazos-. Se trata de un hito de la mayor importancia. Haré todo lo que esté en mi mano, se lo prometo; pero dígame, Matthieu, ¿a qué se debe su interés? Que yo sepa usted no es griego.
– Nací en Francia.
– Me lo imaginaba. Entonces, ¿por qué se toma tantas molestias para ayudar a los griegos y a De Coubertin? Es raro, ¿no cree?
Clavé la mirada en el suelo, sin saber si debía hablarle de mis verdaderos motivos.
– Hace unos años -dije finalmente- contraje matrimonio con la hermana de Pierre de Fredi. De hecho, seguimos casados. Con ella me porté de un modo… digamos lamentable. Eché a perder lo que podría haber sido una relación maravillosa y le hice mucho daño. No me gusta herir a las personas, Georges. Ahora intento compensarla.
Asintió lentamente.
– Entiendo. ¿E intenta que vuelva con usted?
– No creo que pueda. Para serle sincero, al principio esa eventualidad no estaba dentro de mis planes. Sólo quería ayudarla de alguna manera. Aunque últimamente nos hemos vuelto a acercar gracias al asunto de los Juegos y los antiguos sentimientos han vuelto a aflorar. Al reencontrarnos, ella me hizo un gran favor. Tengo un sobrino, Thom, cuya vida no ha sido fácil. Su padre murió en circunstancias violentas cuando él era un niño de pecho y su madre se volvió alcohólica. Hace poco el chico vino a verme; acababa de salir de la cárcel, donde había cumplido condena por un delito menor, y parecía necesitar desesperadamente un poco de estabilidad en su vida. Haciendo gala de su generosidad habitual, Céline le ofreció un trabajo de auxiliar administrativo en su despacho, que le ha venido a mi sobrino como anillo al dedo, pues necesita dinero y algo que hacer durante el día. Ignoro la razón, pero el chico no quiere saber nada de su tío, ni acepta nada que provenga de mí. Céline se ha portado con él como un ángel y todo debido a nuestra antigua relación. Creo que tengo que… -Enmudecí, sorprendido conmigo mismo por lo que estaba diciendo-. Perdón. No creo que le interese oír todas estas nimiedades. Debo de parecerle un hombre ridículo.
Se encogió de hombros y rió con cortesía.
– Al contrario, Matthieu. Siempre es interesante conocer a un hombre que tiene conciencia. Hasta diría que pertenece a una especie rara. ¿De dónde la ha sacado usted?
Dudando si me tomaba el pelo o no, sonreí; estaba claro que aludía a nuestra disputa del pasado. De repente sentí un enorme respeto por ese hombre y decidí contarle la verdad.
– Una vez maté a una persona. La única mujer que he querido de verdad. Y después de eso juré no hacer daño a nadie nunca más. La conciencia, como usted la llama, se desarrolló a partir de ese momento.
Averoff donó a la fundación Olympic casi dos millones de dracmas, suma que se invirtió en la reconstrucción del estadio Panathinaiko, donde iban a celebrarse los Juegos. La edificación original del estadio databa del 330 a. C, pero se había ido desmoronando a lo largo de los siglos y llevaba cientos de años bajo tierra. El príncipe heredero mandó erigir una estatua en honor de Averoff -obra del famoso escultor Vroutos- en la entrada del estadio; la víspera de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el 5 de abril de 1896, la escultura se descubrió solemnemente.
No cabía en mí de alegría ante lo fácil que me había resultado reclutar a Averoff para nuestra causa. Había previsto perder meses en reuniones y discusiones sin fin, mientras el tiempo se nos echaba encima y la perspectiva de celebrar los Juegos en Budapest iba afianzándose. Cuando regresé a Atenas, apenas una semana después, ceñía el laurel de la victoria. Pierre conservaría el cargo, los Juegos se celebrarían en Atenas, y al fin había podido compensar todo el dolor que había causado a mi mujer.
– Vaya -dijo Céline poco después-. Cuando quieres puedes hacer muy bien las cosas. Pierre está feliz. Se habría hundido si se hubieran perdido los Juegos.
– Era lo menos que podía hacer. Te lo debía, ¿no crees?
– Sí, tienes razón.
– Quizá… -Vacilé, pensando que tal vez debería esperar a que nos encontráramos en un entorno más romántico para hablar de reconciliación; aun así proseguí: siempre he creído que no hay que dejar pasar las oportunidades-. Quizá tú y yo podríamos…
– Antes de que digas nada -me interrumpió; parecía un poco nerviosa-, deberíamos poner al día nuestra situación.
– ¡Es increíble! -exclamé-. Justo estaba pensando en lo mismo.
– Deberíamos divorciarnos.
– ¿Deberíamos qué?
– Divorciarnos, Matthieu. Hace años que no vivimos juntos. Necesitamos un cambio, ¿no crees?
La miré atónito.
– Pero ¿y todo lo que he hecho por tu hermano? He dedicado mucho tiempo y energía para ayudarlo a conseguir que los Juegos se celebren en Atenas. Me he portado como un verdadero amigo. ¿Y qué me dices del dinero que invertirá Averoff gracias a mí?
– Ya que quieres tanto a mi hermano, ¿por qué no te casas con él? -respondió sin vacilar-. Necesito el divorcio, Matthieu. Estoy… estoy enamorada de otro… y vamos a casarnos.
No di crédito a mis oídos. Fue un mazazo a mi orgullo.
– ¿No podrías esperar un poco? -rogué-. Sólo para ver si esa relación funciona antes de decidir…
– Matthieu, voy a casarme con ese hombre. Cuanto antes. Es una necesidad imperiosa.
Fruncí el entrecejo y me olí algo raro. Entonces la repasé de arriba abajo.
– ¿Estás embarazada? -pregunté, y ella se sonrojó, asintiendo-. ¡Dios mío! -exclamé asombrado; era lo último que habría esperado de ella-. ¿Te importaría decirme quién es el padre?
– Será mejor que no lo sepas.
– ¡Pues tengo derecho a saberlo! -grité. La idea de que otro hombre hubiera preñado a mi mujer me resultaba insoportable-. Sea quien sea, ¡juro que lo mataré!
– ¿Por qué? Tú me engañaste, nos separamos, y llevamos así tres años. Tengo ganas de pasar página. Estoy enamorada. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
Al mirar por encima de su hombro divisé una fotografía de marco dorado sobre la mesa; un apuesto joven de cabello oscuro abrazaba a Céline, y ambos sonreían felices a la cámara. Me acerqué y cogí la foto; al reconocer al hombre se me paró el corazón.
– No puede ser…
Céline se encogió de hombros.
– Lo siento, Matthieu. Nos hicimos muy amigos y… de repente nos enamoramos.
– Eso salta a la vista. No sé qué decirte, Céline. Claro que te concedo el divorcio.
Coloqué la foto sobre la mesa y abandoné la habitación. Poco tiempo después nos divorciamos, y siete meses más tarde me enteré de que Céline había dado a luz un niño. No había pasado ni medio año cuando descubrí el nombre de mi sobrino en una lista de bajas de la guerra de los Bóers (al ser ciudadano británico lo habían llamado a filas) y me pregunté si Céline conseguiría salir adelante sola. Me habría puesto en contacto con ella si no hubiese sido porque entonces mi vida había dado un vuelco inesperado. De todos modos, a veces no conviene resucitar el pasado.