Capitulo 6: La última morada.

Mientras la mula seguía avanzando, sobre la silla de montar Suba se miró las manos; la correa de cuero de las riendas pendía entre sus dedos, y mil arrugas diminutas le cubrían las falanges. Había pasado el tiempo, y sus manos lo mostraban, su propia soledad acabó hipnotizándolo. Siguió así sobre la silla, con la cabeza baja, todo un día, sin acordarse de parar, sin acordarse de comer, obsesionado por la idea de que, si seguía solo, la vida se le escaparía sobre aquella silla antes de que hubiera acabado su misión. El reino era inmenso, no sabía dónde buscar. Había oído hablar del oráculo de las tierras sulfurosas y decidió ir en su busca.

Al día siguiente emprendió el camino hacia aquellas tierras, y no tardó en verse en medio de una región de abruptas rocas. El azufre daba a la tierra su color amarillo y las rocas exhalaban columnas de vapor; parecía un terreno volcánico a punto de abrirse y dejar escapar altos chorros de lava. El oráculo vivía allí, en medio de aquel árido paisaje. Era una mujer, estaba sentada en el suelo y tenía el rostro oculto bajo una máscara de madera que no representaba nada. Sus pechos se movían bajo gruesos collares de gastadas cuentas.

Suba se sentó frente a ella. Iba a presentarse y hacer la pregunta que lo había llevado allí, pero la mujer le ordenó que guardara silencio con un gesto de la mano; luego le tendió un cuenco, y Suba apuró el brebaje que contenía. El oráculo sacó unos huesecillos y unas raíces quemadas y los frotó entre sí; a continuación invitó a Suba a cubrirse el rostro y las manos de grasa. Entonces éste intuyó que ya podía formular su pregunta.

– Me llamo Suba, soy hijo del rey Tsongor y recorro la inmensidad de su reino buscando un lugar para enterrarlo, un lugar cuya tierra está esperándolo. Lo busco y no lo encuentro.

La anciana no dijo nada. Bebió del mismo cuenco del que había bebido Suba y escupió un chorro de líquido, que se evaporó en el aire. Sólo entonces se dignó hablar, con una voz aguda y áspera que hizo temblar el suelo alrededor de Suba.

– No encontrarás lo que buscas – dijo la mujer – hasta que tú mismo seas un Tsongor, hasta que te aver – güences de ti. – La anciana lo miraba fijamente. Luego se echó a reír y repitió -: Hasta que te avergüences, sí, yo te ayudaré a conseguirlo. Conocerás la vergüenza, créeme.

La mujer no paraba de reír. Suba se quedó boquiabierto y sintió que la cólera se apoderaba de él. La vieja no había respondido a su pregunta, su risa, sus dientes amarillos, todo aquello era un insulto, estaba burlándose de él. Su padre era el rey Tsongor, no había ninguna vergüenza que conocer, lo que los Tsongor se transmitían de padres a hijos no era la vergüenza. Todo aquello era absurdo e insultante, una vieja loca que se burlaba de él. Estuvo a punto de levantarse y desaparecer, pero quería formular otra pregunta. Se tragó el orgullo y volvió a hablar. Quería noticias de su ciudad. Por supuesto, había oído hablar de Massaba, pero siempre era la misma frase: «Aún siguen luchando.» Los rumores no decían nada más, ya no le llegaba ningún detalle, ya no había nadie que supiera quién había lanzado el último ataque y quién lo había rechazado. La guerra continuaba y no sabía nada más. Pidió noticias de los suyos al oráculo, y, una vez más, la anciana escupió al cielo un chorro de líquido azul que se evaporó al instante; luego le gritó al rostro:

– ¡Muertos! ¡Están todos muertos! Tu hermano Liboko fue el primero, murió como una rata, y los otros lo seguirán. Todos morirán, a su debido tiempo, como ratas, uno tras otro.

Y la risa volvió a deformarle el rostro. Suba estaba conmocionado, se tapó los oídos para no seguir oyendo, pero la roca parecía reírse debajo de él. No conseguía sustraerse a las risotadas de la vieja, imaginaba a su hermano Liboko tirado en el polvo. De pronto la cólera se apoderó de él, se puso en pie de un salto, cogió un palo grueso y nudoso y lo descargó sobre la anciana con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido seco, le había dado en plena cabeza. La risa cesó y el cuerpo cayó al suelo como un peso muerto, inerte. Suba ya no oía nada, ya no veía nada, continuaba aferrando el palo. La cólera seguía allí, Liboko, sus hermanos; volvió a golpear. Golpeó una y otra vez; al fin, sudoroso y sin aliento, soltó el palo y recobró el juicio. A sus pies había un bulto de carne sin vida; salió huyendo, presa del terror.

Picó espuelas a la mula sin saber adonde ir. No podía quitarse el rostro de la anciana de la cabeza. La había matado por nada, por reírse, por cólera; la había matado; la risa, la voz, aquella fuerza sorda que gruñía en su interior, que lo había sumergido como una ola; había matado, lo llevaba dentro, suficiente rabia para matar. Llevaba el asesinato en la sangre, era un Tsongor, capaz de eso, él también.

Durante varios días se dejó llevar por la mula e, incapaz de elegir una dirección, vagó al azar de los senderos. Le temblaban las manos. Había dejado el palo junto al cuerpo y ya no hablaba, sentía un cansancio infinito. La violencia estaba allí, la había sentido, era la violencia salvaje de los Tsongor, la misma que corría por las venas de sus hermanos. Sí, se había entregado al voluptuoso placer de la cólera. Había matado al oráculo. Ya lo sabía: no era mejor que sus hermanos. El también era capaz de matar por Massaba. La orden de su padre era lo único que lo mantenía alejado de la carnicería y la fiebre del combate.

Vagaba por los caminos, sin comer ni detenerse, abrumado por el cansancio y el horror, vagaba cabizbajo huyendo instintivamente de todo ser vivo. Quería estar solo, ser invisible. Creía que llevaba su crimen escrito en las manos. A veces, lloraba y murmuraba:

– Soy un Tsongor, soy un Tsongor, alejaos de mí.

196

Samilia había abandonado Massaba como una cautiva que huye, sin llevarse nada. Los primeros días pensó que tendría que librar batalla y se preparó para hacerlo. Sango Kerim y Kuame no tardarían en darle alcance, y tendría que volver a gritarles que la dejaran. Estaba decidida, no quería ceder nada más, pero el tiempo pasaba y ni Sango Kerim ni Kuame se presentaban. Era evidente que nadie la perseguía, no se había equivocado, ya no era nada. Habían empezado la guerra por ella, pero, después del primer muerto, después del primer hombre que vengar, había dejado de ser el motivo de la lucha. La sangre llamaba a la sangre, y los pretendientes habían acabado olvidándola. Nadie la perseguía, salvo el viento de las colinas.

A partir de ese momento, la vida no fue para ella más que un vagabundeo nómada. Iba de pueblo en pueblo y vivía de la caridad de las gentes; por los caminos del reino, los campesinos dejaban de cavar la tierra para ver pasar a aquella extraña amazona y contemplaban a aqueÚa mujer de negro que avanzaba con la cabeza baja; nadie se le acercaba. Atravesaba regiones enteras sin despegar los labios, sin pedir otra cosa a la vida que fuerzas para continuar. Envejeció en los caminos, yendo siempre hacia delante. Acabó llegando a los confines del reino, y sin darse cuenta siquiera, sin dignarse mirar el continente que abandonaba, cruzó aquella última frontera y penetró en tierras inexploradas, yendo aún más lejos que el rey Tsongor en sus años mozos, dejando que a sus espaldas desaparecieran las tierras natales del reino y su antiguo sabor. Fue entonces cuando realmente ya no fue nada, ya no tenía ni nombre ni pasado; para quienes se cruzaban con ella no era más que una extraña figura con la que apenas se osa hablar y a la que se ve pasar con la vaga sensación de que en ella hay algo violento que es mejor evitar. La gente rezaba para que no se detuviera, y Sami – lia nunca se detenía. Avanzaba testarudamente por caminos y senderos, hasta no ser más que un punto que se pierde en la distancia.

Kuame y Sango Kerim se habían convertido en las secas sombras de dos cuerpos extenuados. La partida de Sami – lia les había oscurecido la mente, ya no pensaban, ya no deseaban, sólo querían morder y hacer sangrar a la tierra. En eso acababan tantos años de guerra, tanto matar, tanto esperar, para que a fin de cuentas ya no les quedara otra cosa que llorar que sus recuerdos de batalla; hasta los perros parecían reírse a su paso. La locura que hasta entonces había consumido sus carnes los envolvió por completo.

De Massaba ya no quedaba nada, era una ciudad destruida desde el interior. Las casas se habían caído, las habían desmontado piedra a piedra para tapar los agujeros de las murallas. Ya nada tenía forma, sólo se mantenía en pie un perímetro de muros que protegía un montón de ruinas de los asaltos exteriores. El polvo había reemplazado a los adoquines y los árboles frutales habían sido cortados y quemados. Samilia se había ido, y, al final del combate, la batalla estaba perdida para todos.

Así las cosas, Kuame y Sango Kerim reunieron a sus ejércitos en la llanura por última vez, y, por última vez, se dirigieron la palabra.

– Es el fin – dijo Sango Kerim -, lo sabes tan bien como yo, Kuame, sólo nos queda acabar lo que empezamos. Aún hay hombres que deben morir y todavía no han caído. Ninguno de los dos puede sustraerse a esta última batalla, pero quiero proclamar aquí la regla del último día, tras lo cual callaré y no conoceré otra cosa que la muerte y la furia. Ante nuestros dos ejércitos reunidos, digo esto: que quienes quieran irse lo hagan hoy. Todos os habéis batido dignamente. La guerra acaba hoy, lo que empieza a partir de ahora es la venganza. Quienes tengan un sitio al que volver, que vuelvan a él; quienes tengan una mujer con la que regresar, que partan de inmediato, y quienes no tengan la muerte de algún ser querido que vengar, que arrojen sus armas al suelo. Para ellos hoy se ha acabado todo; no habrán obtenido ninguna de las riquezas que esperaban ganar aquí, pero se van con vida, que la conserven celosamente. En cuanto a los demás, que se preparen para librar la última batalla; no habrá tregua, combatiremos día y noche, combatiremos olvidando Massaba y sus tesoros, combatiremos para vengarnos.

– Lo que dices es justo, Sango Kerim – respondió Kuame -, la guerra no pasará de hoy. Lo que nacerá a continuación será la carnicería de los rabiosos; los que aún pueden, que se vayan sin vergüenza y vuelvan al lugar del que vinieron para contar quiénes fuimos.

En las filas de los guerreros el silencio fue prolongado e inquieto. Todos se miraban, pero nadie se atrevía a moverse, nadie quería ser el primero en marcharse. Fue entonces cuando Rassamilagh tomó la palabra.

– Me voy, Sango Kerim. Hace mucho tiempo que perdimos esta guerra, hace mucho tiempo que me levanto como un vencido día tras día. Recuerdo con dolor la noche en que bebimos el licor de mirto del desierto y todo podría haber acabado. Te he seguido a todas partes, he soportado todo lo que tú has soportado, pero hoy me acojo a la paz. Si alguno de los presentes tiene que vengarse de mí, si alguien quiere hacerme pagar la muerte de un hermano o un amigo, me enfrentaré a él, pero si nadie se presenta, me marcho y entierro la guerra de Massaba en la arena de mi pasado.

Nadie se movió. Rassamilagh abandonó las filas lentamente, y eso fue el comienzo de una gran desbandada. En cada campo, en cada tribu, eran muchos los hombres que se decidían; los jóvenes porque aún tenían muchos años por delante y querían volver con sus familias, los viejos porque los dominaba un tozudo deseo de ser enterrados en su tierra. Por todas partes se veían guerreros abrazándose. Los que se marchaban se despedían de los que se quedaban, los abrazaban y los encomendaban a la tierra, les ofrecían sus armas, sus cascos y sus monturas, pero los que se quedaban no querían nada; eran ellos, por el contrario, quienes debían dar, decían que para ellos se acercaba el fin y que pronto no necesitarían otra cosa que la moneda que se desliza entre los dientes de los muertos. Confiaban a los que partían sus bienes, sus amuletos y mensajes para los suyos. Eran como un gran cuerpo que se divide lentamente; las filas iban clareando en uno y otro campo.

Los que iban a marcharse no tardaron en estar listos, y abandonaron la llanura ese mismo día. Era mejor que no estuvieran allí cuando empezara la batalla; de lo contrario, el espectáculo de sus compañeros atrapados en la tormenta volvería a llamarlos a las armas.

En la llanura sólo quedó un puñado de hombres: eran los locos de la guerra, impacientes por abrazar la venganza. Todos querían vengar a un hermano o un amigo y miraban con el odio salvaje del perro al hombre sobre el que se arrojarían.

El viejo Barnak era uno de ellos. Aquellos de sus compañeros que habían decidido marcharse habían depositado a sus pies su reserva de qat; había un auténtico montículo de hierba seca. Barnak se agachó lentamente, cogió un buen puñado y se lo metió en la boca; mascaba, escupía, volvía a agacharse y cogía otro puñado. Cuando acabó de escupir, a su alrededor no quedaban más que pedazos de raíces mordisqueadas.

– A partir de ahora jamás volveré a dormir – murmuró para sí.

Ningún hombre había consumido nunca tal cantidad de droga. Barnak se estremecía de los pies a la cabeza. Sus músculos, fatigados por los años, volvían a tener el vigor de las serpientes, y las visiones que lo asaltaban le hacían poner los ojos en blanco y le llenaban la boca de espumarajos. Estaba listo.

Se dio la señal y empezó la lucha, una última batalla de enajenados. Ya no había estrategia ni fraternidad que valieran, cada uno luchaba por su cuenta, no para conservar su vida, sino para arrancársela al enemigo que había elegido. Era como una pelea de jabalíes. Las cabezas reventaban, los chorros de sangre inundaban los rostros, las armaduras cedían. Un horrible clamor de estertores guerreros hacía temblar los viejos e inmóviles muros de Massaba.

Sango Kerim y Kuame fueron los primeros en arrojarse uno sobre otro. En el centro de la refriega, trataron de atravesarse el costado por todos los medios, pero, una vez más, ni el uno ni el otro conseguían vencer. El sudor les perlaba la frente, se agotaban en vano; de pronto apareció Barnak, quien, con un rápido movimiento del brazo, decapitó a Sango Kerim. Su cabeza rodó tristemente por el polvo, y al caudillo nómada ni siquiera le dio tiempo de decir adiós a la ciudad que lo había visto nacer, pues la vida ya había escapado de su cuerpo. Kuame bajó la espada, no podía creerlo, su enemigo yacía ante él, a sus pies. Pero no le dio tiempo de alegrarse por la victoria: el viejo Barnak se había vuelto hacia él y lo miraba con ojos de loco. Ya no conocía a nadie, a su alrededor no veía otra cosa que cuerpos que atravesar. Hundió la espada hasta la empuñadura en el cuello de Kuame, que lo miró con ojos desorbitados por el asombro y se desplomó sin vida, ejecutado por su amigo a los pies de su enemigo decapitado.

En un abrir y cerrar de ojos, Barnak se vio atacado por decenas de guerreros de ambos bandos. Lo rodearon como cazadores que acorralan a una bestia salvaje y la matan a palos. Así murió, traspasado por decenas de lanzas, pisoteado y lapidado por los dos ejércitos.

Los guerreros perecían por todas partes, los golpes se amontonaban sobre los golpes; lentamente, todo se extinguía, ya no quedaban más que hombres con horribles heridas que se arrastraban con los codos intentando escapar al festín de las hienas, que ya infestaban la llanura. El último en morir fue Sako. Su hermano Danga le abrió el vientre, y sus entrañas se esparcieron por el suelo. En un esfuerzo supremo, consiguió herir a su hermano en un pie. Danga reía mientras la sangre le manaba del tendón seccionado, había ganado.

– Te mueres, Sako, y la victoria es mía, y míos son Massaba y el reino de mi padre. Te mueres, he acabado contigo.

Dejó el cadáver de su hermano a sus espaldas y quiso correr hacia Massaba para abrir las puertas de la ciudad como amo y señor, para gozar de lo que era suyo, pero la sangre seguía brotando de su herida. Ya no podía andar y cada vez se sentía más débil; de pronto, la ciudad le pareció infinitamente lejana. Empezó a arrastrarse sin dejar de reír, no comprendía que se estaba cumpliendo la predicción. Él, gemelo de Sako, que había nacido dos horas más tarde que su hermano, moría dos horas después de él. Sus vidas habían durado lo mismo, Sako lo había precedido en la muerte y lo esperaba, impaciente; Dango se vació de sangre lentamente. Y así como al nacer había caído de bruces sobre la sábana tinta en la sangre de su hermano, en ese momento agonizaba sobre el polvo enrojecido por la matanza. Todo se había consumado, la muerte del uno significaba el término de la vida del otro.

Cuando Danga expiró sin haber podido alcanzar las puertas de Massaba, un silencio inmenso se abatió sobre la ciudad, ya no quedaba nadie; era la hora de los carro – ñeros y del lento vuelo de los pájaros carniceros.

– ¿No lloras, Tsongor? – La voz de Katabolonga resonó en la inmensa cámara funeraria. El cadáver no respondió -. ¿No lloras, Tsongor? – repitió Katabolonga. Tsongor oía la lejana voz de su amigo, pero no respondía; no, no lloraba, aunque veía pasar a todos sus hijos, a todos los guerreros de Massaba, a los últimos combatientes. Estaban allí, ante sus ojos, con el rostro destrozado, con la mirada apagada por los años de guerra; estaban allí, avanzando con paso lento, como un cortejo moribundo. Veía a Kuame y a Sango Kerim, veía a sus dos hijos, Sako y Danga, que seguían enzarzados en la lucha; estaban todos allí. Tsongor no lloraba, no, tenía la sensación de estar viendo pasar una columna de locos sedientos de sangre; estaba inmóvil, ni siquiera intentaba llamarlos. Sólo desprecio, sólo sentía desprecio por aquellos combatientes que se habían matado del primero al último. No, no lloraba; al pasar junto a él, los muertos percibieron su presencia y bajaron la cabeza. Tsongor estaba allí, juzgándolos con su mirada de antepasado, Tsongor los dejaba pasar sin pronunciar palabra, sin intentar abrazarlos y besarlos en la sien por última vez. Fue entonces cuando los invadió la vergüenza y siguieron avanzando hacia la orilla, sin esperar nada más. Tsongor los miraba mientras se alejaban; estaban todos allí, no pasó por alto ningún cuerpo, ningún rostro. Estaba seguro de que Samilia no se encontraba entre ellos. Su cólera no hizo más que aumentar y, dirigiéndose a los condenados, habló al fin con voz pétrea, con la ira del padre ofendido.

– No teníais derecho – les dijo -, ningún derecho a morir. Samilia está viva, la habéis dejado sola. Debíais luchar por ella, pero os habéis destrozado del primero al último y la habéis olvidado. Ya no queda nadie para velar por ella. Os maldigo, no teníais derecho.

La tropa desapareció lentamente, nadie se atrevió a volverse. Tsongor se quedó allí, era la única sombra que no podía pasar al otro lado. Una voz lejana lo llamaba al mundo de los vivos. Tsongor la conocía, era la voz de Katabolonga.

– ¿No lloras, Tsongor?

No, no lloraba; apretaba los puños con cólera, maldiciendo a los condenados.

Suba seguía recorriendo los caminos, pero su comportamiento había cambiado. Era como una sombra miedosa, evitaba las ciudades, se mantenía alejado de los hombres. El asesinato del oráculo seguía torturándolo, la vergüenza no le daba tregua. Pensaba en su padre, en sus conquistas, en sus crímenes, y ahora creía comprenderlo. No paraba de reflexionar sobre las palabras del oráculo; sí, la anciana tenía razón, sólo se inspiraba asco. Ya no pensaba en las tumbas, y la idea de tener que dirigir otra obra lo horrorizaba; no, no construiría la última tumba, quería huir, desaparecer del mundo. Era un peligro para los hombres, sus manos podían matar. Lentamente, como un viejo decrépito, avanzaba hacia los grandes desfiladeros del norte, aquellas altas y escarpadas montañas, salvajes y abandonadas por el hombre. Sólo podía esconderse allí, allí, donde nadie iría a buscarlo. Quería desaparecer, y los grandes desfiladeros le parecían el abismo ideal para perderse.

Cuando llegó, el prodigioso espectáculo de las montañas lo dejó sobrecogido. Era un macizo muy accidentado, surcado por largos desfiladeros semejantes a angostos caminos de piedra, pasillos en los que apenas cabía un hombre; allí nada tenía medida humana. A veces, después de haber recorrido un desfiladero, llegaba al borde de un precipicio, y era como estar en una terraza: hasta donde alcanzaba la vista, no había otra cosa que el inmenso silencio de las montañas. Por primera vez desde el asesinato del oráculo, se sentía en paz; de vez en cuando, un halcón solitario rasgaba el cielo, estaba solo en un mundo salvaje. Suba se dejó llevar por su mula.

Durante tres días vagó por aquel laberinto de piedra, plegándose a los caprichos de su montura, sin comer ni beber, como una sombra que muere lentamente empujada por el viento. Al cuarto día, cuando las fuerzas lo habían abandonado por completo, se vio de pronto ante la entrada de un palacio excavado en la roca. Al principio creyó que tenía alucinaciones; pero la entrada estaba allí, austera y suntuosa. Era allí, sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, lo supo de golpe. Bajó de la mula y se arrodilló ante el palacio. Era allí. Tal vez fuera el mismo Tsongor quien había construido aquel palacio, sí, tal vez hubiera llegado allí y hubiera sentido por aquel lugar lo mismo que él ante el ciprés de las tierras soleadas; o tal vez aquel palacio silencioso e ignorado por todos hubiera existido siempre, olvidado por los hombres. Sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, un lugar suntuoso pero escondido, una tumba regia y majestuosa que ningún hombre encontraría jamás. Allí era donde debía reposar Tsongor, las montañas tenían su misma grandeza. Allí podría esconder su vergüenza, ya no le cabía duda, una tierra que no tenía la medida del hombre, infinitamente más bella y más salvaje, un lugar fuera del mundo; lo había encontrado.

Volvió a montar con la certeza de que su viaje había acabado. Ya no le quedaba más que volver a Massaba. Había construido seis tumbas repartidas por todo el reino y había encontrado la séptima, la última morada de Tsongor. Ya sólo quedaba enterrarlo para que pudiera descansar en paz.

Ningún rumor, ningún ruido de batalla perturbaba ya el profundo sueño del rey. Tsongor y Katabolonga habían dejado de hablar, no había nada más que decir; sin embargo, el viejo rey seguía removiéndose en su tumba. Katabolonga creía que se debía una vez más a la moneda roñosa, que el deseo de pasar a la orilla de los muertos volvía a torturar a Tsongor, pero un día el difunto rey habló al fin, y hacía tanto tiempo que Katabolonga no oía su voz que dio un respingo, como un mono asustado.

– Legué mi imperio a mis hijos – dijo Tsongor -. Lo devoraron a bocado limpio y se mataron unos a otros sobre un montón de ruinas. No lloro por ellos, pero ¿qué le di a Samilia? Ni el marido que le había prometido ni la vida a la que tenía derecho. ¿Qué habrá sido de ella? De Samilia no sé nada, era mi única hija y no recibió nada de mí. A Suba tal vez le transmitiera lo que soy, pero Samilia es la parte que se me escapó. Sin embargo, fue para ella para quien más preparé mi legado. Quería darle un hombre, tierras; quería que mi vida sirviera para eso, para ponerla a cubierto, para que nada pudiera dañarla jamás; quería que mi sombra de padre velara por ella y sus descendientes. Pero no le dejé otra cosa que el luto, el luto por su padre y luego el luto por sus hermanos, uno tras otro, la muerte de sus pretendientes, el saqueo de la ciudad. ¿Qué recibió de mí? Promesas de fiestas y la ceniza de las casas saqueadas. Samilia es la parte sacrificada. Yo no quería eso, nadie lo quería, pero todos la olvidaron.

Tsongor calló y Katabolonga no respondió, no tenía nada que decir. Él también pensaba a menudo en Samilia. A veces se preguntaba si no era su deber buscarla para escoltarla allí donde fuera, para velar por ella, pero no había hecho nada. A pesar de la compasión que le inspiraba, sentía que su sitio no era ése. Su fidelidad consistía en esperar a Suba, no debía haber otra cosa, así que había dejado desaparecer a Samilia, como todos los demás. Y, como todos los demás, tenía remordimientos, porque sentía que aquella mujer era sagrada, sagrada por todo lo que había sufrido, sagrada porque todos, uno tras otro, sin ni siquiera darse cuenta, la habían sacrificado.

Suba tomó el camino de regreso. Cabalgó durante semanas, impaciente por volver a ver su tierra natal y preocupado por lo que encontraría en ella. Su mula había envejecido, avanzaba más despacio y se había quedado casi ciega, pero seguía llevándolo por los caminos del reino sin dudar nunca. De su silla aún pendían las ocho trenzas de las mujeres de Massaba, que el tiempo había encanecido, eran el reloj de arena de Suba. Había transcurrido toda una vida. Llegó a la cima de la más alta de las siete colinas al alba, Massaba estaba a sus pies. De golpe parecía haberse convertido en un pequeño e insignificante montón de piedras, sólo las murallas conservaban su imponente silueta. La llanura estaba desierta y los poblados de tiendas que antaño se apretujaban al pie de las murallas habían desaparecido. Ya ni siquiera se distinguía el trazado de los caminos que en otro tiempo llenaban muchedumbres de afanosos mercaderes, ya no quedaba nada. Lentamente, Suba bajó a la llanura y entró en Massaba.

Era una ciudad desierta, no se oía el menor ruido, no se percibía un solo movimiento en torno a aquellas piedras impasibles, todo se había desintegrado. Los habitantes que habían sobrevivido a la larga guerra habían acabado huyendo de aquel lugar maldito, lo habían dejado todo tal cual, las plazas, las casas en ruinas… El tiempo y la vegetación se habían apoderado de todo. En ese momento las fachadas estaban cubiertas de verde musgo y las malas hierbas prosperaban en los patios, en las azoteas, entre las tejas y en las grietas de los muros. Era como si la vegetación se hubiera tragado la ciudad poco a poco. La hiedra envolvía las casas que aún seguían en pie y el viento zarandeaba las puertas y formaba densos remolinos de polvo. Suba recorrió las calles de la ciudad con las mandíbulas apretadas. Massaba no había caído, no, se había podrido lentamente; los vestigios de los combates de antaño alfombraban las calles, fragmentos de cascos, astillas de cristal, trozos de máquinas de guerra calcinadas. Todo iba acudiéndole a la mente: los rostros de los que había dejado atrás, la presencia de sus hermanos, la última noche que habían pasado juntos, la víspera de su partida, las canciones, los licores que habían bebido. Recordaba la mano de su hermana acariciándole el brazo, recordaba las lágrimas que había vertido; era el único que sabía que todo aquello había existido. Su mula avanzaba en medio de la desolación, y él se sentía tan viejo como si tuviera varios siglos. Volvía a ver un mundo desaparecido, recorría calles devoradas por el pasado; era como un estúpido superviviente que ve morir a toda una generación de hombres y se queda solo, estupefacto, en medio de un mundo sin nombre.

Cuando entró en el viejo palacio del rey Tsongor, un fuerte olor le abofeteó el rostro. Una colonia de monos había trasladado su domicilio a las inmensas salas del edificio, se contaban por centenares, por miles, y las alfombras estaban cubiertas de excrementos. Saltaban de habitación en habitación agarrándose a las lámparas, y Suba tuvo que abrirse paso entre ellos apartándolos a puntapiés. Eran monos aulladores y sus agudos chillidos eran lo único que se oía en la ciudad, quejas de animal inarticuladas. A veces se pasaban la noche entera chillando de ese modo, dando desgarradoras serenatas que hacían temblar las paredes del palacio.

Suba bajó a la gran cámara donde reposaba su padre. Estaba a oscuras, avanzó despacio, a tientas, y tropezó varias veces. De pronto, en mitad de la sala, se oyó un brusco chasquido al que siguió un resplandor que lo deslumhró, alguien acababa de encender una antorcha.

Suba se quedó pegado a la pared durante unos instantes, estupefacto; poco a poco, distinguió el sepulcro sobre el que reposaba su padre. Junto a él había alguien, con el rostro iluminado por el resplandor de la antorcha.

– Tsongor te esperaba, Suba.

Reconoció aquella voz al instante, era como si se hubiera marchado el día anterior. El hombre al que tenía ante sí era Katabolonga, el portador del taburete de oro de su padre. Estaba allí, tan descarnado como una vaca sagrada, con las mejillas hundidas y una larguísima barba que se le comía el rostro. Estaba sucio, pero se mantenía bien erguido. Durante todos aquellos años se había alimentado de los monos que se aventuraban a bajar allí sin moverse jamás, permaneciendo siempre junto a la cabecera del muerto. Suba se sintió invadido por una alegría inmensa, quedaba un hombre, un hombre que conocía el mundo en el que él había nacido, que recordaba el rostro de sus hermanos, sabía lo hermosa que era Samilia y lo que habían sido las fuentes de Massaba. Quedaba eso; allí, en medio de los huesos de mono roídos y la oscuridad, quedaba un hombre que lo había esperado y podía pronunciar su nombre.

Juntos cumplieron la promesa que le habían hecho a Tsongor: cogieron el cadáver del rey con precaución y lo sacaron al exterior, allí construyeron una especie de camilla de madera que engancharon a la vieja mula, y Suba se puso en camino una vez más.

Abandonaron para siempre la soberbia ciudad de antaño al liquen y los monos. Caminaban a ambos lados de la mula sin hablar, los dos velaban por el cuerpo del rey muerto. De pronto, en el instante en que llegaron a la cima de la colina, oyeron el gran coro quejumbroso de los monos aulladores. Era como el último adiós de la ciudad o como la risa burlona del destino, que elevaba su grito de victoria en un país de silencio.

Suba llevó el cadáver de su padre a las montañas púrpura del norte. Durante el viaje, Katabolonga le contó lo que había ocurrido en Massaba: la muerte de Libo – ko, la desaparición de Samilia y la inexorable destrucción de la ciudad. Suba no le hacía ninguna pregunta, ya no le quedaban fuerzas, sólo lloraba. El rampante interrumpía su relato y, más tarde, cuando las lágrimas se secaban, lo reanudaba, así que Suba vivió la agonía de Massaba y de los suyos por boca del viejo servidor de Tsongor.

Llegaron a las montañas púrpura y se internaron en los estrechos desfiladeros. Katabolonga miraba aquel laberinto rocoso, aquellos escarpados pasillos en los que el sol a duras penas conseguía penetrar, como habría mirado un lugar santo. La alta silueta de las rocas tenía algo de eternidad suspendida. Allí no había más seres vivos que algunas cabras monteses y grandes lagartos que se deslizaban de piedra en piedra.

Llegaron a la tumba tras una hora de marcha. Ante ellos se alzaba, la suntuosa fachada del palacio, excavada en la piedra ocre, parecía la silenciosa puerta que llevaba al corazón de las montañas.

Depositaron el noble cadáver de Tsongor en la última sala del palacio. Suba le puso la túnica real con la amorosa delicadeza de un hijo; luego, posó la mano en el pecho de su padre y se recogió durante unos momentos. Llamaba a su espíritu. Cuando sintió que el rey Tsongor volvía a estar allí, rodeándolo con su presencia, pronunció al oído del cadáver la frase que había conservado en la memoria durante tantos años:

– Soy yo, padre, soy Suba. Estoy junto a ti, escucha mi voz, estoy vivo. Descansa en paz, pues todo se ha cumplido.

Y besó la frente del rey Tsongor. De improviso, el cadáver sonrió con dulzura; oía la voz de su hijo y comprendía por su tono, más maduro, más grave que antaño, que habían pasado los años, que, a pesar de las guerras y las matanzas, al menos una cosa había ocurrido como había previsto. Suba estaba vivo y había cumplido su palabra. Había llegado el momento de desaparecer. Katabolonga se acercó lentamente, de una de las cajitas de caoba que llevaba colgadas del cuello, sacó la vieja moneda de Tsongor y delicadamente, sin decir palabra, la deslizó entre los dientes del muerto. Todo había acabado. Al término de su vida, Tsongor moría sin otro tesoro que la moneda que se había llevado consigo al iniciar su vida de conquistas. Así dio fin la lenta agonía del rey Tsongor. Sonrió con tristeza, como un ajusticiado, sonrió contemplando los rostros de su hijo y de su viejo amigo y murió por segunda vez.

Suba permaneció largo rato junto a la cabecera del cadáver. Conservaba en su mente la última expresión de su padre, aquella sonrisa triste y lejana que no le había visto esbozar en vida. Comprendía que para Tsongor no podía haber alivio; a pesar del regreso de su hijo y de la moneda de Katabolonga, el viejo rey había muerto pensando en Samilia, y ese recuerdo lo atormentaría incluso en la muerte.

Suba colocó la pesada losa de mármol y selló la tumba; todo había acabado, había cumplido con su deber. En ese momento, Katabolonga se volvió hacia él y le habló con suavidad.

– Ahora ve, Suba, y vive la vida que debes vivir sin temer nada. Yo me quedo con Tsongor, estaré aquí, no me moveré.

Y antes de que Suba pudiera decir nada, el gran rampante de arrugado rostro lo apretó contra su pecho y le indicó que se marchara. No había nada más que decir, Suba lo comprendió. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la tumba. Katabolonga se quedó mirando la silueta de su espalda y murmuró una plegaria para encomendarlo a la vida; sentía que la muerte crecía en su interior.

«Ya está – se dijo -, ahora me toca a mí. Ya no iré más lejos. Soy el último del viejo mundo. El tiempo del rey Tsongor y de Massaba ha concluido, el tiempo de mi vida, también. No iré más lejos.»

Se acurrucó a los pies de la tumba, como un centinela, listo para saltar, con una mano en el pomo del puñal y la otra sobre el sagrado taburete de oro, y murió. Su cuerpo se inmovilizó como la piedra y permaneció así por toda la eternidad, como una estatua vigilante que prohibe el acceso a un lugar sagrado a los extraños. Katabolonga estaba allí, para siempre, con la cabeza orgu – llosamente erguida, con los ojos clavados en la puerta de la tumba y en Suba, que se alejaba lentamente.

El hijo del rey Tsongor abandonó las vastas salas excavadas en la roca, volvió a salir a la luz del sol y montó en su eterna mula. Rehízo el camino entre las altas rocas, que lo observaban en silencio. Durante todas las noches de aquel viaje no había dejado de hacerse la misma pregunta: ¿por qué le había confiado aquella tarea su padre?, ¿por qué lo había condenado al exilio y la soledad?, a permanecer lejos de los suyos, a ignorar la suerte de Massaba. ¿Por qué lo había elegido a él, Suba, el menor de sus hijos? A él, que soñaba con una vida completamente distinta, que tantas veces había estado a punto de abandonar para acudir en ayuda de Massaba. Eran preguntas que lo inquietaban a menudo, pero a las que nunca había hallado respuesta. Había envejecido y había acabado considerando aquella tarea como una maldición que lo excluía del mundo y de la vida, pero en aquel momento comprendió de pronto que, durante su gran noche en blanco en la azotea de Massaba, su padre lo había intuido todo; había visto la aterradora guerra que se avecinaba, había visto el sangriento sitio de Massaba y las infinitas matanzas que cubrirían de sangre la llanura, había presentido que el mundo iba a vacilar, que todo desaparecería, que no quedaría nada y que ni él ni nadie podría oponerse a aquel viento salvaje que se lo llevaría todo. Así que había llamado a Suba y lo había condenado a años de vagabundeo y trabajos para que, durante todo ese tiempo, se mantuviera alejado de la desgracia que todo lo devora, para que, cuando todo acabara, quedara al menos un hombre. Y había acertado, quedaba uno, el último superviviente del clan Tsongor.

Suba había cumplido su promesa, pero la triste sonrisa de Tsongor lo obsesionaba. Quedaba Samilia, olvidada por todos y maltratada por la vida. Al principio pensó en lanzarse en su busca, pero conocía la inmensidad del reino y sabía que jamás la encontraría, sería una búsqueda vana. Reflexionó largo rato sobre su mula hasta llegar al último desfiladero de las montañas púrpura, allí levantó la cabeza y contempló el paisaje que lo rodeaba. Las montañas estaban a su espalda, la inmensidad del reino, ante él. Era el último hombre de un mundo extinguido, un hombre maduro que no había empezado a vivir; le quedaba vivir. Sonrió, ya sabía lo que tenía que hacer, construiría un palacio. Hasta ese día había obedecido a su padre y erigido las tumbas, una tras otra; a partir de entonces debía pensar en Samilia. Construiría un palacio, el palacio de Samilia, un edificio austero y suntuoso que sería el coronamiento de sus trabajos. Trataría de igualar la belleza de su hermana, lo haría de tal modo que el palacio hablara al mismo tiempo del fasto de su vida y del fracaso de una existencia devorada por la desgracia. Sí, eso era lo que le quedaba por hacer. En las tumbas de Tsongor nadie entraría jamás, las había sellado todas, una tras otra, para que en su interior sólo reinaran el silencio y la muerte. El palacio de Samilia estaría abierto, como un albergue regio para los viajeros; los hombres acudirían de todas partes para descansar en él, las mujeres dejarían ofrendas para honrar el recuerdo de la hija del rey Tsongor. Un palacio abierto a los vientos del mundo, como un caravasar resonante de voces y ruidos. Construiría aquel palacio, y quizá un día Samilia oyera hablar de aquel lugar que llevaba su nombre. Era la única esperanza que le quedaba, que su hermana oyera hablar del palacio y volviera junto a él. Construiría un palacio para llamar a su hermana, y si Samilia estaba ya demasiado lejos, si jamás volvía, no todo se habría perdido: el palacio estaría allí para contar a todos la locura de los Tsongor, para honrar el recuerdo de Samilia y ofrecer eterna hospitalidad a sus hermanas errantes.

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