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Durante los dos meses siguientes Gabriella estuvo muy atareada haciendo sus labores domésticas, asistiendo a misa, estudiando y trabajando alegremente en el huerto. Estaba escribiendo un nuevo relato,y era tan largo que cuando la madre Gregoria leyó la primera parte dijo que iba camino de convertirse en una novela. Estaba orgullosa de Gabriella y hasta la hermana Anne había dejado de molestarla.

A mediados de junio, cuando el calor empezó a apretar en Nueva York, las monjas mayores se fueron al convento de Catskills para su retiro estival. Las demás hermanas se quedaron para trabajar en el hospital Mercy y en la escuela de verano. Las postulantes y novicias, por su parte, raras veces salían del convento y el verano no era una excepción. La madre Gregoria también se quedó. Llevaba años sin tomarse unas vacaciones, un privilegio que reservaba a las monjas más mayores.

Un grupo de hermanas misioneras llegó a la ciudad y se alojó en el convento de San Mateo, y las historias que contaban sobre África y Sudamérica eran fascinantes. Gabriella se preguntó si algún día sentiría el deseo de ser una de ellas, cosa que no contó a la madre Gregoria para no entristecerla, y cuando las misioneras se fueron, escribió hermosos relatos sobre lo que había aprendido de ellas. Después de leerlos, la hermana Emanuel insistió en que debían ser publicados. Pero Gabriella sólo escribía por placer. La escritura era una afición que la liberaba. Tenía la impresión de que no era ella quien escribía, sino un espíritu que la utilizaba como vehículo. Cuando escribía sentía que no existía, que era un cristal por el que otro espíritu miraba. Era una sensación difícil de explicar, y la única persona que supo de ella fue el padre Joe el día que la encontró escribiendo en un banco del jardín y comiendo una manzana. Tras pedir permiso, leyó lo que Gabriella había escrito y se emocionó profundamente. Era la historia de un niño que había muerto y regresado a la tierra para perseguir la injusticia y traer paz a los hombres.

– Debería publicarlo -dijo él. Tenía la tez bronceada porque había estado jugando al tenis en Long Island con unos amigos. Gabriella pensó enseguida en sus padres. Era la primera vez que oía a alguien habla de tenis desde que era niña. Aunque estaba segur de que en la universidad había tenido compañeros aficionados a ese deporte, nunca se relacionó con ellos-. Hablo en serio -insistió el cura-. Posee un gran talento.

– No, no es así. Simplemente me gusta -entonces Gabriella le habló de la sensación que experimentaba cuando escribía, del espíritu que parecía atravesarla-. Cuando me hago consciente de que estoy escribiendo me quedo en blanco. Pero cuando me dejo llevar y me olvido de mí misma, las palabras salen solas.

– Me está asustando -bromeó el padre Joe, pero la comprendía muy bien y estaba impresionado-. Quienquiera que lo haga, debe continuar. Por cierto ¿cómo le van las cosas?

Había disfrutado de una semana de vacaciones y tenía la sensación de que hacía siglos que no veía a su amiga.

– Bien. Hemos estado organizando el almuerzo del 4 de Julio. ¿Vendrá?

El convento de San Mateo organizaba una barbacoa cada año. La madre Gregoria era muy buena a la hora de celebrar festividades importantes. Era la forma que tenían las hermanas de mantener el contacto con sus amigos y familiares. Gabriella miró al padre Joe y tuvo la sensación de estar hablando con un hermano. Casi sin esfuerzo estaban forjando una profunda amistad.

– ¿Es una invitación formal? -preguntó él, presa de la misma sensación.

– Usted no la necesita. Asistirán todos los sacerdotes, secretarios y monaguillos de San Esteban. También vendrá bastante gente del hospital y algunas familias, aunque muchas estarán fuera de la ciudad.

– Yo no. Este mes me toca trabajar seis días por semana. Me tienen muy ocupado salvando pecadores.

– Como ha de ser -Gabriella sonrió y le tendió una ramita de menta y un puñado de fresas-. Si no le importa que no estén lavadas, pruébelas. Están deliciosas.

Él se llevó una fresa a la boca y puso cara de éxtasis.

– Qué maravilla.

Cualquiera que le hubiese visto no habría sabido discernir si se refería a la fruta o a Gabriella. Parecía muy contento de volver a verla. La acompañó al vestíbulo para que ella solicitara un envío de semillas a la hermana encargada de los suministros de jardinería y le comunicó que aceptaba encantado la invitación a la comida del 4 de Julio.

Al día siguiente se vieron en el confesionario y charlaron afablemente. Gabriella se había acostumbrado al estilo relajado del padre Joe y no tenía mucho de qué confesarse. El sacerdote le dio la absolución y, una vez terminadas las confesiones, salió del confesionario y se detuvo para saludarla.

– ¿Qué le parece si los curas de San Esteban nos encargamos de la barbacoa? -se ofreció.

Gabriella agradeció la sugerencia. Era uno de los pocos trabajos que detestaba. El humo se le metía en los ojos y le resultaba muy incómodo manejar las brasas con el hábito puesto. Para los curas era más fácil, pues siempre acudían a las comidas con camisetas y tejanos.

– Tendré que preguntárselo a la hermana Emanuel, pero seguro que aceptará encantada. Las barbacoas no son nuestro fuerte.

– ¿Y qué me dice de un partido de béisbol?

– ¿Qué?

– San Mateo contra San Esteban. Aunque si cree que sería mucha desventaja para ustedes, podríamos mezclar los equipos.

– ¡Qué gran idea! Hace dos años jugamos un partido entre las monjas y nos divertimos mucho.

El padre Joe la miró con fingida gravedad.

– No estamos hablando de algo irrisorio, hermana -dijo haciéndose el ofendido-. Esto es serio. Los curas del San Esteban tienen el mejor equipo de la archidiócesis. ¿Qué me dice?

– Tendrá que preguntárselo a la madre Gregoria, pero seguro que le encantará la idea. ¿En qué posición juega usted? -preguntó Gabriella con tono burlón, aunque la comida del 4 de Julio empezaba a ponerse realmente interesante.

– De lanzador, por supuesto. Sepa que este brazo fue seleccionado por uno de los mejores equipos de segunda de Ohio.

Era evidente que el padre bromeaba, pero también era cierto que le encantaba jugar al béisbol.

– ¿Y qué ocurrió? ¿Por qué no está con los Yankees?

– Porque Dios me hizo una oferta mejor el cura sonrió, feliz de hablar con su joven a miga de algo tan mundano como el béisbol. Casi siempre conversaban sobre cosas serias, como sus vidas, su pasado y sus respectivas vocaciones-. ¿Y en qué posición juega usted?

– Creo que se me da muy bien la posición de bateadora -respondió Gabriella con fingida solemnidad. Desde luego, jamás había practicado ningún deporte. Vivía en el convento desde los diez años y su ejercicio físico se limitaba sus paseos por el jardín.

– En ese caso la pondremos fuera del diamante -dijo el cura, y prometió hablar con la madre Gregoria antes de marcharse.

En pocos días el rumor sobre el gran partido, como acabaron llamándolo, se extendió por todo el convento. A la madre superiora le encantó la idea. Las monjas no paraban de cuchichear sobre el acontecimiento. Algunas no habían vuelto a jugar al béisbol desde la infancia, otras fanfarroneaban de lo buenas que eran y las postulantes discutían amistosamente acerca de las posiciones que querían ocupar. La hermana Agatha, de constitución regordeta, insistía en que quería jugar entre la segunda y la tercera base.

Y cuando el gran día llegó, todo el mundo estaba impaciente. La comida, como siempre, fue abundante, y los curas de San Esteban se hicieron cargo de la barbacoa. Había salchichas, hamburguesas, pollo, costillas, patatas fritas y las primeras mazorcas de maíz del verano. También había helado casero y tarta de manzana. Un cura comentó que parecía que las hermanas se hubieran vuelto locas en la cocina. La gente estaba encantada. Aparte de la Navidad, el 4 de Julio era la fiesta predilecta del convento. Y cuando la comida se acabó y la última porción de helado cubrió la cara del último niño, hablaron de béisbol.

El padre Joe era, naturalmente, el capitán del equipo de San Esteban, el cual organizó de forma sumamente profesional y ecuánime. Los curas y las monjas habían decidido, mediante votación, que el partido sería más emocionante mezclando los sexos. Tal como Joe había prometido, Gabriella jugó fuera del diamante para el equipo de San Esteban. Hasta la hermana Anne parecía relajada. Jugaba de primera base por San Mateo. Los curas tenían ventaja al ir vestidos con tejanos y camiseta. Las monjas, en cambio, llevaban el hábito y se sujetaban la toca como mejor podían. Pero pese a los largos faldones, asombraron a todo el mundo con sus carreras, que realizaban casi con la misma agilidad que los hombres. Y la gente gritó de entusiasmo cuando la hermana Timmie se deslizó sobre la tercera base sin enseñar las piernas. La hermana de la lavandería, no obstante, dijo que ese hábito ya nunca sería el mismo. Y cuando la hermana Inmaculada hizo una carrera completa para San Mateo, ambos equipos estallaron en vítores y aplausos. Era un gran día para todos. El equipo de San Esteban ganó sólo por un punto y l madre Gregoria sorprendió a todos con limonada, cajas de cerveza y deliciosas galletas de limón hechas por las novicias. Gabriella no recordaba haberse divertido tanto en su vida, y cuando ella y el padre Joe hicieron un análisis del partido, él alabó su juego mientras ella reía y mordisqueaba una galleta.

– ¿Bromea? Me pasé el partido rezando para que la bola nunca pasara por mi lado, y gracias al Señor no lo hizo. No sé qué hubiera hecho.

– La habrían eliminado, probablemente -bromeó el cura.

La gente lo había pasado en grande y lamentaba que el día tocara a su fin. Las familias se marcharon a sus casas justo antes de la cena y los curas y monjas compartieron las sobras de la barbacoa. Había suficiente para todos, y después de cenar se sentaron en el jardín para admirar los fuegos artificiales que iluminaban el cielo.

– ¿Cómo celebraba el 4 de Julio cuando era niña? -preguntó el padre Joe con su particular voz profunda.

Gabriella se echó a reír. Ambos estaban de muy buen humor.

– Escondiéndome en el armario y rezando para que mi madre no me encontrara y me diera una paliza.

– Supongo que es una forma de pasar el día -respondió él, tratando de restar importancia a un asunto que, para ella, siempre sería doloroso.

– En aquel tiempo sobrevivir era un trabajo que me ocupaba todo el día. Sólo recuerdo haber celebrado las festividades anuales aquí. Siempre me ha encantado la fiesta del 4 de Julio.

– Y a mí -miró a Gabriella con una ternura que la sorprendió-. Cuando era pequeño solíamos acampar con amigos. Mi hermano y yo intentábamos comprar bengalas, pero nadie quería vendérnoslas.

Gabriella le miró atónita.

– No me había dicho que tuviera un hermano.

El padre Connors la miró fijamente a los ojos.

– Se ahogó cuando yo tenía siete años -dijo tras un breve silencio-. Él tenía nueve… Fuimos a nadar al río y le atrapó un remolino. Mis padres nos tenían prohibido ir al río. -sin darse cuenta, sus ojos se llenaron de lágrimas. Y sin pensarlo, Gabriella le acarició la mano y algo casi eléctrico pasó entre ellos-. Cuando le vi desaparecer la primera vez no supe cómo reaccionar… era verano y todo estaba muy verde, y no encontré ninguna rama lo bastante larga para tendérsela. Me quedé allí, mirando cómo mi hermano desaparecía una y otra vez, y luego corrí a buscar ayuda… pero cuando regresé… -se detuvo. Ella tuvo ganas de abrazarle, pero sabía que no podía-. Se ahogó antes de que pudiéramos rescatarlo… No pude hacer nada para salvarlo… y siempre tuve la sensación de que mis padres me culpaban de su muerte. Nunca me lo dijeron, pero yo siempre lo supe… se llamaba Jimmy. -las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas cuando Gabriella le acarició de nuevo la mano y esta vez él la sostuvo.

– ¿Por qué razón iban a culparte? No fue culpa tuya, Joe -era la primera vez que Gabriella lo tuteaba, pero ninguno de los dos lo notó.

Él vaciló antes de contestar y retiró la mano para enjugarse las lágrimas.

– Fui yo quien le pedí que me llevara al río. Fue culpa mía. No debí pedírselo.

– Tenías siete años. Tu hermano pudo negarse a acompañarte.

– Jimmy nunca me decía no. Estaba loco por mí… y yo por él. Nunca fue lo mismo después de su muerte. Mi madre perdió la alegría.

Gabriella se preguntó si ahí residía uno de los motivos por los que ella se había quitado la vida. Quizá, después de haber perdido a su hijo, el repentino fallecimiento de su marido había sido demasiado para ella. Con todo, haber dejado a Joe huérfano había sido una crueldad. Gabriella lo consideraba un acto sumamente egoísta, pero no dijo nada.

– Es difícil comprender por qué ocurren esas cosas. Nosotros deberíamos saberlo mejor que nadie.

Eran tantas las veces que tenían que defender a Dios cuando la gente les preguntaba sobre esa clase de sucesos.

– Me paso el día escuchando historias parecidas -dijo el padre Connors-, pero eso no es consuelo ni para mí ni para mis feligreses. Todavía le echo de menos, Gabbie -había sucedido veinticuatro años atrás, pero el dolor seguía allí-. Su muerte afectó el resto de mi infancia. Siempre me sentí responsable de lo ocurrido.

Por no mencionar el modo en que la pérdida de sus padres acabó de empañar su vida. Gabriella entendía perfectamente al padre Joe cuando decía que se sentía responsable. Conocía muy bien ese sentimiento.

– Yo siempre tuve la sensación de que todo lo que ocurría en mi familia era culpa mía -dijo Gabriella-. Mi madre no paraba de repetírmelo. ¿Por qué los niños están siempre tan dispuestos a aceptar esa carga? No fue culpa tuya, Joe. Hubieras podido ahogarte tú en lugar de él. Es imposible saber por qué ocurren esas cosas.

– Deseba haber muerto en su lugar -dijo él con voz queda y triste-. Todos le adorábamos. Era la estrella de la familia, el mejor en todo, el primogénito, el forito -reconoció. La vida era complicada y las cosas que ocurrían imposibles de explicar y difíciles de aceptar. Ambos lo sabían-. Pero algún día volveré a verle -añadió con una triste sonrisa-. Siento haberte contado todo esto, pero es que siempre me cuerdo mucho de él en las grandes celebraciones. Nos encantaba jugar al béisbol. Mi hermano era un jugador fantástico. -en aquel entonces, pensó Gabriella, Jimmy sólo tenía nueve años, pero para su hermano pequeño había sido y seguía siendo un héroe.

– Lo siento de versa, Joe -dijo ella desde lo más hondo de su corazón.

– Lo sé, Gabbie -respondió él, mirándola agradecido.

En ese momento se les acercó un cura de San Esteban para comentar el partido y felicitar al padre Joe por su victoria.

– Menudo brazo tiene, hermano.

El padre Joe era, ciertamente, un buen lanzador. El pesar remitió después de eso y antes de marcharse se acercó a su amiga para despedirse. Gabriella estaba hablando animadamente con la hermana Timmie y la hermana Agatha.

– Gracias por el estupendo partido, hermanas -dijo y luego con una última mirada a Gabbie que las demás no advirtieron, añadió-: Gracias por todo.

– Que Dios le bendiga, padre Joe -dijo Gabriella con ternura.

Ambos necesitaban bendiciones en sus respectivas vidas, además de perdón y curación, y ése era el deseo más ferviente de Gabriella. En su opinión, el padre Joe lo merecía más que ella.

– Gracias. Nos veremos en el confesionario. Buenas noches, hermanas.

El padre Joe se despidió con una mano y fue a reunirse con sus compañeros. Había sido un gran día, un 4 de Julio inolvidable. Y cuando Gabriella entró lentamente en el convento con las demás postulantes, advirtió sorprendida que el recuerdo que conservaba con mayor nitidez era el momento en que acarició la mano del padre Joe.

– ¿No estás de acuerdo, hermana Bernadette?

Una hermana le había preguntado algo, pero Gabriella no había oído. Estaba pensando en el padre Joe y en su hermano Jimmy.

– Lo siento, hermana… No te he oído.

Todas sabían que el oído de Gabriella fallaba a veces, sobre todo ahora que la toca le cubrí alas orejas, pero siempre se mostraban pacientes y a ninguna se le hubiera ocurrido que estaba pensando en el joven cura y su hermano.

– Decía que las galletas de limón de la hermana Mary Martha eran deliciosas. Le pediré la receta para el año que viene.

– Sí, estaban deliciosas.

Gabriella siguió sus compañeras escaleras arriba, pero su mente se hallaba muy lejos de allí. Estaba pensando en el niño atrapado en el remolino y en el hermano que lloraba en la orilla del río. Deseó poder retroceder en el tiempo y abrazar al padre Joe. Todavía podía ver su mirada devastada en la penumbra de la noche. Los ojos de Gabriella se llenaron de lágrimas. Lo único que podía hacer pro él era rezar para que lograra perdonarse. Rezar por el hombre que había llegado a querer como a un a migo y por el alma de su hermano Jimmy.

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