Tara propuso que nos reuniéramos en el mismo restaurante italiano del Soho donde, a principios de año, habíamos hablado sobre sus perspectivas de trabajo y la posibilidad de que dejara la emisora. Dado que no sabía cómo iba a encontrarla, cuando llegué y me senté a la mesa a esperar estaba un poco nervioso. En los últimos seis meses ni habíamos hablado ni la había visto en televisión.
Aun así, cuando presionado por Caroline y sus compinches en la emisora la había llamado por teléfono, había aceptado de inmediato verse conmigo, y antes de concertar la cita mantuvimos una conversación de diez minutos.
Cuando por fin llegó, me llevé una agradable sorpresa. La última vez que la había visto era la personificación de la mujer profesional y moderna. Llevaba un traje de diseño (que no tenía nada que ver con la ropa provocativa que usaba en televisión) y un corte a lo garçon impecable, como si su estilista hubiera estado sentado a las puertas del restaurante para darle los últimos toques antes de salir a la pasarela. Pero ahora, seis meses después, apenas la reconocí. En lugar del traje de chaqueta llevaba unos caros téjanos blancos y una blusa sencilla, abierta en el cuello. Se había dejado crecer el pelo -castaño con discretos reflejos rubios-, que le caía sobre los hombros de forma natural. Sostenía la clásica agenda de anillas y apenas llevaba maquillaje. Tenía muy buen aspecto y aparentaba su edad.
– Tara -titubeé, impresionado por su transformación-. Casi no te reconozco. Estás guapísima.
Me miró un instante en silencio antes de esbozar una sonrisa.
– Gracias -dijo, y me pareció que se sonrojaba un poco-. Eres muy amable. Y tú tampoco tienes mal aspecto para ser un hombre de mediana edad.
Solté una carcajada (¿a cuántos hombres de mediana edad que hubieran cumplido los doscientos cincuenta años conocía?) y negué con la cabeza. Tras las formalidades de rigor y después de pedir una comida relativamente ligera, nos reclinamos en nuestros asientos y guardamos un incómodo silencio. Dado que era yo quien la había invitado a comer, se suponía que debía iniciar la conversación.
– ¿Qué tal te va en la BBC? -pregunté-. Mucho mejor que con nosotros, imagino.
Se encogió de hombros.
– Voy tirando -respondió sin mucho entusiasmo-. No es lo que esperaba, la verdad.
– Ah, ¿no?
– Bueno, se gastan un dineral en ficharte, pero en cuanto te tienen no saben qué hacer contigo. Me parece una extraña forma de funcionar.
– A eso se lo llama mantener el talento bajo control. Están dispuestos a contratar a una barbaridad de gente para tenerla atada de pies y manos, no tanto para que trabaje para ellos, sino para evitar que lo haga para otros. Es una práctica antigua. La he visto muchas veces.
– No me interpretes mal -dijo, deseosa de aparentar que estaba contenta con su situación laboral-. Tengo un montón de responsabilidades. Dentro de unas semanas iré a Río de Janeiro para participar en un programa especial de vacaciones. Esa misma semana saldré en La hora de las preguntas, y el mes próximo voy a rediseñar el salón de Gary Lineker mientras él hace lo propio con el mío en un programa de decoración especial. Sólo nos darán dos días, de modo que… -Pareció buscar la expresión adecuada, pero no la encontró y dejó la frase inacabada. Bajé la vista al plato que acababan de servirme y empecé a comer, evitando mirarla para no ver su expresión de amargura.
– Bueno, me alegro de que te vaya tan bien y de que tengas tanto trabajo -logré decir por fin-. Aunque en la emisora te echamos mucho de menos, claro.
– Ya, ya. ¡Con la prisa que os disteis en quitarme de en medio!
– Eso no es verdad -protesté-. Entonces estábamos metidos en un lío y me pareció que si habías recibido una buena oferta de la BBC te convenía aceptar. Sólo estaba pensando en tu porvenir.
Tara se echó a reír. No creía nada de lo que acababa de decirle, y yo tampoco.
– Ah, vale. En todo caso, ya no importa. Además, yo tampoco me porté muy bien. Aparte de la oferta de trabajo, tenía otros motivos para dejar la emisora, como puedes comprender.
La miré sorprendido, pero dirigió la vista más allá de mi hombro a una pareja de famosos que acababa de sentarse a una mesa. Los saludó con la cabeza y se llevó otro trozo de pizza a la boca.
– ¡Ah! ¿Cómo está Tommy? -preguntó, como si hubiera tenido la intención de interesarse por él nada más poner los pies en el restaurante.
– No muy bien.
– Cuando leí lo que le había ocurrido me dio mucha pena.
– Se veía venir. Llevaba anunciándolo desde hacía tiempo. La historia no está de su lado.
– Pero al menos ha salido del coma, ¿no?
– Eso sí. Y ha vuelto a casa, lo que es buena señal. Pero está muy deprimido. Y todavía no se sabe si seguirá en la serie cuando se reponga del todo.
– Será un duro golpe. Conozco a la productora y es una verdadera arpía. La típica guardiana de la moral hipócrita. Le importa un pimiento mostrar todos los vicios y perversiones humanas en su serie, pero si alguién se comporta como un ser humano en la vida real, pone el grito en el cielo. Es una pesadilla de mujer. Aunque no soy quién para decirlo.
– No te pases, Tara -dije con una sonrisa, sin saber qué pensar de su actitud. ¿Quería ganarse mi simpatía o me estaba tomando el pelo descaradamente?-. Tú no eres tan mala -añadí con malicia.
– Antes lo era. -Hizo una pausa y se mordió el labio inferior mientras se preguntaba si tendría el valor de pronunciar el discurso que llevaba preparado. Al fin, no sin un ligero tartamudeo, añadió-: Mira, Matthieu, debo decirte una cosa. Hace mucho que quería llamarte para hablar de eso, pero no reunía el coraje suficiente. Desde que me telefoneaste, sin embargo, he decidido tragarme el orgullo y soltarlo todo.
– Adelante -dije al tiempo que dejaba el tenedor en el plato.
– Es sobre lo que ocurrió… lo que pasó entre nosotros, quiero decir. Cuando empecé a… interesarme por tu sobrino.
– Ha llovido mucho desde entonces, Tara -repuse; no tenía ganas de remover ese asunto.
– Lo sé, lo sé. Pero tengo que desahogarme. -Respiró hondo y me miró a los ojos-. Lo siento. Lamento mucho lo que hice. Fue un error. Fui injusta contigo y con Tommy. No entiendo en qué estaría pensando para actuar así, igual que una colegiala enamorada, pero, como tú dices, ha llovido mucho desde entonces y creo que yo… que ya no soy la misma. Sólo quería pedirte perdón. Siempre he apreciado tu amistad, y te echo de menos. Me porté muy mal contigo, y te pido disculpas.
Me incliné y le puse una mano en el hombro.
– Tara, no te preocupes. Lo pasado, pasado está. Ninguno de los dos es perfecto. No puedes imaginar la de veces que he metido la pata en relaciones a lo largo de los años.
Ella sonrió y yo me eché a reír sacudiendo la cabeza. Me sorprendió comporbar cuánto me alegraba que Tara se hubiese sincerado. Cuando volvimos a concentrarnos en la comida reinaba un ambiente de auténtica cordialidad. De nuevo éramos amigos, y eso ya era mucho. Pero, además, la mujer que tenía delante parecía muy distinta de la Tara de quien me había desenamorado.
– Dale recuerdos míos -dijo, retomando la conversación anterior-, A menos que te parezca una mala idea, claro. Quizá sea mejor que no le hables de mí. No creo que me tenga mucho aprecio después de… Bueno, no puede decirse que lo ayudara, ¿verdad?
Antes de que mencionara directamente la columna que había escrito sobre Tommy, causándole no pocos contratiempos, cambié de tema.
– Olvídalo. De todos modos no te he citado aquí para hablar de Tommy o de historias pasadas. Esto es una comida de negocios, ¿sabes?
– ¿De verdad? -dijo, aunque estaba seguro de que en ningún momento se le había pasado por la cabeza que fuera otra cosa-. Vale, pues. Dime, ¿cómo va todo en mi antigua guarida?
– Trabajo. Mucho trabajo.
– ¿Habéis encontrado un sustituto para James?
– No. Desde que murió yo me ocupo de su trabajo. P. W. se largó al Caribe, dejándome a su endemoniada hija como prenda para que velara por sus acciones en la compañía. Te aseguro que esa chica es una verdadera pesadilla, me hace la vida imposible.
– ¿Cómo es eso?
De pronto me di cuenta de que no me importaba hablar con ella de esa clase de asuntos. Seis meses atrás, incluso doce, me habría preocupado ver mis palabras en letras de molde o en boca de todo el mundo, pero ahora, aunque apenas llevábamos juntos media hora, confiaba en ella. Pensé que podía desahogarme y explicar cómo me sentía últimamente, ya que en ese momento no tenía a nadie a quien confiar mis problemas. Le hablé de Caroline, del modo en que poco a poco había ido implicándose en el negocio, pese a que, en mi opinión, no era muy hábil en su trabajo, y la forma en que intrigaba para quedarse con el puesto de James Hocknell.
– Pero no lo conseguirá, ¿verdad? -preguntó Tara antes de beber un sorbo de agua.
– No, claro que no. Pero yo no lo quiero. Llevo seis meses trabajando y no puedo más. Necesito un descanso. Ya no soy joven.
– Quieres volver a tu vida ociosa, a hacer lo que te dé la gana todo el día.
– Pues sí. -No me daba vergüenza admitirlo-. Es decir, me gustaría seguir con el mismo grado de implicación, pero no a este precio. No quiero ser responsable de cuanto ocurre a mi alrededor. Me gustaría que volviera a ser como antes.
– ¿A quién no? -murmuró como de pasada, pero yo me guardé esa frase pues sospeché que era una indirecta-. ¿Y qué vas a hacer? ¿Fichar a alguien de otra emisora? Si quieres puedo recomendarte a algunos…
– No, no -la interrumpí-. No te preocupes. Se me ha ocurrido una idea, pero no sé si tiene mucho sentido. Debo darle unas cuantas vueltas más. Bueno, cuéntame cosas. Pero sé sincera. ¿Estás contenta con tu trabajo?
– Tan contenta como lo estás tú con el tuyo. -Tara suspiró-. Me siento un poco desperdiciada, la verdad. Estoy muy harta de los programas que hago, y el resto son tareas puramente administrativas y de investigación, que no me interesan en absoluto. Quiero volver a estar ante la cámara. Me gustaría llevar un noticiario digno, serio, nada más. Yo me ocuparía de todo; diseñaría un formato innovador y contrataría un buen equipo profesional para que fuera un éxito rotundo. Un buen noticiario, eso es lo único que quiero.
Asentí con la cabeza y clavé los ojos en la mesa, para no levantarme y ponerme a bailar de alegría; la comida de negocios había resultado mucho más positiva de lo que había previsto.
– Tara, creo que ha llegado el momento de que los dos pongamos las cartas sobre la mesa, ¿no crees?
Esperé a que Tommy se hubiera instalado en casa antes de visitarlo. Andrea abrió la puerta y al verme soltó un suspiro de alivio, aunque no hubiéramos hecho muy buenas migas en el hospital. Su embarazo estaba muy avanzado y había aumentado visiblemente de peso, pero por lo demás se la veía sana, aunque un poco cansada.
– ¿Cómo está el enfermo? -pregunté al tiempo que entraba y me quitaba el abrigo-. He pensado que debía darle un par de días de descanso antes de visitarlo.
– Pues a mí me vendrían muy bien -dijo mientras me conducía al salón donde Tommy miraba la televisión-. Pero ya que estás aquí aprovecharé para salir un momento. Te veo luego, Tommy, ¿vale? -Su tono era áspero e irritado, como si fuera la canguro y estuviera hasta la coronilla de cuidar a mi sobrino.
Tommy soltó un gruñido y Andrea se marchó, dejándonos solos. Estaba tumbado en el sofá delante del televisor; llevaba una camiseta, pantalones de chándal y gruesos calcetines de lana. A juzgar por el aspecto de su cabello, debía de hacer días que no se bañaba, y aún estaba muy pálido. Cuando entré, apenas me miró, y hasta subió el volumen. Estaba viendo la programación infantil: dibujos animados.
– ¿Sabes en qué se diferencia un personaje de dibujos animados de una persona de carne y hueso? -me preguntó desde el sofá.
– Dímelo tú.
– En los dedos -murmuró-. Los dibujos animados siempre tienen cuatro dedos. Ésa es la diferencia. ¿A qué crees que se debe?
Pensé sobre ello.
– Bueno, sí. Por eso y por el hecho de que los personajes de los dibujos normalmente están animados -dije-. ¿Qué te pasa, Tommy? Siéntate como es debido y compórtate como un adulto, por favor. Voy a preparar café. ¿Una taza?
– Té -musitó.
Recordé que, pese a su adicción a múltiples sustancias estupefacientes, la única droga que lo dejaba indiferente era la cafeína.
Cuando volví con las infusiones, crucé la sala y apagué el televisor.
– ¡Eeeh! -protestó Tommy-. Estoy viendo un programa.
– Pues ya no -dije mientras me acercaba y colocaba la taza de té delante de él, que frunció el entrecejo y se cubrió los ojos con las manos sin cambiar de postura, esperando a que continuara. Suspiré y añadí-: Veamos. ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?
– Sí, claro -repuso con sarcasmo-. Estoy de maravilla. Hagamos un repaso: tomé una sobredosis, he estado a punto de palmarla, me paso el día metiéndome esos medicamentos repugnantes que me destrozan el estómago y me provocan una diarrea galopante; no tengo un penique, mi novia está a punto de abandonarme y voy a ser padre en menos de un mes. Ah, se me olvidaba, y me han echado del trabajo. Con todo lo que me está pasando últimamente, comprenderás lo contento que estoy. Gracias por tu interés, eres muy amable.
– ¿Te han echado? ¿Cuándo?
– Ayer -contestó en voz baja, y pareció un poco avergonzado-. Stephanie me llamó para interesarse por mi estado, al menos es lo que dijo al principio, pero luego añadió que había pensado que debería tomarme un descanso, que mis actividades extracurriculares (sí, utilizó esa expresión) daban una imagen poco favorable de la emisora y que no podían permitirse el lujo de tenerme trabajando allí. De modo que muchas gracias por habernos dedicado nueve años de tu vida y adiós muy buenas -concluyó llevándose la mano a la frente e imitando el saludo militar.
Negué con la cabeza en señal de reprobación. No me sorprendía que lo hubieran despedido, sino que no hubiesen esperado un momento más apropiado para comunicárselo. Al fin y al cabo, como mínimo tenía un mes de baja por enfermedad y con un poco de suerte en ese período habría puesto su vida en orden. No hacía falta que se dieran tanta prisa.
– Lo siento mucho. Es una lástima, pero…
– Pero ya sabías que iba a suceder -me interrumpió-. No tienes por qué recordarme que ya me lo habías advertido, que vienes haciéndolo desde hace años.
– No iba a decir eso, sino que quizá había llegado el momento de que dejaras la serie. Me refiero a que llevabas demasiado tiempo. ¿Qué edad tenías cuando empezaste? ¿Doce?
– Catorce.
– No querrás pasarte el resto de tu vida representando un personaje de telenovela, ¿verdad?
– Es un trabajo como cualquier otro, tío Matt -musitó en tono quejumbroso mientras se enderezaba-. Y ahora resulta que lo que más me perjudicará será el haber pasado tanto tiempo en esa serie. ¿Qué productor televisivo o cinematográfico verá a Tommy DuMarqué? ¡Ninguno! Todos verán a Sam Cutler, al estúpido de Sam, un chico con un corazón de oro pero pocas neuronas. Estoy encasillado. ¿Qué ha sido de Mike Lincoln? ¿Y de Cathy Eliot? ¿Y Pete Martin Sinclair? ¿Dónde los has visto últimamente?
– ¿Qué? ¿Quiénes? -inquirí antes de entender lo que quería decir.
– ¡A eso me refiero! -gritó-. Todos ellos fueron en su momento tan famosos como yo. ¿Y dónde están ahora? En ninguna parte. Lo más probable es que trabajen en un restaurante de mala muerte. ¿Lo quiere con patatas o sin, señor? Éste es el futuro que me espera. Nunca volverán a contratarme para una serie de televisión. ¡Ya no sirvo! -Inclinó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Por un instante temí que estuviera llorando, pero me equivocaba. Sólo quería oscuridad, no ver nada ni a nadie, quitarse de en medio-. ¡Ojalá me hubiera muerto! -exclamó, y al retirar las manos respiró hondo-. Debería haber muerto de sobredosis.
– ¡Basta ya! -rugí, furioso. Me acerqué y me senté junto a él en el sofá. Le cogí la cara con las manos, pero rehuyó mi mirada. Se lo veía tan cansado, tan harto de vivir, que me dio mucha pena. De pronto, en su rostro de chico moribundo vi la cara muerta o agonizante de sus antepasados, todos fallecidos a su misma edad. Fracasado, deprimido, Tommy iba por el mismo camino que los demás-. No vas a morir.
– ¿Qué razones tengo para vivir?
– Un hijo en camino, para empezar -respondí, y él se encogió de hombros-. Dime una cosa -añadí tras una pausa-. Me has comentado un millón de veces lo pesado que te resulta ser famoso, que te encantaría que te dejaran en paz. En realidad, no soportas que la gente esté pendiente de ti todo el tiempo…
– Bueno, todo el tiempo no -murmuró. Al menos no había perdido el sentido del humor, ya era algo.
– ¿En qué medida te gustaría que te dejaran en paz? ¿Hasta qué punto te importa la fama? Contesta, Tommy. ¿Es importante o no? ¿Qué significa ser famoso? ¿Qué se siente estando todo el día rodeado de celebridades?
Reflexionó unos instantes, como si pensase que su respuesta era importante.
– La verdad es que no mucho -admitió al fin, y pareció que ello constituía una revelación también para él-. He sido famoso, soy famoso, pero eso no significa mucho. En realidad, sólo quiero triunfar. No me gustaría ser un fracasado el resto de mi vida. Tengo… no sé, ambiciones. Para mí es muy importante pensar que he triunfado en la vida, que soy alguien. No puedo quedarme estancado. He de avanzar…
– ¡Bien! -exclamé con satisfacción-. ¿Es eso lo que quieres realmente? ¿Triunfar? -Sí.
– Muy bien. Entonces todo lo que te pasa no tiene ninguna importancia. Olvídate de la serie. Puedes hacer muchas otras cosas. ¡Por el amor de Dios, tienes poco más de veinte años y toda la vida por delante! En una década has conseguido diez veces más que la mayoría de la gente de tu edad. ¡Imagina lo que serás capaz de hacer en el futuro! Cálmate un poco, o irás directo a la tumba. Si sigues así al final lograrás palmarla.
– ¡Me da igual! -exclamó, abatido otra vez.
– Tommy -dije, bajando la voz-, siéntate bien y escúchame. Voy a hablarte de tu familia, de tu padre y del padre de tu padre y del padre del padre de tu padre… Es algo que nunca he hecho, créeme. Te contaré cómo se malogró su vida, y si no eres capaz de cambiar para escapar a su suerte, no tendrá sentido que sigamos aquí ninguno de los dos. Hay nueve generaciones de DuMarqué cuyo destino ignoras, aunque estás siguiendo sus pasos escrupulosamente camino del cementerio. El final está a la vuelta de la esquina, Tommy. Aquí y ahora. Hoy mismo.
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
– ¿De qué estás hablando?
– Estoy hablando de historia.
– Historia.
– ¡Sí! Lo que digo es que estás reproduciendo las mismas pautas de tus antepasados porque eres demasiado estúpido para abrir los ojos y darte una oportunidad. Ninguno apreciaba la vida, y por eso la sacrificaron. Y yo he recibido todos esos años no vividos, y no puedo más, ¿entiendes? -dije, consciente de que la conversación tomaba unos derroteros que no había previsto.
– ¿A qué te refieres? ¿Cómo puedes decirme eso? Es decir, quizá conocieras a mi padre, y tal vez a mi abuelo, pero es imposible que…
– Tommy, vuelve a sentarte y déjame hablar. Y no abras la boca hasta que haya terminado, hazlo por mí.
Frunció el entrecejo.
– Vale -dijo dándose por vencido. Se inclinó y cogió la taza de té.
– Bueno -empecé, y respiré hondo. Estaba decidido a salvarle la vida. Era mi obligación-. Bueno -repetí, preparándome para iniciar mi relato-. Voy a contarte una historia, y quiero que no me interrumpas hasta que acabe. Nunca te has dado cuenta de una cosa que me ocurre. Sé que será difícil que la entiendas, pero de todos modos intentaré explicártela lo mejor que pueda.
»Nunca muero. Sólo me vuelvo más y más viejo.
Durante los días siguientes, la reacción del público al despido de Tommy no dejó de sorprenderme. Aunque al principio la sobredosis había provocado un horror generalizado en la prensa sensacionalista ante los excesos de una juventud demasiado consentida que desaprovechaba sus oportunidades -una opinión predecible e hipócrita como pocas, teniendo en cuenta que eran los medios de comunicación los primeros responsables de crear ese tipo de fenómenos-, después de un tiempo ese punto de vista dio paso a otro más piadoso y comprensivo.
No había duda de que Tommy DuMarqué formaba parte de la vida de la nación desde hacía nueve años. El país entero había presenciado cómo pasaba de ser un adolescente violento y conflictivo a un hombre responsable, aunque algo promiscuo. O mejor dicho, había visto crecer y cambiar a Sam Cutler, pero ya se sabía que los dos nombres eran intercambiables, como también sus vidas. Todo el país había seguido expectante sus aventuras en la prensa, había adquirido sus discos, pegado sus posters en las paredes de la habitación, comprado las revistas del corazón donde lo fotografiaban en una lujosa mansión que fingían que era de su propiedad. Una semana, una revista mostraba a Sam Cutler abrazado a Tina en la portada y se vendía como rosquillas. En la siguiente, Tommy DuMarqué aparecía con su nueva novia y se agotaban los ejemplares. La línea que separaba al personaje del hombre de carne y hueso era muy fina; las distinciones se difuminaban cada día más. Todo el mundo parecía haber invertido en la vida de Tommy o de Sam, y no iban a renunciar a él tan fácilmente.
Los noticiarios empezaron a informar de las muchas cartas de condena que recibían los productores por haberlo despedido cuando más necesitado de ayuda estaba. Después de haberlo criado durante tanto tiempo, seguían las cartas, y tras convertirlo en una estrella, era indignante que lo dejasen tirado en la cuneta por adoptar un estilo de vida al que estaba predestinado por su profesión.
A través de un periódico se hizo un llamamiento a todos aquellos que estuvieran en contra del despido de Tommy DuMarqué. Se les pidió que no sintonizaran el capítulo de la serie el martes por la noche y, en efecto, los índices de audiencia descendieron de su posición habitual de quince millones de telespectadores a sólo ocho millones. Ignoraba lo que estarían pensando los productores de la serie, pero no creo que fuera nada agradable.
Llamé a Tommy para saber si se sentía más animado por las noticias, pero no estaba en casa.
– Ha tenido que colarse por la ventana de un piso de la planta baja -explicó Andrea-. La mitad de los medios de comunicación mundiales están acampados aquí delante. Esperan una respuesta de Tommy.
– Que no se le ocurra ponerse ante ningún micrófono -dije con firmeza-. Sólo le falta declararles la guerra a sus productores. Dile que mantenga la boca cerrada. Si quiere volver, es lo mejor que puede hacer.
– No te preocupes, no piensa decir nada.
– Aparte de eso, ¿cómo está?
– Bastante bien, la verdad -respondió Andrea en tono optimista-. De hecho, mucho mejor que la semana pasada. Ha vuelto al hospital a hacerse una revisión. Habla de unirse a un grupo de drogadictos anónimos, y no creo que le vaya mal.
– Ah, ¿sí? -dije, encantado de oír esas palabras-. Al fin buenas noticias.
– Siempre y cuando no lo deje, pues ya sabes cómo es. -Hizo una pausa-. ¿Crees que recuperará su trabajo en la serie?
– No lo sé -contesté tras una leve vacilación-. No me haría muchas ilusiones. El público es muy inconstante. Ahora Tommy está en el candelero, pero dentro de un par de semanas la gente quizá lo haya olvidado. No tienen más que pensar otra trama melodramática para enganchar de nuevo a la audiencia. Ah, ¿todavía se hace ilusiones de que van a llamarlo de la emisora?
– Creo que sí, pero no estoy segura. No habla mucho de eso. Si quieres que te diga la verdad, está de un humor muy extraño últimamente, sobre todo desde el día que viniste a verlo. Su actitud ha cambiado por completo.
– ¡No me digas! -exclamé, consciente de que sus palabras contenían una pregunta velada que yo no estaba dispuesto a responder.
Como es natural, Tommy había reaccionado con incredulidad a mi confesión. Era la primera persona a quien le contaba mi vida, y se había echado a reír, pensando que estaba tomándole el pelo.
Hablamos largo y tendido durante horas y le conté muchas historias sobre sus antepasados, así como incidentes en que me había visto envuelto. Le hablé sobre mi juventud y mi primer amor, que había acabado en tragedia; le conté que la mujer de quien me había enamorado no merecía mi afecto. Se lo conté todo. Me remonté al siglo XVIII, pasé al XIX y luego al XX. El escenario cambiaba una y otra vez: Francia, Inglaterra, Estados Unidos… Le hablé de personas que él conocía a través de los libros de historia y de aquellos cuyo nombre había desaparecido después de su muerte, sólo para vivir en el recuerdo de sus contemporáneos, que a su vez murieron, y quedé sólo yo, el más viejo de todos.
Al final me levanté para irme, dejándolo en un estado de desconcierto e incredulidad absolutos.
– Tío Matt -preguntó antes de que cruzara el umbral-, todas esas personas, mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo y demás, ¿debo suponer que son una especie de símbolo para mí? ¿Te lo has inventado todo para aleccionarme?
Solté una carcajada.
– No -respondí-, en absoluto. Todas esas cosas ocurrieron de verdad, te lo aseguro. Piensa lo que quieras, pero no olvides que ahora te toca a ti. Te aseguro que lo que te he contado no se lo revelé a ninguno de tus antepasados. Quizá debería haberlo hecho; a veces pienso que quizá se habrían salvado si lo hubiesen sabido. En cualquier caso, ahora ya lo sabes. Lo que hagas con esta información es asunto tuyo. Sólo te pido una cosa…
– ¿Cuál?
– Que no se lo cuentes a nadie. Lo último que quiero es compartir tu fama.
Se echó a reír.
– ¡Tú y yo juntos! -oí que decía mientras me alejaba.
– Es probable que aún esté convaleciente -dije a Andrea-. Dale tiempo, volverá a ser el de antes. ¿Y tú cómo estás, por cierto? No debe de faltar mucho…
– Un par de semanas -repuso jovialmente-. Espero que no se le ocurra nacer el día de Navidad. Que sea antes o después, por favor, pero no el veinticinco.
– Mientras sea un niño sano… -comenté, tal como suele decir la gente en esas circunstancias.
– O una niña.
– Exacto -dije, como si hubiera alguna posibilidad.
Caroline empezaba a amargarme la vida. Trabajaba de firme y se desvivía por complacerme, pero tenía una opinión formada acerca de todo, y a pesar de su inexperiencia en el mundo de la televisión, en las reuniones de la junta llevaba la voz cantante. A veces sus ideas no carecían de cierto encanto ingenuo. Para ser justos, era hábil sorteando el argot del medio y tendía a criticarme por el abismo que a su juicio existía entre lo que el público quería ver y mi percepción de lo que deberían estar viendo (nada), pero la mayor parte de las veces su ignorancia era demasiado evidente y sólo conseguía enfurecernos a mis colegas y a mí, que la considerábamos una arrogante y una incompetente. Contratarla había sido un error garrafal desde el principio, sobre todo para ocupar un puesto tan alto de la emisora, aunque entonces yo no había tenido otro remedio. Después de todo, Caroline controlaba las acciones de su padre y P. W. seguía siendo un miembro importante de la junta, además de uno de los propietarios de la emisora. Me gustara o no, se quedaría. A menos que consiguiese persuadir a su padre de que volviera, claro, aunque eso no significara necesariamente la marcha de Caroline.
Una noche me encontraba trabajando a altas horas, ocupado en resolver ciertos problemas de la programación y convencido de que estaba solo en el edificio, cuando Caroline abrió la puerta del despacho y se quedó en el vano mirándome con una extraña sonrisa de satisfacción.
– Caroline -dije sorprendido, aunque sin demasiado entusiasmo-. ¿Qué haces aquí a estas horas? Creía que todo el mundo se había ido a casa.
– ¿Qué razón tendría para estar en casa? -murmuró con una sonrisa tímida.
No supe qué responder. La verdad es que nunca nos habíamos hecho confidencias.
– Matthieu -dijo entonces, mordiéndose el labio inferior antes de volver sobre sus pasos-. ¿Te importa esperar un momento? Voy a buscar algo.
Dejé la pluma encima de la mesa y me restregué los ojos. Me sentía cansado y no estaba de humor para jueguecitos, y mucho menos para hablar del trabajo. Fuera lo que fuese lo que quería, recé para que no se alargara mucho. Me planteé reunir los papeles que estaba estudiando y llevármelos a casa, pero una de mis reglas de oro consiste en no mezclar el trabajo con el ocio, y nisiquiera la perspectiva de aguantar una larga conversación con Caroline constituía amenaza suficiente para obligarme a romperla.
Cuando reapareció, llevaba una botella de champán y dos copas. Cerró la puerta con el pie.
– ¿Y esto? -pregunté incrédulo, pues era lo último que me esperaba-. ¿A qué se debe?
– ¿De verdad que no lo sabes?
Mientras depositaba la botella y las copas sobre el escritorio ante mí, sonrió.
– ¿Qué celebramos?
– Es nuestro aniversario, Matthieu, no me digas que lo has olvidado.
Hice un esfuerzo por recordar. Ya no era un niño, es verdad, pero aún me quedaba un poco de memoria y sabía que, aunque había pasado por unos cuantos matrimonios desastrosos, no me había casado con ella. Negué con la cabeza y sonreí incómodo.
– Perdón, pero…
– Hace cinco meses que nos conocimos, el día que me hablaste de venir a trabajar aquí, ¿recuerdas?
– ¿Y eso cuenta como aniversario?
– Oh, anda ya -dijo, tras lo cual descorchó la botella y sirvió dos copas-. No necesitamos ninguna excusa para beber juntos, ¿verdad? Somos amigos.
– Claro -musité sin demasiada convicción al tiempo que cogía la copa que me ofrecía y brindaba con ella-. Bueno, ¡por otros cinco maravillosos meses! -exclamé no sin un deje de ironía.
– ¡Por muchos años! -me corrigió, dándome un golpe en el brazo-. Nos espera un gran futuro juntos, Matthieu. Tú y yo. ¡Tengo tantos planes para este lugar! Puedo hacer tantas cosas aquí… Soy una mujer fuera de serie, ¿sabes? Si me tratas el tiempo suficiente, lo comprobarás.
Asentí lentamente. Al fin lo entendía. Es curioso que después de doscientos cincuenta y seis años de vida todavía me cueste ver cuándo alguien está coqueteando conmigo. En este caso, la sospecha de que escondía segundas intenciones me había despistado. Caroline no era la clase de mujer que daba algo por nada.
– Mira, Caroline… -empecé, pero me interrumpió.
– ¿Hablaste con Tara Morrison?
– Sí, quedamos para comer hace unos días.
– ¿Y le ofreciste el trabajo?
– Claro.
Abrió los ojos como platos.
– ¿Y qué pasó? ¿Qué contestó?
– Dijo que se lo pensaría. No iba a darme una respuesta ahí mismo, ¿no? Pero creo que podemos confiar en recuperarla. Ha cambiado, creo. Sigue siendo una mujer ambiciosa, pero de un modo distinto, no sé, mejor.
– Todos somos ambiciosos, Matthieu.
– Sí, pero ella busca… ¿cómo lo diría?… -Intenté pensar por qué había salido tan impresionado de nuestra comida; en qué se diferenciaba la mujer actual de la Tara que había conocido-. Quiere sentirse orgullosa de lo que hace, ¿entiendes? Quiere ser… -Me eché a reír-. En fin, quiere ser una buena profesional, respetarse a sí misma y hacer algo de lo que pueda sentirse orgullosa.
– Bien -dijo Caroline-. Me pondré a trabajar en algunas ideas para ella.
– No -respondí-. De Tara me ocupo yo. Aún estamos en la delicada fase de la negociación, de modo que será mejor que te mantengas al margen. Ni siquiera la conoces personalmente.
– Sólo hablaba de unas ideas de la programación…
– Escúchame, Caroline, no quiero que te metas en este asunto. Déjamelo a mí y todo irá bien. Si no sabes tratarla, Tara se te merendará en un visto y no visto.
Se arrellanó en la silla con expresión ofendida. Ahora estaba seguro de que Caroline no se entrometería.
– Perdona -dijo finalmente-. No voy a hacer nada que tú no quieras, por supuesto. También yo quiero enorgullecerme de mi trabajo, y que tú te sientas orgulloso de mí.
Clavé la vista en el escritorio y acto seguido sentí la palma de su mano acariciándome la mejilla.
– ¿No crees que podríamos intimar un poco más, Matthieu? -añadió.
Corrí la silla hacia atrás y alcé las manos.
– Lo siento, Caroline, pero no creo que sea una buena…
– Pareces no darte cuenta de lo que siento por ti -dijo al tiempo que se levantaba y se acercaba más, con un contoneo seductor que me pareció una burda imitación de una actriz de telenovela-. Siempre me han atraído los hombres maduros.
– Seguro que tan mayores como yo, no, créeme. En fin, me parece que…
– Probemos -susurró, inclinándose para besarme.
Me escabullí.
– Perdona -dije, tomándola suavemente del brazo-. Lo siento, de verdad.
Se alisó la ropa con las manos y recobró la compostura.
– Vale. Ningún problema. Me marcho. -Se dirigió a la puerta como un huracán y antes de salir se volvió para mirarme por última vez-. Recuerda que soy una accionista mayoritaria, Matthieu, y estoy en mi derecho de decidir cosas, que es exactamente lo que haré.
Suspiré y volví a concentrarme en mi trabajo.
Unos días más tarde sonó el teléfono. Era Tara, que aceptaba mi oferta y estaba impaciente por reincorporarse al trabajo.
– ¿Y qué pasará con la BBC? ¿Te dejan marchar así como así?
– No exactamente. Mi agente ha mantenido unas cuantas discusiones con la emisora, ha aducido la falta de compromiso que han mostrado hacia mi carrera, ese tipo de cosas. Ha amenazado con demandarlos, y después de ciertas negociaciones puede decirse que me he quedado sin trabajo.
– Bien, pues pongamos fin a esa situación ahora mismo -dije encantado-. Me alegro mucho de que vuelvas con nosotros. -Titubeé un momento antes de añadir-: Te he echado de menos.
– Yo también -admitió tras una pausa, dubitativa-. Añoro nuestra amistad, por no hablar de nuestras discusiones.
– Espero que esta vez todo sea distinto. La emisora va a cambiar. Disfrutarás de cierta autonomía en tu trabajo. Confío en ti.
– Lo único que me preocupa -dijo con cierto nerviosismo- es saber quién dirigirá la emisora.
– Bueno, de momento un servidor.
– ¿No decías que querías dejarlo?
– El trabajo del día a día, sí. Por eso necesito un James Hocknell para estar al frente, pero seguiré siendo socio mayoritario y miembro de la junta.
– Ya veo. Pero ¿cuándo prevés que empezará? ¿Has comenzado a buscar?
– Aún no. Sin embargo, como te he dicho, tengo una idea. Lo que ocurre, sencillamente, es que aún no he tenido la oportunidad de presentar una oferta. Además, antes debo asegurarme de que hago lo correcto. Déjalo en mis manos. Sea lo que sea, no tardaré en hacerlo.
– Debo decirte que he hablado con Alan y P. W.
– Ah, ¿sí? -dije, asombrado. Llevaba tiempo sin hablar con Alan y en cuanto a P.W. no había sabido nada de él desde su marcha-. ¿Dónde localizaste aP.W.?
– Tengo mis fuentes de información -repuso entre risas-. Va a casarse en las Bermudas, ¿lo sabías?
– Dios mío, lo que nos faltaba. Apuesto lo que sea a que su futura esposa es una bailarina del vientre de dieciséis años. ¿Me equivoco?
– Bueno, tiene dieciséis años, sí, pero allí las restricciones respecto a la edad no son tan estrictas como aquí.
Me eché a reír.
– Me pregunto qué debe de ver en el millonario P. W. -comenté con sarcasmo.
– ¡Quién sabe! En cualquier caso, pensé que antes de volver a embarcarme en la emisora debía hablar con él o con Alan, y todo fue bien excepto por algo que dijo P. W.
– ¿Qué?
– Resulta que quiere vender todas sus acciones, ¿lo sabías?
– No tenía ni idea -respondí-. ¿Desde cuándo?
– Bueno, según él, hace poco que lo decidió, pero aún no ha hecho nada al respecto. Esperará a que pase la boda y demás, y luego venderá todas sus acciones del canal. Al parecer quiere fundar una emisora de radio en las Bermudas con las ganancias.
– ¡Una emisora de radio! -exclamé intrigado-. ¡Qué curioso! ¿No tendrás su número de teléfono por casualidad?
– Pues sí. ¿Tienes papel y lápiz a mano?
– Sí, claro. Será mejor que me lo pases antes de que llegue a oídos de otras personas. -Apunté el número y lo dejé al lado del teléfono para utilizarlo de inmediato-. Si vienes mañana tendré los contratos redactados.
– Sí, pero no me esperes muy pronto. Por una vez me gustaría dormir.
– De acuerdo. Te espero al mediodía. Me gustaría contarte algo, ¿puedo confiar en tu discreción?
– Por supuesto. ¿Acaso no he confiado en la tuya al hablarte deP.W.?
– Por esa razón quiero que me aconsejes acerca de algo. Se trata de la persona que quiero poner al frente de la emisora cuando me vaya. Escucha lo que voy a decirte, y no me interrumpas hasta que acabe. Es una buena idea, mucho mejor de lo que puedas creer.
Primera reunión: Tommy llegó a las once en punto a mi despacho, lo cual me alegró, ya que me esperaba un día muy ajetreado y deseaba resolver esos problemas antes de Navidad. Al principio me costó reconocerlo. Llevaba dos semanas sin verlo, desde la tarde en que le había contado mi vida, y en ese tiempo habíamos mantenido un par de breves conversaciones por teléfono. Se había tomado una semana de vacaciones, si puede llamarse así, en una clínica de adelgazamiento y se había apuntado a un programa de rehabilitación para drogadictos como paciente externo; me sentía muy orgulloso de él.
– Tommy -lo saludé mientras entraba tranquilamente en mi despacho tras sortear a mi secretaria, que, embelesada por su presencia, no había creído necesario anunciarlo-. ¿Qué te has hecho?
Se había cortado el pelo dejándose un tupé al estilo francés. En lugar de lentillas, llevaba unas gafas redondas de montura de concha. Vestía un traje informal y ligero. Tenía un aspecto más saludable del que le había visto en mucho tiempo.
– He decidido pasar un poco más inadvertido, aunque sé que no tardarán en olvidarme.
– Estás muy cambiado, la verdad -dije, impresionado por su aspecto serio-. Tienes muy buena pinta. ¿Es para un nuevo personaje?
– No, es para mí -repuso entre risas-. ¡Como si fueran a darme otro papel! ¿Te imaginas lo que tendrían que pagar a la compañía de seguros por mí?
– Pues ahora que lo dices… -Le indiqué que tomara asiento frente a mí-. Pero entiendo a qué te refieres. Siéntate. ¿Te apetece un café?
– Prefiero un té.
Pedí las infusiones por el interfono.
– Caramba -prosiguió, mirando alrededor con aire despreocupado-, no tienes un despacho muy alegre que digamos, ¿Quién se supone que eres, el avaro Mister Scrooge de Dickens?
– No; soy el Fantasma de las navidades Pasadas, pero no he tenido tiempo de poner las decoraciones navideñas. No vale la pena. Los años pasan tan deprisa que antes de que te des cuenta ya vuelves a estar en Navidad.
– Y has vivido tantos años, ¿no? -Me guiñó un ojo con expresión risueña.
Aunque no se me escapaba su escepticismo, también advertía que en el fondo me creía, pues me trataba con un respeto y un nerviosismo nada habituales en él.
– Unos cuantos, sí -admití-. Por cierto, ¿cómo está Andrea? -pregunté para cambiar de tema. No tenía ganas de volver sobre lo mismo. Era la única persona a quien le había confiado mi historia de doscientos cincuenta y seis años, y era probable que pasara mucho tiempo antes de que volviera a contarla. Si la creía o no era su problema.
– Está inmensa -respondió, y soltó una carcajada-. No le queda nada; tiene miedo de parir mañana.
– Sí, eso me dijo. Bueno, ya se verá.
– Estamos pensando en casarnos -anunció.
– ¿De verdad? -dije, sorprendido.
– Por el momento sólo es una idea. Se ha portado muy bien conmigo estos últimos dos meses. Si al final decidimos contraer matrimonio, esperaremos un año por si cambiamos de idea. No queremos casarnos sólo por el niño.
– Me parece razonable -dije. Cogí un pisapapeles de encima del escritorio. Lo había robado en Dover en 1759 y era una de las pocas posesiones que me habían acompañado en mis viajes por el mundo. Lo examiné con detenimiento mientras elucubraba el modo de abordar la propuesta que quería plantear a mi sobrino-. Tommy, me gustaría hablar contigo.
– Me lo imaginaba. Cuando me llamaste parecía algo muy urgente.
– Bueno, en realidad no lo es tanto, pero me gustaría encontrar una solución. En primer lugar, ¿qué planes tienes para el futuro? ¿O todavía no has decidido nada?
Suspiró y alzó la mirada al techo como si le hubiera preguntado sobre el sentido de la vida.
– No lo sé -respondió tras una larga pausa-. Para serte sincero, no tengo ni idea.
– No te contratarán otra vez en la serie, ¿verdad? Mucho menos ahora que estás cambiando de vida.
– No. -Sacudió la cabeza enérgicamente-. A la gente le importo un pimiento, de modo que ya no soy noticia. Tengo un contrato para un par de semanas más en los próximos dos meses, y después me enfermarán de cáncer de testículos. Será rápido y doloroso.
– Vaya, lo siento. -Estuve a punto de consolarlo y preguntarle si podía hacer algo por él.
– Bueno, siempre quedó abierta la posibilidad de que volviese a enfermar -continuó con tristeza-. Estábamos preparados para esa eventualidad. ¡Qué le vamos a hacer! De manera que cuando vuelva de mis vacaciones de tres meses en Estados Unidos, me ingresarán directamente en el hospital, donde me mantendrán vivo el tiempo suficiente para que me entere de que l'ina espera un hijo mio y para liarme con una enfermera a la que despedirán un par de semanas más tarde, por lo que se convertirá en camarera del pub del barrio. O sea, lo típico. Esperan convertirla en la próxima Sandy Bradshaw.
– No me digas -murmuré distraído-. Entonces ya está, fin del capítulo.
– Han sido nueve largos años.
– En ese caso fin del novelón. No importa. Todas las buenas novelas tienen un epílogo, y tú no constituirás una excepción. ¿Qué dice tu agente? ¿Algún trabajo en perspectiva? ¿Vas a sorprendernos a todos renaciendo de las cenizas como el ave fénix?
Se echó a reír y negó con la cabeza.
– ¡Pues no falta tiempo para que vuelvan a darme un papel! Tío Matt, nadie confía en mí. Este año tendré suerte si consigo un trabajo en un teatro de marionetas. No sabes lo que me jode, pues sé que soy un buen actor.
– Estoy convencido de que lo eres.
– Y conozco el negocio como pocas personas. No puedes pasarte media vida en algo y no aprender de todo un poco. -Se encogió de hombros y añadió-: No tengo ni idea de lo que voy a hacer.
– Bien. -Dejé la taza sobre la mesa y me incliné hacia Tommy-. De eso precisamente quería hablar contigo. Se trata de un empleo. Creo que tengo una oferta que hacerte.
– No quiero caridad, tío Matt.
Me causó gracia el comentario, sobre todo al pensar en los miles de libras que como un idiota le había ido dando durante los últimos años para pagar su drogadicción. Entonces no había mostrado esa dignidad.
– No tiene nada que ver con la caridad. Necesito a alguien y creo que tú eres ideal para el trabajo. Sé que corro algún riesgo, pero ¿acaso no dices siempre que conoces el mundo de la televisión de cabo a rabo? Dime una cosa, Tommy, ¿realmente quieres ser una estrella, o te basta con trabajar en serio?
– Ya te lo dije, he sido una estrella, sé lo que es, y no me interesa en absoluto.
– Bien. -Me retrepé en mi asiento-. Entonces es hora de trabajar. ¿Qué te parecería dirigir este lugar?
Parpadeó y miró alrededor, como si no hubiera oído bien mis palabras.
– ¿Qué lugar? ¿Te refieres a la emisora?
– Sí.
– ¿Quieres que trabaje para ti?
– En cierto modo -respondí-. Seguiré siendo accionista; de hecho, seré el accionista mayoritario. Me gustaría que tú fueras el director, que te ocuparas del día a día. Toda la gestión de la emisora caerá en tus manos. Es decir, ocuparás el puesto que tenía James Hocknell, y que ahora tengo yo. ¿Qué me respondes?
Me miró perplejo, como era de esperar, pues estaba haciéndole una oferta excepcional.
– ¿Hablas en serio?
Asentí con la cabeza y estalló en carcajadas.
– ¿De verdad me crees capaz? -añadió bajando la voz.
Lo cierto era que no las tenía todas conmigo, pero no estaba dispuesto a admitirlo. En el fondo, confiaba en él y sabía que no mentía cuando afirmaba conocer el medio televisivo.
– Sí, lo creo. Sólo me queda una cosa por comentarte.
– ¿Cuál?
– Lee Hocknell.
– ¡Ah! -Pareció avergonzarse un poco. La mención de Lee lo retrotrajo a la noche de la sobredosis, mientras que a mí me hizo pensar en algo más serio.
– Hace poco mantuve una conversación con él. Piensa olvidarse de ese feo asunto, ¡gracias a Dios! El que estuvieses a punto de morir lo afectó bastante, y le he ofrecido un trabajo de guionista en la emisora. ¿Cómo lo ves?
– ¿Y eso por qué? -preguntó extrañado-. ¿No querías quitártelo de encima?
– No lo sé -admití-. Quizá porque su padre era buen amigo mío y de algún modo se lo debo. Le dejé bien claro que si volvía a mencionar las circunstancias de la muerte de su padre, yo… bueno, lo amenacé de muerte.
– ¿De verdad?
Reí.
– No lo dije en serio, claro, pero él creyó que sí. Además, sabe que no tuvimos nada que ver con la muerte de su padre, así que ha terminado calmándose. Sólo está un poco asustado. Sospecho que este trabajo le servirá de trampolín para otro; es probable que sea lo mejor. Siempre puedes mirarlo con cara de pocos amigos cuando te lo encuentres por el edificio. No es más que un niño asustado.
Tommy se echó a reír y negó con la cabeza, desconcertado. -Entonces, ¿qué contestas? -añadí-. ¿Quieres el puesto ono?
Bajó la mirada y volvió a negar con la cabeza sonriendo de oreja a oreja.
– Eres un hombre poco común, tío Matt -comentó. Solté una carcajada.
– Como todo el mundo. Bueno, ¿qué me dices? ¿Sí o no? ¿Necesitas tiempo para pensarlo?
– No -respondió, y por un instante temí que fuera a rechazar la oferta-. No necesito tiempo para pensarlo. Mi respuesta es sí.
Segunda reunión. A la hora de la comida pasé por el despacho de Caroline y la encontré en medio de la estancia, como si hubiera perdido algo y no recordara de qué se trataba.
– ¿Te pasa algo?
Se volvió al tiempo que se llevaba una mano al pecho, sorprendida.
– No te había visto, perdona. Estoy bien. Sólo estaba asegurándome de que no me faltaba nada. -Vale. Vaya, ¿así que te marchas?
– En efecto -respondió con regocijo-. Una semana entera.
– Que suerte tienen algunos -repuse, y señalé las sillas-. Toma asiento, me gustaría hablar contigo.
Me miró fijamente como si se temiera lo peor y decidió apoyarse en una esquina del escritorio.
– ¿Qué haces estas navidades? -pregunté para romper el hielo-. ¿Vas a ver a tu padre?
– Dios mío, no -dijo con el entrecejo fruncido-. Por lo visto va a casarse con una niña de las Bermudas, ¿no te parece increíble? Casi podría ser su padre. Es evidente que ella sólo busca su dinero, pues no creo que su físico le resulte irresistible, la verdad.
– No sabría decirte -repuse, pensando que no ganaba nada con confiarle que ya estaba al corriente de esas noticias-. Quizá sea amor -añadí con la única intención de irritarla. Sé que no estuvo bien, pero no pude evitarlo.
– A quien voy a ver es a mi madre. Sé que al cabo de quince minutos ya me habrá sacado de quicio, pero de lo contrario pasaría la Navidad sola con los gatos, y es capaz de meter la cabeza en el horno en vez del pavo.
– Antes de que te vayas me gustaría comentarte un asunto. -Había dudado si tendría sentido celebrar esas dos reuniones la víspera de Navidad, pero imaginaba que una iría bien y la otra no. Hasta había esperado que ésta no saliera mal del todo, aunque lo consideraba improbable. Lo importante era tener el asunto zanjado antes de fin de año-. ¿Has hablado con tu padre últimamente?
– Sí, claro. La semana pasada. ¿Por qué?
– Ah, de modo que no sabes nada desde entonces.
Me miró con recelo, se apartó de la mesa y se dejó caer en una silla.
– ¿Por qué lo preguntas?
– En primer lugar, me gustaría hablar contigo sobre el trabajo que desempeñaba James.
– Siempre que hablas de tu trabajo mencionas a James, como si no llevaras seis meses al frente de todo. ¿Por qué lo haces?
– ¿Seis meses? -Casi gemí-. Dios mío, no me extraña que esté tan cansado.
Esbozó una sonrisa irónica.
– Entonces has tomado una decisión, ¿verdad?
– Voy a hacer unos cuantos cambios -dije-. En primer lugar, te alegrará saber que Tara Morrison ha aceptado. Volverá a la emisora a partir del uno de enero, y pasará un par de meses preparando un noticiario de calidad. Esperamos poder empezar a emitirlo en marzo.
– Estupendo. Es una buena decisión -condescendió, como si fuera un oficial superior y yo un simple soldado raso.
– También he tomado una resolución sobre el trabajo que desempeñaba James, y debo admitir que tenías razón en una cosa. Para ascender al puesto más importante no hay que pasar por todos los peldaños, sólo hay que comprender cómo están dispuestos.
– Gracias -dijo entusiasmada, como si acabara de ofrecerle el puesto-. Me gustaría pensar que con mi trabajo he demostrado que…
Alcé la mano para interrumpirla.
– Por esa razón he decidido apostar por una persona que ha demostrado un enorme entusiasmo, aparte de que lleva mucho tiempo en la televisión y conoce el medio al dedillo. Una persona que sabe lo que el público quiere ver, una persona en la que confío ciegamente.
Se hizo el silencio.
– ¿Y? -murmuró al cabo.
– El nuevo director gerente será Tommy DuMarqué -concluí.
Caroline parpadeó y tras unos instantes se echó a reír.
– ¡Tommy DuMarqué! -exclamó como si fuera la idea más ridicula que hubiera oído en la vida-. Me estás tomando el pelo. ¿La estrella de la telenovela?
– Ya no lo es. Tiene cáncer -dije, y al ver su expresión de sorpresa, aclaré-: Lo han eliminado de la serie. Ya sabes, ese asunto de la sobredosis ha sido…
– Lo que sé es que es tu sobrino -masculló-. ¿Vas a poner al frente de la emisora a un drogadicto confeso que se acuesta con su cuñada y que no ha salido de Londres en nueve años? ¿Qué cualidades son ésas? ¿A eso lo llamas experiencia?
La miré desconcertado.
– Me parece que estás mezclando…
No atendía a razones.
– ¿Qué ha estudiado, Matthieu? ¿Cuáles son sus méritos? ¿Puedes decírmelo?
– Sí, puedo -repuse con firmeza-, y acabo de hacerlo. Pone pasión en lo que hace, tiene muchas capacidades y conocimientos. Ha pasado página y estoy convencido de que puede desempeñar ese trabajo muy bien. ¿Te parece poco?
– ¿Y qué pasará con esta nueva página de su vida? No seas ingenuo, lo más probable es que se líe un porro con ella y se lo fume.
Abrí la boca para protestar, pero decidí callar. Caroline negó con la cabeza como si me hubiera vuelto loco.
– Lo siento mucho -dijo finalmente-, pero tendrás que decirle que no es posible.
– No puedo hacerlo, Caroline.
– Pues tendrás que buscar la manera. Puede que Alan y tú poseáis la mayoría de las acciones, pero yo aún controlo el treinta por ciento, y no permitiré que ese hombre sea el director gerente.
Suspiré.
– Las acciones que controlabas no eran tuyas sino de tu padre. Y no sirven para conseguirte un buen trabajo.
– Tampoco están para que contrates a miembros de tu familia de dudosa capacidad. Coge el teléfono ahora mismo y anula esa estúpida oferta que le hiciste. Si no, lo haré yo misma.
– No eres accionista -insistí.
– Pero mi padre sí. Y mientras esté en…
– Tu padre ya no lo es -dije alzando la voz para acallar sus gritos.
– ¿De qué estás hablando? Claro que lo es. Sigue siendo dueño del treinta por…
– Tu padre ha vendido todas sus acciones -dije-. Lamento que sea yo quien tenga que decírtelo, debería habértelo comunicado él mismo. De modo que ya no las controlas.
Vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.
– Mientes -dijo, aun a sabiendas de que no tenía razón.
– Me temo que no. Lo siento.
– ¿A quién se las ha vendido?
– A mí, obviamente. De manera que ahora soy yo quien decide sobre estos asuntos. Lamento que te lo tomes a mal, pues me gustaría que te quedaras. De verdad, Caroline. A la larga, Tommy hará los cambios que crea apropiados, pero te doy mi palabra de honor de que, mientras tenga una participación mayoritaria en la emisora, habrá trabajo para ti.
Asintió con la cabeza y bajó la vista. Estaba claro que no tenía nada más que decir. Así que me levanté y me dirigí a la puerta.
– El caso es que no tengo hijos y, curiosamente, nunca he poseído un negocio en su totalidad. Al poner a Tommy al frente del canal… bueno, de ese modo se convierte en una empresa familiar. Y la idea me gusta. Mi sobrino pronto será padre. Estoy seguro de que lo entiendes.
Regresé a mi despacho. Unos minutos más tarde oí a Caroline cerrar la puerta del suyo y alejarse por el pasillo en dirección al ascensor. Suspiré aliviado. Ya estaba hecho. Era libre para irme a casa.