Un año crucial en mi vida fue 1793, pues creo que entonces dejé de envejecer físicamente. No logro precisar la fecha exacta ni asociar ese fenómeno a un acontecimiento concreto -tampoco estoy seguro de que fuera ese año-, pero recuerdo que alrededor de esa fecha la tendencia natural de mi cuerpo a deteriorarse se detuvo. También fue en 1793 cuando tuve una de las experiencias más desagradables de mi vida. El suceso me marcó tanto que sólo de recordar cómo acabó el año me invade una profunda amargura respecto a la condición humana. Aun así, por desagradable que me resultara, sigue siendo una de las épocas más memorables de mi vida.
En 1793 cumplí cincuenta años y, salvo por mi acatamiento a penosas modas de entonces, como llevar el pelo largo y recogido en una coleta o vestir trajes ridículos y amanerados, entre mi aspecto de esos días y el de hoy, doscientos seis años más tarde, apenas hay diferencia. Con el tiempo seguí midiendo el metro ochenta y cuatro que había alcanzado en mi juventud; mi peso normal, que oscilaba entre ochenta y seis y cien kilos, se estancó en unos satisfactorios noventa y tres, y la piel no se ajó ni arrugó como en las personas de mi edad; hacía tiempo que había perdido pelo y encanecido, lo que me daba un aire distinguido que no dejaba de complacerme. En general me instalé en una mediana edad más que satisfactoria que aún no he superado. De modo que en 1793, cuando la Revolución francesa llegó a su punto culminante, inicié el proceso que me convertiría en un ladrón de tiempo.
Hacía veinte años que vivía en Inglaterra, aunque mi trigésimo cumpleaños me había sorprendido en el continente, donde llevaba casi una década trabajando en instituciones bancarias y no me había ido del todo mal. Entonces volví a Londres y tras un par de negocios exitosos invertí con acierto y entablé amistades influyentes en el mundo de la banca que apoyaron mis iniciativas. No tardé en comprar una casa y reunir un capital considerable que me producía cuantiosos réditos. Trabajé de firme y gasté con inteligencia. Mi principal preocupación durante esos años era conseguir una vida cómoda, y jamás dediqué un pensamiento a mi felicidad personal o espiritual. Mis únicas ocupaciones consistían en trabajar y ganar dinero, pero al cabo de un tiempo comprendí que eso no bastaba y que buscaba algo más.
Nunca había pensado quedarme en Londres para siempre, y al cumplir los cincuenta empecé a arrepentirme de no haber viajado más. En ese momento no podía evitar sentir que mi existencia se dirigía plácidamente hacia su fin, pues entonces no era habitual sobrepasar el medio siglo de vida, y a veces me reprochaba no haber aprovechado más mi juventud para conocer mundo. Cuando examinaba mi vida, veía dinero donde debería haber habido una familia feliz, y eso me deprimía. Qué poco imaginaba entonces las muchas relaciones amorosas que me depararía el destino, los numerosos viajes que emprendería y los incontables años que tenía por delante. Entonces lo único que pensaba era que había malgastado mi vida.
En Londres vivía en una casa demasiado grande para mí solo, de manera que hacía unos meses había dejado que mi sobrino se trasladara a vivir conmigo. Tom era mi primer sobrino verdadero, el hijo de mi medio hermano, con quien había viajado a Londres en 1760, y, como la mayoría de sus descendientes, se trataba un chico problemático que no hacía nada por salir adelante. Al contrario, iba de un trabajo a otro hasta que se hizo demasiado mayor para aspirar a algo mejor. Creo que esperaba mi muerte para heredar (cuán lejos estaba de imaginar, pobre infeliz, que podía confiar en eso menos aún que en todo lo demás). Una noche en que me sentía especialmente abatido por los derroteros que había tomado mi existencia, estaba en casa con Tom y nos pusimos a fantasear con la idea de emprender un viaje juntos.
– Podríamos ir a Irlanda -sugirió él-. No está lejos y sería muy agradable pasar una larga temporada allí. Siempre he querido vivir en el campo.
Negué con la cabeza.
– No me parece un buen lugar. Es pobre y deprimente, y no para de llover. El mal tiempo perjudica la salud. Aún me entristecería más de lo que estoy.
– ¿Y Australia?
– Todavía peor.
– Entonces vayamos a África. Hay un continente entero por explorar.
– Hace mucho calor y es demasiado atrasado. Ya me conoces, Tom, me gustan las comodidades. Soy europeo hasta la médula, y al otro lado del Canal es donde me siento más feliz. Aunque admito que he estado en pocos lugares.
– Pues yo nunca he salido de Inglaterra.
– Eres joven y tienes mucho tiempo por delante.
Tom se quedó callado, pensando en mis palabras. Al fin y al cabo era yo quien pagaría el viaje, y tal vez le avergonzaba proponer un destino, o tal vez no.
– Podríamos ir a algún país europeo -murmuró al rato-. Hay mucho que ver. ¿Qué tal Escandinavia? Suena muy bien.
Estuvimos discutiendo un rato más hasta que al fin llegamos a un acuerdo. Pasaríamos seis meses viajando por Europa, visitando los lugares de interés arquitectónico, las galerías de arte y los museos. Tom sería mi acompañante y secretario, ya que durante el viaje tendría que seguir ocupándome de mis negocios, habría que redactar cartas, convocar reuniones y levantar actas. Para tratarse de un Tomas, debo reconocer que era bastante eficiente, y pensé que podía confiarle con toda tranquilidad esas tareas.
Unos meses más tarde, mientras tomábamos el fresco en la terraza de un hotel de Locamo, Suiza, tras una ardua jornada subiendo y bajando montañas en compañía de unas damas que habían demostrado mucha más energía y devoción por la causa que cualquiera de nosotros dos, Tom expresó su deseo de visitar Francia. Sentí un escalofrío. Francia era el último lugar del mundo al que quería ir por todos los malos recuerdos que me despertaba, pero Tom insistió.
– Después de todo, soy medio francés -argumentó-. Me gustaría conocer el lugar donde creció mi padre.
– Tu padre creció en Dover y luego en un pueblo pequeño llamado Cageley -repliqué malhumorado-. Para eso deberíamos habernos quedado en Inglaterra, pues ya sabes que tu padre se marchó de París cuando era niño.
– Pero allí nació y vivió sus primeros años. Además, mis abuelos eran franceses, ¿no?
– Sí -admití a regañadientes-. Lo eran.
– Y tú eres un francés de pura cepa. Desde que te marchaste de allí siendo un niño no has vuelto. Seguro que te mueres de ganas de ir y ver cómo ha cambiado todo.
– En primer lugar, ya entonces no me gustaba -repuse-. No sé por qué tendría que sentir nostalgia.
Estaba tan seguro de no querer volver que intenté quitarle la idea de la cabeza por todos los medios; sin embargo, el deseo de conocer sus orígenes era muy profundo. Tom me recriminó por no llevarlo a conocer las calles donde habíamos crecido, la ciudad donde mis padres habían vivido y muerto, el lugar que habíamos abandonado para empezar una vida nueva.
– ¿Y si te cuento cómo eran? -propuse-. Si quieres puedo relatarte muchas historias sobre nuestros primeros años en Paris, cómo se conocieron tu abuelo y mi madre. Verás… una tarde, cuando mi madre salía del teatro, un niño…
– Conozco la historia, tío Matthieu -me interrumpió con exasperación-. Me has contado todas esas historias en innumerables ocasiones.
– Todas no, seguro.
– Bueno, casi todas. No es necesario que me las expliques otra vez. Quiero ir a París -insistió-. ¿Es eso pedir demasiado? Seguro que en el fondo tienes curiosidad por ver cómo ha cambiado en los últimos treinta años. Cuando te fuiste estabas sin blanca, ¿no te gustaría regresar ahora que has triunfado y ver en lo que se ha convertido en tu ausencia?
Asentí. Tenía razón, por supuesto. A mi pesar, debía reconocer que nunca había dejado de pensar en Francia. Aunque no me inspiraba grandes sentimientos patrióticos, me sentía francés, y pese a no guardar buenos recuerdos de París, ésta seguía siendo la ciudad donde había nacido. A veces aún tenía pesadillas relacionadas con la muerte de mi padre, el asesinato de mi madre y la ejecución de mi padrastro, pero aun así la ciudad seguía ejerciendo en mí una extraña y comprensible fascinación. Tom estaba en lo cierto; claro que quería volver a París. A finales de 1792 proseguimos nuestro viaje por Europa, deteniéndonos durante semanas en lugares de interés, y en la primavera del año siguiente llegamos a nuestro destino, mi ciudad natal.
Tom era un chico un poco sádico, un defecto que al final sería su perdición. Aunque incapaz de matar una mosca, disfrutaba viendo sufrir a otras personas: era un voyeur del padecimiento ajeno. En Londres frecuentaba las peleas de gallos, y al volver a casa tenía la mirada turbia. Le gustaba mucho el boxeo y cualquier tipo de lucha, cuanto más sanguinaria mejor. Para alguien que tuviese una perversión de esa clase, el París de 1793 no era un lugar del todo desagradable.
La gigantesca, siniestra y maloliente prisión de la Bastilla, donde los nuevos republicanos habían encerrado a los aristócratas, había sido tomada en 1789 y desde entonces se habían sucedido continuos tumultos en las calles que obligaron a Luis XVI a abandonar París con su familia a finales de ese mismo año. A principios de la década, mientras la Asamblea Nacional presionaba al rey para que aceptase la Constitución y promovía importantes reformas tendentes a mermar el poder absoluto de la monarquía, se mascaba el advenimiento del reino del Terror. En 1792, un año antes de nuestra llegada a la ciudad, el doctor Joseph-Ignace Guillotin convenció a la Asamblea Nacional de utilizar un artefacto de ejecución (cuya invención no se debía a él sino a su colega el doctor Antoine Louis). Poco después, esa terrible máquina de matar se instalo en la plaza de la Concordia, desde donde gobernó a todos los ciudadanos de Francia durante los años siguientes.
Cuando en la primavera de 1793 llegamos a París, en sus calles se respiraba ese ambiente de desconfianza, traición y miedo. Hacía sólo unos meses que habían apresado y decapitado al rey y, mientras entrábamos en la capital, sentí que me invadía una extraña indiferencia muy distinta de la ilusión que debería haberme embargado. Había esperado que el regreso a la ciudad me conmoviera, sobre todo por la forma en que ponía fin a un largo exilio, no ya como el pobre huérfano y carterista impulsado por la necesidad que había partido medio siglo antes, sino como un exitoso y acaudalado hombre de negocios. Recordé a mis padres y también a Tomas, pero apenas dediqué un pensamiento a Dominique, pues, aunque ambos habíamos nacido en París, no nos habíamos conocido allí.
Nos instalamos en la pensión más alejada del centro que encontramos, con la idea de permanecer allí una semana antes de proseguir viaje hacia el sur, donde nunca había estado.
– Tú también lo notas, ¿no? -Tom irrumpió en mi habitación, excitado y con el oscuro y tupido pelo alborotado-. La ciudad está que arde. En el aire flota un inconfundible olor a sangre.
– ¡Qué bien! -murmuré-. Para una ciudad moderna, es uno de sus mayores atractivos. ¡Las vacaciones resultarán inolvidables!
– ¡Vamos, tío Matthieu! -protestó Tom dando saltos por la habitación como un cachorro al que acabaran de sacar de paseo-. Deberías alegrarte de estar aquí en un momento tan importante. ¿Esta ciudad no despierta ningún sentimiento en ti? Recuerda en qué condiciones vivías en París cuando eras pequeño.
– Éramos pobres, es verdad, pero…
– Erais pobres porque a nadie le interesaba darte nada. Todo era para los ricos.
– En primer lugar, los ricos ya lo tenían todo. Así era el mundo entonces.
Al comprender que no estaba dispuesto a discutir, Tom se encogió de hombros, decepcionado.
– Es lo mismo. Los aristócratas se lo quedaban todo y dejaban a los demás sin nada. No es justo.
Lo miré enarcando una ceja. Jamás había imaginado que l'om tuviese esa vena revolucionaria. De hecho, siempre había pensado que si hubiese podido escoger habría preferido vivir como un aristócrata rico, perezoso y alcohólico que como un campesino pobre, maloliente y sobrio, con independencia de que sus ideales se inclinaran a favor de este último. En fin, supongo que sus opiniones, resumidas en la frase «¿por qué habrían de tener ellos tanto cuando nosotros no tenemos nada?», eran razonables en teoría, aunque Tom, que vivía muy bien a mi costa y sin quejarse, no fuera el más indicado para defenderlas.
Poco después de nuestra llegada conocimos a Thérèse Nantes, la hija de los dueños de la pensión. Era una joven morena de dieciocho años que, a juzgar por su permanente irritación, no debía de tener hermanos, por lo que sobre sus hombros recaía gran parte de la responsabilidad del negocio familiar. Imaginé que en épocas más boyantes la familia Nantes debía de contar con la ayuda de un batallón de camareras y cocineros, pues la pensión tenía capacidad para unos treinta huéspedes. En ese momento, debido a la escasez de visitantes en la ciudad, sólo se alojaban en la pensión un matrimonio de mediana edad que llevaba viviendo allí muchos años y un par de viajantes de comercio. Thérèse deambulaba por las salas con el ceño perpetuamente fruncido y siempre que sus padres le decían algo respondía con un gruñido. A la hora de comer aprendimos a no pedir nada que no tuviéramos en el plato, pues corríamos el riesgo de que la comida acabara misteriosamente en nuestro regazo.
Sin embargo, su humor mejoró muchísimo al trabar amistad con mi sobrino. Al principio apenas se notaba el cambio, pero a medida que fueron pasando los días advertí que cuando entrábamos en el comedor nos dirigía un gesto sospechosamente parecido a una media sonrisa. La mañana que me sirvió el desayuno y me deseó «buen provecho» casi me caigo de espaldas, y la noche que estábamos sentados en el salón y nos sorprendió con el ofrecimiento de otra copa de vino me atreví a entablar conversación con ella.
– ¿Sabe dónde están monsieur Lafayette y su esposa? -pregunté, refiriéndome a la pareja de franceses que se hospedaban en la pensión-. Imagino que no habrán salido a tomar el aire.
– ¿Es que no se ha enterado? -preguntó Thérèse, sacando una botella de vino de un aparador mientras pasaba el dedo para comprobar si había polvo-. Se han ido. Según tengo entendido, se han marchado a vivir al campo.
– ¿Al campo? -Me resultaba extraño que no se hubieran despedido de nosotros, pues en el tiempo que llevábamos viviendo allí habíamos mantenido cierta amistad-. ¿Y cuándo volverán? Pensaba que se quedarían aquí hasta el final de sus días.
– Se han ido para siempre, señor Zéla.
– Llámame Matthieu, por favor.
– Esta mañana, muy temprano, han hecho las maletas y han cogido un coche en dirección al sur. La señora ha armado un escándalo por tener que cargar con ellas. Le he dicho que no creía que por lo que me pagan tenga que hacer ciertas cosas, pero ella…
– Pues no he oído nada -la interrumpí, temiendo que continuara quejándose.
Me dirigió una mirada furibunda al tiempo que Tom tosía con diplomacia y se volvía para mirarla a los ojos.
– Con dos bocas menos que alimentar dispondrás de más tiempo para ti -le dijo a modo de consuelo.
Thérèse siguió observándome unos segundos antes de desviar la vista hacia mi sobrino y esbozar una sonrisa.
– Eso no tiene importancia -afirmó como si él hubiera sugerido que la tenía-. Me gusta trabajar aquí.
Se me escapó una inoportuna carcajada y Thérèse me dirigió otra de sus miradas asesinas. A continuación entornó los ojos como si pensara una respuesta.
– ¿Por qué no te sientas con nosotros? -propuse en tono conciliador. Me levanté y le ofrecí el sillón vacío que había entre el mío y el de mi sobrino-. Tómate una copa de vino. Supongo que por hoy has terminado, ¿no?
Me miró sorprendida y se volvió hacia Tom, quien la animó a sentarse con un gesto de la cabeza. Thérèse se encogió de hombros y con mucha dignidad se acercó al sillón y se sentó. Tom cogió otro vaso y sirvió una buena ración de vino que ella aceptó con una sonrisa. Nos quedamos callados. Me repantigué en el sillón y me devané los sesos buscando un tema de conversación, l'or suerte, el silencio duró muy poco, pues a Thérèse el vino le soltó la lengua enseguida.
– En cualquier caso, la señora nunca me cayó bien -afirmó, refiriéndose a nuestra antigua compañera de pensión-. Se comportaba de un modo que nunca aprobaré. A veces, por la mañana, cuando entraba en su habitación… -Sacudió la cabeza como si no quisiera horrorizarnos con el relato de los destrozos que el matrimonio Lafayette podía causar en su pequeña habitación.
– Conmigo siempre fue muy educada -dije.
– Una vez me invitó a pasar a su habitación -recordó Tom de repente, alzando la voz como si no pudiéramos oírlo bien-. Me pidió que la ayudara a correr las cortinas. De pronto se arrojó sobre mí y… -Se interrumpió, ruborizado, y me di cuenta de que no había tenido intención de contar esa historia-. En fin, su comportamiento no fue el propio de una dama -concluyó con un hilo de voz-. Yo… supongo… -Nos miró confuso y por primera vez oí reír a Thérèse.
– Te encontraba muy atractivo -declaró, y me pareció ver que le guiñaba un ojo a mi sobrino-. Sólo había que ver cómo te miraba cuando entrabas en el salón.
Tom frunció el entrecejo, como si lamentara el giro que había tomado la conversación.
– ¡Dios mío! -exclamó horrorizado-. ¡Si debe de tener cuarenta años!
– Oh, sí, es más vieja que Matusalén -dije, pero ambos hicieron caso omiso del comentario.
– Me trataba con desdén -prosiguió Thérèse-. Seguramente envidiaba mi juventud y mi belleza. Tiene varias entradas en mi libro de sucesos.
– ¿Tu qué? -pregunté, pensando que no había oído bien-. ¿Qué es eso de un libro de sucesos?
Ahora fue Thérèse quien pareció inquietarse un poco, como si se le hubiera escapado algo que no quería decir.
– Es una tontería, una especie de diario -contestó en tono de disculpa, sin mirarme a los ojos-. Me sirve para pasar el rato.
– Pero ¿un diario sobre qué? -preguntó Tom, intrigado también.
– Sobre la gente que me ha ofendido alguna vez -repuso con una risita, aunque hablaba en serio-. Guardo un diario sobre la gente que me ha tratado mal o que me ha causado alguna ofensa. Hace años que lo escribo.
La miré fijamente. Sólo se me ocurrió una pregunta.
– ¿Por qué lo haces?
– Para no olvidarme -repuso con perfecta calma-. A todos los cerdos les llega su San Martín, señor Zéla… Matthieu -se corrigió antes de que yo protestara-. Quizá suene absurdo, pero…
– No lo es, en absoluto -me apresuré a contestar-. Pero me parece un poco raro, eso es todo. Supongo que es una manera de recordar… -No sabía cómo terminar, así que corté por lo sano y añadí una frase convencional-. De recordar cosas que han ocurrido.
– Espero no tener muchas entradas en tu diario, Thérèse -terció Tom con una sonrisa de oreja a oreja.
La joven negó con la cabeza y sonrió a su vez, como si la sola idea fuera impensable.
– No te preocupes, que no he escrito nada sobre ti. -Se inclinó hacia Tom y le rozó la mano.
Recalcó el «ti» para que quedara claro que mi caso era diferente. Por si eso fuera poco, me dirigió una mirada de reproche que hizo que me removiese incómodo en el sillón mientras me preguntaba cuándo y cómo habría ofendido a esa chica. Permanecí callado un rato, bebiendo. Rellené el vaso hasta tres veces, mientras Thérèse y Tom coqueteaban como si yo no estuviera presente, y cuando me disponía a excusarme y abandonar la habitación me vinieron a la cabeza unas palabras que ella había pronunciado.
– A todos los cerdos les llega su San Martín -recordé en voz alta para llamar la atención de ambos, que me miraron extrañados, como si hubieran pensado que ya no estaría allí-. De modo que piensas eso, ¿eh, Thérèse?
Pestañeó desconcertada, pero respondió en tono contundente:
– Pues claro que lo pienso. ¿Usted no?
Me encogí de hombros sin saber qué contestar y ella aprovechó mi titubeo para añadir:
– En esta ciudad… -Hizo una pausa cargada de dramatismo-. En los tiempos que corren, ¿cómo no iba a pensarlo?
– ¿Qué quieres decir…?
– Mire alrededor, Matthieu. Fíjese en las calles, vea en qué se ha transformado París. ¿No cree que aún quedan muchos cerdos, por decirlo de alguna manera, a los que ha de llegarles su San Martín?
Una vez más mi silencio delató lo confuso que me sentía. Thérèse se apartó de Tom, me miró fijamente y añadió:
– Todas esas muertes… Los aristócratas que guillotinaron. ¡Por Dios bendito, si hasta rodó la cabeza del rey! Al fin se hace justicia en Francia, Matthieu. Ya era hora, ¿no le parece?
– Aún no hemos presenciado ninguna decapitación -dijo Tom-. Mi tío considera que es una costumbre bárbara y no quiere presenciarla.
– ¿De verdad lo cree, señor Zéla? -preguntó Thérèse, volviendo a mentarme por mi apellido como si quisiera marcar distancias. No podía estar más sorprendido-. De modo que la guillotina le parece bárbara, ¿eh?
– Reconozco que es un método rápido y limpio, pero no puedo evitar preguntarme si es realmente necesario. ¿Hace falta que muera toda esa gente?
– Claro que es necesario -intervino Tom con absoluto convencimiento, haciendo suya la postura de Thérèse-. Esos repulsivos aristócratas merecen morir.
Lo fulminé con la mirada.
– Han tenido una vida regalada -continuó Thérèse, dirigiéndose a mí como si no hubiera oído a Tom-. A costa de explotarnos a todos. Usted es francés, ¿verdad? Ya debe de saber que se lo han buscado ellos solitos.
Asentí con la cabeza.
– Ha llegado su hora -concluyó.
– ¿Has visto guillotinar a alguien? -Sólo con oír hablar de muerte, a Tom se le despertaba la sed de sangre.
La creciente tensión sexual entre los dos jóvenes resultaba ahora evidente, y pensé que, si todavía no eran amantes, no tardarían en serlo.
– A muchos -respondió con orgullo-. Presencié la decapitación del mismísimo rey, quien, como era de esperar, se comportó como un cobarde hasta el final, igual que todos los demás.
Tom se relamió los labios e instó a la joven a que continuara su relato.
– El Comité Nacional lo había declarado culpable de traición -empezó a referir Thérèse, a modo de justificación de lo que se disponía a contar seguidamente-. Ese día pareció que media ciudad quería estar en la plaza de la Concordia para presenciar el fatídico momento. Llegué allí temprano, pero no me acerqué mucho. Quería verlo morir, señor Zéla, pero detesto mezclarme con la muchedumbre vociferante. Había tanta gente que era difícil encontrar un buen sitio. Al final, el chirrión entró en la plaza.
Tom enarcó una ceja en señal de extrañeza.
– La carreta de los reos -aclaró Thérèse-. La sencillez de ésta debe dejar claro que los traidores van a morir como ciudadanos franceses, y no a la manera de los ricos holgazanes. Los recuerdo perfectamente a todos: había una mujer joven que llevaba el pelo largo y sucio. No se daba cuenta de lo que ocurría, o parecía no importarle; quizá ya estuviera muerta en su interior. Detrás de ella vi a un chico que sollozaba desesperado. No se atrevía a mirar el instrumento que acabaría con él, a pesar de que un hombre a su espalda no paraba de gritar como un poseso y señalaba la guillotina muerto de miedo mientras los verdugos lo agarraban con todas sus fuerzas; temían que, aprovechando un descuido, se mezclara entre la multitud y escapara. Aunque lo más probable es que sólo con que hubieran pensado que podían perder al mayor traidor de todos lo habrían descuartizado allí mismo. En ese momento lo reconocí; llevaba pantalones oscuros y camisa blanca con el cuello desabrochado. Ante mí tenía al rey de Francia, el renegado convicto, Luis XVI.
Miré a Tom, que sólo tenía ojos para Thérèse, y no pude por menos de espantarme al ver su expresión: el morbo, la excitación casi sexual que aquel relato había despertado en él eran más que evidentes. Pese a todo, también yo estaba en vilo y deseaba que continuara, turbado como mi sobrino por el drama de esas horribles muertes. Thérèse no iba a defraudarnos.
– Fijé la vista en su rostro, para que no se me escapara ninguna de sus reacciones. Estaba pálido, más blanco que la camisa que llevaba, y parecía agotado, como si hubiera pasado toda la vida batallando para evitar ese final y ahora que era inminente ya no le quedasen fuerzas para seguir luchando. Cuando la carreta se detuvo ante el patíbulo, los seis hombres que llevaban la cara cubierta y vigilaban la enorme máquina dieron un paso adelante y agarraron bruscamente a la joven por los hombros. Al hacerlo le desgarraron el vestido, dejando al descubierto un seno grande y pálido, lo que provocó el estruendoso regocijo de la muchedumbre. Esos hombres… son grandes exhibicionistas, casi actores. El más corpulento de los seis apoyó la frente en el pecho de la mujer unos instantes antes de volver la cara hacia el público con una sonrisa. Mientras la conducían al cadalso, la joven apenas reaccionó. Una vez allí le raparon el pelo y le colocaron la cabeza en el cepo. Cuando dejaron caer la otra media luna de madera para sujetarla, pareció despertar y apoyó las manos en los lados para levantarse, sin darse cuenta de que estaba atrapada. En un instante todo había acabado. La cuchilla cayó y le cortó la cabeza limpiamente. El cuerpo se agitó por un instante para a continuación desplomarse sobre la plataforma, de donde lo recogieron y se lo llevaron a toda prisa.
– ¡Thérèse! -exclamó Tom con un grito ahogado. Como no dijo nada más, supuse que sólo había pronunciado su nombre llevado por un arrebato.
– Acto seguido, uno de los verdugos se acercó y alzó la cabeza con una mano para exhibirla ante la muchedumbre. Gritamos al unísono, os lo aseguro. Las señoras que estaban en primera fila haciendo punto siguieron tricotando alegremente.
Todos esperábamos la principal atracción de la jornada -añadió con una sonrisa traviesa-. Pero primero le llegó el turno al chico. Lo arrastraron hasta la guillotina. Antes de colocarle el cepo, se quedó de pie ante la multitud sin oponer resistencia, mirándonos, suplicando, con la cara bañada en lágrimas y los ojos rojos de tanto llorar. A diferencia de la mujer que lo había precedido, él sabía perfectamente lo que ocurría y estaba aterrorizado. No debía de tener más de quince años. Observé que se le estaba formando una mancha en los pantalones; el muy cobarde se estaba meando encima, y la fina tela se le pegaba a la pierna y le daba un aspecto indigno. Mientras lo colocaban en el cepo forcejeó desesperado, pero era demasiado débil para enfrentarse a esos hombretones, y al cabo de un minuto su vida se había apagado también.
– ¿De qué se lo acusaba? -pregunté asqueado-. ¿A quién había traicionado ese pobre chico?
Thérèse me miró fijamente, con una sonrisa en los labios, y no creyó necesario responder. Estaba a punto de llegar al clímax de su historia, y por mucho que me pesara quería que continuase.
– Cuando condujeron al rey al pie del cadalso la muchedumbre enmudeció por primera vez -prosiguió-. Luis XVI miró a la gente; en su rostro se mezclaba el estoicismo y el pavor. Abrió la boca como si fuera a pronunciar unas palabras, pero no pudo, de modo que lo arrastraron hasta la guillotina. Admito que el ambiente era irrespirable, pues nadie sabía lo que ocurriría después de que lo decapitaran. ¿Y si llegaba el fin del mundo? Se produjo un breve altercado entre los verdugos, pues ninguno quería colocar al rey en el cepo, pero al final uno dio un paso adelante y una vez más bajaron la media luna de madera. El rey levantó un poco la cabeza en un último esfuerzo por mirarnos, mientras en sus ojos se reflejaba la luz del sol. Entonces pronunció sus últimas palabras. «Muero inocente y perdono a mis enemigos», gritó, sin duda esperando salvarse gracias a esas palabras vacías de significado. «Y deseo que mi sangre…» La cuchilla bajó a gran velocidad, la cabeza cayó en la cesta y el cuerpo se sacudió. La multitud aulló presa del delirio. El rey había muerto.
Nos quedamos callados. Vislumbré el rostro de Tom, brillante de sudor en la penumbra de la habitación iluminada por el fuego. Thérèse se estremeció un poco al recostarse en el sillón y beber un sorbo de vino. Miré a los dos jóvenes sin saber qué decir, a tal punto me había turbado la historia. Al cabo, pregunté:
– Dime, Thérèse, ¿qué pensaste al ver cómo guillotinaban a esas personas? Una mujer inocente, un muchacho, un rey… ¿Cómo te sentiste?
Tenía el vaso apoyado en los labios y el intenso reflejo rojo del vino me pareció apropiado para nuestro tema de conversación. Apartó la mirada y respondió con voz profunda:
– Desagraviada.
Mi estancia en París se prolongó más de lo que preveía. Con el tiempo, la notable influencia de Thérèse sobre Tom se invirtió y las ideas sediciosas de ella se vieron eclipsadas por el fervor revolucionario de mi sobrino. Aunque debía reconocer que ya no era el gandul de unos meses atrás, el camino por el que lo arrastraban sus pasiones me daba muy mala espina. Viajé por el país y en más de una ocasión pensé en romper relaciones con mi sobrino y volver a Inglaterra, pero, como era consciente de que dependía de mi caridad, no me atreví. Viví una temporada en el sur de Francia -donde el ambiente estaba casi tan cargado como en París- y a continuación fui a los Alpes a pasar unas semanas. Allí reinaba la paz, y el blanco manto de nieve supuso un enorme descanso para mis ojos, acostumbrados al rojo omnipresente en la capital. Cuando a finales de 1793 volví a París, descubrí que Tom se había convertido en un revolucionario consumado.
En poco tiempo había conseguido sumarse a las filas del poder jacobino y ahora trabajaba como secretario de Robespierre, el principal garante del Terror. Su relación con Thérèse se había estabilizado y juntos habían dejado la pensión para compartir un apartamento cerca de la rue de Rivoli, y allí me dirigí una oscura tarde de viernes poco antes de Navidad.
Tom había cambiado mucho. En seis meses parecía haber envejecido seis años. Llevaba el cabello muy corto, se le marcaban los pómulos y su rostro presentaba un aspecto más varonil y serio. Hacía ejercicio a diario, por lo que su cuerpo se había fortalecido y ensanchado. Su figura, que antaño poseía un atractivo casi femenino, era la imagen del auténtico revolucionario, y casi daba miedo llevarle la contraria. Thérèse también había cambiado. Tras convertir a su amante a sus creencias, parecía haberse distanciado de ellas y permitía que Tom gobernara la nave de sus destinos. Mientras él hablaba, ella no paraba de tocarlo; le acariciaba la mejilla, le rozaba una pierna, y él no parecía darse cuenta.
– Me llama la atención -dije cuando nos sentamos ante la chimenea, después de cenar- que hasta el año pasado no conocieras este país y que ahora luches de esa forma por su supervivencia. Esa pasión recién descubierta por un país desconocido me resulta un poco rara, la verdad.
– Seguramente siempre la he llevado en la sangre -repuso con una sonrisa; una vez más oía esa palabra de sus labios-. Al fin y al cabo, soy medio francés. Algún día tenía que surgir, ciudadano.
– Es posible. Como bien dices, eres medio francés y medio inglés, una combinación explosiva -bromeé-. Vivirás en continuo conflicto contigo mismo, dividido entre tu lado prosaico y tu lado artístico.
– Ahora sólo vivo para una cosa -afirmó muy serio-. Lucho para que la República francesa se fortalezca cada vez más hasta convertirse en la más poderosa del mundo.
– ¿Y el Terror consigue eso? ¿Crecer a través del miedo?
– Tom cree en la causa, ciudadano -terció Thérèse, y su voz sonó ronca y cálida al pronunciar el nombre de su amante-, como todos nosotros. Los muertos han contribuido tanto como los vivos. Es parte de un ciclo natural, un proceso absolutamente natural.
Puras tonterías, pensé.
– Deja que te cuente una historia -dijo Tom retrepándose mientras Thérèse se acurrucaba en su regazo; una de sus manos colgaba indolente sobre la ingle de mi sobrino-. Si hubieras venido hace unas semanas y me hubieses preguntado quién era mi mejor amigo, te habría contestado Pierre Houblin, que hasta hace poco trabajaba conmigo en la Asamblea Nacional. Llevaba allí mucho más tiempo que yo y, por supuesto, ocupaba un cargo de mayor importancia. Pierre tenía más o menos mi edad, quizá fuera un poco mayor, y el caso es que, no sé cómo, nos hicimos amigos, se convirtió en mi protector y me presentó a personas influyentes que podían ayudarme a ascender. Pierre había formado parte del grupo que promovía reformas cuando aún reinaba Luis XVI, había trabajado codo con codo junto a Robespierre y Danton y no había desperdiciado ocasión para conducir la revolución a sus últimas consecuencias. Lo respetaba muchísimo y a la vez era como un hermano para mí, un consejero sabio y experimentado. Conversábamos largo y tendido, los dos solos, en las mismas sillas en que estamos sentados ahora. Hablábamos acerca de todo; la vida, el amor, la política y la historia, sobre lo que estábamos haciendo en y para París y de lo que nos reservaba el futuro. Para mí no existía hombre más grande en toda Francia; me abrió la mente a infinidad de cosas, de verdad, si ahora no las enumero es porque nunca acabaría.
Asentí, aunque no muy convencido. Por lo general, los amores a primera vista suelen ser pasajeros. Es inevitable que sus víctimas entren en razón al cabo de poco tiempo y no entiendan cómo han podido sucumbir a esos sentimientos.
– ¿Y bien? ¿Dónde está ahora el tal señor Houblin? -pregunté-. ¿Por qué me cuentas todo esto, ciudadano? -añadí con sarcasmo.
– Te lo cuento -respondió con irritación- para que veas hasta qué punto estoy comprometido con la causa. Hace unas semanas Pierre y yo estábamos sentados en este apartamento; Thérèse, tú también estabas, ¿recuerdas? -Miró a la joven, que asintió en silencio-. Hablábamos sobre la revolución, como siempre. La revolución, siempre la revolución. Nos obsesionaba. Pierre recordó que sólo en el mes anterior habían guillotinado a más de cuatrocientas personas en París. Me sorprendió que fueran tantas, pero tuve que admitir que no podían ser menos, y entonces nos quedamos en silencio unos instantes. Pierre estaba inquieto y le pregunté si le pasaba algo, si había dicho alguna cosa que le hubiera molestado. De pronto se levantó y se puso a andar de un lado a otro de la habitación.
»-¿No te parece que las cosas están empezando a desmadrarse? -inquirió exasperado-. ¿No crees que muere demasiada gente, demasiados campesinos y muy pocos aristócratas?
»Sus palabras me sorprendieron, pues todo el mundo sabe que la única manera de conseguir el objetivo final es deshacerse de todos los traidores y que sólo queden los auténticos franceses, iguales y libres. Estuvimos discutiendo un buen rato hasta que me dio la razón y pasamos a otra cosa. Pero su actitud me dio que pensar. ¿Y si a Pierre ya no le quedaban agallas para participar en la historia como antes?, me decía.
– Quizá empezara a remorderle la conciencia -apunté, pero Tom negó enérgicamente con la cabeza.
– ¡Qué va! Esto no tiene nada que ver con la conciencia. Cuando se lucha por cambiar, por transformar un sistema abusivo que ha existido durante siglos, debe hacerse todo lo posible para que triunfe la justicia. No hay lugar para la tibieza en esta lucha.
Cualquiera que lo hubiera oído habría pensado que estaba pronunciando un discurso político; la misma Thérèse se levantó para permitirle gesticular con mayor libertad.
– De acuerdo, pero quizá sea conveniente que haya un equilibrio de fuerzas en la Asamblea -sugerí pausadamente, temiendo que se levantara de un salto y me estrangulara allí mismo por mostrar mi desacuerdo-. Ya verás como el señor Houblin tendrá más que aportar ahora que antes.
Tom rió con amargura.
– No lo creo -repuso con un suspiro-. Unos días más tarde mandé una nota a monsieur Robespierre en la que le contaba la conversación mantenida con Pierre. Añadí que se estaba volviendo demasiado moderado para confiarle secretos de Estado o documentos de importancia. Le transcribí nuestra conversación palabra por palabra y dejé que Robespierre actuara como creyera conveniente.
Parpadeé incrédulo; por desgracia, sabía cómo acabaría esa historia.
– Así que lo… destituyeron -sugerí esperanzado.
– Esa misma tarde lo arrestaron, y al día siguiente lo juzgaron por traición. Un tribunal lo declaró culpable, ¡un tribunal de justicia, tío Matthieu! Y a la mañana siguiente lo guillotinaron. Lo siento mucho, pero en una revolución no hay lugar para los tibios. O estás en cuerpo y alma… -hizo una pausa efectista, segando el aire con la mano como si fuera la guillotina- ¡o no estás!
Suspiré y empecé a notarme un poco mareado. Me volví hacia Thérèse, que escudriñaba mi reacción sonriendo. Se pasaba la lengua por los labios muy despacio, como si disfrutara de la historia. Negué con la cabeza con tristeza; no cabía duda de que estaban hechos el uno para el otro.
– De modo que lo delataste -dije en voz baja-. Vaya. Denunciaste a tu mejor amigo, al hombre que respetabas más que a nadie en el mundo.
– Fue un acto de sumo patriotismo -replicó Tom-. Sufrí la muerte de mi mejor amigo, prácticamente un hermano, por defender la República. ¿Existe un sacrificio mayor? Deberías estar orgulloso de mí, tío Matthieu. Orgulloso.
Esa noche, antes de salir del apartamento, consciente de que había llegado el momento de dejar París, Francia y todo el continente europeo abandonando a su suerte a mi sobrino, le hice una última pregunta.
– Ese amigo tuyo, ese Pierre, era una persona importante en la Asamblea, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
– Sí, claro. Tenía un cargo de responsabilidad.
– Y una vez fallecido… después de que lo guillotinaran, ¿quién lo sustituyó?
Tom se puso serio. Había tanto odio en su mirada que por un instante temí por mi vida. Después pensé que no me traicionaría, al fin y al cabo era su tío, pero cambié de opinión de nuevo y me dije: «¡Qué tonto eres! ¡Pues claro que lo haría!» Thérèse parecía aterrada por mi pregunta, pues conocía la respuesta y sólo quería saber si Tom mentiría o no.
– Bueno -dijo tras lo que me pareció una eternidad-, alguien tiene que hacer el trabajo esencial de la República, alguien cuya lealtad sea irreprochable.
Le dirigí una última mirada y antes de salir a la calle me arrebujé con la bufanda, asegurándome de que mi cabeza seguía bien sujeta al cuerpo.
Volví a Londres y siete meses más tarde, en julio de 1794, recibí una carta inesperada. Durante ese tiempo había leído sobre la Revolución francesa en los periódicos: París era una herida abierta en el corazón de Europa por la que derramaba sangre sobre toda la sociedad. Sólo de pensar en cómo debía de ser la vida allí me daban escalofríos. A pesar de lo mucho que me había decepcionado, la suerte de mi sobrino seguía preocupándome. Antes de abandonar París de forma definitiva, había temido que Tom me denunciase por traidor y me condenaran a morir en la guillotina; por otra parte, no quería tener nada que ver con aquel terrible derramamiento de sangre. Sin embargo, mis planes se vieron repentinamente alterados cuando recibí la siguiente misiva:
París, 6 de julio de 1794
Querido señor Zéla:
Le escribo a mi pesar. Aquí las cosas se están poniendo muy feas y es importante que venga cuanto antes. Temo por tres vidas y no consigo persuadir a Tom de que se proteja de la marea de los acontecimientos; no hay duda de que el poder lo ha enloquecido, señor. Se avecinan graves problemas. Tom habla de usted a menudo y dice que le gustaría verlo. Por favor, venga si puede.
Atentamente,
Thérèse Nantes
Como es natural, aquella carta me dejó anonadado, pues había perdido la esperanza de tener noticias de mi sobrino, por no hablar de la mujer con quien vivía. Durante un par de días no cesé de darle vueltas al asunto; por un lado quería mantenerme lo más lejos posible de París, pero por otro no podía pasar por alto aquella petición de auxilio, que parecía muy urgente. Unos días más tarde llamaba a su puerta.
– Ahora todo es diferente, y Tom está demasiado unido a Robespierre -me contó Thérèse, que tenía el rostro más hinchado de lo que recordaba, sin duda a causa del embarazo-. Se lia convertido en su mano derecha, pero ahora navegan contracorriente. He intentado convencerlo de que huya de París, pero no hay manera.
– No lo entiendo. Robespierre es todavía un hombre poderoso, y según los periódicos…
– La situación es muy complicada -me interrumpió, mirando con inquietud la ventana, como si en cualquier momento fuera a entrar por ella un contrarrevolucionario para degollarla-. Todos los que mandan, Saint-Just, Carnot, Collot d'Herboid y el mismo Robespierre, están peleados. Su alianza se desmorona por momentos y no vivirán para contarlo, se lo aseguro. Tras la última discusión, Robespierre ha dejado de asistir a las reuniones del Comité de Salvación Pública. Ya verá como acaban arrestándolo también a él. La suerte está echada: si Robespierre cae, nosotros también.
– No le hagas caso, ciudadano. -Tom apareció por la puerta y nos sobresaltó a los dos-. Hola, Matthieu -añadió con frialdad. El que ya no me llamase «tío» no auguraba nada bueno-. ¿Qué te trae de vuelta a París? Creía que no te gustábamos.
Dirigí una mirada de extrañeza a Thérèse.
– ¿No sabías que venía? -pregunté volviéndome de nuevo hacia él-. Pensaba que…
– Ha venido porque estaba preocupado por ti -intervino Thérèse-. Hasta en Inglaterra saben lo que ocurre en París. No están tan lejos como piensas.
– Lo que ocurre en París -dijo en tono de contrariedad- es que vamos a ganar. Robespierre está en un momento inspirado. Crea alianzas por todas partes, incluso entre antiguos adversarios. Gobernará en solitario, ya verás.
– ¿En este ambiente? -gritó Thérèse-. ¡Cómo puedes engañarte de ese modo! Ahora todo el mundo desconfía de los poderosos. Su cabeza acabará en la guillotina en cuanto tenga un poco de poder, ésa será su recompensa. ¡Y si no vas con cuidado, la tuya también!
– No digas sandeces -replicó Tom-. Robespierre es demasiado poderoso para que le ocurra nada. No olvides que tiene el ejército de su lado.
– Al ejército le importan todos un comino -dijo Thérèse, doblándose de dolor mientras se agarraba la barriga-. Debemos irnos de París, tenemos que escapar de aquí como sea, cuanto antes mejor. Matthieu puede llevarnos con él, ¿verdad? Podríamos vivir con él en Londres, ¿no? Mira mi estado -añadió señalando su enorme vientre-. Quiero irme antes de que nazca el niño -añadió con firmeza.
Me encogí de hombros.
– Supongo que tienes razón -dije, consciente de que no iba a ser fácil, pues primero habría que persuadir a Tom, que replicó:
– Yo no voy a ninguna parte. No te hagas ilusiones.
La discusión continuó durante un rato y, como los dos eran muy tozudos, no llegaron a ninguna conclusión. Por fin, me despedí diciendo que volvería al cabo de unos días para ver cómo seguía Thérèse y que no podría prolongar mi estancia en París mucho más tiempo. A ella le aseguré que estaría encantado de que me acompañara en mi viaje de regreso a Inglaterra, pero respondió que ocurriera lo que ocurriese nunca abandonaría a Tom. El amor, al parecer, había acabado con todos sus principios revolucionarios de hacía un año.
Unos días más tarde Robespierre, con el apoyo de Tom, lanzó un feroz ataque a sus antiguos amigos y compañeros de revolución, a todos aquellos que conservaban cierta autoridad en París. Afirmó que esa gente sólo trataba de acabar con los logros de la República y exigió la disolución del Comité de Salvación Pública y de la Convención, de los cuales él mismo había sido miembro. A continuación se constituyeron nuevos comités para organizar el proceso político. Sorprendidos por la arrogancia y temeridad, por no decir la estulticia, de Robespierre, los miembros no reaccionaron de inmediato, pero cuando la tarde siguiente, en el Club de los Jacobinos, repitió las acusaciones y exigencias, yo mismo fui testigo de su locura.
– Estás loco -susurré al oído de Tom, cogiéndolo del brazo mientras pasaba por mi lado al salir-. Ese hombre está firmando su sentencia de muerte. ¿Cómo puedes estar tan ciego?
– Déjame en paz -dijo zafándose-, a menos que no te importe que te haga arrestar aquí mismo. ¿Es eso lo que quieres, Matthieu? Una palabra mía y mañana mismo estás en el cadalso.
Di un paso atrás, horrorizado por la imagen del poder enloquecido que reflejaban los ojos de mi sobrino, ese insignificante soldado de infantería. Y aunque lo lamenté, no me sorprendió enterarme de que al cabo de veinticuatro horas se habían producido los arrestos. Hubo quien intentó quitarse la vida antes que tener que vérselas con la guillotina, pero sólo Lebas lo consiguió. El hermano de Robespierre, Augustin, se arrojó por la ventana de un piso alto, pero sólo consiguió fracturarse una cadera, el muy inepto. El revolucionario paralítico Couthon se lanzó por unas escaleras de piedra, y ahí quedó atrapado, mientras su silla de ruedas se reía de él desde el rellano superior, hasta que llegaron los soldados con la orden de arresto. En cuanto al héroe de Tom, Robespierre, se pegó un tiro, pero con tan mala fortuna que sólo consiguió destrozarse la mandíbula, por lo que sus últimas veinticuatro horas en la tierra fueron terriblemente dolorosas y sufrió en propia carne un derramamiento de sangre muy similar al que él mismo había contribuido a crear.
Thérèse insistió en ir a la plaza de la Concordia la mañana de las ejecuciones. Me devané los sesos intentando hallar una forma de salvar a mi sobrino, pero sabía que era imposible; hacía tiempo que estaba condenado. Mientras la carreta entraba en la plaza, rememoré los primeros días que pasamos en la ciudad. Entonces Tom era tan inocente como su hijo nonato, y recordé a aquellos otros ajusticiados ilustres, sobre todo al hombre que había estado en el origen de toda esa pesadilla, Luis XVI.
Cuando la carreta se abrió paso entre la muchedumbre, la gente enloqueció, clamando venganza y la cabeza de su antiguo héroe. Robespierre iba delante del chirrión, enloquecido por el dolor, con la cara destrozada por el disparo del día anterior. Se agarraba a los lados del carro y saltaba como un animal salvaje, aullando a la muchedumbre con ojos desorbitados. «Quien siembra vientos recoge tempestades», me dije. En el aire se respiraba la sed de sangre de la que el propio Robespierre era responsable. Detrás de él, impasible, mirando con repugnancia a la gente por la cual se había vuelto revolucionario, iba sentado Tom. Thérèse lloraba a lágrima viva y por un instante temí que diera a luz allí mismo. Intenté convencerla de que nos fuéramos, pero se negó. Quería quedarse hasta el final, y así lo hicimos.
Robespierre fue el primero en subir al cadalso. Le quitaron el improvisado torniquete que llevaba en la mandíbula y tuvieron que retenerlo a la fuerza. Los gritos del famoso orador se volvieron cada vez más incoherentes, hasta que al final la cuchilla los silenció de golpe. Tom, en cambio, hizo como si no existieran los verdugos. Sin mirar a ningún lado, colocó en el tajo la cabeza, que acto seguido cayó en la cesta encima de la de Robespierre.
La ovación por la muerte de éste fue tan enorme que la gente apenas reparó en la presencia de Tom, salvo Thérèse y yo, espantados ante la visión de su cuerpo decapitado. París apestaba a sangre. Imaginé que las aguas del Sena enrojecían debido a las entrañas de los llamados ciudadanos que arrastraba la corriente. Antes de que el cadáver de Tom se hubiera enfriado, abandonamos la ciudad de la muerte y pusimos rumbo a Inglaterra, alejándonos de la revolución. Atrás quedó nuestro sanguinario chico caído en desgracia.