Por lo general, el primero que se levantaba en palacio era Katabolonga. Recorría los pasillos desiertos mientras fuera la noche aún gravitaba con todo su peso sobre las colinas. Ni un solo ruido acompañaba sus pasos; iba de su habitación a la sala del taburete de oro sin cruzarse con nadie. Su silueta era la de un ser vaporoso que se deslizaba a lo largo de las paredes; así era, acababa su tarea en silencio antes de que se levantara el sol.
Pero esa mañana no estaba solo. Esa mañana, en los pasillos reinaba una agitación febril. Decenas y decenas de obreros y porteadores iban y venían con precaución, hablando en voz baja para no despertar a nadie. El palacio era como un gran barco de contrabandistas que descargan sus mercancías al amparo de la noche. Todo el mundo se afanaba en silencio; en el palacio de Massaba no había habido noche, el trabajo no había cesado.
Desde hacía varias semanas, Massaba se había convertido en el palpitante corazón de una actividad de hormiguero, pues el rey Tsongor iba a casar a su hija con el príncipe de las tierras de la sal. De las regiones más remotas llegaban largas caravanas que acarreaban especias, telas y ganado. Los arquitectos se afanaban en ensanchar la gran plaza que se extendía ante la puerta del palacio. Se habían adornado todas las fuentes, y largas columnas de porteadores acudían con innumerables cestos de flores. Massaba vivía a un ritmo que no había conocido hasta entonces y su población había ido aumentando con el correr de los días. En ese momento, miles de tiendas apiñadas al pie de las murallas dibujaban inmensos y multicolores barrios de tela, en los que los mugidos del ganado se mezclaban con los chillidos de los niños que jugaban en la arena. Los nómadas habían llegado de muy lejos para estar presentes ese día, llegaban de todas partes e iban a ver Massaba, iban a asistir a la boda de Samilia, la hija del rey Tsongor.
Durante semanas, cada habitante de Massaba y cada nómada había depositado un presente para la futura esposa en la plaza principal. Era un mar de flores, amuletos, sacos de cereales y tinajas de vino, una montaña de telas y estatuas sagradas; todos querían ofrecer una prenda de admiración y un voto de felicidad a la hija del rey Tsongor.
Pero esa noche los servidores de palacio tenían orden de retirar todas aquellas ofrendas de la plaza, no debía quedar nada. El viejo rey de Massaba quería que la explanada estuviera adornada y resplandeciente, que todo el suelo estuviera cubierto de rosas y que su guardia de honor formara en uniforme de gala. El príncipe Kuame iba a enviar a sus embajadores a depositar a los pies del rey los presentes que ofrecía. Era el principio de la ceremonia nupcial, el día de los presentes, y todo debía estar preparado.
En toda la noche, los servidores no habían parado de ir y venir de la montaña de regalos de la plaza a las salas del palacio. Trasladaban al interior los centenares de sacos, flores y joyas, y distribuían los amuletos, las estatuas y los tapices por las estancias del palacio lo más silenciosa y armoniosamente que podían. La gran plaza tenía que quedar vacía, y el palacio, lleno de aquellas muestras del afecto del pueblo. La princesa Samilia tenía que despertarse en un palacio de mil perfumes y colores. En eso se afanaban, sigilosamente, las largas columnas de porteadores; tenían que acabar antes de que la princesa y las mujeres de su séquito se despertaran. El tiempo apremiaba, porque se habían cruzado con Katabolonga y, al menos algunos, lo habían reconocido. Sabían que si Katabolonga estaba en pie, el sol no tardaría en salir, y el rey Tsongor con él. Así que, a medida que Katabolonga avanzaba por los corredores de palacio, a medida que se acercaba a la sala del taburete de oro, la agitación crecía y los servidores trabajaban con más rapidez y nerviosismo.
Katabolonga, en cambio, no sentía ninguna ansiedad, caminaba tan despacio como de costumbre, al ritmo pausado que era propio en él. Sabía que tenía tiempo, que el sol no saldría de inmediato. Sabía – como todos los días desde hacía años – que estaría preparado, sentado a la cabecera de la cama del rey cuando éste abriera los ojos. Pensaba, simplemente, que era la primera vez, y desde luego sería la última, que se cruzaba con tantos hombres durante su marcha nocturna y que tantos murmullos acompañaban el ruido de sus pasos. Pero, apenas entró en la sala del taburete de oro, se detuvo bruscamente; el aire que le acariciaba el rostro le murmuraba algo que no acababa de comprender. Por un instante, al abrir la puerta, tuvo el presentimiento de que todo estaba a punto de acabar, mas consiguió serenarse. Atravesó la sala para coger el taburete de oro, pero, apenas levantó la reliquia, tuvo que volver a dejarla. El temblor que le recorrió los brazos volvió a decirle que todo estaba a punto de acabar, y esa vez prestó oídos a la sensación que empezaba a crecer en su interior. Escuchó, y la inquietud se apoderó de él, escuchó y supo que ese día, efectivamente, todo iba a acabar. Supo que ese día mataría al rey Tsongor, que ese día era el día del que había creído poder escapar. Comprendió que era el último día en que el rey se levantaría, el último en que él, Katabo – longa el salvaje, lo seguiría de sala en sala, caminando siempre sobre sus pasos, vigilando el menor de sus desfallecimientos, escuchando sus suspiros y cumpliendo la más honrosa de las tareas. El último día en que sería el portador del taburete de oro.
Se irguió intentando acallar la inquietud que había nacido en su interior, cogió el taburete y volvió a recorrer los pasillos del palacio, con las mandíbulas apretadas y la oscura convicción de que ese día era el día en que mataría a su amigo, el rey Tsongor.
Cuando Tsongor se levantó, tuvo la inmediata sensación de que ese día sería demasiado corto para hacer todo lo que tenía que hacer. Respiró hondo, pues sabía que no volvería a tener tranquilidad hasta la noche. Saludó a Katabolonga, que estaba a su lado, y su rostro hizo que se sintiera mejor. Saludó a Katabolonga, pero el viejo servidor, en lugar de devolverle el saludo y ofrecerle el collar real, como hacía todas las mañanas, le susurró al oído:
– Tsongor, quiero hablar contigo.
– Te escucho – respondió el rey.
– Es hoy, amigo mío – dijo Katabolonga.
La voz del portador del taburete sonaba extraña, pero Tsongor no le dio importancia.
– Lo sé – se limitó a decir.
Y el día empezó.
Lo cierto es que Tsongor no había comprendido lo que Katabolonga quería decir, o más bien había creído que le recordaba lo que ya sabía, lo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza ni un solo minuto desde hacía meses: que su hija se casaba y que las ceremonias empezaban ese día. Había respondido mecánicamente, sin reflexionar. Si hubiera prestado atención a las facciones de su viejo servidor, habría descubierto en ellas una profunda tristeza, algo así como un suspiro del rostro, que tal vez le habría hecho comprender que Katabolonga no hablaba de la boda, que se refería a otra cosa: a la vieja historia que unía a los dos hombres desde hacía tanto tiempo.
Ocurrió cuando el rey Tsongor era joven. Acababa de abandonar el reino de su padre sin mirar atrás, dejando al anciano rey moribundo sobre su viejo trono. Tsongor se marchó, sabía que su padre no quería legarle nada y se negaba a sufrir esa humillación; se marchó escupiendo sobre el rostro de aquel viejo que no quería ceder nada. Había decidido que no pediría nada, que no suplicaría, había decidido construir un imperio más vasto que el que le negaban. Sus manos eran inquietas y afanosas, sus piernas lo arrastraban tras de sí, quería recorrer nuevas tierras, medir sus armas, emprender conquistas en los confines de las tierras conocidas. Tenía hambre, y pronunciaba el nombre de las regiones que ambicionaba someter hasta en sueños, quería que su rostro fuera el de la conquista. Reunió un ejército mientras el cuerpo de su padre aún estaba caliente en la tumba y partió hacia el sur con la intención de no retroceder jamás, de recorrer la tierra hasta que no le quedara aliento y de plantar las enseñas de sus antepasados allí donde fuera.
Las campañas del rey Tsongor duraron veinte años. Veinte años de campamentos, de combates y de avances; veinte años durante los cuales no durmió más que en lechos improvisados; veinte años consultando mapas, elaborando estrategias y asestando golpes. Era invencible. Tras cada nueva victoria, atraía a los enemigos a sus filas ofreciéndoles los mismos privilegios que a sus propios soldados, de tal modo que su ejército, a pesar de las bajas, a pesar de los cuerpos mutilados y las hambrunas, no dejó de crecer. El rey Tsongor envejeció a caballo, espada en mano, tomó mujer a caballo durante una de sus campañas, y la inmensa muchedumbre de sus hombres aclamó el nacimiento de cada uno de sus hijos sudando aún con el ardor de los campos de batalla. Veinte años de lucha y de expansión hasta el día en que llegó al país de los rampantes. Eran las últimas tierras inexploradas del continente, en los confines del mundo; más allá no había otra cosa que el océano y las tinieblas. Los rampantes eran un pueblo de salvajes que vivían dispersos en minúsculas chozas de barro. No tenían ni jefe ni ejército, su país era una sucesión de aldeas y en cada una vivía un hombre con sus mujeres, en la ignorancia del mundo que lo rodeaba. Eran hombres altos y delgados, esqueléticos en algunos casos. Los llamaban los rampantes porque, a pesar de su talla, sus chozas no llegaban a la altura de un caballo. Nadie sabía por qué no construían viviendas adecuadas a su talla; vivir así, en chozas minúsculas, hacía que todos tuvieran el cuerpo encorvado. Un pueblo de gigantes que nunca se erguían, un pueblo de hombres altos y delgados que, por la noche, caminaban por los polvorientos senderos con la espalda encorvada, como si el cielo los aplastara bajo su peso. En combate singular eran adversarios temibles, rápidos e implacables; se erguían cuan largos eran y se arrojaban sobre el contrincante como leopardos famélicos. Eran peligrosos incluso desarmados, y resultaba imposible hacerlos prisioneros porque, mientras les quedaba un soplo de fuerza, se arrojaban sobre el primer hombre que veían e intentaban despedazarlo. No era raro ver a rampantes encadenados lanzarse sobre sus guardianes y matarlos a dentelladas; mordían, arañaban, aullaban y bailaban sobre el cuerpo de su adversario hasta dejarlo convertido en un amasijo de carne. Eran temibles, pero apenas ofrecieron resistencia al rey Tsongor, pues jamás consiguieron organizarse, jamás llegaron a oponer una línea de frente a su avance. El rey penetró en las tierras rampantes sin temblar una sola vez, quemó los poblados uno tras otro, lo redujo todo a cenizas, y el país no tardó en convertirse en una tierra seca y vacía en la que, por las noches, se oía el grito de los rampantes, que aullaban su pena e insultaban al cielo por la maldición que les había enviado.
Katabolonga era uno de ellos, probablemente uno de los últimos que seguían con vida cuando el rey estaba a punto de acabar sus conquistas. Su choza había sido arrasada, como tantas otras; sus mujeres, violadas y asesinadas. Lo había perdido todo, pero, por algún motivo que nadie se explicó jamás, no reaccionó como sus hermanos, no se arrojó sobre el primer soldado que le salió al paso para intentar arrancarle la nariz a bocado limpio y bañarse las manos en la sangre de la venganza. No. Esperó mucho tiempo, esperó a que todo el país estuviera sometido, a que el rey Tsongor estableciera su último campamento en aquel gran país vencido, y sólo entonces salió del bosque en el que permanecía escondido.
Era un día espléndido, luminoso y tranquilo; ya no luchaba ningún soldado, ya no se combatía en ningún sitio, ya no había ninguna choza en pie. El ejército entero descansaba y festejaba la victoria en aquel campamento inmenso. Unos limpiaban sus armas, otros se curaban los pies y otros discutían intercambiando trofeos.
Katabolonga se presentó a la entrada del campamento desnudo, desarmado, con la cabeza alta y sin temblar. A los soldados que le cerraron el paso y le preguntaron qué quería, les respondió que iba a ver al rey, y su voz tenía tal autoridad, tal calma, que lo llevaron ante Tsongor. Atravesó todo el campamento; fue una marcha de varias horas, porque el ejército de todos los pueblos asimilados, unidos en aquella empresa de sangre y conquista, era enorme. Avanzó bajo el sol con la cabeza erguida, y resultaba tan extraño ver a un rampante caminar de ese modo, tranquilo, decidido, altivo, había algo tan hermoso en aquel espectáculo, que los soldados lo siguieron formando un cortejo; querían ver qué deseaba el rampante, querían ver qué pasaba. El rey Tsongor vio una nube de polvo a lo lejos y distinguió una figura esbelta que destacaba entre una muchedumbre de soldados regocijados y curiosos. Dejó de comer y se levantó, y cuando el salvaje se detuvo ante él, lo contempló largo rato en silencio.
– ¿Quién eres? – le preguntó a aquel hombre que podía lanzarse sobre él en cualquier momento e intentar despedazarlo a dentellada limpia.
– Me llamo Katabolonga.
En el ejército que se arremolinaba en torno a la tienda del rey se produjo un silencio inmenso. Los hombres estaban asombrados ante la belleza de la voz del salvaje, ante la fluidez con que las palabras brotaban de sus labios. Estaba desnudo, tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos por el sol; frente a él, el rey Tsongor parecía un niño desmedrado.
– ¿Qué quieres? – le preguntó el soberano.
Katabolonga no respondió, como si no hubiera oído la pregunta. Durante unos instantes interminables los dos hombres no se quitaron ojo; luego, el salvaje rompió el silencio:
– Soy Katabolonga y no respondo a tus preguntas, hablo cuando quiero. He venido a verte y a decirte, ante todos los tuyos, lo que debe decirse: has arrasado mi casa, has matado a mis mujeres, has pisoteado mis tierras con los cascos de tu caballo, tus hombres han respirado mi aire y han convertido a los míos en animales asustados que disputan el alimento a los monos, has venido de muy lejos para quemar lo que poseía. Soy Katabolonga y nadie quema lo que es mío sin perder la vida. Estoy aquí ante ti, estoy aquí en medio de todos tus hombres, y quiero decirte esto: soy Katabolonga y te mataré, porque, por mi choza quemada, por mis mujeres asesinadas, por mi país asolado, tu muerte me pertenece.
En el campamento ya no se oía nada, ni el ruido de un arma, ni la voz de un soldado murmurando algo. Todos estaban pendientes de lo que decidiría el rey, todos estaban listos para saltar sobre el salvaje y matarlo al menor gesto del soberano, pero Tsongor no se movía. Todo el pasado volvía a su mente: veinte años sintiendo asco de sí mismo, acumulados uno sobre otro, veinte años de guerras y matanzas que lo obsesionaban. Miraba al hombre que tenía delante con atención, con respeto, casi con afecto.
– Soy el rey Tsongor – dijo al fin -. Mis tierras no tienen límites. Comparado con mi reino, el reino de mis padres era un grano de arena. Soy el rey Tsongor y me he hecho viejo a caballo luchando. Llevo veinte años luchando, veinte años sometiendo a pueblos que ni siquiera conocían mi nombre. He recorrido la tierra entera y la he convertido en mi jardín. Tú eres el último enemigo del último país. Podría matarte y poner tu cabeza en lo alto de una pica para que todo el mundo sepa que ahora reino sobre todo un continente, pero no voy a hacerlo. El tiempo de las batallas ha acabado, no quiero seguir siendo un rey de sangre. Ahora tengo que reinar sobre el reino que he construido y voy a empezar por ti, Katabolonga. Tú eres el último enemigo del último país, y te pido que accedas a permanecer a mi lado de ahora en adelante. Soy el rey Tsongor y te propongo que me acompañes portando mi taburete de oro allí donde vaya.
Esa vez, un rumor inmenso se extendió por las filas del ejército. Los hombres repetían las palabras del rey a quienes no las habían oído, pero, mientras trataban de comprenderlas, el salvaje volvió a hablar:
– Soy Katabolonga y no me desdigo, no retiro mis palabras. Ya te lo he dicho, te mataré.
El rey se mordió un labio. No temía al salvaje, pero tenía la sensación de estar a punto de fracasar y, sin saber por qué, presentía que debía convencer a aquel hombre esquelético a toda costa, que su paz de espíritu dependía de ello.
– No te pido que retires lo que has dicho – respondió Tsongor -. Ante todo mi ejército, Katabolonga, te propongo lo siguiente: mi muerte te pertenece, lo digo aquí, mi muerte es tuya. Te propongo que seas el portador de mi taburete de oro en los años venideros. Me acompañarás allí donde vaya, permanecerás a mi lado y velarás por mí. El día en que desees tomar lo que es tuyo, el día en que quieras vengarte, no me resistiré; podrás matarme cuando quieras, Katabolonga, mañana, dentro de un año, el último día de tu vida, cuando seas viejo y estés cansado. No me defenderé y nadie podrá ponerte la mano encima, nadie podrá decir que eres un asesino, porque mi muerte te pertenece y no habrás hecho otra cosa que tomar lo que hoy te doy.
Los soldados estaban desconcertados; nadie quería creer lo que acababa de oír, nadie podía creer que el más extenso de los reinos estaba en esos momentos en manos de aquel salvaje desnudo y desarmado que permanecía impasible en medio de un bosque de armaduras y lanzas. Katabolonga avanzó hacia el rey lentamente hasta estar muy cerca de él; le sacaba varias cabezas, no movía un músculo.
– Acepto, Tsongor, te serviré con respeto, seré tu sombra, el portador de tu taburete, el guardián de tus secretos. Te acompañaré a todas partes, seré el más humilde de los hombres y luego te mataré, en recuerdo de mi país y de lo que has quemado en mi interior.
A partir de ese día, Katabolonga se convirtió en el portador del taburete de oro del rey y lo siguió a todas partes. Pasaron los años. Tsongor abandonó la vida de guerrero, construyó ciudades, crió a sus hijos, ordenó excavar canales, administró sus tierras y su reino prosperó. Siguieron pasando los años. Su cuerpo iba encorvándose poco a poco, su cabeza encaneció, y reinaba sobre un reino inmenso que recorría constantemente para velar por los suyos, con Katabolonga siempre a su lado, con Katabolonga siguiéndole los pasos como la sombra del remordimiento. Era el encorvado recuerdo de sus años de guerras; rodeándolo con su presencia, le recordaba sin cesar sus crímenes y el dolor que había causado, de tal modo que Tsongor nunca podía olvidar lo que había hecho durante aquellos veinte años de su juventud. La guerra estaba allí, en aquel cuerpo alto y delgado que caminaba junto a él sin decir nada, y que podía cortarle el cuello en cualquier momento.
Los dos hombres envejecieron juntos. Con el paso de los años, se convirtieron en algo así como dos hermanos; el pacto de antaño parecía olvidado, estaban unidos por una amistad profunda y silenciosa.
«Lo sé», había dicho Tsongor. No lo había entendido, y Katabolonga no se sintió con fuerzas para decirle nada más; puede que no hubiera llegado el momento. El rey Tsongor acababa de responderle: «Lo sé.» Katabolonga bajó los ojos y se apartó silenciosamente, como todos los días, para dejar paso al monarca. Estaba triste, pero no dijo nada más, y el palacio entero se levantó al paso del rey. Todo bullía con una actividad febril, había tanto que hacer… tantos detalles que ultimar… El rey casaba a su hija Samilia. Era el día de las primeras ceremonias, y las mujeres del séquito corrían de aquí para allá buscando las últimas joyas que limpiar y las últimas telas que bordar.
La ciudad aguardaba la llegada de los embajadores del novio. Se hablaba de columnas enteras de hombres y caballos que se sucederían para depositar montañas de oro, telas y piedras preciosas en el patio de palacio, se hablaba de objetos fabulosos cuya utilidad nadie conocía, pero que dejaban sin habla a quien los veía. Samilia no tenía precio, eso era lo que Tsongor le había dicho a Kuame, el rey de las tierras de la sal, y Kua – me había decidido ir a depositar todo lo que poseía a los pies de Samilia. Se lo ofrecía todo, su reino y su nombre. Se presentaría ante ella tan pobre como un esclavo, consciente de que la inmensidad de sus riquezas no compraba nada, consciente de que, ante aquella mujer, estaba solo y desnudo. Se hablaba de que todo un reino acudiría a derramarse por las calles de la ciudad, de las riquezas de todo un pueblo amontonadas en el patio de palacio, ante el rostro impasible del rey Tsongor.
Era el día de los presentes y las calles de la ciudad estaban impolutas. A lo largo de todo el recorrido que seguiría el cortejo, el suelo estaba tapizado de rosas, y de las ventanas pendían colgaduras bordadas de oro. Todos aguardaban la aparición del primer jinete de la interminable comitiva del reino de la sal, los ojos de toda la ciudad espiaban el polvo de la llanura meridional. Todos querían ser los primeros en avistar la lejana silueta de los caballeros del cortejo.
Nadie vio a los hombres que habían tomado posiciones en las colinas del norte, a los hombres que habían asentado su campamento en ellas y que daban descanso a sus monturas. Nadie vio a los hombres que, inmóviles, observaban desde allí la ciudad y sus últimos preparativos. Estaban allí, en las colinas del norte, inmóviles como la desgracia.
El día terminaba apaciblemente. Los resplandores del sol se volvían ocres; en el cielo, las golondrinas trazaban grandes arcos y se abatían incansablemente sobre las plazas y las fuentes. Todo el mundo permanecía en silencio; la gran arteria aguardaba, desierta, a que los cascos extranjeros acudieran a hollarla.
Fue a esa hora cuando los centinelas de la ciudad vieron incendiarse las colinas del norte de Massaba. De improviso, al mismo tiempo, las cimas se iluminaron y los habitantes de la ciudad se quedaron estupefactos, pues no habían percibido ninguna actividad durante el día. Nadie había visto erigir las piras, ya que todos tenían los ojos clavados en el camino, y, contra todo pronóstico, lo que se iluminaba con altas llamas de fiesta eran las colinas. El rey Tsongor y todos los suyos se instalaron en la azotea del palacio para disfrutar del espectáculo, pero no hubo nada más, nada aparte de las golondrinas, que seguían girando en el cielo, y la ceniza de las colinas, que flotaba en el cálido aire del atardecer; nada, hasta que resonaron los ladridos de los perros del guardián de la puerta de poniente. El silencio de la ciudad era tal que todos pudieron oírlos, desde la azotea del palacio hasta las callejas más apartadas. Los perros de la puerta occidental estaban ladrando, y eso significaba que algún extranjero se había presentado ante ella. En cada puerta de la ciudad había un hombre cargado de amuletos, con cascabeles en las muñecas y los tobillos, una cola de buey en la mano izquierda y una cadena que sujetaba una trailla de doce perros en la derecha. Eran los guardianes de las jaurías y su misión consistía en ahuyentar a los malos espíritus y a los vagabundos. La jauría de la puerta oeste estaba ladrando, y el rey, la princesa, la corte, todos los habitantes de Massaba, se preguntaron por qué entraban los embajadores por allí, si la puerta preparada para recibirlos era la del sur. Era un contratiempo absurdo, y el rey Tsongor, nervioso, se levantó de su asiento; estaba irritado e impaciente. Su azotea dominaba toda la ciudad; la gran arteria estaba a sus pies, y sus ojos no se apartaban de la avenida esperando ver acercarse el cortejo de los presentes, pero lo que distinguió no fue un cortejo. Un hombre avanzaba solo por el centro de la avenida al paso lento y regular de un gran camello adornado con jaeces de mil colores. El animal y su jinete cabeceaban al ritmo de un navío que hiende las olas, se acercaban con la plácida y digna parsimonia de las caravanas del desierto. En vez de un cortejo, un hombre solo entraba en las calles de Massaba. El rey esperaba y empezaba, a su pesar, a sentir un vago temor, pues las cosas no iban como debían. El jinete llegó ante las puertas de palacio y pidió audiencia con el rey Tsongor, y sólo con el rey. Eso volvió a sorprender a todo el mundo, pues la costumbre era ofrecer los presentes a los ojos de todos, ante la futura esposa y su familia. Pero, una vez más, el rey se plegó a tan insólita exigencia, y sin más compañía que Katabolonga se instaló en el salón del trono.
El hombre que se presentó ante él era alto, vestía telas ricas pero de colores oscuros y llevaba más amuletos que joyas; en sus dedos no había anillos y, en vez de collar, varios cofrecitos de caoba que contenían talismanes pendían de su cuello. Iba cubierto con un velo, pero apenas entró en la sala hincó una rodilla con deferencia y, bajando la cabeza en señal de respeto, se lo quitó para no seguir ocultando el rostro por más tiempo. Al ver las facciones del viajero, el rey Tsongor tuvo una sensación extraña, pues había en ellas algo que le resultaba familiar. El desconocido alzó los ojos hacia Tsongor, y sonrió con la sonrisa afectuosa de un amigo. Permaneció en silencio unos instantes más, como para permitir a su interlocutor que se acostumbrara a su presencia, y luego dijo:
– Rey Tsongor, que tus antepasados sean bendecidos y que tu frente conozca el dulce beso de los dioses. Veo que no me reconoces, y no me sorprende. El tiempo ha hecho su trabajo sobre mi rostro, ha surcado de arrugas mis mejillas. Permíteme que te diga quién soy y que me acerque a besarte la mano. Soy Sango Kerim. Espero que el tiempo no haya conseguido que olvides mi nombre.
El rey Tsongor se levantó de un salto, no podía creerlo, tenía ante sí a Sango Kerim. La alegría brotó en su interior y lo invadió por completo. Se precipitó sobre su huésped y lo estrechó entre sus brazos. Sango Kerim… ¿Cómo era posible que no lo hubiera reconocido? Se había marchado siendo un niño y en ese momento tenía ante sí a un hombre. Sango Kerim… Siempre lo había tratado como si fuera su quinto hijo. El compañero de juegos de los cuatro de su misma sangre, con los que se había criado hasta los quince años; a esa edad, Sango le había pedido que lo dejara partir, pues quería recorrer el mundo, llegar a ser quien debía ser. Bien que a su pesar, el rey Tsongor le permitió hacer su voluntad. Luego fueron pasando los años, y como no volvía, lo olvidaron. Sango Kerim… Lo tenía allí, ante sí, elegante, orgulloso, un auténtico príncipe nómada.
– ¡Qué alegría para mí, Sango, verte en el día de hoy! – exclamó el rey Tsongor -. Deja que te contemple y te estreche contra mi pecho, tienes un aspecto magnífico, qué alegría. ¿Sabes que Samilia se casa mañana?
– Lo sé, Tsongor – respondió el nómada.
– Y por eso has vuelto precisamente hoy, ¿verdad? Para estar con nosotros.
– He vuelto por Samilia, sí.
Sango Kerim había respondido secamente; a continuación, retrocedió un paso y se quedó muy rígido mirando al rey Tsongor a los ojos, reencontrándose con el rostro de aquel anciano al que amaba. Lo embargaba la emoción, pero intentaba dominarse, pues tenía que mantenerse firme y decir lo que había ido a decir. El rey Tsongor comprendió que algo no marchaba bien y, una vez más, sintió que aquel día sería largo y se estremeció.
– Me gustaría, Tsongor, disponer de tiempo para abandonarme a la alegría de estar de nuevo en tu palacio. Me gustaría disponer de tiempo para redescubrir con gozo todos los rostros de antaño, los rostros de quienes me criaron, de aquellos con quienes jugué. El tiempo ha dejado su huella sobre nosotros, y me gustaría poder redescubrirlos uno a uno con las yemas de los dedos, comer con vosotros, como hacíamos antaño, y recorrer la ciudad, porque también ha cambiado, pero no he venido a eso. Me alegro de que te acuerdes de mí y lo hagas con alegría. Sí, he vuelto por Samilia, del mismo modo que me marché por ella. Quería conocer mundo, acumular riquezas y sabiduría, quería ser digno de tu hija. Hoy vuelvo porque mis vagabundeos han acabado, vuelvo porque ella me pertenece.
El rey Tsongor no daba crédito a sus oídos, no sabía si echarse a reír.
– Pero Sango…, no lo has entendido… Samilia… se casa mañana…, ya has visto las calles de la ciudad…, ya has visto… todo a tu alrededor… Es el día de los presentes. Mañana será la mujer de Kuame, el rey de las tierras de la sal. Lo siento, Sango, no lo sabía, no sabía que tú…, en fin, me refiero a que ignoraba tus sentimientos… Así que… yo… tú sabes que te quiero como a un hijo…, pero eso… no… es imposible…
Sango Kerim se había marchado. Los fuegos de las colinas del norte seguían ardiendo, como si no quisieran apagarse jamás; eran como inmensas antorchas que bailaban en la suave luz del atardecer. El rey Tsongor las observaba con rostro inescrutable. Al principio había creído que eran los embajadores de Kuame, que habían acampado en las colinas antes de entrar en la ciudad. Luego, cuando Sango Kerim se presentó ante él, se dijo, con placer, que también él había acudido a ofrecer espléndidos presentes a su hija. Ya sabía lo que significaban aquellas antorchas, sabía que un ejército había plantado sus tiendas sobre cada una de aquellas colinas y esperaba su respuesta. Y aquellas altas llamas que danzaban a lo lejos en el cálido aire del crepúsculo le hablaban de la desgracia que se disponía a abatirse sobre él y sobre Massaba. «Mira cómo ascendemos en el cielo, Tsongor – le decían -. Mira cómo devoramos las cimas de las colinas de tu reino y piensa que también podemos devorar tu ciudad y tu alegría. No olvides el fuego de las colinas, no olvides que tu reino puede arder como un insignificante trozo de madera.»
Cuando se presentó ante él, Samilia no necesitó preguntarle por qué la había llamado; al ver las arrugas que surcaban su vieja frente, la joven supo de inmediato que acababa de ocurrir algo grave. Lo observó, y como él seguía contemplando el vuelo de las golondrinas y las altas llamas que danzaban en el horizonte, le dijo con voz grave:
– Te escucho, padre.
El rey Tsongor se volvió y contempló a su hija. Todo lo que había emprendido en los últimos meses lo había hecho por su boda, aquel día se había convertido en su obsesión de padre y de rey. Que todo estuviera listo, que la fiesta fuera la más hermosa que el imperio hubiera celebrado jamás…, no había trabajado para otra cosa. Quería darle un marido a su hija y unir su imperio a otro por un medio distinto de la guerra y la conquista por primera vez. Había estudiado cada detalle de la fiesta personalmente, había pasado noches enteras en vela; por fin había llegado el día, y un hecho imprevisible amenazaba con arruinarlo todo. Contempló a su hija. Le habría gustado no tener que decir lo que tenía que decir, le habría gustado no tener que pedir lo que tenía que pedir, pero las llamas ardían y no podía sustraerse a su apetito.
– He recibido la visita de Sango Kerim – dijo al fin.
– Me lo han contado las mujeres de mi séquito, padre.
Samilia observaba a su padre y leía en su rostro una angustia que no comprendía. Tsongor había elegido a Kuame y ella lo había aceptado, le había hablado con dulzura y simpatía del joven príncipe de las tierras de la sal, y ella había accedido a aquella unión con alegría. No comprendía lo que, a esas alturas, podía ensombrecer el rostro de su padre de aquel modo. Todo estaba dispuesto, no quedaba más que celebrar la boda y disfrutar de la fiesta.
– Su llegada debería haberme colmado de alegría, Samilia… – empezó a decir Tsongor.
Pero no acabó la frase. Se produjo un largo silencio, y el rey volvió a abismarse en la contemplación de los garabatos que las golondrinas dibujaban en el cielo. Luego, de repente, reaccionó; sus ojos volvieron a posarse en los de su hija y, con voz ronca, le preguntó:
– ¿Es cierto, Samilia, que en la época en que Sango Kerim y tú erais amigos os hicisteis una promesa? – Samilia no respondió, buscaba en su memoria algo que pudiera parecerse a lo que le preguntaba su padre -. ¿Es cierto – insistió Tsongor – que le diste tu palabra, como él te dio la suya, de que un día os casaríais? ¿Pusisteis por escrito esas promesas de niños y las guardasteis en un amuleto?
Samilia reflexionó unos instantes.
«Sí, me acuerdo – pensó la princesa -. Me acuerdo de Sango Kerim y de nuestros días de infancia, de nuestros secretos compartidos, de nuestras promesas. ¿De eso es de lo que quiere que hablemos? ¿Por qué me mira así? Me acuerdo, sí, no soy culpable de nada. ¿Por qué me mira así? Las promesas del pasado las entierro hoy, y el mismo Sango Kerim vendrá a darme su bendición. Me acuerdo, no he olvidado nada, no me avergüenzo de nada. ¿Qué tiene que ver todo eso con la mujer que soy hoy? Me entrego a Kuame llena de recuerdos, sí, de bellos recuerdos de niña, y no me avergüenzo de nada.»
Samilia pensaba en todo eso, pero sólo respondió:
– Sí, padre, es verdad.
Esperaba que le pidiera más precisiones, poder explicarse, pero el rostro de Tsongor se volvió inescrutable y no le hizo más preguntas. En ese momento, un toque largo y quejumbroso resonó a lo lejos, el sonido de cientos de cuernos de cebú se alzó de la llanura; era la inmensa comitiva de los embajadores de Kuame, que anunciaba su llegada. Doscientos cincuenta caballeros vestidos con trajes de oro hacían sonar el cuerno para que la puerta de Massaba se abriera y permitiera la entrada de la larga columna de los presentes.
El rey Tsongor no añadió palabra. Dejó a Samilia, ordenó que abrieran la puerta y se apresuró a bajar para recibir a los embajadores.
La lenta procesión de los caballeros de Kuame se internó por las calles de Massaba y duró varias horas, pues en cada plaza, en cada encrucijada, los caballeros se detenían y entonaban un nuevo himno en honor de la ciudad y sus habitantes, en honor de la novia, de su padre y de sus antepasados. El rey Tsongor, sus cuatro hijos, Samilia, su séquito de mujeres y la totalidad de la corte esperaban en la vasta sala de los embajadores. No veían nada, pero oían el sonido de los cuernos de cebú, amortiguado aunque cada vez más cercano; nadie se movía. El rey estaba sentado en el trono mirando al frente; parecía una estatua, inmóvil a pesar del calor, a pesar de las moscas que giraban a su alrededor; inmóvil, prisionero de sus pensamientos. Bajo los velos, con las mandíbulas apretadas, Samilia pensaba en la conversación que acababa de mantener con su padre.
La ceremonia de los presentes duró más de cuatro horas, cuatro horas durante las cuales los embajadores abrieron cofres, depositaron joyas a los pies del clan real, desplegaron telas, presentaron armas, ofrecieron enseñas con los colores de las tierras concedidas a la novia, cuatro horas de monedas de oro, de perfumes raros, de animales exóticos. Para el rey Tsongor fue un suplicio, quería pedir a los embajadores que se marcharan, que abandonaran la ciudad, que se llevaran sus cofres y sus arcones y esperaran a que tomara una decisión al otro lado de las murallas. Pero no podía hacer nada, era demasiado tarde, no podía hacer otra cosa que contemplar los tesoros que derramaban a sus pies y mover la cabeza, sin alegría ni sorpresa. Tenía todas sus fuerzas concentradas en los músculos del rostro para sonreír de vez en cuando, pero rara vez lo conseguía, aquello se le estaba haciendo eterno. A los cuatro hermanos de Samilia les hubiera gustado manifestar su alegría y su asombro ante determinados objetos raros, levantarse de sus asientos, tocar las telas, jugar con los monos amaestrados, contar las perlas de los cofres y pasar la mano por los sacos de especias, reír y acoger con alegría aquel tesoro, pero veían a su padre impasible en el trono y comprendían que debían mostrar la misma impasibilidad; puede que, en el fondo, aquellos tesoros fueran insuficientes, puede que dar muestras de alegría al recibirlos fuera indigno. Y los incansables embajadores continuaron su presentación ante el silencio imperturbable del clan Tsongor.
Al cabo, tras cuatro horas de ceremonia, abrieron el último cofre. Contenía un collar de lapislázulis, azul como los muros del palacio del rey Kuame, azul como los ojos de todos los de su linaje, y azul, según decían, como la sangre que corría por sus venas. Los diez embajadores hincaron la rodilla, y el más viejo de ellos declaró:
– Rey Tsongor, estos tesoros son tuyos, pero nuestro rey, el príncipe Kuame, consciente de su insignificancia ante la belleza de tu hija, te ofrece además su reino y su sangre.
Y, dicho aquello, el anciano derramó sobre las grandes losas de la sala de los embajadores un poco de tierra del reino de la sal y un poco de sangre de Kuame contenida en un pomo de oro, que cayó lentamente al suelo con un suave rumor de fuente.
El rey Tsongor se levantó y, contrariamente a lo que exigía la costumbre, no dijo nada. Saludó respetuosamente a los embajadores con un movimiento de la cabeza, los invitó a levantarse y desapareció. No se dijo nada más; el rey Tsongor se asfixiaba en su túnica de seda y oro.
Entonces empezó la larga noche en blanco del rey Tsongor, que se retiró a sus habitaciones y ordenó que nadie lo molestara. Sólo estaba allí Katabolonga, a su lado, sin decir nada; sentado en un rincón, no apartaba los ojos de su señor. No había nadie más que Katabolonga, y su presencia confortaba al viejo rey.
– Dondequiera que miro – le dijo Tsongor a su amigo -, no veo más que guerra, Katabolonga. Este día debía ser el de la alegría compartida, no debía sentir más amargura que la de ver partir a mi hija, pero esta noche siento el violento hálito de la muerte en mi espalda. Está ahí, sí, siento que se precipita hacia mí y no sé hallar el modo de ahuyentarla. Si entrego a mi hija a Sango Kerim, la cólera de Kuame será inmensa, y tendrá razón, pues lo habré insultado dándole a otro lo que le había prometido a él. ¿Quién podría soportar semejante ofensa? Venir aquí con todas sus riquezas, ofrecer su sangre y su tierra, y ver que le escupen en la cara. Alzará su reino contra el mío y no descansará hasta destruirme. Si entrego mi hija a Kuame sin preocuparme de Sango Kerim, ¿quién sabe lo que ocurrirá? Conozco a Sango Kerim. No es rey de ningún país, pero, si se ha presentado ante mí, si se ha atrevido a reclamar a mi hija como se reclama una deuda, es porque tiene detrás suficientes hombres y aliados como para hacer temblar las torres de Massaba. Dondequiera que miro, Katabolonga, no veo más que guerra; elija lo que elija, faltaré a una promesa; sea quien sea el ofendido, su rabia estará justificada, y eso lo hará más poderoso e infatigable.
»Debo reflexionar, tiene que haber una solución. Soy Tsongor, la encontraré. Qué pena… Iba a casar a mi hija, era lo último que me quedaba por hacer: confiar mi hija a la vida y dejar que el resto de mis días escapara de mí apaciblemente. Soy viejo, Katabolonga, tan viejo como tú. Sobreviví a las batallas, a las marchas forzadas, a las campañas más duras, al hambre y la fatiga, y nada de eso pudo conmigo. Soy Tsongor, y supe enterrar la guerra, tú lo recuerdas, aquel día estabas desnudo en medio de mi ejército, estabas allí, no decías nada. Habría podido reírme en tus narices u ordenar que te mataran de inmediato, pero oía tu voz, oía el inmenso canto de los muertos, que me murmuraban al oído: "¿Qué has hecho, Tsongor? ¿Qué has hecho hasta ahora?" Me lo preguntaban los millares de cadáveres de mis campañas, abandonados a los carroñeros en caminos borrados por la arena, me lo preguntaba la boca informe de mis enemigos amontonados en los campos de batalla. "¿Qué has hecho, Tsongor?" Te escuchaba y sólo oía eso. Estaba avergonzado, habría sido capaz de arrodillarme ante ti, pero tú no decías nada, seguías allí, mirándome fijamente. Te oí. Al tenderte la mano, enterré la guerra y me dije adiós con alegría y alivio. Tú eras el hombre al que estaba esperando, Katabolonga. Ese día enterré a Tsongor y sus conquistas, enterré mis tesoros de rapiña y mis recuerdos de batalla. El rey guerrero se quedó allí, en aquel inmenso campamento del fin del mundo, y jamás me he vuelto hacia él, siempre he hecho oídos sordos a su voz. Tenía una vida que construir con tu atenta presencia a mi lado. No tengo fuerzas para más combates, no desenterraré al rey guerrero de antaño, que siga donde lo dejé y que se pudra en el escenario de sus últimas victorias. No tengo miedo, Katabolonga. ¿Quién puede pensar lo contrario? Si quisiera, podría vencer a Kuame y Sango Kerim juntos; si pusiera en ello todo mi saber y mi voluntad, podría hacerlo. No tengo miedo, no, pero no quiero.
– Lo sé, Tsongor.
– ¿Qué debo hacer, Katabolonga? – Es hoy, amigo mío.
– ¿Hoy? *
– Sí.
– Me lo has dicho esta mañana.
– Te lo he dicho en cuanto lo he sentido.
– Esta mañana ya… Sí, lo recuerdo. No he comprendido tus palabras, creía… Sí, creía que hablabas de la boda de Samilia, pero no era eso, no, tenías la mirada triste, ya lo sabías. Sí, era eso, sabías todo esto mucho antes que yo. Es hoy, dices. Sí, tienes razón, no se puede hacer otra cosa. Está bien, ni la guerra, ni las batallas de antaño. Sólo esta noche inmensa sobre mí, y el nervioso vuelo de los murciélagos, nada más. Tu mano abatiéndose sobre mí para echar la gran sábana de la vida sobre mis ojos. Sí, te comprendo, Katabolonga, te comprendo, amigo mío, velas por mí. Benditos sean tus labios, tus labios que dicen lo que será.
En mitad de la noche, el rey Tsongor salió a la azotea y, una vez más, Katabolonga lo siguió, como una sombra discreta y peligrosa. Tsongor observó el cielo y las siete colinas de Massaba; las hogueras de Sango Kerim seguían ardiendo a lo lejos. Aspiró el cálido aire de la noche estival. Permaneció allí una hora, sin decir palabra al portador del taburete de oro; luego le pidió que llamara a su hijo menor, Suba.
Katabolonga sacó de la cama a Suba, que lo siguió sin hacer ninguna pregunta y encontró a su padre en la azotea con el rostro alterado y las facciones tensas; los tres hombres estaban solos en la profunda noche de Massaba.
– No hagas ninguna pregunta, hijo mío – le ordenó el viejo Tsongor -, limítate a escuchar lo que digo y a acceder a lo que te pido, pues no es momento de explicar nada. Soy el rey Tsongor y tengo tantos años en las mejillas y en los huecos de las manos como tú cabellos. La vida me pesa enormemente y pronto llegará el día en que mi cuerpo será demasiado viejo para soportarla. Me doblaré, me arrodillaré y la dejaré en el suelo ante mí sin amargura, porque ha sido generosa conmigo. No hables, no digas nada, sé lo que piensas. Digo que ese día llegará. Escúchame. Sólo te pido una cosa, hijo mío. Cuando llegue, habrá empezado tu misión. No llores con las plañideras, no participes en las discusiones que dividirán a tus hermanos sobre el reparto del reino, no escuches los rumores de palacio ni las habladurías de Massaba. Simplemente, recuerda mis palabras, recuerda esta noche en la azotea y haz lo que debes. Córtate el pelo, ponte una larga túnica negra y quítate las joyas que llevas en ambos brazos. Te pido que te marches, que abandones la ciudad y a nuestra familia, te pido que cumplas tu misión, aunque tengas que dedicarle veinte o treinta años de tu vida. Construye siete tumbas por todo el mundo, en lugares apartados a los que nadie pueda llegar, haz que las construyan los mejores arquitectos del reino, siete tumbas secretas y suntuosas. Que cada una de ellas sea un monumento a lo que fui para ti. Pon en ellas toda tu energía, todo tu ingenio; elige bien las tierras donde las construyas, en mitad de un desierto, a orillas de un río, bajo tierra si puedes… haz lo que quieras. Siete mausoleos reales, más fastuosos que el palacio de Massaba; no escatimes ni tus esfuerzos ni mis tesoros. Cuando hayas acabado esa obra, habrán pasado los años, y puede que seas más viejo que yo en estos momentos. Que eso no te detenga, que nada te haga olvidar tu promesa, la promesa a un padre muerto, la promesa a un rey que se arrodilla ante ti. No escuches a nadie, acalla la voz de la rebeldía en tu interior y acaba lo que debes acabar. Cuando las siete tumbas estén construidas, vuelve a Massaba, ordena que abran el sepulcro real y llévate mi cuerpo contigo. En tu ausencia, tus hermanos me habrán embalsamado, tendré el rostro hundido de las momias que sonríen en el espanto; seguiré aquí, te esperaré aquí, en Massaba. Llévame contigo, que carguen mi sarcófago a lomos de un animal y parte en comitiva para realizar el último viaje de tu promesa. Elige una de las siete tumbas y deposita en ella mi cuerpo; tú serás el único que sabrá dónde reposa, el único. Siete tumbas, y una sola en la que habitaré en la eternidad de mi noche. Cuando hayas hecho eso, y antes de marcharte y vivir la vida que debes vivir, inclínate hacia mi oído de muerto y murmúrame estas palabras: «Soy yo, padre, soy Suba. Estoy vivo y estoy junto a ti. Descansa en paz, pues todo ha acabado.» Sólo entonces habrás cumplido tu promesa, sólo entonces podrá decirse que Tsongor está enterrado. Te habré esperado todos esos años para morir, y solamente entonces podrás quitarte la túnica de luto, volver a ponerte las joyas y abrazar de nuevo la vida.
La noche era oscura. Katabolonga y Suba permanecían inmóviles. El joven príncipe estaba estupefacto, miraba a su padre sin comprender, incapaz de responder, totalmente concentrado en escuchar aquella voz.
– Me escuchas – siguió diciendo el rey Tsongor -. Lo veo. No respondes, muy bien, recuerda cada una de mis palabras. Y ahora, Suba, júrame que harás lo que te pido. Júralo ante Katabolonga y que la noche envuelva nuestro secreto. Jura y no reveles una sola palabra de esto a nadie, jamás.
– Lo juro, padre.
– Dilo otra vez. Que el sueño de Massaba te oiga, que la tierra de tus antepasados lo escuche, que los murciélagos lo sepan. Jura y no te retractes.
– Lo juro. Lo juro ante ti.
El rey Tsongor hizo que su hijo se levantara y lo tomó en sus brazos. Las lágrimas le resbalaban por el rostro.
– Gracias, hijo mío. Y, ahora, vete.
Suba desapareció, y los dos ancianos volvieron a quedarse solos en la infinita azotea de aquella noche de verano.
– ¿Debo llamar a Samilia? – preguntó Katabolonga.
El rey reflexionó durante unos instantes, al cabo de los cuales miró al viejo portador y negó con la cabeza, pues no se sentía con fuerzas para mantener otra conversación; la noche acabaría pronto, y quería reservarse aquellos últimos instantes.
– Haber construido todo esto y tener que abandonarlo todo sin haberlo disfrutado… – murmuró -. En el momento de cerrar los ojos, ¿podré decir que he sido feliz, a pesar de todo lo que me han quitado? ¿Y qué pensarán de mí aquellos a quienes dejo detrás? Puede que mañana Samilia me maldiga. Sus gritos resonarán por todo el palacio y escupirá sobre mi nombre, escupirá sobre su dote. No le quedará más que un puñado de tierra que apretar entre las manos, pues los presentes habrán desaparecido, no quedará nada. Sus joyas, su ropa, sus velos de novia, podrá quemarlos sobre mi tumba. Me maldecirá, sí, a no ser que consiga lo que se me ha negado en vida. Sé cuándo se avecina una guerra, eso sí lo aprendí; está ahí, a mi alrededor, tú también la sientes, ¿verdad, Katabolonga?
– Sí, Tsongor, está ahí, esperando a que amanezca para arrojarse sobre Massaba desde lo alto de las colinas. Está ahí, no te quepa duda.
– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo el rey, tan absorto que parecía no haber oído la voz de su amigo -. Mañana estaré muerto, y sé lo que ocurrirá. Se decretará el luto, se detendrá todo, un velo de espeso silencio caerá sobre mi ciudad y aquellos a quienes amo cambiarán de rostro y se reunirán en torno a mi tumba; mis hijos, mis compañeros, mis leales, los hombres y las mujeres de Massaba; una muchedumbre enlutada se amontonará a las puertas de palacio, las plañideras se arañarán el rostro. Sé que ocurrirá todo eso. Todos estarán ahí Kuame y Sango Kerim también acudirán. El príncipe Kuame vendrá a dar el pésame a Samilia, pero, sobre todo, vendrá para ver su rostro. Y Sango Kerim también estará allí, porque mi muerte lo habrá apenado y porque no querrá ceder el terreno a su rival. Sé que ocurrirá todo eso. Estarán allí, a los pies de mi cadáver, llorando, lamentándose de mi muerte y vigilándose mutuamente, es como si ya los estuviera viendo. Lo sé, no se lo reprocho. Yo en su lugar probablemente haría lo mismo, yo también iría a llorar al padre para quedarme con la hija. Por eso quiero que hables con ellos, Katabolonga, eres el único que puede hacerlo.
– ¿Qué debo decirles, Tsongor? – le preguntó su siervo.
– Diles que he muerto porque no he querido elegir entre ellos. Diles que esta boda está maldita porque ha hecho correr mi sangre, y que deben renunciar a ella. Que Samilia siga virgen durante un tiempo y que después se case con otro hombre, un hombre humilde de Massaba, alguien que no esté al frente de ningún ejército. Diles que me habría gustado que las cosas ocurrieran de otro modo, pero nada de lo que previmos se ha cumplido. Díselo con buenas palabras, pues yo no ofendo a nadie, es la vida la que se ha burlado de nosotros. Hay que renunciar; que los dos vuelvan al lugar del que vinieron y elijan otra vida.
– Se lo diré, Tsongor – respondió Katabolonga -, y me esforzaré en encontrar las palabras adecuadas. Les diré que fueron las tuyas. – Katabolonga calló y dejó que el silencio volviera a apoderarse de la noche. No quería añadir lo que debía añadir, pero aun así lo hizo, en voz baja y triste -. Se lo diré, Tsongor – repitió -, pero no será suficiente.
– Lo sé, Katabolonga, pero hay que intentarlo. – De nuevo se produjo un largo silencio. Luego, el rey Tsongor volvió a hablar -: Hay una cosa más. Toma esto, Katabolonga.
En la oscura noche de Massaba, el rey tendió un pequeño objeto al viejo servidor, que lo recogió con cuidado en el hueco de la mano. Era una vieja moneda de cobre roñoso, con los dibujos gastados por el uso; apenas se distinguían las inscripciones grabadas en ella.
– He llevado encima esta vieja moneda toda mi vida. Es lo único que me queda del imperio de mi padre, lo único que me llevé cuando recluté mi primer ejército. Esta es la única moneda que puede pagar mi peaje al más allá como es debido, no quiero otra. Esta es la moneda que me introducirás en la boca y que apretaré entre mis dientes de muerto cuando me presente ante los dioses inferiores.
– Ellos te dejarán pasar con respeto, Tsongor. Al ver que el rey del mayor imperio se presenta ante ellos con esta única moneda, comprenderán quién fuiste.
– Escúchame bien, Katabolonga – siguió diciendo Tsongor -, escúchame bien, porque aún no he acabado. Es costumbre entregar esta moneda al muerto en el momento en que empiezan los funerales, para que llegue al más allá cuanto antes. Yo no quiero eso. Espera, guárdala y asegúrate de que ninguno de mis hijos la sustituye con otra. Mañana estaré muerto; tú tienes la única moneda que puede pagar mi peaje, y te pido que la guardes.
– ¿Por qué? – le preguntó Katabolonga, que no entendía qué deseaba el rey.
– La conservarás hasta el regreso de Suba. Sólo entonces, cuando mi hijo vuelva a Massaba, podrás entregar el precio del peaje a mi cadáver.
– ¿Sabes lo que eso significa, Tsongor?
– Lo sé – respondió simplemente el rey.
– Errarás durante años, sin descanso – repuso Katabolonga -. Años enteros condenado al tormento.
– Lo sé – repitió Tsongor -. Mañana estaré muerto, pero quiero esperar hasta el regreso de Suba para morir del todo. Hasta entonces, seré una sombra sin paz, seguiré oyendo los rumores del mundo de los hombres, seré un espíritu sin tumba. Es lo que quiero. Sólo tú tendrás la moneda capaz de apaciguarme. Esperaré el tiempo que haga falta; hasta que haya acabado todo, no debe haber descanso para Tsongor.
– Cumpliré tu voluntad – dijo Katabolonga.
– Júralo – le pidió el rey.
– Te lo juro, Tsongor, por las decenas de años que nos unen a ti y a mí.
Transcurrieron unos instantes eternos; ninguno de los dos hombres quería continuar hablando. La noche los envolvía. Al cabo, el rey Tsongor tomó la palabra como a su pesar.
– Vamos, Katabolonga, ya ha pasado el momento de hablar. El sol está a punto de salir, hay que acabar. Ven, acércate. Que no te tiemble la mano, coge lo que es tuyo.
Katabolonga se acercó al viejo rey Tsongor. Se había erguido cuan alto era, y su viejo y descarnado cuerpo parecía una araña mortífera. Había desenvainado un puñal, que sujetaba con fuerza. Se acercó al rey Tsongor hasta casi tocarlo; ambos sentían sobre la piel el aliento del otro. El soberano esperaba, pero no ocurrió nada; Katabolonga había dejado caer la mano, lloraba como un niño y hablaba en voz muy baja.
– No puedo, Tsongor, por más que lo intento, no puedo.
El rey contempló el rostro de su amigo. Jamás lo había creído capaz de llorar.
– Recuerda nuestra promesa, amigo mío – dijo el viejo Tsongor -. No haces más que cobrarte lo que te debo. Acuérdate de tu mujer, de tus hermanos, de las tierras que quemé y ensucié con mis pies. No merezco tu llanto. Sopla sobre tu cólera de antaño, está ahí, ha llegado el momento de que vuelva a abrasarte. Acuérdate de lo que robé, de lo que destruí. Estamos en medio de un inmenso campamento de arrogantes soldados, estoy ahí, ante ti, pequeño y feo como un rey criminal, me río de tus palabras, me río de tu pueblo exterminado y de tus poblados arrasados. Tienes un puñal en la mano, eres Katabolonga, nadie puede reírse de ti sin perder la vida. Tienes tu venganza al alcance de la mano, delante de todo mi ejército. Vamos, Katabolonga, ha llegado la hora de hacer sonreír a tus muertos y de lavar las ofensas de antaño.
Katabolonga dominaba al rey con toda su estatura, pero, con el rostro impasible y las mandíbulas apretadas, lloraba.
– Ya no me acuerdo de mis muertos, Tsongor – dijo el anciano servidor1 -. Por más que me remonto al pasado, sólo me acuerdo de ti, de las decenas de años que llevo a tu servicio, de las miles de comidas que he tomado detrás de ti. El Katabolonga de la venganza está enterrado, se quedó allí, con el rey guerrero que eras entonces, en aquella tierra quemada que no tiene nombre. Están frente a frente, a dos pasos uno de otro. Ya no soy aquel hombre. Te miro. Soy tu viejo portador del taburete, nada más. No me pidas esto, no puedo hacerlo.
Katabolonga dejó caer el puñal a sus pies y se quedó inmóvil, con los brazos caídos, incapaz de hacer nada. Al rey Tsongor le habría gustado abrazar a su viejo amigo, pero no lo hizo. Rápidamente, se agachó, cogió el cuchillo y, antes de que Katabolonga comprendiera lo que iba a hacer, se cortó las venas con dos tajos secos. De las muñecas del rey empezó a brotar una sangre oscura que se mezclaba con la noche. La voz del rey Tsongor resonó de nuevo, tranquila y suave.
– Ya está, me muero, ya lo ves. Tardará un poco, la sangre irá escapándoseme de las venas, me quedaré aquí hasta el final. Me muero, tú no has hecho nada. Ahora te pido un favor. – Mientras hablaba, su sangre seguía manando; a sus pies había empezado a formarse un charco -. El sol está a punto de salir, mira, no tardará, iluminará la cima de las colinas antes de que haya muerto, porque la sangre tardará un rato en escapárseme de las venas. Acudirá gente, se arremolinarán a mi alrededor. Mientras agonizo, oiré los gritos de los míos y el lejano rumor de los impacientes ejércitos. No quiero que ocurra eso. La noche se acaba, y no quiero sobrevivir a ella. Pero la sangre mana lentamente. Tú eres el único, Katabolonga, el único que puede hacerlo. Ya no se trata de matarme, yo lo he hecho por ti, se trata de ahorrarme este nuevo día que nace y del que no quiero saber nada. Ayúdame.
Katabolonga seguía llorando. No comprendía, ya no le daba tiempo a pensar, las ideas se atrepellaban en su mente. Sentía la sangre del rey bañándole los pies, oía su voz fluyendo dulcemente en su interior, oía a un hombre al que amaba suplicándole que lo ayudara. Cogió el puñal de las manos del rey con delicadeza. La luna lanzaba sus últimos rayos. Con un rápido movimiento, clavó el puñal en el vientre del anciano, luego retiró el arma y asestó otro golpe. El rey Tsongor se estremeció y relajó el cuerpo; en ese momento la sangre también brotaba de su vientre. Estaba tumbado en medio de un charco negro que inundaba la azotea. Katabolonga se arrodilló y apoyó la cabeza del soberano en sus rodillas. En un último instante de lucidez, el rey Tsongor contempló el rostro de su amigo, pero no le dio tiempo a decirle «gracias», pues la muerte le apagó la mirada de golpe. Sus músculos se contrajeron por última vez y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás, como si quisiera beberse la inmensidad del cielo. El rey Tsongor había muerto. En la turbación de su espíritu, Katabolonga oyó voces lejanas que reían en su interior, eran las vengativas voces de la vida de antaño. En su lengua materna, le murmuraban que había vengado a sus muertos y que podía sentirse orgulloso. El cuerpo del rey descansaba sobre sus rodillas con la rigidez de la muerte. Entonces, en los últimos minutos de aquella larga noche de Massa – ba, Katabolonga aulló, y su queja de animal hizo temblar las siete colinas de Massaba; su llanto despertó al palacio y a toda la ciudad, su llanto hizo vacilar las hogueras de Sango Kerim. La noche acababa a los estremecedores sones de los aullidos de Katabolonga. Y cuando cerró los ojos del rey deslizando la mano sobre ellos suavemente, lo que cerraba era toda una época, lo que enterraba era su propia vida. Y como un hombre al que han enterrado vivo, siguió aullando hasta que el sol se alzó sobre aquel primer día en que estaría solo, solo para siempre y presa del terror.