14.-

La madre Gregoria no volvió a visitar a Gabriella, pero llamaba con frecuencia al hospital para preguntar por su estado; los informes de las enfermeras eran cada vez más esperanzadores. Habían cesado las transfusiones y le habían dado cuanto podían sin correr el riesgo de provocar una reacción adversa. Ahora su cuerpo debía cicatrizar por sí mismo con el tiempo. La monja sabía que el cuerpo cicatrizaría antes que el corazón.

También se alegraba de que la ambulancia no la hubiera llevado al hospital Mercy, pues en ese caso habría sido imposible sofocar los rumores. La versión del ataque de apendicitis se había extendido rápidamente y ahora, con el voto de silencio impuesto en el convento, las monjas no podían especular más sobre el asunto. Pero la madre Gregoria sabía que tenía una conversación pendiente con Gabriella. Se había visto de nuevo con los sacerdotes de San Esteban y con el arzobispo. Y aunque habían tomado una decisión difícil, Gregoria sabía que era la única posible. Aceptar a Gabriella de nuevo en la comunidad sería como plantar una semilla defectuosa en un jardín sagrado. O por lo menos eso le dijeron.

Solicitó clemencia para Gabriella, pero de haberse tratado de otra muchacha no lo habría hecho. Gabriella no estaba en condiciones de reingresar en la orden, y puede que nunca lo estuviera. Quizá un día, en otro lugar, dijeron, pero por ahora… El arzobispo Flaherty se mostró inflexible. Y ahora la madre superiora tenía que comunicar la noticia a Gabriella.

El día que le dieron el alta envió a una hermana a recogerla al hospital, si bien antes le recordó su voto de silencio. En cuanto regresaran, Gabriella debía presentarse en su despacho. La madre superiora estaba segura de que la hermana obedecería sus órdenes.

Con todo, no estaba preparada para ver a Gabriella en semejante estado. Estaba tan pálida y asustada que parecía un fantasma. Se sentó trabajosamente en la misma silla que había ocupado la mañana que averiguó que Joe Connors se había ahorcado en su habitación del San Esteban. La mañana que estuvo a punto de morir y que ahora lamentaba que no hubiese ocurrido. Y al mirarla, Gregoria vio algo roto y vacío en sus ojos.

– ¿Cómo te encuentras, hija mía? -la pregunta era innecesaria. Su estado era obvio. Gabriella estaba muerta por dentro, tan muerta como Joe Connors y el bebé.

– Estoy bien, madre. Siento mucho todos los problemas que le he causado.

Su voz era débil y su aspecto frágil, y la toca negra del hábito de postulante le daba un aire aún más sombrío. Pero la palabra “problema” resultaba demasiado leve para describir las dos vidas que se habían perdido y la vida que aún permanecía en este mundo y había sido destruida.

– Sé cómo te sientes.

La madre Gregoria sabía que ella estaba torturándose por dentro, pero nadie podía ayudarla. Tenía que encontrar su propia paz, y con el tiempo, su propio perdón. Pero no sería fácil.

– Reconozco que soy la única responsable de la muerte del padre Connors -dijo la joven con labios trémulos-. Haré penitencia por ello el resto de mi vida.

– No debes olvidar, hija mía, que su madre hizo lo mismo. Es un acto muy egoísta, no sólo a los ojos de Dios sino a los ojos de las personas que dejas detrás. Algo en el padre Connors, algo superior a él, le indujo a hacerlo. -era su manera de absolver a Gabriella. En su opinión, el suicidio era una terrible señal de debilidad-. Tú eres una persona muy fuerte -prosiguió, esforzándose por mantenerse fría-, y sea lo que sea que la vida te depare, nunca olvides que estarás a la altura de las circunstancias. Dios no te dará más de lo que puedas soportar. Y cuando pienses que no puedes más, quiero que recuerdes que sí puedes. Tenlo siempre presente.

Era un mensaje salido del corazón, pero Gabriella ya no podía tolerarlo. Cada vez que le decían que era fuerte significa que estaban a punto de hacerle daño.

– Yo no soy fuerte -susurró-. ¿Por qué la gente se empeña en decir que lo soy?… ¿Es que no se dan cuenta? -sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Tienes más fuerza de la que imaginas, y mucho más coraje. Un día lo comprenderás. Las personas que te han herido son las débiles. Son ellas las que no pueden hacer frente a los problemas. -como su padre y su madre, como Joe-. Pero tú sí puedes.

Gabriella no quería oírlo, como tampoco quería oír lo que la madre Gregoria estaba a punto de decirle.

– Me temo que tengo una mala noticia que darte. -iba a ser rápido, duro y cruel, pero la madre Gregoria no tenía elección y no podía cuestionar el juicio de sus superiores. La suya era una vida de obediencia y no podía romper sus votos ahora, ni siquiera por Gabriella-. El arzobispo ha decidido que debes dejarnos. Independientemente de lo que sucediera entre tú y… y el padre Connors -la monja sintió que le faltaba el aire, pero no podía dar marcha atrás pese a la mirada de pánico de Gabriella-, ahora hay una grieta en el muro que construimos a tu alrededor. ya nunca será el mismo, no podrá repararse. Si te quedas, la grieta sólo se hará más grande. Y quizá lo que hiciste, lo que compartiste con él, sea señal de que no perteneces al convento. Quizá te empujamos a entrar en este mundo, quizá te quedaste por miedo…

– ¡No, madre, no! -exclamó Gabriella-. Me encanta vivir aquí. ¡Quiero quedarme!

Estaba luchando por su vida. Gregoria se obligó a mantener la calma. Tenía que llegar hasta el final y quería hacerlo cuanto antes.

– No puedes quedarte aquí, hija mía. Las puertas de San Mateo te han sido cerradas para siempre, pero no nuestro corazón y nuestra alma. Rezaré por ti hasta el día de mi muerte. Pero ahora debes irte. Cuando salgas de aquí, irás al curto de hábitos y te cambiarás de ropa. Recibirá dos vestidos y los zapatos que llevas, y el arzobispo nos ha permitido darte cien dólares. -la voz le temblaba pero se obligó a continuar mientras recordaba el día que Gabriella llegó al convento con el rostro aterrorizado. Ahora veía ese mismo terror, pero ya no podía ayudarla, sólo quererla-. Y yo te daré cuatrocientos dólares de mi bolsillo. Has de buscar un trabajo y lugar donde vivir. Puedes hacer muchas cosas. Dios te ha dado inteligencia y bondad y te protegerá. Y tienes un talento increíble como escritora. Debes utilizarlo bien, y puede que un día proporciones alegría a mucha gente. Pero ahora debes cuidarte mucho. Sé sabia en tus decisiones, mantente alejada de lo que pueda perjudicarte y recuerda, hija mía, que dondequiera que vayas nuestras oraciones irán contigo. Lo que hiciste estuvo mal, Gabriella, muy mal, pero has pagado un alto precio por ello. Ahora debes perdonarte -alargó una mano para acariciar por última vez a la muchacha que tanto quería-. Debes perdonarte hija mía… como yo te perdono.

Aferrándose a su mano, Gabriella dejó caer la cabeza sobre el escritorio y rompió a llorar, incapaz de aceptar aquello. El convento era su único hogar, el único lugar que le había dado protección y Gregoria la única madre que había tenido. Pero había traicionado a la comunidad, había violado su confianza para siempre y ahora, con la manzana comida hasta el corazón, la serpiente había vencido y Gabriella tenía que abandonar el paraíso.

– No puedo dejarla -sollozó suplicando clemencia.

– No tenemos elección. Es lo justo para las demás. No puedes convivir con ellas después de lo ocurrido.

– Le juro que nunca se lo contaré a nadie.

– Pero lo saben. Por mucho que intentemos ocultarlo, en el fondo de su corazón todas saben que algo terrible ha pasado. Y si te quedaras, nunca volvería a ser lo mismo para ti. Vivirías con la sensación de haberlas traicionado y al final acabarías odiándolas a ellas y a ti por ello.

– Ya me odio -repuso la joven entre sollozos.

Había acabado con el único hombre que amó en su vida y perdido a su bebé. Y ahora tenía que perder todo lo demás. Y mientras se percataba de todo lo que había perdido y lo que estaba a punto de perder, la invadió un pánico incontrolable y deseó morir. Pero lo más horrible era que sabía que no lo conseguiría.

– Gabriella -dijo la madre Gregoria con calma mientras se levantaba, como el día que se conocieron, y la miró consciente de que era un día terrible para las dos-, ahora debes irte.

La monja le entregó un sobre con el dinero, procedente en su mayoría de una pequeña cuenta bancaria donde ingresaba los regalos que le hacían sus familiares. Luego le tendió el diario dirigido a Joe. Lo había encontrado una monja debajo de la almohada, pero sospechando lo que era, no lo había leído. Gabriella lo reconoció al instante y su mano tembló al cogerlo.

Las dos mujeres se miraron a los ojos. Entonces Gabriella, sollozando, se acercó y la madre Gregoria la recibió entre sus brazos, tal como había hecho cuando Eloise la había abandonado.

– Siempre te querré -dijo a la niña que había sido y a la mujer que sería cuando alcanzara el otro lado de la montaña que la vida le había puesto delante.

Estaba segura de que Gabriella llegaría sana y salva al otro lado, pero tenía un largo viaje por delante y el camino no sería fácil.

– La quiero mucho… no puedo dejarla… -balbuceó Gabriella, sintiendo la lana áspera del hábito contra la mejilla, consciente de que pronto le quitarían el suyo.

– Siempre estaré contigo. Rezaré mucho por ti.

Y sin decir más, la madre Gregoria la condujo hasta la puerta e indicó a la monja que aguardaba fuera que la acompañara al cuarto de hábitos. Allí debía cambiar su hábito por dos vestidos baratos y una maleta trillada. Lo demás tendría que comprarlo con el dinero que le habían dado.

Con las lágrimas surcándole las mejillas, Gabriella salió temblorosa al pasillo y se volvió para mirar a la madre Gregoria por última vez.

– La quiero -dijo con suavidad.

– Que dios te acompañe.

La religiosa se volvió lentamente, entró de nuevo en su despacho y cerró la puerta sin mirar atrás. Gabriella no podía creerlo. Era como si le hubiesen cerrado la puerta de su corazón, pero nunca llegaría a saber que la madre Gregoria lloraba ahora en silencio con la cara hundida entre las manos.

Respetando el voto de silencio, siguió a la hermana hasta el cuarto de hábitos. La joven monja le señaló los dos vestidos que le habían asignado. Uno era de poliéster, con un vulgar estampado de flores azules y le iba demasiado grande, sobre todo después de la última semana. El otro, negro, era más vulgar aún. Con todo, le sentaba mejor que el primero y el negro encajaba con sus circunstancias. Vestía de luto por Joe, y cambió un vestido negro por otro, y lentamente se quitó la toca mientras recordaba las veces que lo había hecho para él, en el coche para ir a pasear al parque o en aquel apartamento. Ése era el precio que ahora tenía que pagar. Había perdido para siempre la toca y todo lo que ésta representaba, así como a la gente relacionada con ella.

Gabriella y la joven monja se miraron y sin decir palabra, se abrazaron mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Era un día triste para ambas, y la hermana sabía que nunca podría contar a nadie la tristeza y el dolor que había visto en los ojos de Gabriella. Era una lección para todas. Gabriella había sido arrojada al mundo sin nada y sin nadie que la ayudara.

Guardó el dinero, el diario y el vestido floreado en la maleta y siguió a la monja que durante doce años había sido su hermana.

Llegaron al portal demasiado pronto. Gabriella se detuvo y la monja de recepción abrió la puerta lentamente. Las tres permanecieron quietas durante unos instantes. Luego la monja mayor señaló la puerta con a cabeza y Gabriella cruzó el umbral. Esta vez era muy diferente de cuando salía para encontrarse con Joe. Éste era un paso hacia la oscuridad. Envuelta por un sol fulgurante, se volvió hacia sus hermanas y cuando sus miradas se encontraron la monja mayor cerró la puerta y desapareció para siempre.

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