La mañana del segundo día, la guerra se reanudó, y con ella las quejas que emanaban de la tierra saqueada. Los hombres de Sango Kerim estaban listos para combatir desde el alba, pues sentían que la suerte estaba de su lado, lo sentían en el viento que les acariciaba la piel. Nada podía detenerlos, eran el desastrado ejército de los extranjeros llegados de los cuatro rincones del continente para derribar las altas torres de la ciudad.
Del lado de Massaba, Sako y Liboko se habían aliado al joven Kuame. Los dos ejércitos avanzaban juntos, el de las tierras de la sal, con Barnak, Arkalas y Kuame, y el de Massaba. Tramón dirigía la guardia especial, Liboko iba al frente de los soldados rojiblancos y Gonomor mandaba a los hombres – helécho, apenas un centenar de guerreros cubiertos con hojas de plátano de la cabeza a los pies, adornados con collares hechos de pesadas conchas y armados de enormes mazas que sólo ellos podían levantar y que destrozaban el cráneo de sus enemigos con un espantoso crujido de majador.
Los dos ejércitos estaban frente a frente en la llanura de Massaba. Antes de que dieran la señal de cargar, Bandiagara se bajó del caballo. Descendía de un linaje en el que cada hombre era el depositario de un maleficio, de uno solo, transmitido de padres a hijos, y sentía que había llegado el momento de convocar a los espíritus de sus antepasados y lanzar su maldición contra el ejército enemigo. Hincó una rodilla en tierra y vertió en ella un poco de licor de baobab, se untó la mano de barro y se embadurnó el rostro mientras repetía:
– Somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper porque nos criamos con las ácidas raíces de nuestros antepasados; somos los hijos del baobab, a los que nadie puede corromper…
Luego pegó la oreja al suelo y escuchó a sus antepasados con todo su ser. Ellos le revelaron la palabra impronunciable que debía escribir en el aire para que su maleficio surtiera efecto. Finalizado el ritual, volvió a montar a caballo, y Sango Kerim dio la señal de ataque.
El ejército nómada cargó contra las líneas enemigas como un enjambre carnívoro. Los ejércitos de Kuame y de Sako esperaban inmóviles con los pies bien afirmados en el suelo, esperaban con los escudos embrazados, listos para parar los golpes. A la vista de aquel bosque de lanzas y espadas que se abalanzaba sobre ellos, encomendaron su alma a la tierra. El choque fue espantoso. La carga de los animales destrozó los escudos y derribó a los hombres, que quedaron atrapados bajo los cascos; como una ola incontenible, los atacantes los pisoteaban y seguían avanzando. Fueron muchos los que murieron así, aplastados por el peso del enemigo, asfixiados bajo los cuerpos, triturados por carros que se lanzaban contra las líneas a galope tendido. Aquella carga brutal golpeó a los ejércitos de Massaba como un mazazo en plena cabeza, y retrocedieron ante el enorme empuje del enemigo. Entonces empezó el repulsivo cuerpo a cuerpo de los combatientes que se degüellan. Los hombres de Kuame y Sako perecían por decenas; tenían miedo. La contemplación de aquella carga que los había pulverizado había sembrado el terror en sus filas. Se mostraban menos seguros en el combate, sus cuerpos dudaban, buscaban ayuda con la mirada mientras frente a ellos el ejército nómada seguía avanzando impulsado por una furia prodigiosa. Sólo los mascadores de qat se batían con bravura, pues las drogas los hacían inmunes al miedo; su única preocupación era repartir golpes.
Las perras de la guerra de Arkalas combatían con rabia, pero las aguardaba un destino espantoso. Bandiagara abarcó con la mirada a aquellos miles de travestidos, de los que abominaba, y dibujó en el aire la palabra secreta que le habían revelado sus antepasados. De pronto, las mentes de los hombres de Arkalas se oscurecieron; miraban a sus hermanos y veían enemigos a quienes exterminar. Al instante, se arrojaron unos sobre otros y, persuadidos de que continuaban el combate, dieron la espalda a sus verdaderos adversarios. Y el espectáculo de aquel ejército despedazándose a sí mismo fue terrible. Las perras de Arkalas, tan peinadas y pintadas, se abalanzaban unas sobre otras y se arrancaban la carne a mordiscos hasta matarse, y lo hacían riendo como dementes. Hubo quien bailó sobre el cadáver de un amigo de la infancia. El mismo Arkalas, como un ogro enloquecido, buscaba con la mirada a alguien de su clan para abrirlo en canal y beberse su sangre. Cuando el resto del ejército comprendió que los hombres de Arkalas no sólo habían dejado de luchar contra el enemigo, sino que además se estaban despedazando entre sí, el pánico se extendió rápidamente de uno a otro extremo del frente. Todos echaron a correr para escapar de la muerte, y los desaforados gritos de Kuame no consiguieron detener a nadie, pues ya nadie pensaba en otra cosa que en salvar la vida. La caballería volvió grupas y picó espuelas, los infantes arrojaron al suelo los escudos y las armas para poder huir más deprisa, todos corrían hacia las puertas de Massaba para ponerse a cubierto. Tramón pereció, detenido en su carrera por Sango Kerim, que le clavó su larga y puntiaguda lanza en mitad de la espalda. La vida escapó de su cuerpo y Tramón cayó de bruces al suelo, con la pica enhiesta entre los hombros.
El ejército huía en desbandada hostigado por el enemigo, que le pisaba los talones y segaba la vida de los que eran demasiado lentos. Sólo Arkalas, combatiente tan temible como ridículo, seguía luchando. Abatió al último de sus hombres de un golpe de maza que le trituró las cervicales. En ese momento se disipó el maleficio de Bandiagara, y Arkalas recobró el juicio; vio a sus pies decenas de hombres a los que conocía. Estaba en lo alto de una montaña de cadáveres, y la sangre que le cubría el rostro tenía el sabor familiar de los suyos. Habría seguido allí, paralizado por el terror, moviendo la cabeza y llorando como un niño, si Gonomor, escoltado por los hombres – helécho, no se lo hubiera llevado consigo para ponerlo a salvo tras las murallas de Massaba.
Cuando el último fugitivo entró en la ciudad y las enormes hojas de la puerta se cerraron tras él, un inmenso clamor de alegría resonó en la llanura; la mitad de los hombres de Massaba habían perecido. En el interior de la ciudad nadie hablaba. Los guerreros recuperaban el aliento y, cuando al fin lo conseguían, rompían a llorar en silencio, y las manos, las piernas y la cabeza les temblaban como tiembla el cuerpo de los vencidos.
En el pánico de la retirada, los hombres de Kuame habían abandonado su campamento de las colinas del sur de Massaba, y en ese momento, desde lo alto de las murallas, veían consternados a los caballeros de Ras – samilagh, que, tras rodear la ciudad, se habían apoderado de sus tiendas, sus víveres y sus animales. Todo estaba perdido, ya no había nada que hacer. Los gritos de alegría que les llegaban de allá arriba acabaron de sumirlos en la desesperación. El más digno de lástima era Arícalas, que vagaba por las murallas murmurando los nombres de los suyos, aullaba de dolor y se arañaba el rostro maldiciendo al cielo. Cada vez que pensaba en lo que había hecho, tenía que abalanzarse a las almenas para vomitar, y se daba cabezazos contra la muralla gritando:
– ¡Prepárate para sufrir, Bandiagara! ¡Cuando caigas en mis manos, rezarás para morir, Bandiagara! ¡Que el cielo me conceda ser el peor de los azotes para mis enemigos! ¡Que me conceda ser el que no teme a los golpes y no retrocede jamás!
Un profundo abatimiento aplastaba Massaba. El peso de la desgracia oprimía las mentes, los hombres ya no querían nada, ya no les quedaban fuerzas. Se habrían dejado llevar por la pasividad de la desf speración si Bar – nak, el viejo mascador de qat, no hubiera reaccionado y los hubiera sacado de su estupor. Les habló de todo lo que aún había que hacer, les dijo que el tiempo apremiaba y era necesario organizarse para la batalla del día siguiente, y así, estimulada por el desgreñado viejo, que miraba a todas partes con ojos de drogado, la ciudad de Massaba despertó y se preparó para el sitio. Todos los habitantes arrimaron el hombro, largas hileras de hombres y mujeres trabajaron durante toda la noche. Reforzaron las puertas, taparon las brechas de las murallas, organizaron el racionamiento, almacenaron víveres en los inmensos subterráneos del palacio, trigo, cebada, tinajas de aceite, harina… Las bodegas de las casas se acondicionaron como depósitos de agua, y la ciudad entera adquirió el aspecto de una plaza fuerte. El entrechocar de las armas y el ruido de los cascos de los caballos llenaban todas las calles. Massaba se preparaba para un largo sitio que demacraría a sus habitantes y agrietaría sus murallas con un cerco de hambre.
Esa noche, tras la incursión de Rassamilagh en las colinas meridionales, se celebró un consejo en el campamento de los nómadas y se procedió a repartir el botín. Luego, mientras Sango Kerim, Danga y Bandiagara bebían el dulce licor de mirto del desierto, Rassamilagh se puso en pie y tomó la palabra.
– Sango Kerim, el dulce licor que bebes es el de la victoria, y yo bendigo este día que ha visto a nuestro ejército romper las líneas enemigas. Es el momento de decidir qué haremos mañana. Yo, por mi parte, hablaré sin rodeos. Lo he pensado con detenimiento. Levantemos el campo, abandonemos esta tierra. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos humillado al adversario en el campo de batalla. Tú has conseguido a la mujer que habías venido a buscar. No podemos esperar nada más de esta guerra.
Bandiagara se levantó de su asiento de un salto para responder a Rassamilagh:
– ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Qué clase de guerrero eres tú, que está dispuesto a renunciar al botín después de obtener la victoria? Massaba está ahí, es nuestra, el premio a nuestra lucha nos aguarda. Por lo que a mí respecta, y lo digo aquí, espero el día de recibir lo que me corresponde, y recibirlo de la mano de Sango Kerim. Y haré lo que pueda para que ese día sea mañana.
– Bandiagara tiene razón – opinó Danga -. Lo peor ha pasado. No nos queda más que tomar Massaba. Yo os abriré la ciudad con mis propias manos.
– Yo no lucho por el botín – replicó Rassamilagh -, lucho porque me lo pidió Sango Kerim. Vino aquí en busca de una mujer que le habían prometido, y ahora esa mujer está entre nosotros. Yo no he venido a hacer caer una ciudad. Lo que empieza hoy es otra guerra y no sé lo que podemos esperar de ella.
– El poder – dijo Danga con frialdad.
Rassamilagh se quedó mirando a Danga, sin odio pero con desconfianza.
– Yo no te conozco, Danga – repuso al fin -. Sólo somos aliados debido a la amistad que nos une a ambos a Sango Kerim; pero yo no lucho por ti. ¿Qué me importa a mí que seas tú o sea tu hermano quien reine en Massaba? No lo olvides, Danga, yo no hago nada por ti.
Fue entonces cuando Sango Kerim tomó la palabra.
– ¿Qué opinión se tendría de mí, Rassamilagh, si me marchara esta noche llevándome como un ladrón a la mujer que vine a buscar? Samilia es la hija del rey Tsongor, y no quiero ofrecerle como dote los senderos de los nómadas del desierto, sino su ciudad reconquistada. Ella no sabría vivir en otro sitio. Su padre me maldeciría entre sus dientes de muerto si supiera que he convertido a su heredera en una vagabunda. Massaba es nuestra; si no conseguimos tomarla, no hay victoria que valga.
– He dicho lo que tenía que decir y no lamento haber hablado – respondió Rassamilagh -. Ninguno de vuestros argumentos me convence. Lo que oigo en vuestras bocas es el sabor de la victoria, lo reconozco, pero veo que soy el único que piensa en la partida. No temáis, me quedaré con vosotros, Rassamilagh no es un cobarde. Pero acordaos de esta noche en la que habría podido acabar todo y rezad para que nunca tengamos que lamentar su dulzura de mirto.
Así pues, la guerra continuó, y a la mañana siguiente el ejército nómada volvió a presentarse ante las murallas de Massaba. Los hombres de la ciudad corrieron a las almenas; habían pasado la noche preparando calderos de aceite y amontonando gruesas piedras para rechazar los asaltos del enemigo.
Sango Kerim iba a dar la señal de ataque cuando se oyó un grito procedente de la muchedumbre de los guerreros:
– ¡Los cenicientos! ¡Los cenicientos!
Todo el mundo se volvió. En efecto, una tropa de hombres se acercaba a la colina más lejana. Era Orios, a la cabeza de los cenicientos, un pueblo salvaje que vivía en las altas montañas de Krassos. Habían prometido su ayuda a Sango Kerim, pero no habían aparecido. Era un temible ejército de dos mil hombres; Sango Kerim sonrió y se irguió sobre los estribos para saludar a Orios. Los jinetes cenicientos habían llegado, en efecto, pero a medida que se acercaban un murmullo de estupefacción se extendió por las filas del ejército. Lo que tenían delante no era el gran ejército de Orios, sino un puñado de hombres cubiertos de polvo, apenas un centenar, una pequeña tropa de jinetes aturdidos. Cuando llegó ante Sango Kerim, Orios se detuvo y dijo:
– Te saludo, Sango Kerim. No me mires así, ya sé que lo que esperabas no era este puñado de hombres. Si lo deseas y los dioses me conceden vida, te contaré las pruebas que hemos soportado para llegar hasta ti. Ahora basta con que sepas que abandoné los montes Krassos a la cabeza de todo mi ejército, que hoy se reduce a esto. Pero los hombres que ves han librado tantos combates, han soportado tantas privaciones y desgracias para venir aquí que ya nada podrá detenerlos. Cada uno de ellos vale por cien de los tuyos, créeme.
– Te saludo, Orios, a ti y a cada uno de tus guerreros. Escucharé con avidez el relato de vuestras desventuras cuando hayamos entrado a saco en Massaba. Por ahora, id al campamento y descansad. Dad de comer a vuestros caballos y esperad a que el sol se ponga y volvamos del combate. Entonces beberemos juntos el vino de los hermanos y yo mismo lavaré tus pies maltratados por las tierras que has atravesado para agradecerte tu lealtad.
– No he cruzado todo un continente para venir a acostarme mientras vosotros combatís – respondió Orios -. Como ya te he dicho, estos cien hombres se han transformado en fieras salvajes a las que ya nada cansa. Muéstranos la muralla que debemos derribar y que suene para nosotros la hora del combate.
Sango Kerim asintió e hizo que la tropa de los cenicientos se situara junto a él. Luego, estimulado por el refuerzo, avanzó hacia la ciudad arrastrando tras de sí a miles de hombres que ocultaban la tierra bajo sus pies.
El grueso del ejército se abalanzó hacia la puerta principal con la esperanza de hacerla ceder. Entre tanto, Danga, que conocía la ciudad mejor que nadie, intentó penetrar en ella por la vieja puerta de la torre. La fortuna parecía sonreír a los ejércitos nómadas: mientras los defensores de la ciudad corrían hacia el este para tratar de contener la ola de los asaltantes, Danga y su guardia personal derribaron sin dificultad la carcomida madera de la puerta de la torre y no tardaron en entablar combate en las calles de Massaba. La noticia llegó a oídos de Sako y Kuame de inmediato, la puerta de la torre había cedido y Danga había penetrado en la ciudad. Apenas contaban con hombres para afrontar ese ataque, ya que desguarnecer las murallas era arriesgarse a verse barridos por el enemigo. En consecuencia, le ordenaron al viejo Barnak y a sus guerreros drogados que se enfrentasen a Danga solos. A los mas – cadores de qat se les unió Arkalas, que, tras la reanudación de la lucha, parecía haberse convertido en un demonio rabioso.
La batalla fue terrible y duró todo el día. Al vigoroso empuje de Danga, Arkalas y Barnak oponían una resistencia tenaz, el muro que formaban se antojaba infranqueable. Danga estaba rabioso. El palacio estaba allí mismo, a poco más de quinientos metros, lo tenía a la vista; le bastaba con barrer a aquel puñado de hombres para arrebatar la ciudad a su hermano, pero no había manera. Arkalas se batía como un demente: se burlaba de sus enemigos, los provocaba e iba a buscarlos cuando tardaban en atacar. El viejo Barnak, embriagado por la droga, parecía bailar entre los cadáveres, y ninguna lanza, ninguna flecha conseguía alcanzarlo. Paraba todos los golpes, y sus compañeros se mostraban animados por un vigor de bailarines en trance. Danga retrocedía poco a poco; al cabo, furioso por no haber conseguido penetrar en Massaba, ordenó a los suyos que dispararan flechas incendiarias contra las casas cercanas. Prendió fuego a todo lo que pudo, y las llamas se propagaron de tejado en tejado como la gangrena y lo llenaron todo de una inmensa humareda. Los aterrorizados habitantes corrían de un incendio a otro con las pequeñas vasijas de que disponían. Arkalas y Barnak habían rechazado a Danga y asegurado la puerta, pero en ese instante el fuego devoraba la ciudad.
Sango Kerim y sus hombres no advirtieron que la ciudad ardía hasta el anochecer, una vez regresaron a las colinas, cuando vieron a miles de hombres intentando luchar contra llamas más altas que las torres. Las densas nubes de humo que se elevaban desde Massaba les llevaban el fúnebre olor de las casas devoradas por el fuego. La noche caía y Massaba aullaba como un hombre con el rostro quemado.
Cuando al fin llegó Danga, satisfecho, a pesar de todo, de haber sembrado el terror en la ciudad, Samilia estaba esperándolo inmóvil, con los ojos clavados en él, y, cuando bajó del caballo, lo abofeteó delante de todos sus hombres y ante los jefes del ejército.
– ¿Éstas son las honras fúnebres que rindes a tu padre? Escupo sobre tu cabeza, que ha pensado semejante estupidez.
Apesadumbrado por el espectáculo de las llamas que devoraban la ciudad de su infancia, Sango Kerim prometió a Samilia que no volvería a lanzarse al ataque hasta que los habitantes de Massaba hubieran sofocado el incendio, pero nada podía hacer desaparecer la máscara de dolor que había caído sobre el rostro de Samilia.
Katabolonga había bajado a la cámara mortuoria del palacio y estaba junto al cadáver del rey. Aplicaba paños húmedos al cuerpo del difunto para evitar que le salieran ampollas y acabara ardiendo, y el rey Tsongor no pudo menos de preguntarse qué quería Katabolonga de su viejo cuerpo muerto.
– ¿De qué sirve lo que estás haciendo, Katabolonga? – le preguntó -. ¿Acaricias mi cadáver?, ¿lo cubres de aceite? Yo no siento nada, y tú no tienes necesidad de ocuparte de mí de este modo, a no ser que el tiempo haya pasado más deprisa de lo que creo y mi cuerpo esté empezando a descomponerse, a pesar de los bálsamos y los ungüentos. ¿Qué haces, Katabolonga, y por qué no me respondes?
Katabolonga oía la voz del viejo Tsongor, pero no podía responder, le temblaban los labios. Mantuvo la cabeza baja y siguió humedeciendo el cadáver. Hacía calor y el sudor le goteaba de la frente. Las gotas se mezclaban con las lágrimas, que no podía contener, caían sobre el cuerpo del viejo rey y refrescaban los despojos del soberano. El silencio volvió a inquietar a Tsongor.
– ¿Por qué no me hablas, Katabolonga? ¿Qué está ocurriendo en Massaba?
Katabolonga no pudo seguir callando.
– Si tu piel pudiera sentir el calor y el frío, no preguntarías nada, Tsongor. Si pudieras oler el aire de esta cámara, no necesitarías que te explicara nada.
– Ya no tengo olfato, Katabolonga. Habla, di.
– Todo arde, Tsongor. Massaba está en llamas, y el calor del incendio me asfixia incluso aquí, por eso me afano a tu alrededor. Tú no sientes nada, pero tu piel está ardiendo, como la piedra de esta cámara. Si no hago lo que debo, no tardarás en cubrirte de ampollas y arder. Te envuelvo el cuerpo con paños húmedos y te rocío con agua para que no ardas.
El rey se quedó mudo. En las profundidades de su noche, cerró los ojos; entonces creyó percibir el olor del incendio, y dejó que lo invadiera por completo. Sí, en ese momento estaba en medio de una espesa humareda, rodeado de altas y cegadoras llamas, envuelto en el olor a quemado. Al cabo de un instante, volvió a hablar en voz muy baja, como un sonámbulo asustado por el sueño que atraviesa.
– Sí, lo veo, todo arde. Las llamas eran pequeñas, pero se ha levantado viento y ahora saltan de tejado en tejado y devoran la ciudad barrio a barrio. Atacan mi palacio; el fuego lame los muros y prende en los tapices, que van cayendo al suelo en medio de una lluvia de pavesas. Sí, lo veo, desde la azotea del palacio veo un inmenso brasero extendido a mis pies. Las casas ceden con grandes suspiros de madera, y en los barrios populares ya apenas queda nada. Allí el fuego se ha propagado más deprisa que en ningún otro sitio; allí apenas se levantaban muros de piedra, no había más que casuchas de madera, tabucos y tiendas apiñados. Ahora no queda nada. Sí, lo veo, hombres que corren y luchan contra murallas de fuego. Todo arde y todo gime. Mi ciudad, mi pobre ciudad. La construí yo año tras año, yo mismo dibujé los planos, supervisé los trabajos y recorrí sus calles hasta conocer cada rincón. Ella era mi rostro de piedra. Si arde, Katabolonga, será mi vida lo que se lleve el humo. Quise construir un imperio sin límites, levantar una capital que relegara a mi padre y su pequeño reino a una prehistoria remota. Si Massaba arde, seré tan pequeño como él, seré como él, el tirano de una tierra fea e insignificante. Si arde, no habré legado nada a los míos.
– Lo hiciste, Tsongor – respondió Katabolonga -, pero queman tu legado.
El rey Tsongor volvió a quedarse callado. Katabolonga había terminado su trabajo, por fin el cuerpo del difunto rey estaba húmedo y no corría peligro. En ese momento, Katabolonga oyó de nuevo la voz de Tsongor, pero sonaba muy lejana, y tuvo que inclinarse sobre el rostro del muerto para entender lo que decía.
– Ya está – dijo Tsongor -. Ya está, ya los veo. Los primeros quemados de Massaba. Mujeres, niños, familias enteras con los rostros calcinados. Son los míos, los reconozco. Los ha matado el fuego, tienen la piel quemada y la mirada apagada. Soy el rey de un pueblo calcinado, Katabolonga. ¿Los ves, los ves tú también? Te has equivocado, Katabolonga, no soy yo quien necesita que le apliquen paños húmedos, no es mi piel la que necesitaba que la refrescasen, es la de los quemados de Massaba, es a ellos a quienes debes acariciar. ¿Los ves?, no tengo nada. ¿Lo veis?, no tengo nada que ofreceros, pero lloro por vosotros, los quemados de Massaba, y deposito delicadamente cada una de mis lágrimas sobre vuestros cuerpos torturados, con la esperanza de que consigan aliviaros.
La voz de Tsongor se apagó. Katabolonga se irguió y, al hacerlo, vio que el cadáver del rey lloraba gruesas gotas de agua para aliviar la piel de los quemados. Mientras, fuera, la ciudad seguía retorciéndose entre las llamas.
Las casas ardieron durante una semana, y durante una semana la guerra se interrumpió. Los sitiados luchaban día y noche contra las llamas, y el ejército nómada contemplaba sobrecogido el espectáculo de aquel esplendor de piedra que se deshacía en humo. Por fin, el séptimo día, el incendio remitió. Una negra máscara de humo cubría el rostro de todos los habitantes de Massaba; tenían el pelo chamuscado, la piel reseca y la ropa cubierta de sebo, y estaban exhaustos. Había calles enteras cubiertas de brasas, las casas se habían derrumbado y las siluetas de las vigas carbonizadas destacaban entre los montones de cascotes. Buena parte de las reservas se había perdido. Ya no quedaba nada, sólo el recuerdo aterrador de aquellas llamas gigantescas, que muchos días después aún seguían bailando en la mente de los extenuados vecinos.
Suba continuaba su viaje, ajeno al incendio de Massaba. Se acercaba a Saramina, la ciudad colgante, ya veía sus altas murallas blancas. Saramina era, tras Massaba, la segunda perla del reino; una ciudad elegante, construida con una piedra clara a la que el sol del atardecer arrancaba reflejos rosados; una ciudad erigida sobre un gran acantilado que dominaba el mar.
Al viejo Tsongor le gustaba aquella ciudad, que visitaba a menudo, sin que jamás dispusiera ningún cambio. Durante toda su vida se había mantenido escrupulosamente al margen de la gestión de la ciudadela para que nada en ella llevara su marca; no quería apropiársela. A su modo de ver, la ciudadela de Saramina era hermosa porque no se le parecía, por eso le gustaba visitarla. En ella era como un extranjero, deslumhrado por cada edificio, encandilado por la arquitectura, la luz y aquella extraña elegancia, por la que velaba pero en la que no había puesto nada. Había regalado aquella ciudad a uno de sus camaradas más antiguos: Manongo, pero, tras reinar sobre ella durante unos años, murió víctima de la fiebre. Según la costumbre, Tsongor debía haber nombrado a otro jefe guerrero para gobernarla, otro compañero del lejano pasado en premio a su lealtad y para mostrar a todos de qué regalos cubría Tsongor a quienes le servían bien. Pero no lo hizo. Con su bondad, Manongo se había ganado el afecto de los habitantes de Saramina, que lo veneraban ciegamente, pues había administrado la ciudad con inteligencia y generosidad. Tsongor asistió a sus funerales en persona, lloró con el pueblo de Saramina y recorrió en silencio las calles de la ciudadela bajo un sol de justicia. En medio de una muchedumbre deshecha en llanto, comprendió hasta qué punto querían a su viejo cámara – da en la ciudad y decidió entregar el poder a Shalamar, la viuda de Manongo. Tsongor la conocía bien, ella también había estado a su lado desde el primer momento, siguiendo a su marido a todas partes, en campaña, en palacio, compartiendo el miedo de los años de guerra y el fasto de los años de reinado; nunca había pedido nada. Fue la primera y única mujer del reino que alcanzó tan alto rango. Los habitantes de Saramina aceptaron la decisión con júbilo. Pasaron los años, y Shalamar continuó encargándose de su ciudad con amor. Cuando Tsongor visitaba Saramina, lo hacía con humildad, comportándose como un invitado y no como un rey. Era lo que siempre había querido, que Saramina prosperara en apacible libertad.
Cuando Suba penetró en la ciudadela colgante, la noticia de la muerte de su padre lo precedía. Era como si la ciudad estuviera esperándolo; en la calle principal, en las plazas, en las esquinas de las callejas, la muchedumbre aguardaba para verlo pasar. Todas las actividades se habían paralizado, nadie alzaba la voz.
La reina recibió a su huésped en la azotea del palacio, que dominaba el mar desde lo alto de un precipicio escalofriante en el que planeaban las aves marinas. Shalamar iba vestida de negro, y cuando vio a Suba, se levantó del trono y se arrodilló ante él. Ese gesto sorprendió al hijo del rey; sabía, por su padre, que Shalamar era una gran reina, pero descubrió a una mujer muy anciana, encorvada por los años, una mujer altiva que, sin embargo, se arrodillaba ante él. Comprendió que se prosternaba ante la sombra de Tsongor y, con suavidad y respeto, la ayudó a levantarse y sentarse en el trono. Shalamar le presentó las condolencias de su pueblo; luego, ante el silencio de Suba, llamó a una cantora, que entonó un cántico fúnebre. Sobre aquella azotea que dominaba el mundo, oyendo el fragor del mar, que batía las rocas al pie del acantilado, Suba se dejó invadir por la canción y el dolor, y lloró. Fue como si ese día su padre hubiera muerto por segunda vez. El tiempo transcurrido desde su partida de Massaba no había curado nada, el dolor seguía allí, asfixiante, y Suba tenía la sensación de que nunca conseguiría amansarlo. Shalamar lo dejó llorar, esperó pacientemente recordando, ella también, todos los momentos de su vida ligados a Tsongor; luego, al cabo de un rato, le pidió que se acercara un poco más, le cogió las manos como se las habría cogido a un niño y, con voz dulce y maternal, le preguntó qué podía hacer por él. Podía pedirle lo que quisiera, en nombre de su padre, en nombre de su recuerdo, Saramina haría lo que fuera. Suba pidió que se decretaran once días de luto en la ciudad, que se hicieran sacrificios, pidió que Saramina compartiera el dolor de Massaba, su hermana de piedra; luego, volvió a guardar silencio. Esperaba que Shalamar diera las órdenes pertinentes de inmediato, pero no lo hizo. La anciana miraba las siluetas de las torres y las azoteas, que se recortaban sobre el azul del cielo, mezclado con el del mar; al cabo de unos instantes, se giró hacia Suba. Su rostro había cambiado, ya no era el de una anciana apesadumbrada, sus facciones dejaban traslucir algo más duro y altivo; fue entonces cuando empezó a hablar con una voz cavernosa que arrastraba toda una vida de penas y dulzuras.
– Escúchame, Suba, escucha bien lo que voy a decirte, escúchame como un hijo a su madre. Haré lo que me pidas en nombre de Tsongor, pero no me pidas eso; no tienes necesidad de ordenar nada para que el dolor se abata sobre Saramina. Tsongor ha muerto y para mí es como si toda una parte de mi vida acabara de hundirse lentamente en el mar. Lo lloraremos, y nuestro luto durará más de once días. Déjanos eso a nosotros, déjanos organizar las ceremonias fúnebres como nos parezca, y comprobarás que se llora a tu padre como es debido. Escúchame, Suba, escucha a Shalamar. Yo conocía a Tsongor, y si te envió a recorrer los caminos del reino, no fue para convertirte en el mensajero de su muerte; tu presencia no es necesaria para que todo el reino se eche a llorar. Yo conocía a Tsongor, y no podía creer que se necesitara la vigilancia de uno de sus hijos para que Saramina llorara; lo que esperaba de ti era otra cosa. Déjanos el luto a nosotros, Suba, sabremos cumplirlo; abandónalo aquí, en Saramina, tu padre no te educó para que lloraras, ya es hora de que te deshagas del luto. Que mis palabras no te irriten, yo también he conocido el dolor de la pérdida en más de una ocasión, conozco el voluptuoso vértigo que procura. Tienes que sobreponerte y dejar la máscara del llanto a tus pies. No cedas al orgullo de quien lo ha perdido todo; hoy Tsongor necesita un hijo, no una plañidera.
Shalamar calló. A Suba le daba vueltas la cabeza; había estado a punto de interrumpir a la anciana varias veces, pues se sentía ofendido, pero la había escuchado hasta el final porque en su voz había una autoridad natural y penetrante que le decía que la anciana tenía razón. Se había quedado mudo; aquella anciana de arrugadas manos, aquella vieja reina acababa de abofetearlo con su ronca voz.
– Tienes razón, Shalamar – respondió al fin -, tus palabras han logrado que mis mejillas ardan, pero comprendo que la verdad habla por tu boca. Sí, Shalamar, dejo el luto y las plañideras a tu cuidado, haced lo que queráis, que Saramina haga lo que le parezca, como siempre ha hecho. Tienes razón, Tsongor no me envió aquí a llorar, me pidió que construyera siete tumbas por todo el reino, siete tumbas que dijeran quién fue. Y aquí es donde quiero construir la primera, en esta ciudad que tanto amaba. Sí, aquí es donde empieza mi enorme obra. Tienes razón, Shalamar, la piedra me llama, dejo el llanto para vosotros.
Lentamente, Suba plegó el largo velo negro que le habían entregado las mujeres de Massaba y lo depositó en las manos de la vieja reina. Shalamar había recuperado su rostro de madre y sonreía a aquel muchacho que había tenido la fuerza de escucharla; cogió el velo, indicó a Suba que se acercara y, besándolo en la frente, le murmuró:
– No temas, Suba, haz lo que debes. Yo lloraré por toda Saramina llorará por ti. Puedes irte tranquilo y Enfrentarte a la piedra.
El sitio de Massaba continuaba. Día tras día, mientras en las murallas los guerreros de Kuame y Sako se esforzaban en rechazar al enemigo, los habitantes de la ciudad retiraban escombros, limpiaban las calles y recuperaban de las ruinas aún calientes lo poco que las llamas habían respetado. Las espuertas de cascotes, ceniza y basura se utilizaban para rechazar al enemigo, se arrojaban sobre los asaltantes; Massaba vomitaba largos chorros de polvo y ceniza desde lo alto de sus murallas.
En el interior, la vida se había organizado. Todo se supeditaba a la economía de guerra, y los jefes daban ejemplo. Kuame, Sako y Liboko vivían con frugalidad: comían poco, compartían sus raciones con sus hombres y colaboraban en todos los trabajos de acondicionamiento. No había escapatoria, la ciudad estaba rodeada y las provisiones se agotaban, pero todo el mundo fingía ignorarlo y creer que la victoria aún era posible. Las semanas pasaban, los rostros se demacraban y la victoria no llegaba. Todos los días los guerreros de Massaba lograban rechazar a los asaltantes merced a un esfuerzo constantemente renovado; tras la incursión de Danga, nadie había conseguido echar una puerta abajo o tomar un trozo de muralla.
En el campo de los nómadas, los hombres empezaban a perder la paciencia. Bandiagara y Orios, sobre todo, maldecían aquellos muros que se negaban a caer y presionaban a Sango Kerim para que pusiera en práctica la estrategia que tan buenos resultados le había dado a Danga. Las fuerzas de Massaba eran demasiado reducidas para sostener ataques sobre un frente extenso, bastaría con atacar en dos o tres puntos a la vez. Sango Kerim aceptó y se preparó todo para el enésimo asalto a Massaba. Bandiagara dirigiría el primer ataque; Danga, el segundo, y Orios y Sango Kerim debían golpear una zona abandonada de la muralla.
Se reanudó la batalla, y con ella los gritos de los heridos, las voces de ánimo, las peticiones de ayuda, los insultos y el entrechocar de armas. Una vez más, el sudor parló las frentes, el aceite chorreó sobre los cuerpos y los cadáveres escaldados se amontonaron al pie de las murallas.
Los cenicientos se lanzaron contra la puerta de la Lechuza como lobos sedientos de sangre. Eran cincuenta, pero parecía que nada podría detenerlos. Arrollaron a los defensores de la puerta claveteada y aplastaron a la guardia, sorprendida de verse frente a aquellos gigantes. Por segunda vez, los nómadas penetraron en Massaba y por segunda vez el pánico se apoderó de sus calles. La noticia corrió de casa en casa: los cenicientos avanzaban matando a todo aquel que hallaban a su paso. Cuando llegó a sus oídos, el joven Liboko corrió al encuentro de los enemigos, y un puñado de hombres de la guardia especial de Tsongor lo siguió; la rabia iluminaba el rostro de Liboko. Cayeron sobre la tropa de los cenicientos en el momento en que irrumpían en la plaza de la Luna – una plazuela en la que antaño se reunían los echadores de cartas y que en las noches de estío se llenaba con el dulce murmullo de una fuente -. Liboko se abalanzó sobre el enemigo como un demonio, perforó vientres y seccionó miembros, atravesó pechos y desfiguró rostros. Luchaba sobre su terreno, para defender su ciudad, y parecía que el ardor que lo animaba no lo abandonaría jamás. Golpeaba sin descanso, causaba bajas en las filas enemigas con una furia inaudita, arrollaba a los adversarios con un ímpetu irresistible. De pronto, su brazo se inmovilizó en el aire; tenía un hombre a sus pies, allí, a su merced, podía destrozarle el cráneo, pero no lo hizo. Se quedó así, con el brazo en alto, durante unos instantes interminables. Había reconocido a su adversario, era Sango Kerim. Sus miradas se encontraron. Liboko tenía los ojos clavados en el rostro de aquel hombre que había sido su amigo durante tanto tiempo, y no se decidía a golpear; sonrió con suavidad, y ése fue el instante que aprovechó Orios. Había presenciado toda la escena, comprendía que Sango Kerim podía morir en cualquier momento, así que no lo dudó: destrozó el rostro de Liboko con todo el peso de su maza. El cuerpo del joven se derrumbó, la vida ya lo había abandonado. El pecho de Orios emitió un poderoso gruñido de satisfacción. Sango Kerim, consternado, se dejó caer al suelo, soltó las armas, se quitó el casco y tomó en sus brazos el cuerpo del hombre que no había querido matarlo. El rostro de Liboko era un cráter de carne, y en vano buscó en él Sango Kerim la mirada que se había cruzado con la suya segundos antes. Lloró por Liboko mientras la lucha seguía haciendo estragos a su alrededor; presas de una furia ciega tras presenciar lo ocurrido, los hombres de la guardia especial rechazaron a los cenicientos con todas sus fuerzas. Querían recuperar el cuerpo de su jefe, no podían abandonarlo al enemigo, querían enterrarlo con sus armas al lado de su padre; y ante su violento empuje, Orios tuvo que retroceder. Los cenicientos abandonaron el cuerpo, abandonaron la plaza de la Luna llevándose a Sango Kerim, que se había quedado sin energía, y salieron del recinto amurallado huyendo de los hombres de la guardia especial, que los perseguían gritando como posesos.
La noticia de la muerte de Liboko se abatió al mismo tiempo sobre Massaba y sobre el campo de los nómadas. Sango Kerim ordenó el repliegue de sus tropas; para él ese día estaba maldito, y no debía asestarse ni un solo golpe más. Volvieron al campamento lentamente, en silencio, con la cabeza gacha, como un ejército derrotado, mientras en Massaba empezaba a resonar el agudo grito de las plañideras; el llanto se elevaba en todas partes, la ciudad lloraba a uno de sus hijos. Sango Kerim envió a Rassamilagh para comunicar a Sako que podía enterrar a su hermano en paz. Los guerreros nómadas se quedaron en las colinas, se decretaron diez días de luto y la guerra volvió a interrumpirse. Una vez lavado y vestido, el cuerpo de Liboko fue sepultado con sus armas en la cripta de palacio, y durante diez días las plañideras se turnaron sobre su tumba para apagar la sed del muerto con las lágrimas de los vivos.
En la sala del catafalco, el rey Tsongor se había puesto en pie. Su descarnado cuerpo de viejo muerto estaba tan flaco que en algunos sitios parecía transparente. Katabolonga miraba petrificado a su señor, pues creyó que Tsongor había regresado de entre los muertos; luego vio el rostro del rey y comprendió que era el dolor, un dolor insoportable, lo que lo había obligado a levantarse. Tsongor se quedó inmóvil y abrió la boca, pero de sus labios no brotó ningún sonido; hizo un gesto con la mano, como para dibujar algo que no podía nombrar. Katabolonga bajó los ojos.
– ¿Qué quieres de mí, Tsongor? – El rey no respondió, pero se acercó un poco más a su amigo. Su inex – presividad de muerto daba a sus rasgos un aspecto insostenible. Katabolonga volvió a hablar -: Lo has visto, ¿verdad? ¿Has visto pasar ante ti a tu hijo? Te has arrojado a sus pies, pero no has podido abrazar nada. ¿O simplemente te has quedado paralizado? Sin poder dar un paso. Has visto la dulce sonrisa de Liboko. ¿Es eso, verdad? Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí, Tsongor?
El silencio volvió a llenar la cripta. Katabolonga observaba los ojos desorbitados de su amigo, los labios de Tsongor temblaban levemente. Katabolonga aguzó el oído, le llegó un sonido lejano y se concentró. El rey Tsongor hablaba en voz muy baja, era un canto monótono que se repetía sin cesar. Katabolonga escuchó; sí, era eso, de los labios del muerto salía una sola palabra pronunciada cada vez con más fuerza, hasta el infinito, hasta llenar toda la cámara, una sola palabra que el cadáver no se cansaba de repetir con los ojos clavados en Katabolonga. t
– Devuélvemela… Devuélvemela… Devuélveme^ la…
Katabolonga no lo entendió, creyó que Tsongor hablaba de Liboko y se sintió embargado por el dolor, le habría gustado llorar.
– Sabes que si pudiera te devolvería a tu hijo – murmuró -, pero yo mismo he oído el roce de la mortaja sobre su cuerpo, no puedo hacer nada.
Tsongor lo interrumpió; en ese momento su voz era más fuerte y más firme.
– La moneda…, devuélvemela… – dijo, hablando como antaño, pero ya no era el dulce murmullo de una voz que se recrea siguiendo los meandros de una conversación, era una voz ronca que da órdenes -. La moneda que te di, Katabolonga, devuélvemela; abandono, se acabó. Lo he visto, sí, con la sonrisa en los labios, con medio rostro destrozado. Nuestras miradas se han encontrado, pero no se ha parado, su sonrisa ha resbalado sobre mí. La moneda que te di, Katabolonga, ya es hora de que me la devuelvas; pónmela entre los dientes y junta bien mis mandíbulas de muerto para que no se caiga. Me voy, no quiero seguir viendo esto, no; todos pasarán por aquí, uno tras otro, todos, con el tiempo; Liboko es el primero. Voy a ser el espectador de la lenta sangría de mi familia. Devuélvemela para que pueda descansar en paz.
Katabolonga estaba sentado con la cabeza agachada ante su soberano. Cuando Tsongor calló, se levantó lentamente y desplegó toda su estatura de vivo. Volvían a estar frente a frente, como el lejano día en que el ram – pante había desafiado al conquistador. Katabolonga no temblaba, miraba al rey a los ojos sin pestañear.
– No te daré nada, Tsongor. Tú deseaste los sufrimientos a los que te has condenado. No te daré nada, me lo hiciste jurar y sabes que Katabolonga no retira lo que dice.
Se quedaron así, frente a frente, largo rato. El dolor dibujaba horribles muecas en el rostro de Tsongor, su boca parecía querer tragarse todo el aire de la cripta; luego, una vez más, aquel murmullo inaudible surgió de las profundidades de su cuerpo. Dio la espalda a Katabolonga, regresó a su tumba y volvió a adoptar su inmovilidad de muerto. De su cuerpo descarnado sólo ascendía aquella leve súplica:
– Devuélvemela… Devuélvemela…
Durante tres días con sus noches, Tsongor siguió murmurando en el profundo silencio de la cripta. Katabolonga le apretaba la mano con todas sus fuerzas para que sintiera su presencia incluso en la muerte, para que no dudara de su lealtad, pero no le devolvió la vieja moneda roñosa. Abrumado por el dolor, esperó a que la canción se apagara y el muerto volviera al silencio.
Samilia permaneció diez días en la cima de la colina contemplando su ciudad, dejando que le llegaran los rumores de la llorosa muchedumbre y la lenta música de las ceremonias. Ya no hablaba con nadie; desde el día en que había insultado a Danga, vivía refugiada en su tienda. Por fin tenía la confirmación de lo que siempre había sabido: la desgracia estaba sobre ella y ya no la soltaría.
Era lo que, poco a poco, también empezaba a comprender Sango Kerim, que confió a su amigo Rassamilagh.
– Mañana se reanudarán los combates, y te lo digo a ti, Rassamilagh: un extraño miedo ha nacido en mi interior. No a morir o ser vencido, no, ese miedo lo conocemos todos; el miedo a volver a entrar en Massaba, porque, cada vez que nuestras tropas han penetrado en la ciudad, no he sentido otra cosa que dolor y consternación. Primero el incendio, durante el que vi desaparecer las torres de mi infancia, y luego la muerte de Liboko.
Rassamilagh lo escuchó y respondió:
– Entiendo tu miedo, Sango Kerim, es un miedo justo; no hay victoria posible.
Y tenía razón, Sango Kerim lo comprendió. Contempló la ciudad, que, extendida a sus pies, se preparaba para el combate del día siguiente, y supo que el sitio de Massaba era una locura. Al correr de los días, de los meses, de los años, ya no conocería más que el ritmo alternativo de las victorias y los lutos, y, aun así, cada victoria tendría un amargo sabor a herida, porque la obtendría sobre un pueblo y una ciudad que amaba.
En Saramina, Suba empezó las obras de la primera tumba de Tsongor. Shalamar le abrió las puertas de su palacio, le ofreció su oro, sus mejores arquitectos y sus maestros albañiles, y la ciudad no tardó en vibrar con la incesante actividad de los obreros.
Suba había decidido construir la tumba en los jardines colgantes de Saramina, el punto más elevado de la ciudadela. Los jardines se extendían a lo largo de una lujuriante sucesión de terrazas y escalinatas; los árboles frutales daban sombra a las fuentes, y la vista abarcaba toda la ciudad, la esbelta silueta de las torres y la extensión inmóvil del mar. Suba ordenó acondicionar la terraza más amplia para poder erigir en ella un palacio, quería que fuera de la misma piedra blanca del país. La silueta de la tumba surgió tras meses enteros de trabajo encarnizado. El exterior era inmaculado y deslumbrante, y en las salas, altas estatuas reinaban impasibles sobre el mármol de las losas.
Cuando la obra estuvo acabada, Suba invitó a Shalamar a visitar la tumba antes de que sellaran la puerta. La recorrieron en silencio, deambulando por las vastas salas, admirando los detalles de los mosaicos que cubrían el suelo y asomándose a los balcones para contemplar las espléndidas vistas. Shalamar era una figura menuda y maravillada que acariciaba la piedra de las columnas constantemente; al salir, se volvió hacia Suba y le dijo:
– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.
Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.
Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.
A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.
Poco a poco, el rostro eterno de Tsongor iba tomando forma merced al sudor y la abnegación de Suba, totalmente absorbido por su tarea. Las tumbas iban surgiendo, y cada vez que terminaba una, cada vez que sellaba la puerta de aquellas silenciosas moradas y abandonaba el lugar, a Suba le parecía oír a sus espaldas algo muy parecido a un lejano suspiro. Sabía lo que significaba, Tsongor estaba allí, a su lado, en sus noches de sueños y sus días de trabajos; Tsongor estaba allí, y el suspiro que oía Suba al acabar cada tumba le decía siempre lo mismo: que había cumplido su tarea y Tsongor se lo agradecía. Sí, al acabar cada tumba, Tsongor le daba las gracias, pero aquel suspiro también le decía que aún no era eso y que no había encontrado el sitio. Entonces, el incansable Suba volvía a ponerse en marcha, volvía a buscar un lugar conveniente para poder oír al fin a sus espaldas el suspiro de alivio de su padre.