PROLOGO

Antes de que el sol ardiera, antes de que los planetas se formaran, existían el caos y los cometas.

El caos era una condensación local en el medio interestelar. Su masa era lo bastante grande para que sus componentes se atrajeran, sostuvieran y condensaran más. Se formaron remolinos. Partículas de polvo y gas congelado fueron arrastradas por la corriente, entraron en contacto y se unieron. Se formaron copos, y luego bolas dispersas de gases helados. La vorágine prevaleció durante una inmensidad de tiempo, ocupando la quinta parte de un año luz. El centro se contrajo todavía más. Remolinos locales, que giraban frenéticamente cerca del centro de la borrasca cósmica, se desgajaron para formar planetas.

Se formó una especie de nube de nieve, lejos del torbellino. Los hielos unieron aquel enjambre; pero lenta, muy lentamente, sólo unas pocas moléculas a la vez. Metano, amoníaco, dióxido de carbono... y, a veces, objetos más densos que chocaban con la masa y se empotraban en ella. Así pues, contenía rocas y hierro. Ahora era una sola masa estable. Se formaron otros hielos y sustancias químicas que sólo podían ser estables en el frío interestelar.

Su extensión era de unos seis kilómetros cuando sobrevino el desastre. El fin fue súbito. En unos cincuenta años, un parpadeo en su existencia, el centro del torbellino se desintegró. Ardió un nuevo sol, tremendamente brillante.

En aquella llamarada infernal destellaron miríadas de cometas que se convirtieron en vapor. Los planetas perdieron sus atmósferas. Un gran viento de presión lumínica arrebató al sistema interno todo el gas disperso y el polvo, y lo lanzó a las estrellas.

Apenas era perceptible. Estaba doscientas veces más alejado del sol que el recientemente formado planeta Neptuno. El nuevo sol no era más que una estrella con un brillo fuera de lo corriente, que ahora disminuía gradualmente.

Abajo, en el remolino, había una actividad frenética. Gases hirvientes abandonaban las rocas del sistema interior. Sustancias químicas complejas se formaban en los mares del tercer planeta. Innumerables huracanes barrían la superficie y el interior de los gigantescos mundos gaseosos. Los mundos internos jamás conocerían la calma.

La única calma auténtica se encontraba al borde del espacio interestelar, en el halo, donde millones de cometas, extendidos en una delgada capa, cada uno tan alejado de su hermano más próximo como la Tierra lo está de Marte, navegan para siempre a través del frío y negro vacío.

Ahí, su interminable sueño tranquilo podría durar miles de millones de años... pero no eternamente.

Nada dura eternamente.

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