Dominique, Tomas y yo dejamos Dover un día de septiembre al mediar la tarde; de la mañana a la noche los colores de la ciudad permanecían en penumbra y en ocasiones el cielo no se despejaba ni un instante en todo el día. Estaba casi recuperado de la paliza y últimamente, desde que sentía que me habían arrebatado parte de mi dignidad, era aún más audaz en mis aventuras, como si intuyese que la supervivencia iba a ser mi fuerte. Me escabullí de mi lecho de enfermo un lunes por la mañana y hubo de pasar una semana antes de que estuviéramos preparados para marcharnos; teniendo en cuenta que apenas poseíamos nada que pudiera considerarse nuestro, no recuerdo ni entiendo la razón que nos llevó a demorar tanto nuestra partida. En cualquier caso, me vino bien, pues pude despedirme de mis amigos de la calle, muchachos sin futuro como yo, que robaban para comer o pasar el rato, críos sin hogar cuyos hurtos les proporcionaban el único trabajo fijo que podían desempeñar en esa ciudad, golfillos que me atravesaban con la mirada, incapaces de asimilar que alguien se marchara del único mundo que conocían. Visité a tres de mis prostitutas favoritas durante otras tantas noches consecutivas y, a la hora de pagar y despedirme, me invadió una profunda tristeza, pues durante los últimos años habían constituido mi único consuelo ante el deseo sin esperanzas que Dominique despertaba en mí. Mientras ellas nutrían mis anhelos adolescentes durante una hora de reloj y por unos pocos chelines, visualizaba la cabeza de mi amada sobre la almohada, pronunciaba su nombre, cerraba los ojos e imaginaba que estaba conmigo. A veces dudaba que aquella primera noche de amor hubiese existido; hasta llegué a pensar que se trataba de una alucinación producida por mi enfermedad, pero al mirarla desechaba la idea, pues era evidente que la chispa de nuestra pasión persistía, y que en ella pareciera muy apagada no quitaba que se hubiera encendido con ardor en una ocasión.
A Tomas no parecía afectarle mucho nuestra marcha, con tal de que no nos separásemos de él. Tenía casi siete años y era un chico listo y enérgico; le gustaba moverse a sus anchas por la ciudad y explorar las calles, si bien volvía para contarnos sus aventuras a Dominique y a mí, sus padres adoptivos. Al contrario que a ella, que no parecía preocuparse mucho, a mí no me gustaba que Tomas se pasara el día deambulando por Dover. El encuentro con la violencia me había hecho más consciente de los peligros de la calle y temía por mi hermano, pues imaginaba que podía juntarse con los mismos tipos que yo. En cuanto a mi propia seguridad, habría puesto la mano en el fuego por ellos, pero tratándose de Tomas no estaba muy convencido.
– Tiene seis años -dijo Dominique-. Hay niños más pequeños buscándose la vida para alimentar a sus familias. ¿Qué va a pasarle, Matthieu?
– Las calles son muy peligrosas -protesté-. Mira lo que me ocurrió a mí, y eso que tengo diez años más que él y sé cuidarme solo. ¿Quieres que le pase lo mismo…?
– Tú mismo te lo buscaste. Te arriesgabas demasiado; era sólo cuestión de tiempo que te pillaran. Tomas no es así, y no roba. Explora, eso es todo.
– ¿Explora? ¿El qué? -pregunté, confuso ante sus argumentos-. ¿Qué crees que hay para explorar en las calles? Ahí no hay más que polvo. Y debajo, en las cloacas, ratas. No va a descubrir más que gente mala que le hará daño.
Dominique se encogió de hombros y siguió permitiendo que Tomas se ausentase durante horas. Aunque sus escapadas me preocupaban de verdad, siempre acababa acatando las decisiones de Dominique, a pesar de que en ese caso no era a su hermano a quien concernían, sino al mío. Mi obediencia quizá se debiese a que era mayor que yo, parecía conocer más mundo y me tenía completamente esclavizado. El poder que ejercía sobre mí era absoluto, aunque también se mostraba dulce y maternal; y si controlaba todos los aspectos de mi vida era porque yo se lo permitía gustoso. A veces, cuando estábamos a solas, Dominique dejaba que me sentase a su lado junto al fuego y apoyara la cabeza en su hombro; poco a poco mi cara iba deslizándose hacia sus pechos, hasta que se enderezaba de pronto y anunciaba que era hora de acostarse… cada uno en su cama. Por muy improbable que fuese el que volviéramos a vivir otro encuentro apasionado, no pasaba una noche sin que dejara volar mi fantasía imaginándolo.
Decidimos viajar a Londres y probar fortuna allí. Nos esperaba una buena caminata -unos ciento veinte kilómetros-, pero en esa época no era extraño recorrer grandes distancias a pie. Con el paso del tiempo hemos convertido en una proeza insuperable algo que antaño no sólo era posible sino habitual. Aunque estábamos a finales de año, hacía buen tiempo y siempre encontraríamos dónde acampar por la noche. Habíamos ahorrado un poco de dinero -o, mejor dicho, Dominique había ido atesorando la calderilla y lo que ganaba trabajando en una lavandería-, y si surgía una emergencia podríamos pagar una pequeña habitación en una posada o una granja por el camino. Ahora bien, gastaríamos lo mínimo en comida, pues yo pensaba seguir robando durante el viaje, y aun esperaba que quedara algo de dinero para empezar con buen pie en Londres.
Ese lunes, al abandonar nuestra pequeña habitación, sentí una extraña melancolía. Pese a haber vivido en la misma casa en París durante quince años, nunca me había sentido muy apegado a ella, y desde el día que la dejé nunca volví a pensar en ella ni a añorarla. En cambio ahora, después de sólo un año, me entraron ganas de llorar al dirigir una mirada postrera a las dos pequeñas camas, la mesa desvencijada, las sillas con las patas rotas junto a la chimenea, antes de cerrar la puerta de aquel cuchitril, nuestra casa. Me volví hacia Dominique, para sonreírle por última vez en ese lugar, pero ella, tras inclinarse para sacudir el polvo del pantalón de Tomas, ya se estaba alejando y no volvió la vista atrás. Me encogí de hombros y cerré la puerta, dejando la habitación a oscuras y a la espera de sus próximos, miserables inquilinos.
Me preocupaban mis botas. Eran oscuras y estaban provistas de buenos cordones, pero eran de un número grande para mí. Las había robado días atrás a un joven caballero que cometió la insensatez de dejarlas a la puerta de su habitación en el Refugio del Viajante, un albergue cercano al puerto. Tenía la costumbre de entrar en ese albergue por la puerta trasera a altas horas de la noche y explorar los pasillos mientras los huéspedes dormían. En esos pasillos estrechos y de techo bajo no era raro encontrar una camisa o unos pantalones colgando de las puertas; algunos caballeros despistados, pensando que aún estaban en Londres o París, los dejaban allí con la esperanza, quizá, de encontrarlos bien planchados a la mañana siguiente. La mayor parte de esas cosas no se podían vender, pero servían para vestir a mi pequeña familia, no me costaban ni un penique y no me causaban el menor remordimiento.
Las suelas de las botas estaban un poco gastadas y la idea de acabar caminando hasta Londres descalzo no me hacía ninguna gracia. Al cabo de un rato ya notaba la gravilla en la planta del pie izquierdo, y sabía que en pocos kilómetros empezarían a salirme ampollas y cortes. Las botas de Dominique eran similares a las mías, pero llevaba unas buenas medias que yo le había hurtado a un tendero, a unos cinco kilómetros al sur de nuestra casa, la víspera de recibir la paliza, y el día anterior había encontrado un par de botas nuevas para Tomas. Éste parecía tan incómodo como yo mientras se acostumbraba a ellas, y tanto se quejó del daño que le hacían que al final Dominique sacó un pañuelo del bolsillo y le envolvió los dedos de los pies para protegerlos del roce. Yo habría preferido que con aquel pañuelo le tapara la boca, pero al menos consiguió que se callara un rato.
Calculé que si sólo íbamos a pie llegaríamos a Londres al cabo de cinco días, a menos que encontráramos otro medio de transporte por el camino -algo improbable, siendo como éramos una pareja joven con un niño cada vez más sucios y malolientes-. Hasta una semana de viaje nos parecía razonable y, tal como señaló Dominique, no resultaba un sacrificio excesivo a cambio de escapar de Dover y la vida de duro trabajo que nos esperaba si nos quedábamos allí. Estaba convencida de que en una semana la fortuna nos sonreiría.
Ese primer día tuvimos la suerte de atraer la atención de un joven granjero que viajaba en carro de Dover a Canterbury; nos vio junto a la carretera, donde intentaba aliviarme los pies. Apenas habíamos recorrido diez kilómetros, pero ya empezaba a perder la esperanza de que las botas aguantaran y a plantearme seriamente la posibilidad de proseguir descalzo. Sentado en un mojón, examinaba los pobres dedos gordos de mis pies, que se habían puesto rojos y me dolían espantosamente. Dominique estaba detrás de mí, en cuclillas sobre la hierba, y Tomas tumbado en el suelo a mi derecha, tapándose los ojos con una mano y suspirando con histriónico agotamiento. De pronto oí el traqueteo del carro que se acercaba.
– Ya está bien -le espeté a Tomas-. Tenemos que seguir andando hasta Londres, así que no te servirá de nada quejarte y lloriquear todo el rato.
– ¡Es que está muy lejos! -exclamó-. ¿Cuándo llegaremos?
– Quizá dentro de una semana -murmuré, exagerando tontamente pese a saber que sólo empeoraría las cosas, pero tenía calor, me dolían los pies y me inquietaba el miedo a no poder seguir. Lo último que necesitaba era oír los lamentos de ese niño, y sabía que Dominique nos arrastraría a Londres tanto si queríamos como si no. No me costaba mucho ponerme en el lugar de Tomas, pues en realidad a mis diecisiete años no era más que un crío. Había momentos en que me habría gustado tirarme al suelo y patalear a mis anchas, perder los nervios y dejar que otra persona se ocupara de todo para variar, pero no podía, pues sólo uno de nosotros podía representar ese papel con éxito-. Así que ve acostumbrándote a la idea, Tomas, y te sentirás mejor -añadí con tristeza.
– ¿Una semana? -exclamó, y añadió-: ¿Cuánto tiempo es una semana?
– Una semana son… -Empezaba a referirle lo que tardaríamos de verdad cuando volví a oír el traqueteo de un carro.
Ya habían pasado unos cuantos y había intentado pararlos haciendo señas, sin éxito. Con frecuencia el ocupante me fustigaba con el látigo o me maldecía para que me apartase del camino, como si constituyéramos un obstáculo insalvable. Si esos carreros pudiesen ver la calle Piccadilly hoy día a las cinco de la tarde, sabrían lo afortunados que eran y no habrían montado en cólera con tanta facilidad. Eché un vistazo al carro y al reparar en que su único ocupante era el joven que lo conducía, me alegré y, sin demasiadas esperanzas, levanté la mano y grité:
– ¡Hola, señor! ¿No tendrá sitio para nosotros en su carro?
Di un paso atrás, temiendo que sacara el látigo o intentara atropellarme, pero para mi sorpresa tiró de las riendas y detuvo al caballo con un grito.
– Queréis que os lleve, ¿eh? -preguntó, parándose a mi lado, mientras Tomas le dirigía una mirada esperanzada y Dominique salía de la maleza arreglándose la falda y mirando a nuestro benefactor con cierta suspicacia.
– Somos sólo tres, y no le causaremos ninguna molestia -aseguré adoptando mi tono más amable. Él nos repasaba de arriba abajo y yo tenía la esperanza de que la deferencia que le demostraba despertara su compasión-. Apenas llevamos equipaje, sólo esto -añadí levantando del suelo una bolsa de viaje pequeña-. Me temo que no podremos pagarle nada, pero le estaremos muy agradecidos.
– Bueno, será mejor que subáis -repuso sonriendo-. No voy a dejaros aquí plantados con el calor que hace, ¿eh?
Tenía acento de campesino, pero no conseguí detectar de dónde procedía; sus palabras desbordaban sentido del humor y vivacidad.
– Sólo sois tres, ¿eh? -añadió-. Pero éste no es más que un niño. -Señaló con la cabeza a Tomas, que se apresuró a subir al carro antes de que el joven cambiara de idea y nos dejara atrás-. Yo diría más bien dos y medio.
– Es mi hermano -aclaré, sentándome a su lado mientras Dominique se acomodaba en silencio detrás, con Tomas-. Tiene seis años.
Me recosté y por un instante, antes de que el carro se pusiera en marcha, deseé quedarme allí, en ese recodo del camino, para siempre; ante mí el futuro se desplegaba como un drama a punto de comenzar, un pasado que aún no había tenido lugar. En un instante el carretero haría chasquear el látigo, azuzaría al caballo, empezaríamos a avanzar y Dover quedaría atrás definitivamente. Fue un momento de serena gratitud y comprensión que nunca he olvidado. Para mi sorpresa, cuando nos pusimos en movimiento noté un nudo en la garganta.
– Tienes un acento muy extraño -comentó el campesino al cabo de un rato-. ¿De dónde dices que eres?
– Vivíamos en Dover pero nacimos en Francia. En París. ¿Lo conoce?
– De oídas -contestó esbozando una sonrisa que no pude sino devolverle.
Era joven (no parecía mayor de veinticinco años), pero tenía cara de adolescente. Le brillaban las mejillas, tersas y suaves como si nunca se hubiera afeitado, y unos mechones rubios caían sobre su frente. Vestía con sencillez, aunque saltaba a la vista, por el carro y el estado del caballo, que no era pobre.
– No he salido mucho del pueblo -añadió-. Voy a menudo a Dover para llevar provisiones a los buques mercantes, eso sí. Quizá te haya visto por allí y no me acuerde.
– Quizá.
– ¿Es tu novia? -susurró mientras me guiñaba un ojo-. Fres afortunado de tener una mujer como ella, ¿eh? Seguro que te mantiene ocupado toda la noche.
– Soy su hermana -terció de repente Dominique, que se había inclinado para oír la conversación-. Nada más. Dime, ¿hasta dónde vas?
Me volví asombrado. Una cosa era afirmar que éramos hermanos y otra muy distinta mostrarse tan antipática y grosera. Si seguía así sólo conseguiría que el joven nos echara de su carro, y en ese caso nos encontraríamos de nuevo caminando por el margen del camino, algo que por el momento mis pies no podían permitirse bajo ningún concepto.
– Hoy no llegaré más allá de Canterbury -respondió el joven-, donde me detendré a pasar la noche. Puedo llevaros hasta allí; por la mañana tomaré el desvío hacia Bramling. Si queréis seguir hacia Londres os recomiendo que probéis suerte en el camino que va a la ciudad. Hay un viejo pajar donde duermo a menudo. Estará oscuro cuando lleguemos, así que será mejor que paséis la noche conmigo y continuéis por la mañana. Podríais andar en la oscuridad, pero no conozco los caminos y corréis el peligro de perderos.
Dominique dio su aprobación al plan con un asentimiento de la cabeza casi imperceptible y se tumbó en el carro. Furlong -como un momento después me dijo que se llamaba- permaneció en silencio un buen rato y pareció contentarse con frenar un poco la marcha del caballo y mirar al frente. Sacó del bolsillo un paquete de tabaco para mascar y mordió un trozo. Se disponía a guardarlo de nuevo cuando vaciló y me ofreció un poco; acepté con cierto reparo. Nunca lo había probado, pero no quería parecer desagradecido. Mordí un pedazo igual al de él. Sabía a rayos (como una fruta quemada y picante, sólo que más amarga), y me pregunté cómo era posible que aquel joven lo saborease con tanto entusiasmo, por no hablar del ruido que hacía. Mientras la bola de tabaco se movía dentro de mi boca soltaba un líquido repugnante cuyo hedor me anegó los orificios nasales. Se me agarrotó la garganta y por un segundo no pude respirar; jadeé y advertí que me había quedado sin voz.
– No suelo disfrutar de compañía cuando voy por estos caminos -comentó Furlong-. Mi padre me manda una vez a la semana a Dover. Somos proveedores, ¿sabes? Tenemos una granja y enviamos algunos de nuestros productos lácteos al continente. No es que ganemos mucho, la verdad, pero contribuye a crear la fama de mi padre como hombre con negocios en el extranjero. Así es como le gusta que lo conozcan en el pueblo, ¿sabes?
Asentí con la cabeza y tosí suavemente para escupir aquella mucosidad repulsiva en la mano; a continuación la dejé caer con disimulo a un lado del carro. Me volví y encontré la mirada de Dominique, que, divertida, enarcaba una ceja. Me había puesto morado por el esfuerzo y tuve que tragar saliva varias veces para quitarme el mal sabor del tabaco; habría dado lo que fuera por tener a mano una jarra de agua fría para enjuagarme la boca.
– Por este camino siempre encuentras gente, ¿sabes? -prosiguió Furlong-. Pero no recojo a hombres solos. Nunca se sabe. Hay gente muy mala que te cortaría el cuello sin pensárselo dos veces por sacarte unas libras. Jamás me separo de esto. -Alargó la mano a un lado del carro y levantó un gran cuchillo con una hoja dentada de unos treinta centímetros. Pasó los dedos por el filo y me estremecí, esperando ver cómo brotaba la sangre-. Corta lo suyo, ¿eh? Jamás me olvido de afilarlo antes de salir todos los meses. Por si las moscas, ¿entiendes?
– Claro -contesté sin saber qué respuesta esperaba.
– Pero cuando os he visto tan solos en el camino, a ti, a tu novia y a tu pequeño, yo…
– Mis hermanos -lo corregí, insistiendo en el engaño.
– …pues he decidido echaros un cable. Me ha parecido una buena idea; el tiempo pasa más deprisa si tienes compañía.
– Es usted muy amable -dije, y sentí una pizca de simpatía hacia Furlong y sus viajes solitarios de ida y vuelta entre Bramling y Dover-. Empezaban a dolerme los pies y Tomas no paraba de quejarse.
– No puedo hacer nada por tus pies -dijo escudriñando el camino desierto mientras oscurecía-, pero, en cuanto al crío, una buena zurra es lo que le daría al oír la primera queja; así se acabarían las tonterías.
Lo miré de reojo, esperando que sonriera para dar a entender que era broma, pero no podía haberlo dicho más en serio. Por suerte, mi medio hermano se había dormido nada más subir al carro, pues no quería ni pensar cómo se habría portado de estar despierto y qué fatales consecuencias nos habría acarreado su conducta.
– ¿Está usted casado, señor Furlong? -pregunté tras otro largo silencio durante el cual me devané los sesos buscando posibles temas de conversación.
Para ser un hombre que agradecía la compañía, parecía contento de permanecer sentado a mi lado mirando el camino, como si la mera presencia de otros seres humanos en el carro le bastase. Soltó una carcajada y respondió:
– Todavía no; pero espero estarlo pronto.
– ¿Tiene prometida?
Furlong se sonrojó, y me sorprendió su pudor, un rasgo que había visto en muy poca gente.
– Podría decirse que he contraído una especie de compromiso con una joven de mi parroquia -afirmó en tono pausado, como el que emplearía un gentil caballero-, aunque todavía no hemos fijado el día de la boda.
– Vaya. -Esbocé una sonrisa-. Pues les deseo mucha suerte.
– Gracias.
– ¿Cuándo cree que se concretará la fecha?
Titubeó y me pareció que se ponía serio.
– Pronto -contestó-. Ha habido… -vaciló en busca de la palabra adecuada- cierta complicación. Pero espero que se solucione muy pronto.
– Todos los idilios son complicados -comenté alegremente, yo, que con sólo diecisiete años y una única experiencia amorosa a cuestas, pretendía comportarme como un hombre de mundo-. Supongo que cuando al final se resuelven las dificultades todo vale más la pena.
– Sí, supongo que sí -repuso.
Abrió y cerró la boca varias veces, como si quisiera añadir algo pero no supiese cómo empezar o tuviese dudas sobre mencionar el asunto. Me quedé callado y miré al frente, cerrando los ojos un instante para descansar, cuando oí su voz de nuevo, ahora mucho más alta y sin rastro del buen humor de antes.
– Jane y yo (se llama Jane, ¿sabes?) nos conocimos hará ocho años y hemos llegado a una especie de acuerdo mutuo. A veces la llevo a pasear o me paso toda la tarde con ella y le doy un regalo, algo bonito, ¿sabes?, que siempre acepta encantada. Una vez, hará dos veranos, construimos un almiar juntos. De casi dos metros. Más alto que yo.
Asentí y lo miré de soslayo con curiosidad. Asentía con la cabeza y al hablar de su enamorada le brillaban los ojos.
– Parece un noviazgo en toda regla -dije con intención de complacerlo.
– Lo ha sido. -Asintió de nuevo enérgicamente-. Sin duda lo ha sido. Es una chica muy capaz, ¿sabes?
Asentí a mi vez, aunque no tenía ni idea de qué había querido decir con ello.
– Ahora trata de distanciarse de un militar que llegó al pueblo. Se tomó muchas confianzas con ella y sé que no le gusta, pero no sabe cómo decirle que la deje en paz. Teniendo en cuenta que él lo sacrifica todo por la patria, el rey, etcétera. Además, sólo está de paso. No se quedará mucho.
– Qué lata -murmuré.
– Todas las tardes la saca a pasear -prosiguió sin hacerme caso, como si yo no estuviera allí-. Oí decir que una vez fueron hasta el río. Va a su casa de visita y, no te lo creerás, pero al parecer canta acompañándose al piano, el muy maricón. A mí no me pillarás cantando a Jane, ah, no, señor, eso sí que no. En mi opinión, ese tipo debería hacer las maletas y largarse con viento fresco; que la deje en paz, por favor. Lo malo es que Jane es demasiado educada, ¿sabes?, y no se atreve a mandarlo al cuerno. Le sigue la corriente, sale de paseo con él, le prepara té y lo escucha mientras el tipo le cuenta sus aventuras en Escocia… Hay gente cruel que asegurará que Jane está dándole esperanzas a ese pobre hombre, pero yo digo que lo mejor sería que hiciera las maletas y se marchara. Con quien está prometida ella es conmigo, no con él.
Tenía la cara colorada y parecía muy preocupado mientras sostenía las riendas. Asentí en silencio; lo que sucedía en Bramling no podía resultar más obvio. Lo lamenté por el pobre diablo, pero yo ya tenía la mente en otra cosa. Pensé en lo que iba a ocurrir la mañana siguiente, en el largo viaje que nos esperaba, y en Londres. Anocheció y nos quedamos en silencio. Recordé a las prostitutas de Dover y me dejé llevar por agradables pensamientos, deseando hallarme allí en ese momento con unos peniques en el bolsillo, y estaba a punto de cerrar los ojos para dar rienda suelta a mis felices fantasías cuando, a un grito de Furlong, el caballo se detuvo en seco, provocando que los cuatro nos incorporásemos de golpe. Habíamos llegado al lugar donde pasaríamos la noche.
Era un establo pequeño, pero nos acomodamos sin problemas. Olía a ganado, aunque en ese momento no se veía ningún animal.
– Aquí ordeñan vacas durante el día, una por una -informó Furlong-. Hay una granja a un par de kilómetros camino arriba. Llevan las vacas a pastar a los prados y luego las traen aquí para ordeñarlas. Por eso huele a leche.
Llevaba una cesta con comida, pero sólo había suficiente para él y un poco más. Rehusé su invitación a compartirla, pensando que no sería de buena educación privarlo de su cena después de habernos llevado en su carro durante horas, pero Dominique mordisqueó una pata de pollo que Furlong la obligó a aceptar y la compartió con Tomas, que se la habría comido entera si ella no lo hubiese reprendido. Los observé comer, mientras se me hacía la boca agua; aún me notaba el sabor del tabaco de mascar, pero para no parecer un quejica comenté que estaba mareado por el movimiento del carro. Nos pusimos a hablar, y Dominique se animó y empezó a hacerle preguntas a Furlong sobre su pueblo y las actividades -así las llamó- en veinte kilómetros a la redonda. Ahora que disponíamos de un carro y un caballo para llevarnos a otro lugar no me habría extrañado que estuviese planteándose renunciar a nuestro plan de ir a Londres. Bramling no parecía un sitio del todo desagradable, y la verdad es que no me preocupaba nuestro destino, tan seguro estaba de que la suerte nos sonreiría en cualquier parte, siempre y cuando no nos separáramos. A medida que se consumía la vela, el establo se iba sumiendo en la oscuridad, pero a pesar de la poca luz pude ver la sonrisa de Dominique, que estaba contando que en un espectáculo que había visto una vez en París las chicas no llevaban ropa interior y los hombres tenían que ser atados a los asientos para evitar un motín; me entraron ganas de abrazarla y sentir su cuerpo junto al mío. La deseaba como nunca y me pareció que no podría soportar pasar una noche más sin besarla. Me pregunté si nuestra amistad no se basaría únicamente en mi deseo de acariciarla y de que ella me acariciara, y de pronto me di cuenta de que no estaba escuchándola, pues me había quedado embobado contemplando su rostro y su figura, imaginando nuestros cuerpos unidos. Me moría por expresarle lo que sentía, pero no encontraba las palabras. Mi boca se abría y cerraba y, a pesar de la presencia de Tomas y Furlong, estaba a punto de arrojarme sobre ella protegido por las sombras que habían invadido el granero, y por unos segundos hasta llegué a pensar que estábamos los dos solos. Dominique y Matthieu. Nadie más.
– Matthieu. -Ella me dio un suave codazo en el brazo que me sacó de mi aturdimiento-. Vas a caerte al suelo; pareces agotado.
Sonreí y miré alrededor, parpadeando para fijar la vista en los demás. Tomas dormía en un rincón hecho un ovillo y envuelto de cualquier manera en su abrigo. Furlong siguió con la mirada a Dominique mientras ella salía del granero y se alejaba un poco, pero no lo suficiente para impedir que la oyésemos orinar sobre la hierba, un sonido que me incomodó estando sentado junto a Furlong, ambos en silencio. Cuando volvió a entrar, los dos varones salimos a aliviar nuestra vejiga; intenté alejarme un poco, pero él no se apartó mucho.
– Tienes suerte de tener una hermana como ésta -afirmó, y soltó una carcajada-. Es guapa, ¿eh? ¡Y esas historias que cuenta! ¡Qué chica más descarada! Seguro que tiene una fila de pretendientes de aquí a París.
Algo en su tono me ofendió, y lo miré con severidad mientras se sacudía y abrochaba el pantalón.
– Dominique debe protegerse y cuidar de Tomas y de mí -dije con aspereza-. Aún queda mucho camino por recorrer y no tenemos tiempo para pretendientes ni nada por el estilo -concluí, y decidí que por la mañana tomaríamos la carretera que conducía a Londres y no pensaríamos en ningún otro lugar.
– No quería ofender -se disculpó Furlong al entrar en el granero, antes de acomodarnos en los dos rincones que quedaban libres para pasar la noche-. Hay cosas que uno no puede callarse, ¿sabes? -me susurró al oído; el aliento le apestaba a pollo asado-. Como existen actos que parecen pedir a gritos que alguien los consume, ¿tengo o no tengo razón?
Me dormí enseguida, pues no había tenido un momento de soledad en todo el día, y después de un viaje tan largo, acompañado por los gruñidos de mi estómago vacío, no deseaba otra cosa que dar por terminada la jornada de una vez por todas.
Primero soñé que estaba en París con mi madre; aún era un niño y sostenía una enorme alfombra de colores vivos por un extremo mientras mi madre la golpeaba con un sacudidor. El polvo que salía de la alfombra me entraba por la garganta y me hacía toser y lagrimear, casi igual que unas horas antes me había ocurrido con el tabaco. De pronto París se convertía en una ciudad desconocida, donde un hombre me llevaba de la mano por un bazar y me pasaba una vela que encendía con un mechero de oro. «Aquí tienes una luz que sólo tú puedes ver», me decía en mitad de una conversación. Mientras la vela se consumía, el mercado se convertía en una feria de caballos, donde se oían los gritos de hombres que trataban de pujar cada vez más alto. De pronto se desencadenaba una pelea. Un hombre de rostro furioso se acercaba a mí con el puño levantado y cuando iba a golpearme desperté dando patadas en el aire; por un instante no supe dónde me encontraba.
Todavía era de noche -a pesar del largo sueño, sólo había dormido unos quince minutos-, estaba helado y me dolía el estómago. Oí unos fuertes golpes procedentes del extremo opuesto del granero y confié en que no me impidieran conciliar el sueño de nuevo. A continuación me llegaron otros sonidos: una respiración agitada y una queja apagada, como si alguien intentase gritar y unas manos le apretaran la boca para impedírselo. Me incorporé y agucé el oído; al comprender lo que estaba ocurriendo, di un brinco y parpadeé para acostumbrarme a la oscuridad. En un rincón estaba Tomas, que se agitaba un poco en sueños; se había metido un dedo en la boca y suspiraba de satisfacción. El rincón contiguo, el de Furlong, se hallaba vacío. Y frente a mí se desarrollaba un forcejeo entre una figura masculina tendida sobre otra femenina: él estaba vestido, pero una de sus manos se abría paso, al parecer con éxito, entre la ropa de la mujer. Me arrojé sobre Furlong, que jadeó pero se recobró enseguida y de un manotazo me lanzó por tierra. Era un hombre robusto y más fuerte de lo que parecía; por un instante permanecí en el suelo, aturdido e intentando recuperar las fuerzas para volver al ataque. Dominique soltó un grito desgarrador y una vez más el carrero le tapó la boca para amortiguar sus sollozos, mientras le susurraba algo al oído y continuaba hurgando bajo su vestido. Conseguí ponerme en pie y vacilé; no sabía qué hacer. Cualquier intento de quitárselo de encima podía costarme la vida, y posiblemente también a Dominique y Tomas. De modo que cambié de idea y salí a toda prisa a la noche fría; la luna arrojaba un delgado prisma de luz sobre el carro. Corrí hasta éste y cogí el cuchillo; a continuación regresé al granero y me detuve detrás de Furlong, quien, a juzgar por los movimientos relajados de una mano y el hecho de que ya no tapaba la boca de Dominique con la otra, parecía estar más cerca de su objetivo. Se separó un poco de ella y se echó atrás, dispuesto a penetrarla. En ese momento dejé caer las dos manos a la vez. El filo dentado del cuchillo que Furlong me había enseñado unas horas antes se hundió entre sus omóplatos igual que en mantequilla tierna. Soltó un jadeo profundo, como el de una bestia, dio una tremenda sacudida y agitó los hombros mientras manoteaba en el aire intentando en vano arrancarse el cuchillo. Retrocedí hasta la pared del granero, consciente de que la suerte estaba echada, que la única oportunidad para acabar con Furlong había pasado y que si no surtía efecto lo pagaríamos en breve. Dominique se deslizó trabajosamente de debajo de su agresor y también se pegó a la pared del granero. Furlong se levantó despacio y empezó a girar sobre sí mismo, mirándonos con los ojos muy abiertos, y en ese instante cayó de espaldas; el cuchillo emitió un ruido espeluznante al penetrar en la carne unos centímetros más.
Se hizo el silencio. Instantes después nos acercamos temblando al cuerpo sin vida; de sus labios brotaba un hilo de sangre y sus ojos nos miraban con rabia congelada. Me estremecí y vomité; de algún modo, mi estómago vacío encontró algo que arrojar encima de la cara de Furlong, cubriendo aquellos ojos espantosos para siempre. Di un paso atrás, horrorizado, y miré a Dominique.
– Lo siento -dije tontamente.