Capitulo 3: La guerra.

Al alba, Sango Kerim bajó de las colinas a caballo y sin escolta en dirección a Massaba, llegó ante la puerta principal y la encontró cerrada. Constató que Samilia no estaba allí y que ninguno de los hijos de Tsongor había salido a recibirlo; constató que los guardias de la puerta estaban armados y que las murallas de la ciudad bullían con una actividad frenética; constató que la bandera de las tierras de la sal ondeaba junto a la de Massaba en las torres de la ciudad. Luego vio un perro viejo que merodeaba junto a las murallas, con la angustia de verse encerrado en el exterior de la ciudad, y desde lo alto de su caballo Sango Kerim se dirigió a él con estas palabras:

– Sea. Ahora es la guerra.

Y fue la guerra.

En el palacio, Sako, en tanto que primogénito, había ocupado el lugar de su padre. Liboko, jefe de las tropas de la ciudad, se encargaba del enlace con el campamento de Kuame, y éste, por su parte, se había instalado con su gente y su ejército en la colina más meridional. Los emisarios iban entre Massaba y el campamento para prevenir al príncipe de las tierras de la sal de los últimos movimientos de Sango Kerim y comprobar que no carecía de nada: agua, víveres, vino o heno para los animales.

Samilia se había instalado en la azotea, en el mismo lugar en el que su padre había pasado la última noche. Desde allí lo veía todo: las cuatro colinas del norte, que ocupaba Sango Kerim; las tres colinas del sur, donde estaba el campamento de Kuame, su futuro marido, y la gran llanura de Massaba, al otro lado de las murallas. Pensaba en los acontecimientos de la víspera, en el regreso de Sango, en la muerte de su padre, en la discusión que había tenido lugar en torno al catafalco y en los dos hombres que iban a luchar por ella.

«Yo no quería nada – pensaba -, me limité a aceptar lo que me ofrecían. Mi padre me hablaba de Kuame y me enamoré de él antes de verlo. Hoy mis hermanos se preparan para una batalla, y nadie me pregunta nada. Estoy aquí, inmóvil, contemplo las colinas. Pero soy una Tsongor, ha llegado el momento de querer, yo también libraré batalla. Dos hombres me reclaman como suya, pero yo no soy de nadie. Ha llegado el momento de querer con todas mis fuerzas. Y que aquel que se oponga a mi elección sea mi enemigo; es la guerra. El pasado ha vuelto en mi busca, di mi palabra a Sango Kerim. ¿Es que la palabra de Samilia no vale nada? Sango Kerim no tiene más que eso, mi palabra, a la que se ha aferrado durante todos estos años; no ha pensado en otra cosa. Es el único que cree en Samilia, y lo tratan como a un enemigo. Sí, ha llegado el momento de querer; la guerra está ahí, y no espera.»

Mientras en la azotea de palacio Samilia seguía sumida en esos pensamientos, los ejércitos de Sango Kerim descendieron de las colinas para tomar posiciones en la gran llanura de Massaba. Eran largas columnas de hombres que marchaban en orden de batalla; eran innumerables, parecían una riada humana deslizándose por las laderas de las colinas. Cuando estuvieron en mitad de la llanura, se detuvieron y se alinearon por clanes para esperar al enemigo.

Allí estaba el ejército de las sombras blancas, que mandaba Bandiagara. Los llamaban así porque antes de entrar en batalla se pintaban el rostro con arcilla blanca y se dibujaban arabescos en el torso, la espalda y los brazos. Parecían serpientes de piel calcárea.

A la izquierda de Bandiagara estaban los cráneos rojos, acaudillados por Karavanath' el Cruel. Llevaban el cráneo rapado y pintado de rojo, para indicar que tenían la sangre de sus enemigos metida en la cabeza, y el cuello adornado con collares, porque para ellos los días de guerra eran días de fiesta.

A la derecha de Bandiagara estaban Rassamilagh y su ejército. Era una muchedumbre inmensa y abigarrada, montada sobre camellos, que procedía de siete regiones diferentes; todos ostentaban sus colores, armas y amuletos particulares. El viento agitaba la tela de sus túnicas. Rassamilagh había sido elegido comandante de las tropas por los demás jefes. Su ejército parecía cabecear sobre los grandes y calmosos animales, un ejército al que sólo se le veían los ojos, clavados con dureza sobre Massaba.

Ante aquellos tres ejércitos reunidos estaba Sango Kerim con su guardia personal, un centenar de hombres que lo seguían a todas partes.

Así fue como se presentó el ejército de los nómadas de Sango Kerim, un ejército compuesto por tribus desconocidas en Massaba, un ejército heterogéneo, llegado de muy lejos, que, bajo un sol de justicia, lanzaba extrañas maldiciones hacia las murallas.

El ejército de Kuame, por su parte, tomó posiciones ante las puertas de Massaba. Kuame había pedido permiso a Sako para librar la primera batalla sólo con sus hombres para lavar la afrenta que le habían hecho la víspera y mostrar una vez más su lealtad hacia Massaba.

Los guerreros de las tierras de la sal llegaron a los estentóreos sones de las caracolas que soplaban los jinetes de la guardia de Kuame.

A Kuame lo seguían tres jefes. El primero era el viejo Barnak, que mandaba a los mascadores de qat. Sus hombres llevaban el pelo largo y enmarañado y espesa barba; por efecto del qat tenían los ojos inyectados en sangre y hablaban solos, inmersos en las visiones de la droga que mascaban. De aquella turba polvorienta y sucia brotaba una algarabía demencial, parecía un ejército de mendigos delirantes. Su impavidez los convertía en adversarios temibles, pues el qat los preservaba del miedo y el dolor; se decía que, incapaces de sentir su propia carne, seguían luchando incluso heridos o con un miembro amputado. Murmuraban como un ejército de sacerdotes que entonara una oración sanguinaria.

El segundo era Tolorus, que conducía al combate a los surmas. Sus hombres iban con el torso desnudo, desafiando el miedo y los golpes; sólo se cubrían el rostro, que llevaban envuelto en tiras de tela. No temían morir en combate, sino que los desfiguraran, pues una vieja creencia de su país aseguraba que los hombres con el rostro desfigurado estaban condenados a errar para siempre y perdían sus bienes y su nombre.

El último era Arkalas, el soberano de las perras de la guerra. Eran hombres altos y fuertes que, sin embargo, entraban en combate acicalados como mujeres: se pintaban los ojos, se ponían carmín en los labios y se colgaban pendientes, brazaletes y collares de todo tipo. Era su forma de insultar al adversario en lo más vivo. Cuando herían de muerte a un enemigo, le decían al oído: «¡Mira, cobarde, te ha matado una mujer!» Las risas nerviosas de aquellos travestidos con espada, que se relamían pensando en la sangre que pronto iban a derramar, llegaban hasta las murallas de Massaba.

Los ejércitos estaban en posición uno frente al otro. Y, en lo alto de las murallas, todo Massaba se apretujaba para contar a los hombres de cada campo, para admirar las armas y los atuendos de aquellos extraños guerreros llegados de muy lejos; todo Massaba se aplastaba para presenciar el brutal encontronazo de los ejércitos. Las caracolas de Kuame dejaron de sonar, todo el mundo estaba preparado, el viento silbaba en las armaduras y hacía ondear las telas.

Entonces Kuame avanzó hacia la llanura, derecho hacia Sango Kerim; cuando estaba a diez metros de él, detuvo su montura y declaró:

– Vete, Sango Kerim, me apiado de ti, vuelve al lugar del que has venido. Todavía no es tarde para que vivas, pero, si te obstinas, de esta llanura sólo conocerás el polvo de la derrota.

Sango Kerim se irguió sobre su caballo y respondió:

– Declaro que no he escuchado tus palabras más que con un oído, Kuame, y sólo te respondo esto.

Y escupió al suelo.

– Tu madre llorará cuando le hablen de las heridas que voy a infligirte – dijo Kuame.

– Yo no tengo madre – replicó Sango Kerim -, pero pronto tendré mujer, mientras que tú no tendrás más compañera que la hiena que lamerá tu cadáver.

Kuame le dio la espalda violentamente y masculló entre dientes:

– Entonces, muere.

Luego volvió con sus tropas. Rojo de cólera, se irguió sobre los estribos cuan alto era y arengó a sus hombres. Gritó que lo habían ofendido y que los perros que estaban enfrente de ellos debían morir, gritó que quería casarse con la sangre aún caliente del enemigo sobre el pecho, y a sus gritos contestó el inmenso clamor de los guerreros de las tierras de la sal. Luego dio la señal. Los dos ejércitos se pusieron en movimiento al mismo tiempo y se precipitaron el uno hacia el otro. El choque fue brutal; del amasijo de hombres, caballos, lanzas, camellos y ropas se elevaban los relinchos de las monturas y las risas de los travestidos de Arkalas. Todo se confundía, los rojos cráneos de los hombres de Rassamilagh y las heridas abiertas de los primeros muertos; el polvo de la batalla se pegaba a los sudorosos rostros de los guerreros.

Samilia seguía en la azotea del palacio y contemplaba en silencio la inextricable masa de los guerreros, con el rostro tenso. A sus pies morían hombres, no podía entenderlo; que Kuame y Sango Kerim se batieran era explicable, puesto que ambos la deseaban, pero ¿los demás, todos los demás? Recordó lo que había dicho Katabolonga ante el ataúd de Tsongor. Samilia había reconocido las palabras de su padre conforme brotaban de los labios del viejo servidor, y no comprendía por qué ella misma no había dicho nada, pues le habría bastado con proclamar que acataba la voluntad de su padre, que rechazaba a ambos pretendientes y que todo había acabado. Pero no había dicho nada, y, al pie de las murallas, habían empezado a morir hombres. Samilia no sabía por qué había permanecido callada. ¿Por qué sus hermanos tampoco habían dicho nada?, ¿es que todo el mundo deseaba aquella guerra? Samilia contemplaba el campo de batalla, aterrada ante lo que había provocado. La guerra estaba a sus pies y llevaba su nombre, aquel sangriento amasijo tenía su rostro. Samilia se insultó entre dientes, se insultó por no haber hecho nada contra todo aquello.

El sol empezaba a calentar las piedras del camino. Suba seguía adentrándose en las tierras del reino, alejándose de Massaba y su rumor, alejándose de la guerra que se iniciaba a sus espaldas. Suba avanzaba sin saber adonde iba.

El paisaje se había transformado insensiblemente, las colinas habían desaparecido y una larga llanura cubierta de hierbajos y heléchos se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero, cuanto más avanzaba, más a menudo descubría la dulce huella de la mano del hombre a ambos lados del camino. Primero fueron unas tapias; luego, los campos de cultivo; y, por fin, las primeras siluetas en aquel paisaje infinito. Suba las veía, con el cuerpo doblado, trabajando la tierra, concentradas en sus tareas. De pronto oyó un grito, un grito agudo, de mujer; una campesina acababa de levantar la cabeza y había visto la mula y a su jinete, había visto el velo de luto y lanzado su grito de plañidera. Suba se estremeció; de todas partes surgían asombrados rostros de labriegos que se erguían a su paso. Durante unos instantes, el silencio fue absoluto, sólo se oía el ruido seco de las herraduras contra las piedras del camino. Hombres y mujeres dejaron sus herramientas en el suelo, se acercaron y se alinearon al borde del camino para ver pasar al enlutado jinete. Entonces Suba alzó la mano y esbozó el gesto sagrado de los reyes, el gesto que hacía Tsongor para saludar a la multitud, el gesto que sólo los miembros de su familia tenían derecho a hacer: un lento y solemne dibujo de los dedos en el aire. De inmediato, un concierto de gritos respondió al saludo. Las mujeres se pusieron a llorar, a golpearse el rostro con las palmas de las manos y a retorcerse los dedos; los hombres bajaron la cabeza y musitaron la oración por los muertos. Lo habían comprendido, aquel sencillo gesto les había hecho comprender que el mensajero procedía de Massaba, del palacio de Tsongor, y que anunciaba la muerte del soberano. Suba continuó su camino, y los campesinos empezaron a seguirlo, lo escoltaban. Suba no se volvió, pero los oía a sus espaldas y sonrió, sí, a pesar del dolor que lo embargaba, sonrió; satisfecho de aquella escena, por extraño que pudiera parecer, satisfecho de hacer surgir los gritos del pueblo por todas partes. Era necesario que la tierra misma se echara a gritar, que nadie pudiera seguir ignorando que Tsongor había muerto, que el imperio entero se paralizara. Sí, quería comunicar su dolor al corazón de todos los hombres con los que se cruzaba, el mismo dolor que lo desgarraba a él. No debía haber más trabajo, no debía haber más hambre ni más campos que cultivar, no debía haber más que un velo negro a caballo y la necesidad de llorar. A su espalda, la columna continuaba creciendo, y Suba sonreía con el orgullo del hombre enlutado, sonreía, atravesando los pueblos. Pronto lloraría todo el imperio. A partir de ese momento la noticia lo precedería, se extendería, crecería sin cesar, y pronto se oiría el inmenso llanto de todo un continente. Suba sonreía, el velo negro restallaba a su espalda y las plañideras gemían. Había que llorar a su padre, y lo lloraban. De un extremo del reino al otro. Que abran paso al mensajero. De un extremo del reino al otro. Que le abran paso y compartan su dolor.

En Massaba la batalla duró todo el día. Diez horas ininterrumpidas de lucha, diez horas de golpes asestados y vidas segadas. Tanto Kuame como Sango Kerim confiaban en obtener una victoria rápida, romper las primeras líneas, poner en fuga al enemigo y perseguirlo hasta que se rindiera, pero, conforme transcurrían las horas, la fuerza del adversario los había obligado a instalarse en la batalla, a alternar las Líneas de frente para dar descanso a los guerreros, retirar a los heridos y volver al ataque con los músculos tensos por el esfuerzo y la boca rebosante de espuma. Sin embargo, la victoria seguía en el aire. Los dos ejércitos continuaban haciéndose frente, como dos carneros demasiado cansados para embestirse, pero demasiado bravos para ceder ni un palmo de tierra.

Cuando al fin se puso el sol y el combate cesó, los dos ejércitos estaban en el mismo sitio que al empezar la batalla. Ninguno había avanzado ni retrocedido, pero los muertos se habían amontonado al pie de las murallas de Massaba, donde formaban un inmenso campo de cuerpos indistintos en el que se mezclaban los colores de las vestiduras y las armas rotas. Tolorus, el viejo compañero de Kuame, había muerto; había luchado con rabia, pisoteando enemigos, haciendo temblar con sus gritos a quienes se le enfrentaban, adentrándose con furia en el bosque de lanzas que le oponían los cráneos rojos de Karavanath', avanzando como un demonio, sembrando el pánico a su alrededor, hasta que Rassamilagh lo distinguió en mitad de los combatientes y picó espuelas al camello. La carga del animal fue brutal. Pisoteando cuerpos a su paso, Rassamilagh llegó al fin junto a Tolorus, alzó su espada y de un golpe seco lo decapitó. La asombrada cabeza de Tolorus fue rodando hasta los pies de los suyos, y, por un instante, lloró la vida que acababan de arrebatarle.

Karavanath', por su parte, quería hundir su lanza en el pecho de Kuame a toda costa. Avanzaba derecho hacia él, exhortando a los suyos al combate, hablándoles de la gloria que alcanzarían si mataban al rey de las tierras de la sal. Pero no fue a Kuame a quien encontró; en su camino estaba Arkalas, el jefe de las perras de la guerra. A Karavanath' apenas le dio tiempo a ver a su enemigo, sólo oyó un tintineo de joyas y gritos de júbilo a su alrededor. Luego sintió que un cuerpo saltaba sobre él, unas manos lo atenazaban y unos dientes se le clavaban en la garganta. Así fue como Arkalas le quitó la vida a Karavanath', le cortó la yugular, y la muerte se abatió sobre los ojos de su enemigo. Este se estremeció una y otra vez, y vivió lo suficiente para oír la voz de su verdugo, que murmuraba: «Soy hermosa y te mato.»

A todos aquellos cuerpos de valientes abandonados por la vida se unían, en pútrido amasijo, los cadáveres de los caballos y los innumerables perros de guerra que se habían despedazado mutuamente y yacían rígidos, con las patas al aire. Cuando el combate cesó y los dos ejércitos regresaron a las colinas derrotados, agotados, tintos en sangre y empapados en sudor, parecía que hubieran parido un tercer ejército en la gran llanura, un ejército inmóvil, tumbado boca abajo. El ejército de los muertos, nacido tras diez horas de sangrientas contracciones, el ejército de todos los que permanecerían para siempre sobre el polvo de la llanura, a las puertas de Massaba.

Apenas abandonó el campo de batalla, con el cuerpo aún humeante por el esfuerzo del combate, Kuame se hizo anunciar en palacio. Quería entrevistarse con los hijos de Tsongor y discutir una estrategia para vencer a Sango Kerim al día siguiente, pero en los pasillos del palacio se encontró con Samilia, que le rogó que la siguiera. Kuame supuso que quería ofrecerle una colación, un baño, mil cosas para que olvidara las fatigas del combate, y la siguió. Para su sorpresa, la joven lo llevó a una pequeña sala en la que no había nada, ni bañera ni mesa preparada; nada, tampoco, para lavarse las manos y la cara. De pronto, Samilia se volvió hacia él, y su mirada lo sobresaltó; Kuame comprendió que las pruebas de aquel día no habían acabado.

– Tengo que hablar contigo, Kuame – dijo Samilia. El príncipe de las tierras de la sal se limitó a asentir -. ¿Me conoces, Kuame? – le preguntó Samilia. El guardó silencio -. ¿Me conoces, Kuame? – repitió la joven.

– No – respondió él.

Le habría gustado añadir que no necesitaba conocerla para amarla, pero no dijo nada.

– Y, aun así, luchas por mí – replicó Samilia.

– ¿Adonde quieres ir a parar? – le preguntó Kuame, y Samilia percibió la impaciencia en su voz.

– Voy a decírtelo – contestó mirándolo con calma. En ese momento Kuame supo con certeza que lo que oiría a continuación no iba a gustarle, pero no le quedaba más remedio que esperar y escuchar -. Cuando mi padre me habló de ti por primera vez, Kuame – continuó Samilia -, lo escuché con grandes ojos de niña que se bebían sus palabras. Me contó quién eras, la historia de tu linaje. Enumeró los esplendores que se atribuyen a tu reino, y confieso que el retrato que me hizo de ti me conquistó al instante. La boda quedó fijada, y yo tenía prisa por conocerte, una prisa sincera que ni el dolor de verme obligada a abandonar a los míos conseguía moderar. Pero la víspera de tu llegada mi padre me anunció el regreso de Sango Kerim y el motivo de ese regreso. No te ofenderé hablándote en estos momentos de un hombre contra el que has luchado y al que debes de odiar con todas tus fuerzas, sólo quiero que sepas que lo que ha dicho es cierto. Nos criamos juntos, y tengo de él mil recuerdos de juegos y secretos compartidos, lo recuerdo aquí, a mi lado, desde que tengo memoria. El día que nos dejó, fui la única a quien explicó el motivo de su partida. No tenía nada, por eso se marchó, para recorrer el mundo, para conquistar lo que no tenía: la gloria, tierras, un reino, relaciones, y, a continuación, regresar a Massaba, regresar junto a mi padre y pedirle a su hija como esposa. Nos lo habíamos jurado. Veo que sonríes, Kuame, y con razón. Eran juramentos infantiles, como los que todos hemos hecho alguna vez, juramentos que mueven a risa porque se hacen para olvidarlos. Pero, créeme, esos juramentos se vuelven aterradores cuando resurgen en tu vida repentinamente, con la autoridad del pasado. El juramento de Sango y Samilia. Yo también sonreiría como acabas de sonreír tú si hoy Sango Kerim no hubiera estado ahí, al pie de las murallas de Massaba. – Kuame fue a decir algo, pero Samilia le pidió que guardara silencio con un gesto de la mano y continuó -. Sé lo que ibas a decir: que el pasado que resurge así, con esa brutalidad, para reclamar una deuda, es una pesadilla, y que hay pesadillas que podemos destruir, y que eso es lo que intentas hacer con tu ejército, echar a Sango Kerim para que la vida retome su curso. Lo sé, lo sé, yo también lo he pensado. Pero ahora escúchame y pregúntate esto: ¿soy fiel si soy tuya? Sango Kerim pertenece a mi vida; si me quedo contigo, falto a mi palabra y traiciono mi pasado. Trata de comprenderme, Kuame, Sango Kerim sabe quién soy, conocía a mi padre, conoce secretos de mis hermanos que yo ignoro. Si me entrego a ti, Kuame, me convertiré en una extraña en mi propia vida.

Kuame estaba desconcertado. Oía hablar a aquella mujer y descubría con estupor que amaba su voz, que amaba su forma de expresarse, su salvaje determinación. Sólo fue capaz de murmurar:

– ¿Y qué me dices de la fidelidad a lo que deseaba tu padre?

Pero comprendió la debilidad de aquellas palabras al instante de pronunciarlas.

– He pensado en eso, por supuesto, y acataría su voluntad si la hubiera expresado, pero prefirió morir antes que elegir, me dejó esa dolorosa tarea. He tomado una decisión: me iré esta noche. Eres el único que conoce mis intenciones. No dirás nada, no me retendrás, lo sé, te lo pido. Iré a reunirme con Sango Kerim, y mañana todo puede haber acabado. Reúne a tu ejército y regresa a tu reino. Nadie debe sentirse ofendido, la vida se ha burlado de nosotros, eso es todo. Contra eso no se puede entablar batalla.

A medida que hablaba, Samilia s_e mostraba más suave y tranquila, y, a medida que escuchaba, Kuame sentía crecer la ira en su interior. Cuando Samilia calló, Kuame explotó:

– Es demasiado tarde para eso, Samilia, hoy ha corrido la sangre, hoy ha muerto mi amigo Tolorus. Yo mismo he recogido entre mis manos agotadas su cabeza cercenada y pisoteada por los caballos. Hoy me han insultado. No, no me iré; no, no te dejaré con tu pasado. Tú y yo estamos unidos, Samilia. Al juramento de antaño opongo tu promesa de casarte conmigo. Estamos unidos y nunca te dejaré en paz.

– Me voy esta noche – repitió Samilia -. Para ti es como si ya estuviera muerta. Míralo así.

Samilia retrocedió y se dirigió hacia la puerta de la sala. Pero Kuame, rabioso, gritó:

– ¡Desengáñate! A partir de ahora estarás allí, sea. Así que ahora hay una guerra que ganar. Iré a buscarte, romperé las filas de ese perro, decapitaré a sus amigos y arrastraré su cuerpo detrás de mí para que comprendas que te he ganado. Ahora hay una guerra, y la llevaré hasta el final.

Samilia se volvió por última vez y, en voz baja, como si escupiera al suelo, dijo:

– Si eso es lo que quieres, que así sea.

Y, apretando los puños con fuerza, desapareció. Kuame jamás le había parecido tan hermoso, jamás había sentido tantos deseos de ser suya. Creía sinceramente en lo que había dicho. Había preparado su discurso, había sopesado hasta el último argumento, quería ser fiel, creía en ello. Pero, mientras hablaba, había sentido crecer en su interior un sentimiento que no podía sofocar y que desmentía cada una de sus palabras. Vio a Kuame de nuevo como lo había imaginado la primera vez, como una promesa de vida. Había dicho todo lo que tenía que decir sin desfallecer, había resistido, pero ya no podía dudar de que lo amaba.

Desapareció jurándose que lo olvidaría, pero presentía que cuanto más se alejara de él más la obsesionaría.

En la sala del trono acababa de estallar una violenta discusión entre Sako y Danga. Desde la muerte del viejo Tsongor, Sako se comportaba como el rey, lo que irritaba a Danga, y la guerra no había hecho más que agravar las tensiones entre los gemelos. Danga estaba profundamente unido a Sango Kerim y lo sublevaba que su hermano tomara partido por un extranjero contra su amigo de la infancia.

También él había pasado el día en lo alto de las murallas, pendiente de la batalla; luego, en cuanto cesó la lucha, se dirigió a la sala del trono. Su hermano estaba allí, tranquilo, vestido con las ropas del soberano, lo que no hizo más que aumentar su rabia.

– No podemos seguir apoyando a Kuame, Sako – dijo.

– ¿Qué dices? – le preguntó Sako, aunque lo había oído perfectamente.

– Digo – repitió Danga – que porque tú quieres estamos apoyando a Kuame, y que eso no es justo. Sango Kerim es nuestro amigo, es a él a quien debemos lealtad.

– Puede que Sango Kerim sea nuestro amigo – replicó Sako, profundamente irritado por la conversación -, pero nos ha ofendido viniendo a perturbar la boda de nuestra hermana.

– Si no quieres apoyar a Sango Kerim – repuso Danga -, dejemos que arreglen este asunto entre ellos; que se enfrenten en duelo y que la obtenga el mejor.

– Eso sería una deshonra – respondió Sako con desprecio -. Debemos ayuda y hospitalidad a Kuame.

– No tomaré las armas contra Sango Kerim – aseguró Danga.

Sako se quedó mudo, estaba pálido y parecía ofendido en lo más vivo. Miraba a su hermano de hito en hito.

– Te agradezco la advertencia, Danga – dijo al fin con un hilo de voz -. Puedes hacer lo que te plazca.

Presa de la cólera, Danga empezó a gritar:

– ¿Quién te autoriza a darte esos aires de rey? Todavía no se ha hecho el reparto del reino. Arrastras contigo a todo Massaba. ¿Qué derecho tienes a hacerlo?

Una vez más, Sako se tomó su tiempo antes de responder y observó con frialdad el tenso rostro de su hermano.

– Nací dos horas antes que tú, eso basta para que sea rey.

Danga explotó, gritó que nada autorizaba a Sako a arrogarse el poder de aquel modo. Los hermanos se arrojaron el uno sobre el otro, rodaron por el suelo como dos perros rabiosos y, cuando al fin consiguieron separarlos, Danga, con el pelo revuelto y la túnica desgarrada, abandonó la sala limpiándose la sangre que le manaba de la boca.

Volvió a sus habitaciones y ordenó que prepararan sus cosas y que su guardia personal estuviera lista para partir en el más absoluto secreto. Una vez tomadas sus disposiciones, buscó a su hermana para despedirse; la encontró en el preciso instante en que dejaba a Kuame. Danga le anunció su intención de marcharse. Samilia estaba tan sombría como él.

– Me voy contigo – se limitó a decir.

Era noche cerrada cuando Danga y su escolta de cinco mil hombres abandonaron la ciudad. La guardia de las murallas pensó que se trataba de una maniobra nocturna, les deseó buena suerte y les abrió las puertas. Había empezado la sangría del clan Tsongor, y, en su solitaria tumba, el viejo rey exhaló desde las entrañas un largo gemido que sólo las columnas de los subterráneos pudieron oír.

En lo alto de las colinas, en el campamento del ejército nómada, la llegada de las tropas de Danga produjo estupor. En un primer momento, los centinelas creyeron que los atacaban, pero Danga pidió que lo llevaran ante Sango Kerim y, una vez le hubo explicado las razones de su presencia allí, un inmenso grito de júbilo sacudió todo el campamento. Ése fue el momento en que Samilia bajó del caballo y avanzó hacia Sango Kerim. Sango palideció, no podía creer que ella estuviera allí, ante él.

– Que tu alma no sonría, Sango Kerim – le dijo Samilia -, pues lo que se presenta ante ti es la desgracia. Si me ofreces la hospitalidad de tu campamento, ya no habrá tregua. La guerra será feroz, y, como un jabalí furioso, Kuame no cejará hasta abrirte el vientre y devorarte las entrañas. Me lo ha dicho él mismo, y hay que creerlo. Me presento ante ti y te pido hospitalidad, pero no seré tu mujer, no hasta que haya acabado esta guerra. Estaré aquí, compartiré esos instantes contigo, cuidaré de ti, pero no podrás gozar de mí hasta que todo esto haya acabado. Ya lo ves, Sango Kerim, lo que se presenta ante ti y te pide hospitalidad es la desgracia. Puedes echarme, no sería ninguna deshonra; muy al contrario, sería el gesto de un gran rey, puesto que con él salvarías la vida de miles de hombres.

Sango Kerim se arrodilló y besó la tierra que los separaba; luego, mirándola con el deseo acumulado durante todos aquellos años, le dijo:

– Este campamento es tuyo. Reinarás en él como tu padre reinaba en Massaba. Te ofrezco mi ejército, te ofrezco mi cuerpo y hasta el último de mis pensamientos, y, si eres la desgracia, quiero abrazar la desgracia con todas mis fuerzas y no sustentarme de otra cosa.

En el inmenso campamento del ejército nómada, los hombres se empujaban para ver a aquella por cuya causa había estallado la guerra. Sango Kerim la llevó ante Rassamilagh y Bandiagara y luego la condujo a una enorme tienda, en la que las mujeres tuareg de Rassamilagh, envueltas en sus velos, le prepararon la comida y le acariciaron el cuerpo con sus perfumadas manos para que el sueño se apoderara de ella con voluptuosidad.

Los hombres del campamento, animados por aquel refuerzo inesperado, se pusieron a cantar canciones de su lejano país. Llevados por el cálido viento nocturno, los retazos de sus cánticos alcanzaron las murallas de Massaba; los centinelas levantaron la cabeza y escucharon aquella música, que les parecía muy hermosa. Fue entonces cuando la noticia llegó a palacio. Tramón, jefe de la guardia especial, irrumpió jadeando en pleno consejo; Sako, Liboko y Kuame, enfrascados en la conversación, alzaron la cabeza como un solo hombre.

– Danga se ha unido a ellos – dijo Tramón intentando recobrar el aliento -. Con cinco mil hombres; y con Samilia.

Todos esperaban que Sako montara en cólera, que rompiera la mesa a puñetazos, pero, para sorpresa general, permaneció impertérrito. Simplemente, dijo:

– Esta vez podemos estar seguros, moriremos todos. Nosotros, ellos, no quedará nadie.

Luego pidió los planos de la ciudad para estudiar la eventualidad de un sitio. Sin embargo, cuando tuvo ante sí el trazado de Massaba, se quedó en suspenso, porque presentía que la ciudad que había construido su padre, la ciudad en la que él había nacido y a la que amaba, empezaría a arder. Su padre había levantado los planos y supervisado los trabajos, la había construido y administrado, y Sako comprendía oscuramente que la tarea que le estaba reservada a él sería luchar en vano contra su destrucción.

En la sala del catafalco, el cadáver de Tsongor empezó a agitarse. Katabolonga sabíalo que eso significaba: el viejo rey estaba allí y quería hablar. Cogió la mano del cadáver, se inclinó sobre él y escuchó lo que la muerte tenía que decir.

– Dímelo, Katabolonga – le pidió el difunto rey -, dime que no es verdad. Estoy en el país sin luz y vago como un perro asustado sin atreverme a acercarme a la barca del río, porque sé que no tengo nada para pagar el viaje. A lo lejos veo la orilla en la que las sombras dejan de sufrir. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.

– Habla, Tsongor – murmuró el viejo criado con voz suave y serena -. Habla y yo te responderé.

– Hoy he visto desfilar ante mis ojos una multitud inmensa – siguió diciendo el cadáver -. Salían de entre las sombras y se dirigían lentamente hacia la barca del río. Eran guerreros desquiciados, me he fijado en sus distintivos, o en lo que quedaba de ellos. He escrutado sus rostros, pero no he reconocido a ninguno. Dime, Katabolonga, que se trata de un ejército de saqueadores que las tropas de Massaba han interceptado en algún lugar del reino, o de guerreros desconocidos que han venido a morir al pie de nuestras murallas sin que nadie sepa por qué. Dímelo, Katabolonga, dime que no es verdad.

– No, Tsongor – respondió Katabolonga -. No es ni una horda de saqueadores ni un ejército de moribundos que se ha arrastrado hasta nuestras tierras para expirar. Son los muertos de la primera batalla de Massaba. Has visto pasar ante ti a las primeras bajas de Kuame y Sango Kerim, mezcladas unas con otras en una lamentable procesión de sombras.

– De modo que no he conseguido impedir nada y la guerra está ahí – dijo Tsongor -. Mi muerte no ha servido para nada, salvo para impedirme luchar. Mis hijos y los habitantes de Massaba deben de considerarme un cobarde.

– Les dije lo que me pediste – replicó Katabolonga -, pero no he podido impedir nada, es la guerra.

– Sí – afirmó el rey -, la he visto. Aquí, en los ojos de esas sombras que avanzaban hacia el río, podía sentirla en ellos. A pesar de sus heridas, a pesar de su muerte, deseaban seguir luchando. He visto a todas esas sombras, que avanzaban al mismo paso, desafiarse con la mirada. Eran como caballos cubiertos de espuma que sólo quieren morderse. Sí, la guerra estaba en ellos, y en los míos también, seguro.

– Sí, Tsongor, en los tuyos también.

– En los ojos de mis hijos, en los de mis amigos, y en los de todo mi pueblo. Las ganas de morder.

– Sí, Tsongor, en los ojos de todos y cada uno, está ahí.

– No he conseguido nada, Katabolonga. Es mi castigo, que llega ahora. Todos los días, todos los días veré venir hacia mí a los guerreros caídos en el campo de batalla. Escrutaré sus rostros tratando de reconocerlos, los contaré, ése será mi castigo. Todos desfilarán por aquí, y yo estaré ahí, aterrado ante las muchedumbres que día tras día vendrán a poblar el país de los muertos.

– Día tras día, tu ciudad se vaciará. Nosotros también contaremos los muertos todos los días, para ver cuál de nuestros amigos falta y por quién hay que llorar.

– Es la guerra – dijo Tsongor.

– Sí, la guerra, que brilla en los ojos de los ejércitos – respondió Katabolonga.

– Y no he conseguido impedir nada – añadió Tsongor.

– Nada, Tsongor, a pesar de haber sacrificado tu vida.

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