Massaba seguía resistiendo, pero su aspecto había cambiado. Lo que en ese momento dominaba la llanura era una ciudad exangüe: las murallas parecían estar a punto de desmoronarse, las reservas de agua y víveres estaban prácticamente agotadas, y hordas de aves carroñeras trazaban círculos sobre las murallas y se abatían sobre los cadáveres que no habían sido incinerados. La ciudad estaba sucia, y sus habitantes, exhaustos. Los guerreros tenían el rostro demacrado de los caballos que a veces se pierden en el desierto y avanzan obstinadamente hacia el horizonte hasta que las fuerzas los abandonan y se derrumban de golpe sobre la ardiente arena de la muerte. Ya nadie hablaba, todos esperaban con resignación que la vida cesara.
En el palacio de Tsongor todo se había degradado. El incendio había destruido toda un ala, que nadie había tenido ni el tiempo ni la energía necesarios para reconstruir; era una masa de alfombras quemadas, techos desplomados y muros ennegrecidos; habitaciones enteras, antaño salas de recepción, eran entonces dormitorios en los que se amontonaban cuerpos fatigados. La gran azotea del palacio se había convertido en hospital, y quienes cuidaban a los heridos lo hacían contemplando a la vez los combates de las murallas. Todo estaba pendiente de un hilo, todo podía ceder en cualquier momento. Las calles ya no eran más que senderos de tierra, pues los adoquines se habían utilizado como armas arrojadizas contra el enemigo, y los jardines, para dar de pastar a los animales. Luego, cuando el hambre empezó a acuciar, los animales sirvieron de alimento a los hombres.
Tras la muerte de su hermano, Sako se había transformado; había adelgazado tanto que los largos collares que le colgaban sobre el pecho le golpeaban las costillas con un ruido seco, y se había dejado crecer una larga y enmarañada barba que hacía que se pareciera a su padre por momentos. Los guerreros de Massaba habían sido diezmados, de las fuerzas de antaño no quedaban más que la guardia especial y los hombres – helécho de Gonomor. En cuanto a Kuame, ya sólo contaba con Arkalas, Bar – nak y sus mascadores de qat, nada más, y no había que olvidar que aquellos hombres estaban agotados por meses de lucha ininterrumpida.
Kuame presentía que la derrota era inminente, que caería allí, con Massaba, en medio de los gritos de júbilo de los asaltantes, así que una noche, sin decir nada a nadie, se quitó la armadura, se puso una larga túnica negra y salió de la ciudad. La noche era oscura y no se oía nada. Atravesó como una sombra la gran llanura que había sido escenario de tantos combates y subió a las colinas. Una vez allí, se deslizó por el campamento sin más armas que un puñal, avanzó entre hombres y animales con paso decidido, y era tal su parecido con los hombres velados de Rassamilagh que a nadie se le ocurrió detenerlo. Esperó un rato más, hasta que el campamento se durmió, y luego, lentamente y sin hacer ruido, penetró en la tienda de Samilia.
Encontró a la hija de Tsongor tumbada en el lecho, quitándose pacientemente las decenas de horquillas que le sujetaban los cabellos.
– ¿Quién eres? – le preguntó ella sobresaltada.
– Kuame, el príncipe de las tierras de la sal – respondió él.
– ¿Kuame?
Samilia se había puesto en pie, tenía los ojos desorbitados y le temblaba la voz. Kuame dio un paso más hacia el interior de la tienda para evitar que lo vieran desde el exterior y se quitó los velos que le cubrían el rostro.
– No me sorprende que no me reconozcas, Samilia, porque ya no soy el hombre de antaño. – Se produjo un silencio. Kuame esperaba que Samilia le preguntara algo, pero no lo hizo; no podía, estaba petrificada -. No tiembles, Samilia, estoy a tu merced – dijo al fin Kuame -. Te basta un grito para entregarme a los tuyos. Haz lo que quieras, poco me importa, mañana estaré muerto.
Samilia no gritó. Contemplaba a aquel individuo que gesticulaba ante ella sin conseguir reconocer al hombre que había conocido; el rostro redondo, lleno y confiado de antaño estaba demacrado y cubierto de arrugas. Era una cara macilenta y angulosa que parecía afectada por la fiebre. Sólo la mirada era la misma, sí, la misma mirada que se había encontrado con la suya a los pies del cadáver de Tsongor; una mirada que la desnudaba.
– Lo sabes, ¿no? – le preguntó él -. Han tenido que decírtelo. En Massaba agonizamos poco a poco. Seguramente mañana todo habrá acabado y verás desfilar la larga columna de nuestras cabezas en lo alto de picas, por eso estoy aquí, por eso, sí.
– ¿Qué quieres? – inquirió Samilia.
– Lo sabes bien, Samilia. Mírame, lo sabes, ¿verdad?
Lo supo, en efecto, en el instante en que sus ojos volvieron a cruzarse con los de Kuame. Estaba allí por ella, se había deslizado hasta allí entre las tiendas enemigas para poseerla. Lo supo, y le pareció evidente que debía ser así. Sí, había ido hasta ella la víspera de su muerte, y ella supo que le daría lo que quería. El deseo no la había abandonado jamás; desde el día en que lo había visto por primera vez, y a pesar de su decisión de reunirse con Sango Kerim, algo la incitaba a ceder ante Kuame. Había elegido a Sango Kerim por deber, por fidelidad a su pasado, pero, cuando veía a Kuame, sabía que le pertenecía; a su pesar, a pesar de la guerra, que nunca permitiría su unión. Era así. Samilia no se movía, fue él quien se le acercó, podía sentir su aliento en el pecho.
– Mañana moriré, pero poco me importa si me llevo conmigo tu sabor.
Samilia cerró los ojos y sintió que la mano de Kuame le quitaba la ropa. Cayeron sobre el lecho y él la poseyó allí, entre el sudor de aquella noche sin brisa, en medio de las voces del campamento enemigo, de las idas y venidas de los soldados y el crepitar de los fuegos de guardia. Kuame la poseyó y ella se deshizo de placer por primera vez. Se abrió de par en par, y tuvo que morder las almohadas para no gritar. Largos y húmedos temblores le recorrían los muslos y acudían a saciar la sed de Kuame, quien, inclinado sobre ella, hundía la cabeza en su pelo. El lavó su alma de las heridas del combate, se embriagó, por última vez, con el olor de la vida. La tienda fue Uenándose del denso perfume de sus cuerpos, y cada vez que intentaba levantarse ella lo llamaba de nuevo a su lado y lo atraía hacia la intimidad de su cuerpo, en la que Kuame volvía a entregarse al dulce vértigo del placer.
Antes de que saliera el sol, Kuame abandonó el lecho de Samilia para deslizarse por el campamento enemigo y volver a la ciudad. Samilia le acarició el rostro, y él se lo permitió; esa mano que resbalaba por su mejilla le estaba diciendo adiós, le decía: «Ve. Ha llegado la hora de morir.»
Cuando Kuame desapareció, Samilia se quedó inmóvil largo rato. Desde que se había trasladado al campo de Sango Kerim, algo había muerto en su interior. Estaba allí, en medio de aquellos hombres que luchaban por ella; estaba allí, sin pasión, esperando, simplemente, el final de la guerra, para que no hubiera más sufrimiento y la vida regresara a su curso. La visita de Kuame lo había trastocado todo.
«No supe elegir – se dijo Samilia -, o me equivoqué. Escogí el pasado y la obediencia, acallé el deseo que alentaba en mi interior y me uní a Sango Kerim por lealtad, pero la vida exigía a Kuame. No, no es eso, si hubiera elegido a Kuame, ahora estaría llorando por Sango
Kerim. No es eso, no hay elección posible, pertenezco a dos hombres. Sí, soy de los dos, es mi castigo, para mí no hay felicidad posible. Soy de los dos, en la fiebre y el desgarro, eso es, no soy más que eso. Una mujer de la guerra, a mi pesar, que sólo engendra odio y lucha.»
Cuando se presentó ante Samilia, Kuame había aceptado la muerte. Los combates de los últimos meses habían agotado sus fuerzas, la derrota parecía irremediable, a su alrededor no veía otra cosa que cansancio y resignación. Había ido en busca de Samilia como el condenado a muerte pide un último deseo, gozar de aquella mujer era el único modo de abandonar la vida sin pesar. Quería acariciarla antes de que lo mataran, conocer su olor, impregnarse de él y seguir oliendo a ella cuando doblara la rodilla. Creía que, una vez hubiera poseído a Samilia, nada podría afectarlo, pero fue todo lo contrario; desde que había vuelto a Massaba, una cólera negra bullía en su interior, y, extenuado y consumido como estaba, su cuerpo se movía con gestos bruscos y nerviosos. Hablaba solo y se insultaba sin cesar.
– Ayer estaba dispuesto a morir. Estaba tranquilo, podían venir cuando quisieran, ya no me daba miedo nada. Habría muerto dignamente sin malgastar una mirada con mis enemigos. Y ahora…, ahora moriré, sí, pero con pesar. Ella me cubrió de besos, me tuvo apretado entre sus muslos, su vientre era suave…, y yo debo volver a ocupar mi puesto en la muralla. No, ahora sé lo que pierdo, y más valdría que no lo supiera.
Era el único hombre inquieto de las murallas, todos los demás permanecían inmóviles, rendidos por la fatiga, como niños a los que despiertan en mitad de la noche y se quedan donde los dejan, atontados. Estaban preparados para morir, y ya no deseaban más que aquella muerte que los liberaría del cansancio. Kuame escupía, vociferaba y golpeaba la muralla con los puños gritando:
– ¡Que vengan, que vengan, y acabemos de una vez!
Y no apartaba los ojos de las colinas y del campamento, en el que, cuando el ejército de los nómadas se puso en marcha, creyó ver un puntito inmóvil que lo miraba. «Samilia – se dijo -. Se ha acercado a ver si morimos dignamente.»
Un día más, los guerreros se lanzaron con furia contra las murallas, pero, cuando los primeros llegaron ante ellas, se oyó un clamor lejano. De la colina más meridional bajaba un ejército que aún era imposible identificar. «Esta vez, se acabó – pensó Kuame -. Esos hijos de perra vuelven a recibir refuerzos.» Desde lo alto de las murallas, observaban la gran nube de polvo que levantaba aquel ejército desconocido con la resignada curiosidad del condenado a muerte que mira la capucha del verdugo; querían saber quién iba a aniquilarlos. Pero, de pronto, vieron que el ejército nómada retrocedía y se preparaba para defenderse, y cuanto más miraban más claramente veían que los refuerzos cargaban contra sus enemigos. En ese momento las siluetas empezaban a precisarse.
– Pero… si son mujeres… – murmuró Sako boquiabierto.
– Mujeres… – confirmó el viejo Barnak.
– Macebú – musitó al fin Kuame, y siguió pronunciando aquella palabra, cada vez más fuerte -: Macebú, Macebú…
Y todos los hombres de la muralla memorizaron aquellas tres sílabas y las repitieron sin saber lo que significaban, como si fueran un grito de guerra, un grito de alivio para dar las gracias a los dioses. Macebú, Macebú. Y para cada uno de ellos aquella extraña palabra quería decir: «Puede que no muramos hoy.»
– Pero ¿quién es? – le preguntó Sako a Kuame.
Y el príncipe de las tierras de la sal respondió: – Mi madre.
Quien descendía la cuesta a la cabeza de aquel ejército era, en efecto, la emperatriz Macebú. Se la conocía por ese nombre porque era la madre de su pueblo y ella y sus amazonas cabalgaban sobre cebúes de largos, rectos y puntiagudos cuernos. Era una mujer enorme cubierta de diamantes, y la mente política más brillante del reino; en las intrigas cortesanas y las negociaciones comerciales no tenía par. Además, cada vez que su reino declaraba la guerra, se ponía a la cabeza de su ejército y se transformaba en una fiera sanguinaria: profería injurias soeces contra sus enemigos, y durante la lucha no conocía ni la tregua ni la compasión. En su ejército sólo tenían cabida amazonas que habían aprendido el arte de combatir al galope; disparaban el arco sin dejar de cabalgar y, para mayor comodidad, todas tenían el seno derecho cortado.
El ejército nómada se quedó estupefacto; estaban tan acostumbrados a la rutina diaria de sus ataques contra la ciudad, tan seguros de que Massaba no tardaría en caer, que, ante la inesperada carga de un ejército que no conocían, sencillamente no sabían qué hacer. Sorprendidos de aquel modo, en mitad de la llanura y aislados de su campamento, se sintieron infinitamente vulnerables. Cuando pudieron distinguir a las amazonas de Macebú, cuando vieron a ese ejército de mujeres pintadas cabalgando a lomos de cebúes, creyeron que les gastaban una especie de broma macabra. No tardaron en llegar a sus oídos los soeces insultos de Macebú. La emperatriz gritaba a voz en cuello sin dejar de espolear a su montura:
– ¡Venid a que os aplaste la nariz y os haga morder el polvo! ¡Venid aquí, bastardos! Se os ha acabado la suerte. ¡Venid! Macebú está aquí para castigaros…
Un cielo de flechas se desplomó sobre las primeras líneas de guerreros nómadas. Las amazonas disparaban y se acercaban cada vez más, y cuanto más cerca estaban más potentes y certeros eran sus disparos. Cuando se produjo el choque entre los dos ejércitos, los cebúes ensartaron a innumerables guerreros con sus largos y puntiagudos cuernos; Sango Kerim comprendió que las amazonas de Macebú diezmarían su ejército si permanecía en la llanura. Cuando ordenó el repliegue hacia el campamento, la desbandada fue general. Las amazonas no se lanzaron en su persecución, se alinearon y, con calma y concentración, desencadenaron una lluvia de flechas que produjo abundantes bajas entre los nómadas. Los hombres caían de golpe, con la vida segada en plena carrera, y se quedaban tumbados boca abajo. Los arcos de las amazonas, hechos de flexible madera de secuoya, tenían más alcance que ningún otro conocido, y los nómadas debieron atravesar toda la llanura para ponerse a cubierto.
Por primera vez desde hacía meses, Massaba no tuvo que combatir en sus murallas; por primera vez desde hacía meses, las fuerzas de Massaba pudieron salir de la ciudad y recuperar sus posiciones sobre tres de las siete colinas. El sitio de Massaba había acabado, y toda la ciudad repetía con veneración aquel extraño nombre que oía por primera vez: Macebú.
Durante el atardecer y buena parte de la noche, la ciudad siguió desplegando una actividad frenética. Los habitantes sacaron a los muertos de las piras que habían improvisado en todas las plazas; excavaron fosas extramuros y los enterraron para evitar epidemias; recorrieron la llanura para recuperar las armas, los cascos y las armaduras de los nómadas abatidos por las amazonas; salieron a buscar hierba y trigo para alimentar a los animales y los hombres, y trasladaron el improvisado hospital a los subterráneos del palacio, más frescos y protegidos, y de más fácil acceso. Por último, cuando la luna ya estaba alta en el cielo, organizaron un enorme banquete en la azotea del palacio, y fue como si la ciudad entera exhalara un gran suspiro de alivio. Macebú ocupaba el lugar de honor en medio de los guerreros y las amazonas; quería saber el nombre de todo el mundo y se interesaba hasta por las heridas más leves. Luego, cuando al fin se quedó sola con Kuame durante unos instantes, la emperatriz le cogió la mano, lo contempló largo rato y le dijo:
– Has adelgazado, hijo mío.
– Hacía meses que estábamos sitiados, madre – - respondió él.
– Lo que veo en tu rostro es la marca de Samilia. Te miro y es como si acabara de conocerla. Te ha cubierto de arrugas, está bien.
No añadió nada más. Invitó a su hijo a beber y celebrar juntos aquel día que no había visto la caída de Massaba.
Suba proseguía su viaje a través del reino y aprendía a amar cada vez más aquellos momentos de vagabundeo que al principio le daban miedo. Ya no tenía prisa por llegar a una ciudad o encontrar el emplazamiento de la siguiente tumba, recorría los caminos e iba de un sitio a otro indiferente al mundo, y esa indiferencia le sentaba bien. Ya no tenía ni nombre ni pasado, vivía en silencio; para aquellos con quienes se cruzaba sólo era un viajero. Nuevas tierras desfilaban ante él, se dejaba mecer por el lento paso de su mula, feliz de no tener otra cosa que hacer en esos instantes que contemplar el mundo e imbuirse de su luz.
Poco a poco se acercaba a Solanos, la ciudad del río Ta – nak. El Tanak atravesaba un gran desierto de piedra, pero, cuando por fin desembocaba en el mar, la naturaleza cambiaba súbitamente. Las márgenes se cubrían de palmeras datileras, como un oasis en mitad de las rocas. Allí era donde la mano del hombre había levantado Solanos. Suba sólo la conocía de nombre, pues había sido el escenario de una de las batallas más famosas de su padre. Se contaba que el ejército del rey Tsongor atravesó el desierto para sorprender a los habitantes de Solanos, que esperaban ver llegar a los conquistadores por el río. Sufrieron las quemaduras de un sol implacable que agrietaba las rocas y, rendidos de fatiga, llegaron a comerse sus caballos. Algunos se volvieron locos, otros se quedaron ciegos. La columna de Tsongor menguaba con el paso de los días. Divisaron Solanos exánimes. La leyenda decía que Solanos conoció entonces la cólera de Tsongor, pero eso no era exacto; no fue la cólera lo que hizo que los hombres del rey se lanzaran contra la ciudad con una rabia furiosa, fueron el embrutecimiento, la desesperación y la locura. Los días de desierto les habían nublado el juicio, y se abalanzaron sobre Solanos como salvajes; pronto no quedó piedra sobre piedra.
Suba quería llegar allí para ver aquellas murallas, de las que tanto había oído hablar de niño. Siguió las lentas y espesas aguas del río, y cuando llegó a Solanos y se presentó ante los ancianos de la ciudad, notó que en todas partes reinaba la agitación, una agitación cuya causa no era él; había ocurrido algo que hacía murmurar hasta a los adoquines del pavimento. Se presentó, y lo recibieron con todos los honores debidos a su rango, le dieron alojamiento y comida, pero, a pesar de sus atenciones, Suba seguía teniendo la sensación de que algo había eclipsado su llegada. Aquello despertó su curiosidad y lo decidió a interrogar a su anfitrión.
– ¿Qué ocurre? – le preguntó -. ¿Por qué tiembla toda la ciudad con semejante agitación?
– Ha vuelto – respondió el hombre, atemorizado.
– ¿Quién?
– Galash, el caballero del río, ha vuelto. Hacía décadas que nadie lo veía, lo creíamos muerto, pero esta mañana estaba allí, como llovido del cielo; estaba otra vez allí, como antes.
Suba escuchaba, quería saber más. Invitó a su anfitrión a sentarse tranquilamente a su lado, acompañarlo a beber y explicarle quién era ese caballero cuyo regreso había causado tanta conmoción. El hombre aceptó la invitación y le contó lo que sabía.
Todo ocurrió en la época del sitio de Solanos. Se decía que la misma noche de la victoria un soldado abandonó la formación y pidió hablar con el rey Tsongor. Tsongor celebraba la destrucción de la ciudad rodeado por su guardia y envuelto en el olor a quemado, que se mezclaba con el azucarado perfume de las datileras. El soldado se presentó, se llamaba Galash, y nadie lo conocía. Tenía ojos de loco, pero Tsongor no se alarmó. Tras la travesía del desierto y los furiosos combates posteriores, todos sus hombres tenían los ojos desorbitados, todo su ejército era presa de una misma locura, todos habían paladeado la alegría de destruir. El soldado se presentó ante el rey y, al principio, Tsongor creyó que iba a pedirle algún favor, pero no era eso.
– He pedido verte, Tsongor, porque quiero decirte a la cara lo que tengo que decir. He creído en ti durante mucho tiempo, en tu fuerza, en tu genio militar, en tu aura de jefe. Te he seguido desde el primer día sin pedir nada, ni ascensos ni favores, era uno de tus soldados y eso me bastaba. Uno de tantos. Pero hoy, Tsongor, hoy me presento ante ti para maldecirte; escupo sobre tu nombre, tu trono y tu poder. He atravesado el desierto contigo, he visto a mis amigos caer de bruces sobre la arena uno tras otro, sin que te dignaras volver la cabeza por ninguno de ellos. Yo he aguantado, pensando que nos recompensarías por nuestra lealtad y nuestros sacrificios. Nos has regalado una ciudad, sí; una matanza, ése ha sido tu regalo, Tsongor, y yo escupo encima. Nos has soltado sobre Solanos como a una jauría de perros enloquecidos. Sabías que estábamos exhaustos, borrachos y fuera de nosotros, era lo que querías; nos has soltado sobre Solanos, y hemos destrozado la ciudad como animales. Lo sabes, estabas entre nosotros. Eso es lo que nos has regalado; animales que siempre tendrán en las manos el pegajoso olor de la sangre. Te maldigo, Tsongor, por lo que has hecho de mí. A partir de ahora, diré lo que acabo de decir en todos los lugares del reino a los que vaya, a todos los que se crucen en mi camino. Te abandono, Tsongor, ahora sé quién eres.
Así habló el soldado Galash. Y ya iba a marcharse cuando Tsongor ordenó que lo detuvieran y lo obligaran a arrodillarse ante él. Los labios del rey temblaban de cólera, se había levantado del trono.
– No irás a ninguna parte, soldado – le dijo -, a ninguna parte, porque todo lo que hay a tu alrededor es mío. Estás en mis tierras, y podría matarte por haber dicho lo que has dicho, podría arrancarte la lengua por haberme insultado delante de mis hombres, pero no voy a hacerlo. En consideración a tu lealtad durante todos estos años de combates, no haré eso. Estás equivocado, yo sé recompensar a mis hombres; conservarás la vida, pero no vuelvas a pisar una tierra que me pertenezca. Si permaneces en mi reino, ordenaré que te despedacen. Te queda el mundo inexplorado, las tierras salvajes en las que no vive nadie; cruza el río Tanak y vive los años que te quedan en la otra orilla.
Se cumplió la voluntad de Tsongor. Esa misma noche, el soldado Galash cruzó el gran río y desapareció en la oscuridad, pero reapareció a la mañana siguiente, allí, en la otra orilla; su silueta se distinguíaperfectamente sobre su sudoroso caballo. Gritaba hacia el otro lado del río, gritaba con todas sus fuerzas para decirle a todo el mundo lo que tenía que decir sobre Tsongor, para que lo oyeran los soldados y los habitantes de la ciudad. Maldecía al rey a pleno pulmón, pero el ruido de la corriente ahogaba su voz, y lo único que se oía era el monótono murmullo del agua. Siguió así durante meses, regresando todos los días, tratando de gritar más fuerte que el río; todos los días, con la misma cólera, como un caballero loco que arengase a los espíritus. Luego, un día cualquiera, desapareció y nadie volvió a verlo. Transcurrieron los años, todos lo daban por muerto.
El día que Suba llegó a Solanos, Galash reapareció por primera vez desde hacía muchos años, como surgido del pasado. Era él, otra vez, a lomos del mismo caballo. Estaba muy envejecido, pero la cólera que lo animaba parecía intacta. El caballero del río había vuelto el mismo día en que el hijo del rey Tsongor había pisado las tierras de Solanos.
Suba escuchó la historia con interés. Era la primera vez que oía hablar de aquel hombre, y sin saber por qué sintió que debía ir en su busca, intuía que Galash no hacía otra cosa que llamarlo.
Con las primeras luces del alba, Suba montó en su mula y se dirigió al río. Vio a Galash tal como se lo habían descrito: una sombra a caballo. Iba y venía por la otra orilla, y gesticulaba como un demente. Suba espoleó a la mula y penetró en las aguas del río. A medida que avanzaba, veía que la figura del caballero mudo se agrandaba; en ese momento lo distinguía perfectamente, pero seguía sin oír nada. Siguió avanzando, y, al fin, la mula puso pie en la orilla. Galash estaba allí, y Suba se quedó estupefacto: el hombre que tenía ante sí era un viejo famélico; desnudo de cintura para arriba y con el cuerpo y el rostro ajados por los años, parecía un demonio. Estaba esquelético, encorvado, y miraba a todas partes con ojos de loco. Suba lo observó largo rato, contempló a aquel hombre quebrantado por los años, pero lo que más lo desconcertaba era no oír nada. Galash seguía haciendo grandes aspavientos imprecatorios, lanzaba severas miradas a diestro y siniestro, pero de su boca no salía ningún grito; se llenaba de aire los pulmones, Suba veía que se le hinchaban las venas del cuello, pero apenas oía un hilillo de voz rota. Lo que ahogaba sus palabras no era el ruido del río: durante todos aquellos años había seguido gritando con todas sus fuerzas hasta romperse las cuerdas vocales; había pasado décadas desgañitándose de rabia, y ya no emitía más que sonidos guturales y lejanos. Pero, poco a poco, Suba olvidó sus extraños gruñidos y escrutó el rostro del caballero, y lo que no podía entender por la voz lo leyó en las facciones del proscrito; sus profundas arrugas lo contaban todo sobre aquellos interminables años de exilio. Su modo de torcer los labios, las expresiones que se sucedían sobre su rostro, todo, en fin, traslucía las penalidades y los miedos, el desamparo y la soledad. Galash lloraba, se retorcía las manos, gesticulaba violentamente, emitía ásperos sonidos y se mordía los antebrazos.
Permanecieron así largo rato, frente a frente, familiarizándose el uno con el otro; luego, Galash invitó a Suba a seguirlo con un gesto de la cabeza. Picó espuelas a su caballo y tomó un camino que se alejaba de la orilla del río. El hijo de Tsongor no vaciló. Los dos hombres iniciaron una silenciosa marcha por los senderos de las tierras inexploradas. Los animales avanzaban al paso por un camino pedregoso, ascendían la falda de una colina; al fin, tras varias horas de marcha, el caballero detuvo su montura; habían llegado a lo alto de una loma y a sus pies se extendía una ensenada en semicírculo. Un olor pútrido ascendió hasta Suba. A sus pies, a lo largo de centenares de metros, se representaba un espectáculo horrible: miles de tortugas gigantes yacían sobre una arena nauseabunda, algunas estaban muertas, otras agonizaban y el resto seguía intentando escapar. La playa era una alfombra de caparazones vacíos y carne putrefacta, y un hedor intolerable saturaba el aire. Los pájaros carroñeros iban y venían y atravesaban los caparazones con sus puntiagudos picos; el espectáculo era insoportable. Las tortugas llegaban a la bahía empujadas por las corrientes subterráneas y varaban en la arena, en aquella mortífera playa que no ofrecía ni abrigo ni alimento; varaban allí, sin fuerzas para volver a enfrentarse a la corriente y escapar, y los pájaros, voraces, se abatían sobre ellas. Era un inmenso cementerio animal, una trampa de la naturaleza, contra la que los grandes quelonios no podían hacer nada. Llegaban constantemente, y era tal su número que la arena había desaparecido bajo las osamentas y los caparazones resecos. Suba se llevó una mano a la nariz para no seguir respirando el olor a muerte que ascendía hasta él. Galash ya no intentaba hablar, había dejado de gruñir, parecía haberse tranquilizado.
Suba observaba el movimiento de las olas, lento y regular, y los vanos esfuerzos de las tortugas gigantes por escapar de la corriente. Los pájaros giraban en el aire, implacables, y Suba contempló el lento flujo y reflujo del mar, el vaivén de la muerte. Aquel espectáculo tenía algo de absurdo e indignante, como una enorme e inútil matanza. Galash lo había llevado allí, y Suba comprendió por qué: allí había que construir una tumba, en aquel lugar pútrido al que llegaban a morir desde tiempo inmemorial aquellos grandes quelonios prisioneros de las aguas. Una tumba para Tsongor el asesino, el Tsongor que había llevado a la muerte a tantos hombres, que había arrasado ciudades y asolado países enteros; una tumba para Tsongor el salvaje, que no se asustaba de la sangre; una tumba que sería su rostro de guerra. Allí era donde había que construir la sexta tumba; para que el retrato de Tsongor estuviera completo, hacía falta una mueca de horror, una tumba maldita, rodeada de osamentas y pájaros ahitos de carne.
Con la llegada de Macebú, la guerra se reavivó; la llanura de Massaba volvió a empaparse de sangre, y las idas y venidas de los guerreros marcaban el ritmo de los días y los meses. Las posiciones se tomaban, se perdían y se recuperaban, miles de pasos dibujaron caminos de sufrimiento sobre el polvo de la llanura. Las tropas avanzaban, retrocedían, morían; los cadáveres se pudrían al sol, se transformaban en esqueletos; luego, los huesos blanqueados por el tiempo acababan deshaciéndose, y otros guerreros iban a morir sobre aquellos montones de polvo humano. Era la mayor carnicería que había conocido el continente. Los hombres envejecían, adelgazaban, y la guerra les daba a todos un tinte terroso de estatuas de mármol. Pero, a pesar de los golpes y la fatiga, su vigor no disminuía, y seguían arrojándose los unos sobre los otros con la misma rabia, como dos perros famélicos, enloquecidos a la vista de la sangre, que ya sólo piensan en morder, sin sentir que mueren poco a poco.
Una noche, Macebú convocó a su hijo a la azotea del palacio de Massaba. Hacía calor. La reina de las amazonas lo esperaba en pie, con el cuerpo erguido y la decisión pintada en el rostro, y le habló con autoridad.
– Escúchame, Kuame, y no me interrumpas. Llevo aquí mucho tiempo, mucho tiempo librando batalla a tu lado, conociendo la cólera y las privaciones a diario. Cuando llegué, salvé a Massaba rechazando a ese perro de Sango Kerim, pero desde entonces todos mis ataques han sido vanos. Te he hecho venir para decirte esto, Kuame: hoy abandono, mañana emprenderé el regreso al reino de la sal, pues no es bueno dejar el país durante tanto tiempo sin un jefe que lo dirija. No temas, me iré sola, te dejo a mis amazonas, no quiero que Massaba caiga porque yo me retiro. Pero escucha esto, Kuame, escucha lo que te dice tu madre: has querido tener a esa mujer y has luchado por ella, pero lo que no has podido obtener hasta el presente no te lo concederá el futuro. Si Samilia no es tuya ya, no lo será nunca. Puede que los dioses hayan decidido privaros de ella a los dos. Sois iguales en fuerza y astucia, os agotáis mutuamente, mientras que la guerra se fortalece día a día. Abandona, Kuame, eso no es ningún deshonor; entierra a tus muertos y escupe sobre esta ciudad que tan cara te ha costado, escupe sobre el rostro de ceniza de Samilia. Aquí la vida no hace más que escaparse lentamente de ti, malgastas tus años en las murallas de Massaba. Tengo tantas otras cosas que ofrecerte… Déjale esa mujer a Sango Kerim o a quien la quiera, de ella sólo se pueden esperar gritos y sangre en las sábanas. Veo cómo me miras y sé lo que piensas; no, no me asusta Sango Kerim; no, no huyo de la lucha. Vine aquí para tratar de lavar la ofensa que te habían infligido, y quien hace eso no es ningún cobarde, pero no hay ninguna gloria en llevar a los tuyos a la muerte. Resígnate, Kuame, ven conmigo; ofreceremos a Sako y los suyos la hospitalidad de nuestro reino para que no los degüellen aquí en cuanto nos vayamos. Abandonaremos Massaba todos, de noche, sin decir nada, y por la mañana lo que tomarán esos perros será una ciudad muerta, y no oirás ningún grito de alegría a tus espaldas, créeme. Porque, en el mismo instante en que penetren en las lúgubres calles sin vida de Massaba, comprenderán que no hay victoria, comprenderán también, apretando los dientes con rabia, que hemos abandonado la guerra para abrazar la vida y que los dejamos ahí, envueltos en el polvo de las batallas, rodeados de muerte y de quimeras.
Así habló Macebú. Kuame la escuchó con el rostro tenso, pero sin interrumpirla ni apartar los ojos de ella. Cuando su madre acabó de hablar, se limitó a responder:
– Me has dado la vida dos veces, madre, el día que me pariste y el día en que viniste a salvar Massaba. No tienes nada de que avergonzarte, la gloria te precede; vuelve en paz a nuestro reino, pero no me pidas que te siga, aún tengo una mujer a la que tomar y un hombre al que matar.
La emperatriz Macebú abandonó Massaba de noche en su cebú real, escoltada por una decena de amazonas. Dejó tras de sí a su hijo, que soñaba con bodas de sangre; dejó las siete colinas, sumidas en una muerte lenta. La guerra continuó, pero la victoria seguía sin elegir bando. Los dos ejércitos estaban más andrajosos y exhaustos cada día, y no se veía otra cosa que figuras descarnadas y lastimosas, cuerpos secos y consumidos por la desgracia y los años.
Desde hacía varias noches, el cadáver de Tsongor parecía atormentado, se estremecía constantemente, como un niño con fiebre. En su sueño de muerto, las muecas se sucedían sobre su rostro. A menudo, Katabolonga lo veía taparse los oídos con sus dos manos de esqueleto. El rampante no sabía qué hacer, allí estaba ocurriendo algo que se le escapaba, y no podía hacer nada aparte de contemplar la progresión de la ansiedad en el cuerpo del viejo soberano. Al fin, una noche, Tsongor, al límite de sus fuerzas, abrió los ojos y empezó a hablar. Su voz había cambiado, era la voz de un hombre vencido.
– La risa de mi padre ha vuelto – dijo el cadáver de su señor. Katabolonga no sabía nada del padre de Tsongor, el rey nunca le había hablado de él; siempre había tenido la sensación de que Tsongor había nacido de la unión de un caballo y una ciudad. No dijo nada, y Tsongor siguió hablando -: La risa de mi padre. No dejo de oírla resonar en mi cabeza, con el mismo tono que el último día que lo vi. Estaba en su cama, me habían llamado diciéndome que ya no tardaría en morir, y se echó a reír en cuanto me vio, con una horrible risa de desprecio que agitaba todo su viejo y fatigado cuerpo. Reía con odio, reía para insultarme. No me quedé, no volví a verlo jamás. Fue entonces cuando decidí no esperar nada de él, pues su risa me decía que no cedería nada, se reía de mis esperanzas de heredar, pero se equivocaba. Si me hubiera legado su pequeño y miserable reino, no lo habría aceptado, quería más, quería construir un imperio que hiciera olvidar el suyo, para borrar su risa. Todo lo que hice desde entonces, las campañas, las marchas forzadas, las conquistas, las ciudades construidas, todo, lo hice para mantenerme alejado de la risa de mi padre. Pero hoy ha vuelto, la oigo en mi noche como la oía antaño, igual de salvaje. ¿Sabes lo que me dice esa risa, Katabolonga? Me dice que no he transmitido nada a los míos. Yo construí esta ciudad, tú lo sabes mejor que nadie, estabas conmigo, la hice para que permaneciese. ¿Qué queda de ella ahora? Es la maldición de los Tsongor, Katabolonga, de padre a hijo, sólo polvo y desprecio. He fracasado, quería tener un imperio que legar para que mis hijos siguieran engrandeciéndolo, pero mi padre ha vuelto. Se ríe, y con razón; se ríe de la muerte de Liboko, se ríe del incendio de Massaba, se ríe. Todo se derrumba y todo muere a mi alrededor. Fui un presuntuoso. Ahora sé lo que debería haber hecho: para transmitir a mis hijos lo que yo era, debía haberles transmitido la risa de mi padre, convocarlos a todos la víspera de mi muerte y ordenar que incendiaran Massaba ante sus ojos para que no quedara nada, eso es lo que debía haber hecho, y reír durante el incendio, como rió mi padre aquel día. Tras mi muerte, no habrían recibido otra herencia que un puñado de cenizas y un apetito feroz, habrían tenido que reconstruirlo todo para recuperar la felicidad de la vida de antaño. Les habría transmitido el deseo de hacerlo mejor que yo, sólo ese apetito, que les habría estrujado el estómago. Puede que me odiaran, como yo odié la risa de aquel viejo que me insultaba en su lecho de muerte, pero el odio a nuestros padres nos habría acercado; habrían sido mis hijos. ¿Hoy qué son? La risa tiene razón, debía haberlo destruido todo.
Katabolonga callaba, no sabía qué decir. Massaba estaba destruida, Liboko, muerto; puede que Tsongor tuviera razón, puede que no hubiera conseguido transmitir a los suyos otra cosa que la salvaje violencia del caballo de guerra, el gusto por las llamas y la sangre. Tsongor lo tenía, y Katabolonga lo sabía mejor que nadie.
– Estás en lo cierto, Tsongor – respondió el viejo servidor con suavidad -, has fracasado. Tus hijos devoran tu imperio y no conservarán nada de ti, pero yo sigo aquí y me has legado a Suba.
Al principio, Tsongor no lo comprendió, no le cabía en la cabeza que Katabolonga pudiera pensar que lo había dejado a su hijo en herencia, pero poco a poco, sin saber por qué, empezó a parecerle que era así. Lo destruirían todo, todo, no quedaría más que Katabolonga, impasible en medio de las ruinas, resumiendo en sí mismo toda la herencia de Tsongor. La fidelidad de Katabolonga, que esperaba a Suba, con su obstinada e inquebrantable paciencia. Puede que le hubiera transmitido eso a su hijo, sí, sin que el propio Suba lo supiera, la tranquila fidelidad de Katabolonga. Cerró los ojos. Sí, su amigo debía de tener razón, porque la risa de su padre había dejado de resonarle en el cráneo.
No, la victoria no llegaba. Macebú había dejado Massaba y Kuame empezaba a pensar que había hecho bien, jamás vencería. No se decidía a partir, como le había aconsejado su madre, pero no por miedo a que lo llamaran cobarde, eso no le importaba en absoluto: la idea de dejar a Sango Kerim gozando de Samilia lo horrorizaba, imaginar sus futuras cópulas bastaba para provocarle arcadas. Sin embargo, las ganas de luchar lo habían abandonado, se le había agotado el ingenio, se lanzaba al ataque con menos rabia. Una noche, al regreso del combate, que una vez más había sido una espantosa carnicería de la que nadie había salido victorioso, Kuame contempló a sus compañeros. Con los años, el viejo Bar – nak se había encorvado, andaba con la espalda doblada y se le veían los omoplatos bajo la piel; hablaba solo y ya nada conseguía arrancarlo de las visiones del qat. En cuanto a Arkalas, ya nunca se quitaba los arreos de guerra; por la noche, en su tienda, reía con los fantasmas que lo rodeaban. Sako aún conservaba el vigor, pero la barba que se había dejado crecer durante todos aquellos años le daba aspecto de viejo ermitaño guerrero. El único que tal vez no había cambiado era Gonomor; era el sacerdote de los dioses, y el tiempo usaba con él garras más ligeras. Kuame contempló el ejército de sus amigos, que regresaban del campo de batalla arrastrando las armas, los pies y los pensamientos por el polvo, observó aquella andrajosa tropa de hombres que habían dejado de vivir, de hablar, de reír, hacía tanto tiempo. Los abarcó con la mirada y murmuró:
– No puede ser, esto tiene que acabar.
Por la mañana, ordenó que todo el mundo se preparara para salir a la gran llanura de Massaba. Envió a un mensajero para comunicar a Sango Kerim que lo esperaba, le pedía que acudiera con Samilia y le daba su palabra de que ese día no intentaría ninguna argucia.
Los dos ejércitos se aprestaron como tantas otras veces, pero, en el momento de enfundarse la armadura de cuero o ensillar el caballo, todos presintieron que ese día ocurriría algo que alteraría el curso regular de la matanza.
Los dos ejércitos bajaron a la llanura al ritmo lento de los caballos, los cascos aplastaban a su paso cráneos y osamentas. Cuando las dos huestes estuvieron frente a frente a unas decenas de metros, ambas se detuvieron. Todos estaban allí: del lado de los nómadas, Rassami – lagh, Bandiagara, Orios, Dangay Sango Kerim; frente a ellos, silenciosos, Sako, Kuame, Gonomor, Barnak y Arkalas. Samilia estaba junto a Sango Kerim, montaba un caballo negro azabache, tenía el rostro cubierto con un velo y estaba rígida e impasible en su vestido de luto.
Al cabo de unos instantes, Kuame avanzó; cuando estuvo a unos pasos de Sango Kerim y Samilia, habló alzando la voz para que todos pudieran oír lo que tenía que decir.
– Me resulta extraño encontrarme de nuevo frente a ti, Sango Kerim, no lo niego. Durante mucho tiempo he creído que tu madre había parido un cadáver y que me bastaría con empujarte para ver rodar tus huesos por el polvo, pero no hemos dejado de luchar y ninguno de mis golpes ha conseguido derribarte. Me encuentro de nuevo ante ti, te tengo casi al alcance de la mano, y siento deseos de arrojarme sobre ti porque me parece que estás muy cerca y eres muy fácil de matar; y lo haría si no supiera que los dioses nos separarían una vez más sin que hubiera podido mojarme los labios con tu sangre. Te odio, Sango Kerim, puedes estar seguro, pero para mí no hay victoria, lo sé.
– Dices bien, Kuame – respondió Sango Kerim -. Jamás habría creído que podría estar tan cerca de ti sin hacer todo lo posible por cortarte el cuello, pero a mí también me han murmurado los dioses que jamás me darán esa alegría.
– Miro tu ejército, Sango Kerim – siguió diciendo Kuame -, y compruebo con placer que se encuentra en el mismo estado que el mío. Son dos muchedumbres muertas de cansancio que se agarran a las lanzas para mantenerse en pie. Hemos de admitir, Sango Kerim, que estamos sin aliento y que en esta llanura lo único que sigue creciendo es la muerte.
– Dices bien, Kuame – repitió Sango Kerim -. Vamos al combate como sonámbulos.
– Esto es lo que he pensado, Sango Kerim – dijo Kuame tras una pausa -. Ninguno de los dos aceptará renunciar a Samilia después de tantos combates, capitular ahora sería demasiado deshonroso; no hay más que una solución.
– Te escucho – respondió Sango Kerim.
– Que Samilia haga lo que su padre hizo antes que ella, que se dé muerte para sellar la paz – dijo Kuame.
Un formidable rumor se elevó de ambos ejércitos. Era un guirigay de arneses que entrechocaban y frases que pasaban de boca en boca. Sango Kerim se quedó pálido y boquiabierto, y sólo pudo preguntar:
– ¿Qué dices?
– No será de nadie – respondió Kuame -, lo sabes tan bien como yo, moriremos todos sin obtenerla. Samilia es el rostro de la desgracia, que corte ella misma el cuello sobre el que nadie pondrá la mano nunca. No creas que me resulta fácil condenarla a morir, nunca he deseado hacerla mía tanto como hoy, pero, con la muerte de Samilia, nuestros dos ejércitos dejarán de luchar y evitarán la muerte.
Kuame había hablado con apasionamiento y tenía el rostro congestionado. Era evidente que lo que acababa de decir le quemaba por dentro, no dejaba de moverse sobre el caballo.
– ¿Cómo te atreves a hablar así? – replicó Sango Kerim -. Por un instante me has parecido sensato, pero veo que todos estos años de guerra te han hecho perder la cabeza.
Kuame estaba exultante, no por lo que acababa de decir Sango Kerim, pues apenas le había prestado atención, sino por la rabia que bullía en su interior. Lo que había dicho lo había dicho a su pesar. Veía a Samilia, impasible frente a él, y la condenaba a muerte, cuando lo que deseaba era estrecharla entre sus brazos. Pero había hablado con pasión, y tenía que llegar hasta el final para no enloquecer de dolor.
– No adoptes esa actitud de ofendido, Sango Kerim – dijo al fin -. Defiendes a esta mujer, eso te honra, pero lo que debo decirte te hará cambiar de opinión. La mujer a la que tanto amas se entregó a mí; a pesar de haber elegido tu campo, me entregó su cuerpo una noche, en tu propio campamento. No te miento, ella está aquí y puede confirmarlo. ¿Es verdad, Samilia?
Se produjo un silencio pétreo. Hasta los buitres dejaron de arrancar jirones de carne de los cadáveres y volvieron la cabeza hacia la muchedumbre de los guerreros. Samilia no se inmutó; con el rostro aún cubierto por el velo, respondió:
– Es verdad.
– ¿Y acaso te violé? – le preguntó Kuame, frenético.
– Nadie me ha violado ni me violará jamás – contestó Samilia.
El rostro de Sango Kerim se había transfigurado, una rabia fría lo paralizaba y no podía ni moverse ni hablar. Kuame, cada vez más exaltado, siguió hablando:
– ¿Lo entiendes ahora, Sango Kerim? Nunca será de ninguno de los dos, y seguiremos matándonos. No hay otra posibilidad, que se mate, que haga lo que hizo su padre.
Por toda respuesta, Sango Kerim giró el caballo hacia Samilia y se dirigió a ella ante la petrificada muchedumbre de sus guerreros.
– Durante todos estos años he luchado por ti – le dijo -, para mantenerme fiel al juramento de antaño, para ofrecerte mi nombre, mi lecho y la ciudad de Massaba. Por ti reuní un ejército de nómadas que aceptaron venir a morir aquí por amistad hacia mí, y hoy me entero de que te has entregado a Kuame, de que ha gozado de ti. De modo que, sí, me pongo de su lado y, como él, pido tu muerte. Mira a todos estos hombres, mira estos dos ejércitos mezclados, y piensa que un gesto de tu mano puede salvarles la vida. A pesar de tu infamia, no estoy dispuesto a cederte a Kuame, porque entonces mi humillación sería doble, pero si te matas ya no serás de nadie, y en el instante en que tu mente se nuble y la sangre empape tus cabellos, oirás los vítores de todos estos guerreros, a los que habrás salvado la vida.
Las palabras de Sango Kerim hacían sonreír a Kuame como un demente. Recorría las filas de su ejército preguntando a todos sus hombres:
– ¿Queréis que muera? ¿Queréis que muera?
Y, en ambos campos, cada vez se elevaban más voces para gritar:
– ¡Sí! ¡Que muera!
Fueron decenas de voces, luego centenas y por último el ejército entero. De repente, los hombres parecían haber recuperado la esperanza, contemplaban aquel cuerpo menudo, enlutado e inmóvil, y comprendían que bastaba que desapareciera para que todo acabara. De modo que sí, todos gritaban cada vez más fuerte, todos gritaban con alegría, con furia; sí, Samilia tenía que morir para que todo acabara.
Sango Kerim impuso silencio con un gesto de la mano, y todos se volvieron hacia aquella mujer, que permanecía muda. Samilia se quitó el velo lentamente y todos los guerreros pudieron ver el rostro de aquella por cuya causa morían desde hacía tanto tiempo. Era hermosa. Tomó la palabra, y la arena de la llanura aún recuerda lo que dijo:
– Queréis mi muerte. Ante vuestros hombres reunidos, queréis poner fin a la guerra. Sea, cortadme el cuello y firmad la paz. Y si ninguno de los dos tiene valor para hacerlo, que se presente uno de. vuestros hombres y haga lo que su jefe no se atreve a hacer. Estoy sola, rodeada de miles de hombres; no huiré, y si me resisto, no tardaréis en reducirme. Vamos, aquí me tenéis, que uno de vosotros se acerque y que todo acabe. Pero no, no os movéis, no decís nada, no es eso lo que queréis. Queréis que me mate yo misma y os atrevéis a pedírmelo cara a cara. Jamás, ¿me oís?, yo no pedí nada, fuisteis vosotros los que os presentasteis ante mi padre, primero con regalos, luego con ejércitos. Estalló la guerra. ¿Qué he ganado yo? Noches de llanto, arrugas y un puñado de polvo. No, jamás lo haré, no quiero abandonar la vida. No me ha regalado nada, era rica, y mi ciudad ha sido destruida, era feliz, y mi padre y mi hermano están enterrados. Me entregué a Kuame, sí, la víspera del día que, de no ser por la llegada de Macebú, habría visto la caída de Massaba, y si lo hice fue porque el hombre que se presentó ante mí esa noche ya estaba muerto. Le hice el amor como se acarician las sienes de un muerto, para que, mientras avanza en las tinieblas, huela durante el mayor tiempo posible el olor de la vida. Tú vienes aquí, Kuame, y revelas eso ante todo el ejército, pero no fue a ti a quien me entregué, fue a tu sombra vencida. Os maldigo a los dos por atreveros a desear que me mate, y vosotros, hermanos, no decís nada…, no habéis despegado los labios para oponeros a estos dos cobardes. Lo veo en vuestras miradas: consentís mi muerte, la esperáis. Que el rey Tsongor, vuestro padre, os maldiga también a vosotros. Oíd bien lo que os dice Samilia: jamás alzaré la mano contra mí misma; si queréis verme muerta, matadme vosotros mismos y manchaos las manos. Os digo más, a partir de este día, no soy de nadie; escupo sobre ti, Sango Kerim, y sobre nuestros recuerdos de infancia; escupo sobre ti, Kuame, y sobre la madre que te trajo al mundo; escupo sobre vosotros, mis hermanos, que os destruís mutuamente con el odio de vuestras entrañas. Os ofrezco otra solución para acabar con la guerra: ya no seré de nadie, no conseguiréis meterme en vuestro lecho ni arrastrándome del cabello. Ya nada os obliga a luchar, porque a partir de este día ya no lucháis por mí.
En absoluto silencio, sin dedicar una sola mirada a sus hermanos, Samilia dio la espalda a los dos ejércitos y se marchó. Estaba sola, sin nada; dejaba atrás su vida. Kuame y Sango Kerim se disponían a detenerla, pero se lo impidió un extraño grito, un grito que se elevó de las filas del ejército de Kuame, potente y ronco, una voz que parecía proceder de siglos lejanos.
– ¡Al fin te encuentro, hijo de perra! ¡Que tu nombre sea el de un linaje de cadáveres para siempre!
Todo el mundo trataba de averiguar de dónde procedía el grito y a quién iba dirigido. Los hombres miraban a todas partes, pero, antes de que comprendieran quién se había expresado de aquel modo, se oyó un estentóreo grito de guerra y Arkalas salió de entre los hombres como una flecha. Era él, el guerrero loco, quien había proferido los insultos, era él, pero llevaba tanto tiempo sin hablar que nadie había reconocido su voz. Bandiagara estaba junto a Sango Kerim, y Arkalas había tardado en reconocerlo. Había pasado mucho tiempo desde el sangriento día en que, bajo los efectos del maleficio de Bandiagara, Arkalas había acabado metódicamente con todos los suyos. De pronto, había vuelto a verlo todo en su perturbada mente, y se había puesto a gritar. En un segundo estaba sobre su enemigo, y antes de que nadie pudiera impedirlo saltó del caballo, se lanzó sobre el rostro de Bandiagara como un murciélago voraz y empezó a devorárselo con la furia de una hiena, arrancándole pedazos de carne a dentellada limpia, la nariz, las mejillas, todo.
El pánico se apoderó de los hombres. El ejemplo de Arkalas cundió en ambos ejércitos y se reanudó la lucha. Kuame y Sango Kerim no pudieron lanzarse en persecución de Samilia, pues en un instante decenas de hombres se arremolinaron a su alrededor, y tuvieron que librar batalla, atacados de nuevo por todas partes, incapaces de sustraerse a las fauces de la guerra. Y, poco a poco, Samilia desapareció detrás de la última colina.
La batalla duró todo el día, y cuando los dos ejércitos se separaron, Sango Kerim y Kuame estaban muertos de cansancio y cubiertos de sangre. Esa noche nadie pudo conciliar el sueño, ni en la ciudad ni en las tiendas de los nómadas. Unos gritos terribles desgarraban la oscuridad ininterrumpidamente, eran los ininteligibles alaridos de Bandiagara. Seguía allí, en mitad de la llanura, agarrándose a la vida; Arkalas estaba inclinado sobre él. Lo había apartado del combate para consagrarse por entero a torturarlo, y una vez que la llanura se quedó desierta volvió, como un perro que vuelve a desenterrar un hueso. No se les veía, pero se oían los desgarradores gritos de Bandiagara mezclados con las risas de su encarnizado verdugo; Arkalas seguía despedazándolo jirón a jirón. El cuerpo de Bandiagara era una masa informe que rezumaba lágrimas. Mil veces suplicó a su torturador que lo rematara, y mil veces estalló éste en carcajadas y hundió los dientes en su cuerpo.
Bandiagara murió al fin con las primeras luces del día. Era un amasijo irreconocible de carne desgarrada que Arkalas abandonó a los insectos; el rojo de la sangre jamás desapareció de los dientes de Arkalas, en recuerdo de su salvaje venganza.
La obra de la tumba de las tortugas fue la más larga y la más penosa de todas. El hedor hacía interminables las jornadas y los obreros trabajaban sin entusiasmo; construían algo feo, y eso les pesaba.
Cuando la tumba estuvo acabada, Suba abandonó la región y siguió vagando por los caminos del reino. Ya no sabía adonde ir, la tumba de las tortugas lo había obligado a replanteárselo todo. Hacer el retrato de su padre era imposible, a fin de cuentas, ¿qué sabía él del hombre que había sido Tsongor? Cuanto más recorría el reino menos capaz se sentía de responder a esa pregunta. Veía ciudades inmensas rodeadas de imponentes murallas, caminos pavimentados que unían unas regiones con otras; veía puentes y acueductos, y sabía que eran obra de Tsongor, pero a medida que descubría la inmensidad del reino iba percatándose de que para imponer semejante poder había sido necesaria una fuerza salvaje e implacable. Le habían contado las conquistas de Tsongor como si fueran las leyendas de un héroe, pero entonces veía que la de su padre había sido una vida de rabia y sudor. Someter regiones enteras, sitiar ciudades opulentas hasta hacerlas morir de asfixia, exterminar a los rebeldes, decapitar a los reyes. Suba recorría el reino e iba dándose cuenta de que no sabía nada del viejo Tsongor, de lo que había hecho, de lo que por su culpa habían sufrido otros y de lo que había sufrido él. Trataba de imaginarse al hombre que, durante todos esos años de conquistas, había llevado a su ejército más allá de la extenuación, pero a ese Tsongor sólo lo había conocido Katabolonga.
Necesitaba un sitio que lo dijera todo a la vez, un lugar que hablara del rey, del conquistador, del padre y del asesino, un lugar que contara los secretos más íntimos de Tsongor, sus miedos, sus deseos y sus crímenes, pero en el reino, ciertamente, no existía tal lugar.
Suba se sentía abrumado por la amplitud de su tarea. Por primera vez, tenía la sensación de que podía pasarse la vida entera buscando y morirse sin haber encontrado lo que buscaba.
Fue entonces cuando llegó a las colinas de los dos soles. Caía la tarde, y la región parecía impregnada de luz; el sol se ponía lentamente y lustraba el verde de las colinas, y los pueblos, escasos, parecían flotar en la luz. Suba se detuvo a contemplar la belleza del paisaje. Estaba en lo alto de una colina. Aún hacía calor, el voluptuoso calor del final de la tarde. A unos metros de donde se encontraba se alzaba inmóvil un alto y solitario ciprés. Suba tampoco se movía, quería abandonarse a aquel instante. «Es aquí – pensó -. Aquí, al pie del ciprés, simplemente, no hace falta nada más, una tumba de hombre, que se deje atravesar por la luz. Aquí, sí, sin tocar nada.» Suba no se movía, tenía la sensación de estar en casa, todo le resultaba familiar. Reflexionó largo rato, pero una idea empezó a tomar forma en su mente y acabó atormentándolo. No, aquello no era adecuado para Tsongor, aquella humildad, aquel recogimiento no eran propios del rey. A quien había que enterrar allí no era a Tsongor, sino a él, Suba, el hijo de vida errante. Sí, ya estaba seguro, allí era donde debían sepultarlo el día de su muerte, todo se lo decía.
Suba bajó de la mula lentamente y se acercó al ciprés, se arrodilló y besó el suelo. Luego, cogió un puñado de tierra y la guardó en uno de los amuletos que llevaba al cuello; quería oler a la tierra de los dos soles, que un día le ofrecería la última hospitalidad. Se levantó y, dirigiéndose a las colinas y la luz, murmuró:
– Aquí es donde quiero que me entierren. No sé cuándo moriré, pero hoy he encontrado el lugar de mi muerte. Es aquí, no lo olvidaré, volveré el último de mis días.
Después, cuando el sol se ocultó por completo, Suba volvió a montar en la mula y desapareció. Ya sabía lo que tenía que hacer, había encontrado el lugar de su muerte. Cada hombre debía de tener el suyo, una tierra que lo esperaba, una tierra de adopción con la que fundirse, y Tsongor también debía de tenerla. En alguna parte había un sitio que se le parecía, bastaba con seguir viajando, acabaría encontrándolo. Construir tumbas no servía de nada, jamás conseguiría pintar el retrato auténtico y completo de su padre, tenía que seguir viajando, el lugar existía. Suba apretaba el amuleto con la mano. Había encontrado la tierra que lo cubriría, ahora tenía que encontrar la tierra de Tsongor. Sería una revelación, lo presentía, una revelación, y habría cumplido su tarea.