Capitulo 2: El velo de Suba.

El luto envolvió Massaba de golpe. La noticia de la muerte del rey Tsongor se extendió por todas las calles, por todos los barrios, por todos los arrabales; saltó las murallas y corrió hasta las colinas del norte, donde llegó a oídos de Sango Kerim; tomó el gran camino empedrado del sur y salió al encuentro del cortejo de Kuame. De pronto, todo cesó. El día cambió de rostro: los vestidos y los adornos de boda desaparecieron para ceder el sitio a las túnicas de luto y las muecas de dolor.

Samilia estaba destrozada, su mente zozobró. No lo comprendía, su padre había muerto y los vestidos, las joyas y las sonrisas habían desaparecido. Una maldición le había destrozado la vida. Lloraba de rabia por la felicidad que le habían arrebatado. Le habría gustado maldecir a su padre por haberse quitado la vida el día de su boda, pero, en cuanto pensaba en él, le fallaban las piernas y, abrumada por el dolor, lloraba como una niña.

Los sacerdotes se llevaron el cuerpo del rey Tsongor, lo lavaron, lo vistieron y le aplicaron un ungüento que devolvió a sus facciones una vaga sonrisa de muerto. Luego colocaron el cadáver sobre un catafalco en la sala más grande del palacio, quemaron incienso y cubrieron las altas ventanas con grandes postigos de madera para impedir que entrara el calor y el cuerpo se descompusiera. Y, en la penumbra, tenuemente iluminada por un puñado de antorchas, comenzó el velatorio del rey. Sus hijos estaban sentados a un lado del cadáver por orden de nacimiento. Primero, los dos mayores, los gemelos Sako y Danga; Sako ocupaba el lugar del heredero, porque había salido el primero del vientre de su madre, y Danga, cabizbajo, estaba sentado junto a él; a continuación, el tercer hijo de Tsongor, Liboko, que tenía a su hermana Samilia cogida de la mano, y por último, en el asiento del extremo, estaba Suba, el menor, con rostro inexpresivo. No dejaba de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre, intentaba comprender las razones de aquella muerte, pero no lo conseguía, y continuaba allí, con la mirada perdida, incapaz de explicarse cómo un día de alegría se había convertido en velatorio tan rápido.

Los hijos del rey Tsongor no se movían; todo el reino desfilaba lentamente ante ellos en la penumbra y el silencio. Los primeros en acudir fueron Gonomor, la mayor autoridad espiritual del reino, jefe de los hombres – helecho, y Tramón, que dirigía la guardia personal del rey; a continuación llegaron el intendente de palacio en representación de la corte; los dignatarios de Massaba; los antiguos compañeros de armas del rey, que, como él, habían pasado veinte años de su vida a caballo; los embajadores, los amigos y, por último, algunos hombres y mujeres de la ciudad, que consiguieron burlar los controles del palacio y se presentaron para dar el último adiós a su soberano.

Katabolonga estaba allí, sentado a los pies del cadáver, y a nadie se le ocurrió preguntarle nada. Lo habían encontrado en la azotea con el rey, con un cuchillo manchado de sangre en la mano; lo habían encontrado como se encuentra a un asesino, envolviendo aún el arma con el puño. Pero a nadie se le ocurrió culparlo, porque los cortes de las muñecas del rey decían bien a las claras que se había dado muerte él mismo y porque todo el mundo recordaba el pacto que unía a los dos hombres. Algunos visitantes, después de dar el pésame a la familia, incluso se acercaron a él y le murmuraron unas palabras al oído con dulzura. Katabolonga estaba sentado a los pies del rey al que había apuñalado y recibía, llorando, aquellas palabras de consuelo.

En el momento en que los últimos embajadores abandonaban la sala, anunciaron a Kuame, el príncipe de las tierras de la sal, que entró escoltado por sus compañeros más fieles: Barnak, el jefe de los mascadores de qat, y Tolorus, que comandaba las tropas del príncipe.

Al verlo, Sako pidió al resto de los visitantes que salieran para que la familia pudiera quedarse a solas con el príncipe y sus acompañantes. Kuame era un hombre hermoso, de ojos azul oscuro, noble porte y mirada franca. Era alto y fuerte, y su presencia emanaba calma y afabilidad. En primer lugar, se acercó al cuerpo de Tsongor y permaneció junto a él largo rato sin decir nada, con – í templando el cadáver con un rictus de dolor en el rostro; luego empezó a hablar, en voz alta para que todos lo oyeran:

– No era así, rey Tsongor – dijo en la penumbra con una mano posada en el catafalco -, como esperaba verte por primera vez. Me había hecho a la alegría de conocerte, a la alegría de tomar por esposa a tu hija y llamar hermanos a tus hijos. Creía que con el paso de los años me sería dado llegar a conocerte, como se llega a conocer una larga historia; quería estar a tu lado, como uno más de tus hijos, para velar por tu vejez. No era así, rey Tsongor, como debíamos conocernos, y no era la muerte quien debía invitarme a entrar en este palacio, sino tu vieja mano paternal, que me habría enseñado cada estancia, cada rincón, que me habría presentado uno por uno a todos los tuyos. Pero, en lugar de eso, tu mano muerta permanece inmóvil sobre tu pecho y no ves las lágrimas que vierto por ese encuentro que la vida nos ha negado.

Cuando acabó de hablar, Kuame besó la mano del difunto, se acercó a los hijos y les dio el pésame en voz baja uno por uno. Samilia esperaba su turno con la cabeza baja; se repetía sin cesar que no debía levantarla, que hacerlo sería impúdico, pero una extraña excitación iba apoderándose de la princesa. Cuando Kuame se arrodilló ante ella, Samilia alzó el rostro instintivamente, y la proximidad del príncipe la sobresaltó. Estaba allí, ante ella, y era hermoso, tenía los labios bien dibujados. No oyó lo que dijo, pero vio que sus ojos la miraban con fiebre, y gracias a esa mirada comprendió que Kuame aún la quería, a pesar del luto. Comprendió que había ido hasta allí para eso, para decirles a todos que, a pesar de aquella muerte, le habían prometido a Samilia y esperaría lo que fuera necesario para hacerla suya. Y ella se sintió agradecida; aún era posible un poco de vida, se lo decía aquel rostro, a pesar del dolor y del luto, a pesar de todo, se le ofrecía un poco de vida, puede que no todo estuviera perdido. No podía apartar los ojos de aquel hombre, que le decía que no todo había acabado ese día.

Sako se levantó para acompañar a Kuame y agradecerle su presencia, pero, en ese momento, la puerta de la sala se abrió bruscamente y, sin dar tiempo a que lo anunciaran, Sango Kerim entró acompañado por Rassamilagh, un hombre alto y delgado, vestido con ropa negra y azul. Durante unos instantes, todos permanecieron inmóviles y se observaron tratando de reconocerse.

Samilia contemplaba al hombre que acababa de entrar. Estaba estupefacta; era él, sí, Sango Kerim. El pasado resurgió ante ella de golpe; contempló a aquel hombre y, durante unos segundos, tuvo la sensación de haber vuelto a la época en que vivía con ellos, a la época en que su padre aún vivía, y eso la reconfortó. En su vida había algo inmutable, algo sólido, que no cambiaba; Sango Kerim volvía a rodearla con su presencia, como antaño. Samilia lo miraba con avidez, estaba allí, ante ella; en la desgracia, todavía podía contar con eso: la inmutable fidelidad de Sango Kerim. No había olvidado la presencia de Kuame, e intuía toda la violencia oculta en la confrontación de los dos pretendientes; sobre todo, sentía que en su interior crecía la tortura de la duda, pero, sencillamente, el rostro de Sango Kerim la reconfortaba. Era como si una voz lejana volviera a cantarle al oído las canciones de su infancia para tranquilizarla.

Ya todos lo habían reconocido, pero nadie se movía. Todos estaban al tanto de su regreso, todos sabían que el día anterior había visto a su padre y todos habían constatado con sorpresa hasta qué punto ese reencuentro había sido incapaz de suscitar la alegría del viejo Tsongor, hasta qué punto, por el contrario, lo había sumido en un profundo abatimiento. Pero ninguno se había atrevido a hacer indagaciones, y los preparativos de la boda, la ceremonia de los presentes y, en una palabra, la agitación general habían barrido todas las preguntas. Sin embargo, en ese momento volvieron a imponerse en las mentes de todos: ¿qué hacía allí?, ¿qué quería?, ¿qué le había dicho a su padre? A Danga y los demás les habría gustado hacerle aquellas preguntas, pero Sango Kerim permanecía inmóvil en mitad de la sala, con el rostro crispado; estaba pálido e intentaba disimular el temblor de sus manos, pero en vano. Desde que había entrado no dejaba de mirar a Kuame sin decir nada. Todo el mundo esperaba en silencio. Al fin, Sango Kerim, en quien convergían todas las miradas, tomó la palabra y se dirigió a Kuame, que lo escuchó sin comprender quién era aquel hombre, qué hacía allí y por qué se dirigía a él, que nunca lo había visto.

– Has venido… Sí, por supuesto… Has venido enseguida… sin aguardar ni siquiera un día. No, un día habría sido demasiado tiempo. Sí…

– ¿Quién eres? – le preguntó tranquilamente Kuame, que no comprendía qué sucedía.

Pero Sango Kerim no escuchaba.

– Has venido… – siguió diciendo -. Ni siquiera lo conocías…, pero aquí estás. Sí… Yo lo quería como a un padre. Cuando era niño, me pasaba las horas muertas mirándolo…, me acurrucaba en un rincón y lo observaba, porque quería aprender sus gestos, sus palabras… Como a un padre, sí, yo lo conocía. Has venido… para coger lo que deseas… a los mismos pies del muerto.

Kuame seguía sin comprender qué quería aquel hombre, pero la situación era cada vez más embarazosa, y, con tanta autoridad como rudeza, le espetó:

– Cállate.

Fue como una bofetada en el rostro de Sango Kerim, que guardó silencio y se puso aún más pálido; durante unos instantes, no dijo nada más, contempló el cuerpo del viejo Tsongor. Luego, sus ojos volvieron a posarse en Kuame, se deslizaron sobre él con desprecio, y se dirigió a Saleo con frialdad.

– He venido a buscar a Samilia.

Los hijos del rey Tsongor se levantaron como un solo hombre; Sako estaba blanco de cólera.

– Sango – dijo el primogénito del rey -, sería mejor que abandonaras la sala porque estás desvariando, y esto es indigno.

– He venido a buscar a Samilia – repitió Sango Kerim.

Esa vez, Kuame no pudo aguantar.

– ¿Cómo te atreves? – gritó.

Sango Kerim lo miró tranquilamente y respondió:

– Hago lo mismo que tú: como tú, vengo en un día de luto para pedir lo que es mío; como tú, sí, con el mismo impudor. Soy Sango Kerim, me crié aquí, con el rey Tsongor, crecí con Sako, Danga, Liboko y Suba, y pasé días enteros en compañía de Samilia; ella me prometió que sería mía. Al enterarme de que se casaba, vine para recordarle a Tsongor la promesa de su hija. Me prometió una respuesta, pero no ha cumplido su palabra, ha preferido morir. Sea. Hoy he vuelto y te digo que me llevo a Samilia. Eso es todo.

– Tú eres Sango Kerim y yo no te conozco – le respondió Kuame presa de la cólera -. No conozco ni a tu madre ni a tu padre, si es que los tienes. Jamás he oído tu nombre ni el de tus antepasados, no eres nadie, podría barrerte de un revés porque nos has insultado a todos, aquí, ante los restos del rey Tsongor. Ofendes el luto de una familia y me insultas.

– No tengo más que un pariente, en efecto – dijo Sango Kerim -, y a ése al menos lo conoces. Es el hombre que yace ahí, es el único que me crió.

– Es tu único pariente, dices, y ayer viniste a matarlo – replicó Kuame.

Sango Kerim se habría arrojado sobre su interlocutor para molerlo a palos, para hacerle pagar lo que acababa de decir, si, de pronto, la vieja y cascada voz de Katabolonga, que seguía sentado a los pies del muerto, no hubiera resonado en la sala.

– Nadie más que yo puede pretender haber matado a Tsongor. – El servidor se había puesto en pie, majestuoso, imponiendo a todos un profundo silencio -. Lo hice porque me lo pidió; del mismo modo, me levanto ante vosotros y digo lo que él quería que oyerais: la desgracia se ha abatido sobre Massaba, Tsongor os pide que enterréis vuestros planes de boda con su cadáver. Volved al lugar del que habéis venido y dejad a Samilia con su dolor. Tsongor no intenta ofenderos, desde el fondo de su muerte, os suplica que renunciéis. La vida no ha querido que Samilia se case.

Situados a uno y otro lado de Katabolonga, los dos hombres se miraban. Al principio lo habían escuchado con respeto, pero habían acabado impacientándose; en ese instante temblaban de rabia. Kuame fue el primero en hablar.

– En ningún momento he pensado en casarme con Samilia hoy, en este día de luto; esperar no es ninguna ofensa, seré paciente. Que el rey, en su muerte, no se inquiete. Si es necesario, esperaré meses, y cuando hayáis acabado de celebrar los funerales, sellaré con vosotros la unión de nuestras dos familias y de nuestros dos imperios. ¿Por qué iba a renunciar? No pido nada. Lo único que hago es ofrecer mi sangre, mi nombre y mi reino.

– Tú esperarás – dijo secamente Sango Kerim, fuera de sí -, sí, por supuesto, y entre tanto consolidarás tus posiciones. Te prepararás para la guerra, para que, llegado el día, no me quede ninguna posibilidad de tomar posesión de lo que me corresponde por derecho. De modo que lo digo aquí, ante todos vosotros: yo no espero.

Sako, pálido, se volvió hacia Sango Kerim y le gritó:

– ¡Insultas la memoria de nuestro padre!

– No, no espero – repitió Sango Kerim, tranquilo y altivo -. No obedezco a Tsongor, aunque lo quería como a un padre. Los muertos no dan órdenes a los vivos.

Katabolonga miraba a los dos rivales de hito en hito; intentaba comprenderlos, calibrar el odio que sentían el uno por el otro, pero no lo conseguía.

– Tsongor se mató por mis manos – dijo el viejo servidor -, porque sentía que la guerra se acercaba y no veía otro modo de evitarla. Se mató pensando que al menos su cadáver detendría vuestra carga, pero a pesar de todo corréis a arrojaros el uno sobre el otro, pisoteando sus palabras y su cadáver.

– ¿Quién pisotea el honor de quién? – preguntó Kuame con frialdad -. Yo he venido a casarme, me lo pidió el mismo Tsongor; he atravesado mi imperio y el suyo para venir aquí, y, en lugar de acogerme con alegría, mi anfitrión me invita a su funeral.

Una algarabía demencial invadió la estancia: todo el mundo hablaba a la vez, todos gritaban, todos gesticulaban, ya nadie se preocupaba del muerto, hasta que una voz firme y llena de autoridad impuso silencio.

– Por hoy, al menos, aún me debo a mi padre. Salid de aquí y dejadnos llorar.

Samilia se había puesto en pie y su voz había acallado el tumulto. Todos se quedaron inmóviles; luego, los hombres, avergonzados de que los llamaran al orden de aquel modo, obedecieron, pero antes de abandonar la sala Sango Kerim se volvió y declaró:

– Mañana al alba me presentaré ante las puertas de la ciudad. Si tus hermanos no te llevan ante mí, declararé la guerra a Massaba.

Sango Kerim salió y dejó atrás el viejo cuerpo del rey Tsongor, cuya seca y nudosa mano pendía sobre el suelo. Las antorchas iluminaban la sala. El clan Tsongor seguía allí, reunido en torno al padre por última vez, envuelto en un intenso olor a incienso. Lloraban la muerte del anciano, lloraban la vida de antaño, lloraban las batallas por venir.

Cuando los hijos del rey Tsongor volvieron a quedarse solos, Suba se volvió hacia su hermana y sus hermanos y les dijo:

– Hermana, hermanos, tengo que comunicaros algo y voy a hacerlo aquí, en presencia de nuestro padre. Lo vi ayer por la noche, me llamó a su lado. No puedo repetiros lo que me dijo porque me hizo jurar que no se lo diría a nadie, pero os digo esto: mañana me iré. No enterréis a Tsongor, embalsamad su cuerpo y ponedlo al abrigo, en los subterráneos de palacio, que repose allí hasta mi regreso. Mañana me iré y no sé cuándo volveré. Nuestro padre quería que hiciera lo que os digo. No me llevaré nada, sólo un traje de luto y un caballo. Estaré fuera mucho tiempo, años, toda una vida, quizá; olvidadme. No intentéis retenerme ni, más tarde, encontrarme. Lo que os pido es la voluntad de Tsongor. No quiero nada para mí, repartios el reino entre vosotros, haced como si yo hubiera muerto porque, a partir de mañana y hasta el día en que haya concluido la tarea que me encomendó Tsongor, abandono la vida.

Samilia, Sango, Danga y Liboko escuchaban y a duras penas podían contener las lágrimas. Suba era el menor, aún no había hecho nada, su vida era virgen; Suba era el menor, y era la primera vez que lo oían hablar así, con seguridad y firmeza. Les decía que renunciaba a la vida, que estaría muerto durante años; Suba hablaba y parecía haber envejecido de golpe. Sus hermanos se preguntaban por qué lo habría elegido Tsongor para llevar a cabo la tarea que necesitaba confiar a uno de sus hijos. ¿Por qué él, el más joven? Era un castigo que no merecía, renunciar a todo… de la noche a la mañana, y marcharse, a su edad, sin más equipaje que una túnica de luto.

Samilia lloraba. Sólo tenía dos años más que su hermano, se habían criado juntos, los lazos que los unían habían sido trenzados por las manos de la nodriza que les había dado el pecho, habían jugado a los mismos juegos en los pasillos del palacio. Samilia había velado por su hermano pequeño con la solicitud maternal de una niña. Ella era quien lo peinaba, quien lo cogía de la mano cuando tenía miedo, y ahora lo veía tomar la palabra y no reconocía su voz.

– Hermanos míos – dijo Samilia -, nos queda una última noche para estar juntos. Presiento que mañana empezarán para nosotros pruebas que nos dejarán desamparados y exangües. Nos crió el mismo padre, la sangre que corre por mis venas es la vuestra; hasta hoy éramos el clan Tsongor, los hijos del rey, su orgullo, su fuerza. El ha muerto y nosotros hemos dejado de ser sus hijos; a partir de hoy no tenemos padre. Vosotros sois hombres, mañana cada uno elegirá su camino. Presiento, como debéis de presentirlo vosotros, que ya nunca estaremos tan unidos como lo estamos hoy. No nos lamentemos, es así. A partir de mañana, cada cual trazará el camino de su vida, es natural, es necesario. Pero aprovechemos esta última noche que pasamos juntos. Que el clan Tsongor exista hasta el alba. Aprovechemos este tiempo, el tiempo de vivir y compartir. Que nos traigan de comer y de beber, que nos canten las tristes canciones de nuestro país. Digámonos adiós así, pasando juntos estas horas, porque tenemos que decirnos adiós, lo sé. Adiós a ti, Suba, a quien quiero como una madre quiere a su hijo; quién sabe qué encontrarás cuando vuelvas a nuestro lado…, quién sabe quién seguirá aquí para recibirte, lavarte los pies y ofrecerte la fruta y el agua de la hospitalidad…, quién sabe quién seguirá aquí para oír el relato de la vida que vivirás lejos de nosotros… Adiós también a vosotros, Sako y Danga, mis queridos hermanos gemelos, y adiós a ti, Liboko, que siempre fuiste mi consejero. Mañana empieza otra vida, y no sé si en ella aún seréis mis hermanos. Dejad que os estreche contra mi pecho uno a uno y perdonadme si lloro, es porque os quiero y porque es la última vez…

Samilia no acabó la frase, pues Suba la abrazaba ya con todas sus fuerzas. Las lágrimas resbalaban por sus rostros, y, como un río crecido desborda sus márgenes y va apropiándose de los arroyos cercanos, así las lágrimas fluyeron de los ojos del clan Tsongor, de Samilia a Suba, de Suba a Sako, de Sako a Liboko. Todos lloraban, pero al mismo tiempo sonreían, se miraban unos a otros como si quisieran grabar en su alma para siempre los rostros de aquellos a quienes amaban.

Cayó la noche. Pidieron de comer y llamaron a músicos y cantores, que cantaron a la tierra natal y el dolor de la partida, que cantaron los recuerdos del pasado y el tiempo que todo lo entierra. Los Tsongor estaban sentados muy juntos, se miraban, se abrazaban, se murmuraban miles de insignificancias que no hablaban de otra cosa que del amor que sentían los unos por los otros. Así pasaron aquella última noche en el palacio de Massaba, al son de las cítaras y del vino, que llenaba las copas con un dulce rumor de cascada melosa.

Los ecos de aquella última cena en común llegaron hasta la sala del catafalco como las indistintas notas de una dulce música y envolvieron el cuerpo del viejo Tsongor. Este oía aquellos sonidos gozosos desde el fondo de su muerte, se incorporó y ordenó a Katabolonga, que entendía el lenguaje de los muertos, que lo llevara allí.

Dos figuras avanzaron juntas por los desiertos pasillos del palacio en luto, procurando no dejarse ver; iban hacia la música, buscando por el dédalo del palacio la sala en la que todos estaban reunidos. Cuando al fin la encontraron, el viejo Tsongor se acurrucó en un rincón y contempló a sus hijos, reunidos por última vez. Los veía sentados muy juntos, con los brazos y las piernas entrelazados, con las cabezas juntas y los cabellos mezclados… como una carnada de perritos agolpados contra la barriga de su madre. Allí estaban sus hijos, reían, lloraban, se tocaban continuamente; corría el vino y la música llenaba los corazones de una melancolía voluptuosa.

El viejo rey muerto contempló a sus hijos en secreto y se dejó envolver, también él, por la dulce luz que bañaba la sala, por los olores y las voces. Estaban todos allí, sus hijos, ante él, felices. Entonces, como para agradecerles aquella noche compartida, murmuró para sí mismo:

– Está bien.

Y regresó a la marmórea gelidez de su catafalco.

El sueño acabó venciendo a los hijos de Tsongor, que se separaron, se retiraron a sus habitaciones y se durmieron a su pesar. El único que no se acostó fue Suba, que durante un rato vagó por los silenciosos pasillos del viejo palacio; quería despedirse por última vez, volver a ver las salas en las que había crecido, acariciar la piedra de las paredes y la madera de los muebles familiares. Anduvo como una sombra, impregnándose por última vez de aquel lugar; luego, descendió la gran escalinata del palacio y penetró en los establos. El cálido olor de los anímales y el forraje lo despejó, y Suba recorrió la calle central buscando una montura adecuada a su exilio, un pura sangre rápido, nervioso, un animal noble que lo llevara de un extremo a otro del reino con celeridad. Pero, mientras lo buscaba, comprendió que en todos aquellos caballos de raza, espléndidos y bien cepillados, había algo impropio del luto, y siguió avanzando hasta llegar al fondo de las cuadras reales, donde descansaban los caballos de tiro y las mulas. Se quedó inmóvil; eso era lo que necesitaba, una mula, sí, una mula de paso lento y obstinado, una montura humilde que no se rindiera ni a la fatiga ni al sol; una mula, sí, porque quería cabalgar despacio, obstinadamente, llevando la noticia de la muerte de su padre allí donde fuera.

Abandonó Massaba a lomos de la mula, que aún estaba entumecida de fatiga, abandonó su ciudad natal y a todos los suyos, los abandonó a la noche; para ellos empezaba una nueva vida, de la que él no sabría nada.

Tras una hora de marcha, cuando hacía mucho rato que había perdido de vista la última colina de Massaba, llegó a la orilla de un riachuelo que conocía bien porque de pequeño había jugado allí a menudo con sus hermanos. Echó pie a tierra, dejó beber a la mula y él se refrescó la cara con un poco de agua. Hasta que volvió a montar no advirtió que en la misma orilla en que se encontraba había un grupo de mujeres; eran unas ocho y lo miraban sin decir nada, procurando no hacer ruido, muy juntas. Eran mujeres de Massaba que habían ido al riachuelo en plena noche para lavar la ropa, pues sabían que la guerra era inminente y que pronto tal vez no podrían salir de la ciudad, y que en caso de sitio racionarían el agua, así que habían aprovechado aquella última noche de libertad para ir allí con sus sábanas, sus alfombras y su ropa, y sumergir sus manos en las frías aguas del arroyo. La llegada de Suba las había asustado, pero una de ellas lo reconoció y, al instante, todas, como una sola mujer, suspiraron aliviadas. Estaban allí, inmóviles y silenciosas. Suba las saludó afablemente con la cabeza, y ellas respondieron a su saludo con respeto; luego picó espuelas y se alejó, pensando en aquellas mujeres, pensando que eran las únicas que lo habían visto marchar, las únicas que habían compartido algo de aquella extraña noche con él. Iba pensando en todo eso cuando, de pronto, notó que lo seguían; se volvió y allí estaban, a unos centenares de metros. Se detuvieron al mismo tiempo que él, pues no querían alcanzarlo. Suba sonrió de nuevo y les dijo adiós con una mano, y ellas respondieron bajando la cabeza humildemente. A continuación espoleó a la mula y se lanzó al galope, pero, al cabo de otra hora de marcha, volvió a sentir su presencia a sus espaldas, se giró y las lavanderas seguían allí. Habían caminado siguiendo pacientemente sus huellas hasta dar con él, dejando atrás la ciudad, la colada y el riachuelo. Suba no lo comprendía, de modo que volvió grupas y, cuando tuvo a las mujeres al alcance de la voz, les preguntó:

– Mujeres de Massaba, ¿por qué me seguís? – Ellas bajaron la cabeza y no respondieron -. La suerte ha querido que nos encontremos en esta noche que para mí es la del exilio – continuó Suba -. Me alegro, la imagen de vuestros sonrientes y humildes rostros me acompañará durante mucho tiempo. Pero no os entretengáis más, el sol está a punto de salir, volved a la ciudad.

Al oír aquello, la lavandera mayor avanzó un paso y, sin alzar los ojos del suelo, respondió:

– Te hemos reconocido cuando la noche te ha puesto en nuestro camino, Suba, te hemos reconocido porque para nosotras eres el rostro de niño de la felicidad. No sabemos adonde vas ni por qué abandonas Massaba, pero te hemos visto y te escoltaremos. Eres de nuestra ciudad, no sería justo que vagaras así, solo, por los caminos del reino. Que no se diga que las mujeres de Massaba han abandonado a su dolor al hijo del rey Tsongor. No temas, no te pediremos nada, no nos acercaremos, nos limitaremos a seguirte adonde vayas, para que la ciudad esté siempre contigo.

Suba se quedó sin habla; contempló a aquellas mujeres y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero consiguió contenerlas. Le habría gustado abrazar a cada una de ellas en señal de agradecimiento. Estaban inmóviles otra vez, esperando a que reanudara la marcha para seguir sus huellas. Suba se acercó un poco más y les dijo:

– Mujeres de Massaba, beso vuestras frentes por esas palabras que jamás olvidaré, pero no puede ser como decís. Escuchadme, Tsongor, mi padre, me confió una misión antes de morir, una misión que debo cumplir solo. No puedo ni deseo llevar escolta, me basta con vuestras palabras, las llevaré conmigo. Volved a vuestra vida, es la voluntad de Tsongor; desandad el camino, os lo pido humildemente.

Las mujeres permanecieron calladas largo rato; luego, la más anciana volvió a tomar la palabra:

– Sea como quieres, Suba. No nos opondremos ni a tu voluntad ni a la del rey Tsongor. Te dejamos aquí con tu destino, pero acepta nuestras ofrendas sin protestar.

Suba asintió. Entonces, lentamente, las mujeres empezaron a cortarse el cabello una tras otra; se cortaron j largos mechones mutuamente, hasta que cada una pudo j hacer una larga trenza; luego, se acercaron a Suba con i respeto y ataron a la silla de su mula las ocho trenzas, como otros tantos trofeos sagrados. Por último, desplegaron una gran tela negra y la ataron a un palo que sujetaron a la espalda de Suba. – Este velo negro – le dijeron – será el de tu luto y anunciará la desgracia que se ha abatido sobre Massaba allí donde vayas.

Tras lo cual, se prosternaron en tierra, saludaron a Suba y se fueron.

El día estaba a punto de nacer, la luz disipaba la bruma. Suba siguió su camino. El viento se alzó e hinchó el velo negro que las mujeres le habían colocado en la espalda; de lejos, parecía un navio que se deslizaba por los caminos del país, un jinete solitario que avanzaba al capricho del viento con el velo de las lavanderas flotando a sus espaldas como la larga cola de un vestido de luto, anunciando a todo el mundo la muerte del rey Tsongor y la desgracia que se había abatido sobre su ciudad.

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