La Tierra es una cesta demasiado pequeña y frágil para que la especie humana conserve en ella todos sus huevos.
Tim Hamner se detuvo en lo alto de un pequeño cerro. Al moverse crujían unos papeles en el bolsillo de su chaqueta.
La larga ladera a su espalda bullía de actividad. Equipos de animales arrastraban rastrillos por el duro suelo, mientras en los campos adyacentes, los tractores accionados con metanol, araban surcos profundos. Miríadas de motas blancas brillaban en el suelo, detrás de los rastrillos. Enriquecida por el gas de mostaza y la derrota de la Nueva Hermandad, aquella tierra produciría en abundancia.
Tres carros eléctricos avanzaban por la carretera. Otro de ellos estaba al lado de Tim Hamner. Era hora de bajar la colina y volver al trabajo, pero se quedó allí unos momentos más, disfrutando del brillante sol y el claro cielo de primavera. Era un día magnífico.
Ante él se extendía el valle de San Joaquín. Gran parte de lo que había estado sumergido, era ahora tierra pantanosa. En medio del agua había una pequeña isla, la colonia de prisioneros, donde los miembros de la Hermandad que no habían querido ir al exilio permanente trabajaban en los cultivos. Jakov mandaba allí. Ahora le llamaban «camarada»... y el camarada les había dado el comunismo. Pero según la teoría marxista la historia ha seguido etapas definidas, de la sociedad esclavista a la feudal, de la feudal a la capitalista... y el valle apenas había pasado la etapa esclavista de la historia. La tierra no estaría preparada para el comunismo durante largo tiempo. Entretanto, el camarada estaba dispuesto a reeducar a los prisioneros.
Tim se encogió de hombros. El camarada y Hooker los mantenían organizados, y cuidaban de sus propios cultivos. Si escapaban, a nadie le importaba.
Más a su izquierda, en el sur distante, vio las humaredas de vapor de la central nuclear. Más cerca, los grupos de obreros que tendían las líneas de fuerza. Dentro de un par de semanas tendrían electricidad en la fortaleza. El invierno había sido duro, muy duro. El hijo de Eileen había estado a punto de morir, y estaba todavía en el hospital. La tasa de mortalidad infantil era superior al cincuenta por ciento, pero estaba descendiendo lentamente, y según las notas de Forrester, cuando recuperaran los libros que había ocultado en Tujunga, sabrían cómo fabricar penicilina.
Las notas de Forrester. Aquel era el trabajo de Tim, transcribir las numerosas cintas que contenían todo lo que Dan Forrester había dictado antes de morir. Si no se hubieran comprometido a salvar la central nuclear tal vez hubieran podido preparar insulina, y Dan lo sabía, naturalmente. El invierno se llevó la vida de su mago, como las de otros muchos. Saber que un amigo había sobrevivido era siempre una buena noticia. Tim se dio una palmadita sobre el bolsillo.
A veces el pasado acudía violentamente a la mente, sin aviso. Tim Hamner tocó el telegrama que llevaba en el bolsillo. ¡Medio cometa! El observatorio de Kitt's Peak había confirmado su descubrimiento. Tim meneó violentamente la cabeza y se echó a reír. En el bolsillo llevaba también el arrugado papel que Harry el cartero le había traído ayer, un pagaré por un cuarto de millón de dólares.
¡Harry Stimms estaba vivo! ¿Qué recibiría por aquel pagaré? ¿Un empleo en la central nuclear? Stimms debía tener facultades para la mecánica y los chicos de la central estaban en deuda con Tim. Si eso no era posible... ¿Podría dedicarse a colaborar para el embarazo de las vacas? Era una tarea que valdría fácilmente un cuarto de millón. Tim contempló el cielo azul, contento.
Una fina y clara línea cruzó el cielo. Por un instante no supo qué era. Tenía que dar aviso, pero ¿cómo llamaban antes a aquellas cosas?
—¡Atención, control! ¡Un avión a reacción!
Habían recibido algunas noticias procedentes de Colorado Springs: que algunos ocupantes del avión habían sobrevivido. Harvey y Maureen tendrían que llegar a un acuerdo con Colorado Springs cuando regresaran de su visita a una fosa séptica en Tujunga. Pero aunque lo habían oído por la radio, no era lo mismo que ver la clara línea a través del cielo. Tim había olvidado lo hermoso que podía ser.
Saludó solemnemente el aparato.
—Puedes volar —dijo. Alzó la voz—: Puedes volar—. Pero nosotros dominamos la electricidad.
El asteroide era un vástago del torbellino: una áspera pepita de ferroníquel con algunos estratos pétreos, cuyo eje más largo medía cinco kilómetros. Todavía no existía el hombre sobre la Tierra cuando el paso del poderoso Júpiter arrancó la pepita de su órbita y la lanzó hacia el espacio interestelar.
Ocurrió en la segunda vuelta de su larga y estrecha órbita elíptica. La superficie de hierro estaba ahora helada, con hielos extraños, al pasar por el extremo de la curva y empezar a retroceder hacia el Sol.
Y el gigante negro estaba allí. Su anillo de bolas de nieve cometarias brillaba ancha y hermosa bajo la luz estelar. Los rayos infrarrojos trazaban bandas y espirales en su tormentosa superficie. Era la única gran masa entre las estrellas, y el asteroide se curvó hacia ella y aumentó su velocidad.
Los rayos infrarrojos bañaron y licuaron el hierro helado. El planeta anillado se hizo enorme.
El asteroide cayó a través del plano del anillo a veinte kilómetros por segundo. Golpeado y lleno de cráteres brillantes, retrocedió, llevando en su pequeño campo gravitatorio una nube de masas heladas procedentes del anillo. Llegaban como sirvientes, por delante y detrás, formando un diseño semejante a los brazos curvos de una galaxia espiral. El asteroide y un montón de cometas se liberaron del gigante negro y empezaron su larga calda hacia el torbellino.