6.-

La primera comida de Gabriella en el convento de San Mateo fue un ritual que, aunque extraño al principio, le proporcionó una tranquilidad inesperada. Era uno de los escasos momentos del día en que las monjas tenían permitido conversar. Y cuando antes de la comida la comunidad entera se reunió en la capilla para rezar en silencio durante una hora, Gabriella se sorprendió de lo austera y numerosa que era. Una vez en el comedor, lo que minutos antes parecía un enorme rebaño de mujeres de negro sin rostro se transformó en un enjambre de voces que reían y hablaban animadamente.

Gabriella se sorprendió de lo jóvenes que eran algunas monjas. Había cerca de doscientas en el convento, cincuenta de ellas postulantes y novicias de poco más de veinte años. Algunas hermanas tenían entorno a la edad de la madre de Gabriella, otra eran de la edad de la madre superiora y por último había un puñado de monjas muy mayores. Muchas enseñaban en la escuela vecina de San Esteban y las demás trabajaban de enfermeras en el hospital Mercy. Durante la comida se hablaba de todo, de política y medicina, de anécdotas ocurridas ese día en la escuela, y de temas domésticos que iban desde la jardinería hasta la cocina. Contaban chistes, se gastaban bromas y utilizaban apodos, y para cuando hubo terminado la cena cada monja había tenido una palabra amable para Gabriella, incluida la monja vieja y tenebrosa que les había abierto la puerta por la mañana. Era la hermana Mary Margaret y toda la comunidad la adoraba. De joven había sido misionera en África y llevaba en el convento de San Mateo más de cuarenta años. Tenía una sonrisa franca y abierta, y la madre Gregoria solía reprenderla suavemente cuando olvidaba ponerse la dentadura postiza.

– Odia tener que ponérsela -explicó una de las monjas más jóvenes a Gabriella con una risita.

Gabriella estaba abrumada. Se sentía como si la hubiesen arrojado en medio de una familia de doscientas mujeres encantadoras. Todavía no había encontrado ninguna que fuera antipática. Nunca había visto a tanta gente feliz junta. Después de diez años caminando por un campo de minas, procurando evitar el constante mal humor y la ira devastadora de su madre, tenía la impresión de haber caído sobre una nube de suave algodón. Las monjas se paraban para presentarse mientras Gabriella intentaba recordar sus nombres, pero era imposible: hermana Timothy, hermana Elisabeth de la Inmaculada Concepción, hermana Ave Regina, hermana Andrew o Andy, como las demás la llamaban, hermana Elisabeth o Lizzie, cuyo sobrenombre se le quedó grabado enseguida. Era una hermosa joven de tez suave y cremosa, con unos enormes ojos verdes, que siempre reía.

– Eres un poco joven para ser monja ¿no te parece, Gabbie? Pero a Dios siempre le va bien una ayudita, venga de donde venga.

Era la primera vez que alguien la llamaba Gabbie, y los ojos chispeantes de la hermana Lizzie eran los más alegres que Gabriella había visto en su vida. Le dieron ganas de quedarse a hablar con ella el resto de su vida. La hermana Lizzie era postulante y pronto se convertiría en novicia. Contó a Gabriella que había sentido la llamada de Dios a los catorce años, cuando, convaleciente del sarampión, vio a la santísima Virgen.

– Supongo que te parecerá una locura, pero a veces ocurre.

Tenía veintiún años y trabajaba de ayudante de enfermería en la sección de pediatría del hospital Mercy, y enseguida se había sentido atraída por aquella chiquilla de ojos azules y tristes. Era evidente que tras ellos se ocultaba una historia larga y dura, una historia que quizás Gabriella nunca sería capaz de compartir.

Pero el encuentro que más marcó a Gabriella fue el de esa mañana, cuando se quedó a solas con la madre Gregoria. No tenía palabras para expresar lo que había sentido, pero enseguida supo que había encontrado a la madre que nunca tuvo y empezó a comprender por qué todas deseaban vivir allí. La madre superiora la observaba de cerca mientras Gabriella hablaba con las hermanas. Era una niña tímida y en ciertos aspectos frágil, pero por otro lado había en ella una fuerza y una profundidad de alma que contrastaba con su edad y con la prudencia con que trataba a la gente. La madre superiora se daba cuenta de que Gabriella había sufrido mucho en su vida. Y después de haber visto cómo la trataba su madre, intuía el origen de ese sufrimiento. La pequeña había experimentado los tormentos del infierno, y por motivos que probablemente sólo Dios conocía había sobrevivido a ellos. La madre superiora se preguntaba si esa alma que percibía en Gabriella estaba destinada a una vida de ayuda a los demás. Otras mujeres de la comunidad habían acudido al convento casi tan dañadas como Gabriella. A pesar de las heridas que la sabia monja percibía, heridas que estaban aún por cicatrizar, Gabriella poseía una integridad y una fuerza interior irresistibles.

Le presentaron a las otras huéspedes, las dos muchachas que habían perdido a sus padres en Navidad. La más joven, de catorce años, era muy bonita y se lamentaba de las restricciones del convento. Se llamaba Natalie y soñaba con un mundo lleno de chicos y ropa elegante y estaba loca por un joven cantante llamado Elvis. Julie, su hermana, tenía diecisiete años y vivía aferrada a la seguridad que le proporcionaba el convento, feliz de que la hubiesen apartado del mundo. Era muy tímida, y todavía parecía trastornada por la pérdida de sus padres. Deseaba hacerse monja y durante meses rogó a la madre Gregoria que la dejara quedarse, que no intentara buscarle otra vida. Julie apenas dirigió la palabra a Gabriella cuando se conocieron, mientras que Natalie era todo susurros y risitas. Después de hablar un poco, Natalie comentó a la hermana Lizzie que Gabriella era “una cría”, pero prometió ser amable con ella. Gabriella sólo iba a pasar en el convento una corta temporada y todas las hermanas estaban convencidas de que añoraba mucho a sus padres.

Pero no era en ellos en quienes Gabriella pensó esa noche, sino en la mujer que esa mañana la había abrazado y consolado. Recordó la fuerza de sus brazos, unos brazos que la hicieron sentirse a salvo de los sufrimientos padecidos durante diez años. Nunca había conocido a nadie como la madre superiora, y al igual que Julie, se preguntó cómo sería vivir para siempre en el convento.

Compartía cuarto con las dos muchachas. La habitación era pequeña y sencilla, y tenía una ventanita que daba al jardín del convento. Desde la cama, Gabriella podía ver la luna en lo alto del cielo enmarcada por la diminuta ventana. Se preguntó dónde estaría su madre en ese momento, si en casa o en el tren y cuándo volvería de ese misterioso lugar llamado Reno. Pero independientemente destiempo que decidiera estar fuera, Gabriella sabía que, por primera vez en su vida, se hallaba a salvo. Ignoraba cómo iba a ser su vida en el convento, pero por primera vez en diez años no tenía nada que temer, ni palizas ni castigos, ni reproches ni odio. Esa misma mañana, frente al portal, había tenido la certeza de que la llevaban allí para ser castigada, y ahora sabía con igual certeza que su estancia en el convento era una bendición.

Se durmió pensando en las monjas que la habían rodeado en el comedor como amables pajarillos: Lizzie, Timothy, Mary Margaret… y en la mujer alta de mirada sabia que le había abierto su corazón sin decir una palabra y la había acurrucado como a un pajarito con un ala herida. Hecha un ovillo, como siempre, en el fondo de la cama, Gabriella sintió que las heridas de su alma empezaban a cicatrizar.

La despertaron a las cuatro de la mañana. Las tres pupilas pasaron las dos primeras horas del día en la capilla rezando en silencio con las monjas, y justo antes de que saliera el sol la comunidad entera empezó a cantar. Gabriella nunca había oído nada tan hermoso. Las voces se elevaron al unísono, orando a un Dios al que ella había suplicado durante años y del que había tenido razones para dudar que la escuchara. Pero allí, con la intensidad del amor y la fe de esas monjas, el amor de dios parecía evidente e irresistible, y su protección muy real. Y cuando Gabriella entró en el comedor con el resto de la comunidad para disfrutar de la primera comida del día, se sintió en paz.

El desayuno transcurría en silencio. Era un momento de contemplación y de preparación para cuanto habían de ofrecer al mundo más allá de las paredes del convento a lo lago del día, en el hospital y la escuela. Tras despedirse con sonrisas y asentimientos de la cabeza, cada hermana se retiró a su celda o dormitorio. Las monjas más antiguas tenían celdas individuales, mientras que las novicias y postulantes vivían en pequeños dormitorios, como Gabriella y las otras dos pupilas. Y al igual que ellas, Gabriella iba a estudiar con dos monjas que eran maestras jubiladas. Disponían de una pequeña habitación convertida en aula ya la siete y media ya estaban trabajando. Estudiaron duramente hasta el mediodía, y después almorzaron en el comedor con las pocas monjas que no trabajaban fuera del convento.

Gabriella no vio a la madre Gregoria en todo el día. De hecho, no volvió a verla hasta la hora de la cena, y a ambas se le iluminó la cara cuando se encontraron. La niña se acercó tímidamente a ella y Gregoria le preguntó con una tierna sonrisa cómo había pasado su primer día.

– ¿Estudiaste mucho?

Gabriella asintió con una sonrisa cauta. La jornada había resultado más dura que en su antiguo colegio, y no habían gozado de ningún descanso. Con todo, se sorprendió de comprobar que le gustaba. La vida del convento, las tareas en común, le proporcionaban paz. Todas parecían tener una tarea, una finalidad, una meta. No era simplemente el alejamiento del mundo lo que uno percibía allí dentro, sino la presencia de algo más, el deseo de dar en lugar de limitarse a sobrevivir y recibir. Cada monja estaba allí por una razón y cada día debían consagrar sus almas en beneficio de los demás. Y en lugar de sentirse agotadas, se sentían plenas. Hasta los niños lo notaban, como Julie, Natalie y Gabbie, que era como medio convento la llamaba ya, y a ella le gustaba.

La vida en el convento era muy diferente de lo que había conocido hasta ahora. Las hermanas no tenían nada que ver con su madre. Allí no había vanidad, ni egoísmo, ni ira, ni rabia. Era una vida consagrada por entero al amor, la armonía y el servicio a los demás. Las monjas se sentían felices y seguras aquí. Y por primera vez en su vida, Gabriella también.

Esa noche llegaron dos sacerdotes para escuchar en confesión. Venían cuatro veces por semana. Después de la cena, en silencio, las monjas formaron una cola en la capilla y la hermana Lizzie invitó a Gabriella a unirse a ellas. Ésta había hecho la primera comunión cuatro años atrás y ya podía tomar los sacramentos, si bien no se esperaba que lo hiciera con la misma asiduidad que las monjas, que tomaban la comunión cada día. Las confesiones eran en su mayoría breves y luego las monjas dedicaban largo rato a contemplar sus debilidades y pecados y cumplir la penitencia que les era impuesta.

La confesión de Gabriella fue muy breve pero interesante para el sacerdote. Tras informarle de cuándo había sido la última vez que se había confesad, Gabriella reconoció que muchas veces odiaba a su madre.

– ¿Por qué, hija mía? -preguntó el hombre. De los dos sacerdotes, él era el más viejo. Llevaba cuarenta años en el sacerdocio y quería profundamente a los niños. La voz que le llegaba del otro lado de la rejilla era muy joven y el cura sabía que había una niña nueva en el convento-. ¿Por qué dejas que el demonio te tiente?

Gabriella tardó en contestar.

– Porque ella me odia -dijo con voz tenue pero firme.

– Las madres nunca odian a sus hijos. Dios no lo permitiría.

Pero Gabriella sabía que Dios había permitido que le ocurrieran cosas que no había impuesto a otros, quizá porque era una niña muy mala o quizá porque también Él la odiaba, aunque estando en el convento le costaba creerlo.

– Sé que mi madre me odia.

El cura volvió a negarlo y luego prosiguió con la confesión y pidió a Gabriella que rezara diez Avemarías mientras pensaba en su madre con amor. Gabriella no discutió con él, pero pensó que era mucho más pecadora de lo que el sacerdote creía por lo mucho que odiaba a su madre. Pero no podía evitarlo.

Cumplió su penitencia en silencio, junto con las monjas y luego regresó a su habitación. Natalie estaba leyendo una revista dedicada a Elvis que había comprado a hurtadillas mientras su hermana Julie la amenazaba con decírselo a la hermana Timmie. Gabriella las dejó con su riña y pensó en las palabras del sacerdote. Se preguntó si estaba destinada a vivir eternamente en el infierno por odiar a su madre. Lo que Gabriella no entendía, y los demás tampoco, era que ella había estado en el infierno durante toda su vida. Cualquiera que hubiese sido testigo de su existencia le habría garantizado un sitio en el cielo.

Durmió, como siempre, a los pies de la cama y a la mañana siguiente, mientras se vestían para ir a la capilla, las dos hermanas e burlaron de ella pero sin malicia. Simplemente encontraban extraño que en la cama pareciera que no había nadie. Ése era justamente el objetivo, y aunque a Gabriella nunca le sirvió de nada, se había convertido en un hábito.

Ese día acudió de nuevo a clase y poco a poco fue haciéndose a la vida del convento y a la convivencia con las monjas. Aprendió sus himnos, sus costumbres, las oraciones de la mañana, la tarde y la noche, y al igual que las monjas, se arrodillaba en los suelos de piedra de los pasillos cuando las campanas repicaban.

Para mediados de mayota conocía a todas las hermanas por su nombre de pila y charlaba animadamente con ellas durante la cena, y siempre que podía, y aunque no tuviera nada que contarle, buscaba a la madre Gregoria. Le gustaba estar cerca de ella.

Fue a finales de mayo cuando la madre superiora la llamó a su despacho. Raras veces se veían allí, y Gabriella se acordó del día que llegó al convento. Tenía la sensación de que había transcurrido mucho tiempo. Llevaba seis semanas con las monjas y no había recibido una sola postal de su madre. Pero pese a no tener noticias de ella, sabía que no tardaría en regresar.

Gabriella temía haber hecho algo malo y que la madre Gregoria quisiera regañarla. La hermana Mary Margaret había ido a buscarla al aula y todo le resultaba demasiado ceremonioso.

– ¿Eres feliz aquí, pequeña? -le preguntó Gregoria con una sonrisa.

Había algo irresistible en los ojos azules de Gabriella. Contrastaban con la inocencia que hubiese correspondido a su edad. La religiosa sonrió más abiertamente, pero seguía sintiendo aquella distancia que Gabriella mantenía con las personas que temía que pudieran herirle. Incluso en el convento, muchas veces parecía estar en guardia. La madre Gregoria había observado que Gabriella se confesaba a menudo, y le preocupaba que todavía le atormentaran los demonios del pasado, demonios de los que aún no había hablado. La niña seguía mostrándose muy reservada.

– ¿Eres feliz aquí?

– Sí, madre -pero había preocupación en sus ojos-. ¿Ocurre algo? ¿He hecho algo malo? -prefería saber cuanto antes qué castigo iban a imponerle, por qué pecado y cuándo.

– Tranquilízate, Gabbie. No has hecho nada malo. ¿Qué te preocupa?

Gregoria tenía muchas preguntas en la cabeza, pero aunque Gabriella ya llevaba en el convento seis semanas, todavía no se atrevía a hacérselas. Sabía que era pronto para hablar con ella, quizá siempre lo sería. Gabriella tenía derecho a sus propios secretos, a su propio dolor, incluso a su edad.

– Tenía miedo de que estuviera enfadada conmigo. Cuando la hermana Mary Margaret fue a buscarme y dijo que quería verme en su despacho, pensé que…

– Sólo quería hablarte de tu madre.

La sola mención de su madre llenó a Gabriella de pavor aun cuando sabía que no tardaría en regresar y en cierta manera, la echaba de menos. O raba y rezaba incontables Avemarías para sofocar el odio que le profesaba. De pronto se preguntó si los sacerdotes que la confesaban habían comentado algo a la madre Gregoria. La vieja monja enseguida advirtió el miedo en su rostro.

– Me llamó ayer desde California.

– ¿Está ahí Reno?

– No -sonrió la hermana-. Me temo que vamos a tener que mejorar en la asignatura de geografía. Reno está en Nevada. California es otro estado.

Gabriella no entendía nada.

– Creí que mi madre estaba en Reno.

– Y lo estaba, pero ya se ha divorciado y ahora se halla en San Francisco.-

– Donde vive Frank -dijo Gabriella a modo de explicación, peor Gregoria ya lo sabía.

Había mantenido con la señora Harrison una larga conversación y había insistido en que debía ser ella quien hablara con Gabriella, pero Eloise se había empeñado en dejarle esa tarea a ella.

– Por lo visto… -la monja respiró lentamente al tiempo que se esforzaba por elegir las palabras menos hirientes-. Por lo visto tu madre y Frank, a quien al parecer conoces… -sonrió tiernamente y buscó en sus ojos alguna muestra de suspicacia o malestar, pero lo único que vio fue su aspecto asustado del principio-. Tu madre y Frank van a casarse mañana.

– Oh -dijo Gabriella, impasible al principio y asombrada después.

No había cruzado con Frank más de diez palabras. Y ahora su madre iba a casarse con ese extraño. Y sólo Dios sabía dónde estaba su padre; todavía confiaba en tener noticias de él algún día pero había pasado mucho tiempo. De repente, presa de una fuerte aprensión, se dio cuenta de que estaba sola.

Pero ahora llegaba la parte más difícil de la historia que la madre superiora tenía que contar por insistencia de Eloise.

– Van instalarse en San Francisco.

Gabriella se llevó una decepción al oír esas palabras. Eso significaba que tenía que dejar el convento e ir a un lugar que no conocía. Significaba que otra vez tendría que luchar por su supervivencia cada momento, cada hora, cada día. Significaba una escuela nueva y amigos nuevos, o no. Y también significaba vivir con un extraño y una madre a la que odiaba y temía. Y significaba dejar a aquella monja que tanto quería.

– ¿Cuándo tengo que irme? -preguntó Gabriella, y la madre Gregoria advirtió que algo había muerto en los ojos de la pequeña. Era la misma mirada que había visto la primera vez que Gabriella entró en su despacho.

Se produjo una pausa mientras la religiosa elegía las palabras sin apartar los ojos de Gabriella.

– Tu madre piensa que serías más feliz viviendo con nosotras, Gabbie.

Era la forma más suave de expresar lo que Eloise había dicho realmente: que no soportaba más a su hija, que no quería poner en peligro su propia felicidad ni cargar a su nuevo marido con una niña que ella misma jamás quiso tener. Eloise había sido brutalmente franca con la madre Gregoria y se había ofrecido a pagar la manutención de su hija el tiempo que hiciera falta. Toda la vida, a ser posible, fue la interpretación de la madre Gregoria, y no se equivocaba. Eloise no tenía intención de llevar a su hija a San Francisco, y no le remordía la conciencia en absoluto. Y cuando la hermana preguntó por el padre y la posibilidad de que Gabriella viviera con él, Eloise le aseguró que su ex marido tampoco la quería. La madre Gregoria comprendió que de ahí provenía el dolor que leía en los ojos de la pequeña, o parte de él. Gabriella se daba perfecta cuenta de que sus padres no la querían.

.Mi madre no me quiere con ella ¿verdad? -preguntó. En sus ojos había dolor, pero también alivio.

– Digamos que tu madre está algo confusa. Todavía está muy dolida por el hecho de que tu padre os dejara y ahora tiene la oportunidad de empezar una nueva vida. Creo que quiere asegurarse de que será lo bastante buena para ti antes de introducirte en ella. Es una actitud muy sensata y aunque sé que resulta duro estar separada de ella, si te deja aquí, con gente que se preocupa por ti y desea hacerte feliz, significa que te quiere.

La idea era tranquilizadora, pero Gabriella sabía que el asunto era más complicado.

– Mis padres se odiaban y mi madre asegura que ninguno de los dos me quiso nunca.

– Yo no lo creo ¿y tú?

Rezó por que Gabriella no lo creyese, pero por otro lado sospechaba que sus padres habían sido demasiado francos con ella. Eloise se lo había dejado bien claro por teléfono. “No la quiero conmigo”. Gregoria se habría cortado la lengua antes de repetirlo delante de la niña.

– Creo que mi padre me quería… más o menos. Nunca… nunca hizo nada para…

Los ojos de Gabriella se llenaron de lágrimas al recordar cómo su padre observaba desde la puerta sin hacer nada u oía sus gritos desde la habitación contigua mientras su madre la apalizaba. ¿Cómo podía quererla? Además, la había abandonado. Su padre nunca miró atrás, no le había escrito ni telefoneado. Resultaba difícil creer que todavía la quisiera o que alguna vez la hubiese querido. Y ahora su madre estaba haciendo lo mismo. Por un lado se alegraba. Eso significaba que las palizas habían terminado para siempre, ya no tendría que esconderse, rezar o implorar, no tendría que ingresar en el hospital víctima de brutales lesiones ni esperar a que su madre acabara por matarla. Todo había terminado. Pero eso también significaba que tenía que hacer frente a todo lo que su madre jamás había sentido ni sentiría por ella. Pese a las amables palabras de la monja, Gabriella sabía que su madre nunca volvería. La guerra había terminado. Y el sueño de que su madre la amara algún día, de ganarse por fin su amor, también.

– Nunca volverá ¿verdad?

La mirada de Gabriella era tan directa y diáfana que la madre superiora supo que no podía mentirle.

– No lo sé, Gabriella. Tampoco creo que ella lo sepa. Puede que vuelva algún día.

No podía ser más sincera sin decir toda la verdad. Básicamente, Gabriella había sido abandonada por sus padres, y por mucho que la madre Gregoria dijera, la pequeña lo sabía.

– No creo que vuelva… como mi padre. Ella me dijo que mi padre iba a casarse con otra mujer y que tenía dos hijas nuevas.

– Eso no significa que te quiera menos.

Pero estaba claro que nunca se había puesto en contacto con su hija y la madre Gregoria sospechaba que Eloise iba por el mismo camino. Eran personas despreciables. Costaba entender que hubieran podido abandonar a una niña como aquélla. Pero la monja sabía que esas cosas pasaban. Había llorado por otros niños con la misma suerte que Gabriella, y se alegraba de estar allí para ayudarla. Quizá era el modo que tenía Dios de dar a conocer sus deseos. Quizá el sitio de Gabriella estaba en el convento. Quizá algún día oiría su voz.

– Puede que algún día, cuando seas mayor, decidas quedarte con nosotras -dijo la hermana-. Quizá sea ésta la forma que ha empleado Dios para traerte hasta nosotras.

– ¿Cómo Julie?

Gabriella se había quedado atónita. No podía ni imaginar la posibilidad de convertirse en monja. Las monjas eran personas muy buenas y ella era muy mala, aunque en el convento nadie lo sabía. Por otro lado, todavía estaba intentando asimilar la idea de que su madre se hubiese ido a vivir a San Francisco sin ella. Se preguntó si ya lo tenía decidido cuando la dejó en el convento. Ella no había advertido en su madre ni la ternura ni el pesar que había percibido en su padre cuando éste la abandonó. No había sentido nada de eso cuando la dejó con las monjas. Solamente había sido consciente de sus amenazas y su rabia, y de la prisa que tenía por perderla de vista.

– Si tienes vocación, Gabriella, un día lo sabrás, pero tiene que estar muy atenta. Si algún día la oyes, será de forma muy clara. Dios nos habla con la claridad necesaria para que le oigamos.

– Yo no siempre oigo bien-dijo Gabriella con una tímida sonrisa, y la madre superiora sonrió.

– Creo que oyes lo que necesitas oír.

Gabriella había encajado bien la noticia, pero si a la madre Gregoria le había resultado difícil comunicársela, más difícil tenía que ser vivir sabiendo que tus padres no te quieren. No entendía cómo personas de la posición de sus padres podían hacer una cosa así. Pero no era la primera vez que ocurría. Tal vez, por muy incomprensible que pareciera, se tratara de una bendición. Gabriella lo sabía y no había derramado una sola lágrima. Únicamente sintió un dolor en el estómago cuando comprendió que a lo mejor nunca volvería a ver a sus padres. Era difícil entenderlo, y en el fondo Gabriella no lo entendía.

– Eres una chica muy fuerte -dijo la madre superiora, y Gabriella negó con la cabeza.

Ella sabía que no lo era, y se preguntó por qué la gente se empeñaba en decirle lo contrario. Su padre le había dicho lo mismo la noche de su partida. Gabriella no se sentía fuerte. Se sentía sola, y la mayor parte del tiempo, muy asustada. Incluso ahora seguía teniendo miedo. ¿Qué pasaría si no podía quedarse en el convento? ¿Adónde iría? ¿Quién cuidaría de ella? lo único que necesitaba saber era que tenía un lugar donde poder quedarse para siempre, un lugar donde no tuviera que esconderse, donde estuviera a salvo y donde nadie pudiera hacerle daño ni abandonarla. Consciente de ello, la madre Gregoria rodeó el escritorio y abrazo a aquella chiquilla tan valiente y tan fuerte que, por otro lado, temblaba. Gabriella no lloró esta vez, no imploró, no se rebeló contra su destino. En lugar de eso, se aferró a la única persona en su vida que le había ofrecido amor y consuelo, y una lágrima solitaria le resbaló lentamente por la mejilla cuando levantó la cara con una expresión tan terrible y poderosa en la mirada que hizo estremecer a la monja.

– No me abandone -susurró Gabriella-. No me obligue a marcharme…

A la lágrima solitaria se sumó otra, y luego otra, pero Gabriella conservó la dignidad mientras sus brazos rodeaban a aquella mujer que le ofrecía cuanto tenía.

– No te abandonaré, Gabbie -respondió con suavidad, deseosa de poder darle algo más-. Nunca tendrás que irte de aquí. Ésta es tu casa.

Gabriella asintió con la cabeza y hundió la cara en el hábito negro.

– La quiero -susurró y los ojos de la madre Gregoria se llenaron de lágrimas.

– Yo también te quiero, Gabbie… todas te queremos.

Cogidas de la mano, pasaron el resto de la tarde hablando de la madre de Gabriella y de las razones pro las que había decidido dejarla en el convento. Pero por muchas razones que buscaran, ninguna de las dos encontraba sentido a esa decisión, y al final llegaron a la conclusión de que tampoco importaba. El caso es que lo había hecho. Y ahora Gabbie tenía un nuevo hogar. La madre Gregoria la acompañó a su habitación. Era demasiado tarde para volver a clase, así que la dejó a solas con sus pensamientos y recuerdos: la imagen de su madre, los lugares donde se había escondido de ella, las veces que no había podido ocultarse, la brutalidad, el dolor, las magulladuras… Gabriella lo recordaba todo y le alegraba pensar que ya no volvería a ocurrir. Aún así, le costaba creer que todo hubiera terminado. Hubiera dado cualquier cosa por otra oportunidad, para poder mejorar, intentar hacerlo bien y ganarse el amor de su madre. Le hubiera encantado hacerla feliz, pero la había hecho enfadar tanto, había sido tan mala con ella, que al final tuvo que abandonarla. Al igual que su padre. Gabriella no quería que la madre Gregoria se enterara de lo mala que era, de lo mucho que se merecía lo que le estaba pasando. Y teniendo en cuenta su maldad y lo mucho que sus padres la habían odiado, le era imposible creer que alguien la querría algún día. Las monjas la querían. Quizá Dios también. Pero él sabía lo mala que era y lo mucho que a veces odiaba a sus padres… pero también sabía, se dijo Gabriella mientras rompía a llorar, lo mucho que los echaba de menos… pero ella los había echado de su lado con su mal comportamiento. Ya no había forma de evitar la verdad. No podía escapar al hecho de que sus padres nunca la habían querido. ¿Cómo podía quererla nadie?, se preguntó entre sollozos. Era su destino, su condena de por vida, el castigo por haber sido tan mala durante tanto tiempo… su maldición. Sabía que sus padres no sólo no la querían, sino que nadie podría quererla nunca si llegaban a conocerla de verdad. Y ni todos los Avemarías, confesiones y rosarios del mundo podrían cambiar eso.

Gabriella realizó el resto de las actividades del día pensando en lo que la madre Gregoria había dicho… y en su madre en California. Cenó en silencio y después de confesarse fue a su habitación con Natalie y Julie. Se acostó antes que ellas, haciéndose un ovillo a los pies de la cama, y siguió pensando. Sus padres iban a casarse con otra personas, su padre tenía hijas “nuevas”… su madre no quería niños, o quizá los quisiera a partir de ahora, niños buenos… Ambos tenían vidas nuevas, parejas nuevas… y Gabriella estaba obligada a vivir conociendo la razón por la que la habían abandonado… sabiendo que si hubiese sido más buena las cosas habrían sido diferentes. Tenía toda una vida por delante para pagar por ello, para entregarse a Dios y a los demás, para expiar sus pecados, arrepentirse de todo lo que había hecho y perdonar cuanto le habían hecho. Su confesor le había dicho que ahora la responsabilidad era suya, que tenía que luchar el resto de su vida por intentar perdonar. Gabriella se lo repitió una y otra vez esa noche mientras dormía: perdón… perdón… tenía que perdonarles… era culpa de ella… tenía que perdonarles… perdonarles… Y a media noche la oyeron gritar. Sus gritos resonaron por los oscuros y largos pasillos. Necesitaron tres personas para despertarla, y al final tuvieron que llamar a la madre Gregoria a fin de que la calmara. El recuerdo de las palizas había sido demasiado vivo, demasiado real, podía sentir la sangre en la cabeza, el dolor cegador en el oído, las costillas fracturadas, los calambres en las piernas a causa de las patadas… y sabía que nunca lo olvidaría. Y llorando en los brazos de la madre superiora no cesaba de repetir: “Tengo que perdonarles, tengo que perdonarles…”. La madre Gregoria la meció hasta que se durmió y veló su sueño hasta que divisó paz en su pequeño rostro. Ahora comprendía mejor que nadie, o eso pensaba, lo mucho que Gabriella tenía que perdonar a sus padres. Y sabía, al igual que Gabriella, que tardaría toda una vida en conseguirlo.

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