Cuarta parte TRAS EL DÍA DEL FIN DEL MUNDO

He aquí que vi un caballo blanco, y el que iba sentado en él tenía un arco, y le fue dada una corona y salió a completar su victoria.

Salió otro caballo rojo como el fuego, y al que iba sentado en él se le concedió quitar de la tierra la paz para que se mataran atrozmente los unos a los otros, y le fue dada ana gran espada.

Una revelación a San Juan.

PRIMERA SEMANA: LA PRINCESA

Dudar de todo o creer en todo son dos soluciones igualmente convenientes; ambas ahorran la necesidad de la reflexión.

H. Poincaré.


Maureen Jellison se detuvo en la cresta de la colina. Estaba empapada por la lluvia cálida. Los relámpagos brillaban en lo alto de las montañas. Maureen se acercó a la profunda grieta en la prominencia granítica. La superficie estaba resbaladiza. Sonrió al pensar en que su padre le había dicho que no subiera allí sola incluso antes de que ocurriera...

Le era difícil terminar aquel pensamiento. No sabía cómo nombrar a lo que había sucedido. El fin del mundo parecía trivial, y ni siquiera era cierto, al menos de momento. El mundo no había llegado a su fin en el rancho al que ahora llamaban la Fortaleza. Maureen no podía ver el valle allá abajo, oculto por la cortina de lluvia, pero sabía que estaba lleno de actividad. Se estaba haciendo un inventario de todo lo que podría ayudarles a superar el invierno, desde gasolina hasta cacerolas. Al Hardy se ocupaba de ello de manera sistemática, y utilizaba a Maureen, Eileen Hamner y Marie Vanee como agentes que visitaban todas las casas del valle.

—Somos unos husmeadores —gritó Maureen al viento y la lluvia. Añadió en voz baja—: Y no sirve de nada.

Tener que husmear no le molestaba. Si algo era necesario, si algo podría salvarles, sería el cuidadoso trabajo de Al Hardy, y no husmear o tratar de ocultar sus posesiones. Quienes hacían esto último estaban locos, pero no era eso lo que molestaba a Maureen, sino la actitud de quienes la recibían bien, los que creían sin el menor género de dudas que el senador Jellison les garantizaría la subsistencia y que eran felices de un modo patético al ver a su hija. No les importaba que ella había ido a su casa a husmear y quizás a llevarse sus pertenencias. Ofrecían de buen grado todo cuanto tenían, gratuitamente, a cambio de una protección que no existía.

Algunos granjeros y rancheros tenían orgullo e independencia. Comprendían la necesidad de organización, pero eso no les hacía sentirse serviles. Los demás, en cambio, los patéticos refugiados que habían conseguido rebasar los bloqueos de las carreteras..., los patéticos refugiados procedentes de la ciudad que tenían casas en el valle y que habían huido para evitar el choque del cometa pero que no tenían idea de lo que harían ahora, incluso los campesinos cuyo subsistencia dependía de los camiones que transportaban pienso, los vagones de ferrocarril refrigerados y el clima de California... Para ellos los Jellison eran el «gobierno», que cuidaría de ellos como siempre lo había hecho.

Maureen no podía soportar aquella responsabilidad. Les contaba mentiras deliberadamente. Aquel año no habría cosechas en ninguna parte. ¿Cuánto tiempo les mantendría vivos el botín obtenido en los almacenes inundados? ¿Cuántos refugiados más había en la cuenca del San Joaquín, y qué derecho tenía ella a vivir cuando el mundo estaba agonizando?

Brillaron los relámpagos, ahora cerca de donde Maureen se hallaba. Permaneció inmóvil sobre el granito, en el borde. «Yo quería objetivos. Ahora ya los tengo, pero son excesivos.» Su vida ya no giraba en torno a la vida social de Washington y sus chismorrerías. No podía decir que sobrevivir al fin del mundo fuera trivial... y, sin embargo, lo era. Si la vida iba a limitarse a la mera existencia, ¿cómo iba a ser de otro modo? En Washington era más cómoda. Era más fácil ocultar el sufrimiento. Aquella era la única diferencia.

Oyó el ruido de pasos detrás de ella. Alguien se acercaba a la cresta de la colina. Maureen no estaba armada y tenía miedo. Pensó que sentir temor ahora era algo ridículo: estaba al borde de un precipicio, sobre un saliente granítico, rodeada por los relámpagos amenazadores, y si esta situación le atemorizara estaría justificado. No obstante, era la primera vez que sentía miedo por la proximidad de un extraño en el valle, lo cual aumentaba su pánico. El Martillo cósmico lo había destrozado todo, había acabado con su refugio. Miró el borde del precipicio y adelantó ligeramente su cuerpo. Sería tan fácil lanzarse al vacío...

El hombre se acercó más. Llevaba un impermeable y un sombrero de ala ancha; sostenía un rifle resguardado de la lluvia debajo del impermeable.

—¿Estás ahí, Maureen? —le gritó.

Ella sintió que el alivio llegaba a oleadas. Estuvo a punto de echarse a reír como una histérica.

—¡Harvey! ¿Qué haces aquí?

Harvey Randall llegó al borde de la roca. Se notaba en su actitud la aprensión que sentía. Maureen recordó que temía las alturas y se acercó a él, apartándose de la hendidura.

—Yo soy el que debe estar aquí. ¿A qué diablos has venido?

—No lo sé. Supongo que a mojarme. —Tras pronunciar aquellas palabras se dio cuenta de que eran ciertas. Estaba empapada, a pesar del impermeable, y tenía las botas llenas de agua. Tenía la espalda fría y húmeda—. ¿Y tú por qué has de estar aquí?

—Servicio de guardia. Tengo un refugio cerca de aquí. Vamos, resguardémonos de la lluvia.

—De acuerdo.

Harvey echó a andar por la cresta de la colina, y ella le siguió pasivamente.

El refugio estaba a cincuenta metros, y estaba formado por grandes piedras apoyadas unas en otras y un tosco cobertizo de madera y bolsas de basura de plástico. En el interior no había más luz que la grisácea claridad procedente del exterior. El mobiliario consistía en un colchón neumático y un saco de dormir. Una caja de madera servía de banco. De un poste clavado en el suelo colgaban varios objetos: una corneta, una bolsa de plástico con libros en rústica, unos prismáticos, una cantimplora y un recipiente con comida.

—Bienvenida al palacio —dijo Harvey—. Quítate esa ropa mojada y sécate un poco.

Harvey hablaba tranquilo, con naturalidad, como si no fuera nada extraño encontrar a la muchacha sola en un saledizo rocoso y en medio de una tormenta eléctrica.

El refugio era grande. Había sitio suficiente para moverse con holgura. Harvey se quitó el impermeable y el sombrero, y ayudó a Maureen a quitarse la chaqueta empapada. Colgó las ropas húmedas en unos clavos cerca de la abertura de entrada.

—¿Qué estás vigilando? —le preguntó Maureen.

El se encogió de hombros.

—Desde aquí puede observarse el camino de acceso. Con esta lluvia no es probable que venga nadie, y si lo hiciera no creo que yo pudiera verlo, pero hay que mantener este refugio en buenas condiciones.

—¿Vives aquí?

—No. Hacemos turnos entre Tim Hamner, Brad Wagoner, Mark y yo. A veces también viene Joanna. Todos estamos viviendo abajo, ¿no lo sabías?

—Sí.

—No te había visto desde que llegamos aquí —dijo Harvey—. Te busqué en un par de ocasiones, pero me dio la impresión de que nunca estarías en casa cuando yo fuera a verte. Y, además, no tuve un caluroso recibimiento en el rancho. Pero de todos modos, gracias por votar en mi favor.

—¿Votar?

—El senador dijo que le habías pedido que me permitiera quedarme.

—Eres bien recibido.

A Maureen no le había costado decidirse en favor de Harvey. No era una mujer que se acostara con el primer hombre que se acercaba a ella. Y aunque Harvey, al final, se hubiera sentido culpable, marchándose a otra habitación, aquella aventura había sido agradable y ella no lo lamentaba. Si le había creído merecedor de acostarse con ella, ¿cómo no iba a salvarle la vida?

—Siéntate —dijo Harvey, señalándole la caja de madera—. Más adelante subiremos algunos muebles. No quedará más remedio que trabajar aquí.

—La verdad es que no sé qué puedes hacer aquí.

—Yo tampoco, pero Hardy tiene sus motivos. Según los mapas, éste es un buen sitio para establecer un puesto de vigilancia. Lo será, desde luego, cuando pueda verse a más de cincuenta metros de distancia, pero en estas condiciones, estar aquí es perder el tiempo.

—Lo que sobra es tiempo y gente para perderlo —dijo Maureen. Se sentó con cuidado en la caja, apoyándose contra el muro de piedra. El revestimiento plástico entre su espalda y la piedra estaba húmedo debido al agua que se condensaba en su superficie interna—. Tendrás que aislar esto —añadió, pasando un dedo por el plástico mojado.

—Todo a su debido tiempo —dijo Harvey, mientras se sentaba encima del saco de dormir tendido sobre el colchón neumático.

—Debes creer que Al está loco.

—No, no, yo no he dicho eso —protestó Harvey con seriedad—. Creo que podría hacer algo útil aquí arriba. Incluso si se colara un grupo de intrusos, yo estaría armado detrás de ellos. Y el aviso que podría dar desde aquí a los de abajo sería valioso. No, creo que Hardy sabe lo que haces. Como has dicho, lo que sobra es personal.

—Hay demasiada gente —dijo Maureen—, y la comida es escasa.

Maureen no reconocía a aquel hombre prosaico sentado en el saco de dormir y que no sonreía, que no hablaba de imperios galácticos y al que no parecían importarle las razones profundas por las que ella estaba allí. No era el hombre con el que se había acostado. No sabía quién era. Casi le recordaba a George. Parecía tener confianza en sí mismo. El rifle estaba apoyado en el poste, al alcance de su mano.

Los cartuchos estaban sujetos con presillas en el bolsillo de su chaqueta.

Maureen pensó que había dos personas en su mundo de ahora con las que se había acostado, y que ambas eran desconocidas. George no contaba en realidad. Lo que uno hace a los quince años no cuenta. Fue una unión apresurada, frenética, en aquella misma colina, no muy lejos de donde estaba ahora, y ambos temían tanto lo que habían hecho que nunca volvieron a hablar de ello. Luego actuaron como si nunca hubiera sucedido. Aquello no contaba.

Y luego había sido aquel hombre, aquel desconocido. Dos extraños. Los demás habían muerto. Johnny Baker debía haber fallecido, y su ex marido también. Y... no había muchos más en el inventario. Personas a las que había querido un año, una semana, una noche incluso. No eran muchas, y todas vivían en Washington. Todas estarían muertas.

Hay seres que son fuertes en una situación de crisis. Maureen pensó que Harvey Randall era uno de ellos. Y, sin quererlo realmente, le confesó su debilidad:

—Harvey, estoy muy asustada.

Esperaba que él le dijera algo consolador, que la tranquilizara, modo que lo haría George. Sería una mentira, pero...

No había esperado la risa histérica de Harvey. Le miró asombrada mientras él lanzaba salvajes risotadas.

—Tienes miedo —dijo con voz ahogada por la risa—. ¡Dios de los cielos, no has visto nada para tener miedo! —Su risa había desaparecido y ahora hablaba a gritos—. ¿Sabes cómo están las cosas fuera de aquí? No puedes saberlo. No has estado fuera de este valle. —Harvey se esforzaba visiblemente por dominarse, y ella le miraba fascinada. Finalmente, recobró la calma y volvió a ser el hombre desconocido de momentos antes, como si nada hubiera ocurrido—. Lo siento. —Las palabras eran convencionales, pero el tono de su voz era de auténtica disculpa.

Ella seguía mirándole sorprendida.

—¿Tú también, Harvey? ¿Así que todo esto no es más que una representación? Toda esta calma varonil, esta...

—¿Y qué esperabas? —le preguntó él—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Lo siento de veras. No quería perder los nervios de esa manera.

—No te preocupes.

—Claro que me preocupo. Tenemos que seguir adelante, procurando actuar de un modo racional. Si uno de nosotros pierde la calma, hace que las cosas sean mucho más difíciles para los demás. Eso es lo que siento. Puede que esa calma sea aparente, que la procesión vaya por dentro, pero no debía habértelo mostrado. Así no hago más que dificultarte las cosas...

—No, Harvey, no creas que reprimir lo que uno siente facilita las cosas a los demás. A veces es necesario... a veces uno tiene que confesar lo que siente. —Permanecieron un momento en silencio, escuchando el ruido del viento y la lluvia, y el fragor de los truenos en las montañas—. Tenemos que intercambiar nuestras emociones —dijo al fin Maureen—. Tú me dices lo que sientes y yo te lo diré también.

—¿Crees que eso es prudente? —preguntó él—. Mira, no be olvidado la última vez que nos encontramos en esta colina.

—Yo tampoco —dijo ella con un hilo de voz. Le pareció que él estaba a punto de moverse, de levantarse, y habló con rapidez—. A veces me dan ganas de arrojarme al vacío y poner fin a todo, porque aún no sé cómo enfrentarme a esto.

El permaneció sentado; tal vez no había tenido intención de incorporarse.

—Cuéntame lo que sientes —le pidió.

—No. —Maureen no podía verle bien el rostro, cubierto por una barba de varios días, y la luz que llegaba al refugio era muy débil. De vez en cuando un relámpago restallaba cerca de allí y producía un resplandor brillante, de un verde espectral a causa del color de las bolsas de plástico, pero aquella luz cegaba a Maureen un instante y seguía sin poder ver la expresión de Harvey—. No puedo —confesó—. Para mí es horrible, pero te parecería trivial...

—¿Y qué importa si me lo parece?

—Esa gente tiene esperanzas —dijo ella—. Vienen a casa, o yo voy a la suya, y creen que podemos salvarlos, que yo puedo hacerlo. Algunos se han vuelto locos. Hay un chico en el pueblo, el hijo del alcalde Seltz. Tiene quince años y deambula desnudo bajo la lluvia, hasta que su madre le hace volver a casa. Hay cinco mujeres cuyos maridos se fueron de caza y que nunca volverán. Hay viejos, niños y gente de la ciudad, y todos esperan un milagro de nosotros... Yo no puedo hacer ningún milagro, Harvey, pero he de fingir que sí.

No le contó el resto, no le habló de su hermana Charlotte, sentada en su habitación y mirando fijamente la pared, la cual sólo volvía a la vida y gritaba si no podía ver a sus hijos. No le habló de Gina, la mujer negra de la oficina de correos, que se rompió una pierna y estuvo tendida en una zanja hasta que alguien la encontró, y que murió de gangrena gaseosa sin que nadie pudiera hacer algo por ella. No le habló de los tres niños enfermos de tifus a los que nadie podía salvar, ni de los que se habían vuelto locos.

—No puedo seguir dando a la gente falsas esperanzas —dijo al fin.

—Tienes que hacerlo. Es lo más importante del mundo.

—¿Por qué?

A él pareció sorprenderle la pregunta.

—No hay nada más importante, porque somos pocos los supervivientes.

—Si la vida no era importante antes, ¿por qué debe serlo ahora?

—Lo es.

—No. ¿Qué diferencia hay entre llevar una vida sin sentido en Washington o aquí? Nada de eso tiene el menor significado.

—Lo tiene para los demás, los que quieren tus milagros.

—Yo no puedo hacer milagros. ¿Por qué es importante que otras personas dependan de uno? ¿Por qué eso ha de hacer que mi vida sea digna de ser vivida?

—A veces eso es lo único que tiene algún valor —dijo él en un tono muy grave—. Luego encontrarás otras cosas, muchas más. Pero ante todo cumples con una tarea que hasta ahora no habías asumido, la de cuidar de los demás. Luego, al cabo de un tiempo, te das cuenta de que vivir es importante. —Soltó una risa triste—. Lo sé por experiencia, Maureen.

—Cuéntame.

—¿Quieres saberlo de veras?

—No lo sé. Sí, quiero saberlo.

—De acuerdo.

Harvey le contó todo lo que le había sucedido. Le habló de los preparativos que había hecho antes de la caída del cometa, de sus disputas con Loretta, de las dudas que tuvo y su sentimiento de culpabilidad por la breve aventura con Maureen, no tanto por que se hubiera acostado con ella, sino por lo que había pensado después de ella, comparándola con su mujer, y cómo eso había afectado su relación con Loretta.

Maureen le escuchaba atentamente, pero no alcanzaba a comprenderle realmente.

—Y finalmente estamos aquí —dijo Harvey—, a salvo. Maureen, no puedes saber cómo es esa sensación: saber que vivirás una hora más, que dispondrás de una hora entera cuando no quieres ver a alguien que amas roto como una muñeca de trapo abandonada. No espero que me comprendas realmente, pero has de saber una cosa. Lo que tu padre está haciendo en este valle es lo más importante del mundo. Es inapreciable, y vale la pena hacer lo que sea para mantenerlo. Saber... saber que alguien, en alguna parte, tiene esperanzas, que puede sentirse seguro.

—¡No! Ese es el verdadero horror. ¡Es una esperanza falsa! ¡Es el fin del mundo, Harvey! El maldito mundo ha sido despanzurrado y estamos prometiendo algo que no existe, que no ocurrirá.

—Es cierto —reconoció él—. A veces lo pienso también. Ya sabes que Eileen también está aquí. Por ella hemos sabido lo que sucede.

—¿De qué sirve entonces seguir adelante si no superaremos el invierno?

Harvey se levantó y se acercó a ella. Maureen estaba muy quieta, y él se sentó a su lado, sin tocarla, pero ella era consciente de su proximidad.

—En primer lugar, no está todo perdido. Hay esperanzas, y no puedes ignorarlas. Hardy y tu padre han trazado unos planes excelentes. Es verdad que se necesitará suerte para llevarlos a cabo, pero tenemos una oportunidad. Vamos, admítelo.

—Tal vez, si tenemos suerte. ¿Pero y si se nos ha terminado la suerte?

El ignoró su pregunta y prosiguió:

—En segundo lugar, supongamos que todo sea un timo y que este invierno nos muramos de hambre. Aun así, Maureen, vale la pena intentarlo, aunque sólo pudiéramos ganar una hora, aunque pudiéramos librar a alguien una sola hora de sentir lo que sentí mientras estaba acurrucado en la parte trasera de mi furgón... Maureen, vale la pena morir sólo por evitar que un ser humano sienta eso. Te lo digo en serio. Y tú puedes hacerlo. Si es preciso fingir, finge. Pero hazlo.

Lo decía en serio. Quizás él fingiera también, tal como le había dicho a ella que hiciera, pero lo decía en serio. En caso contrario, ¿por qué iba a molestarse? Tal vez tenía razón. Ojalá la tuviera.

¿Hasta qué punto creía Harvey Randall en lo que decía? ¿Qué fuerza tendría su resolución? Maureen rogó por que no la perdiera, porque lograba comunicársela a ella. Podía compartirla.

Le miró y le preguntó en tono quedo:

—¿Quieres hacerme el amor?

—Sí —respondió él sin hacer el menor movimiento.

—¿Por qué?

—Porque hace meses que pienso en ti, porque no me sentiré culpable, porque quiero amar a alguien.

—Esas son buenas razones.

Maureen se levantó y le tendió los brazos. El rodeó sus hombros, sin estrecharla, mirándola. Ambos sabían que ahora no sería como la última vez, que todo sería distinto en lo sucesivo.

Maureen sentía frío en su espalda húmeda, y notó ahora el calor de las manos masculinas, reconfortante, como el olor a sudor y trabajo, un olor sincero, no el aroma artificial de un spray de loción. Cuando se inclinó para besarla, ella se aferró a su cuerpo, obedeciendo un impulso irrefrenable, deseosa de olvidarse de sí misma.

Finalmente se tendieron sobre el colchón neumático. Harvey la abrazó dulcemente, y ella tuvo la certeza de que después de tanto tiempo aquel acto de amor les haría mucho bien.

Más tarde, tendida junto a él, Maureen contemplaba cómo la luz de los relámpagos adoptaba formas extrañas a través del plástico verde, y pensaba en lo que había hecho.

Haz tu tarea. La vida no consiste más que en eso. Harvey no lo había dicho con esas palabras, que ella había leído en La peste de Albert Camus, pero aquello era lo que quería decir. Maureen se dijo que hacer su tarea incluía muchas cosas, pero no estaba segura de que también incluyera a Harvey Randall. El le decía aquello por lo que ella debería vivir, pero ella sabía muy bien que no podría hacerlo sola. ¿Qué haría George si supiera dónde estaba ahora? Sin duda echaría a Harvey de allí.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Harvey. Su voz parecía llegar desde una gran distancia.

Ella se volvió hacia él y trató de sonreír.

—Nada... Todo. Sólo estaba pensando.

—Te has estremecido. ¿Tienes frío?

—No. Harvey... ¿Qué sabes de tu hijo, y el de Marie?

—Están por aquí, en algún lugar. Y tengo que ir en su busca. He intentado que Hardy me deje ir a explorar las cercanías, pero está demasiado ocupado para hablar conmigo. Iré sin su permiso, si es necesario, pero se lo preguntaré una vez más. Lo intentaré mañana. No, mañana, no. Hay que hacer otra cosa.

—Ir a casa de los Román.

—Sí.

—¿Tú también irás?

—Sí, parece que Mark y yo tenemos todos los números de la rifa. Iremos con el señor Christopher y su hermano, además de Al Hardy. Supongo que vendrán también algunos más.

—¿Habrá tiroteo? —preguntó ella con ansiedad.

—Quizá. Dispararon a Harry y mataron al otro hombre, el del rancho de los turistas del Este.

—¿Tienes miedo?

—Estoy aterrado. Pero hay que hacerlo. Y luego pediré a Hardy que me deje ir a buscar a Mark a las montañas.

Maureen no le preguntó si era imprescindible que fuera. Sabía perfectamente la respuesta.

—¿Volverás?

—Sí. ¿Quieres que vuelva?

—Sí, pero... pero no estoy enamorada de ti.

—No te preocupes por eso —dijo él con una risita—. Después de todo, apenas nos conocemos. ¿Me querrás alguna vez?

—No lo sé —dijo ella, pensando en su fuero interno que no se atrevería a querer. El amor no tenía futuro. No había en absoluto futuro—. Creo que nunca amaré a nadie.

—Ya verás como sí.

—No hablemos más de eso.


Llueve en el Sahara. El lago Chad se desborda y engulle la ciudad de Nguigmi. Los ríos Niger y Volta también se desbordan, ahogando a millones de seres que habían sobrevivido al maremoto. En Nigeria central la tribu Ibo se alza en revuelta contra el gobierno central.

Más al Este, palestinos e israelíes se dan cuenta de súbito de que ya no existen grandes potencias capaces de intervenir. Esta vez la guerra llegará a una solución definitiva. Los restos de Israel, Jordania, Siria y Arabia Saudí se ponen en marcha. No hay aviones, y queda muy poco combustible para los tanques. No habrá nuevos suministros de municiones, y la guerra no terminará hasta que se luche cuerpo a cuerpo.

SEGUNDA SEMANA: EL MONTAÑERO

El tiempo, como un torrente incesante,

se lleva a todos sus hijos;

Huyen, olvidados, como un sueño

muere al despuntar él día.

Isaac Watts, 1719; Himno Anglicano 289


Diluviaba. Harvey Randall pasaba casi desapercibido, de la misma manera que él apenas veía los lugares en donde la carretera había desaparecido. Evitaba de un modo automático los baches más profundos, avanzando con cautela por el barro que cruzaba la calzada en forma de verdaderos ríos. Estar en movimiento le producía una agradable sensación. Avanzaba poco a poco por la serpenteante carretera en dirección a la Sierra Alta. No había otros coches ni gente, sólo la carretera. Tenía alimentos, un cuchillo y la pistola de tiro al blanco. La comida era parca, lo mismo que la munición, pero era una suerte contar con lo poco que tenía.

—Eh, Harv —llamó Mark, detrás de él—. ¿Descansamos un poco?

Harvey siguió andando. Mark se encogió de hombros y murmuró algo entre dientes. Pasó la escopeta del hombro derecho al izquierdo. Ocultaba el cañón del arma bajo el capote de monte con que se cubría, y así lo mantenía seco, pero Mark tenía la sensación de que ninguna parte de su cuerpo estaba seca. Sudaba tanto que el capote resultaba incómodo. Bajo aquella pesada prenda parecía estar en un baño de vapor.

Harvey ladeó un riachuelo. El camino que habían recorrido hasta entonces no era tan malo como para impedir el paso del potente furgón, y maldijo al senador y su testarudo ayudante, pero lo hizo en silencio. Si decía algo, Mark estaría de acuerdo con él, y Mark ya tenía bastantes problemas con Al Hardy. Uno de aquellos días a Mark le pegarían un tiro, o lo echarían de la fortaleza del senador, y en ese caso Harvey Randall tendría que tomar una decisión.

Entretanto podía poner todo su esfuerzo en trepar colina arriba. Un paso, una pausa durante una fracción de segundo, dejando inmóvil la pierna atrasada para que descansara un instante, cargar el peso en el pie adelantado, dar otro paso, un nuevo instante de descanso... Distraídamente, Harvey abrió una bolsita que colgaba de su cinto y sacó un pedazo de carne seca. Era carne de oso. Harvey nunca había probado hasta entonces aquella clase de carne, y ahora se preguntaba si alguna vez comería otra cosa. Pensó que al caer la tarde estarían a unos quince kilómetros de la fortaleza, y si podían cazar algo se lo comerían. Según las reglas del senador estaba prohibido cazar a menos de ocho kilómetros del rancho. Era una prohibición sensata. Más adelante la caza sería necesaria, y era preciso que los animales no se asustaran antes de tiempo. Todas las reglas del senador tenían sentido, pero no dejaban de ser reglas, proclamadas sin discusión, órdenes emitidas desde la gran casa y a las que nadie se oponía excepto los Christopher, aunque éstos todavía no las discutían.

George Christopher había autorizado la marcha de Harvey. Hardy no había querido arriesgarse. No era que le importase lo que pudiera ocurrirle a Harvey, pero las armas y la comida que éste llevaba eran valiosas. Sin embargo, Maureen había hablado con Hardy, y luego George Christopher salió para darle a Harvey las provisiones y explicarles las condiciones en que estaba la carretera.

Harvey estaba seguro de que aquello no era una coincidencia. Christopher no tenía razón alguna para ayudarle... y había empezado a comportarse el día en que Maureen habló de ello a Al Hardy y su padre, el día en que había mostrado una amistad abierta hacia Harvey Randall. Este no podía pasar aquel hecho por alto.

Era fácil ver lo que Maureen significaba para George Christopher, pero ¿qué significaba éste para ella? ¿Y qué significaba él mismo, Harvey Randall, para Maureen Jellison?

Era muy probable que se hubiera enamorado de ella, pero no podía saberlo con certeza. Había sido un marido bueno, casi fiel, durante dieciocho años, y eso no era precisamente una preparación para tener una nueva relación amorosa. O tal vez sí. Siempre le había parecido que dos personas lo bastante decididas a intentarlo podrían hacerlo. Ahora le costaba comprender el funcionamiento del amor. Había estado dispuesto a dar su vida por Loretta, pero no a quedarse en casa sólo porque ella tenía miedo. Ahora podía enfrentarse a aquel hecho, pero no estaba seguro de su significado.

Eran las primeras horas de la tarde, el momento adecuado para acampar. Mientras avanzaba escudriñaba atentamente la espesura a su alrededor. Se sentía muy solo y vulnerable. Hubo un tiempo en que cuando uno se alejaba de las vías principales podía contar con que encontraría buena gente, pero eso había sido antes de la caída del cometa. Algunos aspirantes a atracadores habían bajado de aquellas colinas aún no hacía un par de días, y ellos u otros como ellos podían prepararles una emboscada en cualquier parte. Pero hasta entonces no había visto a nadie.

El camino discurría a través de un bosque de pinos, por laderas empinadas, y todos los lugares llanos estaban encharcados. No sería fácil encontrar un sitio para acampar bajo aquella lluvia. Un hueco entre pedruscos, como el que habían utilizado para instalar el puesto de vigilancia, sería lo mejor. Pero debería tener mucho cuidado; algo o alguien utilizaría cualquier lugar seco que pudiera encontrar. Osos, serpientes, cualquier cosa.

En el primer lugar donde miraron había una mofeta. Harvey lamentó tener que pasar de largo, puesto que hubiera sido un buen sitio para acampar. Eran dos rocas, apoyadas la una en la otra, y entre ellas un espacio seco. Pero los ojos pequeños y vidriosos y el olor inequívoco fueron invencibles.

Además, las mofetas pueden transmitir la rabia. Una mordedura de mofeta podía ser lo más peligroso en aquellos contornos. Pasaría mucho tiempo antes de que se pudiera disponer de nuevo del tratamiento Pasteur contra la rabia...

En la cueva siguiente había un zorro o un perro salvaje. No pudieron distinguir bien qué era, pero ahuyentaron al animal. La zona cubierta por las piedras no estaba seca ni era bastante grande, pero cortaron unas ramas para sostener sus capotes de monte y al menos evitaron que siguiera cayéndoles agua sobre la cabeza.

Tenían que encender una hoguera. Harvey pasó el resto de la tarde recogiendo madera. Había troncos empapados, pero si se cortaban podía obtenerse un poco de madera seca en el centro. Con toda la madera recogida podrían mantener el fuego durante una hora, tal vez más si tenían cuidado. Cuando se hizo totalmente oscuro, Harvey utilizó un poco del preciado gas de su encendedor.

—Ojalá tuviera una bengala de ferrocarril —dijo Harvey. Vertió cuidadosamente un poco de gas en la base del pequeño montón de madera seca—. Con una bengala es posible encender un fuego en medio de una ventisca.

—El maldito Hardy no te la daría —dijo Mark.

—Será mejor que tengas cuidado con él —le advirtió Harvey. Encendió una cerilla, el gas se inflamó y las llamas les cegaron un instante. La madera prendió, irradiando un calor escaso pero agradable—. No le gustas.

—No creo que le guste nadie —dijo Mark, empezando a colocar los trozos de madera más grandes junto al fuego, para que se secaran—. Siempre sonríe, pero es un hipócrita.

Harvey asintió. La sonrisa de Hardy no había cambiado desde la caída del cometa. Seguía siendo el ayudante del político, el hombre amistoso con todo el mundo, pero ahora su sonrisa era una amenaza, no algo cordial y amigable.

—Jesús —dijo Mark.

—¿Qué?

—Sólo pensar en esos pobres desgraciados me da repeluzno.

—No pienses en eso.

—No olvidaré lo que ha ocurrido —dijo Mark.

—Yo tampoco.

En el rancho de los Román habían encontrado cuatro muchachos asustados, dos chicos y dos muchachas, ninguno de los cuales tendría más de veinte años. Dos de ellos resultaron heridos en la refriega, cuando Hardy y Christopher los capturaron. Entonces hubo un intercambio de gritos entre Hardy y Christopher. George Christopher quería liquidar a los cuatro allí mismo. Al Hardy arguyó que debían llevarlos al pueblo. Harvey y Mark se pusieron al lado de Hardy, y finalmente Christopher accedió a los deseos de los demás.

Pero cuando llegaron al pueblo, el senador y el alcalde convocaron un juicio aquella misma tarde, y por la noche los cuatro muchachos colgaban delante del Ayuntamiento. El método de George Christopher no hubiera sido tan duro.

—Mataron a los Román y al otro tipo, el de Muchos Nombres —dijo Harvey—. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho con ellos?

—Diablos, se habían expuesto a eso —dijo Mark—. Pero todo fue tan rápido, y las chicas gritaban y lloraban de aquella manera... —Pensativo, Mark alimentó de nuevo la fogata.

Las ejecuciones habían conmocionado a varios vecinos del pueblo. Harvey no tenía duda al respecto. Pero nadie dijo nada. Los Román habían sido sus amigos. Además, discutir podría ser peligroso. Detrás de las sonrisas de Al Hardy, su calma perpetua y sus buenos modales, había una amenaza latente y definitiva: la carretera. Los que no cooperaran, los que causaran demasiados problemas, serían abandonados a su suerte en la carretera.

Estaban casi en la cima, en el punto más alto al que llegaba la carretera, y ya era hora de acampar. Era el tercer día desde su salida y la lluvia seguía cayendo con monótona insistencia. Cuanto más ascendían más frío. Aquella noche tendrían que encender un buen fuego, que durase hasta el día siguiente, lo cual significaba que habrían de turnarse para mantenerlo encendido.

Harvey estaba preparando los troncos, y todavía no había usado su encendedor cuando notaron el olor.

—Humo —dijo Mark—. Una fogata de campamento.

—Sí, y está bien escondido —comentó Harvey.

—No pueden estar lejos, de lo contrario nunca notaríamos el olor, sobre todo con esta lluvia.

Probablemente tampoco lo verían. Harvey hizo una seña a Mark para que se callara y permaneció en inmovilidad absoluta. Soplaba un fuerte viento desde más arriba de la montaña, y sin duda transportaba los olores del campamento. La lluvia era un telón de agua, y la luz mortecina no permitía ver nada más allá de unos pocos metros.

—Echemos un vistazo —dijo Mark.

—Sí, pero dejemos aquí los capotes. No podemos mojarnos más de lo que ya estamos.

Ascendieron con cautela, siguiendo el camino, escudriñando la penumbra.

—Por allí —susurró Mark—. He oído algo. Una voz.

Harvey también creyó haberla oído, pero era demasiado débil. Avanzaron en aquella dirección. No valía la pena mantener la cautela, pues el viento y la lluvia se imponían a los demás ruidos, y los dos hombres chapoteaban en el suelo enfangado y cubierto de hojas mojadas.

—Espera un momento.

Permanecieron inmóviles. Había sido una voz de niña, bastante pequeña. Estaba muy cerca, probablemente oculta entre la espesura.

—¡Andy! —grite»—. Dos visitantes.

—Ya voy.

Harvey se quedó rígido. Era...

—¡Andy! —exclamó—. ¿Eres tú, Andy?

—Sí, señor.

Su hijo apareció en el camino. Harvey se precipitó hacia él.

—Andy, gracias a Dios que estás bien...

—Sí, señor, estoy bien. ¿Y mi madre...?

El recuerdo del bulto patético envuelto en una manta eléctrica atenazó a Harvey.

—Asaltaron la casa —dijo al muchacho—. Los saqueadores mataron a tu madre.

—Oh.

Andy se apartó de su padre. Una muchacha salió de entre la espesura. Iba armada con una escopeta. Andy se acercó a ella y se quedó a su lado.

Harvey pensó que el chico había crecido en un par de semanas. Observó la manera en que permanecía junto a la muchacha, en actitud protectora, con mucha naturalidad, y le recordó las palabras de la ceremonia del matrimonio: «una sola carne». Sí, parecían las dos mitades de una misma persona, pero eran tan jóvenes.. Unos pelos muy finos despuntaban en la barbilla de Andy. No una barba auténtica, sino una ligera pelusa como la que él tenía cuando Loretta se empeñó en que se afeitara porque no era atractiva, aunque apenas se veía.

—¿Está el señor Vanee aquí? —preguntó Harvey.

—Sí, venid por aquí —dijo Andy.

El muchacho dio media vuelta y su compañera volvió a ocultarse en la espesura. No había dicho una sola palabra. Harvey se preguntó quién sería. La... mujer de su hijo. Y ni siquiera sabía su nombre, ni Andy se lo había dicho. Algo en todo aquello le parecía a Harvey tremendamente mal, pero no sabía que podía hacer.

Gordie Vanee se alegró de verle, y la alegría de Harvey fue aun mayor. Gordie había construido un gran refugio, con troncos y una techumbre de hojas y ramas que resguardaba de la lluvia. Bajo el refugio había madera seca y colgaban pescados y pájaros que habían capturado. Sobre el fuego hervía una cacerola con caldo.

—¡Harv! Sabía que llegarías aquí. Te estaba esperando.

Aquel recibimiento asombró a Harvey.

—¿Cómo podías esperar que te encontrara?

—Bueno, éste es el sitio de reunión, donde siempre nos deteníamos antes de emprender las excursiones a pie.

No había bastante luz para comprobarlo, pero el lugar no parecía distinto a cualquier otro claro cerca de la carretera. Harvey sabía que jamás lo hubiera reconocido.

—Yo hubiera pasado de largo...

—Hubieras vuelto al llegar a la cabaña —dijo Gordie, lo que queda de ella.

Había una docena de chicos bajo el refugio, la mayoría agrupados en parejas, con los sacos de dormir unidos. Chicos y chicas, en parejas...

—¿Son chicas exploradoras? —preguntó Harvey.

—Te lo contaré luego. La semana pasada tuvimos algunos problemas. Ahora todo está en orden. Has... ¿has visto a Janie, ¿verdad?

—¿La chica que estaba con Andy? —Harvey miró a su alrededor. Andy ya no estaba allí. Había conducido a Mark y Harvey hasta el refugio y se había marchado sin decir palabra.

—Sí, Janie Somers. Ella y Andy... —Gordie se encogió de hombros.

—Ya veo.

Pero, en realidad, Harvey no lo veía. Andy era un muchacho, un niño...

A los catorce años, un muchacho romano recibía una espada y un escudo y se incorporaba a una legión. Podía convertirse legalmente en cabeza de familia, en propietario. Pero eso fue en Roma y aquello era...

Aquello era el mundo después de la caída del cometa. Andy tenía familia y era ya un adulto.

Los demás niños no eran tales. Miraban atentamente a Harvey, no de la manera en que un niño mira a un adulto.

Tal vez con suspicacia, pero no con ira ni respeto ni... Aquellos niños habían crecido mucho.

Había una muchacha en el saco de dormir de Gordie.

No podía tener más de dieciséis años.

El ambiente era seco y cálido. Las ropas de Harvey colgaban cerca del fuego, y estaba sentado sobre el saco de dormir de Gordie, parcialmente envuelto en él, y con los pies y piernas secos por primera vez en varios días.

El té no era auténtico, sino un brebaje a base de corteza, pero sabía bien, lo mismo que el tazón de caldo que Gordie le había dado antes. Mark dormía, con una sonrisa en los labios, muy cerca de la fogata. Los demás también estaban dormidos, o lo fingían. Andy y Janie estaban juntos en su saco de dormir; Bert, el hijo de Gordie, con otra chica, y Stacey, la muchacha con la que dormía Gordie, estaba acurrucada y apoyada en las rodillas de éste, dormitando.

A Harvey le producía una extraña impresión hogareña en medio de los bosques.

Gordie le contó lo ocurrido.

—Sí, al principio fue duro. Llevé al grupo de regreso a Soda Springs, cuando vi que el cometa había caído. Allí diluviaba y había huracanes. Al cuarto día nos dirigimos hacia aquí de nuevo. Anduvimos durante cuatro días, y al llegar nos encontramos con unos motoristas. Habían descubierto a las chicas que acampaban aquí. Nos hicimos cargo de ellos.

—Os hicisteis cargo. ¿Quieres decir que...?

—Claro, Harvey, ya sabes lo que quiero decir. Habían violado y matado a una de las chicas, y mataron también a la mujer que las cuidaba cuando intentó luchar con ellos.

—Dios mío —dijo Harvey—. Gordie, tú no tenías armas...

—Tenía una pistola del veintidós, por si acaso. Pero no la utilicé.

Aquel era un nuevo Gordie. Harvey no podría decir en qué se diferenciaba, porque hacía los mismos chistes y en muchos aspectos era el Gordie Vanee que Harvey conocía, pero en el fondo no era él. Para empezar, no era un hombre a quien uno pudiera imaginar como banquero. Parecía perfectamente adaptado al ambiente, con una barba de dos semanas, sin el vientre lleno pero tampoco hambriento. Cómodo, seco, sosegado y dueño de sí...

—Fueron unos estúpidos —prosiguió Gordie—. No querían mojarse, así que levantaron algunas tiendas de campaña al lado de su remolque. Todavía tenemos sus ropas de lluvia. Hemos usado algunas para construir este refugio. —Indicó con un gesto la estructura de troncos y piedras, la techumbre y el agujero que hacía de chimenea—. Todos estaban dentro, incluso los que debían montar guardia. Así que les golpeamos en la cabeza.

—¿Así por las buenas?

—Pues sí, y luego los degollamos. Andy mató a dos.

Gordie se quedó un momento en silencio para dejar caer sus palabras. Harvey siguió sentado, inmóvil, y luego miró al lugar donde Andy dormía con su... su mujer. Una mujer que había conseguido por derecho de conquista, rescatándola...

—¿Y después de eso las chicas se acostaron con vosotros? —preguntó Harvey.

—Pregúntaselo a ellas —respondió Gordie—. No violamos a ninguna, si te refieres a eso.

—Sólo técnicamente —dijo Harvey, pero en seguida se arrepintió de sus palabras.

Gordie no se molestó por la observación, sino que se echó a reír.

—Violación de menores. ¿Quién va a denunciar eso? ¿A quién le importa, Harvey?

—No lo sé. Tal vez al senador. Gordie, Marie ha venido conmigo. Está en el rancho del senador.

—¿Marie? Creía que habría muerto. Ha venido en busca de Bert, naturalmente. No se hubiera preocupado por mí.

Harvey no dijo nada. Gordie tenía razón.

—Ni siquiera le preocupa tampoco Bert —dijo Gordie.

—Tonterías. Es como una tigresa. Nos costó mucho impedir que viniera aquí conmigo y Mark.

—Sí, tal vez. Cuando sepa que está a salvo dejará de preocuparse. —Gordie miró fijamente el fuego—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Os llevaremos con nosotros.

—¿Para que el senador me mire de un modo raro y quizá trate de juzgarme por violación de menores? ¿Para que pueda separar a Andy de su chica?

—No ocurrirá eso.

—¿Tú crees? Anda, Harv, duerme un poco. Yo iré a vigilar. Es mi turno.

—Yo lo haré.

—No.

—Pero...

—No me hagas decirlo, Harvey. Duerme un poco.

Harvey asintió y se introdujo en el saco de dormir. «No me hagas decirlo», le había pedido Gordie. ¿Decir qué? Que no era uno de los suyos, que no confiarían en él como centinela.

Desayunaron pescado frito y varias verduras desconocidas para Harvey, pero que le parecieron excelentes. Harvey estaba terminando cuando Gordie se acercó y se sentó a su lado.

—Hemos hablado del asunto, Harv. No iremos contigo.

—¿Ninguno? —preguntó Harvey.

—Exacto. Permaneceremos juntos.

—Estás loco, Gordie. Aquí hará mucho frío. Nevará dentro de un par de semanas.

—Ya nos arreglaremos —dijo Gordie.

—¡Andy! —llamó Harvey.

—¿Sí, señor?

—Tú vienes conmigo.

—No, señor —dijo Andy en tono tan firme que no admitía réplica.

El muchacho se levantó y salió del refugio, seguido por Janie, la cual todavía no había cruzado una palabra con Harvey Randall desde que le dio el alto en el camino.

—Podrías quedarte con nosotros —dijo Gordie.

—Me gustaría, y más aún si me lo pidiera Andy.

—¿Qué esperas? —le preguntó Gordie—. Mira, tú elegiste quedarte en la ciudad. Tenías tu trabajo, te quedaste por él y enviaste a Andy a la montaña...

—¡Donde estaría a salvo!

—Y solo.

—No estaba solo —insistió Harvey—. Estaba...

—No me lo digas a mí. Discútelo con Andy. Mira, esta mañana lo sometimos a votación y nadie puso objeciones. Puedes quedarte con nosotros.

—Eso es una tontería. ¿Qué hay aquí?

—¿Y qué hay ahí abajo?

—Seguridad.

Gordie se encogió de hombros.

—¿Crees que eso vale la pena? —Gordie no imploraba, puesto que nada tenía que implorar. Sólo trataba de hacer comprender a Harvey, aunque sabía que éste nunca lo comprendería. Y a Gordie no le importaba, en el fondo, pero debía hacer aquel esfuerzo por su amigo—. Mira, Harv, si tu hijo se va contigo volverá a ser un chiquillo. Aquí es el segundo al mando...

—¿Al mando de qué?

—Del grupo que formamos. Aquí es un hombre, Harv. Ahí abajo no lo sería. Vi la forma en que mirabas a él y a Janie. Para ti todavía son unos críos. Allá abajo harás que lo sean de nuevo. Les harás sentirse criaturas, inútiles. Pero aquí Andy sabe que no es inútil. Todos dependemos de él. Aquí está haciendo algo importante, no es una mera pieza en una maquinaria de supervivencia.

Harvey pensó que aquella definición era acertada. Una maquinaria de supervivencia. Aquello era lo que tenían en la fortaleza del senador. Una máquina de supervivencia, y muy buena por cierto.

—Por lo menos hay muchas probabilidades de sobrevivir.

—Claro —dijo Gordie—. Piensa en ello. Harvey. El fin del mundo, la caída del cometa. ¿No deberían ser las cosas distintas después de eso?

—Pero las cosas ya son distintas. Por Dios, ¿hasta qué punto quieres que lo sean? Acabamos de capturar a cuatro chicos desgraciados y los hemos colgado enfrente del Ayuntamiento. Estamos poniendo todo nuestro empeño para sobrevivir el invierno. No es nada fácil, pero lo lograremos.

—¿Y qué haríamos nosotros ahí abajo? —preguntó Gordie.

Harvey pensó en ello. No estaba seguro. No sabía si Hardy dejaría entrar a tanta gente en la fortaleza. Un grupo de muchachos exploradores, sí. Pero, ¿aquella tropa de guerreros? Tal vez aquel era su medio natural, como una nueva raza de habitantes de las montañas.

—Maldita sea, es mi hijo, y va a venir conmigo.

—No, no lo es, Harv. Ya no es nada tuyo. Es dueño de sí mismo y no tienes ninguna manera de obligarle a ir contigo. No nos iremos, Harv, ninguno de nosotros. Pero tú puedes quedarte.

—¿Y qué haría si me quedara?

—Lo que quisieras.

La oferta no era ni siquiera tentadora. ¿Qué haría allí? ¿Y qué sería? Harvey se levantó y cogió su mochila.

—No. ¿Mark?

—Sí, jefe.

—¿Vienes conmigo o te quedas aquí?

Mark había estado silencioso, lo cual era muy raro en él, desde que llegaron.

—Voy contigo, Harv. Joanna está allá abajo, y no creo que esto le gustara mucho. A mí tampoco. No me hace gracia estar siempre acampado.

—Vamos —dijo Harvey. Miró a su alrededor, tristemente. No había allí nada que le perteneciera.


Los maremotos han terminado su labor. En las orillas del Atlántico no quedan indicios de las obras humanas. Incluso las líneas costeras han cambiado. El Golfo de México es un tercio más grande que antes. Florida es una cadena de islas y la bahía de Chesapeake se ha convertido en un golfo. Profundas bahías se han abierto en la costa occidental de África.

En la tierra, los cráteres ya no brillan de manera visible, pero siguen cambiando el clima. Los volcanes vierten lava y humo. Los huracanes azotan los mares. Llueve por doquier. La obra del Martillo aún no se ha completado.

CUARTA SEMANA: LOS NÓMADAS

Hay un hecho que aportará un notable alivio a muchos supervivientes: los graves problemas a los que deberán enfrentarse serán por lo menos totalmente diferentes de aquellos que les han atormentado en los años pasados. Los problemas de una civilización avanzada serán sustituidos por los propios de una civilización primitiva, y es probable que una mayoría de supervivientes esté formada por personas especialmente adaptadas al rápido paso de un tipo de existencia complicado a otro primitivo...

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura


Los bosques eran hermosos, oscuros y frondosos, pero estaban demasiado húmedos. Dan Forrester suspiró pensando en un mundo cálido y seco, ahora perdido, y siguió avanzando. Las cinco capas de ropa con que se vestía estaban empapadas. Bajo los árboles no estaba más seco, pero tampoco más mojado, y la oscuridad no era superior a la del campo abierto. Además, allí nunca llegaban las infrecuentes neviscas. Dan no creía que llegaría a vivir lo suficiente para ver el sol de nuevo.

Mientras caminaba iba mascando un trozo de pescado en relativo buen estado. Había aprendido en uno de sus libros la manera de capturar peces en hoyos profundos de los arroyos y, para su sorpresa, el sistema había funcionado, igual que las trampas cuidadosamente tendidas para cazar conejos. Desde que salió de Tujunga nunca había tenido bastante para comer, pero tampoco se había muerto de hambre, y aquello era algo que le separaba de muchos otros.

Habían pasado cuatro semanas desde la caída del cometa, y durante aquel tiempo había ido avanzando hacia el norte! Poco después de abandonar su casa se quedó sin coche. Le fue arrebatado por dos hombres con sus mujeres e hijos. Le habían dejado su mochila y gran parte de su equipo, pues en los primeros días tras la catástrofe la gente no sabía hasta qué punto empeorarían las cosas, o tal vez eran personas decentes cuya necesidad era mayor que la suya. Eso era lo que le habían dicho, de todos modos. Lo mismo daba.

Ahora, más delgado y —tenía que admitirlo— más sano de lo que nunca había estado (con excepción de los pies, que tenían ampollas incurables, puesto que la diabetes dificulta la circulación, motivo por el que sólo podía avanzar unos pocos kilómetros al día), Dan Forrester, doctor en humanidades y astrónomo sin estrellas, patrono sin posibilidad de empleo a la vista, seguía caminando porque no había nada más que hacer.

Los vientos ya no eran feroces, salvo cuando soplaban huracanes, y éstos eran menos frecuentes. La lluvia había remitido, caía con menos insistencia y a veces incluso cesaba durante algún tiempo, lo que era una bendición. Además, la lluvia se había vuelto fría y en ocasiones se producían neviscas. Nieve en julio, a mil doscientos metros de altura. Nevaba mucho más pronto de lo que Dan había esperado. La cubierto nubosa que envolvía la Tierra reflejaba gran parte de la luz del sol, y el planeta se estaba enfriando. Dan podía imaginar que se estaban iniciando glaciares en el norte. Ahora sólo las laderas de las montañas y los valles altos estaban ligeramente cubiertos de nieve, pero aquella nieve no se fundiría en mucho tiempo.

Decidió tomarse un descanso y se apoyó en un árbol, presionando con la mochila sobre la áspera corteza. De ese modo no estaba sentado del todo, aligeraba peso de sus pies y le resultaba más fácil que quitarse la mochila y levantarla de nuevo. Cuatro semanas ya, y empezaba a nevar. El invierno podría ser muy duro...

—No se mueva.

—De acuerdo —dijo Dan.

¿De dónde procedía aquella voz? No movió nada más que los ojos. Dan estaba acostumbrado a considerarse inofensivo, no sólo de aspecto sino por naturaleza, pero ahora era más delgado, tenía una barba rala y nadie parecía inofensivo en aquel mundo dominado por el miedo. Un hombre vestido con un uniforme militar salió por detrás de un árbol. El rifle que llevaba en las manos parecía ligero, pero el orificio de su cañón era amenazador.

El hombre echó un rápido vistazo a izquierda y derecha.

—¿Está solo? ¿Tiene armas? ¿Algo de comer?

—Sí, no y poca cosa.

—No me venga con guasas. Abra la mochila.

El hombre uniformado estaba muy nervioso y miraba atrás de reojo. Su piel era muy pálida. A Dan le sorprendió que no tuviera barba crecida. Sin duda se había afeitado hacía menos de una semana. Dan se preguntó por qué motivo.

Dan se desprendió de la mochila y empezó a abrirla. El hombre uniformado le observaba mientras iba abriendo cremalleras.

—Esto es insulina —dijo Dan, dejando a un lado el paquete—. Soy diabético. Llevo dos. —Sacó el otro paquete y el libro envuelto.

—Abra eso —ordenó el hombre, señalando el libro. Dan le obedeció.

—¿Dónde está su comida?

Dan abrió una bolsa de plástico. De su interior salió un hedor horrible. Ofreció el pescado al hombre.

—No hay nada para conservarlo —le dijo—. Lo siento. Pero creo que es comestible, si no espera demasiado.

El hombre devoró el puñado de hediondo pescado crudo como si llevara una semana sin comer.

—¿Qué más tiene? —le preguntó.

—Chocolate —dijo Dan en tono resignado. Era el último chocolate del mundo y Dan lo había conservado día tras día, esperando que ocurriera algo digno de celebración. Observó al hombre uniformado mientras se lo comía sin ninguna ceremonia, sin saborearlo.

—A ver qué tiene ahí. —El hombre señaló las cacerolas.

Dan levantó la tapa de la mayor. Dentro había otra que, a su vez, contenía un hornillo pequeño.

—No tengo gasolina para el hornillo. No sé bien por qué lo llevo, pero ya ve. Las cacerolas no sirven de mucho sin algo que cocinar.

Dan procuró apartar la vista de los trozos de delgado alambre de cobre que había sacado de la mochila. Le servían para cazar y, sin ellos, Dan probablemente se moriría de hambre.

—Me quedaré una de sus cacerolas —dijo el hombre.

—Muy bien. ¿Grande o pequeña?

—Grande.

—Tenga.

—Gracias.

Ahora el hombre parecía algo más relajado, aunque seguía mirando de reojo a todas partes y se sobresaltaba ante los ruidos más ligeros.

—¿Dónde estaba usted cuándo pasó todo? —preguntó el hombre haciendo un gesto vago.

—En los laboratorios de propulsión a chorro, en Pasadena. Lo vi todo. Recibimos imágenes directamente desde el laboratorio espacial.

—¿Todo? ¿A qué se refiere?

—Hubo muchos impactos. La mayoría al este de aquí, en Europa y el Atlántico, pero otros cercanos, al sur. Por eso me dirigí hacia el norte hasta que me quedé sin coche. ¿Sabe usted si funciona la central nuclear de San Joaquín?

—No. Ahora hay un océano donde estuvo el valle San Joaquín.

—¿Y qué me dice de Sacramento?

—No lo sé.

El hombre parecía indeciso, pero su rifle seguía apuntando directamente a Dan. Una leve presión y Dan Forrester dejaría de existir. Era una sorpresa para él que deseara tanto vivir, aunque sabía que no tenía auténticas posibilidades. Si vivía hasta el invierno, moriría entonces. Calculó que más de la mitad de los que vivieran hasta el invierno no verían la primavera.

—Hacíamos una marcha de entrenamiento —dijo el hombre uniformado—. Cuando los camiones quedaron inmovilizados, algunos de nosotros matamos al oficial y nos largamos. Era lo que había propuesto Gillings, y nos pareció una buena idea. Yo fui con ellos. Al fin y al cabo, aquello sería la muerte para todos, ¿comprende? —El hombre hablaba apresuradamente. Necesitaba justificarse antes de matar a Dan Forrester—. Pero luego tuvimos que andar y andar, no pudimos encontrar comida y... —Se interrumpió de súbito, con el rostro ensombrecido—. Lástima que no tenga más comida. Me quedo con su chaqueta.

—¿Así por las buenas?

—Quítesela. No teníamos equipo para la lluvia.

—Es usted demasiado grande —le dijo Dan—. No le sentará bien.

—No importa.

El hombre temblaba. Estaba tan mojado como Dan. Y además no tenía demasiada grasa que le sirviera de aislante.

—No es más que un anorak. Ni siquiera es impermeable.

—Es suficiente. Puedo quitárselo, ya sabe.

Claro que podía, y con un agujero. O tal vez no. Un tiro en la cabeza no agujerearía la prenda. Dan se la quitó. Estaba a punto de arrojársela al bandido cuando pensó en algo.

—Observe —le dijo.

Metió la capucha en un pequeño bolsillo situado en el cuello y cerró la cremallera. Luego volvió del revés el bolsillo grande e introdujo en él toda la prenda, que quedó reducida a un pequeño paquete. Dan cerró la cremallera y entregó el paquete al hombre.

—¿Sabe lo que está robando? —preguntó con un dejo de amargura—. Ya no pueden fabricar los materiales. Ya no hay máquinas. Una empresa de Nueva Jersey fabricaba ese anorak en cinco tallas y lo vendía tan barato que podías guardar uno en el portaequipajes del coche y olvidarte de él durante diez años. Ni siquiera tenías que buscarlo. La empresa te perseguía, te enviaba montones de propaganda. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien pueda hacer eso de nuevo?

El hombre asintió. Empezó a retroceder para internarse entre los árboles, pero se detuvo.

—No vaya hacia el oeste —le dijo—. Matamos a un hombre y una mujer y nos los comimos. Créame, fue algo horrible. En cuanto pude me largué. Así que no sienta demasiado la pérdida de esta chaqueta y alégrese de que no haya madera seca por aquí.

El bandido se rió antes de dar media vuelta y alejarse corriendo.

Dan meneó la cabeza. ¿Tan pronto había empezado el canibalismo? Todavía le quedaban dos camisetas, una camisa de franela de manga larga y el suéter. Había tenido suerte, y lo sabía. Empezó a llenar de nuevo su mochila. Todavía tenía el alambre para colocar plantas, más precioso que la prenda perdida. Lo guardó cuidadosamente.

No tenía que ir al oeste. La central nuclear de San Joaquín estaba al oeste, pero el valle estaba lleno de agua. La central no podía haber sobrevivido a la inundación y, además, no estaba terminada. Sólo quedaba la opción de ir a Sacramento. Dan trazó mentalmente un mapa de California. Se encontraba en las colinas que forman el límite oriental del valle central inundado. Había tratado de abrirse camino hacia las tierras bajas, donde la marcha no sería tan dura. Pero las tierras bajas estaban al oeste, y los caníbales se encontraban entre él y el lago en que se había convertido el valle de San Joaquín. Dan no confiaba en vivir mucho, pero la idea de ayudar a los caníbales le producía una violenta aversión.

El sargento Hooker observaba el cielo mientras andaba.

Soplaba un viento de mil demonios, que jugueteaba bajo los bordes de los cascos, inflaba mangas y perneras, se extinguía un instante y luego se alzaba desde una dirección distinta, arrojando polvo a los ojos. Las nubes negras, cargadas de electricidad, encerraban una promesa de violencia. Hacía horas que no llovía. Era un tiempo extraño, incluso con relación a las condiciones imperantes tras la caída del cometa.

El doctor marchaba en sombrío silencio, obligándose a seguir. No le quedaban fuerzas para huir. Al menos Hooker no tenía que preocuparse de eso, pero le preocupaban los murmullos entre la tropa. No percibía palabras concretas, pero el tono de queja e ira era inequívoco.

Pensó que no se comerían unos a otros. Hay ciertos límites. Ni siquiera se comían a sus muertos. Todavía no. Tal vez debió haberlo propuesto. Ahora las quejas aumentaban. Quizá tendría que disparar contra Gillings.

Probablemente debió haberlo hecho al principio, cuando regresó y encontró muerto al capitán Hora y Gillings al mando, pero entonces no tenía munición, Gillings había sido el promotor del amotinamiento. Se sentía como un rey ahora que el cometa había terminado con la civilización.

Aquello no dejaba de tener su gracia, pero el sargento Hooker no reía. Le gruñía el estómago.

—Si tenemos que parar de nuevo, se lo comerán a usted. —Le dijo en tono desabrido al doctor.

—Lo sé. Ya le dije por qué enferman.

El médico era un hombre de baja estatura y aspecto inofensivo. Con su nariz alargada y su espeso bigote parecía una ardilla listada. Procuraba no alejarse nunca de Hooker.

—La carne que comen... No pueden contagiarse muchas enfermedades de una res. La carne de cerdo se come bien hecha, porque los cerdos transmiten algunas enfermedades contagiosas, parásitos y cosas así. —Hizo una pausa para tomar aliento y ver si Hooker le hacía una señal para que callara, pero Hooker no lo hizo—. En cambio un hombre puede transmitir cualquier cosa, excepto tal vez la anemia de células en forma de hoz. Ha perdido usted quince hombres desde que se han vuelto caníbales...

—Ocho de ellos fueron muertos a tiros. Usted lo vio.

—Estaban demasiado enfermos para correr.

—Diablos, eran reclutas. No sabían qué estaban haciendo.

El doctor permaneció un rato en silencio. Siguieron avanzando, sin más ruido que su jadeo mientras ascendían por la húmeda cuesta. Ocho hombres muertos a tiros, cuatro de ellos reclutas. Pero siete veteranos habían muerto también, y no a causa de las balas.

—Todos hemos estado enfermos —dijo el doctor—. Lo estamos ahora. —Sintió ganas de vomitar—. Dios mío, ojalá no hubiera...

—Usted estaba tan hambriento como nosotros. Qué pasaría si estuviera demasiado débil para andar?

Hooker se preguntaba por qué le hacía caso. Los sentimientos del doctor no significaban nada para él. Guardaba celosamente un secreto: cuando encontraran un sitio donde albergarse, podrían dejar cojo al doctor, como los hombres de las cavernas dejaban cojos a sus herreros para evitar que huyeran. Pero todavía no se había presentado tal necesidad.

En algún lugar tenía que haber un refugio, lo bastante pequeño para poder defenderse y lo bastante grande para albergar a la tropa de Hooker. Una comunidad agrícola, con gente suficiente para trabajar la tierra y tierra suficiente para alimentarlos a todos. La compañía podría establecerse allí. Los buenos soldados tenían que valer para algo. ¡Aquel maldito Gillings! Lo había dicho como si todo consistiera en entrar y tomar posesión. Las cosas no eran así.

Estaban demasiado hambrientos. Llevaban andados demasiados kilómetros entre las colinas, y todas las tiendas habían sido saqueadas, la gente había huido o se había parapetado detrás de barricadas, de modo que ni siquiera los bazookas y los fusiles sin retroceso podrían asegurar...

Hooker quería pensar en otra cosa. Si hubieran luchado antes no habría habido nada que objetar; pero no, él se había dejado convencer para que siguieran adelante, en busca de un lugar mejor, y cuando llegaron...

—Si uno ha de comer carne humana... —decía el doctor. No podía dejar de hablar de aquel tema, aunque le produjera náuseas—. Si no tiene más remedio que comer carne humana, querrá comer a los sanos, los que corren más rápido y se defienden. Los que pueda capturar serán los enfermos, y su carne le enfermará también. Es mejor comer ganado enfermo que hombres enfermos...

—Cállese, medicucho. Usted sabe por qué murieron. Murieron porque usted no es un verdadero doctor, sino sólo un medicucho.

—Y cuando capture a un médico verdadero, me destinará a la cazuela.

—No se aleje mucho de mí si quiere vivir hasta entonces.

Antes de que cayera el cometa Cowles había sido ginecólogo. Pasó unos días de descanso en la montaña y, al regresar, le sorprendió el diluvio. Tuvo que detenerse al borde del nuevo mar que cubría el valle de San Joaquín. Allí le encontró la tropa de Hooker. Estaba sentado en el guardabarros del coche, bajo la lluvia, con expresión abatida y sin saber qué hacer. Si Cowles no hubiera tenido el buen sentido de mencionar su profesión, se lo habrían comido de inmediato.

Protestó de que le obligaran a alistarse, hasta que Hooker le contó la verdadera situación.

Ahora era bastante dócil. Ya había dejado de murmurar acerca de los derechos del ciudadano. Hooker no dudaba de que había hecho cuanto podía por salvar vidas, y andaba tan rápido como el más lento de ellos. Detrás iban tres hombres, todavía sanos, que cargaban con la marmita del rancho. Gillings era uno de ellos. El sargento se sentía así más seguro, pues Gillings tendría que dejar caer la marmita antes de disparar a Hooker por la espalda.

Hooker no quería disparar a nadie. Ya habían perdido demasiados hombres. Unos habían muerto de enfermedad, otros habían desertado, y a otros los habían abatido a tiros en el valle. ¿Quién hubiera pensado que aquellos granjeros pudieran pelear tan bien, contra unos militares con armamento moderno?

Sin embargo, como fuerza militar no eran nada extraordinario, tenían pocas municiones y menos ideas. No había habido tiempo para entrenar a los reclutas. No existía una verdadera disciplina entre los soldados. Todos estaban nerviosos, temerosos de que una auténtica patrulla militar hubiera salido en su busca, o un grupo de policías. Pero de momento ninguno retrocedía. Y no podían avanzar más rápido que las noticias. Lo que necesitaban eran más reclutas, pero no podrían reclutar a nadie hasta que tuvieran alimentos. La economía sería un terrible enemigo. Matar a un hombre para la marmita y conseguir el combustible y el agua necesarios para cocer la carne requería una cantidad determinada de esfuerzo. Si los miembros de la compañía se reducían demasiado, la carne se estropearía antes de que pudieran comerla. Sería una pérdida de esfuerzo... y de asesinatos.

No era extraño que Hooker se sintiera perseguido por las furias. Nada había salido bien desde el día en que cayó el cometa, semanas atrás. Había olvidado exactamente cuántos días, pero dos soldados llevaban la cuenta, tachando los días en un calendario de bolsillo. Si el sargento Hooker necesitaba saberlo con precisión, podría averiguarlo.

El sargento había aprendido también a delegar las responsabilidades. Tenía que hacerlo. Como sargento, se había ocupado de tareas pequeñas. Ahora era el oficial al mando y tenía mayores preocupaciones.

Izquierda, derecha, lejos del valle, hacia el sur de nuevo, donde pudieran encontrar algún lugar donde detenerse, nuevos reclutas, algo que comer...

Observó las nubes y se preguntó si realmente se movían formando un remolino en sentido contrario al de las agujas del reloj. El único refugio a la vista era una casa, cuesta abajo. Tendría que enviar exploradores. Confiaba en que estuviera abandonada, y tal vez encontraran dentro alimentos en conserva, pero no era probable.

—¡Bascomb! ¡Flash! Cubrid esa granja. Averiguad si hay alguien. Si está habitada, habladles para que salgan. No disparéis.

—De acuerdo, sargento.

Dos soldados, de entre los que estaban sanos, salieron de la formación y corrieron colina abajo.

—¿No van a matarlos? —preguntó el doctor.

—Necesito reclutas, medicucho, y nos queda un poco de carne cocida, suficiente para un día más...

Hooker hablaba distraídamente. Todavía estaba observando a Bascomb y Flash que avanzaban hacia la casa, y el tiempo le preocupaba. Era poco más de mediodía, pero las nubes parecían moverse en una especie de remolino...

Algo brillante apareció entre las nubes. No podía ser la luz del sol. Era sólo un punto rojizo que se movía con mucha rapidez, casi paralelo a las nubes, entre cuyas masas oscuras aparecía y desaparecía.

—¡Nooo! —exclamó Hooker.

El doctor Cowles retrocedió unos pasos, temeroso de que el sargento se hubiera vuelto loco.

—No —repitió Hooker en voz baja—. No, no, no. No podemos soportarlo más. Ya es suficiente, ¿no comprende? Eso tiene que acabarse.

Los ojos de Hooker estaban fijos en el punto brillante que caía. No podría soportarlo, nadie podría si el Martillo golpeaba de nuevo.

Su plegaria fue escuchada. Un paracaídas se abrió detrás del meteorito. Hooker miraba sin comprender.

—Es una nave espacial —dijo Cowles—. Por todos los diablos, Hooker, es una nave espacial. Debe ser del laboratorio espacial. ¿Está bien, Hooker?

—Cállese —dijo Hooker, sin apartar la vista del objeto que caía suspendido del paracaídas.

—Eh, sargento —gritó Gillings—. ¿A qué sabe un astronauta? ¿A pavo?

—Nunca lo sabremos —replicó Hooker. Afortunadamente sólo Cowles vio la expresión de su rostro, y Cowles no hablaría—. Están cayendo en el valle, precisamente donde aquellos granjeros nos echaron ayer a tiros.

Caían hacia el este, a ciegas. Las nubes brillaban bajo el «meteorito» Soyuz. Aquí y allá las nubes adoptaban formas arremolinadas, espirales de huracanes. Al norte de la dirección que seguían los astronautas en su descenso se había formado una inmensa nube en forma de pico, matriz de huracanes que se desencadenaban sobre el agua caliente que aún debía cubrir el lugar del Pacífico donde se había producido el choque del cometa. El Soyuz empezó a vibrar y John Baker miró atentamente por la ventanilla, tratando de averiguar lo que les esperaba abajo. Mientras atravesaban las capas nubosas, el color gris claro iba haciéndose gradualmente más oscuro.

—Puede haber cualquier cosa ahí abajo —informó Baker.

Aumentó la velocidad del descenso. Habían salido de las nubes, pero abajo seguía estando oscuro. ¿Tierra, mar, marismas? No importaba. No podían hacer nada para mejorar su suerte en caso de que el lugar donde aterrizaran les fuera adverso. El Soyuz carecía de combustible y energía, y no había modo de maniobrarlo. Habían permanecido en el aire mientras pudieron, hasta que se agotó la última reserva de oxígeno, hasta que el laboratorio espacial, con su escasa energía eléctrica a causa de la avería de las células solares, se calentó de un modo intolerable, hasta que no pudieron ya seguir en órbita y se vieron obligados a regresar a una Tierra inhóspita.

Les había parecido apropiado hacer que el último vuelo espacial de la humanidad durase el máximo posible. Tal vez habían hecho algo importante al señalar los impactos y radiar sus localizaciones. Habían visto el ascenso y la caída de los cohetes, las explosiones atómicas que ya habían cesado. La guerra chino-rusa prosiguió, y tal vez durase eternamente, pero ya no se lucharía con armas atómicas. Lo habían visto todo, y sus informes radiados debían haber sido escuchados por alguien. Tenían confirmación de que les habían escuchado en Pretoria y Nueva Zelanda, y habían sostenido casi cinco minutos de conversación con el NORAD y Colorado Springs. No era un gran trabajo a presentar después de cuatro semanas en órbita tras la caída del cometa, pero hubieran seguido en órbita si las condiciones lo hubiesen permitido: eran los últimos viajeros del espacio.

—Paracaídas abierto —dijo Pieter a espaldas de Baker. Eran unas palabras sin especial significación, pero algo en el tono de voz del ruso hizo que Johnny se pusiera en guardia, por si acaso.

—Es una bajada muy difícil —comentó Rick—. Tal vez porque estamos sobrecargados.

—No, siempre es así —dijo Leonilla—. ¿Son vuestros Apolos más cómodos?

—Nunca he bajado en un Apolo —replicó Rick—. Pero debe ser mejor para los nervios. Nosotros llevamos trajes presurizados.

—Aquí no hay espacio para eso —terció Pieter—. Ya os he dicho que variamos el diseño de la nave después del problema que costó la vida a tres cosmonautas. No hemos tenido pérdidas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

El exterior iba haciéndose más claro, y el suelo parecía acercarse velozmente.

—Creo que estamos demasiado al sur —dijo Pieter—. Los vientos son impredecibles.

—Hasta que lleguemos abajo. —Johnny Baker miró la extensión de agua abajo—. ¿Todos sabéis nadar?

Leonilla rió entre dientes.

—Podemos ir vadeando, el agua no parece profunda. De hecho... —Miró el panorama mientras los demás esperaban. Estaba en el asiento al lado de Johnny. Pieter y Rick se encontraban en el reducido espacio detrás de ellos—. De hecho, avanzamos tierra adentro, hacia el este. Veo tres, no, cuatro personas que salen corriendo de una casa.

—Doscientos metros —dijo Johnny Baker—. Preparaos. Vamos a aterrizar. Cien... cincuenta... veinticinco...

El sobrecargado Soyuz aterrizó violentamente. Parecía que habían caído sobre suelo sólido. Johnny suspiró y dejó que sus músculos se relajaran uno tras otro. No había más vibraciones, no debían temer que se agotara el aire, que la descompresión hiciera estallar la nave o que murieran ahogados. Habían aterrizado.

Todos estaban empapados en sudor. La temperatura durante el descenso había sido muy elevada.

—¿Todos estáis bien? —preguntó Johnny.

—Perfectamente.

—Sí, gracias.

—Salgamos de aquí en seguida —dijo Rick.

Johnny no veía la necesidad de apresurarse, pero Rick y Pieter debían estar muy incómodos allá atrás. El mismo Rick había sugerido aquella colocación, pero ello no la hacía más cómoda. Johnny manoseó el sistema de cierre desconocido. Soltó una maldición y la cerradura funcionó, como si hubiera esperado el exabrupto. La escotilla quedó abierta.

—Vaya.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rick.

Leonilla estiró el cuello para ver.

—Qué recibimiento —dijo Johnny. Permaneció inmóvil en la escotilla, sonriendo a un grupo armado con escopetas y rifles. Más de una docena de hombres y ninguna mujer. Aunque no los contaba, vio media docena de escopetas y un montón de rifles y revólveres, pero lo que más le sorprendió fue distinguir un par de ametralladoras del Ejército.

Johnny levantó las manos. No era muy fácil mantener los brazos arriba y, a la vez, tratar de salir de la cápsula. ¿Por qué diablos estaba aquella gente tan nerviosa? Se movió, volviéndose para que pudieran ver la bandera de Estados Unidos en su hombro.

—No disparen. Soy un héroe.

El grupo no era precisamente atractivo. Parecían ratas semiahogadas vestidas con ropas campesinas convertidas en harapos, y sus rostros eran tan sombríos como sus armas. Un par de ellos llevaban vendajes ensangrentados. Johnny sintió el súbito impulso de hablarles en el inglés corrompido que es la lengua franca de ciertos países: Yo gran astronauta venir mismo país donde sois vosotros, amigos. Pero se contuvo.

Uno de los hombres del semicírculo se dirigió a él. Era un hombre canoso y fornido, aunque el mono que vestía le venía algo holgado. Todos parecían empequeñecidos bajo sus ropas. Pero los brazos del hombre eran gruesos como los de un campeón de lucha libre. La metralleta ligera parecía frágil entre sus manos.

—Dinos, héroe. ¿Cómo es que estabas en un avión ruso?

—Es un módulo espacial. Venimos del laboratorio espacial. ¿Han oído hablar de él? Se trata de la misión espacial conjunta Apolo-Soyuz. Fuimos a estudiar el cometa.

—Ya lo sabemos.

—Bien, el Apolo se agujereó. Creemos que le alcanzó un copo de nieve que viajaba a una velocidad enorme. Tuvimos que pedir a los soviets que nos trajeran a casa en su nave. Yo soy...

—¡Johnny Baker! ¡Le conozco, es Johnny Baker! —dijo una voz perteneciente a un hombre delgado, de liso pelo negro y finos dedos aferrados a una enorme escopeta—. ¡Eh!

—Encantado de conocerle —dijo Johnny, sinceramente—. ¿Podría bajar las manos?

—Hágalo —dijo el hombre canoso. Sin duda era el jefe del grupo, en parte por tradición y en parte por su fuerza bovina. La metralleta corroboraba su posición de líder. El cañón no apuntaba directamente a Johnny—. ¿Quién más hay ahí?

—Los demás astronautas. Dos soviéticos y otro norteamericano. Apenas hay sitio. Les gustaría salir si... bueno, si a sus hombres no les importa y se calman.

—Aquí no hay nadie excitado —dijo el portavoz—. Que salgan sus amigos, tengo que hacerles algunas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué han venido aquí los comunistas?

—¿Adonde podíamos ir? Sólo había una nave espacial para los cuatro. ¿Quieres salir, Leonilla?

La astronauta salió, sonriente, con las manos ligeramente en alto.

—Leonilla Malik —anunció Johnny—. La primera mujer del espacio.

No era exactamente cierto, pero sonaba bien.

La dureza de las miradas se ablandó. El hombre canoso bajó su arma.

—Soy Deke Wilson —dijo—. Salga, señorita. ¿O debo decir camarada?

—Lo que usted prefiera —dijo ella. Salió por la escotilla abierta y parpadeó a causa del reflejo del agua a doscientos metros al oeste—. Esta es mi primera visita a América, y también la primera vez que salgo de la Unión Soviética. Antes no me dejaban salir.

—Ahora salen los otros —dijo Johnny—. Pieter...

El brigadier general Jakov no sonreía. Tenía las manos en alto y la espalda rígida, y el signo de la hoz y el martillo, con las letras CCCP, resaltaba en su hombro. Los granjeros adoptaron de nuevo una expresión cautelosa.

—El general Pieter Jakov —anunció Johnny—. Hay uno más. Rick...

Un par de granjeros intercambiaron miradas con sus amigos.

Salió Rick, también sonriendo, procurando que también se viera bien su bandera de Estados Unidos.

—El coronel Rick Delanty, de la Fuerza Aérea norteamericana —dijo Johnny.

Los granjeros se estaban tranquilizando. Por lo menos un poco.

—Soy el primer negro que ha ido al espacio —dijo Rick—, y el último hasta dentro de unos dos mil años. —Hizo una pausa y añadió—: Todos somos los últimos.

—Por algún tiempo. Quizá no habrá que esperar tanto tiempo —dijo Deke Wilson.

—Se colgó la metralleta del hombro, de modo que el cañón apuntaba al cielo. También se produjo un cambio sutil en la forma en que los demás llevaban sus armas. Ahora eran un grupo de granjeros que, simplemente, iban armados.

Uno de los hombres sonrió maliciosamente.

—¿Te obligaron a ir atrás?

—Bueno —dijo Rick—. Era el único autobús que había allá arriba.

Todos se echaron a reír.

—Derek, coge a tus muchachos y vuelve a la barricada de la carretera —dijo Wilson, y se volvió hacia Baker—: Estamos un poco nerviosos, porque algunos amotinados del Ejército andan por estos alrededores. Mataron a un tipo armenio carretera abajo y se lo comieron. Uno de los chicos llegó hasta nosotros y nos advirtió. Tendimos una emboscada a esos hijos de... Pero aún quedan muchos. Y hay otros, gente de la ciudad, enfermos de rabia...

—¿Están tan mal las cosas? —preguntó Leonilla—. ¿Con tanta rapidez?

—Tal vez no deberíamos haber bajado —comentó Rick.

Pieter Jakov apoyó una mano en el Soyuz, con ademán posesivo.

—La nave espacial contiene informes vitales y deben ser preservados. ¿Hay algún lugar dónde puedan estudiarlos? ¿Hay científicos o universidades cerca de aquí?

Los granjeros se echaron a reír.

—¿Universidades? General Baker, mire a su alrededor. Eche una buena mirada.

John Baker miró la desolación que le rodeaba. Al este había colinas batidas por la lluvia, algunas verdes y otras yermas. Todas las zonas bajas estaban llenas de agua. La carretera que iba hacia el noreste se asemejaba más a una serie de islas de cemento que a una carretera.

Al oeste había un vasto mar interior, con olas de treinta centímetros de altura, salpicado de pequeños montículos marrones que se habían convertido en islas. En el espacio que ocupó una plantación, no totalmente sumergida, sobresalían las copas de los árboles en una disposición regular. Algunas barcas se deslizaban por aquel mar. El agua estaba embarrada, era oscura y peligrosa, y hedía a causa de los cuerpos putrefactos que flotaban en ella, cadáveres no sólo de ganado...

Las olas movían suavemente los restos de una muñeca de trapo. Flotaba a unos treinta metros de la línea costera. No lejos, tal vez unidos de alguna manera a la muñeca, se veían guedejas de cabello rubio y una tela a cuadros, no reconocibles como algo humano. Deke Wilson siguió la mirada de Baker y luego se volvió hacia la granja que se alzaba en una colina por encima de aquel lago.

—No podemos hacer nada —dijo en tono amargo—. Tendríamos que dedicar todo el tiempo a enterrarlos, y aún así no lo conseguiríamos.

En aquel momento Johnny Baker tuvo plena conciencia del horror que significaba la caída del cometa.

—Ha sido peor de lo que creía —dijo Baker—. No ha sido sólo el choque, el fin de la civilización y la necesidad de reconstruirla. No, están las secuelas, y eso es peor que el cometa.

—Tiene razón —dijo Wilson—. Ha sido muy afortunado, Baker. Se ha librado de lo peor.

—¿No hay gobierno central? —preguntó Pieter Jakov.

—Aquí lo tiene —dijo Wilson—. Hay un sheriff, Bill Appleby, pero eso no sirve de nada. No hemos tenido noticias de Sacramento desde que chocó el cometa.

—Pero supongo que habrá alguien tratando de organizarse —dijo Leonilla.

—Sí, la gente del senador —dijo Wilson.

—¿El senador? —preguntó John Baker, procurando que su rostro no mostrara emoción. Apartó la mirada del terrible mar interior y la dirigió a las colinas hacia el este.

—El senador Arthur Jellison —informó Deke Wilson.

—Parece que no le gusta mucho —dijo Rick Delanty.

—No exactamente. No puedo censurarle, pero no tengo por qué apreciarle.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Baker.

—Está organizado —explicó Wilson—. En ese valle suyo. —Wilson señaló al noreste, hacia las estribaciones de la Sierra Alta—. Está rodeado de colinas. Tienen patrullas, guardias fronterizos, y no dejan entrar a nadie sin su autorización. Si quiere ayuda, se la proporcionarán, pero a un precio muy alto. Tendrá que alimentar a sus hombres y entregarles más comida, petróleo, municiones, fertilizantes, todo lo que pueda conseguir.

—Si tienen petróleo, creo que estarán en buenas condiciones —dijo Rick Delanty.

Wilson hizo un amplio gesto que abarcaba el terreno circundante.

—¿Cómo podemos mantenernos aquí? No hay límites fronterizos. No hay rocas para convertir este lugar en una fortaleza. No tenemos tiempo para construir. No hay forma de evitar que entren los refugiados y saqueen lo que tengamos. ¿Quiere cerrar ese cacharro? No quiero tanta gente aquí sin hacer nada. Hay trabajo que hacer. Mucho trabajo.

—Sí. El material estará seguro. —Pieter trepó al Soyuz y cerró la escotilla.

—No hay electricidad —dijo Johnny Baker—. ¿Y las centrales nucleares? ¿La que había cerca de Sacramento?

Wilson se encogió de hombros.

—Sacramento estaba a menos de ocho metros sobre el nivel del mar. Los terremotos lo desbarataron todo, y es posible que la central nuclear esté bajo el agua, o tal vez no. No podría decirle. Entre aquí y la ciudad hay una extensión de agua y marismas de cuatrocientos kilómetros, y la mayor parte del valle ha quedado inundado y a bastante profundidad. ¿Ha cerrado eso? Vámonos.

Anduvieron colina arriba, hacia la granja. Al acercarse, Baker vio los sacos de arena y las trincheras individuales excavadas alrededor de los edificios. Mujeres y niños trabajaban en el refuerzo de las fortificaciones.

Wilson se quedó pensativo.

—General —dijo por fin—. Usted tendría que hacer algo mejor que excavar trincheras, pero no sé qué podría ser.

Johnny Baker no dijo nada. Estaba abrumado por lo que había visto y sabido. Allí no había civilización, sino unos granjeros desesperados que trataban de conservar unas pocas hectáreas de terreno.

—Podemos trabajar —dijo Rick Delanty.

—Tendrán que hacerlo —replicó Wilson—. Miré, dentro de unas semanas tendremos noticias del senador. Le haré saber que ustedes están aquí, y tal vez él quiera que vayan a su rancho. Tal vez esté tan interesado que se sentirá en deuda con nosotros por la transferencia. Podría sernos útil que se sienta en deuda.

CUARTA SEMANA: EL PROFETA

De todos tos estados, el peor es aquel cuyos gobernantes, gozando de una autoridad lo bastante amplia para que todos les obedezcan de buen grado, ceden parte de ésta a algunos de sus súbditos en proporción suficiente para permitirles constreñir a los demás.

Bertrand de Jouvenal, Soberanía


Había existido un mundo loco que estaba vivido en la memoria de Alim Nassor. Hubo un tiempo en que los blancos alimentaban los guetos, sobornaban para impedir revueltas, y Alim recibió su parte. No se trataba sólo de dinero, sino de poder, y Alim era conocido en el Ayuntamiento y tenía buenas perspectivas.

Luego hubo un alcalde negro, y con él se terminó el dinero y el poder se desvaneció. Aquello fue un duro golpe para Alim. Sin el dinero y los símbolos que se podían adquirir con él, uno no era nada, menos que los chulos, los traficantes de drogas y la demás basura que florecía en los guetos. Alim perdió su poder y tenía que recuperarlo, pero entonces le cogieron saqueando un almacén, y la única manera de salir bien librado fue pagar a un fiador y un abogado, ambos blancos. Le sacaron de la cárcel, y para pagarles tuvo que asaltar otro almacén. ¡Era un mundo loco!

Trescientos blancos de los más ricos habían huido a las colinas. ¡Se acercaba la condenación procedente del cielo!

Alim y sus hermanos se habían propuesto enriquecerse de una vez por todas. Fueron ricos, tuvieron camiones enteros cargados de mercancía fácil de colocar, y entonces...

Una verdadera locura. Como en un sueño, Alim Nassor recordó la época anterior al cometa. Había hecho cuanto podía para proteger a los hermanos que le escuchaban. Cuatro de los seis equipos de asalto se habían desenvuelto a pesar de la lluvia, los terremotos y los refugiados, que eran tanta gente. Pero tuvieron un contratiempo cerca de Grapevine. El motor de uno de los camiones empezó a fallar. Le quitaron la gasolina con un sifón y lo arrojaron a la cuneta. Arrojaron también todo el material eléctrico: receptores de televisión, aparatos de alta fidelidad, radios y un ordenador pequeño, pero conservaron un telescopio y unos prismáticos.

Durante algún tiempo no tuvieron problemas. Cerca de la cabaña donde se ocultaban había un rancho, con ganado y alimentos, suficiente para mantener a una docena de hermanos largo tiempo. Ni siquiera tuvieron que pelear, porque el ranchero estaba muerto. El techo se había derrumbado, rompiéndole las piernas, y el hombre había muerto de hambre o desangrado. Pero luego aparecieron muchos blancos armados, y dieciocho hermanos en tres camiones tuvieron que salir huyendo en medio de un viento huracanado.

A partir de entonces las cosas fueron de mal en peor. No tenían nada qué comer, ningún lugar donde ir. Nadie quería negros. ¿Qué iban a hacer? ¿Morirse de hambre?

Alim Nassor estaba sentado bajo la lluvia, con las piernas cruzadas, dando cabezadas y rememorando. Hubo un mundo loco, con leyes ideadas por idiotas parlanchines y lujos increíbles: café caliente, filetes para cenar y toallas secas. Alim llevaba un abrigo que le sentaba perfectamente, un abrigo femenino de armiño, mojado como una esponja. Ninguno de los hermanos tenía nada que decir al respecto. Una vez más, Alim Nassor tenía poder.

Unas botas entraron en su campo de visión, unas botas robadas, con las costuras rotas y las suelas desgastadas tras largas caminatas. Alim alzó la vista.

Swan era un peso ligero que llevaba toda clase de objetos puntiagudos en su persona. Era delgado como un bailarín, frío y peligroso, o así lo pareció cuando Alim le propuso unirse a su equipo de atracos. Ahora parecía medio muerto de hambre y desmoralizado.

—Jackie ha vuelto a meterse con Cassie —dijo Swan—. A Cassie no le gusta. Creo que ella se lo dijo a Chick.

—Mierda —dijo Alim, poniéndose de pie.

—Deberíamos matar a ese Chick —sugirió Swan.

—Escúchame bien. —Alim notó que le faltaba fuerza en la voz. Estaba cansado, muy cansado. Se inclinó hacia Swan y le habló lentamente, dejando entrever la amenaza—. Necesitamos a Chick. Mataría a Jackie antes que matar a Chick. Y te mataría a ti.

Swan retrocedió un poco.

—De acuerdo, Alim.

Alim se sintió satisfecho. Swan no le había plantado cara, sino que acataba su poder.

—Chick es el hermano más grande y más fuerte, pero ésa no es la razón. Chick es granjero. Granjero, ¿comprendes? ¿Quieres hacer esto el resto de tu vida? Estuvimos andando sin parar durante diez días. ¿Te gustó eso? Tiene que haber un lugar para nosotros en alguna parte, pero no importa que no podamos cultivar...

—Que alguien haga el maldito trabajo —dijo Swan.

—¿Y cómo sabremos si lo hacen bien? —preguntó Alim. Estaba a punto de mostrar su desesperación—. ¿Dónde está Chick?

—Junto al fuego. Y Jackie no está.

—¿Y Cassie?

—Con Chick.

—Bien.

Alim se acercó a la fogata. Era agradable saber que podía dar la espalda a Swan sin que nada ocurriera. Swan le necesitaba. Todos le necesitaban. Ninguno de ellos hubiera podido llegar tan lejos, y todos lo sabían.

La primera semana tras la caída del cometa llovió constantemente. Luego la lluvia remitió y se convirtió en una llovizna que siguió días y días hasta que nadie podía soportarla. Ahora, cuatro semanas después de que el Martillo golpeara, lloviznaba con mucha frecuencia y al menos una vez al día caía un chaparrón.

Aquel día había llovido tres veces, y la llovizna seguía, incesante. La lluvia afectaba a todo el mundo, les ponía los nervios de punta. Los pies parecían pudrirse dentro de las botas. Todo estaba húmedo, y la gente era capaz de matarse por un sitio seco. La llovizna casi se detuvo a media noche. Ahora todos estaban acurrucados alrededor de la fogata, bajo una lámina de plástico de una sola vertiente. Al día siguiente Alim podría lamentar haberles dejado utilizar gasolina para encender el fuego, pero, qué diablos, probablemente se les acabaría la carretera antes de que agotaran la gasolina del camión que habían robado en Oil City. La mayor parte de las carreteras terminaban en un punto bajo, cubiertas por el agua, y había que retroceder kilómetros para encontrar algún camino practicable. Era una locura.

En los lugares donde las carreteras pasaban por puntos bajos a menudo había barricadas y granjeros armados.

El fuego era imprescindible. La gasolina había secado suficiente madera para encenderlo, pero olía de un modo terrible. Veinte hermanos y cinco hermanas estaban en cuclillas, formando una media luna, bajo el plástico agitado por el viento. El humo se arremolinaba a su alrededor. Alim oyó risas y se sintió contento.

No era buena cosa que hubiera mujeres en una banda así, pero sería peor no tenerlas. Alim pensaba que tal vez se había equivocado, pero ahora era demasiado tarde. Los errores de Alim Nassor podían costarles la vida a todos, y en eso precisamente estribaba el poder.

El grupo que bajó al valle estaba formado por dieciocho hermanos, todos hombres. Las personas con las que se habían encontrado fueron en su mayoría blancos, la mayoría muertos de hambre e incapaces de presentar batalla. La banda de Alim saqueó en busca de alimentos y lugares secos, y mataron cuando tuvieron que hacerlo. Si encontraban negros, los reclutaban. Había muy pocos negros tan al norte, la mayoría eran granjeros y algunos no querían unirse a ellos, lo cual era bueno para Alim —menos bocas que alimentar— y malo para ellos, pues los negros no serían populares en los lugares por donde hubiera pasado la banda de Alim. Y siguieron adelante, como siempre. No encontraron ningún lugar donde pudieran quedarse y defenderlo. Los hermanos nunca fueron suficientes, y siempre hubo detrás de ellos granjeros armados, los restos de las fuerzas policiales, supervivientes a los que no les quedaba nada por lo que vivir excepto matar a la gente de Alim Nassor...

Y ahora había cinco mujeres y veinte hombres. Cuatro hombres habían muerto peleando por disputarse a las mujeres. Tres fueron los maridos, y una de las viudas se suicidó el mismo día que mataron a su esposo. Alim se sintió agradecido, pues aquellos sosegó las cosas durante un tiempo.

Pero no demasiado. El marido de Mabe fue acuchillado mientras dormía, y ahora Mabe se acostaba con unos y otros, pero lo hacía de una manera extraña: allá donde acudiera, se producían peleas. Tal vez Mabe se vengaba de esta manera. ¿Pero qué podía hacer Alim? Si la mataba, tendría que parecer un accidente. No es posible matar al único consuelo sexual de los hermanos. Alim pensaba que tal vez podría hacerlo en el momento adecuado, si había otra pelea y todos sabían que ella era la causante.

Chick y Cassie eran un problema distinto. Eran granjeros cuyas granjas estaban sumergidas bajo el océano en que se había convertido el valle de San Joaquín. Hablaban como campesinos blancos y no comprendían el habla de la ciudad. Cassie era cimbreña, imponente, fuerte y encantadora. Chick era un fornido gigante que podía levantar la parte trasera de un coche o coger a un hermano como Swan por un tobillo y hacerlo volar por los aires, cosa que había hecho.

Habían perdido a sus dos hijos bajo las aguas.

Si los niños se hubieran salvado... Alim meneó la cabeza. ¡Los niños eran lo último que la banda necesitaba ahora! Pero por otra parte, si Cassie hubiera aparecido ante ellos como una madre con dos hijos, tal vez los hermanos habrían pensado más en protegerla y menos en meterse con ella.

Alim se introdujo entre el grupo. Los hermanos alzaron la vista y sonrieron. Sí, la fogata había sido una buena idea. Chick y Cassie estaban sentados, rodeándose mutuamente con los brazos, y miraban cavilosos el fuego. Alim se agachó frente a ellos.

—¿Tenemos que hablar de algo? —les preguntó.

Chick meneó su gran cabeza. Cassie no se movió.

—¿Estáis seguros?

—Haz que tus ladrones estén alejados de mi mujer —dijo Chick.

—Lo intento, no creas. No es culpa de nadie, sino de la situación. ¿Alguien en especial?

—Jackie. ¿Sabes que ese hijo de perra la amenazó con un cuchillo?

—Sólo me lo enseñó —dijo Cassie—, pero me asustó.

—No os asustan las armas de fuego —dijo Alim. Ella tenía un revólver tremendo y media docena de cargadores distintos, desde balines para cazar pájaros a proyectiles que podrían matar a un oso. Alim no había imaginado que un revólver pudiera hacer tantas cosas a la vez—. ¿Por qué te asustan los cuchillos?

Ella se limitó a menear la cabeza, y Chick le miró con ira.

Alim se levantó.

—Trataré de arreglarlo. ¿Dónde está Chick?

—Está escondido ahí afuera.

Alim asintió y salió. Se preguntó si debía rondar por allí o buscar a Jackie. Paseó entre los hermanos y hermanas, haciéndose visible a la luz del fuego. Al día siguiente lo recordarían.

Fue pasando el tiempo, y los hermanos y hermanas se cobijaron en el camión, en grupos de dos y tres. La llovizna estaba apagando el fuego y Jackie aún no aparecía. Alim ya había pensado dónde debía encontrarse.

A un lado estaba la línea costera que habían seguido durante una semana. Alim había considerado la posibilidad de internarse en las colinas, pero ¿para qué? El mundo construido por los blancos estaba muerto, y ellos tendrían que empezar de nuevo. Un pedazo de tierra de labor y unos cuantos como Chick y Cassie para enseñarles cómo trabajarla, eso era lo que necesitaban. La tierra de labor estaba allí, bajo el agua. Si el agua se retirase alguna vez... Pero la lluvia seguía cayendo sin cesar, el fuego casi se había extinguido y el océano seguía allí, demasiado oscuro para poderlo ver, pero allí estaba, con su basura flotante y los cuerpos ahogados de ganado y hombres.

Y detrás había una elevación aislada, el único lugar desde donde Jackie podía observar el fuego. Alim subió el montículo, como un ciego, tentando las ramas, apartándolas, y arrastrando los pies para no romperse un tobillo.

—¿Jackie?

—Sí, Alim —dijo una voz cercana.

Alim ascendió el resto del camino. Jackie estaba en la cumbre, vuelto de espaldas. Era un hombre de talla media, con un abrigo demasiado grande para él.

—¿Por qué no puedes dejar en paz a Cassie? —le preguntó Alim.

—Lo he intentado.

—¿Estás tratando de hacer que me maten?

—Lo he intentado, Alim. Incluso fui con esa Mabe. Esa mujer no es más que lo que tiene entre piernas, pero recurrí a ella, procurando apaciguarme. Pero me rechazó y se fue con Swan. Dijo que era su turno. Se acuesta con tres cada noche, con cualquiera que se lo pida, pero a mí me rechaza. ¡A mí!

—Quiere fastidiarte —dijo Alim, que empezaba a ver la forma correcta de proceder—. Le gustan las peleas. No sabe quién apuñaló a James, así que hará que nos matemos unos a otros. Se acuesta con Elliot y le dice a Rob que la ha violado. A ti no te abre las piernas para que te pelees con Chick. Y si lo digo me va a indisponer con seis hombres. ¿Qué puedo hacer, Jackie?

Alim creyó haber dado con la solución: hacer que Jackie pensara con la cabeza en lugar de la entrepierna.

—Lo que necesitamos —dijo Jackie— es algo que desvíe las mentes de los hermanos para que no piensen en las mujeres.

Lo dijo como si la idea fuera divertida y triste al mismo tiempo.

—Eso no va a ser fácil.

—Alim, ¿dónde vamos a ir? ¿Qué nos ocurrirá?

—Es difícil decirlo.

Podía hablar con Jackie, pero no podía decir a nadie que no sabía lo que harían, dónde irían. Y Jackie era listo, una vez fue miembro de los Panteras Negras, tuvo inquietudes políticas, como Alim. En una época trabajaron juntos. Jackie agitaba el gueto hasta que Alim lograba lo que quería del Ayuntamiento, y luego aplacaba las cosas de modo que pareciera obra de Alim. Alim Nassor tenía que hacer pensar a Jackie, pero no podía decirle, a él ni a nadie, que estaba asustado, harto de aquella humedad, que se sentía desgraciado y estaba a punto de perder los nervios.

—El poder negro ha terminado —dijo Jackie—. No hay bastantes negros, ni bastante poder.

—Sí, ya lo imaginaba.

—Y nosotros somos pocos —continuó Jackie—. Insuficientes para establecernos en ninguna parte. Chick dice que cada uno necesitaría un par de acres para vivir. Cien acres podrían mantenernos vivos, pero no podrá ser. Desconocemos el trabajo agrícola. Haría falta gente que realizara parte del trabajo, y dos acres para cada uno. Eso supondría una gran extensión, y no podríamos cuidarla.

—Podemos cuidar una pequeña extensión —dijo Alim.

—Lo que debemos hacer es unirnos, encontrar un grupo de blancos con los que podamos trabajar juntos. Política, no sangre. —Jackie hablaba con la mirada perdida en la noche, en voz pausada, pero Alim podía notar que Jackie había reflexionado en aquello largo tiempo—. El maldito sistema ha sido aplastado. Siempre quisimos que el sistema desapareciera, librarnos de los cerdos, el Ayuntamiento y los ricos bastardos.. Pero no nos sirve de nada, porque no somos bastantes.

—Mierda —exclamó Alim—. Yo he reunido a todos los que he podido. ¿Me estás diciendo que no lo hice?

—No, tú hiciste cuanto estuvo en tu mano —dijo Jackie—. No es culpa tuya si no hubo bastante gente. Alim, ven aquí y mira allá abajo.

A través de la lluvia se veía una luz difuminada. Tenía que ser la fogata de un campamento, que brillaba junto a la línea del agua, hacia el norte.

—Tengo mejor vista que tú —dijo Jackie—. Quizá no ves que se trata de dos fogatas, dos. ¿Cuánta gente debe haber para que valga la pena encender dos fuegos?

—Muchos. ¿Crees que ellos han visto nuestro fuego?

—No. Nadie viene por aquí. Y no les importa que les vean o no. Piensa en eso.

Poder. Aquel grupo no necesitaba ocultarse. Tenía poder.

—¿Una patrulla en nuestra busca? No. No hemos estado en el norte, y nadie de ahí tiene ningún motivo para buscarnos.

—Tal vez esto hará que Chick deje de pensar en matarme —dijo Jackie.

—¿Cómo es que viste esos fuegos y no me lo dijiste antes?

—Tenía que vigilar, y nadie subió aquí. He estado vigilando todo el rato.

—De acuerdo. Quédate aquí y vigila. Enviaré a Gay con los prismáticos.

Con la luz grisácea de la mañana, Jackie bajó por el lado sur de la colina. Alim ya había hecho que la gente se levantara y recogiera las cosas, y los hermanos esperaban con las armas en la mano.

Lo primero que hizo Jackie fue dirigirse a Chick y Cassie. Alim no oyó lo que les dijo, pero Chick tenía una escopeta y no la utilizó. Luego Jackie informó de lo que había visto.

—Están en pie, y organizados. Son cincuenta, sesenta, puede que más. Tal vez muchos más, pues no caben todos en el mismo sitio a la vez. Hay mujeres y un tipo que todavía viste los restos de un traje y lleva corbata. Los demás son soldados.

Jackie esperó para dejar caer sus palabras.

—¿Soldados? Oh, no —dijo Alim Nassor.

—Llevan uniformes del Ejército y rifles, pero no actúan como soldados. Y hay otros vestidos de civiles.

Alim frunció el ceño.

—Tienen algo más que rifles, Alim —prosiguió Jackie—. Tienen ametralladoras y una especie de tubos de estufa..

—Bazookas —dijo Alim.

—Sí, y una cosa grande como un cañón que llevan entre dos hombres. Creo que pueden hacer volar una casa con esas cosas. Lo vi una vez en la tele. Y creo que se dirigen al norte.

Alim reflexionó. Aquello significaba que el grupo debía proceder del este, puesto que antes no los habían visto. Desde luego, no venían del oeste, del lago que cubría el valle de San Joaquín.

—Quizá lo mejor sería seguirlos —dijo Swan, que había estado escuchando—. Parece gente dura de pelar. Puede que dejen algo antes de marcharse.

—Todo habrá desaparecido antes de que lleguemos —dijo Alim. No sabía qué hacer. Sería mejor oír lo que pensaban los otros antes de decidir algo—. Voy a subir ahí a echar un vistazo.

Dejó a Swan al mando, con instrucciones sobre la dirección que deberían tomar si el grupo del Ejército avanzaba hacia ellos, y siguió a Jackie colina arriba. Pensó que los problemas anteriores no habían sido nada. No faltaría más que tuviera que enfrentarse a las armas del Ejército con una docena de muchachos y algunas escopetas.

—Ahora sabemos por qué todo el mundo estaba oculto —le dijo a Jackie.

No habían encontrado comida en ninguna parte. Dos días atrás habían construido una balsa para acercarse a un supermercado medio sumergido, pero ya había sido saqueado. No pudieron encontrar más que cosas raras, como salmón y anchoas en lata, y en muy poca cantidad. El grupo del Ejército debía haberse llevado todo.

Cuando llegó a lo alto del montículo clareaba más. Jackie hizo una seña y Alim se tendió boca abajo y avanzó arrastrándose entre los arbustos hasta que encontró a Gay. El abrigo de piel de Alim estaba cubierto de barro, pero aquellos tipos del Ejército también debían tener prismáticos y montaban guardia, pues de lo contrario no estarían todavía vivos.

El campamento de aquellos desconocidos estaba a casi dos kilómetros de distancia, junto a la extensión de agua. Estaba rodeado por trincheras y fortificaciones bajas. Parecía organizado. Había mucha gente, la mayoría sentados alrededor de fogatas, sin temor a exponerse, y tenían alimentos. Alim contó siete mujeres.

—Las mujeres hacen la mayor parte del trabajo —dijo Gay—. Ellas y ese tipo con cara de conejo vestido con un trate azul. Hay muchos blancos, pero he contado hasta diez hermanos, y uno de ellos es el sargento.

—El sargento —repitió Alim—. ¿Y hacen lo que él les ordena?

—Saltan cada vez que él mueve los brazos —dijo Gay.

—¿Hay oficiales?

—No he visto ninguno. Creo que el sargento está al mando.

—Lo han hecho —dijo Jackie—. Alim, lo han hecho. Parece mentira.

Alim no dijo nada y esperó la explicación de Jackie.

—¿Te das cuenta? Es lo que hablábamos anoche. —La voz de Jackie estaba llena de excitación—. Ya no hay poder negro, sino simplemente poder. Y son muchos, Alim.

—No tantos.

—Tal vez quieran reclutas —dijo Jackie.

—¿Estás loco? —Gay soltó un bufido—. ¿Quieres alistarte en el maldito Ejército?

—Calla.

Alim siguió observando el campamento con los prismáticos. Había allí una actividad ordenada. Sacaban basura del recinto y la volcaban en fosas. Los centinelas montaban guardia en los puestos de vigilancia. Había calderos de agua sobre el fuego, y todo el mundo lavaba sus equipos sucios con agua caliente. El campamento estaba gobernado como un auténtico ejército, pero algo no encajaba. No era exactamente lo mismo, algo no funcionaba como debería.

—Alim, ellos han conseguido lo que queremos —dijo Jackie—. Poder. Tienen armas suficientes para hacer lo que quieran. Podríamos unirnos a ellos e instalarnos en cualquier lugar que nos apeteciera. Qué diablos, podríamos hacer mucho más. Con tanta gente podríamos ocupar todo este valle, seguir creciendo y reclutando gente. Podríamos ser los dueños del estado entero.

—¿Qué has estado fumando? —le preguntó Gay.

—Callad —dijo Alim de nuevo, en tono que no admitía réplica. El silencio inmediato fue gratificante. Poder... Aquel era el problema: ¿De qué manera Alim Nasson podría tener poder si se unían a aquel ejército?—. ¿No tienen ningún vehículo?

—Tienen una moto. Una Honda grande. La montan dos tipos que han ido a explorar al norte, uno de los nuestros y otro blanco.

—¿Uniformados?

—El blanco llevaba un mono —dijo Gay, en un tono que daba a entender su incomprensión de lo que ocurría y de los motivos que tenía Alim para querer saberlo.

—No tienen vehículos. Nosotros disponemos de un camión, y sabemos dónde encontrar más.

Alim se refería a una granja junto a la carretera. Allí había tres camiones, custodiados por diez o quince hombres armados con rifles. Alim no estaba en condiciones de apoderarse de los vehículos, pero con aquel grupo... Hizo callar a los otros cuando el sargento apareció en su campo de visión. Sí, era negro, aunque no del todo. Un tipo robusto de piel marrón claro y con barba. ¿Barba en el Ejército? Pero el sargento llevaba galones y una gran pistola al cinto. Señalaba a la gente y cada vez que lo hacía uno se levantaba y empezaba a trabajar, llevaba madera al fuego o lavaba las cacerolas. No gritaba ni gesticulaba. Tenía poder y sabía cómo usarlo. Alim le observó atentamente. Luego se levantó, sonriente.

—Ese es el Gancho.

—¿Qué? —dijo Gay, perplejo, mientras Jackie empezaba a sonreír.

—Es el Gancho —repitió Alim con un suspiro de alivio—. Le conozco. Podemos tratar con él.

Habría que fingir un poco. Alim tenía que hablar al Gancho como a un igual, como el jefe de un grupo de hombres. Hooker no debía enterarse de lo mal que estaban las cosas. Alim dejó a Jackie en la colina y bajó al campamento. Era hora de gritar un poco, de hacer que aquellos bastardos trabajaran.

A mediodía el campamento de Alim estaba organizado. Tenía buen aspecto, y parecía como si hubiera más hombres de los que había en realidad. Cuanto todo estuvo preparado, Alim se dirigió al campamento de los soldados con Jackie y su hermano Harold.

Por el camino Harold confesó que estaba asustado.

—¿Te da miedo el Gancho?

—Una vez me dio un buen rapapolvo —dijo Harold—. Yo estaba en noveno grado.

—Así que sois viejos conocidos —dijo Alim—. Bueno, nos han visto. Harold, tú te adelantarás. Deja el rifle aquí. Entra con las manos arriba y dile al sargento Hooker que quiero hablarle. Y sé amable con él, ¿me entiendes? Respetuoso.

—Puedes estar seguro de eso.

Harold avanzó erguido, mostrando las manos vacías. Intentó silbar.

Alim observó movimientos a su derecha. Hooker había enviado hombres para que le flanquearan. Alim volvió la cabeza y gritó a unos seguidores puramente imaginarios.

—¡Quedaos ahí, bastardos! Esta es una charla de paz, ¿comprendéis? Le arrancaré la piel a tiras al primer cabrito que dispare, y sabéis que no hablo por hablar.

Alim pensó que se había excedido un poco, como si temiera que sus hombres no le obedecieran. Pero de todos los modos los tipos del Ejército le habían oído y no iban a precipitarse. Harold estaba en el campamento y nadie había disparado todavía...

Vio que Harold hablaba con Hooker, el Gancho, y que éste iba a su encuentro. Pensó que estaban salvados. Por primera vez desde la caída del cometa, Alim Nassor sintió esperanza y orgullo.

Dos pesados camiones avanzaban por la llanura embarrada, siguiendo un camino tortuoso hacia la nueva isla surgida en el mar de San Joaquín. Se detuvieron junto a un supermercado, aún medio inundado, de cuyos escaparates se Había quitado laboriosamente el barro. Unos hombres armados saltaron de los vehículos y tomaron posiciones en las cercanías.

—Vamos —dijo Cal White.

White, que llevaba la metralleta de Deke Wilson, entró el primero en el edificio anegado, y anduvo con el agua sucia hasta la cintura. Los otros le siguieron.

Rick Delanty tosió y trató de respirar por la boca. El olor de la muerte era irresistible. Buscó a alguien con quien hablar, Pieter o Johnny Baker, pero éstos se hallaban en el extremo de la columna. Aunque aquel era su segundo día en el almacén, ninguno de los astronautas se había acostumbrado al hedor.

—Si de mí dependiera, esperaría otra semana —dijo Kevin Murray.

Murray era un hombre bajo y robusto, de largos brazos. Había sido dependiente en unos almacenes, y tuvo la suerte de casarse con la hermana de un granjero.

—Espera una semana y esos bastardos del Ejército estarán aquí. —Cal White llamó desde el interior—. Esperad un momento.

White siguió adelante con otro hombre y la única linterna que funcionaba. A Rick la metralleta le parecía una extraña obscenidad. Había demasiada muerte a su alrededor. Pero él no iba a poner ningún reparo. La noche pasada Deke había admitido a un refugiado, un hombre del sur que tenía información para cambiarla por una comida, y les dijo que una banda de negros había aterrorizado el sur del valle y que ahora se habían unido a los caníbales del Ejército. Puede que no pasara mucho tiempo antes de que hicieran una visita a Deke Wilson.

Rick se compadeció de aquellos pobres desgraciados. Podía comprenderlos: eran negros en este mundo desgarrado, sin condición social, sin ningún lugar donde ir, indeseables en todas partes. Claro que se habían unido a los caníbales. Y era natural que los supervivientes de la zona volvieran a mirar con aprensión a Rick Delanty...

—No hay peligro —dijo White desde el interior—. Manos a la obra.

El grupo, formado por una docena de hombres, tres astronautas y nueve supervivientes, entró en el almacén y avanzó vadeando. Un conductor acercó uno de los camiones para que sus faros iluminasen el almacén arruinado.

Rick hubiera preferido menos luz, para no ver los cadáveres que se mecían en el agua sucia. Para no marearse se llevó un trozo de tela a la cabeza. White había rociado la tela con una docena de gotas de gasolina. El olor dulzón de la gasolina era mejor que aquello.

Kevin Murray se acercó a un estante con latas y cogió una de maíz. Estaba carcomida por el orín.

—Estropeada —dijo—. Maldita sea.

—Ojalá tuviéramos una linterna —dijo otro granjero.

Rick sabía que una linterna les ayudaría, pero ciertas cosas era mejor hacerlas en la penumbra. Apartó unos restos podridos sobre un estante y encontró tarros de cristal. Conservas en salmuera. Llamó a los otros y empezaron a llevarse los tarros.

—¿Qué es esto, Rick? —preguntó Kevin Murray con otro tarro entre las manos.

—Setas.

—Es mejor que nada —dijo Murray, encogiéndose de hombros—. Gracias. Ojalá no hubiera perdido las gafas. ¿Sabes por qué no llevo ningún arma? Porque no puedo ver más allá del punto de mira.

Rick trató de concentrarse en las gafas: tal vez podrían fabricarse a partir de cristal corriente, pero no tenía idea de cómo se pulen los lentes. Avanzó por los pasillos, cogiendo cosas que otros habían descubierto, buscando otras, empujando tantos cadáveres que al final ya le parecía una rutina. Pero era preciso hablar de alguna otra cosa...

—Las latas no duran mucho, ¿verdad? —preguntó, mirando una lata de cocido putrefacto.

—Las sardinas en lata pueden durar mucho, sabe Dios por qué. Creo que alguien ya ha estado aquí, no hay tantas cosas como en el último almacén. De todos modos, ayer nos llevamos la mayor parte de lo que quedaba. —Se quedó mirando, pensativo, los cadáveres que flotaban—. Tal vez ellos se lo han comido todo. Atrapados aquí...

Rick no respondió. Los dedos de sus pies habían rozado vidrio.

Todos trabajaban calzados con sandalias que habían cogido en una zapatería cercana. No podían hacerlo descalzos, por temor al vidrio roto, y no era cuestión de echar a perder unas buenas botas. Ahora sus dedos habían rozado la curva fría y suave de una botella de vidrio.

Rick contuvo la respiración y se sumergió. Cerca del nivel del suelo encontró varias hileras de botellas, en gran cantidad, de formas diferentes. La mitad eran de agua mineral, y no valía la pena que ocuparan espacio en el camión. Rick cogió una de las botellas y la sacó a la superficie.

—¡Zumo de manzana, nada menos! ¡Eh, muchachos, aquí necesitamos ayuda!

Los demás acudieron vadeando por los pasillos. Pieter y Johnny iban entre los granjeros, y todos estaban agotados, sucios y calados. Se movían como cadáveres vivientes. Algunos aún tenían fuerzas para sonreír. Rick y Kevin Murray se sumergieron para coger las botellas y las fueron pasando a los otros, porque eran los únicos que no llevaban armas.

White, el jefe del grupo, se alejó lentamente con dos botellas, pero volvió la cabeza hacia Rick.

—Lo has hecho muy bien —le dijo, sonriente, y siguió vadeando despacio hacia la puerta. Rick le siguió.

Se oyó el grito de alguien.

Rick dejó sus botellas sobre un estante vacío para avanzar más rápido. El grito debía ser de Sohl, el centinela. ¡Pero Rick no tenía un arma!

Sohl gritó de nuevo.

—No hay peligro. Repito, no hay peligro. ¡Pero venid a ver esto!

Rick pensó en regresar para recoger las botellas, pero decidió abandonarlas. Empujó algo que no quiso mirar, pero la masa flotante tenía las características y el peso de un hombre muerto no demasiado voluminoso o una mujer muerta bastante robusta.

Salió a la luz. El aparcamiento estaba casi medio lleno de coches. Cuarenta o cincuenta vehículos que fueron abandonados cuando llegaron las lluvias. La lluvia cálida debió caer con tanta intensidad que los motores de los coches se anegaron antes que los clientes del centro de compras pudieran tomar la decisión de salir. Por eso los coches se habían quedado allí, y muchos de los clientes. El agua rodeaba los coches, entraba y salía de ellos.

Sohl seguía aún en su puesto en el tejado del supermercado. No le hubiera servido de nada estar más cerca. Era corto de vista y sus gafas se habían roto, como las de Murray. Señaló una cosa que rozaba el lado de un autobús Volkswagen.

—¿Quiere decirme alguien qué es eso? —gritó—. ¡No es una vaca!

Los demás formaron un semicírculo alrededor de la cosa, apoyando bien los pies para resistir la suave corriente del agua que se dirigía al oeste, la misma que había lanzado el extraño cuerpo contra el autobús. Era algo más pequeño que un hombre, y tenía todos los colores de la decadencia. Las patas, grandes y muy curvadas, casi estaban desprendidas. ¿Qué era aquello? Tenía brazos. Por un instante, Rick imaginó absurdamente que el Martillo había sido el primer paso de una invasión interestelar, o parte de un programa para turistas de otros mundos. Aquellos brazos pequeños, la larga boca abierta, inmovilizada por la muerte, el cuerpo abombado como una botella de Chianti...

—Por todos los diablos —dijo al fin—. Es un canguro.

—Pues yo nunca he visto un canguro así —dijo White con un leve tono despectivo.

—Digo que es un canguro.

—Pero...

—¿Acaso publica tu periódico fotos de animales que llevan dos semanas muertos? El mío nunca. Es un canguro muerto. Por eso tiene ese aspecto tan curioso.

Jacob Vinge se había acercado al animal.

—No tiene bolsa —dijo—. Los canguros tienen bolsas en la barriga.

—Puede que sea un macho —sugirió Deke Wilson—, pero tampoco le veo los testículos. ¿Tienen los canguros sus genitales al aire? Oh, esto es estúpido. ¿De dónde vendría? No hay ningún zoo cerca de aquí.

Johnny Baker hizo un gesto de asentimiento.

—El zoo del parque Griffith. El terremoto debió romper algunas jaulas. Vete a saber cómo este pobre bicho llegó tan al norte antes de ahogarse o morir de hambre. Mírenlo de cerca, caballeros, nunca verán otro igual...

Rick dejó de escuchar. Se apartó del grupo y miró a su alrededor. Tenía ganas de gritar.

El día anterior llegaron al alba. Trabajaron todo el día, y el siguiente, y ahora debía estar próxima la puesta de sol. Ninguno de ellos había comentado siquiera lo que podía haber ocurrido allí, pero era bastante evidente. Montones de clientes debieron quedar atrapados cuando las primeras lluvias torrenciales anegaron sus coches. Esperaron en el supermercado a que cesara la lluvia, esperaron a que les rescataran, esperaron hasta que el agua subió y subió. Al final las puertas eléctricas no funcionaron. Algunos debieron salir por la parte trasera, para ahogarse en el exterior.

En el supermercado había estantes semivacíos, y en el agua flotaban mazorcas de maíz, botellas vacías, pieles de naranja y rebanadas de pan medio comidas. No habían muerto de hambre... pero habían muerto, pues sus cadáveres flotaban por todas partes en el supermercado y el aparcamiento inundado. Cadáveres a docenas, la mayoría de mujeres, pero también los había de hombres y niños, meciéndose suavemente entre los coches sumergidos.

—¿Estáis...? —susurró Rick. Inclinó la cabeza, se aclaró la garganta y gritó—: ¿Estáis locos? —Los demás se volvieron, sorprendidos y airados—. ¡Si queréis ver cadáveres mirad a vuestro alrededor! Aquí —su mano rozó un vestido estampado manchado y putrefacto—. Y allí —señaló el cuerpo de un niño tan cerca de Deke que podría tocarlo—. Y allí —indicó un rostro laxo tras el parabrisas del autobús—. ¿Podéis mirar a alguna parte sin ver a alguien muerto? ¿Por qué os amontonáis como chacales alrededor de un canguro muerto?

—¡Cállate de una vez! —exclamó Kevin Murray, con los puños cerrados a los costados y los nudillos blancos. Pero no se movió y, al cabo de un rato, apartó la mirada de Rick. Los demás le imitaron.

Todos menos Jacob Vinge.

—Nos hemos acostumbrado —dijo con un temblor en la voz—. Eso es todo. ¡Teníamos que acostumbrarnos, maldita sea!

La corriente cambió ligeramente de dirección. El canguro, o lo que fuera, se apartó del autobús y empezó a alejarse.

En otro tiempo, el jeep de Wagoner fue de un brillante color anaranjado con una cenefa blanca. Ahora estaba cubierto de pintura marrón y verde, formando un camuflaje. Dos hombres uniformados se sentaban en la parte delantera, con los rifles erectos entre sus rodillas.

Alim Nassor y el sargento Hooker se sentaban detrás. Hablaban poco mientras el vehículo se abría paso a través de campos embarrados y almendrales en ruinas. Cuando llegaron al campamento, los centinelas saludaron, y mientras el Wagoneer se detenía el conductor y los guardias saltaron de él para abrir las puertas traseras. Alim hizo un gesto de agradecimiento al conductor. Hooker no pareció percatarse de los hombres. Nassor y Hooker se dirigieron a una tienda de campaña en un lado del campamento. Era una tienda nueva, procedente de un almacén de artículos deportivos, de nailon verde con postes de aluminio, y perfectamente impermeable. Un brasero de carbón mantenía el interior seco y cálido. Una tetera bullía encima de las brasas, y una muchacha blanca esperaba para servir té caliente mientras los dos hombres se acomodaban en sillas plegables. Una vez servido el té, Hooker hizo un gesto para que la muchacha se marchara. Los guardias del exterior se situaron a una distancia desde donde no podían escuchar la conversación.

Cuando salió la chica, el sargento Hooker sonrió ampliamente.

—Qué buena vida, Cacahuete.

La sonrisa de Nassor se desvaneció al oír aquel apelativo.

—¡Por el amor de Dios, no me llames eso!

—De acuerdo. Aquí no nos oye nadie.

—Sí, pero podrías olvidarte.

Alim se estremeció. No le habían llamado Cacahuete desde que estaba en octavo grado, cuando estudiaron la vida de George Washington Carver, e inevitablemente el nombre fue adjudicado a George Washington Carver Davis hasta que él terminó con el asunto a fuerza de puñetazos y empotrando una hoja de afeitar en una pastilla de jabón...

—No se encuentra gran cosa por ahí —dijo Hooker. Tomó un sorbo de té, cuyo calorcillo era gratificante.

—No.

De su expedición exploratoria no salió nada de lo que habían esperado, excepto durante una pausa de la lluvia, cuando vieron que las cumbres de la Sierra Alta estaban nevadas. ¡Nieve en agosto! Nassor se había asustado, aunque Hooker decía que a veces había nevado en la Sierra Alta, antes del martes fatídico en que llegó el cometa.

Ambos hombres se sentían incómodos, a pesar del té caliente y el calor de la tienda, a pesar del lujo de estar secos, porque tenían muchas cosas de las que hablar y ninguno de ellos quería empezar. Ambos sabían que pronto deberían elegir. Su campamento estaba demasiado cercano a las ruinas de lo que había sido Bakersfield. Entre las cenizas y la destrucción de la ciudad había mucha gente que podría unirse, más que suficiente para presentarse allí y terminar con Nassor y Hooker. Todavía no se habían organizado. Los supervivientes vivían en grupos pequeños, desconfiaban unos de otros, se peleaban por restos de comida abandonada en los supermercados y almacenes, los restos que Hooker y Nassor habían dejado.

La situación era simple: juntos, Alim y Hooker tenían suficientes hombres y municiones para librar una buena batalla. Si la ganaban, tendrían lo suficiente para resistir. Si la perdían, estarían acabados. Y habían desvalijado aquella región. Tendrían que marcharse, pero ¿adonde?

—Maldita lluvia —musitó Hooker.

Alim tomó un sorbo de té y asintió. Ojalá cesara la lluvia. Si Bakersfield se secaba no habría problema. Sólo tendrían que esperar un buen día con fuertes vientos, y siempre los había, y quemar toda la maldita ciudad. Bastaría un centenar de incendios bien situados, y una tormenta de fuego barrería la ciudad sin dejar rastro detrás. Bakersfield ya no sería una amenaza.

Y las lluvias iban remitiendo poco a poco. El día anterior habían tenido una hora de sol. Hoy el sol casi se mostraba entre las nubes y aún no era mediodía.

—Disponemos de seis días —dijo Hooker—. Luego empezaremos a pasar hambre. Si hay bastante hambre, encontraremos algo que comer, pero...

No terminó la frase. No era necesario. Alim se estremeció. El sargento Hooker vio la expresión de Alim y su boca sé torció en un gesto de desprecio.

—Tú también lo harás —dijo Hooker.

—Lo sé.

El recuerdo volvió a hacerle estremecer. Recordó el granjero al que Hooker había abatido, los olores del cocido, el reparto de las porciones del hombre. Todo el mundo en el campamento tomó un cuenco de sopa, y Hooker vigiló que nadie se quedara sin comer. Aquel horrendo ritual era lo que mantenía al grupo unido. Alim tuvo que disparar a uno de los hermanos que no quiso comer. Y a Mabe. Al final lo hizo. Su festín ritual le permitió matar a Mabe y desembarazarse de aquel pendón perturbador. Mabe se negó a comer.

—Es curioso que nunca lo hicieras antes —dijo Hooker.

Nassor no dijo nada ni cambió de expresión. La verdad era que jamás se les había ocurrido la posibilidad de comer gente, a ninguno de ellos, y eso era una fuente de orgullo secreto para Alim. Los suyos no eran caníbales. Se habían visto obligados a comer carne humana, porque aquella era la única forma de que Hooker les permitiera unirse a él.

—Puedes considerarte afortunado por haber tenido aquel tasajo —dijo Hooker, como regodeándose en el tema—. Nunca has estado bastante hambriento. Sí, has sido afortunado.

—¿Afortunado, dices? ¡Afortunado! —El tono de Alim sorprendió a Hooker—. Había una tonelada de tasajo en aquella furgoneta, y no sacamos ni un kilo por culpa de ese hijo de perra. —A través de la abertura de la tienda miró hacia un negro esbelto que hacía guardia cerca del fuego—. Ese, ese maldito Hannibal.

Hooker frunció el ceño.

—¿Ese al que obligaste a hacer todo el trabajo? ¿Perdió algo de comida?

El recuerdo de lo ocurrido enfureció a Alim.

—Comida y licor. Escucha, podíamos olerlo, estuvo a punto de enloquecernos. ¿Has visto las quemaduras de Gay? Creímos que iba a morir, y todos nos quemamos tratando de...

—¿De qué diablos me estás hablando?

—Ah, no lo sabes. —Alim alcanzó un pequeño baúl situado detrás de él, lo abrió y sacó una botella de whisky barato, robada en una tienda—. Estábamos juntos —siguió diciendo—. Yo, mi gente y algunos otros. Y volvimos allí, pero no podíamos pensar... Todos los blancos...

El sargento Hooker se inclinó por encima de la mesa y abofeteó a Alim con fuerza. Alim se llevó la mano a la pistola, pero se detuvo.

—Gracias.

Hooker asintió.

—Ahora cuéntame lo que ocurrió.

—Los blancos, los ricos de Bel Air... La mitad de ellos se largaron abandonando sus casas. Las dejaron llenas de cosas. Sólo tuvimos que ir allí con camiones y recorrer las casas... —Hizo una pausa y sonrió recordando aquellos días—. Nos hicimos ricos. El reloj que te di. Y este anillo. —Alzó la mano para que el ágata reflejara la luz—. Televisores, aparatos de alta fidelidad, alfombras persas, persas auténticas, la clase de cosas por las que te pagan veinte de los grandes. Toda clase de cosas, Gancho. Éramos ricos.

Hooker asintió. Sí, a él le habían ido peor las cosas. Aquello todavía le hacía sentirse incómodo. Hooker había sido soldado. Podían haberle enviado a Bel Air para disparar contra los malditos saqueadores. Aquel era un mundo loco.

—Y encontramos un alijo de drogas —dijo Alim—. Coca, aceite de hashish, hierba, y todo de lo mejor. Lo cogí antes de que mis chicos pudieran colocarse allí mismo.

Hookey bebió un trago de whisky.

—¿Lo consumiste todo tú solo?

—No seas tan mal pensado. No, yo no lo consumí. Ni siquiera lo intenté. Sólo quería dejar claro que no les permitiría drogarse allí. Había policías y patrullas por todas partes..

—Sí.

—Y entonces cayó el maldito cometa. Salimos pitando, por caminos, carreteras, por donde pudimos, en dirección a Grapevine, pero el camión empezó a fallar. Estábamos en un camino, pues tratábamos de mantenernos alejados de las autopistas. Así que llegamos a lo alto de una colina y vimos que un furgón venía detrás de nosotros. Un furgón azul claro con cuatro motoristas, todos con escopetas y rifles, como una diligencia de película escoltada por el ejército...

—No me digas. —Hooker se sirvió más whisky. Dentro de poco tendrían que hablar en serio, pero era agradable beber, tomar un trago, no pensar en lo que deberían hacer ahora.

—Lo hicimos todo muy bien —dijo Alim—. Nos adelantamos bastante al furgón, derribamos un árbol con una sierra a pilas, en un sitio estrecho... ¡Tendrías que haberlo visto! Aquellas motos se paran y mis hombres estaban ante sus narices. No estábamos bien armados y tuvimos que usar mucha munición, pero al final todo, salió perfecto. No hicimos ningún agujero en las motos. Allí estaba el furgón, parado, y el conductor manos arriba... Y el furgón ni siquiera tenía un rasguño en su bonita pintura azul.

«¿Pero crees que conservé aquella coca que encontré en Bel Air? Pues no. Ese hijo de perra de Hannibal se la fumó toda, y era buena mercancía, ¿sabes?, no la mierda que él solía consumir, pero se la cargó toda. Y cuando aquellos tipos abrían la puerta del furgón, sin poner problemas, Hannibal va y decide que es el último de los Mau Mau, y se abalanza contra el furgón con un cóctel Molotov. Mierda, arrojó aquella bomba de gasolina directamente al interior del camión.

—Oh, no. —Hooker meneó la cabeza—. ¿Había buen género en el furgón?

—¿Bueno? ¿Bueno dices? ¡Gancho, no te creerás lo que había en el maldito furgón! Aquella bomba estalló como.. como...

—Gasolina.

—Sí, eso mismo. —Alim trató de reír pero no pudo—. Los tipos que estaban dentro del camión se incendiaron y salieron gritando, y un par de los bastardos tenían armas. Empezaron a disparar contra nosotros, tuvimos que responder, y cuando todo aquello terminó el camión estaba envuelto en llamas y no podíamos acercarnos a él.

»Las botellas empezaron a explotar en el camión. ¡Chico, los olores bastaban para hacerte enloquecer! Estábamos muertos de hambre, sin nada que llevarnos a la boca, y empezaron a salir olores de comida, y de whisky, coñac y todas esas golosinas que nunca probábamos, chocolate, pasas, manzanas... Mierda, Gancho, aquel camión estaba lleno de comida y licor. Había carne, carne de buey, no la del conductor...

Alim se detuvo bruscamente. Miró de reojo a Hooker. Este no dijo nada.

—Bueno, algo estalló y salió volando ese paquete de tasajo, todavía envuelto en papel de plata y bolsas de plástico. Estaba intacto, sin quemar ni impregnado de gasolina. Habría un kilo de carne. Gay entró corriendo en el furgón y salió con dos botellas, pero tuvimos que dejarle beberse una para aliviar el dolor de las quemaduras, y cuando empezó a hacerle efecto ya nos habíamos bebido la otra.

»Pero un par de motoristas estaban todavía vivos y nos dijeron lo que hubo en el furgón. De todo. Armas, alimentos, toda clase de licores, género europeo... ¿Puedes imaginar lo que valdría ahora? ¿Dónde parará Europa ahora? Había una tonelada de tasajo, y una cosa grasa que aún sabía peor, pero que nadie le importa cuando se muere de hambre. Y sopa, patatas y comida congelada... Mierda, aquellos tipos habían esperado hasta que cayó el cometa y entonces saquearon todos los lugares donde habían visto a la gente prepararse.

—Fueron más listos que tú —dijo Hooker.

Alim se encogió de hombros.

—Tal vez. Yo no creí que ese maldito cometa fuera a caer. ¿Y tú?

—No.

Hooker pensó que, de haberlo sabido, nunca hubiera salido con aquel camión, hubiera llevado muchas más municiones o... ¿Por qué se largó dejando al capitán allí, solo? Mierda.

—...Y botellas de gasolina —decía Alim—. Una gran ayuda, ¿verdad? Podíamos olería. La comida ardía, la gasolina explotaba, las ropas se quemaban, aquellos hijos de perra debían haber pensado que se acercaban los glaciares. —Alim alzó el tono de voz—: ¡Y si tuvieran razón, ese hijo de puta de Hannibal irá con el culo al aire, porque me voy a poner su ropa encima de la mía!

—¿Qué pasó con las motos? —preguntó Hooker. No se molestó en preguntar por los que las conducían.

—Se quemaron. Había más gasolina de reserva en el furgón y siguió ardiendo. Se extendió por todas partes. El fuego fue tan intenso que hasta se quemaron los árboles. ¡En medio de aquella lluvia, con el agua cayendo a cántaros, y hasta los árboles se quemaron! Pero pudimos salvar sus armas.

—Menos mal. Lástima que se perdiera lo demás.

—Sí, fue una pena.

Por el momento estaban a salvo. Todo el mundo, hasta los esclavos, estaban secos y calientes, y hasta casi tenían bastante qué comer. No querían pensar en que debían marcharse, ni hacia dónde, pero no tardarían mucho en verse obligados a hacerlo.

—¡Alim! ¡Sargento! —gritó Jackie.

Se le unieron los gritos de otros. Alim y Hooker salieron de la tienda.

—¿Qué ocurre?

—¡Cabo de guardia, puesto número cuatro! —gritó alguien.

—¡Vamos! —Hooker hizo una señal a los soldados para que tomaran posiciones y luego se dirigió al centinela que había gritado.

—¡No temáis, hermanos! —exclamó alguien en medio de la lluvia brumosa—. Os traigo paz y bendiciones.

—El maldito fuego... —dijo Hooker, escudriñando la bruma.

Una aparición se materializó. Era un hombre con largos cabellos blancos y una larga barba también blanca. Llevaba un impermeable que parecía una bata o la sábana de un fantasma. Detrás del hombre, en la penumbra, se veían otras figuras.

—¡No se mueva de ahí o disparamos! —gritó Hooker.

—La paz esté con vosotros, hermanos —dijo el hombre. Se volvió hacia sus seguidores—. No temáis. Quedaos aquí y yo hablaré con estos ángeles del Señor.

—Es un loco —dijo Hooker—. Un montón de locos.

Había visto muchos antes de entonces. Preparó la metralleta. No iba a dejar que aquel tipo se acercara demasiado.

Pero el hombre avanzó con paso firme, sin ningún temor, enfrentándose al arma de Hooker. Y en su mirada no había la menor señal de amenaza.

—No tiene por qué temerme —dijo el hombre.

—¿Qué quiere? —le preguntó Hooker.

—Hablar con usted. Traerle el mensaje del Señor Dios de los Ejércitos.

—Oh, no me venga con monsergas —dijo Hooker. Su dedo se tensó sobre el gatillo, pero ahora el viejo estaba demasiado cerca. Dos de los hombres de Hooker estaban demasiado próximos a la línea de fuego y Hooker no quería arriesgarse. Y aquel tipo parecía totalmente inofensivo. Tal vez aquello sería divertido. ¿Qué daño podía haber en dejarle pasar? —Los demás, quédense ahí. Gillings, coja un pelotón y regístrelos.

—De acuerdo —dijo Gillings.

El hombre del pelo blanco se dirigió directamente al fuego como si estuviera en su casa. Miró la cacerola y a los que estaban alrededor del fuego.

—Regocijaos —les dijo—. Vuestros pecados os son perdonados.

—Vamos, dígame qué es lo que quiere —le exigió Hooker—. Y no me suelte esa basura sobre los ángeles y el Señor. —Soltó un bufido y repitió—: Angeles...

—Pero ustedes pueden ser ángeles —dijo el hombre—. Han sido salvados del holocausto. El Martillo de Dios ha caído sobre este mundo malvado, y a ustedes no les ha alcanzado. ¿No quieren saber por qué?

—¿Quién es usted? —le preguntó Alim Nassor.

—Soy el reverendo Henry Armitage —dijo el hombre—. Un profeta. Lo sé, lo sé. De momento no parezco demasiado un profeta de Dios. Pero lo soy de todos modos.

Alim pensó que el reverendo tenía todo el aspecto de un profeta, con su barba y el cabello blanco, con aquel impermeable largo y holgado y su mirada brillante.

—Sé quienes sois, hermanos —dijo Armitage—. Sé lo que habéis hecho y que eso abruma vuestros corazones. Habéis cometido toda clase de pecados. Habéis comido alimentos prohibidos. Pero el Dios de los Ejércitos os perdonará, pues El os ha salvado para que cumpláis su voluntad. ¡Seréis sus ángeles y nada os estará prohibido!

—Está usted loco —dijo Hooker.

—¿Usted cree? —Armitage se rió entre dientes—. Entonces puede escucharme como diversión. Sin duda un loco no puede hacerle daño, y tal vez dirá algo gracioso.

Alim notó que Jackie se aproximaba hasta ponerse a su lado.

—Para algo sirve —dijo Jackie—. ¿Os dais cuenta cómo ha logrado que las hermanas le escuchen? Y nosotros también.

Alim se encogió de hombros. Había algo apremiante en la voz del hombre, y su manera de pasar del tono grandilocuente de un predicador a la conversación normal era realmente notable. Cuando uno pensaba que estaba chalado, se ponía a hablar como todo el mundo.

—¿Cuál es esa misión que Dios ha reservado para nosotros? —le preguntó Jackie.

—El Martillo de Dios ha caído para destruir un mundo maligno —dijo Armitage—. Un mundo de maldad. Dios nos dio esta Tierra y sus frutos, y nosotros la hemos llenado de corrupción. Dividimos a la humanidad en naciones, y dentro de las naciones dividimos a los hombres en ricos y pobres, negros y blancos, y creamos guetos para nuestros hermanos. «Y si un hombre tiene los bienes de este mundo y ve a su hermano en la miseria y no comparte con él lo que tiene, ese hombre no tiene vida». El Señor dio los bienes de este mundo y quienes los tenían no Le conocieron. Amontonaron ladrillo sobre ladrillo, construyeron sus lujosas casas y palacios, cubrieron la Tierra con los vómitos y los hedores de sus fábricas, ¡hasta que la misma Tierra fue un hedor en las narices de Dios!

—¡Amén! —gritó alguien.

—Y por eso su Martillo llegó para castigar a los malos —dijo Armitage—. Cayó y los malvados murieron.

—Nosotros no estamos muertos —objetó Alim Nassor.

—Y sin embargo erais malos —respondió Armitage—. ¡Pero todos lo fuimos, todos nosotros fuimos malos! El buen Dios Jehová nos tuvo en la palma de Su mano. Nos juzgó y nos halló en falta. Y, sin embargo, vivimos. ¿Por qué? ¿Por qué nos ha salvado?

Ahora Alim guardaba silencio. Quería reír, pero no podía. ¡Aquel viejo bastardo loco! Chalado, realmente ido, pero con todo...

—Nos ha salvado para que llevemos a cabo su obra —siguió diciendo Armitage—, para que la completemos. ¡Yo no lo comprendía! En mi orgullo creí que sabía. En mi orgullo creí que veía llegar el Día del Juicio en la mañana del Martillo. Y así era, pero no como yo creía. ¡La escritura dice que ningún hombre conoce el día y la hora del Juicio! Y sin embargo hemos sido juzgados. Pensé en esto después de que cayera el Martillo. Había esperado ver los ángeles del Señor venir a esta Tierra, ver al mismo Rey llegar envuelto en gloria. ¡Vano, vano orgullo! Pero ahora conozco la verdad. Me ha salvado, os ha salvado, para que cumplamos Su voluntad, para completar su obra, y sólo cuando esa obra se haya realizado vendrá El envuelto en gloria.

»¡Unios a mí! ¡Sed ángeles del Señor y haced su obra! Pues el orgullo del hombre no conoce fin. Incluso ahora, hermanos míos, incluso ahora hay quienes traerían de nuevo los males que el Señor Dios ha destruido. Hay quienes volverían a construir de nuevo esas fábricas apestosas, sí, quienes restaurarían Babilonia. ¡Pero no será así, pues el Señor tiene sus ángeles, y vosotros estaréis entre ellos! Unios a mí.

Alim sirvió whisky en el vaso de Hooker.

—¿Crees algo de esa cháchara? —le preguntó. Fuera de la tienda, Henry Armitage todavía estaba predicando.

—Desde luego, tiene buena voz —replicó Hooker—. Lleva dos horas así y todavía no para.

—¿Crees en lo que dice? —repitió Alim.

Hooker se encogió de hombros.

—Mira, si fuera un hombre religioso, lo que no soy, diría que habla con sentido. Conoce bien la Biblia que predica.

—Sí, eso creo.

Alim tomó un sorbo de whisky. ¡Angeles del Señor! ¡El no tenía nada de ángel, y lo sabía. Pero aquel viejo hijo de perra seguía hurgando en los recuerdos. Antiguos recuerdos de iglesias y sesiones para orar, frases que Alim escuchó de niño. Y aquello le molestaba. ¿Por qué diablos aún estaban vivos? Asomó la cabeza por la abertura de la tienda.

—Jackie —llamó.

—En seguida.

Jackie entró y tomó asiento.

Jackie era un buen tipo. No había tenido problemas con Chick en mucho tiempo. Conoció a una chica blanca, que pareció interesarse mucho por él, y ahora Jackie iba como una seda.

—¿Qué me dices del predicador? —le preguntó Alim.

Jackie meneó ambas manos.

—Lo que dice tiene más sentido de lo que crees.

—¿Cómo es eso? —preguntó Hooker.

—Bueno, en ciertos aspectos tiene razón —dijo Jackie—. Las ciudades, los ricos, la manera en que nos trataban. No dice nada que no dijeran los Panteras Negras. Y lo cierto es que ese Martillo no acabó con toda esa mierda. Tenemos la revolución a nuestro alcance, ¿y qué es lo que hacemos? Nos quedamos sentados sin hacer nada ni ir a ninguna parte.

—Vamos, vamos Jackie —dijo Alim—. ¿Te vas a dejar influir por ese blan... —esquivó la palabra antes de que el sargento Hooker pudiera reaccionar—, por ese predicador?

—Es blanco —dijo Jackie—. Y yo no sería el único. ¿Recuerdas a Jerry Owen?

Alim frunció el ceño antes de responder.

—Sí.

—Está ahí afuera, con los demás que acompañan al predicador.

—¿Te refieres a aquel tipo del Ejército de Liberación de Esclavos? —preguntó el sargento Hooker.

—No, no era el ELE —negó Jackie—, sino otro grupo.

—El Ejército de Liberación de la Nueva Hermandad —dijo Alim Nassor.

—Sí, eso es. —Hooker soltó un bufido de desprecio—. Se llamaba a sí mismo general.

No le gustaba la gente que se arrogaba títulos militares que no había ganado. El era el sargento Hooker, y había sido un sargento auténtico en un Ejército de verdad.

—¿Dónde diablos ha estado? —preguntó Alim—. El FBI y todos los cerdos de la bofia iban tras él.

Jackie se encogió de hombros.

—Estaba oculto no lejos de aquí, en un valle cerca de Porterville. Se ocultaba en una comuna de hippies.

—¿Y ahora está con el predicador? —preguntó Hooker—. ¿Cree en esas patrañas?

Jackie volvió a encogerse de hombros.

—El dice que sí. Desde luego, siempre estuvo metido en esas cosas del medio ambiente. Tal vez crea simplemente que ha encontrado algo bueno, porque el reverendo Henry Armitage tiene muchos seguidores que sí creen. Muchos seguidores. Además, es un hombre blanco y predica que el color de la piel no importa, cosa que también creen sus seguidores. Piensa en eso, sargento Hooker. Piensa bien en ello. No sé si Henry Armitage es el profeta de Dios o está loco de atar, pero deja que te diga una cosa: no va a haber muchos grupos sueltos por ahí que nos dejen ser sus líderes.

—Y Armitage...

—Dice que tú eres el jefe de los ángeles del Señor —dijo Jackie—. Dice que tus pecados te son perdonados, y también los de todos nosotros, hemos sido perdonados y tenemos que hacer la obra de Dios, capitaneados por ti, que eres el jefe de los ángeles.

El sargento Hooker les miró fijamente, preguntándose si estaban cayendo bajo el hechizo de un predicador altisonante y el predicar decía todo aquello en serio. Hooker nunca había sido supersticioso, pero sabía que el capitán Hora tomaba seriamente a los capellanes castrenses, al igual que algunos de los demás oficiales, a los que Hooker admiraba. Y además... Maldita sea, pensó Hooker, no sabemos adonde nos dirigimos, no sabemos qué deberíamos hacer, y me pregunto si hay alguna razón para hacer algo, si hay un motivo por el que seguir vivos.

Pensó en las personas a las que habían asesinado y comido, y que todo aquello debía tener algún fin. Tenía que haber una razón. Armitage dijo que había una razón, que todo estaba bien, todas las cosas que habían hecho para seguir con vida...

Aquello era atractivo. Pensar que todo ello tenía una finalidad.

—¿Y dice que yo soy el jefe de sus ángeles? —preguntó Hooker.

—Sí, sargento —replicó Jackie—. ¿No le has escuchado?

—La verdad es que no. —Hooker se levantó—. Pero puedes estar seguro de que ahora voy a escucharle.

SEXTA SEMANA: LA JUSTICIA SUPERIOR

Ninguna teoría escandalizará probablemente tanto a nuestros contemporáneos como esta: es imposible establecer un orden social justo.

Bertrand de Jouvenal, Soberanía


Alvin Hardy hizo una comprobación final. Todo estaba dispuesto. La biblioteca, la gran sala con las paredes forradas de libros donde el senador celebraba los juicios, había sido arreglada y cada cosa estaba en su sitio.

Jellison se hallaba en la sala de estar. No se encontraba bien. Al no sabía qué le ocurría a su jefe, pero parecía muy fatigado. Era cierto que trabajaba en exceso, como todo el mundo, pero el senador lo había hecho durante largas etapas en Washington y nunca tuvo tan mal aspecto.

—Todo está listo —anunció Hardy.

—Bien. Empieza —le ordenó Jellison.

Al salió de la casa. No llovía y brillaba la luz del sol. A veces el sol brillaba hasta dos horas al día. El aire estaba claro, y Hardy podía ver la nieve en las cimas de la Sierra Alta. Nieve en agosto. Ayer parecía mantenerse en el nivel de los mil ochocientos metros. Hoy, tras la tormenta de anoche, parecía más baja. La nieve avanzaba inexorablemente hacia la fortaleza.

Hardy pensó que se estaban preparando para hacerle frente. Desde el porche de la casa pudo ver una docena de invernaderos, estructuras de madera cubiertas con tela plastificada que habían encontrado en una ferretería, y cada invernadero bajo una tela de araña formada por cuerdas de nylon para impedir que el delgado plástico oscilara con el viento. No durarían más que una estación, pero aquella era la única estación que les preocupaba.

La zona que rodeaba la casa era como una colmena de actividad. Los hombres empujaban carretillas cargadas con estiércol y las volcaban en unos agujeros dentro de los invernaderos. Al pudrirse, el estiércol produciría calor, y esperaban que así los invernaderos se mantendrían calientes en invierno. La gente podría dormir en ellos, añadiendo su propio calor corporal al estiércol en putrefacción y la hierba cortada, todo cuanto pudiera mantener a las plantas en crecimiento lo bastante calientes. Hoy, bajo el brillante sol de agosto, aquellas precauciones parecían absurdas, pero ya se notaba una cierta frialdad en el aire, cuando bajaban las brisas de las montañas.

Gran parte de su esfuerzo sería en vano. En el valle no estaban acostumbrados a los huracanes y tornados, y por mucho que se esforzaran en colocar los invernaderos resguardados de los vientos pero de manera que recibieran la luz solar, no podrían evitar que a algunos de ellos se los llevara el viento. Hardy musitó que estaban haciendo lo que podían. Siempre había más quehacer, cosas en las que no habían pensado hasta que era demasiado tarde, pero sus esfuerzos deberían bastar. Por mucho que les costara, lograrían mantenerse con vida. «Eso en cuanto a las buenas noticias —se dijo Hardy—. Ahora veamos las malas.»

Un grupo de desharrapados estaba cerca del porche. Eran granjeros que querían solicitar algo, refugiados que habían logrado introducirse en la fortaleza y querían suplicar que les permitieran quedarse. Se las habían ingeniado para hablar con Al, Maureen o Charlotte para que les consiguieran una cita con el senador. Había otro grupo a bastante distancia de los solicitantes. Eran granjeros armados que custodiaban prisioneros. Hoy los presos eran sólo dos.

Al Hardy les hizo una señal a todos para que entrasen. Se sentaron en sillas bien separadas de la mesa del senador. Todos dejaron sus armas fuera de la estancia, excepto Al Hardy y los rancheros en los que éste confiaba. Al deseaba registrar a todo el que iba a ver al senador, y algún día lo haría. Pero por el momento causaría demasiados problemas. Dos hombres armados en los que Al confiaba plenamente permanecían en la habitación de al lado y vigilaban a través de pequeños agujeros ocultos entre los estantes de libros, con los rifles a punto. Al pensó que era una pérdida de trabajo y que parecía inútil, pero ¿a quién le importaba lo que pensaran los demás? Cualquiera en su sano juicio sabría que era importante proteger al senador.

Cuando todos estuvieron sentados, Al regresó a la sala de estar.

—Listo —dijo. Luego se dirigió rápidamente a la cocina.

Hoy estaba allí George Christopher en persona. Siempre asistía un miembro del clan Christopher. Los demás entraban y ocupaban el asiento reservado al representante de Christopher, y se ponían de pie cuando entraba el senador en la sala, pero no George. George entraba con el senador. No exactamente como un igual, pero no como alguien que se pondría en pie cuando el senador entrara...

Al Hardy no cambió ni una sola palabra con George. No tenía necesidad de hacerlo. Ahora el ritual estaba bien establecido. George siguió a Al hacia el salón, con su cuello bovino del color rojo vivo que sólo tienen los campesinos... Bueno, no tanto, admitió Al, pero debió haberlo sido. George se encontró con el senador y ambos caminaron juntos, detrás de Al. Todo el mundo se levantó. Al no tuvo que decir nada, lo cual le complació. Le gustaba que las cosas siguieran el rumbo que debían con precisión y suavidad, sin que pareciera que Al Hardy tenía que hacer nada.

Al se sentó ante su propio escritorio, cubierto de papeles. Frente a él había una silla vacía. Estaba reservada para el alcalde, pero éste ya nunca acudía. Al pensaba que se había cansado de la farsa, y no podía echárselo en cara. Al principio aquellos juicios se celebraban en el Ayuntamiento, lo cual daba credibilidad a la pretensión de que el alcalde y el jefe de policía eran importantes, pero ahora el senador había decidido no perder tiempo en trasladarse al pueblo...

—Pueden empezar —dijo Jellison.

La primera parte fue fácil. Al principio se otorgaban las recompensas. Dos chicos de Stretch Tallifsen habían ideado una nueva clase de ratonera, y atraparon tres docenas de pequeños merodeadores, así como una docena de ardillas listadas. Se daban premios semanales a los mejores cazadores de ratas: algunas de las últimas barras de caramelo del mundo.

Hardy miró sus papeles e hizo una mueca. El siguiente caso iba a ser más difícil.

—Peter Bonar. Acusado de acaparamiento —dijo Al.

Bonar se puso en pie. Tendría treinta años o un poco más. Llevaba una barba fina y rubia y tenía la mirada apagada, probablemente a causa del hambre.

—¿Acaparamiento, eh? —dijo el senador—. ¿Qué es lo que acapara?

—Toda clase de cosas, senador. Cuatrocientas libras de pienso para pollos. Setenta kilos de semillas de maíz. Pilas. Dos cajas de cartuchos de rifle y probablemente otras cosas que desconocemos.

Jellison parecía sombrío.

—¿Has hecho eso? —preguntó al acusado.

Este no respondió.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Jellison a Hardy.

—Sí, señor.

—¿Tienes algo que objetar? —Jellison miró fijamente a Bonar.

—¡No tenía derecho a venir a mi casa y registrarla! ¡No tenía orden judicial!

Jellison se echó a reír.

—Lo que me extraña es cómo diablos pudieron descubrirlo.

Al Hardy lo sabía. Tenía agentes en todas partes. Hardy dedicaba mucho tiempo a hablar con la gente, y no era difícil enterarse de cosas. Pescaba a alguien en una falta y no lo denunciaba, sino que le hacía vigilar, y pronto conseguía más información.

—¿Eso es todo lo que te preocupa? —preguntó Jellison—. ¿Cómo lo descubrimos?

—El pienso es mío —dijo Bonar—. Todo ese género es mío. Lo encontramos mi mujer y yo. Lo encontramos y lo trajimos en mi camión, ¿y qué derecho tiene usted sobre él? Es mi propiedad y estaba en mi tierra.

—¿Tenías pollos? —preguntó Jellison.

—Sí.

—¿Cuántos? —Bonar no respondió y Jellison miró a los demás presentes en la sala—. ¿Cuántos tenía?

—Unos pocos, señor —dijo uno de los asistentes. Era una mujer de cuarenta años que parecía tener sesenta—. Cuatro o cinco gallinas y un gallo.

—No necesitas tanto pienso para tan pocos pollos —dijo Jellison razonablemente.

—El pienso es mío —insistió Bonar.

—Y la semilla de maíz. Aquí hay gente que pasa hambre para ahorrar suficiente semilla y tener una cosecha el año próximo, y tú tienes ocultos setenta kilos. Eso es asesinato, Bonar. Asesinato.

—Eh...

—Ya conoces las reglas. Si encuentras algo, tienes que informar. Diablos, no vamos a quedarnos con todo. No vamos a coartar la iniciativa. Pero tienes que informar de inmediato para que podamos hacer nuestros planes.

—Y quedaros con la mitad o más.

—Claro. Bueno, no vale la pena seguir hablando —dijo Jellison—. ¿Alguien quiere defenderle? —Nadie respondió—. ¿Al?

Hardy se encogió de hombros.

—Tiene mujer y dos hijos, de once y trece años.

—Eso complica las cosas —dijo Jellison—. ¿Alguien quiere defender a su familia?... ¿No? —Ahora había un deje nervioso en su voz.

—Eh, usted no puede... ¡Betty no tiene nada que ver en esto!

—Sabía que tenías todo eso oculto —dijo Jellison.

—Bueno, los niños...

—Sí, los niños.

—Es el segundo delito, senador —dijo Hardy—. La última vez acaparó gasolina.

—Era mi gasolina y estaba en mi tierra.

—Hablas mucho —dijo Jellison—. Más de la cuenta. Acaparamiento. La última vez saliste bien librado. ¡Maldita sea, sólo hay una manera de convencer a la gente de que lo que digo lo digo en serio! George, ¿tienes algo que decir?

—No —respondió Christopher.

—La carretera —dijo Jellison—. Hoy a mediodía. Dejaré que Hardy decida lo que puedes llevarte. Peter Bonar, se te condena a ser abandonado en la carretera.

—¡No tiene ningún derecho a echarme de mi propia tierra! —gritó Bonar—. ¡Si me abandona, nosotros le abandonaremos! No necesitamos nada de usted...

—¡No digas sandeces! —gritó George Christopher—. ¡Ya has tenido nuestra ayuda! Comida, invernaderos, hasta te dimos gasolina mientras nos ocultabas cosas. ¡Gracias a esa gasolina pudiste traer en el camión lo que habías encontrado!

—Creo que el hermano Varley cuidará de los niños —dijo una de las mujeres—. Y de la señora Bonar también, si puede quedarse.

—¡Ella vendrá conmigo! —gritó Bonar—. ¡Y los niños también! ¡No tienen derechos a separarme de mis hijos!

Jellison suspiró. Bonar intentaba inspirar compasión, apostando a que no enviarían a su mujer y sus hijos a la carretera, y como no podían separar a los niños de Bonar... tampoco le enviarían a él. Jellison pensó que dejar a Bonar sin castigo sería como dejar una herida enconada dentro de la fortaleza. Los niños odiarían a todo el mundo. Y, además, la responsabilidad familiar era importante.

—Como quieras —dijo Jellison—. Deja que vayan con él, Al.

—¡Jesús, ten piedad! —gritó Bonar—. ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios!

—Arregla las cosas, Al —dijo Jellison con un gran cansancio en la voz—. Ya discutiremos quién puede establecerse en esa granja.

—Sí, señor.

Hardy se dijo que el jefe odiaba aquello, pero ¿qué podían hacer? No podían encarcelar a la gente. Ni siquiera podían alimentar a los que tenían.

—¡Podrido bastardo! —gritó Peter Bonar—. ¡Cerdo hijo de perra! ¡Te veré en el infierno!

—Lleváoslo —ordenó Al Hardy. Dos de los granjeros armados hicieron salir a Bonar a empujones. El granjero aún soltaba maldiciones cuando salió. Hardy creyó oír golpes cuando llegaron al vestíbulo. No estaba seguro, pero las maldiciones se detuvieron abruptamente—. Haré que se cumpla la sentencia, señor —dijo Hardy.

—Gracias. ¿El siguiente?

—La señora Darden. Ha llegado su hijo de Los Angeles y quiere quedarse.

El senador Jellison observó la dura línea en que se había convertido la boca de Christopher George. Permaneció sentado muy erguido en su sillón de alto respaldo, y externamente parecía concentrado. En realidad, se sentía cansado y derrotado, pero no podía abandonar. Tenía que mantenerse en su sitio hasta el próximo otoño. Entonces podría descansar. El próximo otoño habría una buena cosecha. Tendría que haberla. Un año más era todo lo que pedía. Un año más, Señor.

Al menos el siguiente caso fue sencillo. Una anciana sin nadie que cuidara de ella, y se había presentado un familiar. Su hijo era uno de ellos, y George no podía oponerse. Estaba en el reglamento.

Se preguntó si podrían alimentarle el próximo invierno.

El senador miró a la anciana. Supo que, ocurriera lo que le ocurriese a su hijo, no sobreviviría hasta la primavera, y Arthur Jellison la detestó por lo que habría comido antes de morir.

NOVENA SEMANA: EL ORGANIZADOR

Sin embargo, hay que señalar, que muchos de los que ahora deploran la opresión, la injusticia y la intrínseca fealdad de la vida en una técnicamente avanzada y superpoblada sociedad, llegarán a la conclusión de que las cosas eran antes mejores cuando ellos las consideraban malas; y descubrirán que carecer de las ventajas propias de un sistema desarrollado tales como teléfono, luz eléctrica, automóviles, correo, puede ser divertido durante unos días, pero no como modo de vida.

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura


Harvey Randall nunca había trabajado tan duramente en toda su vida. El campo estaba lleno de pedruscos y había que extraerlos. Algunos podían ser recogidos y trasladados por uno, dos o una docena de hombres. Otros era preciso volarlos y luego acarrear sus fragmentos para construir muros bajos de piedra.

Los diseños en cruz de los muros bajos en Nueva Inglaterra y la Europa meridional siempre le habían parecido elegantes y bellos. Hasta entonces Harvey Randall no se había percatado de cuánta miseria humana estaba representada en cada uno de aquellos muros. No se habían construido para que constituyeran un adorno, ni para marcar límites, ni siquiera para que el ganado y los cerdos estuvieran apartados de los campos. Estaban allí porque costaba demasiado trabajo sacarlas de los campos, y los campos necesitaban estar libres de piedras.

Tenían que arar la mayor parte de los pastos para sembrar en ellos. Sembrar lo que fuera: cebollas, cebada, granos silvestres que crecían en las cunetas de las carreteras, lo que fuera. Las semillas escaseaban, y había que tomar la decisión de plantar para recoger más tarde o comer de inmediato.

—Es como una maldita prisión —murmuró Mark.

Harvey descargó el mazo y partió una piedra limpiamente. Aquello le produjo una agradable sensación y casi olvidó los gruñidos de su estómago. El trabajo era pesado y no había mucho que comer. ¿Hasta cuándo resistirían? La gente del senador había calculado programas dietéticos, tantas calorías por tantas horas de duro trabajo, y según los libros, los habían calculado correctamente, pero el estómago de Harvey no parecía estar de acuerdo.

—Convertir los pedruscos en piedrecitas —dijo Mark—. Un trabajo brutal para un productor asociado.

Mark cogió un extremo del fragmento que habían arrancado de la roca mientras Harvey cogía el otro extremo. Juntos trabajaban bien, y no necesitaban hablar. Llevaron la piedra al muro. Harvey paseó su mirada de experto por el muro y señaló un lugar. La piedra encajó perfectamente en el sitio que había seleccionado. Fueron en busca de otro fragmento.

Permanecieron unos segundos ociosos y Harvey miró al otro lado del campo, donde una docena de hombres despedazaban rocas y las transportaban al muro bajo. La escena podría pertenecer a varios siglos antes.

—John Adams —dijo Harvey.

—¿Qué? —Mark hizo unos sonidos alentadores. Los relatos aligeraban el trabajo.

—Nuestro segundo presidente de Estados Unidos. —Harvey introdujo la cuña en una pequeña grieta de la roca—. Estuvo en Harvard. Su padre vendió un campo al que llamaban «Los acres pétros», para pagar la matrícula. Adams prefirió ser abogado que limpiar el campo de piedras.

—Fue un tipo listo —dijo Mark. Sostuvo la cuña en su sitio mientras Harvey alzaba el mazo—. Ahora no queda mucho de Harvard.

—No, no queda mucho.

Harvard había desaparecido, y Braintree, Massachusetts, y los Estados Unidos de América, junto con Inglaterra. ¿Aprenderían ahora historia los niños? Harvey pensó que tendrían que hacerlo. Un día reflexionarían en todo aquello, y llegaría un tiempo en que sería importante tener un rey o un presidente, y esta vez tendrían que hacer las cosas bien, de manera que pudieran largarse de este maldito planeta antes de que golpeara otro Martillo. Algún día podrían permitirse el estudio de la historia. Hasta entonces pensarían en Inglaterra de la misma manera que solían pensar en la Atlántida...

—Eh —dijo Mark—. Mira eso.

Harvey se volvió a tiempo de ver que Alice Cox hacía saltar el caballo que montaba por encima de un muro bajo. Avanzaba como si ella misma formara parte del caballo, y de nuevo le dio la impresión de un centauro. Harvey recordó la primera vez que estuvo en aquel rancho, en una época que parecía muy alejada en el tiempo, cuando estuvo en lo alto del risco y por la noche habló de imperios interestelares.

Sí, aquello fue mucho tiempo atrás, en otro mundo. Pero éste de ahora no era tan malo. Estaban limpiando los campos y controlaban sus límites. Allí nadie era violado o asesinado, y aunque no había tanto para comer como Harvey hubiera deseado, había lo suficiente. Romper rocas y levantar muros era un trabajo duro, pero honrado. No había interminables conferencias sobre asuntos sin importancia. No había frustraciones deliberadas, atascos de tráfico y periódicos llenos de relatos de crímenes. Este mundo nuevo y más simple tenía sus compensaciones.

Alice Cox se acercó a ellos al trote.

—El senador quiere verle en la casa, señor Randall.

—Muy bien. —Harvey, aliviado, llevó el mazo al muro y lo dejó allí para que algún otro lo utilizara. Miró el sol entornando los ojos para calcular cuánta luz solar tendrían aún y llamó a Mark—. Tú también puedes volver —le dijo—. Puedes pasar el resto del día en la cabaña.

—De acuerdo.

Mark agitó alegremente las manos y empezó a subir la colina hacia la casita donde vivían Harvey, los Hamner, Mark, Joanna y los cuatro miembros de la familia Wagoner. Eran demasiados para una casa tan pequeña y estaban construyendo habitaciones adicionales, pero era un refugio y tenían suficiente para comer. Bastante para sobrevivir.

Harvey se dirigió por el otro camino, colina abajo, hacia la casa de piedra del senador. También allí estaban construyendo nuevas piezas. En una de ellas Jellison guardaba el arsenal de la fortaleza: rifles de repuesto, cartuchos, dos piezas de artillería de campaña, para las que no tenían munición, y que habían pertenecido al centro de entrenamiento de la Guardia Nacional antes de que se inundara, equipo de recarga manual para recargar proyectiles de escopeta y cartuchos de rifle, botín conseguido en una armería de Porterville. Las matrices habían estado bajo el agua y se habían oxidado, pero todavía funcionaban. La pólvora y los detonadores habían sido guardados en botes que aún no estaban oxidados cuando los recobraron, aunque les faltaba poco.

En otro anexo se encontraba el cuñado del senador, con un telégrafo y una radio. El telégrafo sólo llegaba hasta el bloqueo de la carretera del condado, y la radio no emitía nada, pero confiaban en poder extender las líneas telegráficas. Además, así Jack Turner tenía algo que hacer. No valía para mucho más, y conocía el código Morse. Harvey pensó que también podría servir de mensajero. El único intento de Turner para supervisar un proyecto del rancho fue un desastre, y finalmente los hombres acudieron al senador exigiéndole que sustituyera a Turner...

Turner le saludó al verle pasar.

—¡Eh, Randall!

—Hola, Jack. ¿Qué hay de nuevo?

—Tenemos otro presidente. Un tal Héctor Shorey, de Colorado Springs. Ha proclamado la ley marcial.

Jack Turner parecía pensar que aquello era ridículo, lo mismo que Harvey.

—Siempre hay alguien que proclama la ley marcial —dijo Harvey.

—Littman no lo hizo.

—Sí, me gustó el emperador provisional Charles Avery Littman, aunque sacara la mayor parte de su material del «Circo volante de Monty Python». Los otros fueron demasiado serios.

—El grupo de Shorey parece bastante serio. He conseguido algunas buenas grabaciones a pesar de las interferencias.

—Sigue así, Jack, ánimo —dijo Harvey, y siguió su camino.

Pensó que ya habían tenido cuatro presidentes en la nueva era. Littman era sólo un operador de radio que estaba medio loco. Pero Colorado Springs... Eso estaba cerca de Denver, a dos kilómetros sobre el nivel del mar. Aquel tipo podría ir en serio.

La gran sala de estar estaba llena de gente. Aquella no era una reunión ordinaria. El senador estaba sentado cerca de la chimenea, en el gran sillón de cuero que a Harvey le recordaba un trono... y probablemente aquella era su finalidad. Maureen se sentaba a un lado y Al Hardy al otro, la heredera y el jefe del estado mayor.

Estaban presentes el alcalde Seltz y el jefe de policía, y también Steve Cox, capataz del rancho de Jellison y ahora responsable de casi todas las faenas agrícolas del valle. Una docena de personas habían acudido en representación de la gente del valle. Y, naturalmente, no faltaba George Christopher, solo en un rincón, y con un solo voto, aunque contaba tanto como todos los demás juntos, exceptuando a Maureen.

Harvey sonrió a Maureen. Ella le respondió con una rápida e impersonal sonrisa y un gesto de cabeza, y él apartó en seguida la mirada.

Pensó que ambos tenían dos caras. Maureen había ido a verle varias veces a la choza en lo alto de la colina, cuando Harvey tenía guardia nocturna. Ella le había recibido en otros momentos y lugares, pero siempre muy en privado. Siempre era lo mismo. Hablaban del futuro, pero nunca del futuro de ellos dos, porque ella no quería. Hacían el amor con ternura, como si tal vez nunca volvieran a verse. Hacían el amor, pero nunca se prometían nada. Ambos parecían darse fuerza mutuamente, pero nunca en público. Era como si Maureen tuviera un marido armado, celoso e invisible. En público, Maureen daba la impresión de que apenas conocía a Harvey. Pero tampoco trataba a George Christopher de manera diferente. Era un poco más amistosa con él, pero sin dejar de ser fría. El no era su marido invisible... ¿Quién lo sería? ¿Era distinta con George cuando estaban a solas? Harvey no lo sabía.

Estos pensamientos recorrieron su mente antes de que un antiguo reflejo los reprimiera. No tenía tiempo para ocuparse de ellos. Harvey Randall quería algo, y aquellos eran los hombres que podían negárselo. Era una situación familiar.

—Entre, Harvey. —El senador Jellison no había perdido la sonrisa con la que había ganado las elecciones—. Ya podemos empezar. Gracias a todos por haber venido. Me pareció que era aconsejable recibir una información de cómo están las cosas.

—¿Hay alguna razón para hacerlo ahora? —preguntó George Christopher.

La sonrisa de Jellison no se alteró.

—Sí, George. Hay varias razones. Hemos sabido por el telégrafo que Deke Wilson vendrá a visitarnos, y también traerá algunos visitantes.

—¿Hay noticias del exterior? —preguntó el alcalde Seltz.

—Algunas —dijo Jellison—. ¿Quieres empezar, Al, por favor?

Hardy sacó unos papeles de su portafolio y empezó a leer. Cuántos acres habían limpiado de piedras y cuánto trigo podrían plantar. Hizo un inventario del ganado, armas y equipo. La mayor parte de los presentes parecían aburridos antes de que Hardy terminara.

—La conclusión es que, con suerte, aguantaremos el invierno.

Aquello despertó el interés de los presentes.

—Habrá dificultades —les advirtió Hardy—. Pasaremos bastante hambre antes de la primavera. Pero tenemos una oportunidad. Incluso tenemos suministros médicos, aunque no suficientes, y la clínica del doctor Valdemar está en funcionamiento. —Hardy se detuvo un momento—. Ahora pasemos a las malas noticias. Los muchachos de Harvey Randall han estado inspeccionando las presas y centrales eléctricas de ahí arriba. No es posible hacerlas funcionar de nuevo. Ha desaparecido demasiado. Y no tenemos ni una cuarta parte de las cosas que piden los ingenieros. Pasará algún tiempo antes de que podamos reconstruir aquí gran parte de una civilización.

—Diablos, estamos civilizados —dijo el jefe de policía Hartman—. Casi no hay delitos y tenemos bastante que comer. Tenemos un médico y una clínica, y a la mayoría no nos faltan servicios higiénicos. ¿Qué más necesitamos?

—La electricidad no estaría mal —dijo Harvey Randall.

—Sí, pero podemos vivir sin ella —dijo el jefe de policía Hartman—. Podemos aguantar hasta la primavera.

Harvey le comprendía. El viaje hasta la fortaleza había sido terrible... ¡y ahora estaban hablando como si no fuera suficiente con vivir! Pensó que podían haberle impedido el paso, abandonarle en la carretera...

—Yo preferiría expresarlo de una manera más positiva —dijo el reverendo Varley—. Deberíamos cantar hosannas. —La expresión del sacerdote era sombría, en contraste con sus palabras—. Naturalmente, el coste ha sido elevado. Tal vez, señor jefe de policía, usted lo haya expresado correctamente, después de todo...

El senador Jellison se aclaró la garganta para reclamar atención. En la estancia se hizo el silencio.

—Tenemos algunas noticias más —dijo Jellison—. Hay un nuevo pretendiente al puesto de presidente de Estados Unidos. Héctor Shorey.

—¿Quién diablos es Héctor Shorey? —preguntó George Christopher.

—Presidente de la Cámara de Representantes. Recién seleccionado por la junta de dirigentes del partido. Ni siquiera recuerdo que la Cámara votara formalmente, pero con todo su pretensión es la más verosímil, y parece que el gobierno de Colorado Springs todavía está al frente del estado.

—Yo también podría hacer eso —dijo Christopher.

El senador se echó a reír.

—No, George. Tú no podrías. Yo sí.

—¿A quién le importa? —preguntó George Christopher en tono beligerante—. No pueden ayudarnos ni meternos en la cárcel. Tendrían que abrirse paso contendiendo con los demás gobiernos de Estados Unidos, y aun así no pueden llegar hasta nosotros. ¿Por qué damos importancia a lo que digan?

—Quisiera decir —intervino Al Hardy— que Colorado Springs probablemente dispone de los efectivos militares más numerosos que sobreviven en esta parte del mundo. Los cadetes de la Academia, el NORAD, o Defensa Aérea Norteamericana, cuyo mando está en Cheyenne Mountain y la base aérea de Ent. Y al menos un regimiento de tropas de montaña.

—Aun así no pueden llegar hasta nosotros —insistió Christopher—. Comprenda que no tengo nada en contra de que Estados Unidos funcione de nuevo, pero quiero saber el coste. ¿Nos pedirán que paguemos impuestos?

Jellison asintió.

—Buena pregunta. —Miró a su alrededor—. Pase lo que pase, puede esperar hasta la primavera, ¿verdad? Y entonces, una de dos, o bien estaremos a salvo o habremos muerto. Al dice que no estaremos muertos.

Hubo murmullos y gestos de asentimiento.

Jellison prosiguió:

—He pedido a Harvey que asistiera a esta reunión porque tiene una propuesta que hacer. Harvey ha pedido que hagamos otra expedición al exterior, para conseguir más equipo que necesitaremos en primavera. —Mostró un papel con la lista que habían preparado Harvey, Brad Wagoner y Tim Hamner—. La mayor parte de las cosas no serán necesarias antes de la primavera.

—Pero son perecederas, senador —dijo Harvey—. Herramientas eléctricas, transistores, componentes, motores eléctricos... muchas cosas que serían útiles aun cuando hayan estado sumergidas, ya no estarán en condiciones para la primavera.

—La última vez que salimos al exterior perdimos cuatro hombres —dijo George Christopher—. Es muy peligroso.

—Porque no llevamos bastantes hombres —replicó Harvey—. Tenemos que ir en un grupo compacto. Una gran columna no será atacada.

Harvey estaba orgulloso de su dominio. No creía que nadie pudiera adivinar por el tono de su voz cuánto le aterraba la idea de salir de aquel valle. Miró brevemente a Maureen. Ella lo sabía. No le miraba, pero lo sabía.

—Pero gastaremos mucha gasolina —adujo Al Hardy—, y además interrumpiremos los programas de trabajo. Y todavía puede ser preciso luchar.

—Bien, si llevamos bastantes hombres, las cosas no irán tan mal —dijo George Christopher—. Pero no pienso salir más con un par de camiones. Harvey tiene razón. Si vamos, iremos con mucha gente. Diez camiones y de cincuenta a cien hombres.

—Supongo que hemos de pensar bien estas cosas —dijo el reverendo Varley en tono melancólico y triste.

—Sí, señor. —Christopher estaba decidido—. Reverendo, yo deseo la paz tanto como usted, pero no sé cómo conseguirla. No se olvide de los vecinos de Deke, los que fueron devorados.

El reverendo Varley se estremeció.

—No lo he olvidado.

Hubo una pausa y Harvey aprovechó para intervenir.

—Tim ha estado trabajando con la guía telefónica y unos mapas. Ha localizado una tienda de material de inmersión. No estará a más de cuatro metros por debajo del agua. Podríamos bucear y rescatar los equipos de inmersión.

—¿Y qué vas a utilizar para cargar las botellas de aire? —preguntó Steve Cox.

—Podemos construir un compresor —dijo Harvey—. No es difícil diseñarlo.

—Puede que no sea difícil diseñarlo —dijo Joe Henderson—, pero sin electricidad va a ser difícil construirlo.

Henderson había sido el propietario de la gasolinera del pueblo, y ahora ayudaba a Ray Christopher en la herrería y taller mecánico.

—Dejadme que diga otras cosas que necesitamos —dijo Harvey—. Herramientas mecánicas, tornos, taladradoras, toda clase de herramientas, y las hemos localizado en su mayoría... en el mapa, claro. Y un día las vamos a necesitar.

Henderson sonrió melancólicamente.

—Desde luego, me irían bien unas cuantas herramientas —comentó.

—Cable de generador —prosiguió Harvey—. Cojinetes, piezas de repuesto para nuestros vehículos de transporte, cable eléctrico.

—Para —dijo Henderson—. Me rindo. Vayamos a por ello.

—Al —llamó Jellison—. ¿Podemos prescindir de cincuenta hombres durante una semana?

Al Hardy no pareció complacerle la pregunta.

—Eileen, ven un momento. —La interpelada salió de otra habitación—. Dame esas listas de operarios, por favor.

—En seguida.

Antes de retirarse, Eileen dedicó a Harvey una de sus espléndidas sonrisas. Eileen Hancock Hamner se había equivocado: incluso después de que cayera el cometa eran necesarios buenos administradores. A menudo Al Hardy le decía al senador que ella era la persona más útil de la fortaleza. Los hombres fuertes, granjeros, tiradores, hasta mecánicos e ingenieros no eran tan difíciles de encontrar, pero alguien que pudiera coordinar todo el esfuerzo valía su peso en oro.

O en pimienta negra. Hardy frunció el ceño. No le gustaba aquella expedición. Era un riesgo innecesario. Si Randall se salía con la suya... ¿Todavía perseguiría el furgón azul y los hombres que asesinaron a su mujer? Por lo menos no había dejado de hablar de ello...

—Mientras la chica busca eso —dijo el jefe de policía—, permitidme que diga algo. Podemos prescindir de cincuenta hombres durante una semana, si nadie viene a atacarnos mientras estén fuera. Cincuenta hombres con sus rifles son una parte considerable de nuestra fuerza, Senador. Quisiera estar seguro de que nadie nos va a atacar, antes de enviar fuera tantos hombres a la vez.

—Puedo ocuparme de eso —afirmó el alcalde Seltz—. Podemos enviar una patrulla a través del Mal Paso antes de salir, para ver si alguien se acerca por ahí.

—Harry volverá dentro de un par de días, cuando termine su recorrido —dijo el senador Jellison—. Y Deke no tardará en llegar. Averiguaremos cómo están las cosas en el exterior antes de tomar la decisión final. George, ¿no tienes nada que decir de todo esto?

Christopher meneó la cabeza.

—Me da igual una cosa que otra. Si las cosas no están muy mal ahí afuera, si no hay nadie esperando para lanzar un ataque y acabar con nosotros, iremos sin duda alguna.

George se quedó en silencio, contemplando la pared, y todos supieron lo que estaba pensando. George Christopher no quería saber cómo estaban las cosas en el exterior. Nadie quería saberlo. Conocer la existencia del caos, la muerte y el hambre a unos pocos kilómetros de distancia, mientras ellos estaban seguros en su valle, no haría más que dificultar las cosas.

Eileen regresó con unos papeles. Hardy los estudió durante un rato.

—Todo depende de lo que encontréis —dijo al fin—. Tenemos que limpiar más campos. Aún no tenemos bastante tierra preparada para plantar todas las semillas. Por otra parte, si podéis encontrar más materiales para construir con ellos invernaderos, no necesitaremos tanta tierra plantada para el invierno. Y lo mismo en cuanto al fertilizante y el pienso, si podéis conseguirlos. Luego está la cuestión de la gasolina...

Se trataba de gasolina y horas de trabajo a cambio de algo que sólo podía suponerse. Todos intercambiaron sus puntos de vista hasta que se impuso la voz del senador.

—Harvey, nos propones que corramos un riesgo. De acuerdo en que es un riesgo con una elevada recompensa y que no perdemos mucho, pero sigue siendo un riesgo... Y de momento no necesitamos correr riesgos para seguir con vida.

—Así es, más o menos —dijo Harvey—. Creo que vale la pena correr ese riesgo, pero no puedo garantizarlo. —Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Le gustaba aquella gente. Hasta George Christopher era un hombre sincero y era conveniente tenerle a favor si se presentaban problemas—. Mirad, si de mí dependiera, me quedaría aquí para siempre. No podéis imaginar lo bien que uno se siente al entrar en este valle, lo que es sentirse seguro después de lo que vi en Los Angeles. No quisiera abandonar este valle jamás. Pero tenemos que mirar adelante. Hardy dice que resistiremos el invierno, y si él lo dice, será cierto. Pero después del invierno vendrá la primavera, y después otro invierno, y pasarán los años. Tal vez vale la pena que hagamos ahora algún esfuerzo para que esos años futuros sean más fáciles.

—Desde luego —dijo el alcalde Seltz—, pero siempre que el coste sea tan elevado que ya no haya más años. —Se echó a reír—. Mire, estuve hablando con esa doctora, Ruth, y dice que es un «síndrome de supervivencia». Todo el mundo que ha sobrevivido a la caída del cometa ha sufrido un cambio. Algunos se han vuelto majaretas y la vida no vale nada para ellos, así que harán cualquier cosa. Pero a la mayoría les ocurre como a nosotros, somos tan cautelosos que nos ponemos en guardia ante nuestra sombra. Sé que soy así. No quiero correr ningún riesgo. Sin embargo, Harvey tiene razón en algo. Hay por ahí mucho material que podríamos utilizar. Tal vez incluso encontremos el camión...

—¡El camión azul de Harv! —exclamaron al menos cuatro hombres, y Hardy se sobresaltó.

Aunque Randall hubiera dejado de hablar sobre el dichoso furgón, los demás seguían haciéndolo. Pimienta negra, especias, tasajo, sopa enlatada, jamón, café, licores y hasta una perdiz en un peral... Todo cuanto uno podía soñar, y en abundancia. Herramientas mecánicas. ¡Ah! Si Hardy pudiera leer las mentes de cincuenta hombres dispuestos a partir en aquella absurda expedición, sabía lo que encontraría: cincuenta imágenes de un furgón azul.

En aquel momento, el senador Jellison dio por finalizada la reunión.

—Es evidente que no podemos tomar ninguna decisión hasta que Deke llegue aquí para decirnos cómo están las cosas. Esperémosle.

—Veré si la señora Cox ha preparado el té —dijo Al Hardy—. Harvey, ¿quieres ayudarme un momento, por favor?

—Claro.

Harvey fue a la cocina, donde Al Hardy le esperaba.

—La verdad es que la señora Cox ya sabe lo que debe hacer —dijo Hardy—. Quería hablar contigo. En la biblioteca, por favor.

Hardy se volvió y fue hacia la biblioteca. ¿Y ahora, qué?, se preguntó Harvey. Era evidente que a Hardy no le interesaba la expedición de rescate, pero ¿a qué venía aquello? Cuando Al Hardy le hizo pasar a la gran estancia y cerró la puerta, Harvey sintió un temor familiar.

A Al Hardy le gustaban las cosas claras.

Años atrás, Harvey entrevistó a un almirante, y le sorprendió la mesa de trabajo de aquel hombre, que era absolutamente simétrica; la carpeta cubierta de papel secante bien centrada, las bandejas idénticas para asuntos pendientes y ya solucionados, el tintero en el medio con una pluma a cada lado... Todo, excepto el lápiz que el almirante usaba para acompañar sus gestos. Harvey miró todo aquello y entonces dirigió el objetivo de la cámara al centro del escritorio, y puso el lápiz frente al hombre, alineado con su aguja de corbata.

¡Y al almirante le encantó!

—Siéntate, por favor —dijo Hardy. Abrió un cajón de la gran mesa del senador y sacó una botella de whisky—. ¿Quieres un trago?

—Gracias.

Ahora la preocupación de Harvey era definitiva. Al Hardy tenía casi tanto poder como el senador. Era él quien ejecutaba las órdenes de Jellison. Coincidía exactamente con los ejecutivos de la emisora de televisión que ordenaban a Randall lo que debía hacer, y que hubieran encontrado su trabajo mucho más fácil si todos los hombres no hubieran sido creados sólo iguales, sino idénticos.

¿Se trataría de un problema con Mark? Si era así, ¿podría Harvey salvarle de nuevo? Mark había estado a punto de que le echaran de la fortaleza. A Hardy no le había gustado el cartel de Mark que anunciaba la fortaleza como «Factoría y Gobierno Provisional del Senador Jellison». Y a George Christopher tampoco le había gustado. A ninguno de los dos les importó la pintura gastada y le retiraron el cartel.

Quizá no se trataba de Mark. Si Al Hardy había decidido que Harvey Randall estaba obstaculizando sus planes bien trazados... La fortaleza no podría sobrevivir sin la manía organizadora de Hardy. La carretera estaba siempre allí, y nadie lo olvidaba jamás. Harvey se agitó, incómodo, en el duro sillón.

Al Hardy estaba sentado frente a él. No había querido utilizar el sillón detrás de la mesa del senador. Nadie excepto el senador se sentaría jamás allí mientras Al Hardy pudiera decidirlo. Señaló la mesa cubierta de papeles. Mapas, con líneas a lápiz que indicaban la línea costera actual del valle San Joaquín convertido en mar; asignaciones de trabajo; inventarios de alimentos y equipo, todo lo que pudieron localizar, y otra lista de artículos necesarios de los que carecían; programas de plantación; detalles de trabajo, todo el papeleo necesario para la labor de mantener a tanta gente con vida en un mundo que de súbito se había vuelto hostil.

—¿Crees que todo eso sirve de algo? —le preguntó Al.

—Vale mucho —respondió Harvey—. Es la organización, lo que nos mantiene vivos.

—Me alegro de que lo creas así. —Hardy alzó su vaso—. ¿Por quién quieres brindar?

Harvey señaló el sillón vacío detrás del escritorio.

—Por el duque de Silver Valley.

Al Hardy asintió.

—Brindaré por él. Salud.

—Salud.

—Sí, es un duque —dijo Hardy—. Con su justicia superior, media e inferior.

El nudo de temor en el estómago de Harvey empezó a crecer.

—Dime, Harvey, si él muriese mañana, ¿qué sería de nosotros? —preguntó Hardy.

—Dios mío, no quiero ni pensar en ello. —La pregunta había sobresaltado a Harvey—. Pero no es muy probable que ocurra...

—Es muy probable —dijo Hardy—. Naturalmente, te estoy diciendo un secreto. Si lo dices, o le haces saber que te lo he dicho, no será muy agradable.

—¿Entonces por qué me lo dices? ¿Y qué le pasa?

—Está mal del corazón —explicó Al—. En el hospital de Bethesda le dijeron que se tomara las cosas con calma. Iba a retirarse después de esta legislatura, si hubiera vivido tanto.

—¿Tan mal está?

—Bastante mal. Podría durar dos años o morir en una hora. Es más probable un año que una hora, pero ambas cosas son posibles.

—Dios mío... Pero, ¿por qué me lo dices?

Hardy no respondió directamente.

—Tú mismo has dicho que la organización es la clave de la supervivencia. Sin el senador, no habría organización. ¿Se te ocurre alguien que pueda gobernar aquí si él muere mañana?

—No, ahora no...

—¿Qué hay de Colorado? —preguntó Hardy.

Harvey se echó a reír.

—Ya has oído a los otros. Colorado no puede mantenernos con vida. Pero sé quién podría suceder al senador.

—¿Quién?

—Tú.

Hardy meneó la cabeza.

—No saldría bien, por dos razones. En primer lugar, no soy de la región. No me conocen, y aceptan mis órdenes sólo porque son las órdenes del senador. De acuerdo, eso podría arreglarse con el tiempo. Pero hay una razón mejor, y es que no soy el hombre adecuado.

—Pareces hacerlo todo bien.

—No. Yo quería su escaño en el senado, y él lo hubiera arreglado cuando se retirase. Creo que habría sido un buen senador, pero no un buen presidente. Harvey, hace un par de semanas tuve que ir a casa de Bonar y desahuciar a su mujer y los dos niños. Lloraron, gritaron y me dijeron que les estaba matando, y tenían razón, pero lo hice. ¿Fue correcto lo que hice? No lo sé y, sin embargo, lo sé. Lo sé porque él lo ordenó, y lo que él ordena está bien.

—Esa es una extraña...

—Deficiencia de carácter —dijo Hardy—. Podría hablarte de mi infancia en un orfelinato católico, pero no creo que te interese la historia de mi vida. Créeme. Doy lo mejor de mí mismo cuando tengo alguien en quien apoyarme, alguien que sea la autoridad final. El viejo lo sabe. No hay la menor oportunidad de que me designe como su sucesor.

—¿Qué harás entonces cuando...?

—Seré el jefe de estado mayor de alguien a quien el senador Jellison designe, quienquiera que sea. Si no ha designado a nadie, lo seré de quien yo considere capaz de realizar su trabajo. Este valle es la obra de su vida, ¿sabes? Nos ha salvado a todos. Sin él, todos estaríamos en las mismas condiciones que los de ahí afuera.

Harvey asintió.

—Espero que tengas razón. —Pensó que le gustaba estar allí a salvo, y cuánto apreciaba la seguridad—. ¿Qué tiene todo esto que ver conmigo?

—Lo estás estropeando todo —dijo Hardy—. Ya sabes cómo.

Harvey Randall apretó los dientes.

—Si muere mañana... —siguió diciendo Hardy—, la única persona que podría sucederle es George Christopher. No, te lo diré antes de que lo preguntes. No me gustará ser su segundo de a bordo, pero lo haré, porque nadie más podría organizar este valle. Y haré que todo el mundo sepa que George es el heredero elegido por el senador. No habrá más de un día de diferencia entre la boda y el funeral.

—¡Ella no se casaría con George Christopher!

—Sí que lo hará. Si ello significa la diferencia entre el éxito y la ruina de todo lo que el senador ha intentado construir, lo hará.

—¿Quieres decir que quien se case con Maureen acabará siendo el dueño de la fortaleza...?

—No —negó Hardy, moviendo la cabeza tristemente—. Todo el mundo no. Tú no podrías, por ejemplo. No eres de aquí. Nadie aceptaría órdenes de ti. Bueno, algunos sí que lo harían, si fueras el heredero del senador, pero no bastantes. —Al se detuvo un momento—. Yo tampoco podría.

Harvey se volvió para mirar fijamente al hombre más joven.

—Estás enamorado de ella —musitó.

Hardy se encogió de hombros.

—La estimo lo suficiente para no querer matarla. Y eso es lo que haría si me casara con ella. Cualquier cosa que desorganice este valle, que lo divida en facciones, nos matará a todos. Será un empujón para el primer grupo que quiera conquistarnos... y no olvides, Harvey, que en el exterior hay enemigos. Peores de lo que crees.

—¿Has oído algo que no se haya dicho en la reunión?

—Deke te lo dirá cuando llegue —dijo Al. Cogió la botella y sirvió más whisky en los vasos—. Aléjate de ella, Harvey. Sé que está sola y lo que sientes por ella, pero aléjate. Todo lo que puedes hacer es matarla y arruinar todo lo que su padre ha construido.

—Maldita sea, yo...

—No sirve de nada que me grites o te enfades conmigo —dijo Hardy en tono calmo y decidido—. Sabes que tengo razón. Ella debe casarse con el nuevo duque, quienquiera que sea. De otra manera, Jack Turner intentará hacer valer sus derechos, y tendré que matarle. De lo contrario habrá facciones que intentarán hacerse con el poder porque creerán que tienen tanto derecho como el que más. La única posibilidad de una transferencia apacible del poder es apelar a la lealtad y a la memoria del senador, y Maureen puede hacer eso. Nadie más. Pero no puede controlar a todo el mundo. Juntos. Maureen y George podrán hacerlo.

Finalmente, la calma glacial de Hardy se resquebrajó un poco. Le tembló la mano.

—¿Acaso crees que le facilitas las cosas? Ella sabe lo que debe hacer. ¿Por qué crees que te verá en secreto, pero no se casará contigo? —Hardy se levantó—. Ya hemos hablado bastante rato. Debemos reunimos con los otros.

Harvey apuró su vaso, pero no se levantó todavía.

—He intentado ser amistoso —dijo Hardy—. El senador te tiene en alta estima. Le gusta el trabajo que has hecho y le gustan tus ideas. Creo que si pudiera elegir libremente tal vez... Eso no importa. No puede elegir libremente, y ahora te lo he dicho.

Hardy salió antes de que Randall pudiera decir nada.

Harvey se quedó sentado, mirando el vaso vacío. Al fin se levantó y lo arrojó contra la alfombra.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Maldito seas!

Cuando se levantó la sesión, Maureen salió de la casa. Había una fina niebla, tan fina que apenas se percató de ella. A nadie le molestaba la niebla. Había una buena visibilidad en varios kilómetros, y podía ver la nieve en la Sierra Alta y más abajo. Hacia el sur, había nieve en Cow Mountain, y su altura no llegaba a los mil quinientos metros. Pronto habría nieve en el valle.

El viento fresco la hizo estremecerse levemente, pero no tenía ganas de regresar a la casa y abrigarse más. Si entraba, tendría que ver a Harvey Randall de nuevo y apartar la mirada. No quería ver o hablar con nadie, pero sonrió complacida cuando vio a Alice Cox a caballo. Luego notó, más que oyó, que alguien se acercaba por detrás de ella. Se volvió lentamente, temerosa de quién podría ser.

—Hace frío —le dijo el reverendo Varley—. Debería ponerse una chaqueta.

—Estoy bien. —Dio unos pasos, alejándose de él, y volvió a ver la Sierra. El hijo de Harvey estaría en aquellas montañas. Unos viajeros dijeron que los niños exploradores se desenvolvían bien allí. Se volvió de nuevo al reverendo—. Me han dicho que se puede confiar en usted.

—Así lo espero. —Como ella no dijo nada más, añadió—: Escuchar los problemas de la gente es mi principal ocupación aquí.

—Creía que su principal ocupación era rezar —dijo ella cínicamente, sin saber por qué quería herir a aquel hombre.

—Lo hago, pero eso no es una ocupación.

—No, claro.

Tom Varley era un hombre robusto y parecía mejor alimentado de lo que estaba en realidad. Mucha gente del valle le daba parte de sus propias raciones, las cuales él distribuía. Nunca decía cómo. George pensaba que daba de comer a gente de afuera, pero George no diría ni una palabra a Tom Varley. Le tenía miedo. Los sacerdotes y los magos son temidos en las sociedades primitivas.

—Ojalá éste hubiera sido realmente el Día del Juicio —dijo ella abruptamente.

—¿Por qué?

—Porque entonces tendría algún sentido. Nada de todo esto tiene sentido. Y no me hable de la voluntad de Dios y sus inescrutables razones.

—No lo haré si usted dice que no quiere oírlo, pero ¿está segura?

—Sí. Ya intenté eso y no funcionó. ¡No puedo creer en un Dios que hizo esto! Y no hay ninguna finalidad, ninguna razón para nada. —Señaló la nieve en las montañas—. Pronto vendrá el invierno y tendremos que resistir, los que podamos. Y luego vendrá otro, y otro. ¿Por qué molestarse?

No podía mirar al sacerdote, cuyos ojos de perro pastor traslucían preocupación y simpatía, y ella supo que eso era lo que había querido de él, pero ahora era insoportable. Se volvió y caminó rápidamente.

El la siguió.

—Maureen. —Ella continuó andando hacia el camino de la casa, pero el hombre se puso a su lado—. Por favor.

—¿Qué quiere? —dijo ella, mirándole—. ¿Qué puede decir? ¿Qué puedo decir yo? Todo es verdad.

—La mayoría de nosotros queremos vivir —dijo él.

—Sí. Me gustaría saber por qué.

—Usted lo sabe. También usted quiere vivir.

—No de esta manera.

—Las cosas no están tan mal...

—Usted no comprende. Creí que había encontrado algo. La vida consiste en hacer el trabajo de uno. Podía creer en eso, de veras. Pero no tengo un trabajo. Soy total y absolutamente inútil.

—Eso no es cierto.

—Es verdad. Siempre lo ha sido. Incluso antes... Antes. Simplemente existía. A veces podía ser feliz formando parte de la vida de otra persona. Podía engañarme a mí misma, pero eso tampoco servía de nada. Iba a la deriva, y no le veía a eso mucho sentido, pero tampoco estaba tan mal. Por lo menos entonces. Pero llegó el Martillo y acabó incluso con eso. Acabó con todo.

—Pero usted es necesaria aquí —dijo Varley—. Muchas de estas personas dependen de usted. La necesitan...

Ella se echó a reír.

—¿Para qué? Al Hardy y Eileen hacen el trabajo. Papá toma las decisiones. ¿Y Maureen? —Rió de nuevo—. Maureen hace a la gente desgraciada, Maureen tiene accesos de negra depresión que se extienden como la peste. Maureen se desliza furtivamente para ver a su amante y luego destruye al pobre hijo de perra al no hablarle en público porque teme que le maten, pero Maureen ni siquiera tiene redaños para dejar de hacer el amor. ¿Qué es peor que ser inútil?

Su lenguaje no produjo ninguna reacción en el sacerdote, y se avergonzó por tratar de... ¿de qué? No importaba.

—¿Ve como es verdad que se preocupa por algo? —dijo Varley—. Ese amante. Es alguien cuya vida usted quiere compartir.

La sonrisa de Maureen era amarga.

—¿No lo comprende? ¡No lo sé! Y temo averiguarlo. Quiero amar, pero no creo que pueda hacerlo, y temo incluso que sea ya imposible. Y no puedo descubrirlo porque mi trabajo consiste en ser la princesa coronada. Quizá debería casarme con George y terminar con esto.

Esta vez el sacerdote reaccionó. Pareció sorprendido.

—¿George Christopher es su amante?

—¡Dios mío, no! El es el que mataría...

—Lo dudo. George es un buen hombre.

—Desearía... Me gustaría estar segura de eso. Entonces podría averiguarlo. Podría averiguar si todavía puedo amar a alguien. Y quiero saberlo, quiero saber si el Martillo también destruyó eso. Lo siento. No debí haberle dicho todo esto. Usted no puede hacer nada.

—Puedo escuchar. Y puedo decirle que veo una finalidad en la vida. Este vasto universo no fue creado por nada. Y fue creado. No surgió por casualidad.

—¿Surgió el Martillo por casualidad?

—No lo creo.

—¿Entonces, por qué?

Varley meneó la cabeza.

—No lo sé. Quizá para conmocionar suficientemente a la clase alta de Washington y hacerle reconsiderar su vida. Tal vez sólo por eso. Por usted.

—Eso es absurdo. No puede creerlo.

—Creo que tiene un fin, pero ese fin será distinto para cada uno de nosotros.

—Será mejor que entremos. Tengo frío.

Maureen se volvió y se alejó rápidamente del sacerdote, en dirección a la casa de piedra. Pensó que aquella noche vería a Harvey, y se lo diría. Todo. Tenía que hacerlo. No podía soportar más aquella situación.

FINAL DEL VIAJE

En la inminente edad oscura, la gente sufrirá penalidades, y durante la mayor parte de su tiempo trabajará para satisfacer necesidades primarias. Unos pocos ostentarán posiciones de privilegio, y su trabajo no consistirá en... cultivar la tierra o construir refugios con sus propias manos, sino en una serie de tretas e intrigas, más sombrías y violentas que cualquiera de las que hoy conocemos, a fin de mantener sus privilegios personales...

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura


Sonó la alarma del cronómetro de cocina que utilizaba Tim Hamner. Este dejó el libro que estaba leyendo y tomó los prismáticos. Disponía de dos juegos de prismáticos en la cabaña donde montaba guardia. Los que acababa de coger tenían lentes potentes, para la luz del día; los otros eran mucho más grandes y no aumentaban tanto, pero recogían mucha luz y eran ideales para la observación nocturna. Hubieran sido unos lentes perfectos para observaciones astronómicas, pero ahora el cielo estaba siempre cubierto de nubes y Tim casi nunca veía las estrellas.

La cabaña había sido muy mejorada. Ahora disponía de aislamiento y la estructura de madera se encontraba reforzada. Incluso disponía de calefacción. Contenía una cama, una silla, una mesa y algunas estanterías para libros. En el dorso de la puerta había un sujetador de rifles. Tim se puso al hombro el Winchester, antes de salir, y por un breve instante le divirtió un pensamiento: ¡El, Tim Hamner, astrónomo aficionado y playboy, armado hasta los dientes para ir en busca de los malvados!

Trepó al risco, junto al cual crecía un árbol. Desde cualquier distancia, Tim sería invisible entre la frondosidad de sus ramas. Apoyado en el tronco, inició su minuciosa exploración del terreno de abajo.

Malpaso no salía en los mapas. Era el nombre dado por Harvey Randall al punto más bajo entre las colinas que rodeaban a la fortaleza. Malpaso era la ruta más probable que seguiría cualquiera que tuviera la intención de entrar a pie en terrenos del rancho, y Tim lo exploró primero. Sólo un cuarto de hora antes había mirado al mismo lugar. El cronómetro sonaba a intervalos de quince minutos, de acuerdo con la teoría de que nadie, a pie o a caballo, podía rebasar el paso y perderse de vista en menos de un cuarto de hora.

No había nadie allí, como ocurría siempre en los últimos días. En las primeras semanas, algunas personas a pie habían tratado de penetrar por allí, pero fueron descubiertas y Tim tocó la corneta, dando la alarma. Cuando lo hacía, los guardias a caballo iban al encuentro de los intrusos y los desalojaban. Ahora el paso estaba siempre solitario, pero aun así era preciso vigilarlo.

Tim divisó dos ciervos y un coyote, cinco liebres y muchos pájaros. Una buena provisión de carne, si fuera posible dedicar algunos hombres a la caza. No había nada más en el paso. Miró a su alrededor con los prismáticos, sobre las cumbres y a lo largo de las colinas. No era muy distinto que buscar cometas. Uno recuerda el aspecto que deben tener las cosas, y busca algo diferente. Ahora Tim conocía todas las rocas de las colinas. Había una que tenía la forma de una estatua en miniatura de la isla de Pascua, y otra con el aspecto de un Cadillac. No había nada en las colinas que no perteneciera allí.

Se volvió y miró hacia el valle situado atrás. Sonrió otra vez por su buena suerte: era mejor ser un vigía en lo alto de una colina que estar abajo rompiendo piedras.

—Espero que los guardianes de San Quintín piensen también lo mismo —dijo en voz alta. Últimamente había adquirido la costumbre de hablar en voz alta consigo mismo.

La fortaleza tenía buen aspecto: sólida, segura, con invernaderos y rebaños que pacían. Habría bastante alimento.

—Soy un afortunado hijo de perra.

Tim pensó, como hacía a menudo, que era más afortunado de lo que se merecía. Tenía a Eileen y no le faltaban amigos. Tenía un lugar seguro donde dormir y bastante comida. Tenía trabajo, aunque su primer proyecto, la reconstrucción de las presas por encima de la fortaleza, no había salido bien... y no por culpa suya. El y Brad Wagoner habían ideado nuevos sistemas de generar electricidad, suponiendo siempre que podrían salir al exterior y encontrar el cable, los cojinetes, las herramientas y el equipo necesario.

Sin olvidar los libros. Tim tenía una lista con todos los libros que deseaba. La mayor parte de ellos ya los había poseído, hacía tanto tiempo que ya casi no lo recordaba, una época en la que todo lo que tenía que hacer cuando quería algo era hacérselo saber a alguien y dejar que el dinero hiciera el resto. Cuando pensaba en los libros y lo fácil que le había sido conseguirlos, a veces sus pensamientos iban más allá y se detenían en las toallas calientes, la sauna, la piscina, la ginebra Tanqueray, el café irlandés y ropas limpias a su disposición en todo momento... Pero era duro recordar aquellos tiempos. Tiempos anteriores a su encuentro con Eileen, y ella valía mucho. Si hubiera sido necesario el fin del mundo para que se conocieran, entonces tal vez valdría la pena.

Tim sólo se ponía triste cuando pensaba en el exterior, al recordar el niño muerto que arrojaron por la ventanilla, la policía y las enfermeras que trabajaban entre las ruinas del hospital de Burbank. Aquellos recuerdos de cuando avanzaron entre gente irremisiblemente condenada surgían a veces para obsesionarle, y no podía evitar el preguntarse por qué había sobrevivido, más aún, por qué había vivido hasta encontrar seguridad y mucha más felicidad de la que jamás había esperado...

Un movimiento le llamó la atención. Un camión subía por la carretera. Estaba lleno de hombres, y Tim casi bajó de un salto a la cabaña para dar la alarma. El aire estaba limpio, sin relámpagos, excepto en las cumbres de la Sierra Alta. La pequeña radio funcionaba, pero no debía usarse más de lo necesario, pues era muy duro arrastrar las baterías arriba y abajo de la colina, y se necesitaba una gasolina preciosa para recargarlas. Tim dejó que pasara el impulso. El camión estaba aún a bastante distancia. Tenía tiempo para examinarlo con los prismáticos.

No dudó de que se trataba del camión de Deke Wilson, pero de todos modos lo enfocó. Un solo camión podía transportar un considerable armamento, y un solo error de apreciación podía costar docenas de vidas y la condena del pobre centinela a ser arrojado a la carretera, no sin antes haberle capado.

Sí, parecía el camión de Deke, más cargado que de ordinario. Iba lleno de hombres de pie, y entre ellos había una mujer...

Cuatro de ellos destacaban en especial. Uno era una mujer, otro un negro y otros dos blancos. Pero los cuatro parecían agruparse como si... como si les disgustara mezclarse con los mortales que les rodeaban. No, no parecían mortales. Tim cambió los codos de sitio y estudió las caras vagamente familiares a través de los prismáticos...

Pero el camión se acercaba demasiado. Tim corrió a la cabaña. Cogió el micrófono y, de pronto, recordó.

—¿Qué ocurre? —le preguntaron a través del receptor.

—Deke Wilson está aquí —dijo Tim—. Llegará dentro de tres minutos. ¡Y viene con los astronautas! ¡Los astronautas del laboratorio espacial! ¡Los cuatro! Es increíble, Chet. Parecen dioses. Parece como si no hubieran pasado por el fin del mundo.

Rick Delanty se fijó en los rostros, docenas de ellos todos blancos, todos mirando a los recién llegados de pie en el camión. Hablaban a la vez, y Rick sólo captaba retazos de conversación, menciones a los rusos y los astronautas. Cuando bajó del camión, aquellos hombres se apiñaron a su alrededor, retrocediendo un poco para no empujar a los hombres del espacio, sonriéndoles. Hombres y mujeres, y no tenían aspecto de pasar hambre. Sus ojos no tenían la mirada inquieta de los hombres de Deke Wilson. Sin duda sólo habían presenciado parte del infierno.

Eran en su mayoría de edad mediana, y sus ropas mostraban signos de duro trabajo y escaso lavado. Los hombres tendían a ser robustos y las mujeres normales, ¿o acaso se debían a que vestían ropas de trabajo? En la granja de Deke Wilson las mujeres iban vestidas de hombre y trabajaban como ellos. Aquí había una diferencia. En este valle las mujeres eran diferentes de los hombres. Cierto que las cosas eran distintas a lo que habían sido antes de la caída del cometa, y si Rick no hubiera pasado varias semanas con Deke Wilson, habría podido reflexionar en los cambios producidos desde entonces. Ahora reparó en las similitudes. Aquel valle era tan distinto del campamento fortificado de Wilson como...

Rick no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Hubo presentaciones y les condujeron al gran porche de la casa de piedra. Rick hubiera sabido quién estaba al frente del rancho aun cuando no hubiese reconocido al senador Jellison. Este no era tan robusto como los hombres grandes y fornidos, pero todo el mundo le abrió paso y aguardaron a que él hablara. Su sonrisa hizo que todos se sintieran bien recibidos, incluso Pieter y Leonilla, que habían temido aquel encuentro.

Se aproximaba más gente. Unos bajaban de los campos y otros subían por el camino. La noticia debía haberse extendido con rapidez. Rick buscó a Johnny Baker y le vio, pero Baker permanecía ajeno a Rick Delanty o cualquier otro. Estaba frente a una muchacha esbelta y alta, pelirroja, que llevaba una camisa de franela y pantalones de trabajo. El le había cogido ambas manos y se devoraban mutuamente con la mirada.

—Estaba seguro de que habías muerto —le dijo Baker—. Yo no... no le pregunté siquiera a Deke. Temía hacerlo. Me alegro de que estés viva.

—También yo me alegro de que vivas —respondió ella.

Rick se dijo que aquello era curioso: por la expresión dolorida de sus rostros, se hubiera dicho que cada uno asistía al funeral del otro. Era evidente, tanto para Rick como para los demás, que habían sido amantes.

¡Y a algunos de los hombres aquello no les gustaba en absoluto! Iba a haber problemas... Pero Rick, una vez más, no tuvo tiempo de pensar en ello. La multitud presionaba, todos hablaban a la vez. Uno de los hombres fornidos dejó de mirar a Johnny y a aquella mujer y se dirigió a Rick:

—¿Estamos en guerra con los rusos? —le preguntó.

—No —replicó Rick—. Lo que queda de Rusia y lo que queda de Estados Unidos son aliados... contra China. Pero podéis olvidaros de todo eso. Hace mucho que la guerra terminó. Entre el cometa, los misiles soviéticos y tal vez, creo, algunos de los nuestros, no quedará nada de China que pueda presentar batalla.

—Aliados... —El hombre fornido parecía perplejo—. Está bien, supongo.

Rick le sonrió.

—La verdad es que si alguna vez podemos llegar a Rusia, no encontraremos nada más que glaciares. Pero si llegamos a China encontraremos rusos, y ellos recordarán que somos aliados. ¿Comprendes?

El hombre frunció el ceño y se alejó, exactamente como si Rick le hubiera tomado el pelo.

Rick Delanty volvió a la antigua rutina. Estaba acostumbrado a hablar en reuniones, con palabras simples que evocaban imagines vividas, explicando sin condescender. Las preguntas eran muchas. Querían saber qué se sentía en el espacio, cuánto tiempo se tardaba en acostumbrarse a la caída libre. A Rick le sorprendió constatar que muchos habían visto sus emisiones de televisión desde el laboratorio espacial y recordaban sus maniobras en un medio ingrávido. ¿Cómo se movían, comían y bebían? ¿Cómo arreglaban los desperfectos por el impacto de un meteoro? ¿Aquella radiante luz solar no era fatal para la vista? ¿Llevaban continuamente gafas de sol?

Aprendió sus nombres. La muchachita era Alice Cox, la mujer con la bandeja de café caliente —¡café auténtico!— era su madre, los hombres fornidos de aspecto desafiante eran los hermanos Christopher, y también el que había preguntado sobre la guerra era un Christopher, pero éste había pasado dentro junto con Deke Wilson y Johnny Baker, dejando a la señora Cox la tarea de anfitriona. Había un hombre al que presentaron como el «alcalde» y otro al que llamaban «jefe de policía», pero a pesar de tales títulos había allí algo sutil que Rick no comprendía, porque los Christopher, sin título alguno, parecen tener una posición superior. Todos los hombres eran fornidos y estaban armados. ¿Acaso se había acostumbrado demasiado al aspecto de extenuación que tenían los hombres de Deke Wilson?

—Dice el senador que podemos ahorrar luz —anunció la señora Cox tras una de sus idas al interior—. Podéis hablar con los astronautas cuando esté demasiado oscuro para trabajar. Y tal vez tendremos una fiesta el domingo.

Hubo murmullos de aceptación y saludos de despedida, y el grupo se dispersó. La señora Cox hizo pasar a los astronautas a la sala de estar y sirvió más café. Era una anfitriona perfecta, y Rick sintió que se relajaba por primera vez desde el aterrizaje. En la granja de Deke Wilson también se servía café, pero muy escaso, y era consumido precipitadamente por hombres que se disponían a montar guardia. Nadie se sentaba cómodamente en un salón, y desde luego el café no se servía en vajilla de porcelana.

—Siento que no haya nadie disponible para hacerles compañía —dijo la señora Cox—. Todo el mundo tiene algo qué hacer. Cuando vuelvan por la noche les acosarán a preguntas.

—No tiene importancia —dijo Pieter—. Le agradecemos su recibimiento. Espero que no le impidamos cumplir con sus obligaciones.

—Bueno, tengo que preparar la cena —dijo la señora Cox—. Si desean algo, sólo tienen que llamarme. —Salió de la estancia no sin antes dejar sobre la mesa la cafetera y añadir—: Será mejor que se lo tomen antes de que se enfríe. Puedo asegurarle que no habrá más durante algún tiempo.

—Gracias —dijo Leonilla—. Son todos tan amables con nosotros...

—No más de lo que se merecen, estoy segura —respondió la señora Cox antes de salir definitivamente.

Pieter, que estaba sentado junto a Leonilla, y ambos a cierta distancia de Rick, fue el primero en hablar.

—De modo que nos hemos encontrado con un gobierno. ¿Dónde está el general Baker?

Rick se encogió de hombros.

—Anda por ahí, con Deke, el senador y algunos otros. Están celebrando una gran conferencia.

—A la que no hemos sido invitados —observó Jakov—. Comprendo que no nos necesiten a Leonilla y a mí, pero ¿por qué no te dejan participar?

—He pensado en eso —dijo Rick—, pero todos salieron muy deprisa. Ya sabes lo que Deke tenía que decirles. Y alguien tenía que quedarse fuera y hablar a la gente. Yo lo he considerado como un cumplido.

—Confío en que tengas razón —dijo Jakov.

Leonilla hizo un gesto de asentimiento.

—Esta es la primera vez que me siento a salvo desde que aterrizamos. Creo que les gustamos. ¿De veras no les importa que seas negro, Rick?

—En general, adivino si eso le molesta o no a la gente. Y en este caso puedo decir que no, pero de todos modos hay algo extraño... ¿No os habéis dado cuenta? Después de averiguar lo de la guerra, todos querían saber cosas del espacio. Nadie, nadie en absoluto, nos preguntó por lo que sucede en la Tierra.

—Es cierto —convino Pieter—, pero pronto tendremos que decírselo.

—Ojalá pudiéramos evitarlo —dijo Leonilla—, pero me temo que, en efecto, tendremos que hacerlo.

Quedaron en silencio. Rick se levantó y sirvió el resto del café. Desde la cocina les llegaban sonidos de actividad, y a través de las ventanas podían ver hombres transportando piedras, arando los campos... Era un duro trabajo, y sin duda todos, incluso Leonilla, tendrían que hacerlo. Rick así lo esperaba. Se dio cuenta de que había rogado en silencio que hubiera trabajo, algo qué hacer, algo que le hiciera sentirse útil de nuevo y olvidarse de Houston, El Lago y el maremoto...

Pero de momento le habían recibido como a un héroe, lo mismo que a Leonilla y Pieter, y estaban a salvo, rodeados por hombres armados que no querían hacerles ningún daño.

De algún lugar al fondo de la casa llegaba un murmullo de voces. Debía ser el senador, Johnny Baker, Deke Wilson y el personal de confianza del senador que planeaban... ¿qué? Rick pensó que estaban decidiendo qué hacer con ellos. ¿Estaría allí también la hija del senador? Rick recordó de qué manera ella y Johnny se habían mirado, hablándose en voz baja y sus rostros casi tocándose, ajenos a la gente que les rodeaba. ¿De qué modo afectaría aquello a las decisiones del senador?

Tuvo casi la certeza de que al senador podría gustarle aquella situación. Johnny Baker era general de la Fuerza Aérea. Si Colorado Springs tenía realmente el poder que afirmaba, eso podría ser importante.

—¿Cuántos hombres hay aquí? —preguntó Pieter, haciendo salir a Rick de sus reflexiones—. Calculo que son varios centenares. Y tienen muchas armas. ¿Crees que es suficiente?

Rick se encogió de hombros. Había estado pensando en el futuro lejano, en semanas y meses por delante, y casi logró olvidar por qué se habían presentado en la fortaleza del senador precisamente entonces.

—Ha de bastar —dijo Rick, sintiendo también la tensión de Pieter y Leonilla. Nunca se le había ocurrido que el senador no tuviera suficiente fuerza. Había estado tan seguro de que en alguna parte había hombres y mujeres civilizados, seguridad auténtica, civilización y orden...

Y tal vez no había nada de ello, en ningún lugar. Rick se estremeció levemente, pero no dejó de sonreír, y los tres hombres permanecieron sentados en la sala de paredes forradas de madera, esperando y confiando.

—Se llaman a sí mismos el Ejército de la Nueva Hermandad —dijo Deke, paseando la mirada entre los presentes:

Harvey Randall, Al Hardy, el general Johnny Baker, George Christopher, alejado del grupo, sentado en un extremo de la sala, y el senador Jellison en su sillón de juez. En los ojos de Deke podía leerse la inquietud que sentía. Se llevó su vaso a los labios y esperó un minuto a que el whisky produjera su antigua magia. Luego añadió con voz más firme—: También aseguran que constituyen el gobierno legal de California.

—¿Con qué autoridad? —preguntó Al Hardy.

—Su proclamación estaba firmada por el vicegobernador. Ahora se hace llamar «gobernador en funciones».

Hardy frunció el ceño.

—¿El honorable James Wade Montross?

—Así se llama —dijo Deke—. ¿Puedo servirme un poco más de whisky?

Hardy miró al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento, y volvió a llenar el vaso de Deke.

—Montross —musitó Al—. Así que el Chalado ha sobrevivido. —Miró a los demás y añadió rápidamente—: En política solemos dar apodos a la gente. El Perdedor, el Estoico. A Montross le llamábamos el Chalado.

—Chalado o no, me ha dado un plazo de siete días para que me una a su gobierno —dijo Deke—. En caso contrario, su Ejército de la Nueva Hermandad tomará mis terrenos a la fuerza.

El granjero abrió su chaqueta de campaña, obtenida de excedentes del Ejército, y sacó un papel de un bolsillo interior. Era un ejemplar multicopiado, pero estaba escrito a mano, con una elegante caligrafía. Se lo entregó a Hardy, el cual le echó un vistazo y luego lo pasó al senador Jellison.

—Es la firma de Montross —dijo Hardy—, no cabe duda.

Jellison asintió.

—Podemos considerar la firma como verdadera. —Miró a todos los presentes—. El vicegobernador proclama un estado de emergencia y se arroga la suprema autoridad en California.

George Christopher soltó un gruñido, un áspero ruido rasposo.

—¿También nos manda a nosotros?

—A todos —dijo Jellison—. También menciona el anuncio de Colorado Springs. ¿Sabe algo de eso, general Baker?

Johnny Baker asintió. Estaba sentado junto a Harvey Randall, pero no parecía formar parte del grupo. Los antiguos dioses habían regresado, al menos de momento. ¿Hasta cuándo serían dioses? Harvey había sido testigo del encuentro de Baker y Maureen, y se había sentido despechado.

—Captamos una emisión de radio de Colorado Springs —dijo Baker—. Estoy seguro de que era auténtica. Hablaban en nombre del presidente de la Cámara de Representantes...

—Un idiota senil —dijo Al Hardy.

—...el cual actúa como presidente —prosiguió el astronauta—. Su jefe de estado mayor parece ser un teniente coronel honorario llamado Fox. Creo que es Byron Fox, y en ese caso le conozco. Era uno de los profesores de la Academia, un buen hombre.

George Christopher había estado refrenando su impaciencia. Ahora habló con voz baja y llena de ira.

—Montross, ese hijo de perra. Estuvo por aquí hace un par de años, tratando de organizar a los recolectores. ¡Se presentó en mis tierras! Y no pude echar a aquel intruso bastardo, porque llevaba cincuenta policías estatales con él.

—Yo diría que Jimmy Montross tiene mucho poder legal —dijo el senador Jellison—. Es el funcionario de mayor rango en California, suponiendo que el gobernador haya muerto, lo cual es muy probable.

—Entonces, ¿ha desaparecido Sacramento? —preguntó Johnny Baker.

Al Hardy asintió.

—Por lo que sabemos, esa zona está totalmente sumergida. Harry exploró el noroeste hace un par de semanas, y encontró a alguien que le habló de gente que intentaba llegar a Sacramento. No encontraron más que agua, como en el valle de San Joaquín.

—Maldición —exclamó Baker—. En ese caso, la central nuclear ya no existe.

—En efecto —dijo Hardy—. Lo lamento.

—Deke, no vas a rendirte a ese maldito Montross, ¿verdad? —inquirió George Christopher.

—He venido aquí para pedir ayuda —dijo Wilson—. Pueden vencernos. Ese ejército es muy numeroso.

—¿Cuánta gente tienen? —preguntó Al Hardy.

—Mucha.

—Hay algo que me confunde —dijo el senador Jellison—. Deke, ¿estás seguro de que esa banda de caníbales contra la que luchaste forma parte de ese grupo con el que Montross está asociado?

—Ya lo he dicho, ¿no?

—Bueno, no te molestes. —La famosa simpatía del senador se puso de súbito en evidencia—. Es que me ha sorprendido, simplemente. Montross era un chalado, pero no estaba loco de atar, ni tampoco era estúpido. Era el paladín de los oprimidos...

Christopher gruñó de nuevo.

—...o eso decía —siguió diciendo Jellison—. Pero me cuesta creer que esté en relaciones amistosas con unos caníbales.

—Tal vez le tienen prisionero —sugirió Al Hardy.

Jellison asintió.

—A eso iba. De ser así, no tiene en absoluto autoridad legal.

—Legal o no, lo que importa es lo que debo hacer —intervino Deke Wilson—. No puedo enfrentarme a él. ¿Me ayudarán los vuestros? No quiero rendirme a ellos...

—No te censures —dijo Christopher.

—No es sólo por los caníbales —dijo Deke—. Es posible que dejen eso si encuentran... otro tipo de alimento. ¡Pero algunos de esos mensajeros!

—¿Cuántos hombres enviaron? —preguntó Hardy.

—Acamparon unos doscientos junto a la carretera —dijo Deke—, y enviaron una docena, todos armados. El general Baker los vio. Un capitán de la policía estatal...

—¿Seguro? —preguntó Christopher—. ¿Policías estatales con los caníbales?

—Al menos llevaba el uniforme —dijo Deke—. Y un tipo que había sido funcionario en Los Angeles, un negro. Y otros más. La mayoría de ellos eran normales, pero había dos... ¡Diablos, eran raros!

Miró a Baker, el cual hizo un gesto de asentimiento.

—Realmente raros —siguió diciendo Deke—. Actuaban como si estuvieran drogados. Se les notaba en los ojos, muy abiertos, y no te miraban directamente. Y hablaban de los ángeles del Señor. «Los ángeles nos han enviado para entregar este mensaje.»

—¿Cómo reaccionaron los otros al oír eso? —preguntó Harvey Randall.

—Como si nada, como si fuera normal hablar de ángeles que les enviaban. Y cuándo les pregunté qué diablos querían decir, dieron media vuelta y se marcharon. «Ya has recibido el mensaje», fue todo lo que dijeron.

—¿Y has dicho que había doscientos acampados cerca de vosotros? —preguntó Hardy—. ¿A qué distancia? ¿Dónde?

—No muy lejos. Al sur, junto a la carretera. ¿Por qué lo preguntas?

—Harry fue por ese camino —dijo Hardy—. No es que se retrase, pues no tenía un horario establecido, pero le hemos estado esperando.

—No se presentó en mi granja —dijo Deke.

—¿Crees que esos tipos le habrán hecho algo a Harry? —preguntó Jellison.

Deke se encogió de hombros.

—Senador, no sé qué pensar de esa gente. Dicen que tienen mucha más gente de la que nos dejan ver, y lo creo. Ya no vemos por ahí traficantes ni refugiados. Es como si no hubiera nadie ahí afuera más que tú y la Nueva Hermandad.

—Angeles —dijo Al Hardy—. Eso no tiene mucho sentido.

«No está claro», pensó Harvey Randall, y lo que no estaba claro perturbaba a Al.

—He visto a Montross algunas veces —dijo Harvey—, y no me pareció un loco. Estaba obsesionado por el tema del medio ambiente, los sprays que destruyen el ozono y esa clase de cosas. Tal vez la caída del cometa le sacó de sus casillas.

—Puede que esté loco, puede que le hayan hecho prisionero, todo es posible —dijo Deke Wilson—. Pero hay doscientos hombres acampados junto a la carretera, y estoy seguro de que cuentan con quinientos más, y no sé qué diablos hacer.

—Te comprendo —dijo el senador. Hizo una pausa para reflexionar y nadie le interrumpió. Finalmente añadió—: Bien, quedan seis días más. Deke, iba a hacerte una oferta. Podrías traer aquí a vuestras mujeres, niños y heridos, a cambio de participar en operaciones de rescate de herramientas, componentes electrónicos y esa clase de cosas, empezando con equipos de inmersión que podríais usar para bucear...

—¿Y de dónde sacamos el tiempo para luchar contra el Ejército de la Nueva Hermandad?

Jellison suspiró.

—No hay tiempo, naturalmente. Y no creo que el gobernador Montross, o quienquiera que lo dirija, se interese en compartir esas tareas de rescate con nosotros. Parece como si tuviera intención de apoderarse de todo el estado.

—Incluido nuestro valle —intervino George Christopher.

—Sí, eso espero —dijo Jellison—. Bien, hoy hemos descubierto dos gobiernos. Colorado Springs y el Ejército de la Nueva Hermandad, más la posibilidad de los ángeles.

—¿Qué hago entonces? —preguntó Deke.

—Ten paciencia. No tenemos suficientes datos —dijo Jellison—. Hemos de saber más. General Baker, ¿qué puede decirnos sobre el resto de Estados Unidos? ¿Y del resto del mundo?

Johnny Baker asintió y se reclinó en su asiento para organizar sus ideas.

—Las comunicaciones nunca fueron buenas —dijo—. Perdimos el contacto con Houston inmediatamente después del choque del cometa. A propósito, la familia del coronel Delanty murió entonces. Yo no le preguntaría nada sobre Texas.

A Baker le complació ver que los demás aún tenían suficiente sensibilidad para mostrar simpatía hacia Rick. Por lo que había visto en el exterior, la mayoría de la gente carecía de lágrimas que verter por unos pocos individuos. Había demasiada muerte en todas partes.

—Mis amigos rusos también perdieron a sus familias —dijo Johnny—. La guerra comenzó menos de una hora después de que cayera el cometa. China atacó a Rusia y ésta respondió. Algunos de nuestros misiles también se dirigieron a China.

—Dios mío —dijo Al Hardy—. Harvey, ¿dispone de algo con que medir la radiación?

—No.

Todos parecieron alarmados. Harvey hizo un gesto de asentimiento.

—La precipitación radioactiva atmosférica puede alcanzarnos, pero no veo qué podríamos hacer para evitarlo.

—¿No podemos hacer nada? —preguntó Hardy.

—Yo creo que estamos seguros —intervino Johnny Baker—. La lluvia sedimenta esas precipitaciones radioactivas. Y llueve mucho. Todo el mundo parece una gran bola de algodón. Tras la caída del cometa apenas pudimos ver el suelo.

—Ha hablado usted de las comunicaciones —dijo Jellison.

—Sí, perdone. Bueno, hablamos con Colorado Springs, pero fue una comunicación muy breve, poco más que un intercambio de identificaciones. Una vez entramos en contacto con una base del Mando Aéreo Estratégico, en Montana. No podían comunicarse con nadie. Y eso es todo con respecto a Estados Unidos.

Hizo una pausa para dejar caer sus palabras.

—En cuanto al resto del mundo, probablemente Sudáfrica y Australia han salido indemnes. No sabemos lo que ha ocurrido en Sudamérica. Ninguno de nosotros hablaba suficiente español, y cuando establecíamos contacto con alguien de allá abajo, no duraba mucho. No obstante, captamos algunas emisoras de radio comerciales, y por lo que pudimos colegiar en Venezuela tienen una revolución cada semana, y en el resto del continente también hay problemas políticos.

Jellison asintió.

—No es de extrañar. Y, naturalmente, sus ciudades más importantes estaban en la costa. Supongo que no sabe la altura que alcanzaron los maremotos en el hemisferio meridional.

—No, señor, pero supongo que fueron grandes —dijo Johnny Baker—. El que alcanzó el norte de África tenía más de quinientos metros de altura. Pudimos verlo poco antes de que las nubes lo cubrieran todo. Una hora de quinientos metros barriendo Marruecos... —Se estremeció—. Europa ha desaparecido por completo. Ah, y todos los volcanes de América central y meridional han entrado en erupción. El humo ascendió entre las nubes. Todo el Cinturón de Fuego ha entrado en erupción. Al Este de aquí hay volcanes, en Nevada, creo, y también al Norte, los montes Lassen, Hood y tal vez el Rainier, muchos de ellos en California del Norte, Oregon y Washington.

Siguió hablando y, a medida que lo hacía, los demás se dieron cuenta de lo solos que estaban. El Valle Imperial de California había desaparecido. Un fragmento del cometa que cayó en el mar de Cortés lanzó olas inmensas que llegaron incluso al monumento nacional Joshua Tree, en las montañas al oeste de Los Angeles. Ya no existían Scratch Palm Springs, Palm Desert, Indio y Twentynine Palms, ni tampoco el valle del río Colorado.

—Y también ha debido producirse un choque en el lago Hurón —dijo Baker—. Vimos la típica formación nubosa espiral con un agujero en el centro, poco antes de que todo se volviera blanco.

—¿Queda algo de este país aparte de Colorado? —preguntó Al Hardy.

—Otra vez he de decir que lo ignoro. Con toda esa lluvia, supongo que el Medio Oeste está anegado, sin cosechas ni transportes, y con mucha gente muñéndose de hambre...

—Y matándose unos a otros por lo que queda —dijo Al Hardy.

Miró a los demás uno tras otro, y todos asintieron: la fortaleza era afortunada. Tenían más que suerte, pues allí estaba el senador y había orden. Era una pequeña isla de seguridad en un mundo que había estado muy cerca de la extinción.

Harvey Randall seguía haciéndose cruces de que tuvieran tanta suerte. El informe de Johnny Baker no le había sorprendido lo más mínimo. Mucho tiempo atrás ya había pensado que las cosas estaban tan mal. Uno de los indicios era la falta de comunicaciones radiofónicas. Cierto que las constantes interferencias atmosféricas hacían improbable que pudieran recibir ningún mensaje, pero de vez en cuando deberían oír algo, y nunca oían nada, lo cual significaba que nadie emitía, al menos con potencia suficiente y de manera constante.

Pero era distinto saber a ciencia cierta que eran una de las pocas bolsas de supervivientes.

¿Qué había ocurrido en el mundo? Una revolución por semana en Sudamérica. Quizás aquella era la respuesta en todas partes. Lo que el cometa y la guerra chino-soviética no habían hecho, la gente se afanaba ahora por hacerlo.

Al Hardy rompió el silencio.

—Tengo la impresión de que la Caballería de Estados Unidos no cargará contra la colina para rescatarnos.

Deke Wilson rió con amargura.

—El Ejército se ha vuelto caníbal. Al menos, lo que hemos visto de las fuerzas armadas.

—Tendremos que luchar —dijo George Christopher—. Ese condenado de Montross...

—George —intervino Al Hardy—. No puedes estar seguro de que ese hombre esté al mando.

—¿A quién le importa? Si él no manda será peor, porque entonces los amos serán esos malditos caníbales. Tarde o temprano tendremos que pelear, y creo que es mejor hacerlo mientras los hombres de Deke estén de nuestra parte.

—Yo estoy de acuerdo —dijo Deke Wilson—. Siempre que...

—¿Qué? —preguntó Christopher, en un tono súbitamente suspicaz.

Wilson extendió las manos. Harvey reparó en que había sido un hombre robusto, al que ahora las ropas le iban demasiado holgadas. Las privaciones le habían adelgazado y empequeñecido. Y estaba asustado.

—Siempre que podamos quedarnos aquí —dijo Wilson—. Podemos mantener esa banda a raya. Vosotros tenéis colinas que defender. Nosotros no. Todo cuanto tenemos es lo que podemos construir. No tenemos cerros ni límites naturales. Nada. Pero aquí podemos resistir a esos bastardos hasta que se mueran de hambre, y tal vez podemos colaborar para que eso suceda antes. Hacer incursiones y quemarles lo que hayan almacenado.

—Eso es absurdo —dijo Harvey Randall—. ¿No hay ya bastante gente que se muere de hambre sin necesidad de quemar cosechas y alimentos? ¡Por Cristo! ¡En todo el mundo, lo que el cometa no logró lo estamos haciendo nosotros! ¿También tiene que ocurrir aquí?

—No podríamos alimentar a todos tus hombres durante el invierno, Deke —dijo Al Hardy—. Lo siento, pero el margen es demasiado estrecho. No podemos hacerlo.

—Todavía no tenemos datos suficientes —dijo Jellison—. Tal vez sea posible llegar a un acuerdo con la Nueva Hermandad.

—Tonterías —dijo George Christopher.

—No son tonterías —intervino Harvey Randall—. Conozco a Montross y sé que no está loco, no es un caníbal y no es un malvado aunque se presentara en sus tierras y tratara de ayudar a los agricultores para que organizasen un sindicato...

—Basta ya —dijo Jellison en tono firme—. George, sugiero que esperemos a Harry. Tenemos que saber más sobre las condiciones del exterior. Creo que Deke nos ha dicho casi todo lo que sabe. Harvey, ¿tiene tiempo para ayudar o ha de hacer alguna otra cosa?

El tono de Jellison decía claramente que Harvey Randall ya no sería necesario en la Biblioteca en aquellos momentos.

—Si puede prescindir de mí, tengo que hacer algunas cosas...

Se levantó y fue hacia la puerta. Casi rió entre dientes cuando oyó que George Christopher iba tras él.

—Veré los mapas cuando estén terminados —decía Christopher—. También yo tengo trabajo. Encantado de conocerle, general Baker. —Siguió a Harvey al exterior—. Espere un minuto.

Harvey caminó lentamente, preguntándose que ocurriría ahora. Era evidente que al senador le había disgustado el exabrupto de Harvey. Había tratado de separarle de Christopher, pero sin resultado...

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —le preguntó Christopher.

Harvey se encogió de hombros.

—Mire, no estamos bien enterados de lo que ocurre. Además, aún disponemos de algunas días. Tal vez si saliéramos con Deke podríamos encontrar suficientes fertilizantes y materiales para el invernadero, de modo que pudiéramos alimentar a los hombres de Deke durante el invierno...

—No me refería a eso —dijo Christopher—. Vamos a tener que luchar contra esos malditos caníbales, y es mejor que lo hagamos antes de que se hagan más fuertes. Hemos de coger todas las armas y todos los hombres capaces de usarlas, ir ahí y acabar con ellos de una vez por todas. No quiero pasarme todo el invierno mirando por encima del hombro. Cuando alguien te asusta, sólo puedes hacer una cosa, y es derribarle y darle de patadas hasta que no te pueda hacer ningún daño.

O echar a correr, o hablar por los codos, pensó Harvey, pero no dijo nada.

—El asunto entre usted y Maureen me ponía nervioso —dijo George.

—A mí también me interesa —replicó Harvey. Se detuvo ante la puerta cerrada de la cocina y miró a Christopher—. Si usted me derriba y me da de patadas, va a ser algo muy embarazoso para todos. Ahora le toca a usted jugar.

—Todavía no. Cuando me haga salir de mis casillas, irá a parar a la carretera. Por el momento, ambos tenemos un problema.

—Sí, yo también me he dado cuenta —dijo Harvey—. ¿Va a ponerle a él en la carretera?

—No sea estúpido. Es un héroe. Salgamos fuera.

Christopher avanzó el primero a través de la cocina. En aquel momento no había nadie. Abrió la puerta que daba al exterior y los dos hombres salieron a la oscuridad.

—Mire, Randall —dijo Christopher—, creo que no le gusto mucho.

—No. Creo que es algo mutuo.

Christopher se encogió de hombros.

—No tengo nada contra usted. No creo que me dispare por la espalda o me golpee cuando esté desprevenido.

—Gracias.

—Y a menos que lo haga así, no puede vencerme. La cuestión estriba en si ella decide casarse con el general Baker. ¿Qué haría usted?

—Llorar mucho.

—Mire, estoy tratando de ser cortés —dijo Christopher.

—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Si se casa con Baker, bien casada esté. Eso es todo.

—¿Y no la importunará? ¿No tratará de verla a escondidas?

—¿Por qué diablos iba a hacer eso? —preguntó Harvey.

—Oiga, usted me toma por un estúpido palurdo, ¿no? Y a lo mejor lo soy, desde su punto de vista. He vivido siempre aquí. Iba a la iglesia, me ocupaba de mis asuntos, no iba a bailes, no tenía una amiguita en cada ciudad a las que visitaba cargando los gastos a la cuenta de representación...

Harvey se echó a reír.

—Yo no vivía de esa manera —le dijo—. Ha leído demasiado el Playboy.

—¿Ah, sí? Mire, Randall, supongo que soy anticuado, pero pienso que si un hombre está casado, tiene que quedarse en casa. Yo nunca me casé. Estuve comprometido una vez, pero no salió bien, luego me enteré de que Maureen se había divorciado, y aunque no puedo decir exactamente que la estuviera esperando, pues sabía muy bien que ella no querría vivir de nuevo en este valle ni yo querría vivir en Washington, nunca encontré a nadie más. Entonces ocurrió el desastre, y ahora ella tiene que vivir aquí. Tal vez podría vivir conmigo. Una vez quisimos casarnos, pero aquello no salió bien, éramos demasiado jóvenes...

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—Porque tenía algo que decir. Maldita sea, Randall, si alguna vez me caso, seguiré casado, sí, y también seré fiel a mi esposa. Puede que Baker lo fuera, pero estoy seguro de que usted no.

—¿Ahora qué diablos quiere...?

—Sé cómo están las cosas en este valle, Randall. Lo sabía antes de que cayera el cometa y lo sé ahora. Así que deje en paz a Maureen. Usted no es la clase de hombre que ella necesita.

—¿Por qué no? ¿Quién le ha nombrado a usted guardián de la moral pública?

—Yo mismo. Y usted no es bastante bueno para ella. Usted tiene sus aventuras por ahí. De acuerdo, fue con ella. Eso no me gusta, pero no le eché la culpa a ella. Usted estaba casado, Randall. ¿Qué diablos significaba Maureen para usted? ¿Otra más que añadir a su marcador? Mire, me estoy poniendo nervioso, y no lo quiero. Sólo le pido que la deje en paz. Hágame caso y apártese de ella.

George dio media vuelta y se alejó antes de que Harvey pudiera decir nada más.

Harvey Randall se quedó donde estaba, asombrado, y apenas pudo contenerse para no echar a correr tras el fornido ranchero. Pensó que debía estar loco. Debería odiar a aquel bastardo...

Pero no le odiaba, sino que sentía un fuerte impulso de correr hacia aquel hombre y explicarle que las cosas no habían sido como él creía, que Harvey Randall pensaba sobre el matrimonio lo mismo que George Christopher, que estaba de acuerdo, y por eso él y Maureen habían...

¿Qué habían hecho?, se preguntó Harvey. Tal vez Christopher tuviera razón. Pero Loretta nunca lo supo, no sufrió por ello, ni tampoco Maureen, y todo era un montón de excusas porque él sabía muy bien lo que estaban haciendo.

Pero se limitó a regresar a la sala de estar para hablar con los astronautas.

HISTORIA DE UN EXILIADO

Cuando el Sol se repliegue y salgan las estrellas,

cuando las bestias salvajes se hayan reunido...

cuando las hojas del Libro estén desenrolladas

Y cuando se haya hecho arder el Infierno

y el Paraíso esté cerca,

Cada alma sabrá lo que ha producido.

por la noche, cuando se oscurezca,

al alba, cuando se ilumine...

¿adonde iras entonces?

El Corán


—Agua caliente para remojarte los pies —dijo Harry—. Comida cocinada. Ropa para cambiarte. Y, además, te necesitan, hombre. Ellos lo sabrán en seguida.

—Lo conseguiré —dijo Dan Forrester resoplando—. Me siento ligero... como una pluma sin... esa mochila. ¿Y tienen ovejas?

En los últimos días, Dan temía mirarse los pies, pero dentro de poco no tendría que esforzarlos más. En cuanto a la provisión de insulina, había tenido que aumentar la dosis. Debía estar deteriorándose.

—¿Tienen frigorífico?

—No, frigorífico no. Ovejas, sí. Tendremos que tratar sobre eso de inmediato. No falta mucho. La carretera está bloqueada más adelante.

Su compañero, que iba delante de ellos por la desierta carretera, con la mochila de Dan Forrester a la espalda, se detuvo de repente y miró atrás.

—Tú estás conmigo —dijo Harry—. Todo irá bien.

Hugo Beck asintió, pero esperó a que Dan y Harry llegaran hasta él. Tenía miedo y no podía ocultarlo.

Había un cartel a cincuenta metros de la barricada de troncos. Decía:

¡PELIGRO!

TERRITORIO VIGILADO. NO SIGA ADELANTE. SI TIENE ALGO QUE HACER AQUÍ, CAMINE LENTAMENTE HASTA LA BARRICADA Y QUÉDESE QUIETO. NO HABRÁ DISPAROS DE ADVERTENCIA. MANTENGA LAS MANOS CONTINUAMENTE A LA VISTA.

Debajo había otro letrero en español, y más allá una gran calavera con el símbolo de tráfico internacional de «prohibido el paso».

—Extraña bienvenida —dijo Dan Forrester.

El trabajo seguía turnos rotatorios. Mark Czescu montaba guardia mientras algún otro fragmentaba piedras. Pero hacer guardia no siempre era divertido. Una vez llegó una familia en bicicletas. Se habían abierto paso a través del valle San Joaquín, y contaron historias de caníbales y cosas peores. A Mark no le resultó nada agradable tener que echarles de allí. Les mostró la carretera del norte, donde había un campamento de pescadores que sobrevivían a duras penas.

Eran cuatro personas. La fortaleza podía alimentar a cuatro más, pero ¿qué personas en concreto? Si aceptaban aquellas, ¿por qué no otras? La decisión de no aceptar a nadie sin razones especiales era acertada, pero eso no facilitaba la tarea de mirar a un hombre a los ojos y enviarle a la carretera.

Mark estaba sentado tras una pantalla de troncos y hojas desde donde podía vigilar sin ser visto. Sus compañeros le vigilaban a él, sobre todo Bart Christopher.

Tres figuras se acercaban por la carretera, y Mark salió de su escondrijo al reconocer los restos de un uniforme gris del Servicio Postal. Saludó a Harry alegremente, pero su sonrisa se desvaneció cuando vio que los tres cruzaban la barrera.

—Feliz día de reparto de basura, Harry —dijo mirando a Hugo Beck.

—Le he traído conmigo —dijo Harry en tono desafiante—. Ya conoces las reglas. Tiene mi salvoconducto. Y este es el doctor Dan Forrester...

—Hola, doctor —dijo Mark—. Usted y su maldito helado de crema de chocolate...

En los labios de Forrester se dibujó una sonrisa espectral.

—Tiene un libro —dijo Harry—. Tiene muchos libros, pero ése lo ha traído con él. Enséñaselo, Dan.

Caía una ligera llovizna. Dan no quitó las tiras de cinta adhesiva. Mark leyó el título a través de cuatro capas de plástico: De qué modo funcionan las cosas, Volumen II.

—El primer volumen se encuentra en lugar seguro —dijo Dan—, junto con otros cuatro mil libros sobre la manera de reconstruir una civilización.

Mark se encogió de hombros. Estaba seguro que de todos modos les interesaría tener a Dan Forrester en la fortaleza. Pero valía la pena saber qué otros regalos tenía el doctor.

—¿Qué clase de libros?

—La Enciclopedia Británica, edición de 1911. Un libro de fórmulas, editado en 1894, para cosas como el jabón, con toda una sección sobre la manera de hacer cerveza a partir de los granos de cebada. El manual del apicultor, libros de veterinaria, manuales para la instrucción en laboratorios que empiezan con la química inorgánica y siguen hasta la síntesis orgánica. Tengo unos para los equipos de los años treinta y otros modernos. El manual del radioaficionado, el Almanaque del granjero, el Libro del caucho. Hágase una casa usted mismo, de Peters, y dos libros sobre cómo fabricar cemento Portland. El Manual del armero y una serie de textos militares sobre conservación de las armas de infantería. Los manuales de mantenimiento para la mayoría de coches y camiones. Las reparaciones domésticas, de Wheeler. Tres libros sobre jardinería hidropónica. Una serie completa de...

—¡Basta! —gritó Mark—. Entrad, príncipe. Bienvenido a casa, Harry. Los de dentro están preocupados por ti. Pon las manos en la barandilla, Hugo, abre las piernas. ¿Llevas artillería?

—Ya has visto que he descargado la pistola —dijo Hugo—. La llevo al cinto, y un cuchillo de cocina. Lo necesitaba para comer.

—Pondremos esas cosas en la bolsa —dijo Mark—. Probablemente no comerás aquí. Yo no diría adiós, Hugo. Te veré cuando vuelvas para salir.

—No me toques las narices.

Mark se encogió de hombros.

—¿Qué ocurrió con tu camión, Harry?

—Me lo quitaron.

—¿Alguien te quitó el camión? —preguntó Mark, incrédulo—. ¿Les dijiste quién eras? Diablos, esto significa la guerra. Los de arriba se preguntaban si tendrían que mandar un grupo al exterior. Ahora tendrán que hacerlo.

—Tal vez.

Harry no parecía tan complacido como Mark creía que estaría.

Dan Forrester se aclaró la garganta.

—Mark, dime una cosa. ¿Ha llegado aquí Charlie Sharps? Iba un par de docenas de personas con él.

—¿Se dirigían aquí?

—Sí, al rancho del senador Jellison.

—No los hemos visto.

Mark parecía azorado, lo mismo que Harry. Dan pensó que aquello debía ser muy frecuente entre ellos: alguien no llegaba jamás a algún sitio, y lo único que quedaba por saber era si el superviviente haría una escena.

Harry rompió el incómodo silencio.

—Tengo un mensaje para el senador, y el doctor Forrester no anda muy bien. ¿Tienes algún medio de transporte?

Mark reflexionó un instante.

—Creo que lo mejor será telegrafiar y solicitarlo —dijo—. Esperad aquí. Entretanto, vigila la carretera, Harry. En seguida vuelvo.

Mark extendió ambas manos y las movió a la altura de la cadera, haciendo que pareciera casual, de manera que Hugo Beck no imaginara que hacía señales. Luego se internó entre los arbustos.

Dan Forrester le observó con interés. Había leído a Kipling. Se preguntó si Hugo Beck también lo habría hecho.

El sol se ponía tras las montañas. Una luz dorada con violentos tonos rojizos aparecía bajo los bordes de la cubierta nubosa. Las puestas y las salidas del sol habían sido espectaculares desde la caída del cometa, y el doctor Forrester sabía que eso duraría largo tiempo. Cuando estalló el Tamboura, en 1814, el polvo que arrojó al cielo hizo que las puestas de sol fueran brillantes durante dos años, y no fue más que un volcán.

Dan Forrester iba en la cabina del camión, al lado del conductor taciturno. Harry y Hugo Beck viajaban en la caja, bajo un toldo. No había más tráfico en la carretera, y Forrester apreciaba el cumplido que le habían hecho. ¿O lo habían hecho por Harry? Tal vez los dos juntos eran dignos de la gasolina gastada, y en cambio no lo hubiera sido uno solo. Avanzaban bajo una ligera llovizna, y la calefacción del vehículo confortaba los pies y las piernas de Dan.

No había cadáveres. Eso fue lo primero que Dan observó: nada muerto a la vista. Las casas parecían casas, todas ellas habitadas. Algunas estaban rodeadas de defensas a base de sacos de arena, pero muchas no mostraban ninguna señal de defensa. Era extraño, casi misterioso, que hubiera un lugar donde la gente se sintiera lo bastante segura para no cerrar los postigos de las ventanas.

Dan vio dos rebaños de ovejas, así como caballos y vacas. Vio signos de actividad organizada en todas partes, campos recién limpiados, algunos arados por grupos de caballos (no había tractores a la vista), otros todavía en proceso de limpieza, en donde los hombres transportaban piedras y las amontonaban formando muros. En general, los hombres llevaban armas al cinto, pero no todos estaban armados. Cuando llegaron al amplio camino que conducía a la casa de piedra, Dan Forrester había llegado a la conclusión de que, por algunos minutos, tal vez incluso por todo un día, estaba a salvo. Podía contar con que viviría hasta el amanecer. Era una sensación extraña.

Tres hombres les esperaban en el porche. Hicieron una seña a Dan Forrester para que entrara en la casa, sin hablarle. George Christopher señaló a Harry con el pulgar.

—Te necesitan dentro —le dijo.

—En seguida voy.

Harry ayudó a Hugo Beck a bajar del camión y luego cargó con la mochila de Forrester. Al volverse, George apuntó con su escopeta al vientre de Hugo.

—Yo lo he traído —dijo Harry—. Debes haberte enterado por el telégrafo.

—Oímos lo del doctor Forrester, pero nada sobre este tipo. Beck, te pusimos en la carretera. Yo mismo te mandé allí. ¿No recuerdas que te dije que no volvieras? Estoy seguro de que te lo dije.

—Está conmigo —repitió Harry.

—¿Es que has perdido el juicio, Harry? Este despreciable chorizo de tres al cuarto no es digno de...

—George, si tengo que empezar a explorar el territorio de los Christopher, sin duda el senador te dará las noticias que crea convenientes.

—No me apremies —dijo George, pero apartó ligeramente la escopeta, de manera que no apuntaba a nadie—. ¿Por qué lo dices?

—Puedes devolverle a la carretera si quieres —dijo Harry—, pero creo que primero debes escucharle.

Christopher pensó un momento en aquellas palabras. Luego se encogió de hombros.

—Están esperando dentro. Vamos.

Hugo Beck se enfrentó a sus jueces.

—He venido a traer información —dijo en voz muy baja.

Quienes le juzgaban eran pocos. Deke Wilson, Al Hardy, George Christopher... y los otros. Harry tuvo la misma impresión que los demás: los astronautas parecían dioses. Harry reconoció a Baker por su fotografía en la portada de Time, y no le fue difícil saber quiénes eran los otros dos. La bonita mujer que no hablaba debía ser la cosmonauta soviética. Harry ardía en deseos de hablarle. Pero de momento era preciso decir otras cosas.

—¿Sabes lo que estás haciendo, Harry? —preguntó Al Hardy. Su tono revelaba la sinceridad de la pregunta, como si estuviera a medias seguro de que Harry había perdido el juicio—. Tú eres el servicio de información. No Beck.

—Lo sé —dijo Harry—, pero me pareció que esta información debería ser de primera mano. Es un poco difícil de creer.

—Y yo puedo creerla, ¿eh? —dijo George Christopher.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Harry.

Hardy le indicó una silla y Harry se sentó. Deseaba que Hugo mostrara más temple, pues su conducta se reflejaba en Harry. Aquella recepción no era la que él acostumbraba a tener, y la culpa era de Beck. Ni tazas de porcelana, ni café, ni un chorrito de whisky.

El equilibrio del poder era cuestión de vida o muerte en la fortaleza. Uno tenía que seguir bien el juego o quedarse al margen. Harry trataba de no intervenir, de disfrutar los beneficios de su utilidad sin verse envuelto en la política local. Pero esta vez tenía que jugar. ¿Había ofendido gravemente a Christopher? ¿Y si así fuera, le preocupaba? Era extraño que los instintos viriles de Harry se hubieran extinguido tras la caída del cometa.

—Le pusimos en la carretera —dijo George Christopher—. A él y a Jerry Owen. Yo di las órdenes. Los echaron incluso del Shire, y esos chorizos trataron de vivir robándonos a nosotros. ¡Owen intentó enseñar comunismo a mis rancheros! Beck no se quedará aquí mientras yo viva.

Se oyó una risita al fondo de la habitación. Era de Leonilla Malik o de Pieter Jakov. Nadie prestó atención. No había nada divertido en la situación, y Harry se preguntó si habría ido demasiado lejos.

—Mientras discutes sobre Hugo Beck, los pies del doctor Forrester están cada vez peor. ¿Puedes ayudarles o primero has de arreglar las cosas con Beck?

—Eileen —dijo Al Hardy, sin apartar la mirada de Christopher y Beck, en el centro de la estancia—. Lleva al doctor Forrester a la cocina y cuida de él.

—De acuerdo.

Eileen indicó el camino al astrofísico, y éste la siguió rígidamente, con signos evidentes de agotamiento.

Hugo Beck se pasó la lengua por sus gruesos labios.

—Me conformaré con una comida —dijo Hugo, sudoroso—. Diablos, me conformaré con una galleta rancia. Sólo quiero saber que aún estáis aquí.

Los demás le miraron perplejos.

—Estamos aquí —dijo Al Hardy—. ¿Tienes información o no? Todavía no he despertado al senador, y quiere hablar con Harry.

Hugo tragó saliva.

—He estado con los bandidos, con el Ejército de la Nueva Hermandad.

—Hijo de perra —dijo Deke Wilson.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Al Hardy, súbitamente interesado—. ¿Te enteraste de algo?

—¿O te escapaste a la primera oportunidad que tuviste? —intervino Christopher.

—Me he enterado de lo suficiente para perder el juicio —dijo Hugo.

Harry asintió. Era la verdad estricta.

—Será mejor que nos lo digas —dijo Hardy. Se volvió hacia la cocina y añadió—: Alice, trae, un vaso de agua.

Harry pensó que Beck había logrado atraer su atención. Lo importante ahora era que hablase como un hombre.

—Son más de un millar —dijo Hugo. Vio que Deke Wilson retrocedía al oír aquello—. Tal vez el diez por ciento son mujeres, quizá más. No importa mucho. La mayoría de las mujeres están armadas. No podría decir quién está realmente al mando. Parece que es un comité. Aparte de eso, están muy bien organizados... ¡Pero, Dios, están locos de atar! Ese predicador chalado es uno de los líderes...

—¿Predicador? —le interrumpió Deke Wilson—. ¿Han abandonado entonces el canibalismo?

Hugo tragó de nuevo saliva y meneó la cabeza.

—No. Los Angeles del Señor no han abandonado el canibalismo.

—Será mejor que vaya en busca del senador. —Al Hardy salió de la estancia. Alice Cox entró con un vaso de agua y miró a su alrededor, insegura.

—Déjalo sobre la mesa —dijo George Christopher— Hugo, creo que debes esperar para proseguir tu historia.

—¡Te dije por qué me marché del Shire! —exclamó Hugo—. Mi propia tierra. ¡Mía, maldita sea! Me daban el doble de trabajo que a cualquier otro. Después de la catástrofe, dijeron que ellos tenían tanto derecho a la tierra como cualquier otro. ¿No fue así? Todos nosotros iguales, así es como lo entendí. Pues bien, ahora cada uno de ellos ha de demostrar que era mi igual de alguna manera, ahora que tienen la oportunidad de hacerlo.

Nadie replicó.

—Lo único que quiero es trabajo y un sitio donde dormir —dijo Hugo.

Miró a su alrededor, y lo que vio no era tranquilizador: la expresión despectiva de Christopher hacia un hombre que no podía dominar a sus propios trabajadores; Deke Wilson, temeroso tanto de oír como de no hacerlo; Eileen de pie junto a la puerta, la mujer del espacio en su silla, sin decir nada; la expresión sombría de Harry, que se preguntaba si, después de todo, debía haber traído a Hugo; el alcalde Seltz...

El alcalde se levantó de repente y acercó una silla a Hugo. Este se dejó caer en ella, susurrando las gracias. Luego el alcalde ofreció silenciosamente a Hugo el vaso de agua y regresó a su sitio.

Leonilla habló en voz baja a Pieter. Los demás seguían guardando silencio y todos oyeron las palabras rápidas. La miraron, y ella tradujo lo que había dicho.

—Una reunión en el Presidium —dijo—. Al menos, así es como imagino que debían ser tales reuniones. Perdonen.

George Christopher frunció el ceño, y luego se sentó. Poco después entró Al Hardy con el senador. Se detuvo en el umbral y llamó a Alice.

—¿Quieres ir en busca de Randall? Y trae también al señor Hamner. Será mejor que les lleves caballos.

El senador Jellison iba en zapatillas y llevaba batín. Su cabello gris canoso sólo estaba en parte peinado. Entró en la estancia y saludó a todo el mundo con movimientos de cabeza. Luego miró a Harry.

—Celebro que estés de vuelta —le dijo—. Empezábamos a preocuparnos por ti. Al, ¿por qué nadie le ha dado a Harry una taza de té?

—Me encargaré de eso —dijo Hardy.

—Gracias. —Jellison se dirigió a su sillón de respaldo alto y tomó asiento—. Siento haberte hecho esperar. Quieren que haga la siesta por la tarde. Señor Beck, ¿le ha hecho alguien alguna promesa?

—Sólo Harry. —El obsequio de la silla había restaurado un poco la compostura de Hugo—. Que saldré vivo de aquí. Eso es todo.

—Bien. Cuente su historia.

Hugo asintió.

—Usted nos envió a la carretera a Jerry Owen y a mí, ¿recuerda? Jerry estaba furioso y con deseos de matar. Hablaba de... venganza, de las semillas de rebelión que había plantado en sus hombres, señor Christopher.

George sonrió.

—Por poco le matan a patadas.

—Exacto. Jerry no podía ir muy de prisa y yo no quería seguir solo. Fue espantoso allá afuera. Una vez alguien nos disparó sin aviso, y corrimos como demonios. Fuimos hacia el sur, porque ésa era la dirección de la carretera, y Jerry no estaba en condiciones de subir a la Sierra, ni tampoco yo. Andamos todo el día y la mayor parte de la noche, y no sé qué distancia recorrimos, pues no teníamos más que un viejo mapa de la Union Oil, y ahora todo ha cambiado. Jerry encontró unas espigas que crecían en la cuneta. Parecían hierbajos, pero dijo que podíamos comer aquellos granos, y al día siguiente conseguimos encender fuego y los comimos. Son buenos.

—Oye, no necesitamos que nos cuentes cómo os las arreglasteis para comer —gruñó Christopher.

—Perdón, pero lo que viene ahora es importante. Jerry me contaba cosas extrañas. ¿Sabíais que le buscaba el FBI y todos los demás? Era general del... —Hugo hizo una pausa—. El Ejército de Liberación de la Nueva Hermandad.

—Nueva Hermandad —musitó Al Hardy—. Supongo que eso encaja.

—Así lo creo —dijo Hugo—. La cuestión es que utilizaba el Shire como escondrijo. Mantuvo la boca cerrada y nunca lo supimos, hasta después del cometa. Probablemente estábamos en el territorio del señor Wilson, y yo empezaba a pensar en desembarazarme de Jerry. Ir más lento no me molestaba, pero ¿cómo iba a unirme con la gente del señor Wilson si Jerry quería iniciar una revolución popular? Si hubiera visto una sola ventana iluminada me hubiese ido, y Jerry jamás habría sabido dónde.

«Pero no vimos casi nada. Una vez pasó un camión, pero no se detuvo. Pasamos junto a granjas rodeadas de barricadas, pero si nos acercábamos demasiado lanzaban los perros contra nosotros. Así que seguimos avanzando hacia el sur, cada vez más hambrientos, y hacia el tercer o cuarto día vimos un puñado de tipos desharrapados. Eran unos cincuenta y todos parecían al borde de la extenuación.

—Pensé en echar a correr, pero Jerry se dirigió directamente a ellos. Me llamó para que fuera con él, pero yo no tenía ningún deseo de unirme a aquella gente. Pensé que podrían ser los caníbales de los que Harry nos había hablado, pero no parecían peligrosos, sino tan sólo acabados.

—¿No llevaban uniformes militares? —preguntó Deke Wilson—. ¿Ni armas?

—No me acerqué lo suficiente para ver qué armas tenían, pero estoy seguro de que no había ningún uniforme militar.

—Entonces no era el Ejército de la Nueva Hermandad...

—Escucha —le interrumpió Harry—. Todavía no ha terminado.

Entró Eileen con una bandeja.

—Aquí tienes el té, Harry. —Sirvió una taza y la depositó en la mesa al lado del cartero—. Y el tuyo, senador.

Beck miró el té de Harry y luego sorbió un poco de agua de su vaso.

—Bien, Jerry se quedó con aquel grupo y yo me largué. Supuse que no volvería a verle y que podía volver a los terrenos del señor Wilson, pero me encontré con una anciana y su hija. Vivían en una casita en medio de un almendral y no tenían armas. Nadie las molestaba porque estaban alejadas de la carretera, y no habían salido desde la caída del cometa. La chica tenía diecisiete años y estaba enferma, con mucha fiebre, tal vez a causa del agua. Cuidé de ellas y me mantuvieron.

—¿De qué vivías? —le preguntó el alcalde Seltz.

—Principalmente de almendras. Además la señora tenía algunas conservas y un par de sacos de patatas.

—¿Qué les ocurrió? —quiso saber George Christopher.

—A eso iba. —Hugo Beck se estremeció—. Llevaba allí tres semanas. Cheryl, la chica, estaba muy mal, pero las obligué a hervir el agua y fue reponiéndose. Estaba ya bastante bien cuando. —Beck se interrumpió, luchando visiblemente por dominarse. Tenía lágrimas en los ojos—. Me gustaba de veras. —Se interrumpió de nuevo. Todos esperaron.

»No podíamos ir a ninguna parte a causa de la señora Home, la abuela de Cheryl. La señora Horne nos decía que nos marcháramos antes de que alguien nos encontrara, pero no podíamos dejarla allí. —Beck se encogió de hombros—. Así que nos encontraron. Primero pasó un jeep. No se detuvo, pero sus ocupantes parecían matones. Supongo que ellos dieron el aviso, porque poco después se presentaron diez tipos armados y nos cogieron. No dijeron ni una palabra. Nos metieron a Cheryl y a mí en el camión y se nos llevaron. Supongo que algunos de los otros se quedaron en la casa con la señora Horne. Por lo que sucedió luego, estoy seguro de eso. No iban a desperdiciar un lugar como aquel. Seguro que la mataron.

»Recorrimos varios kilómetros en el camión. Oscurecía cuando llegamos allí. Habían encendido fogatas, tres o cuatro. Les pregunté una y otra vez qué iban a hacernos, y ellos siempre me decían que me callara. Finalmente, uno de ellos me dio un puñetazo, y ya no dije nada más. Cuando llegamos al campamento nos encerraron con otra docena de personas, vigilados por tipos armados.

»Algunas de aquellas personas estaban heridas, cubiertas de sangre. Tenían heridas de bala, cuchilladas, huesos rotos... —Hugo se estremeció de nuevo—. Nos alegramos de no haber opuesto resistencia. Dos de los heridos murieron mientras esperábamos. Estábamos rodeados de alambre espinoso, tres tipos con metralletas nos vigilaban, y otros muchos armados iban de un lado a otro.

—¿Llevaban uniformes? —preguntó Deke Wilson.

—Algunos sí. Uno de los tipos con metralleta. Era un negro con galones de sargento.

Ahora Hugo parecía hablar con desgana. Las palabras le salían lentamente, con esfuerzo.

Al Hardy miró inquisitivamente al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento. Al se volvió a Eileen, que seguía en el umbral. Ladeó la cabeza hacia el estudio, y ella salió, caminando apresuradamente para no perderse el relato.

—Cheryl y yo hicimos hablar a los prisioneros —dijo Hugo Beck—. Había habido una guerra, y ellos la perdieron. Eran granjeros, y tenían un grupo como el del señor Wilson, creo, un puñado de vecinos que querían que les dejaran en paz.

—¿Dónde ocurrió eso? —preguntó Deke Wilson.

—No lo sé, pero no importa. Ya no están allí.

Eileen regresó con un vaso a medio llenar. Se lo ofreció a Hugo Beck.

—Tenga.

El hombre bebió, pareció sorprendido y bebió de nuevo, vaciando la mitad del líquido.

—Gracias, muchas gracias. —El whisky afirmó su voz, pero no cambió la expresión atormentada de su mirada—. Entonces llegó el predicador. Se acercó a la alambrada y empezó a hablar. Estaba muy asustado y no recuerdo todo lo que dijo. Se llamaba Henry Armitage, y estábamos en manos de los Angeles del Señor. Habló y habló, a veces con naturalidad, otras en un tono declamatorio, como si estuviera en el púlpito. Dijo que todos habíamos sido salvados, habíamos superado el fin del mundo y teníamos una finalidad en esta vida. Teníamos que completar la obra del Señor. El Martillo de Dios había caído, y el pueblo de Dios tenía una misión sagrada. Lo que escuché con más atención fue la alternativa que nos propuso: unirnos a ellos o morir. Si nos uníamos, tendríamos que disparar contra los que no lo hicieran, y entonces..

—Espera un momento. —La voz de George Christopher mostraba una mezcla de interés e incredulidad—. Henry Armitage era un predicador de la radio. Solía escucharle. Era un buen hombre. ¿Ahora dices que se ha vuelto loco?

A Hugo le costó mirar directamente a Christopher, pero habló con voz bastante firme.

—Está completamente ido, señor Christopher. Todos sabéis que la caída del cometa ha enloquecido a mucha gente. Armitage tenía más motivos que la mayoría.

—Pero lo que decía tenía sentido, siempre. De acuerdo, continúa. ¿Qué le hizo volverse loco y por qué te lo dijo a ti?

—¡Pero eso formaba parte de su discurso! Nos dijo que sabía que el Martillo de Dios traería el fin del mundo. Advirtió al mundo lo mejor que pudo, por la radio, la televisión, los periódicos...

—Eso es correcto —dijo George.

—Y el último día reunió cincuenta buenos amigos, no sólo miembros de su congregación, sino amigos, junto con su familia, y subió a lo alto de una montaña para observar. Vieron tres impactos. Aguantaron aquella misteriosa lluvia que empezó con bolitas de barro caliente y terminó como el Diluvio Universal, y Armitage esperó la llegada de los ángeles.

»Ninguno de nosotros se rió cuando dijo eso, pues no eran sólo los prisioneros los que escuchaban, sino muchos.. Angeles del Señor, como se llaman a sí mismos, que le habían rodeado y eran todo oídos. De vez en cuando exclamaban ¡amén! y agitaban sus armas ante nosotros. No nos atrevíamos a reírnos.

»Armitage esperó a que llegaran los ángeles en busca de su rebaño, pero nunca llegaron. Con el tiempo, bajaron la colina, en busca de seguridad.

»Anduvieron por la orilla del mar de San Joaquín, y vieron cadáveres por todas partes. Algunos de los amigos de Armitage perdieron la esperanza y murieron. El hombre estaba desesperado. Descubrieron toda clase de horrores, lugares en donde habían estado los caníbales. Algunos de ellos enfermaron, y un par de ellos fueron muertos a tiros cuando trataban de entrar en una escuela medio inundada...

—Vaya al grano —dijo el senador.

—Sí, señor. Lo estoy intentando. La parte que sigue es nebulosa. Durante todo ese tiempo. Armitage trató de imaginar dónde habían ido los ángeles, por así decirlo. Y en algún punto de su vagabundeo lo descubrió. Aquí encaja Jerry Owen, de alguna manera.

—¿Owen?

—Sí. Owen se había unido a aquel grupo. Según él, hizo que Armitage volviera a la vida. No sé si algo de eso es cierto, pero sé con certeza que en cuanto Jerry le pescó, Armitage se unió a la banda de caníbales, que ahora se llama Ejército de la Nueva Hermandad y está dirigido por los Angeles del Señor.

—¿Y Jerry Owen es su general? —preguntó George Christopher. Aquello parecía divertirle.

—No, señor. Ignoro cuál es su posición. Desde luego, es un dirigente, pero no creo que sea tan importante. Déjenme que les diga esto, por favor. Tengo que decírselo a alguien. —Alzó el vaso de whisky y se lo quedó mirando—. Esto es lo que Armitage dijo a los caníbales, y lo que nos dijo a nosotros.

Hugo se concedió tiempo para pensar mientras terminaba el whisky. Harry pensó que Hugo lo estaba haciendo bien, que no iba a tener problemas por su culpa.

—Nos dijo que la obra del Martillo no ha terminado, que Dios no pretendió terminar con la humanidad, sino que su propósito fue sólo destruir la civilización, de manera que el hombre pudiera vivir de nuevo como Dios lo desea. Se ganará el pan con el sudor de su frente. Ya no contaminará la tierra y el mar y el aire con la basura de una civilización industrial que le aleja más y más del camino de Dios. Algunos de nosotros hemos sido salvados para terminar la obra realizada por el Martillo de Dios.

»Y los que han sido salvados para ese fin son los Angeles del Señor. No pueden errar. El asesinato y el canibalismo son cosas que hacen cuando deben, y no manchan sus almas. Armitage nos exigió que nos uniéramos a los Angeles.

»En ese momento, unas doscientas personas agitaban metralletas, escopetas, hachas y cuchillos de carnicero. Una muchacha agitaba un tenedor, lo juro, esa clase de tenedor con dos largas púas que va en los juegos de trinchar... y todo aquello era bastante convincente. Pero Armitage era el más convincente de todos. Usted le ha oído, señor Christopher, y sabe que puede ser tremendamente convincente.

Christopher no dijo nada.

—Y los otros gritaban «Aleluya» y «Amén», y allí estaba Jerry, blandiendo un hacha y gritando con el resto de ellos. Pude ver en sus ojos que él era el causante de todo aquello. Me miró como si nunca me hubiera visto antes, como si no le hubiera dejado vivir en mi granja durante meses.

El senador, sentado en aquel sillón a modo de trono, alzó la vista. Había estado escuchando con los ojos entornados.

—Espera un momento, Hugo —le dijo—. ¿No fundaste el Shire con esa misma intención? Una vida natural, todo orgánico y autosuficiente, nada de jerarquías ni contaminación. ¿No era precisamente eso lo que buscabas? Porque parece como si ese Armitage quisiera lo mismo.

Aquel comentario sobresaltó a Hugo Beck.

—Oh, no, señor. No. Ya estaba harto de eso antes de que cayera el cometa, y después... Senador, nunca nos dimos cuenta de la cantidad de cosas modernas que teníamos. ¡Hasta teníamos dos hornos de microondas! Y aquel maldito molino de viento nunca produjo suficiente electricidad para mantener las baterías cargadas, y mucho menos para hacer funcionar las microondas, y después de que cayera el cometa lo destrozaron los huracanes. Tratamos de cultivar la huerta sin usar insecticida, sólo con fertilizante orgánico, y no fueron los seres humanos los que comieron la mayor parte de la cosecha, sino los bichos. Después de aquella experiencia yo quería echar insecticida, pero no lo hicimos, y un día tras otro alguien tenía que sentarse en el polvo y sacar bichos de las lechugas. Y teníamos el camión, un arado rotatorio y una segadora eléctrica. Teníamos un equipo de alta fidelidad, una colección de discos, luces estroboscópicas y guitarras eléctricas. Teníamos un lavavajillas y una secadora de ropa, pero colgábamos las ropas a secar para ahorrar gas. Oh, sí, a veces también lavábamos a mano la ropa, pero siempre había alguna ocasión especial en que no queríamos molestarnos.

»Y aspirina, agujas, imperdibles, una máquina de coser y una gran estufa de hierro forjado fabricada en Maine nada menos...

—Entonces debo entender que no estabas de acuerdo con Armitage —dijo el senador Jellison.

—No, pero mantuve la boca cerrada y observé a Jerry. Parecía importante, e imaginé que si él podía unirse a aquella banda y tener su propia hacha, también yo podría hacerlo. Cheryl y yo hablamos de ello en voz baja, porque ellos no aguantarían que ninguno de nosotros interrumpiera a Armitage, y estuvimos de acuerdo en que nos uniríamos al grupo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Así que nos unimos. De hecho, todos lo hicieron aquella vez. Más tarde hubo dos que retrocedieron, en el último...

Pareció como si Hugo tuviera un nudo en la garganta. Paseó su mirada angustiada por la estancia, y no encontró simpatía en nadie. Prosiguió apresuradamente su relato.

—Primero teníamos que matar a los que no quisieran unirse a la banda. Creo que nos hubieran dado cuchillos para hacerlo, pero no fue necesario, porque todo el mundo se unió. Luego había que cocer a los muertos. Eso lo hicimos, porque cuatro prisioneros habían muerto por heridas de bala. Un tipejo con aspecto conejil nos dijo que no podíamos utilizar a dos de ellos porque no parecían bastante saludables. ¡Sólo los sanos eran comestibles! Más tarde hablé con él y... —Hugo parpadeó.

»No importa. Había dos grandes cacerolas. Teníamos que descuartizar a los muertos, y Cheryl fue sintiéndose mal. Tuve que ayudarla. Nos dieron cuchillos y troceamos los cuerpos, y aquel médico con aspecto de conejo lo inspeccionaba todo antes de echarlo a la cacerola. Una mujer cogió un cuchillo de carnicero y se quedó mirando aquella... la mitad inferior de un hombre muerto. Entonces alzó las manos y echó a correr hacia un guardia. La mataron a tiros y el tipo aquel la inspeccionó y luego la descuartizamos a ella también.

»Y mientras el... cocido... iba haciéndose, Armitage no dejaba de predicar. Podía hacerlo durante horas sin detenerse. Todos los ángeles decían que aquello era una señal milagrosa, que un hombre de su edad pudiera predicar sin cansarse. Gritaba que nada les estaba prohibido a los Angeles del Señor, que nuestros pecados no eran perdonados. Llegó el momento y comimos. Un tipo que había soportado bien la carnicería no pudo comer. Entonces nos obligaron a derribarlo al suelo y degollarlo.

Hugo se detuvo, sin aliento, y el silencio se hizo en la estancia.

—¿Y tú comiste? —preguntó el senador Jellison.

—Sí, comí.

—Supongo que no pensarás que puedes quedarte aquí después de eso —dijo George Christopher casi con amabilidad.

Harry miraba a las mujeres. Eileen estaba serena, pero Harry observó que evitaba mirar a Hugo. La cosmonauta soviética, en cambio, le miraba horrorizada. A Harry le recordó la manera en que su hermana había mirado a una enorme araña que corría por la bañera que estaba a punto de llenar. Aquella mujer tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente a Hugo.

¡Vean ahora! El capitalista típico muestra ciertas tendencias que tenía latentes, de las cuáles el asesinato y el canibalismo...

Harry rogó que nadie mirase en su dirección. Nadie más sentía el impulso de echarse a reír. Tenía ganas de esconderse bajo la mesa.

—No, sé que no puedo quedarme aquí, ni en ninguna parte. En eso estriba su fuerza. Una vez has comido carne humana, ¿adonde puedes ir? Eres uno de ellos, y ese loco predicador te dice que todo está bien. Eres un Ángel del Señor. No puedes hacer nada malo, excepto huir, y entonces eres un apóstata. —Bajó el tono de voz y añadió—: Esa es su fuerza, y les va bien. Cheryl no quiso huir conmigo. Iba a entregarme a aquella gente, y tuve que matarla. Era la única forma de salir de allí... Ojalá no lo hubiera hecho, pero no tenía más remedio.

—¿Cuánto tiempo estuviste con ellos? —le preguntó Al Hardy.

—Unas tres semanas. Hubo otra guerra e hicimos más prisioneros. Todo fue igual que antes, sólo que ahora yo estaba fuera de la alambrada, con una pistola y gritando aleluya. Nos dirigimos de nuevo hacia el norte, hacia las tierras del señor Wilson, y cuando vi a Harry no me atreví a hablarle. Pero al ver que le dejaban libre...

—¿Te dejaron libre? —preguntó el senador.

—Sí, señor, pero se llevaron el camión —dijo Harry—. Tengo un mensaje para usted, de los Angeles del Señor. Por eso me soltaron. Cuando me capturaron les dije que era su cartero, que estaba bajo su protección, y les mostré aquella carta que usted escribió. Se echaron a reír, pero entonces Jerry Owen dijo...

—Owen de nuevo —dijo Christopher—. Sabía que debía matarle.

—Así que Owen es uno de los líderes —dijo Al Hardy.

Harry se encogió de hombros.

—Le escuchan, pero él no da ninguna orden, o al menos nunca vi que lo hiciera. Dijo que yo sería la persona más indicada para traerle un mensaje, y lo he traído. Había andado algunos kilómetros por la carretera cuando Hugo me dio alcance, y después de que me dijera cómo estaban las cosas aquí, pensé que debería oír esa historia antes de leer la carta que le han enviado.

—Sí. Has hecho bien, Harry —dijo Jellison—. ¿Qué dices, George? Beck fue expulsado por orden tuya.

Christopher parecía aturdido por todo lo que había oído.

—Podemos darle veinticuatro horas. Que pase aquí la noche y le daremos tres comidas como es debido.

—Creo que deberíamos leer ese mensaje antes de decidir nada —dijo Al Hardy—. Y necesitamos mucha más información. ¿Qué fuerza tienen, Hugo? Has dicho que son unos mil hombres. ¿Es un cálculo correcto?

—Es lo que Jerry Owen dijo que le había dicho el sargento Hooker. Creo que es más o menos correcto. Pero cada vez son más. Se han apoderado de Bakersfield. Todavía no se han organizado ahí, pero son los dueños, y su gente anda buscando entre los restos de la ciudad... armas y reclutas.

—¿Así que son más de un millar?

—Creo que sí, pero quizá no todos estén armados, ni muchos de ellos reclutados todavía.

—Parece que están en condiciones de doblar sus efectivos después de una... una ceremonia de iniciación —dijo Hardy—. Tenemos problemas. Has mencionado al sargento Hooker. ¿Quién es?

Beck se encogió de hombros.

—Sólo sé que manda mucho. Es un militar negro, o al menos lleva uniforme militar. Hay generales y otros jefes, pero el sargento Hooker los supera a todos en rango. No le he visto mucho. Tiene su propia tienda, y cuando va a alguna parte le llevan en un coche lleno de guardaespaldas. Armitage le habla siempre con mucha cortesía.

—Un negro —dijo George Christopher. Miró a Rick Delanty, que había permanecido sentado en silencio mientras Beck contaba su historia. Luego apartó apresuradamente la vista.

—Hay otros dirigentes negros —dijo Beck—. Pasan mucho tiempo con Hooker. Y hay que ir con cuidado para no decir nada malo de los negros, los chicanos o cualquier otro. Los dos primeros días te zurran si lo haces, lo mismo que si un negro insulta a un blanco, pero si no aprendes con rapidez piensan que no te has convertido realmente...

—No os preocupéis por mí —dijo Rick Delanty—. Tengo toda la igualdad que siempre he deseado.

Harvey Randall y Tim Hamner entraron en la sala, con sillas plegables de la biblioteca. Eileen se acercó a Tim y le susurró algo apresuradamente, y todo el mundo trató de ignorar la creciente expresión de horror en el rostro de Hamner. Alice Cox trajo lámparas de keroseno. Su alegre resplandor amarillo parecía fuera de lugar.

—¿Quiere que encienda fuego, senador? —preguntó Alice.

—Sí, por favor. ¿Viste su arsenal, Hugo?

—Sí, señor. Había muchas armas. Ametralladoras, algunos cañones y morteros...

—Necesito detalles —dijo Al Hardy—. Todos los necesitamos, y las cosas empiezan a complicarse. Podríamos necesitar más de un día para obtener toda la información útil que tiene Hugo. Señor Christopher, ¿podría reconsiderar su postura?

—No le quiero aquí. No puede quedarse.

Hardy se encogió de hombros.

—¿Y el gobernador? Hugo, ¿qué sabe del vicegobernador Montross?

—Nada, excepto que está allí. Cuando va a alguna parte está rodeado de guardaespaldas, igual que el sargento Hooker. El gobernador nunca se dirigió a nosotros, pero a veces nos dieron mensajes en su nombre.

—¿Pero quién está al mando de ese grupo? —preguntó Hardy.

—¡No lo sé! Creo que es un comité. Nunca llegué a hablar con los jefes... La mía era una mujer negra llamada Cassie, una mujerona de mal genio y muy creyente. Los jefes verdaderos eran Armitage y el sargento Hooker. El gobernador, tal vez. Y un negro de la ciudad, un tal Alim Nassor...

—¿Alim Nassor? —preguntó Randall—. Le conozco. Una vez le entrevistamos. Era un líder por naturaleza, muy poderoso en la zona de Watts.

Eileen se apartó de Tim y fue a arrodillarse al lado de Randall. Mientras le susurraba algo, Harry la miró con curiosidad. ¿Podía asombrarse de algo un reportero de la televisión? Sí, indudablemente. Y asustarse también, por lo que Harry podía juzgar. No era el único. Deke Wilson parecía cada vez más angustiado. No era sorprendente que el territorio de Deke fuera más pequeño cada vez que Harry pasaba por allí. Y ahora la Nueva Hermandad se encontraba en la zona principal de las tierras de Deke.

George parecía disgustado.

—Tengo deseos de vomitar cada vez que le miro, senador. ¿Cuánto whisky le queda? Le doy medio litro del licor barato que tengo por un trago de buen whisky ahora mismo.

—El cambio no es necesario —dijo Jellison—. Eileen, ¿quiere traer una botella, por favor? Creo que a todos nos irá bien un trago. Y me parece que hay más noticias. Harry, hablaste de una carta.

—Sí, señor.

—Creo que voy a leerla mientras bebemos.

Harry se levantó y se aproximó al senador. Sacó un sobre de un bolsillo interior y se lo entregó a Jellison. El senador lo abrió cuidadosamente y sacó varias hojas de papel. Estaban escritas a mano, con trazos gruesos, con alguien que tenía una excelente caligrafía. Harry tenía grandes deseos de saber qué decía la carta, pero regresó a su sitio.

Eileen trajo una botella de whisky de buena calidad y sirvió a todos. Nadie lo rechazó. Llenó el vaso de Hugo Beck, el cual lo bebió ansiosamente.

Harry pensó que si aquel hombre podía encontrar alcohol, estaría borracho el resto de su vida.

—¿Cómo es su situación alimenticia? ¿Es desesperada o simplemente pasan hambre? —preguntó Christopher.

—Ni siquiera pasan hambre —dijo Hugo—. Su médico, ese tipo con aspecto de conejo, dice que tienen bastantes vitaminas, y yo mismo comí bien. —Vio la expresión de los demás y exclamó—: ¡No! ¡Sólo comí carne humana dos veces! ¡En los rituales! La mayor parte de la comida que nos daban procedía de los supermercados, pero también había algunos animales. No necesitan el canibalismo. Sólo lo practican cuando hay nuevos reclutas. Es un ritual.

—Un ritual muy útil —dijo Harvey Randall. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Miren a Hugo. Le han circuncidado el alma. Le han puesto una marca que todo el mundo puede reconocer. Eso es lo que sientes, ¿verdad, Hugo?

El interpelado asintió.

—¿Y si te dijera que no es en absoluto visible? —Hugo pareció confundido. Harvey añadió—: Exacto. Sabes que esa marca sigue ahí.

—A algunos les gusta el sabor —susurró Hugo, muy bajo pero de forma audible.

Deke Wilson habló con voz llena de terror.

—¡Y yo soy el siguiente! ¡Vendrán a por mí dentro de cuatro días!

—Tal vez podamos pararlos. —Jellison alzó la vista de la carta—. Este documento es interesante. Es una proclamación de autoridad por parte del gobernador en funciones Montross. Y hay una carta dirigida a mí en la que me invita a discutir las condiciones en que mi organización puede integrarse en la suya. Las palabras son corteses, pero perentorias, y aunque no nos amenaza directamente, detalla algunos incidentes desgraciados en los que varios grupos se negaron a reconocer su autoridad y tuvieron que ser tratados como rebeldes. —Jellison se encogió de hombros—. Pero no menciona a los caníbales ni a los Angeles del Señor.

—No querrá decir... que no me cree, ¿verdad, senador? —preguntó Hugo Beck en tono desesperado.

—Te creo —dijo Jellison—. Todos te creemos. —Miró a su alrededor y los demás hicieron gestos de asentimiento—. Bien, esto nos da dos semanas de tiempo, y menciona la zona de White River, en las tierras de Deke, así como las nuestras. Puede deberse simplemente a que quieren coger a Deke desprevenido, pero también puede significar que han retrasado su ataque...

—Creo que no presentarán batalla todavía —dijo Hugo Beck—. Acaban de descubrir algún otro lugar. Creo que irán primero ahí.

—¿Dónde? —preguntó Hardy.

Resultó evidente que Hugo consideró la posibilidad de plantear un trato, pero la rechazó.

—La central nuclear, el llamado «Proyecto Nuclear San Joaquín». Acaban de descubrir que la central todavía funciona, y eso les ha puesto como locos.

Johnny Baker habló por primera vez.

—No sabía que hubiera una central nuclear en el valle de San Joaquín.

—Todavía no la habían inaugurado —dijo Harvey Randall—. Aún está en construcción. Creo que habían llegado a la etapa de pruebas antes de que cayera el cometa. No le dieron demasiada publicidad, a causa de la oposición de los ecologistas.

Los cosmonautas intercambiaron excitadamente unas palabras en ruso. Baker y Delanty intervinieron, hablando mucho más lentamente. Luego habló Baker:

—Estábamos buscando una central nuclear en funcionamiento. Creímos que la de Sacramento podría haber sobrevivido. ¿Dónde está la central de San Joaquín? Hemos de salvarla.

—¿Salvarla? —preguntó George Christopher en tono colérico—. ¿Podemos salvarnos a nosotros mismos? ¡No lo creo, maldita sea! ¿Cómo ha podido aumentar tanto ese ejército de caníbales?

—Mahoma —dijo Harvey Randall.

—¿Qué?

—Cuando Mahoma empezó tenía cinco seguidores. En cuatro meses dominó Arabia. En un par de años dominó la mitad del mundo. Y la Nueva Hermandad tiene esa misma clase de crecimiento.

El alcalde Seltz meneó la cabeza.

—Senador... No sé qué pensar. ¿Podemos detener a ese grupo? Tal vez deberíamos marcharnos a la Sierra mientras tengamos oportunidad de hacerlo.

Hubo un largo silencio.

EL MAGO

La tecnología muy avanzada se confunde con la magia.

Arthur C. Clarke


Dan Forrester dormitaba ante el fogón de la cocina, en el que ardía la madera. Se había lavado y vendado los pies. Se había inyectado insulina, confiando en que aún estuviera en buen estado, pero a la vez temiendo que no fuera así. Era muy difícil permanecer despierto.

Maureen Jellison y la señora Jellison le habían mimado trayéndole ropas limpias, ¡y secas!, y sirviéndole té caliente. Era muy agradable estar allí sentado, sintiéndose a salvo. Podía oír las voces que llegaban de la estancia vecina. Dan trataba de seguir la conversación, pero los ojos se le cerraban y tenía que hacer un esfuerzo para no ceder al sueño.

Dan Forrester se había pasado la vida descifrando las reglas del universo. Nunca había tratado de personalizarlo. Sin embargo, cuando cayó el cometa sintió en el fondo un pequeño arrebato de ira.

Había olvidado aquella ira, la misma que sintió cuando supo por primera vez que era diabético. Las reglas del universo nunca habían favorecido a los diabéticos, y hacía mucho tiempo que Dan lo había aceptado así. De todos modos, se había propuesto sobrevivir metódicamente.

Día tras día seguía vivo. Exhausto, ocultándose de los caníbales, cada vez más hambriento, plenamente consciente de lo que le ocurría a la insulina y a sus pies, había seguido adelante. Aquella ira contenida siempre le había acompañado... pero ahora algo cedía dentro de él. La comodidad física y el consuelo de la amistad le permitían recordar que estaba cansado, enfermo y que sus pies se habían vuelto como madera quebradiza. Apartó aquellos pensamientos a causa de las palabras que le llegaban de la habitación vecina.

Hablaban de caníbales. El Ejército de la Nueva Hermandad. Un ultimátum para el senador. Un millar de hombres... Habían tomado Bakersfield y podían haber doblado su número... Dan Forrester suspiró profundamente. Miró a Maureen.

—Parece que se acerca la guerra. ¿Hay un almacén de pinturas por aquí?

Ella frunció el ceño. Otros se habían vuelto locos después de haber soportado menos desgracias que Dan Forrester.

—¿Un almacén de pintura?

—Sí.

—Creo que sí. Cerca de Porterville había un establecimiento de Standard Brands. Creo que estaba inundado.

Dan trató de disciplinar sus pensamientos.

—Tal vez haya cosas en bolsas de plástico. ¿Y fertilizante? ¿Tienen aquí? Amoníaco, por ejemplo. Se usa para...

—Sé para qué se usa —dijo Maureen—. Sí, tenemos un poco. No es suficiente para las cosechas.

Forrester suspiró de nuevo.

—Puede que nunca haya cosechas. O quizá podamos utilizarlo más tarde, cuando sea posible cultivar. ¿Había muchas piscinas? ¿Una tienda de material para piscinas?

—Sí, había una. Ahora está bajo el agua...

—¿A qué profundidad?

Ella le miró atentamente. Dan tenía un aspecto terrible, pero sus ojos sólo reflejaban cordura. Sabía lo que preguntaba.

—No lo sé. Eso estará anotado en los mapas de Al Hardy. ¿Es importante?

—Creo que sí... —Se interrumpió bruscamente. Estaba escuchando. En la otra habitación hablaban de una central nuclear. Forrester se levantó. Tuvo que sujetarse a la silla—. ¿Quiere ayudarme a ir ahí, por favor? —Su voz tenía un tono de disculpa, pero de alguna manera daba a entender que no aceptaría una negativa—. Ah, una cosa más. ¿Dónde hay una gasolinera? Necesitaré varios botes de disolvente de grasa.

Confusa, Maureen ayudó a Forrester a trasladarse hasta la sala de estar.

—No lo sé. Aquí tenemos una estación de servicio, pero era muy pequeña. En Porterville las había mayores, naturalmente, pero estaban bajo la presa y quedaron anegadas. ¿Por qué? ¿Qué puede usted hacer con todo eso?

Forrester había llegado a la sala de estar y entró apoyado en el brazo de Maureen. Johnny Baker, que estaba hablando, se interrumpió y le miró. Los demás también lo hicieron.

—Siento interrumpirles —dijo Forrester. Miró a su alrededor en busca de una silla.

El alcalde Seltz era el más próximo a él y se levantó del sofá. Fue a la biblioteca en busca de una silla plegable, mientras Forrester ocupaba el lugar del alcalde en el sofá.

—Lo siento —repitió Forrester—. ¿Ha preguntado alguien dónde estaba la central nuclear de San Joaquín?

—Sí —dijo Al Hardy—. Sé qué estaba en alguna parte del valle, pero debe estar sumergida. Se encontraba en medio del valle. No puede funcionar...

—Estaba en las colinas de Buttonwillow —dijo Forrester—. Lo miré en un mapa, y eso está a cierta altura por encima de las tierras circundantes. De todos modos, pensé también que se habría inundado, y no pude llegar al borde del mar San Joaquín a causa de los caníbales.

Hardy pareció reflexionar. Eileen Hamner salió apresuradamente y volvió con un mapa. Lo extendió en el suelo, delante del senador, y lo estudió junto con Hardy.

Maureen Jellison cruzó la estancia y se sentó en el suelo cerca de Johnny Baker. Sin darse cuenta sus manos se encontraron.

—Esa zona está a quince metros bajo el agua —anunció Al Hardy—. Hugo, ¿estás seguro de que la central funciona?

—Los Angeles así lo creen. Como he dicho, se pusieron locos.

—¿Por qué? —preguntó Christopher.

—Es una guerra santa —dijo Hugo Beck—. Los Angeles del Señor no viven más que para destruir las obras prohibidas del hombre, lo que queda de la industria. Les vi atacar lo que quedaba de una central termoeléctrica. No utilizaron armas ni dinamita. Se lanzaron al ataque con hachas, palos y manos. Ya estaba en estado ruinoso, naturalmente, inundada. Pero cuando terminaron, nadie podría decir qué había sido aquello. Y mientras la destruían Armitage les gritaba que llevaran a cabo la obra del Señor.

»Todas las noches predica lo mismo. Destruid los trabajos del hombre. Hace tres días... Creo que fue hace tres días... —Hugo contó con los dedos—. Sí, hace tres días oyeron decir que la central nuclear todavía funcionaba. ¡Creí que Armitage iba a sufrir una hemorragia cerebral! A partir de ese momento no dejó de predicar que era preciso destruir la ciudadela de Satán. ¡Nada menos que energía nuclear! El compendio de todo cuanto odian los Angeles. Incluso Jerry Owen estaba excitado. Solía hablar de la posibilidad de salvar algunas cosas. Las plantas hidroeléctricas, tal vez, si podían reconstruirlas sin dañar la Tierra. Pero odiaba las centrales nucleares incluso antes de que cayera el cometa.

—¿Destruyen toda la tecnología? —preguntó Al Hardy.

Hugo Beck meneó la cabeza.

—El sargento Hooker y los suyos conservan todo lo que consideran útil, cualquier cosa que tenga valor militar. Pero todos estuvieron de acuerdo en que no querían una central nuclear en el valle. Jerry Owen se refirió a que sabía la manera de destruirla.

—No podemos permitir que hagan eso —dijo Dan Forrester. Se inclinó hacia adelante y habló resueltamente. Había olvidado dónde estaba, el largo vagabundeo hacia el norte, tal vez incluso la caída del cometa—. Tenemos que salvar la central. Podemos construir de nuevo una civilización si tenemos electricidad.

—Tiene razón —dijo Rick Delanty—. Es importante...

—También es importante conservar la vida —dijo el senador Jellison—. Pero hemos oído que la Nueva Hermandad tiene más de un millar de hombres, tal vez muchos más. Nosotros podemos disponer de quinientos, y muchos de ellos no estarán bien armados. Pocos tienen alguna clase de instrucción para el combate. Seremos afortunados si podemos salvar este valle.

—Papá —dijo Maureen—. Creo que el doctor Forrester tiene algunas ideas al respecto. Me preguntó sobre... Dan, ¿por qué quería datos sobre disolventes de grasas y tiendas de material para piscinas? ¿En qué pensaba?

Dan Forrester suspiró de nuevo.

—Tal vez no debería sugerir esto. He tenido una idea, pero puede que no les guste.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Al Hardy—. Si sabe algo que puede ayudarnos, dígalo. ¿Qué es ello?

—Bueno, probablemente ya habrán pensado lo mismo —dijo Forrester.

—Maldita sea... —empezó a decir Christopher.

El senador Jellison alzó la mano.

—Créame, doctor Forrester, no va a ofendernos. ¿Qué se le ha ocurrido?

Forrester se encogió de hombros.

—Gas mostaza, bombas de termita, napalm. Y creo que también podríamos fabricar gas nervioso, pero no estoy seguro.

Se hizo un largo silencio, que finalmente rompió el senador Jellison.

—Que los diablos se me lleven —dijo en voz baja y entre dientes, pero todos le oyeron.

LA EXPEDICIÓN

El mundo debe llegar a su fin esta noche,

y el Hombre se perderá de vista,

Pero de vez en cuando anhelaremos

las cosas que hemos dejado atrás...

Balada europea, 1000 d. C.


Tim Hamner terminó su cena mientras Eileen llenaba una mochila con prendas de vestir. Soplaba un fuerte viento frío procedente de la Sierra, un viento cargado de cellisca que se abatía contra la cabaña, pero no encontraba ningún resquicio por donde colarse. La pequeña lámpara de keroseno de Eileen emitía un resplandor cálido, y la estufa mantenía la cocina caliente y seca. Por el momento, Tim se sentía tranquilo. Miraba la abertura de ventilación de la estufa, donde diminutas llamas azuladas se retorcían y elevaban.

—Es mejor que molestes al tigre en su madriguera —dijo como si hablara consigo mismo.

Eileen alzó la vista.

—¿Cómo?

—Es la introducción de un relato de ciencia ficción escrito por Gordon Dickson. No sé si es una cita real o se la inventó Dickson. Dice: «Es mejor que molestes al tigre en su madriguera antes que al sabio entre sus libros, pues para ti los reinos y sus ejércitos son objetos poderosos y duraderos, más para él no son sino juguetes del momento, que serán derribados sólo con el movimiento de un dedo.»

—¿Puede hacerlo de veras? —preguntó Eileen.

—¿Forrester? Es un mago. Si Forrester dice que puede fabricar napalm, bombas y gas mostaza, es que puede hacerlo. —Tim suspiró—. Ojalá no tuviéramos que hacerlo. Me educaron para que odiara el gas venenoso. Naturalmente, no creo que importe si se trata de gas o de una bala. Un muerto es un muerto.

Cogió su rifle y un trapo grasiento de una bolsa sobre la mesa y empezó a limpiar el cañón.

—¿Es preciso que vayas? —inquirió Eileen.

—Convinimos en que no hablaríamos de esto —dijo Tim.

—No me importa lo que convinimos. No quiero que vayas. Yo...

—A mí tampoco me gusta mucho la idea —confesó Tim—. Pero ¿qué podemos hacer? Forrester insistió. El se quedará aquí y construirá armas terribles para defender la fortaleza si enviamos refuerzos a la central nuclear. —Tim movió la cabeza, con un gesto admirativo—. Es el único hombre en el mundo que ha podido chantajear al senador y a George Christopher. No parecía tener tanto aplomo, con todas esas excusas y parpadeos, pero estoy seguro de que no pensaba decir una palabra más sobre armas hasta que ellos accedieran a sus peticiones.

—¿Pero por qué has de ir tú? —insistió Eileen. Metió un par de calcetines recién tejidos, confeccionados con pelo de perro.

—¿Para que más puedo servir? Tú lo sabes muy bien, pues ayudaste a Hardy a preparar los programas de trabajo. No sé nada de cultivos y no soy tan buen mecánico como Brad, no monto bien a caballo y no puedo ir con el grupo de Christopher... Podría formar parte del escuadrón suicida. Es lo único que queda.

—Oh, no hables así.

Eileen dejó su tarea y se acercó a su lado. Tim le dio unas palmaditas en el vientre.

—No te preocupes. Volveré, nadando si es preciso, o repitiendo el numerito del coche que avanza por el agua. Quiero ver a nuestro niño o niña. ¿O serán mellizos? Ya tienes un poco el aspecto de un signo de interrogación.

Se dio cuenta de que hablaba por hablar y que se notaba el miedo bajo aquella cháchara.

—Tim...

—No lo hagas más difícil, Eileen.

—No. Ya está todo preparado.

Tim oprimió el botón de su reloj.

—Aún queda una hora para la partida —dijo. Se levantó y tomó a Eileen de un brazo—. Te cogí.

—Tim...

—¿Sí?

—¿Has hecho la reserva en el Savoy?

—Todo estaba reservado. Encontré un sitio más cerca.

—Estupendo.

Eran doce hombres, al mando de Johnny Baker. Tres de ellos eran rancheros de Deke Wilson. También estaba Jack Ross, cuñado de Christopher. A Tim no le sorprendió ver a Mark Czescu y Hugo Beck entre los voluntarios. Reconoció a la mayor parte de los otros como rancheros del valle, pero uno de los hombres, de edad mediana y que vestía unas ropas demasiado grandes para su talla, era desconocido. Tim se acercó a él y se presentó.

—Me llamo Jason Gillcuddy —dijo el hombre—. Vi sus programas de televisión. Encantado de conocerle.

—Gillcuddy. Ese nombre me suena. ¿Dónde lo habré oído?

Jason sonrió.

—Tal vez por mis libros. Es lo más probable. Harry y yo estamos casados los dos con Donna... Donna Adams. Su madre armó un escándalo por eso.

—Oh. —Tim siguió la mirada de Gillcuddy y vio a una muchacha esbelta, rubia, que no tendría veinte años, al lado de Eileen. Colocó la mochila en el camión y se puso el rifle al hombro—. ¿Cuánto falta para salir? —preguntó al escritor.

—Están esperando algo —dijo Jason—. No sé qué será. No hace falta que nos quedemos aquí. Hasta luego.

Jason se dirigió hacia Harry y la muchacha. Esta abrazó a Gillcuddy mientras Harry los miraba.

Tim se preguntó qué pensaría Hardy de aquello. Le gustaban las cosas claras. ¿Y qué vínculo tenían Jason y Harry? ¿Seguían siendo cuñados aunque los dos fueran maridos de la misma mujer? Sin duda era un arreglo conveniente, pues Harry se pasaba semanas enteras fuera del rancho, en expediciones de vigilancia, y alguien tenía que cuidar del rancho Chicken mientras Harry estaba ausente. Tim encontró a Eileen con Maureen Jellison.

—Parece que mi cometa está alterando las normas convencionales —dijo inclinando la cabeza en dirección a Harry, Jason y Donna.

Eileen le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Hola, Maureen —saludó Tim—. ¿Dónde está el general Baker?

—Saldrá dentro de un momento.

Eileen, Maureen y Donna tenían las tres el mismo aspecto. Tim sintió un impulso de reír, pero se contuvo. Se parecían exactamente a las mujeres de las películas de John Wayne, cuando los soldados de caballería estaban a punto de cruzar las puertas del fuerte. ¿Habrían ellas visto las películas o John Ford supo captar la realidad?

Se acercó un pequeño camión del que bajaron dos rancheros. El jefe de policía Hartman bajó de la cabina.

—Cuidado con eso —dijo a los rancheros. Miró a su alrededor y se acercó a Tim y Maureen—. ¿Dónde está el general? —preguntó.

—Dentro.

—Bueno, de todos modos será mejor que lo sepa más de uno. Venga a ver, señor Hamner. Hemos traído su equipo de radio. —Señaló las cajas que los rancheros estaban cargando en el camión—. Funciona con una batería de coche. Esa otra caja contiene una antena direccional. Se coloca en el lugar más alto que pueda encontrar, dirigiéndola hacia nosotros. Desde la central nuclear son veinte grados magnéticos. Es posible que podamos oírle, aunque nadie podría asegurarlo. Estaremos a la escucha cinco minutos antes y cinco después de cada hora. Es el canal trece. Y tenga en cuenta que la Nueva Hermandad puede escucharle también. ¿Está claro?

—Sí. —Tim repitió las instrucciones.

Johnny Baker salió de la casa. Llevaba un rifle y tenía una pistola al cinto. Maureen se acercó a él y le abrazó.

Todos tenían semblantes sombríos. Tim decidió que parecer despreocupado era un esfuerzo inútil. Mark Czescu parecía indecentemente alegre, pero aquella alegría armonizaba con su forma de ser. Tim le había oído preguntar a Harry, el cartero, con toda inocencia, si debían llamar a aquello la «Guerra del camión de Harry». Mark no sabía por qué luchaban, ni le importaba.

Hugo Beck estaba más sombrío que el resto. Si los Angeles capturaban al apóstata tendría razón... pero tal vez tenía razón ahora. Nadie se acercaba a él. Se sentía como un pobre paria.

—¿A qué diablos esperamos? —preguntó Jack Ross. Tenía la envergadura de un Christopher, y era un hombre macizo y colérico. Le faltaban tres dedos de la mano izquierda y tenía una cicatriz que le llegaba hasta el codo, debido a un accidente con la máquina segadora. Su fino bigote rubio apenas era visible.

—A los exploradores —dijo Baker—. No pueden tardar.

Rick Delanty parecía de malhumor. Se acercó a Baker, ignorando a los que rodeaban a éste.

—Johnny, quiero ir contigo.

—No.

—Maldita sea...

—Ya te lo he explicado —dijo Baker. Apartó a Delanty a un lado. Tim apenas podía oír sus voces. Se esforzó por entender lo que decían—. No podemos arriesgar a todos los astronautas. Tampoco podemos dejar aquí un ruso solo, y de todos modos los rusos no servirían de mucho. Esta es una misión diplomática. Puede que no fueran bien recibidos.

—Bueno, que se queden aquí y llévame a mí.

—¿Y quién cuida de ellos, Rick? Son nuestros amigos y se lo prometimos. Les dijimos que vinieran a nuestra casa y que tendrían un guía nativo. Ya viste cómo reaccionaron estos granjeros. Los rusos no son populares precisamente ahora.

—Tampoco lo son los negros.

—Pero tú sí. ¡Eres un héroe del espacio. Se lo prometimos, Rick. Y bajamos en su cápsula.

—Entonces quédate e iré yo. Maldita sea, Johnny, esa central nuclear es importante.

—Lo sé. Ahora recuerda dónde vamos y dime lo que pensará cualquiera que vea un rostro negro desde cierta distancia. No puedes hacer de embajador. Calla y acata las órdenes, coronel Delanty.

Rick se quedó un momento en silencio.

—Sí, señor. Me gustaría presentar una queja pero no sé la dirección del inspector general.

Baker dio unas palmadas a Delanty en el hombro y volvió a Tim, el cual no mencionó nada de lo que había oído.

—Te necesitan dentro —le dijo.

Hamner parpadeó.

—De acuerdo.

Entró en la casa, todavía sujetando la mano de Eileen. La hinchazón de su vientre sólo empezaba a notarse, pero le hacía perder el equilibrio; tropezó y tuvo que sostenerse del brazo de Tim.

Jellison, Hardy y Dan Forrester estaban en la sala de estar. Forrester entregó a Tim una bolsa de plástico que contenía papeles.

—Son algunas otras ideas que he tenido. El general Baker también tiene copias, pero...

—De acuerdo —dijo Tim.

—Si tenéis ocasión, explorad la orilla occidental —dijo Al Hardy—. Nos gustaría saber cómo están las cosas allí. Y aquí tienes una lista de cosas que podríamos usar.

Tim miró los papeles. A través del plástico sólo podía ver la primera hoja. Era una lista: óxido de hierro (se encuentra en tiendas de pintura, recibe el nombre de pigmento rojo; también se encuentra en piezas oxidadas en los cementerios de coches; también puede extraerse de cualquier hierro oxidado, convirtiéndolo en polvo fino); aluminio en polvo (se encuentra en tiendas de pintura en forma de pigmento); escayola...

La lista era larga, y la mayor parte de los artículos parecían inútiles. Pero Tim sabía que en las demás hojas estaban indicados los medios para convertir aquellos artículos corrientes en armas mortíferas. Miró a Forrester.

—No me gustaría nada tenerte en contra mía —le dijo.

Forrester pareció azorado.

—Recuerdo todo lo que leo, y leo mucho.

—¿Has practicado alguna vez buceo sin escafandra? —le preguntó Al Hardy. Era una extraña pregunta.

—Sí.

—Lo suponía —dijo Hardy—. Resulta que tú y Randall sois los únicos que habéis tenido esa idea. Ese campamento de pescadores cerca de Porterville tiene equipos de inmersión que pudieron rescatar, y nos los venden junto con los botes. —Hardy miró tristemente a Forrester—: Esta expedición es cara. No puedes imaginar hasta qué punto. Hemos tenido que hacer trueques por los botes, y necesitan gasolina, de la que no tenemos bastante. Y todos esos sacos que te llevas... Buen fertilizante...

—Lo siento —dijo Forrester.

—Está bien —dijo Hardy—. Hamner, en el valle hay poblaciones sumergidas. Confiamos en que tú o Baker tendréis ocasión de efectuar algunas operaciones de rescate. Ambos tenéis experiencia en submarinismo, pero el único traje de hombre rana que hemos podido conseguir es pequeño. No sé si le irá bien a Baker, pero me temo que no, así que tú tendrás que sumergirte. Hay otra lista entre esos papeles que te ha dado Forrester. Cosas que necesitamos. Pero a esto debes darle prioridad.

—Y queremos información —dijo el senador Jellison. Hablaba en tono de fatiga, y a Tim le pareció que tenía mal aspecto, pero tal vez sólo se debía a la pálida luz amarilla de la lámpara de keroseno—. Hemos tenido un breve contacto por radio con gente al otro lado del San Joaquín —añadió el senador—. Allí había muchos yacimientos petrolíferos, y parece que hay supervivientes. Por la radio parecían amistosos, pero vete a saber. Averigua cuanto puedas. Tal vez lo sepan los de la central nuclear. Podrían ser aliados, y Baker tiene autoridad para hacer tratos. Tú no, pero conoces las condiciones mejor que Johnny. El necesitará tu consejo.

Tim se quedó pensativo.

—Todo el mundo ha supuesto que la gente de la central nuclear nos recibirá bien, pero ¿y si no es así? Yo creía que mi observatorio... Bueno, ¿qué hacemos si son hostiles?

—En ese caso Baker tiene instrucciones —dijo Jellison—. Advertidles del peligro de los caníbales y dejadles solos.

—Y ved lo que se puede salvar en el valle —dijo Hardy—. No podemos dejar que este gasto de gasolina y mano de obra sea inútil.

Un ranchero asomó la cabeza por la puerta.

—Los exploradores han vuelto —anunció—. Todo está bien. Tenemos los botes.

Hardy asintió.

—Bien Hamner, despídete. Ahora averiguaré con exactitud cuánto nos cuesta todo esto.

Tras decir aquellas palabras en tono disgustado, Hardy salió de la estancia.

Bajo la poblada barba negra, los labios de Dan Forrester formaban una línea dura. Forrester no siempre mostraba su enojo. Ahora se mostraba en su forma de farfullar las palabras.

—Abandonar la central nuclear no sería la solución óptima —dijo.

—La salvaremos. Tú custodia el frente civil.

Tim salió a la fría noche. Faltaban cuatro horas para el alba.

Cuando el camión se alejó, Maureen se esforzó por contener las lágrimas. Contempló las luces traseras hasta que se desvanecieron en la carretera del sur.

Pensó que todo aquello era lógico. Si tenían que enviar una expedición, era lógico que la mandara Johnny Baker. La gente le conocía. Podían reconocerle o al menos sabían quién era, y nadie más en la fortaleza reunía esas condiciones. George Christopher y los demás que iban a caballo podrían avanzar por el lado oriental del valle, sin bajar las colinas, buscando ranchos, valles organizados y gente a la que pudieran reclutar para resistir el ataque de los caníbales. Pero nadie al otro lado del San Joaquín habría oído hablar de los Christopher, y en cambio conocerían a Johnny Baker. Johnny era un héroe.

Maureen no deseaba entrar. Allí estarían Al Hardy y Harvey Randall, trabajando con el doctor Forrester, planeando la actividad del día siguiente, localizando suministros y productos químicos que Forrester podría usar. También su padre estaría allí. No quería ver a Harv en aquellos momentos, ni tampoco a su padre.

—No soy más que un premio en un maldito concurso —dijo en voz alta—, en un cuento de hadas. ¿Por qué nunca habla nadie en favor de la princesa?

Difícilmente podía culpar a su padre por aquella situación, aunque se sentía tentada a hacerlo. Pero no podía negar la lógica de las cosas.

Era preciso que la fortaleza tuviera aliados, gente que se les pudiera unir para luchar contra los caníbales, y aquella gente estaba sólo en las montañas, donde los hombres no podían llegar más que a pie o a caballo. En su mayoría serían de la región. Era lógico enviar a veinte personas del lugar que subirían a las montañas a caballo, dirigidas por uno de ellos, un buen jinete: George Christopher.

Y, gracias a la suave extorsión de Forrester, era preciso salvar la central nuclear. Pero, cortados todos los vínculos con el exterior, ¿cómo sabrían los defensores distinguir a los amigos de los enemigos? Lo mejor era enviar a un hombre con cierta autoridad militar, un hombre que cualquier adulto norteamericano reconocería en medio de la niebla o en una noche sin luna: el general Johnny Baker.

Quedaba, pues, Harvey Randall para trabajar con el doctor Forrester, al que había conocido en una vida anterior, en la preparación de las armas para defender la fortaleza.

Y así los caballeros cabalgaban en todas direcciones, y el que regresara con el premio —su vida— heredaría a la princesa y la mitad del reino. Todos podían regresar. Sí, podría suceder. ¿Pero cuándo tendría elección la princesa?

—Hola.

Ella no se volvió a mirar.

—Johnny es tan notorio... —musitó.

—Sí —dijo Harv. Se preguntó en silencio si los Angeles que odiaban la central nuclear sentirían algo parecido hacia el programa espacial. Alguien como Jerry Owen reconocería a Baker con la misma rapidez que cualquier empleado de la central nuclear—. Por eso está aquí —añadió al cabo de un rato.

Como ella no respondió, ni siquiera se volvió, Harvey volvió a entrar en la casa.

Había cuatro botes para veinte hombres. Dos eran pequeños yates a motor con camarote, pequeñas embarcaciones de fibra de vidrio utilizadas en los lagos interiores y propulsadas por motores fuera borda. Había también un esquife de fondo plano, propulsado igualmente por un fuera borda, y el Cindy Lu, que era una especie de bomba, un bote de seis metros de largo con el espacio justo en el centro para que se sentaran dos personas. El resto estaba ocupado por un enorme motor interno recubierto de cromo brillante.

El Cindy Lu había perdido la mayor parte de su pintura metálica anaranjada. El cromo no brillaba cuando Johnny Baker la iluminaba con la linterna. Era una embarcación de carreras, pero no correría mucho llevando a remolque una balsa con bidones de petróleo a modo de flotadores y cargada de suministros.

—Esto ha sido todo un hallazgo —dijo Horrie Jackson—. Podemos usarla para...

—¡Es maravillosa! ¿A quién le importa su utilidad?

El líder del campamento de pescadores se echó a reír.

—Un poco estrecha, ¿no? Pero el senador quería algo que pudiera remolcar una carga. Me parece bien disponer de un vehículo rápido, por si tenemos que huir repentinamente.

—No vamos ahí para huir —le dijo Baker.

Jackson sonrió, mostrando que le faltaba un diente.

—General, yo voy porque me han contratado. Algunos de mis muchachos van porque el hombre del senador dijo que llevaría a sus mujeres a ese valle y las mantendría durante el invierno. No sé qué hace aquí el último de los astronautas.

—¿No le importa? —preguntó Baker—. ¿No cree que vale la pena salvar esa central? ¡Podría ser la última central nuclear de la Tierra!

Jackson meneó la cabeza.

—General, después de lo que he visto, no puedo pensar más que en el presente inmediato, y todo lo que sé en este momento es que usted va a alimentarme algún tiempo. Recuerdo... —Enarcó las cejas—. Parece que fue hace mucho tiempo. Los periódicos clamaban porque el gobierno iba a instalar una central nuclear en nuestra región y hablaban de las posibilidades de accidentes... No recuerdo los detalles, pero no me emociona ir a salvar una central atómica.

—Ni ninguna otra cosa —dijo Jason Gillcuddy—. Es el síndrome del desastre.

—Subamos a bordo —dijo fríamente Horrie Jackson.

Tim Hamner hizo su elección: uno de los botes tenía un toldo, que servía de protección contra la lluvia. Se sentó al lado de Hugo Beck. Era preciso romper el aislamiento de aquel hombre. Mark y Gillcuddy subieron al mismo bote. Horrie Jackson se sentó en el asiento del piloto y luego miró a su alrededor. Vio que Johnny Baker estaba al mando de la Cindy Lu.

—Supongo que no será demasiado rápida para un astronauta, pero no se mojará tanto bajo el toldo.

Baker se echó a reír.

—¿Qué le importa un poco de lluvia a un hombre enamorado? —replicó, poniendo en marcha el motor.

La pequeña flota se apartó lentamente de la orilla y avanzó por el mar interior. Las aguas eran peligrosas, con las copas de los árboles que sobresalían, los detritus flotantes y los postes telefónicos. Horrie Jackson abría el camino en su pequeño yate con camarote. La parte superior de un silo indicaba el lugar donde debía hallarse un granero sumergido. Horrie maniobró con el timón; parecía saber exactamente dónde debía girar para encontrar el canal entre las islas y obstrucciones.

La noche no era totalmente oscura. Una débil luminosidad entre la lluvia señalaba a la luna oculta por la constante cubierta de nubes.

Mark sacó tortas de maíz y las ofreció a sus compañeros. Llevaban bolsas de harina de maíz y bastantes tortas para alimentarse mientras cruzaran las aguas..., o fueran bastantes hasta que Hugo Beck puso una de ellas en la mano de Horrie.

—¡Eh! —exclamó Horrie. La mordió, luego se la metió toda en la boca y trató de hablar a pesar de aquella masa—. Aquí tengo pescado seco. Tomadlo. Es todo vuestro. Quiero todas las tortas de que podáis prescindir, todas para mí.

Mark le miró estupefacto.

—¿Qué tienen de especial las tortas de maíz?

Horrie terminó de tragar la torta.

—Tienen de especial que no son pescado. Mira, tengo la impresión de que todo el mundo se muere de hambre, excepto nosotros. No pasamos hambre, aunque nos fue muy mal durante un par de meses. Luego, de repente, empezamos a encontrar pescado en todas partes, pero sólo de dos clases, barbos y carpas. El único problema es cocinarlos. Nosotros...

—¡Espera! —exclamó Mark—. ¿Has dicho carpas?

—Eso parecen, pero son mayores que las carpas doradas corrientes. Es lo que estás comiendo ahora. Gary Fisher dice que la carpa puede alcanzar cualquier tamaño. Los barbos siempre estuvieron ahí, en los arroyos. Anda, pásame esa bolsa de tortas.

Cumplieron los deseos de Horrie, y Tim comió con entusiasmo. Hacía mucho tiempo que no probaba pescado, y era bueno, aunque estuviera seco. Se preguntó por qué de repente había tanto pescado, pero pronto cayó en la cuenta de que las fuentes alimenticias de los peces habían aumentado considerablemente con tantos cuerpos muertos que flotaban en el agua. Aquel pensamiento sólo le molestó un instante.

—¿Pero por qué hay tantas carpas doradas? —quiso saber Mark Czescu.

Gillcuddy se echó a reír.

—No es difícil imaginarlo. Tenemos un mar de agua dulce cuyo caudal va en aumento. Por otra parte, tenemos una sala de estar con una pecera que contiene una carpa dorada. El agua sube, entra por las ventanas y, de repente, el más dócil de los animalitos domésticos es expulsado de su encierro y va a parar al ancho mundo. «¡Al fin libre!», grita. —Gillcuddy mordió un filete de carpa y añadió—: La libertad tiene su precio, naturalmente.

Horrie comía tortas de maíz sin decir nada.

Mark rebuscó en sus bolsillos y sacó un pequeño fragmento de puro. Se lo metió en la boca y lo masticó.

—Sería capaz de matar a alguien por un Lucky Strike —dijo.

—Puede que tengas la oportunidad de hacerlo —comentó Jason Gillcuddy.

Mark sonrió en la oscuridad.

—Así lo espero. Por eso me ofrecí voluntario.

—¿De veras? —le preguntó Tim.

—No, no fue por eso, sino porque cualquier cosa es mejor que partir rocas.

Algo pasó por la mente de Gillcuddy que le hizo reír.

—Veamos —dijo—. Serías capaz de matar por un cigarrillo Lucky. ¿Mutilarías a alguien por un Tareyton?

—¡Desde luego! —exclamó Mark.

—Y supongo que llenarías a uno de insultos por un Carlton —dijo Hugo Beck. Todos rieron, pero brevemente. Hugo Beck todavía les ponía nerviosos.

—Ahora ya sabéis por qué estoy aquí —dijo Mark—. Pero, ¿y tú, Tim?

Tim meneó la cabeza.

—En su momento me pareció una buena idea. No, olvidad que he dicho eso. Parece como si debiera algo a alguien... —La gente a la que había dejado atrás cuando escapaba del desastre en el coche, los policías que se esforzaban para limpiar de escombros un hospital mientras una ola inmensa avanzaba hacia ellos... —Y Eileen está embarazada.

No dijo más, y al cabo de un momento Horrie Jackson le preguntó sin mirarle.

—¿Y qué vas a hacer?

—Tendré un niño. ¿Te das cuenta?

Hugo Beck intervino aunque nadie le había preguntado.

—Yo estoy aquí porque nadie se digna mirarme en la fortaleza.

—Me alegro de que estés aquí —le dijo Tim—. Si alguien quiere rendirse, le dirás lo que eso significa.

Beck reflexionó en aquellas palabras.

—No es necesario que sepan nada de mí, ¿verdad?

Los demás intercambiaron miradas.

—No, hasta que sea inevitable —dijo Tim rápidamente, y se volvió a Jason—. Tu caso no lo comprendo. Eres amigo de Harry. No creo que te hayan obligado a venir.

Jason rió entre dientes.

—No, soy un auténtico voluntario. Tenía que hacerlo. ¿No habéis leído ninguno de mis libros? —Prosiguió antes de que ninguno pudiera responder—: Están llenos de las maravillas de la civilización, las grandes cosas que la ciencia hace por nosotros. Decidme, ¿cómo podía negarme a ir voluntario en esta loca misión? —Gillcuddy miró la oscuridad del agua y la noche—. Pero hay lugares en los que preferiría estar.

—Claro —dijo Tim—. El hotel Savoy de Londres, con Eileen. Ahí es donde quiero estar.

—Y Hugo quiere tener el Shire de nuevo —añadió Mark.

—No —negó Hugo Beck con voz firme—. No, yo quiero la civilización. —Como nadie le interrumpió siguió hablando con vehemencia—: Quiero un coche con calefacción, y hablar con los guardias para que no pongan multas. Quiero ver Lo que el viento se llevó en un canal no comercial, sin interrupciones. Quiero cenar en el restaurante Mon Grenier con una mujer que no sepa deletrear la palabra «ecología» pero que haya leído el Kama Sutra.

—Y haya descubierto los errores —dijo Mark.

—¿Conoces Mon Grenier? —le preguntó Gillcuddy.

—Claro. Vivía en Tarzana. ¿Has estado allí?

—Tenían una estupenda ensalada de setas —replicó Gillcuddy.

—Y bullabesa, con un Mosela helado —añadió Tim. Hablaban de cosas que nunca habían probado y que ahora nunca probarían.

—Y perdí la mayor parte de mis oportunidades —dijo Hugo Beck—. Tenía que poner en marcha una maldita comuna. Amigos, dejadme que os diga que eso no funciona.

—Nunca lo hubiera dicho —dijo Jason. Hugo Beck se replegó ante la ironía en el tono de Gillcuddy, y éste añadió rápidamente—. De todos modos, aquí tenemos milagros. —Golpeó con el pie un gran saco que yacía en el fondo del bote—. ¿Funcionará esto?

—Forrester dice que sí —dijo Mark—, sobre todo si le das una buena patada. Pero no tenemos demasiado. Hardy regatea mucho.

Desde su puesto ante el timón, Horrie Jackson se volvió hacia los otros.

—Eso es verdad. La prueba es que estoy aquí.

La cortina gris de la lluvia fue aclarándose. A ciento cincuenta millones de kilómetros hacia el este el Sol debía seguir inmutable ante el mayor desastre registrado por la historia escrita. Los botes flotaban en un mar interminable salpicado de escombros. Los cadáveres de seres humanos y animales ya habían desaparecido. Horrie Jackson aumentó un poco la velocidad, pero siguieron avanzando con precaución, pues había troncos, fragmentos de casas, neumáticos hinchados, los despojos de la civilización. Las copas de los árboles parecían conjuntos rectangulares de abultados arbustos, pero había también árboles aislados y algunos estaban apenas sumergidos. Cualquiera de ellos podía rasgar el fondo del bote.

—Eh, Mark —dijo Hugo Beck—. ¿Qué harías por un cigarrillo Silva?

—Quítame la mano de la rodilla y te lo diré.

Jackson condujo la embarcación guiado por la brújula, mientras el alba despuntaba con una luz sombría. En el lago no había más que la flotilla. Cindy Lu avanzaba penosamente detrás, arrastrando una gran carga. Horrie gritó por encima del ruido de su propio motor:

—Volveré con un bote cargado de pescado, suficiente para alimentar a todo el mundo en esa central nuclear. A cambio quiero bastantes tortas de maíz para llenar el saco que contenía el pescado. No es un saco muy grande...

Tim Hamner escudriñó a través de la lluvia. Parecía haber algo delante. Primero vio una isla con formas rectangulares enhiestas. Pero a medida que se acercaban vio que algunas de las formas eran cilindros, y muy grandes. Trató de ver movimiento, formas humanas. Tenían que haber oído el rugido del motor de la Cindy Lu.

Alim Nassor encontró a Hooker y Jerry Owen en el puesto de mando. Había mapas desplegados sobre la mesa, y Hooker movía pequeñas fichas de cartón sobre ellos. Una voz atravesó la pared de tela de la tienda y atronó en los oídos de Alim.

—Pues su orgullo es el orgullo de los magos antiguos, quienes pensaron en someter toda la naturaleza a su mandato. Pero el nuestro es el orgullo de los que confían en el Señor. No necesitamos las armas de los magos, sino el favor del Señor...

Hooker alzó la vista, disgustado.

—Loco hijo de perra.

Alim se encogió de hombros.

Necesitaban a Armitage, y a pesar de la forma cínica de hablar que usaban cuando Armitage no estaba presente, la mayoría de ellos creían al menos parcialmente en el mensaje del predicador.

—Bueno, no me parece mal destruir esa maldita central nuclear —dijo Hooker—. Sé que hemos de hacerlo, pero...

—¡Claro! —exclamó Jerry Owen sin importarle interrumpir—. Se necesita mucha industria para sostener una cosa así. Si tenemos esa central, querremos usar la electricidad, primero porque nos conviene, luego porque la necesitaremos, y entonces será demasiado tarde. Tendremos necesidad de todas las demás industrias para mantener la central en funcionamiento. La sociedad industrial de nuevo, y eso es el fin de la libertad y la hermandad, porque necesitaremos volver a la esclavitud para...

—Ya dije que te creía. Por favor, guárdate tus condenados discursos.

—¿Entonces cuál es el problema? —preguntó Owen.

—Bueno, la central no se irá a ningún sitio. Esperará hasta que estemos preparados. Hay que saber cuándo. Mira, cuando empezamos no queríamos más que un sitio donde escondernos. Como el terreno del condenado senador, un sitio que podamos defender, nuestro. Pero no podemos hacer eso.

—Renunciaste a eso la primera vez que metiste a un hombre en la cacerola.

—¿Crees que no lo sé, estúpido? —preguntó Hooker con un nerviosismo apenas disimulado—. Así que ahora estamos en las montañas rusas. No podemos detenernos. Hemos de seguir creciendo, apoderarnos de todo el maldito estado, y tal vez más. No hay duda de que no podemos parar ahora.

Señaló el mapa.

—Y el valle del senador está exactamente aquí. No podemos ir más al norte hasta que nos apoderemos de sus tierras. Ni siquiera podemos hacernos con White River y esas colinas mientras la gente del senador pueda invadir nuestro territorio siempre que quieran. En Vietnam aprendí una cosa: si dejas al enemigo un lugar donde retirarse y organizarse, no podrás vencerle. ¿Y sabes qué está haciendo el senador? —Hooker deslizó un dedo por la línea de colinas al este del mar de San Joaquín—. Ha enviado cincuenta hombres a caballo aquí arriba. Estás reclutando gente, y en nuestros flancos. No sé cuánta gente habrá en esas colinas, pero si se juntan todos podrán causarnos problemas. Así que no vamos a darles la oportunidad de hacerlo. Tenemos que atacar al senador, y hacerlo ahora, antes de que se organice.

—Ya veo —dijo Jerry Owen, acariciándose la barba rubia—. Y el profeta quiere que vayamos a buscar la central nuclear...

—Exacto —dijo Hooker—. Dirigir todo el ejército hacia el sur. ¿Ves lo que eso significa? ¿Pero cómo diablos convenzo a ese loco hijo de perra para que me deje acabar con la propiedad del senador antes de ir a la central nuclear?

Owen se quedó pensativo.

—Tal vez no sea necesario. Mira, no creo que haya más de cincuenta o sesenta personas en esa central. No presentarán batalla. Puede que haya bastantes más entre mujeres y niños, pero no estarán preparados para luchar. Y están aislados, no pueden tener mucha comida, ni munición, ni verdaderas defensas...

—¿Quieres decir que será fácil vencerlos? —preguntó Alim Nassor.

—¿Hasta qué punto será fácil? —quiso saber Hooker—. ¿Cuántos hombres serían necesarios?

Jerry se encogió de hombros.

—Dame doscientos hombres. Y algunas piezas de artillería. Morteros. Bastará alcanzar las turbinas con morteros para terminar con la electricidad. Y sin electricidad no podrán utilizar el reactor nuclear, que necesitan para las bombas. Si destruyes las turbinas, todo se viene abajo.

—¿Y estallará? —preguntó Alim Nassor. La idea le excitaba y asustaba a la vez—. ¿Habrá una gran nube en forma de hongo? ¿Y la contaminación? Tendremos que alejarnos rápido, ¿verdad?

Jerry Owen le miró con expresión divertida.

—No, no habrá una gran luz blanca ni una enorme nube en forma de hongo. Lo siento.

—Yo no lo siento —dijo Hooker—. Una vez nos hagamos con ese sitio, ¿puedes construirme algunas bombas atómicas?

—No.

—¿No sabes hacerlo?

Hooker mostró su decepción. Owen había hablado como si lo supiera todo. Y Owen se ofendió.

—Nadie puede hacerlo. Mira, no se pueden construir bombas atómicas con combustible nuclear. No es un material adecuado, no ha sido diseñado para eso, ni tampoco para estallar. Diablos, probablemente no conseguiremos una destrucción completa. Duplican o triplican las medidas de seguridad.

—Vosotros siempre decíais que no eran seguras —dijo Alim.

—No, claro que no lo son, pero hay que saber qué entendemos por seguridad. —Jerry Owen señaló con la mano hacia el norte, en dirección a la presa derruida y la anegada ciudad de Bakersfield, una serie de islas cubistas en un mar de suciedad—. Aquella era una central hidroeléctrica, ¿y era segura? La gente que no se atrevería a acercarse a una central nuclear vivía al lado de las presas.

—¿Entonces por qué la detestas? —preguntó Hooker—. Tal vez... Tal vez deberíamos salvarla.

—No, maldita sea —dijo Jerry Owen.

Alim miró a Hooker. Era una mirada que decía: «Ya has vuelto a darle cuerda.»

—Es demasiado, ¿no os dais cuenta? —preguntó Owen—. La energía atómica hace que la gente crea que los problemas pueden resolverse con la tecnología. Allenta el despilfarro. Tienes la energía, la usas y pronto necesitas más, de modo que sacas de la tierra diez mil millones de toneladas de carbón al año, con la consiguiente contaminación. Las ciudades llegan a ser tan grandes que se pudren en el centro. Surgen los guetos. ¿No lo veis? La energía atómica hace que sea fácil vivir fuera de equilibrio con la naturaleza, por algún tiempo, hasta que finalmente no es posible recuperar el equilibrio. El cometa nos ha dado una oportunidad de regresar al modo de vida para el que estamos hechos, a ser amables con la Tierra...

—De acuerdo, maldita sea —dijo Hooker—. Coge doscientos hombres y un par de morteros y vete a destruir esa central. Asegúrate de que el profeta sabe lo que haces. Tal vez se callará durante el tiempo suficiente para que me organice. —Hooker miró el mapa—. Vete a jugar, Owen. Nosotros iremos tras el verdadero enemigo.

Hooker pensó que Owen pediría voluntarios, y sonrió. Los más locos irían con Owen y dejarían en paz a Hooker por algún tiempo.

Adolf Weigley introdujo a Tim en una agradable habitación. Cierto que estaba atestada: una serie de gruesos cables pasaban por orificios practicados en una pared, se dividían, subdividían y extendían por conductos metálicos suspendidos debajo del techo. ¡Pero había luz eléctrica! Dos de las paredes estaban cubiertas por paneles verdes llenos de botones, lucecitas e interruptores, y todo estaba limpio como un quirófano.

—¿Qué es esto? —preguntó Tim—. ¿La sala de control?

Weigley se rió. Era un muchacho alegre, libre del síndrome del desastre, y hablaba con familiaridad de toda la tecnología. Su rostro lampiño le hacía parecer más joven de lo que era; casi todos los hombres de la fortaleza llevaban barba.

—No, es la sala de extensión de cables. Pero es el único sitio disponible para que pueda usted dormir. Ah... —Sonrió con malicia—. No se le ocurra tocar ningún botón.

—No se preocupe.

Tim miró los extintores de incendio, las luces parpadeantes y los gruesos cables, todo exactamente en su sitio, envuelto en una luz indirecta. Podía oír el rumor apagado de la energía.

—Deje su mochila ahí —le dijo Adolf—. Otras personas dormirán también en esta sala. Procure no quedarse en el medio, pues los operadores de turno tienen que trabajar aquí. A veces han de hacerlo con rapidez. —Su sonrisa se desvaneció—. Y algunas de estas líneas tienen un voltaje muy alto. Permanezca apartado.

—Desde luego. Dígame, Adolf, ¿cuál es su trabajo aquí?

Weigley parecía demasiado joven para ser un ingeniero, pero era corpulento como un obrero de la construcción.

—Soy aprendiz del sistema energético —dijo Weigley—, lo cual significa que lo hago todo. ¿Ya ha dejado sus cosas? Vamos. Me han dicho que le enseñe la instalación y le ayude a instalar la radio.

—Bien... ¿Así que lo hace todo?

Weigley se encogió de hombros.

—Cuando estoy de servicio me siento en la sala de control y tomo café y juego a cartas hasta que el operador de turno decide lo que hay que hacer. Entonces lo hago. Puede ser cualquier cosa. La lectura de los instrumentos, apagar un incendio, conectar un enchufe. Girar una válvula. Reparar una rotura en un cable. Cualquier cosa.

—Así que es usted una especie de robot de los ingenieros.

—¿Ingenieros?

—Los operadores de servicio.

—No son ingenieros. Todos empezaron como yo. Un día seré operador, si esto sigue funcionando. Mire, Hobie Latham empezó andando con raquetas de nieve en la Sierra, midiendo el espesor de la nieve para averiguar el aflujo de aguas que podríamos esperar en primavera, y ahora es el director de operaciones.

Salieron a la explanada llena de barro, rodeada de altos riberos de tierra en los que trabajaban los hombres, vertiendo cemento para reforzar la ataguía de seguridad de la central. Otros hombres hacían cosas incomprensibles con elevadores de cargas. La explanada bullía de una actividad al parecer caótica, pero todo el mundo parecía saber qué estaba haciendo.

Tim sintió una sensación de vulnerabilidad al pensar que se encontraba en los terrenos de la central y que el agua del exterior estaba a diez metros por encima de ellos. El Proyecto Nuclear San Joaquín era una isla hundida, rodeada por reparos de tierra levantados con bulldozers. Unas bombas se encargaban de la filtración a través de los muros de tierra. Una brecha en los reparos de tierra, o un día sin energía para las bombas, bastaría para que la central se inundara.

Los holandeses habían vivido siempre con aquellos conocimientos, y lo que habían temido llegó a ocurrir. No era concebible que Holanda hubiera sobrevivido a los maremotos que siguieron a la caída del cometa.

—Creo que el mejor lugar para instalar la radio es una de las torres de enfriamiento —dijo Adolf—, pero están separadas de la planta. Subió por una escalera de madera hasta el borde del ribazo y señaló con la mano.

A unos treinta metros de distancia emergían las torres de enfriamiento en medio del agua. Eran cuatro, rodeadas por un ribazo más pequeño que había sufrido fuertes filtraciones. Las bases de las torres estaban parcialmente inundadas. De cada una de ellas surgía un espeso humo blanco que iba ascendiendo hacia el cielo, hasta desvanecerse.

—No van a tener problema para encontrar este lugar —dijo Tim.

—No.

—Vaya, creía que las centrales nucleares no contaminaban.

Adolf Weigley se rió.

—Eso no es contaminación. Es sólo vapor de agua. ¿Cómo iba a ser humo? Aquí no quemamos nada. —Señaló un estrecho puente de tablones que unía el ribazo con la torre más próxima—. Ese es el único camino, a menos que vayamos en bote. Pero sigo creyendo que es el mejor sitio para la radio.

—Yo también, pero no podemos transportar la antena por ese puente tan estrecho.

—Claro que podemos. ¿Está preparado? Vamos a buscar las cosas.

Tim subió con precaución la escalera empinada que zigzagueaba alrededor de la gran torre. Una vez más le impresionó la organización de la central nuclear. Weigley había ido a la explanada y regresó con hombres para transportar la radio, las baterías de automóvil y la antena, y fueron capaces de llevar todo aquel material a través del estrecho puente de madera en un solo viaje y volver a su trabajo. Sin preguntas, discusiones ni protestas. Tal vez la caída del cometa había cambiado algo más que las costumbres matrimoniales. Tim recordó haber leído en la prensa que el Proyecto Nuclear San Joaquín había estado plagado de huelgas y discusiones sobre qué sindicato representaría a los trabajadores, el precio de las horas extras, las condiciones de vida... Los problemas laborales habían retrasado la puesta en funcionamiento casi tanto como los ecologistas, los cuales habían puesto todo su empeño en impedir que nunca llegara a hacerlo.

Llegó a lo alto de la torre, que tenía quince metros de altura y cuya parte superior se encontraba a unos diez sobre el nivel del agua. La base de la torre estaba rodeada por una presa que dejaba entrar el agua, y las bombas funcionaban para mantener expeditas las aberturas de admisión. Había un fuerte viento en el fondo de la torre. Esta era grande, con más de sesenta metros de diámetro. La plataforma sobre la que estaba Tim era una gran placa metálica horadada por innumerables agujeros. Las bombas aspiraban el agua y la vertían en la plataforma, donde permanecía estancada con una profundidad de algunos centímetros e iba goteando al interior de la torre. Una docena de columnas cilíndricas más pequeñas se elevaban a seis metros por encima de la plataforma, y de cada una de ellas salía vapor. La plataforma vibraba con el zumbido de las bombas.

—Este es un buen lugar para la radio —dijo Tim. Miró dubitativamente el mar de San Joaquín y añadió—: Pero es un poco expuesto.

Weigley se encogió de hombros.

—Podemos colocar algunos sacos de arena, construir un refugio. También podemos instalar una línea telefónica desde aquí hasta la planta. Usted ha de decidir si quiere la radio aquí.

Tardaron una hora en instalar la antena direccional y afianzarla en una de las pequeñas columnas. Tim conectó la radio a las baterías. Cuidadosamente hicieron girar la antena direccional para que señalara veinte grados magnéticos, y Tim consultó su reloj.

—No estarán a la escucha hasta dentro de un cuarto de hora. Tomemos un descanso. Cuénteme cómo van las cosas aquí. Ha sido una verdadera sorpresa descubrir que estaban aquí, que la central funciona.

Weigley se apoyó en la barandilla.

—A veces me sorprende a mí también —confesó.

—¿Estaban aquí cuando...?

—Sí. Naturalmente, ninguno de nosotros creía que el cometa iba a chocar. Para el señor Price fue un día de trabajo como otro cualquiera. El absentismo laboral le puso furioso. Mucha gente no se presentó a trabajar. A mí y a otros nos envió al valle, para que llenásemos los depósitos de los camiones. Cargamos diesel, gasolina, todo lo que pudimos. En el desviadero del ferrocarril encontramos un vagón lleno de harina y judías, y el señor Price nos hizo cargar con todo. Fue una suerte que lo hiciera. No había mucha variedad, pero no pasamos hambre. ¿De qué se ríe?

—A los pescadores les ocurre lo mismo con la comida.

—¿Y quién no siente así? ¿Puede usted creer que nunca volverá a comer un plátano? A propósito, nos iría bien un poco de zumo de naranja. Estamos preocupados por el escorbuto.

—El naranjo se ha extinguido en California. A veces encontramos algún sobre de naranjada en polvo en un mercado inundado. —Cuanto más miraba Tim el muro de tierra entre él y el mar de San Joaquín, más grande le parecía—. Adolf, ¿cómo habéis podido levantar eso mientras el valle se inundaba?

—Nosotros no hubiéramos podido. Es una historia absurda. La idea inicial era emplazar la central más allá, cerca de Wasco. El señor Price la quería aquí, en la colina, porque las condiciones son más favorables para las torres de enfriamiento, y no teníamos que excavar los estanques tan hondos. A los directores del Departamento no les gustó, porque así la central era más visible.

—¡Oh, pero es hermosa! Es como una cubierta de Historias Asombrosas de los años 1930. ¡El futuro!

—Eso es lo que dijo el señor Price. En cualquier caso, situaron la central aquí, en la colina.

No era, con propiedad, una colina, sino un cerro bajo. La central no estaba a más de seis metros de altura por encima del valle que la rodeaba.

—Y una vez que hicieron el trabajo, los del Departamento se asustaron y construyeron los ribazos. No por alguna razón especial, sino para ocultar la central de modo que los ecologistas no pensaran en ella cuando pasaran por la autopista cinco. ¡Y entonces algunos de los bastardos que intentaron acabar con la central pusieron el grito en el cielo porque habíamos gastado más dinero de la cuenta en los ribazos! Pero resultó útil. Todo lo que tuvimos que hacer fue excavar con los bulldozers bastante tierra para llenar las grietas, los lugares por donde pasaban las carreteras y la vía férrea. Nos fue francamente bien, porque el nivel del agua subió rápidamente tras la caída del cometa.

—Desde luego. Yo tuve que conducir atravesando aquel mar —dijo Tim.

—¿Cómo fue eso?

Tim se lo explicó.

—¿Ha oído hablar alguna vez de los Holandeses Errantes?

Wigley meneó la cabeza.

—Pero no hemos tenido mucho contacto con gente de fuera. El alcalde Allen no creyó que fuera buena idea.

—Allen. Le he visto. ¿Cómo llegó aquí?

—Apareció poco antes de que el nivel del agua fuera demasiado alto. Estaba en el ayuntamiento cuando el maremoto asoló Los Angeles. Parece que fue algo horrible. En cualquier caso, se presentó al día siguiente con una docena de policías y funcionarios del ayuntamiento. Ya sabe, la ciudad de Los Angeles era propietaria de la central antes de que cayera el cometa...

—Así que el alcalde Allen es quien manda aquí.

—¡No! El jefe es el señor Price. El alcalde es un huésped, como usted. ¿Qué sabe ese hombre de centrales nucleares?

Tim no comentó que era Weigley quien le había dicho que el alcalde no quería contactos con el exterior.

—De manera que, al mantener la central en funcionamiento, se han librado de la catástrofe —dijo Tim—. ¿Qué piensan hacer con ella?

Weigley se encogió de hombros.

—Eso depende del señor Price. No ha sido tarea fácil mantener la central en marcha. Todo tiene que funcionar a la vez. Podemos producir un millar de megawatios.

—Con eso se podría iluminar...

—Diez millones de bombillas —dijo Weigley sonriendo.

—Es mucho, sí. ¿Hasta cuándo podrán mantener esa producción?

—Con plena capacidad, un año más o menos. Pero no trabajamos con plena capacidad, y nunca lo haremos. Se necesitan unos diez megawatios para que la planta funcione. Las bombas de enfriamiento, el equipo de control, las luces... ya sabe. Eso supone el uno por ciento de la capacidad, de manera que podríamos mantener ese nivel durante cien años. Pero tenemos otra serie de elementos combustibles, allá en el número dos.

Tim miró de nuevo la planta. Dos enormes cúpulas de cemento armado que contenían los reactores nucleares. Cada una tenía una serie de edificios rectangulares adosados, dentro de los que se encontraban las turbinas y el equipo de control.

—El número dos no funciona —dijo Weigley—. Ponerlo en marcha será nuestro primer trabajo una vez haya desaparecido el agua. Y entonces podremos producir veinte megawatios para que alguien los use. Podremos mantener esa producción durante cincuenta años.

—Cincuenta años...

Tim reflexionó en todo aquello. En cincuenta años Estados Unidos había pasado de los coches de caballos a una civilización motorizada. Se habían abierto minas, construido ciudades, descubierto la electrónica y los ordenadores, los vuelos espaciales se habían convertido en realidad. Y aquella sola central nuclear podía producir más electricidad de la que se generó en todo el país en los años veinte.

—Eso es estupendo —dijo Tim. ¡Dios mío, valía la pena venir aquí! Forrester tenía razón, dejar que le ocurriera algo a esta central no sería la solución óptima.

—¿Cómo? —Weigley le miró, confundido.

Tim sonrió.

—Nada. Es hora de que probemos si funciona la radio.

Entrar en la sala de conferencias era como regresar al pasado, a una reunión de una junta de directores. No faltaba nada: la larga mesa con cómodas sillas, blocs de papel, pizarras, tiza y borradores, y hasta punteros de madera. Tim se sintió conmovido. Se preguntó lo que Al Hardy daría por una sala de conferencias bien equipada, con tablones a los que adosar mapas y listas, y archivadores...

En la sala se discutía. Johnny Baker hizo una seña a Tim para que se sentara a su izquierda. Tim le susurró rápidamente que la radio emitía muchas interferencias, pero que funcionaba. Podían comunicarse con la fortaleza. No había más noticias. Baker le dio las gracias en voz baja y se volvió de nuevo a escuchar.

Los hombres, con variopintos atuendos, la mayoría armados y pálidos como espectros, excepto el alcalde Allen y un detective-investigador, negro, parecían espantapájaros humanos. Sus ropas eran viejas y sus zapatos estaban gastados. Unos meses atrás hubieran parecido totalmente fuera de lugar en aquella sala. Ahora la sala era la que parecía extraña. Las personas eran normales, con la salvedad de que estaban muy limpias.

Tim se tocó la barbilla recién afeitada. Parecía mentira que estuviera limpia. Allí había agua caliente para el baño y maquinillas de afeitar eléctricas. La lavadora-secadora no había dejado de funcionar desde que llegó el grupo de la fortaleza. La camisa, los pantalones y los calcetines de Tim estaban limpios y secos.

Tim trató de prestar atención a lo que decían. Oía la misma frase una y otra vez:

—No sabía que un ejército, nada menos, se disponía a atacarnos.

Barry Price no era tan robusto como el jefe de los trabajadores de la construcción, sentado ante él, pero no cabía duda de quién mandaba. Price vestía de caqui, y en el bolsillo de su camisa abultaban las plumas y lápices. De su cinto colgaba una calculadora de bolsillo. Cerca de él se encontraba un ayudante provisto de un bloc de notas. Su cabello bien cortado y cepillado y su fino y cuidado bigote le daban incluso un aspecto elegante.

—¿Qué ha cambiado entonces? —preguntó el ayudante—. Nunca fuimos populares.

—No, nunca lo fuimos. ¡Pero un ejército de caníbales es demasiado! —No era el calor lo que hacía sudar al jefe de los obreros bajo su casco de seguridad—. Barry, tenemos que largarnos de aquí.

—No hay ningún sitio donde ir.

—Tonterías. Podemos ir a la orilla occidental del mar, a cualquier parte. ¡Pero no quedarnos aquí! No podemos luchar con todo un ejército.

—Tenemos que hacerlo —dijo Price—. ¿Cómo podemos dejar que todo esto se lo lleve el diablo? ¡Robin, tú has trabajado tanto como el que más! Ahora tenemos aliados...

—Una docena de hombres. —Robin Laumer se inclinó por encima de la mesa hacia Barry Price. Era como si estuvieran solos en la sala; nadie les interrumpía—. Mira, todo tiene que funcionar, no puede fallar nada, ¿verdad?

—Sólo tienen que alcanzar las turbinas, el patio de maniobras, la sala de cables, la sala de control, y estamos listos. ¡Quedaremos sumergidos y nada volverá a funcionar de nuevo!

—Lo sé —dijo Price—. Por eso no dejaremos que nos alcancen.

—Hablo en serio, Barry. Yo me voy. Llevaré conmigo a los hombres que quieran seguirme. Tomaremos prestados sus botes, pero se los devolveremos.

—Mis botes no —negó Johnny Baker, que estaba sentado a la izquierda de Barry Price, frente al alcalde Allen—. No he traído los botes para ayudar a evacuar esta central.

Laumer pareció a punto de replicar, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Pues cogeré los botes que ya teníamos aquí. De todos modos, uno de ellos es mío y me lo llevaré. Nos marchamos.

Se dispuso a salir de la estancia. Cuando pasó al lado de Tim Hamner, éste le dijo:

—Nunca volverá a estar limpio.

Laumer vaciló un instante y luego siguió su camino.

—¿No deberíamos detenerle? —preguntó Baker.

—¿Cómo? —replicó Price.

Baker no añadió más. Ninguno de ellos estaba dispuesto a detener a Laumer de la única forma que podrían hacerlo.

—¿Cuántos hombres se irán con él?

—No lo sé. Tal vez veinte o treinta del equipo de construcción. Quizá no tantos. Trabajamos como esclavos para salvar esta central. No creo que me abandone ninguno de mis operadores.

—Así que la planta podrá seguir funcionando.

—Estoy seguro de ello —dijo Price.

Johnny se volvió hacia el alcalde.

—¿Qué me dice de su gente, sobre todo de los policías?

—Dudo que ninguno se marche —dijo Bentley Allen—. Nos costó demasiado esfuerzo llegar hasta aquí.

—Magnífico —dijo Baker. Vio la expresión del rostro del alcalde y añadió—: Es magnífico que no huyan. Y naturalmente, Barry, usted se queda...

Price no parecía sereno ni orgulloso. Su aspecto era el de un hombre en agonía.

—Tengo que quedarme —dijo—. Ya he pagado ese billete. No, usted no sabe de qué va. Cuando cayó el maldito cometa, tuve dos opciones: ir en busca de alguien que se encontraba en Los Angeles o quedarme aquí y procurar salvar la central. Me quedé. —Apretó la mandíbula—. Bien ¿qué hacemos ahora?

—No puedo darle órdenes —dijo Johnny.

Price se encogió de hombros.

—Por mí, puede usted hacerlo. —Miró al alcalde Allen y éste hizo un gesto de asentimiento—. Por lo que a mí concierne, el senador Jellison está al frente de este estado. Tal vez es el presidente del país. Es más sensato que los otros.

—Vaya, también usted... —dijo Johnny Baker—. ¿De cuántos presidentes ha oído hablar?

—De cinco. Colorado Springs; Mose Jaw, de Montana; Casper, de Wyoming... En cualquier caso, me inclino por el senador. Denos las órdenes que desee.

Johnny Baker habló cautelosamente.

—No me ha entendido. Tengo órdenes de no darles órdenes a ustedes, sino sólo sugerencias.

Prince pareció incómodo y confundido. El alcalde Allen susurró algo a un ayudante, y luego Allen preguntó:

—¿No quiere obligarnos?

—Mire, yo estoy de su parte. Tenemos que mantener esta central en pie. Pero yo no estoy al frente de la fortaleza.

—Usted puede ser la persona de más alto rango... —dijo el alcalde Allen.

—¿Que trate de imponer las órdenes del senador? ¿Yo? Ni hablar.

—Bien, general. Las obligaciones feudales obligan en ambos sentidos, al menos si el rey es el senador Jellison. De modo que quiere atenuar sus imposiciones. Dígame, general Baker, ¿qué sugerencias tiene que hacernos?

—Ya les he dado algunas. Formas de construir armas especiales...

Price asintió.

—Ya las estamos fabricando. A su debido tiempo pensamos en la preparación de defensas, pero nunca se nos ocurrió utilizar gas venenoso. Lo que sí fabricamos fueron bombas incendiarias y cañones que se cargan por la boca, pero en poca cantidad. Ahora he destinado un equipo de hombres para que trabajen en eso. ¿Qué más hace falta?

—Tenemos que almacenar suministros. El agua no falta y ustedes tienen energía para hervirla. Dispondremos de pescado seco, y podemos pescar más. Hay que prepararse para un asedio. Según nuestros informes, la Nueva Hermandad intenta seriamente apoderarse de toda California, y está dispuesta a destruir esta planta.

—Si Alim Nassor está metido en eso, la cosa es grave —comentó el alcalde Allen—. Es un hombre inteligente y decidido. Pero no comprendo sus motivos. Nunca estuvo metido en ninguno de los movimientos en contra del desarrollo industrial, sino todo lo contrario.

—Se olvida usted de Armitage —dijo Baker—. Probablemente Nassor y el sargento Hooker no podrían mantener unido ese ejército. Armitage sí puede. Es él quien quiere ver la central destruida.

El alcalde se quedó pensativo.

—En la región de Los Angeles era famoso por sus originales prédicas... Predicaba una religión divertida.

Tim todavía esperaba que no fuera necesario hacer entrar a Hugo. Habló por él:

—Si el Islam fue una religión divertida, siga riendo, alcalde. Se están extendiendo de la misma manera. Asimilan a todo el mundo: o te unes o te comen. No hay alternativa.

—Si la central desaparece nunca tendrán otra —dijo Barry Price—. Deben estar locos.

Pero Baker se puso en pie de súbito.

—De acuerdo. Tenemos nuestras armas y las notas del doctor Forrester. Tim, pruébese ese traje de inmersión. Tal vez pueda encontrar bajo el agua algo de lo que necesitamos. Ojalá supiera cuánto tiempo nos queda.

El policía subió la empinada escalera lenta y cuidadosamente, con un pesado saco de arena al hombro. Era un hombre rubio de mandíbula cuadrada, y llevaba un uniforme desgastado. Mark le siguió con otro saco de arena. Apilaron los sacos en la barricada, en lo alto de la torre de enfriamiento. La radio de Tim ya estaba casi del todo parapetada.

El hombre se volvió para enfrentarse a Mark. Era de la misma altura que éste, y estaba enfadado.

—Nosotros no desertamos de nuestra ciudad —le dijo.

—No quería decir eso. —Mark resistió el impulso de retroceder—. Sólo dije que la mayoría de nosotros...

—Estábamos de servicio —dijo el policía—. Algunos miraban la televisión, incluso el alcalde, pero yo no. De repente una de las chicas empezó a gritar que el cometa había chocado. Me quedé en mi puesto. Entonces el alcalde fue a buscarnos. Nos llevó a los ascensores y al garaje, y metió a las mujeres y algunos de los hombres en media docena de camionetas que ya estaban cargadas. Salimos con una escolta de motoristas y nos dirigimos al parque Griffith.

—¿No tuvo ninguna...?

—No tuve ninguna idea de lo que ocurría —dijo el patrullero Wingate—. Subimos a las colinas y el alcalde nos dijo que el cometa había causado algunos daños y que luego podríamos ir a echar una mano. Dios mío.

—¿Viste el maremoto?

—Fue horrible, Czescu. No se podía hacer nada. Todo era espuma y niebla. Algunos de los edificios aún sobresalían del agua. Johnny Kim y el alcalde se hablaban a gritos, y yo estaba cerca de ellos, pero con los truenos, los relámpagos y el ruido del maremoto no podía oír nada. Entonces nos reunimos y tomamos la dirección norte.

El policía se interrumpió. Mark Czescu respetó su silencio. Contemplaron cuatro botes que zarpaban con Robin Laumer y parte de su equipo de obreros. Se había producido una disputa a gritos cuando Laumer intentó reclamar parte de los víveres, pero los hombres armados, entre ellos Mark y el policía del alcalde, les impidieron que se salieran con la suya.

—Corrimos durante cuatro horas por el valle de San Joaquín —siguió diciendo el policía—, y fue un viaje difícil. Teníamos las sirenas, pero pasamos tanto tiempo fuera de la carretera como en ella. Tuvimos que abandonar uno de los vehículos. Cuando llegamos aquí, el agua llegaba ya a los tapacubos. Tuvimos que cargar las cosas a la espalda y subir por ese dique, bajo el diluvio. Después Price nos puso a trabajar en los ribazos. Nos hizo trabajar como burros. Al día siguiente ahí fuera había un océano, y pasaron seis horas más antes de que pudiera darme una ducha.

—Una ducha.

El policía se volvió para mirar a Mark.

—Lo has dicho con tanta naturalidad. Una ducha. Una ducha caliente. ¿Sabes cuánto tiempo...? Déjalo correr. Todo lo que dije fue que la mayoría de nosotros ha tenido que huir más o menos.

La nariz del policía casi tocó la de Mark. Era estrecha, con un puente prominente, una nariz clásica romana.

—Nosotros no huimos. Estábamos en el lugar apropiado para reconstruir la ciudad después... ¡Maldita sea, no quedaba nada! No queda nada más que esta central eléctrica que, según el alcalde, oficialmente es parte de Los Angeles. Aquí estamos ahora. Nadie va a dañarla.

—De acuerdo.

Los cuatro botes iban desapareciendo en la distancia. Algunos de los obreros que se habían quedado subieron al ribazo para ver su partida, tal vez con nostalgia.

—Supongo que ahora se harán pescadores —dijo Mark.

—No puedes imaginarte lo poco que me importa —replicó el policía—. Vamos a trabajar.

Horrie Jackson cerró el motor y dejó que el bote avanzara por su propio impulso hasta detenerse.

—Bueno, yo diría que Wasco se encuentra debajo de nosotros. Si no es así, qué le vamos a hacer.

Tim miró las frías aguas y se estremeció. El traje de inmersión le iba bien, pero no ajustaba en algunos lugares, y haría mucho frío allí abajo. Comprobó el sistema de aire. Funcionaba. Los depósitos estaban llenos. Aquello también había sido impresionante. Cuando los mecánicos de la central no tenían existencias de válvulas y otras piezas, se iban al taller y las fabricaban. Era algo propio de otro mundo, un mundo en el que no era necesario pensar en lo que había costado crear las cosas que le rodeaban a uno.

—Una cosa me obsesiona —dijo Tim—. Si se han liberado las carpas doradas domésticas, ¿qué habrá ocurrido con las pirañas?

—El agua está demasiado fría para ellas —dijo Jason Gillcuddy, riéndose.

—Claro. Bueno, allá voy.

Tim subió a la borda, permaneció sentado en equilibrio un momento y se lanzó al agua hacia atrás.

El frío le conmocionó, pero no tanto como esperaba. Hizo una seña a los tripulantes del bote y se sumergió. El agua estaba negra como la tinta. Apenas podía ver su brújula de pulsera y el profundímetro. Este era otro de los milagros del personal de la central. Lo habían fabricado y calibrado en un par de horas. Tim encendió la linterna. La luz no le permitió más que unos tres metros de visibilidad lechosa.

Recordó las aguas claras como el cristal de la bahía Esmeralda, las selvas de algas entre las que nadaban velozmente los peces... Aquello había sido mucho tiempo atrás.

Descendió en la blancuzca lobreguez, buscando el fondo, y lo encontró a dieciocho metros. No había más sonido que el de las burbujas de su regulador, el de su propia respiración. Apareció un bulto ante él, monstruoso y jorobado. Cuando se acercó, vio que era un Volkswagen. No miró el interior.

Tim siguió la carretera. Pasó junto a un autobús de cuyas ventanas rotas entraban y salían manadas de peces. No se veía ningún edificio, sólo coches, y finalmente una estación de servicio, pero había ardido antes de inundarse. Siguió adelante. Pronto se le agotaría el aire.

Finalmente encontró la civilización: unas formas rectangulares en aquella oscuridad. La visibilidad era demasiado escasa para poder elegir. Intentó abrir algunas puertas, pero estaban cerradas por la presión del agua. Siguió nadando hasta que encontró un escaparate con el vidrio destrozado.

En su interior reinaba una oscuridad aterradora, pero Tim se obligó a entrar.

Se encontró en una gran estancia; al menos daba la impresión de que era grande. Una densa nube de niebla blanca a un lado resultó ser una estantería de libros en rústica convertidos en una pasta blanda y partículas flotantes. Aquella niebla le siguió cuando se alejó nadando. Encontró mostradores y estantes, mercancías amontonadas en el suelo, lleno de tesoros: lámparas, cámaras, radios, magnetófonos, televisores, botes de pintura, modelos plásticos, peceras, pilas, jabón, bombillas, cacahuetes salados en lata...

Eran muchas cosas, y la mayoría estropeadas. El aire de las botellas dejó de fluir bruscamente. Presa de pánico, Tim miró atrás, tratando de localizar a su compañero de inmersión, y entonces se dio cuenta de que a pesar de su entrenamiento se había sumergido sin un compañero. Era algo casi divertido. Antes de pensar en un compañero, era preciso disponer de más de un equipo de inmersión. Se tranquilizó y se contorsionó para alcanzar la válvula del regulador y abrir la reserva. Ahora sólo disponía de unos momentos, y los aprovechó para recoger objetos y meterlos en el saco atado a su cinturón.

Salió del almacén y subió a la superficie. Estaba bastante alejado del bote. Agitó los brazos hasta llamar la atención de los tripulantes, y el bote se acercó a él. Cuando le subieron a bordo estaba agotado.

—¿Has encontrado algo de comer? —quiso saber Horrie Jackson—. Nosotros encontramos algo con ese equipo de inmersión antes de que se agotara el aire. Si volvemos a Porterville puedo mostrarte muchos sitios donde hay comida. Tú bajas a buscarla y nos la repartimos.

Tim meneó la cabeza. Sentía una tristeza infinita.

—Era un almacén general —dijo.

—¿Puedes encontrarlo de nuevo?

—Creo que sí. Está debajo de nosotros.

Probablemente podría y habría mucho que salvar, pero estaba tan cansado que no le emocionaba gran cosa su hallazgo. Se volvió hacia Jason Gillcuddy, que probablemente era el único hombre que podría comprenderle.

—Cualquiera podía entrar ahí a comprar —dijo Tim—. Hojas de afeitar, servilletas de papel, calculadoras, libros. Cualquier podía adquirir esas cosas; y si trabajamos duro durante largo tiempo, tal vez algunos de nosotros podremos volver a hacerlo.

—¿Qué has subido? —le preguntó Horrie Jackson.

—Almacén general —dijo Adolf Weigley—. ¿Has conseguido algo de lo que hay en la lista de Forrester? ¿Disolvente? ¿Amoníaco? ¿Algo de eso?

—No. —Tim alzó la bolsa. Cuando la abrieron vieron que contenía un frasco de jabón líquido y unos prismáticos. Todos le miraron con extrañeza, excepto Jason Gillcuddy, el cual le dio unas palmaditas en el hombro.

—Hoy no estás en forma para volver a zambullirte —le dijo.

Horrie Jackson sacó más cosas de la bolsa de Tim. Anzuelos y sedal para pescar. Una lata de tabaco de pipa. Los cacahuetes... Horrie abrió la lata y la ofreció. Tim cogió unos cuantos. Tenían el sabor... de un cóctel en su apogeo.

—La inmersión puede hacerte tener ideas raras —dijo, y supo al instante que aquella no era la explicación. Todo el mundo que había perdido estaba allí, bajo el agua, convirtiéndose en basura.

—Toma, queda un sorbo —dijo Gillcuddy. Le pasó una botella de whisky que Tim no recordaba haber visto antes. Tomó un sorbo, que fue como una explosión de nostalgia en el paladar, y tiró la botella al agua.

Y allí, a lo lejos, como manchas siniestras en el horizonte, al este, estaban los botes de la Nueva Hermandad.

—Pon en marcha el motor, Horrie. Rápido, o nos darán alcance.

Tim se inclinó hacia adelante, tratando de ver más detalles, y tuvo que sujetarse para no perder el equilibrio cuando el motor se puso en marcha, pero no pudo ver más que un par de botes pequeños y otro mucho mayor... una gabarra, cargada con cosas.

—Creo que tienen una plataforma de artillería.

HOMBRES SACRIFICABLES

No era culpa suya que nadie les hubiera dicho que la verdadera función de un ejército consiste en luchar y que el destino de un soldado, al que pocos escapan, es sufrir y, si es necesario, morir.

T. R. Fehrenbach, Esta clase de guerra


Dan Forrester parecía cansado. Estaba sentado en la silla de ruedas que el alcalde Seltz había traído del centro de convalecencia del valle, y trataba de vencer al sueño. Estaba bien abrigado, con una manta, un anorak con capucha, una camisa de franela y dos suéters, uno de los cuales era tres tallas más grande que la suya. Una bala del calibre veintidós no le hubiera llegado a la piel.

El corral carecía de calefacción. Fuera, el viento soplaba a cuarenta kilómetros por hora, y algunas ráfagas doblaban esa velocidad. Llevaba en su seno nieve y cellisca. La oscilante linterna de gasolina iluminaba un espacio circular, dejando sombras de negrura lunar en los rincones del corral.

Tres hombres y dos mujeres se turnaban para hacer girar el mezclador de cemento, mientras otros iban cargando en él el polvo con palas. Dos paladas de polvo rojo, una de polvo de aluminio, mientras el mezclador de cemento giraba. Cuando los polvos estaban bien mezclados, otros hombres los recogían y los introducían en latas y tarros, cerrándolos herméticamente con yeso blanco fundido.

Maureen Jellison entró quitándose la nieve del pelo. Se quedó un momento mirando desde la puerta, y luego se aproximó a la silla de ruedas de Forrester. Este no la vio, y ella le tocó el hombro.

—Dan. Doctor Forrester.

—¿Sí?

—¿Necesita algo? ¿Quiere café o té?

El pensó lentamente en el ofrecimiento.

—No. No tomo café ni té. ¿Puede darme algo azucarado? Una coca-cola. O simplemente agua azucarada. Agua azucarada caliente.

—¿Está seguro?

—Sí, por favor. —Pensó que lo que necesitaba era insulina fresca. Allí nadie sabía prepararla. Si dispusiera de tiempo para ello, él mismo lo haría, pero primero... —Lo primero que debemos hacer es devolver a la fortaleza los beneficios de la civilización.

—¿Qué?

—Debí saber que me metería en una guerra —le dijo a Maureen—. Buscaba a los ricos. Los desposeídos estarían en algún lugar a su alrededor.

—Le traeré té —dijo Maureen. Se dirigió a los hombres que hacían girar el mezclador de cemento—. Harvey, papá quiere que vayas a la casa.

—De acuerdo. Brad, quédate con el doctor Forrester, y asegúrate...

—Ya sé —dijo Brad Wagoner—. Creo que debería dormir un poco.

—No puedo. —Forrester les había oído aunque estaba bastante alejado de ellos. Empezó a levantarse—. Ahora tengo que ir al otro corral.

—Diablos, quédese en la silla —gritó Wagoner—. Yo le empujaré.

Harvey siguió a Maureen fuera del corral. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, y caminaron un rato en silencio. Finalmente, él apretó el paso y se puso al lado de Maureen.

—Supongo que no hay nada de qué hablar —le dijo.

Ella meneó la cabeza.

—¿De veras estás enamorada de él?

Ella se volvió y le miró con una expresión extraña.

—No lo sé. Creo que papá quiere que lo esté. ¿No te parece irritante? ¡Todo por la política! Lo que papá quiere es la categoría de Johnny. Me parece que cree en Colorado Springs.

—Bueno, desde luego sería conveniente.

—¿Así lo crees, Harv? Mira, Johnny y yo nos acostábamos antes de que tú me conocieras, y no porque me lo ordenaran.

—¿Ah, sí? —Harvey sonrió de repente y ella no supo por qué, pero no iba a mencionarle la arenga de Christopher—. ¿Tengo una posibilidad?

—No me lo preguntes ahora. Espera a que regrese Johnny, hasta que todo esto haya terminado.

¿Pero cuándo terminaría? Harvey rechazó aquel pensamiento, pues sería muy fácil caer en la desesperación. Primero la caída del cometa y la muerte de Loretta. La huida de pesadilla, acurrucado en el vehículo, con el peso muerto de su yo herido. La lucha para estar en condiciones de enfrentarse al invierno. Los glaciares ya habían pasado por allí una vez. Cada pedrusco de aquel valle era un recordatorio. Sentía el impulso de clamar a los cielos: ¿No era suficiente? ¿No bastaba ya, sin necesidad de caníbales, gases tóxicos y bombas de termita?

—No has dicho que no —dijo a Maureen—. Lo tendré en cuenta.

Ella no respondió, lo cual también era alentador.

—Sé cómo debes sentirte.

—¿De veras? —le preguntó ella en tono amargo—. Soy el premio de un concurso. Siempre lo tomé a broma. La pobre muchacha rica... Pero ya nada es divertido.

Llegaron a la casa y entraron en ella. El senador Jellison y Al Hardy habían extendido mapas sobre el suelo de la sala de estar. Eileen Hamner sostenía más papeles, las eternas listas de Hardy.

—Pareces helado —dijo Jellison—. Hay algo caliente en el termo. Yo no lo llamaría té.

—Gracias.

Harvey se sirvió una taza. El brebaje olía a cerveza de raíces y hierba, y sabía de un modo muy parecido, pero estaba caliente y le reconfortó.

—¿Hay progresos? —preguntó Hardy.

—Hasta cierto punto. Vamos produciendo bombas de termita, pero hay que fabricar las espoletas. En el corral de Hal están preparando una cosa tremenda que según Forrester será gas mostaza, pero no está seguro de cuánto tiempo lleva completar la reacción. Lo prepara lentamente para no correr riesgos.

—Puede que lo necesitemos más rápidamente de lo que creemos —dijo Jellison.

Harvey alzó la vista.

—¿Qué ocurre?

—Hace una hora hemos recibido un mensaje por radio de la gente de Deke —dijo Jellison—. No pudimos descifrarlo. Alice recibió otro mensaje en lo alto del monte Turtle.

—¿Alice? —preguntó Harvey incrédulo—. ¿El monte Turtle?

—Está en el campo visual tanto de Deke como nuestro —explicó Al Hardy—. Y últimamente las comunicaciones son mejores. Es un lugar ideal.

—Pero Alice es una niña de doce años.

Harvey le dirigió una mirada de extrañeza.

—¿Conoce a alguien que tenga más posibilidades de subir con un caballo a esa montaña, por la noche y con nieve?

Harvey empezó a decir que, naturalmente, debía haber alguien más apropiado, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Era cierto que Alice y su caballo podían hacer cosas inverosímiles. Pero no parecía correcto enviar a una niñita en medio de la nieve y la oscuridad. ¿Acaso la civilización no consistía en eso, en proteger a Alice Cox?

—Entretanto —prosiguió Harvey—. Hemos llamado algunos refuerzos, por si acaso. Están cargando su furgón.

—Pero... ¿qué cree que decía Deke? —preguntó Harvey.

—No es fácil saberlo. —Jellison parecía cansado, tanto como Forrester, y tenía su mismo color grisáceo. El tono de su voz era sombrío—. ¿Sabía que la Nueva Hermandad trató de atacar la central nuclear esta tarde?

—No.

Harvey se sintió aliviado. La central nuclear estaba a más de ochenta kilómetros de distancia. Habían atacado a Baker. Al alivio siguió un sentimiento de culpabilidad, pero lo reprimió porque la culpabilidad era lo último que necesitaba ahora.

—¿Qué sucede?

—Fueron en botes —dijo Al Hardy—. Exigieron la rendición, y cuando el alcalde Allen les dijo que se fueran al infierno...

—¿Qué? ¡Espere! ¿El alcalde Allen?

Hardy mostró su irritación por verse interrumpido.

—El alcalde Bentley Allen está al frente de la central nuclear de San Joaquín, pero no conozco los detalles. La cuestión, Randall, es que la Nueva Hermandad sólo disponía de unos doscientos hombres para atacar la central. Eran pocos, el ataque no tuvo éxito y no lo repitieron.

Harvey miró a Maureen, que estaba guardando el termo, la miel y el azúcar moreno en un maletín. Se había enterado de la lucha en la central nuclear, pero no había reaccionado como si hubiera podido perder a alguien allí.

—¿Ha habido bajas? —preguntó Harvey.

—Ligeras. Un muerto, un miembro de la policía del alcalde, y tres heridos, no sé de cuánta gravedad. Ninguno de ellos era de los nuestros.

—Humm. Buenas noticias de todas partes. Conocía a Bentley Allen —explicó Harvey—. Sabía que el día del desastre estaba en su puesto, en el centro de Los Angeles. ¡Es extraordinario que haya podido sobrevivir! Sin embargo es curioso cómo suponemos que todo el mundo que no está en la fortaleza debe haber muerto.

Al, Maureen y el senador le miraron seriamente.

—No, no es tan divertido —rectificó Harvey—. Así que doscientos tipos de la Nueva Hermandad han atacado la central nuclear. Eso significa... ¿Qué significa? —Harvey siguió aquel pensamiento hasta una conclusión que no le gustaba—. Pensaron que la central caería fácilmente y enviaron el grueso de su fuerza a algún otro lugar. ¿Aquí? Claro. ¿Dónde iba a ser? Antes de que podamos prepararnos.

Hardy asintió, apretando los labios, en un gesto de disgusto.

—Maldita sea, hicimos lo que pudimos.

—Yo estaba al mando —dijo Jellison.

—Sí, señor, pero yo debí haber pensado en esto. Sólo nos ocupamos de prepararnos para el invierno. Nunca tuvimos tiempo de pensar en la defensa.

—Sí que lo hicimos —dijo Harvey—, pero no podíamos esperar que todo un ejército apareciera por el valle de San Joaquín.

—¿Por qué no? —preguntó Hardy—. Yo debí haberlo supuesto. Pero no lo hice y ahora todos tenemos que pagar por mis errores.

—Mire —insistió Harvey—. Si no nos hubiera hecho trabajar para tener comida, no habría nada por lo que luchar. No tiene que...

El receptor de radio al lado de Eileen sonó en aquel momento. La voz juvenil y chillona de Alice Cox les llegó claramente. Se notaba que estaba asustada, pero todas sus palabras eran inteligibles.

—Senador, soy Alice.

—Adelante, Alice —dijo Eileen por el micrófono.

—El señor Wilson informa que están sufriendo un fuerte ataque —dijo Alice Cox—. Son muchos, centenares. El señor Wilson dice que son más de quinientos, y que no puede contenerles. Ahora está haciendo salir a sus hombres, y quiere instrucciones.

—Maldita sea —dijo Harvey Randall.

—Dígale que les daremos órdenes dentro de cinco minutos —ordenó el senador.

Eileen asintió.

—Alice, ¿pueden esperar cinco minutos?

—Creo que sí. Se lo diré al señor Wilson.

—No parece sorprendido —dijo Harvey—. ¿Ya lo sabía?

—¿Sorprendido? No. Había confiado en que la Nueva Hermandad esperaría hasta que se agotara su plazo, pero no me ha sorprendido que no lo hayan hecho.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Harvey.

Al Hardy se inclinó sobre los mapas.

—Lo hemos estado haciendo desde que recibimos su ultimátum. He hecho que todos los hombres no imprescindibles para el trabajo de Forrester excavaran en estas colinas. —Señaló las líneas trazadas a lápiz en el mapa—. El jefe de policía Hartman y los suyos han trabajado ahí estos dos últimos días. George Christopher no regresará antes de tres. Confiamos en que traerá refuerzos, pero no podemos contar con ello. Los hombres de Hartman están agotados y no se encuentran en condiciones para excavar. Supongo que las superarmas de Forrester no están terminadas.

—No —dijo Harvey—. Esperaba disponer de una semana más.

—No tendremos tanto tiempo —musitó Jellison.

Al Hardy asintió.

—Harvey, usted ha estado trabajando todo el día, pero no excavando ahí fuera como los hombres de Hartman. Y alguien tiene que ir para hacernos ganar algún tiempo.

Harvey había esperado aquello.

—Se refiere a mí. —Vio que Maureen se había detenido, con el maletín lleno de miel y hierbas en la mano. Cerró la puerta, sin salir, y se quedó mirando a los hombres—. Es hora de que me gane el sustento —añadió Harvey.

—Más o menos —dijo Jellison. Miró a Maureen—. ¿Era importante lo que tenías que decirle?

Ella asintió.

—Puedes hablar con él antes de que se marche, dentro de una hora.

—Gracias —dijo Maureen, abriendo la puerta—. Ten cuidado, Harvey. Por favor —añadió antes de salir.

—Le daré algunos hombres —dijo Al Hardy con su tono firme habitual; ahora que la decisión estaba tomada volvía a ser el funcionario eficiente. Harvey pensó que le gustaba más cuando parecía preocupado—. No son los mejores que tenemos. Me temo que aún son niños.

—Hombres sacrificables —dijo Harvey Randall en tono neutro.

—Si es preciso.

Harvey pensó que lo peor de todo era que resultaba lógico. No pueden destinarse los mejores hombres a ganar tiempo. Los mejores se dedican a las trincheras, y se envían fuera aquellos de los que se puede prescindir. ¡Hardy podía prescindir de él! Y la fortaleza también...

—No esperamos milagros —dijo el senador Jellison—. Pero es importante.

—Desde luego —dijo Harvey.

—Vaya en su furgón —dijo Hardy—. Dentro hemos instalado el transmisor de radio. Lleve también un camión cargado de equipo y haga que ganemos algún tiempo. Días, a ser posible, o al menos horas. Como ha dicho el senador, no esperamos milagros. La gente de Deke se retirará luchando. Volarán los puentes y quemarán todo cuanto puedan en su camino. Vaya a encontrarse con ellos. Lleve sierras de cadena, dinamita y el torno en el furgón, para destrozar la carretera.

—Haga que tengan que ir a pie —dijo Jellison—. Que la Nueva Hermandad no pueda usar vehículos. Destroce esas carreteras. Eso nos dará un día de margen, tal vez más.

—¿Y cuánto tiempo estaré fuera? —preguntó Harvey.

Jellison se echó a reír.

—No puedo pedirle que se quede sentado por ahí hasta que le maten. Tal vez lo hiciera, si creyese que usted lo aceptaría... No importa. Deje pasar a la gente de Deke, luego vuelva a casa, y tarde tanto como puede en regresar. A menos que usted tenga una idea mejor.

Harvey meneó la cabeza. Ya había intentado pensar algo mejor.

—¿Lo hará? —preguntó Hardy abruptamente, como si tratara de descubrir si Harvey mentía.

—Sí —respondió Harvey en tono irritado.

—Muy bien —dijo Hardy—. Eileen, envía el mensaje a Deke. Está en marcha la operación tierra calcinada.

Las fuerzas de Randall consistían en una docena de muchachos, el mayor de los cuales tendría diecisiete años, dos muchachas, Harvey Randall y Marie Vanee.

—¿Qué diablos haces aquí? —le preguntó Harvey a Marie.

Ella se encogió de hombros.

—En estos momentos no necesitan una cocinera. —Estaba equipada para ir de excursión, con botas, gorro con orejeras y varias prendas de abrigo todas cubiertas por una chaqueta llena de bolsillos. Llevaba un rifle con mira telescópica—. He practicado un poco la caza del zorro, y puedo conducir, ya lo sabes.

Harvey miró el resto del grupo y trató de ocultar su decepción. Sólo conocía a algunos de ellos. Tommy Tallifsen, de diecisiete años, sería su segundo. No podía imaginar cuál sería la graduación de Marie.

—Tommy, tú conducirás la camioneta.

—De acuerdo, señor Randall. Barbara Ann vendrá conmigo, si no le importa.

Señaló a una muchacha que no tendría más de quince años.

—De acuerdo —dijo Harvey—. Bien, todos listos para partir. —Regresó al porche—. Por Dios, Al, son todos unos críos.

Hardy le miró entre decepcionado y disgustado. No le gustaba que pusieran reparos a sus decisiones.

—Es lo que tenemos. Mira, son muchachos granjeros. Saben disparar, y la mayoría de ellos han manejado dinamita antes. Además, conocen estas colinas muy bien. No los subestimes.

Harvey meneó la cabeza.

—Piensa que morirían si la Nueva Hermandad nos invadiera. Y Marie, tú, yo. ¡Diablos, no vas a luchar!

—No, con sólo cuatro escopetas sería imposible.

—No podemos prescindir de más armas. Y esos muchachos son los únicos disponibles. Anda, ve a trabajar. Estás perdiendo el tiempo.

Harvey hizo un gesto con la cabeza y dio media vuelta. Tal vez los jóvenes campesinos eran diferentes. Sería agradable creer... porque había visto demasiados chicos de ciudad, mayores que aquellos, en Vietnam, chicos que acababan de salir del campamento de instrucción, que no sabían luchar y estaban aterrados constantemente. Harvey había hecho un reportaje sobre ellos, pero el Ejército nunca había permitido su difusión.

Se dijo que no iban a luchar. Tal vez todo saldría bien.

Se detuvieron en el pueblo y cargaron material en el camión y en la baca del furgón. Dinamita, sierras de cadena, gasolina, picos y palas y un bidón de aceite para los motores. Cuando todo estuvo cargado, Harvey cedió el volante a Mane. El se acomodó en el asiento trasero, y dejó que uno de los muchachos se sentara delante con el mapa. Avanzaron por la carretera, alejándose del valle.

Harvey intentó hacer hablar a los muchachos, para conocerles, pero ellos no se mostraron muy cooperadores. Respondían cortésmente a las preguntas, pero permanecían ensimismados en sus pensamientos. Al cabo de algún tiempo, Harvey se reclinó en su asiento y procuró descansar. Pero aquello le recordó penosamente la última vez que había viajado con Mane en el furgón, y se irguió en el asiento.

Estaban abandonando el valle, y Harvey se sentía como desnudo, vulnerable. Había sufrido mucho, con Mark, Joanna y Marie, para llegar hasta allí. Se preguntó qué pensarían los muchachos. Y la chica, Marylou, cuyo apellido no podía recordar. Su padre era el farmacéutico del pueblo, pero ella nunca se había interesado por el negocio. De momento sólo parecía interesada por el muchacho a cuyo lado se sentaba. Harvey recordó que se llamaba Bill. Bill y Marylou habían conseguido una especie de beca para la universidad de Santa Cruz. A los demás les parecía extravagante que quisieran irse a estudiar tan lejos.

Marie condujo por los cerros en cuyo extremo finalizaba el valle. Harvey nunca había estado allí. En lo alto de los cerros se veían luces en movimiento. Eran los hombres del jefe de policía Hartman, que estaban cavando trincheras y todavía trabajaban a media noche a pesar del viento helado. Al pie del cerro, en la barricada de la carretera había un solo guardián acurrucado en el pequeño refugio.

En cuanto salieron del valle Harvey sintió que penetraban en el caos universal dejado por el cometa. Daba miedo seguir adelante. Harvey permaneció silencioso, conteniendo sus deseos de gritarle a Marie que diera media vuelta y regresaran a la seguridad. Se preguntó si los demás sentían lo mismo. Era mejor no hacer preguntas, que todos creyeran que nadie más estaba asustado, y así nadie huiría. El silencio no era natural.

La carretera estaba interrumpida en algunos tramos, pero los vehículos habían abierto caminos alrededor de la calzada rota. Harvey observaba lugares donde la carretera podría estar fácilmente bloqueada, y los señalaba a los demás ocupantes del vehículo. No podía ver mucho a través de la cellisca intermitente y la intensa oscuridad exterior. El mapa mostraba que estaban en otro valle, con una serie de cerros hacia el sur mucho más bajos que los que rodeaban la fortaleza.

Aquél sería el campo de batalla. Por abajo pasaba un afluente del río Tule, la principal línea defensiva de la fortaleza. Más allá se extendía un territorio que Hardy no podría defender. Dentro de pocos días, quizá sólo dentro de unas horas, el valle por el que avanzaban será escenario de matanzas, un lugar de combate.

Harvey trató de imaginárselo. Un ruido incesante, el tartamudeo de las ametralladoras, los estampidos de los rifles, las bombas de dinamita y los morteros. Y por encima de todo los gritos de los heridos y moribundos. Allí no habría helicópteros ni hospitales de campaña. En Vietnam a menudo los heridos eran trasladados a los hospitales con mayor rapidez que a los heridos en un accidente de tráfico en la vida civil. Aquí tendrían que correr sus riesgos.

Pero él no. ¿Quién dijo que «un ejército racional echaría a correr»? Pero correr, ¿hacia dónde?

A la Sierra. Podría ir en busca de Gordie y Andy. Volver con su hijo. Un hombre se debe ante todo a sus hijos... «¡Basta!, se dijo. Actúa como un hombre.»

¿Acaso actuar como un hombre significa permanecer sentado tranquilamente mientras le llevan a uno al matadero?

Sí, algunas veces. Esta vez. Se propuso pensar en otras cosas. En Maureen. ¿Tenía una posibilidad? Tampoco esa clase de pensamientos era satisfactoria. Se preguntó por qué le interesaba tanto Maureen. Apenas la conocía. Habían pasado una tarde juntos, y parecía que eso había sido mucho tiempo antes, e hicieron el amor. Y después lo repitieron tres veces más, furtivamente. No era mucho para pensar en una vida en común. ¿Le interesaba porque era una promesa de seguridad, poder e influencia? No lo creía, estaba seguro de que había algo más, pero objetivamente no podía encontrar motivos. ¿La fidelidad? Fidelidad a la mujer con la que había tenido una relación adúltera; en cierto modo, una especie de fidelidad a Loretta. Aquello no le llevaba a ninguna parte.

Algunas luces eran visibles en la oscuridad; granjas diseminadas por el campo de batalla, lugares aún no abandonados. A Harvey no le concernían. Se suponía que sus ocupantes ya sabían lo que ocurría. Siguieron avanzando en silencio hasta llegar a la confluencia meridional del río Tule. Cruzaron el río. Ya no había posibilidad de retorno. Estaban más allá de las defensas de la fortaleza, más allá de toda ayuda. Harvey notó la tensión entre los ocupantes del vehículo, y sintió que aquello le consolaba de una manera extraña. Todos tenían miedo, pero nadie lo decía.

Giraron al sur y pasaron entre unos cerros que se abrían a otro valle. La tierra parecía más nivelada y lisa a ambos lados de la carretera. Harvey se detuvo y colocó minas de fabricación casera: botes con clavos y vidrios rotos envueltos en dinamita y percutores; cartuchos de escopeta apuntados hacia arriba y escondidos en una tabla de madera agujereada.

Marie le observó perpleja.

—¿Cómo harás para que no pasen por aquí? —le preguntó.

—Para eso está el aceite de motor. —Bajaron el pesado barril y lo dejaron a un lado de la carretera—. Una vez hayamos pasado, agujerearemos el barril a tiros. Cuando el aceite cubra la carretera nadie podrá andar por ella, ni pasar en coche.

Siguieron avanzando por colinas y valles, a través de un paisaje ondulado. A quince kilómetros de la fortaleza pasaron junto al primer camión de Deke Wilson. Iba lleno de mujeres, niños y hombres heridos, enseres domésticos y víveres. Encima y a los lados de la caja del camión había cestos atados y cargados de cosas, ollas y sartenes, muebles inútiles, alimentos y fertilizantes, y preciosas municiones.

La caja estaba cubierta por un toldo, bajo el que se acurrucaba más gente junto con más cosas, sábanas, mantas, una jaula sin pájaro. Patéticas posesiones, pero todo lo que tenía aquella gente.

Unos kilómetros más allá encontraron más camiones, y luego dos coches. El conductor del último no sabía si les seguía alguno más. Cruzaron un amplio arroyo, y Harvey se detuvo y colocó dinamita, dejando las mechas señaladas con piedras, para que cualquiera de su grupo pudiera descubrirlas y volar el puente.

El cielo estaba teñido de un débil color rojo hacia el este, cuando llegaron a la cima de la última colina antes de llegar a los pequeños cerros ondulantes donde se encontraba la granja de Deke Wilson. Se acercaron cautelosamente, temiendo que la Nueva Hermandad hubiera llegado más lejos que la gente de Deke e interceptado la carretera. Se detuvieron a escuchar. A lo lejos se oían estampidos dispersos.

—Bien —dijo Harvey—. Vamos a trabajar.

Cortaron árboles y construyeron un laberinto en la carretera, un sistema de árboles caídos entre los que podría pasar un camión, pero sólo lentamente, deteniéndose para hacer marcha atrás y girando cuidadosamente. Prepararon bombas de dinamita y las colocaron en lugares convenientes para arrojarlas a la carretera. Luego Harvey envió a la mitad de los muchachos a los lados y al resto colina abajo. Cortaron árboles en parte, de manera que pudieran derribarse con facilidad. Los demás se alinearon a los lados, y Harvey pudo oír el ruido de las sierras de cadena y a veces el fragor de medio cartucho de dinamita.

El color rojo tras la Sierra Alta era más intenso cuando regresaron los grupos de trabajo.

—Sólo hay que cortar un par de árboles más y colocar una carga para que la carretera quede bloqueada durante horas —informó Bill—. No costará demasiado.

—Creo que deberíamos hacerlo ahora —dijo alguien.

Bill miró a su alrededor y luego de nuevo a Randall.

—¿No deberíamos esperar al camión del señor Wilson?

—Sí, esperemos —dijo Marie—. Sería terrible que impidiéramos pasar a nuestra propia gente.

—Claro —convino Harvey—. El laberinto detendrá a los de la Hermandad si llegan primero. Descansemos un poco.

—Los tiros se oyen más cercanos —dijo uno de los muchachos.

Harvey asintió.

—Eso parece, aunque es difícil asegurarlo.

—Ha llegado oficialmente el alba —anunció Marie—, según la definición musulmana. Cuando puedes distinguir un hilo blanco de otro negro. Lo dice el Corán. —Se quedó silenciosa, escuchando, y al cabo de un momento dijo—: Alguien se acerca. Oigo el ruido de un motor.

Harvey sacó un silbato del bolsillo y lo hizo sonar. Gritó a los muchachos más próximos para que se desparramaran y salieran de la carretera. Esperaron mientras los ruidos del camión se aproximaban. El vehículo salió de la curva y se detuvo con un chirrido de frenos poco antes de llegar al primer árbol. Era un camión grande, todavía un objeto amorfo bajo la luz gris.

—¿Quién está ahí? —gritó Harvey.

—¿Quién es usted?

—Bajen del camión. Pónganse a la vista.

Alguien saltó de la caja del camión y permaneció de pie en la carretera.

—Somos gente de Deke Wilson —gritó—. ¿Quién está ahí?

—Nosotros somos de la fortaleza.

Harvey empezó a andar hacia el camión. Uno de los muchachos estaba mucho más cerca. Se encaramó a la cabina y miró al interior. Entonces retrocedió rápidamente.

—No es...

No pudo terminar la frase. Se oyeron disparos de pistola y el muchacho quedó tendido en el suelo. Algo golpeó a Harvey en el hombro izquierdo y le derribó hacia atrás. Hubo más disparos. Varios hombres saltaron del camión.

Marie Vanee fue la primera en disparar. Surgieron más disparos desde los lados de la carretera y las rocas de encima. Harvey se esforzó para encontrar su rifle. Lo había dejado caer, y palpaba el suelo a su alrededor.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó alguien.

Un objeto chisporroteante aterrizó delante del camión y rodó hasta quedar debajo. Nada sucedió durante una eternidad, y se oyeron más disparos. Luego estalló la dinamita. El camión se levantó ligeramente, el olor de la gasolina impregnó el aire, y al final estalló en una columna de fuego. Las llamas danzaron en el aire, y Harvey pudo notar su calor en el rostro. Pudo ver formas humanas en el fuego. Hombres y mujeres envueltos en llamas que gritaban y se agitaban. Hubo más disparos.

—Basta. Alto el fuego. Estáis desperdiciando munición. —Marie Vanee corrió hacia el camión en llamas—. ¡Basta!

Cesó el tiroteo y no se oyó más sonido que el crepitar de las llamas.

Harvey encontró al fin su rifle. El hombro izquierdo le temblaba y temía mirar, pero se obligó a hacerlo, esperando ver un agujero sanguinolento. Pero no había nada. Lo tocó y sintió dolor, y cuando se abrió la chaqueta descubrió un gran morado. Pensó que había sido una bala rebotada, a la que había detenido la gruesa chaqueta. Se levantó y bajó a la carretera.

La muchacha, Marylou, trataba de acercarse más al fuego, y dos muchachos la sujetaban para que no lo hiciera. No decía nada, sólo luchaba para liberarse de ellos, mirando fijamente el camión en llamas y los cuerpos tendidos cerca.

—Estaba muerto cuando cayó al suelo —le gritó uno de los muchachos—. Muerto, maldita sea. No puedes hacer nada.

Ahora parecían aturdidos, mientras contemplaban los cadáveres y el fuego.

—¿Quién era? —preguntó Harvey, señalando al muchacho muerto cerca de la cabina del camión. El chico yacía boca abajo y tenía la espalda en llamas.

—Bill Dummery —dijo Tommy Tallifsen—. ¿No deberíamos...? ¿Qué hacemos, señor Randall?

—¿Sabéis dónde colocó Bill las cargas?

—Sí.

—Vamos allá. Las encenderemos.

Bajaron por la falda de la colina. La visibilidad aumentaba con rapidez. A unos doscientos metros encontraron una roca que sobresalía sobre la carretera. Tommy la señaló. Cuando Harvey se agachó para encender la mecha, Tommy le tocó el hombro.

—Viene otro camión —le dijo.

—Oh, mierda. —Harvey buscó la mecha de nuevo. Tommy no dijo nada. Finalmente Harvey se levantó—. Estallará antes de que lleguen aquí. Vuelve a la colina y avisa a los demás. De todos modos no podrán pasar con ese camión ardiendo en medio. No te acerques hasta saber quién es.

—De acuerdo.

Harvey esperó, maldiciéndose a sí mismo, a Deke Wilson, a la Nueva Hermandad, a Bill Dummery, con una beca para Santa Cruz y a una muchacha llamada Marylou. Había sido culpa suya.

El camión ascendió por la colina. Iba cargado de gente, sin enseres domésticos. En una baca encima de la cabina, dos niños con abultados impermeables se agachaban para protegerse del viento. Cuando el camión se aproximó Harvey reconoció al hombre que iba de pie en la caja, al lado de la cabina. Era uno de los granjeros que había ido con Wilson a la fortaleza, un tal Vinge.

Los ocupantes del camión eran mujeres, niños y hombres con vendajes sanguinolentos. Algunos yacían en la caja del camión, y permanecían inmóviles mientras el vehículo sobrecargado cambiaba de marcha y subía por la ladera. Harvey dejó que pasaran y entonces encendió la mecha. Echó a correr. La dinamita estalló detrás de él, pero la roca no cayó a la carretera.

El camión se detuvo en el laberinto de troncos. No había duda de quiénes iban en él. Los muchachos salieron de sus escondrijos. Vinge saltó de la cabina. Parecía cansado, pero no estaba herido.

—¡Teníais que bloquear la maldita carretera después de que pasáramos! —gritó.

—¡Vete al diablo! —exclamó Harvey airado. Intentó dominarse. El camión estaba lleno de heridos, mujeres y niños, y todos ellos parecían medio muertos de agotamiento. Harvey, apenado, meneó la cabeza y llamó a Marie Vanee—: ¡Trae el furgón! Tendremos que usar el torno para abrirles paso.

Tardaron media hora en serrar dos troncos y apartarlos del camino para que el camión pudiera pasar. Mientras trabajaban, Harvey envió a Tommy Tallifsen para que tratara de nuevo de mover la roca. Al ritmo con que la estaban usando, agotarían allí mismo la dinamita, cuando quedaban aún muchos kilómetros de carretera por bloquear. Esta vez la roca rodó. Formó un obstáculo formidable, sin ningún acceso fácil a su alrededor. Otros muchachos con las sierras de cadena derribaron más árboles sobre la carretera.

—Ya está —gritó uno de los muchachos—. Podéis seguir.

Vinge se acercó a la cabina del camión, en la que se hacinaban cuatro personas. El conductor era un adolescente que no tendría más de catorce años, apenas lo bastante corpulento para llegar a los pedales.

—Cuida de tu madre —le gritó el granjero.

—Sí, señor —respondió el muchacho.

—En marcha —dijo el granjero—. Y... —Meneó la cabeza—. Adelante.

—Adiós, papá.

El camión empezó a deslizarse.

El granjero volvió al lado de Harvey Randall.

—Me llamo Jacob Vinge —le dijo—. Vamos a trabajar. No vendrá ninguno más de nuestra zona.

El fragor de la batalla se oía mucho más cercano. Harvey podía ver el otro lado de las colinas y el mar de San Joaquín. Había columnas de humo que señalaban las granjas en llamas, y los continuos estampidos de pequeñas armas de fuego. Producía una impresión extraña saber que hombres y mujeres luchaban y morían a menos de dos kilómetros de distancia y, no obstante, no ver nada. De repente se oyó la voz de uno de los muchachos:

—Hay gente corriendo.

Los hombres se desparramaban por la colina a menos de un kilómetro de distancia. Corrían vacilantes, sin ningún orden, y pocos iban armados. Harvey pensó que huían aterrorizados. No era una retirada con lucha, sino una huida.

Bajaban al valle y se dirigían a la colina que ocupaban las fuerzas de Randall.

Una camioneta apareció en lo alto del cerro siguiente. Se detuvo y varios hombres bajaron de ella. Harvey se sobresaltó al ver más hombres a pie a cada lado. Habían llegado tan cautelosamente que no los había visto acercarse. Hicieron gestos a los de la camioneta, y un hombre que iba en la caja se levantó y, apoyándose en la cabina, exploró el terreno con unos prismáticos. Avanzaron tras los hombres que huían colina arriba, hacia Harvey, se detuvieron un momento y luego pasaron a la carretera y examinaron con cuidado cada uno de los bloqueos de Harvey. Ahora el enemigo tenía rostro y, a su vez, conocía el rostro de Harvey Randall.

En menos de cinco minutos el valle y los cerros aparecieron llenos de hombres armados que avanzaban cautelosamente, extendiéndose a cada lado. Se acercaban a Harvey.

Los fugitivos subieron penosamente la colina y pasaron junto a los hombres y los camiones de Harvey. Jadeaban como si se encontraran en la fase final de una pulmonía. Iban desarmados y en sus ojos muy abiertos se reflejaba el terror.

—¡Alto! —gritó Harvey—. ¡Quedaos y luchad! ¡Ayudadnos!

Ellos siguieron huyendo, como si no le oyeran. Uno de los muchachos de Harvey se levantó, miró atrás y vio el avance cauteloso e inexorable de la línea enemiga. Presa del pánico, echó a correr para unirse a los fugitivos. Harvey le gritó, pero el muchacho siguió corriendo.

—Menos mal que los demás se han quedado —dijo Jacob Vinge—. Yo... Diablos, también quisiera echar a correr.

—Lo mismo que yo.

Las cosas no salían según lo planeado. La Nueva Hermandad no ascendía la colina para limpiar la carretera, sino que se desplegaban en abanico a ambos lados, y Harvey no tenía suficientes hombres para defender su posición. Confiaba en retrasarlos más, pero era evidente que no lo conseguiría. Si no se marchaba en seguida, les cortarían el paso.

—Tenemos que marcharnos.

Sacó el silbato y lo hizo sonar con fuerza. Los hombres que avanzaban abajo apretaron el paso.

Harvey hizo señas para que los muchachos fueran al furgón y el camión. Jacob Vinge ocupó el lugar de Bill. Dio órdenes para que el camión se pusiera en marcha, pero luego vaciló.

—Vamos, les mandaremos un poco de plomo...

—No servirá de nada —dijo Marie Vanee—. Están demasiado bien cubiertos y no les vemos bien. Nos atraparían antes de que alcanzáramos a ninguno de ellos.

—¿Cómo sabes tanto de estrategia? —le preguntó Harvey.

—Me gustan las películas de guerra. ¡Salgamos de aquí!

—De acuerdo.

Harvey hizo girar el furgón y avanzó colina abajo, hacia el valle siguiente. El camión se detuvo para permitir que subieran los hombres que corrían.

—Pobres desgraciados —dijo Marie.

—Resistimos todo un día —dijo Vinge—, pero no pudimos con ellos. Fue como en esa colina: se extendieron y nos rodearon. Si llegan a sorprendernos por detrás, estamos muertos. No queda más remedio que huir. Al cabo de algún tiempo puede convertirse en un hábito.

—Es cierto.

Hábito o no, pensó Harvey, huían como conejos, no como hombres.

La carretera les llevó hasta un arroyo crecido por la lluvia que había desatado el impacto del cometa. Las partes bajas del valle estaban cubiertas de espeso barro. Harvey se detuvo en el extremo del pequeño puente que cruzaba el arroyo, y bajó del vehículo para encender los cartuchos de dinamita que ya estaban colocados.

—¡Ahí están! —gritó uno de los muchachos.

Harvey dirigió la mirada a lo alto de la colina. Un centenar o más de hombres armados bajaban a toda velocidad la colina. Se oyó el tableteo de una ametralladora, y la hierba se agitó no lejos de Harvey.

—¡Terminad rápido! —gritó Vinge—. ¡Nos están disparando!

A pesar de la distancia, aquel ruido era familiar. Harvey lo recordaba de Vietnam. Era una ametralladora pesada. No tardarían en tener a tiro a Harvey y el furgón, y no habría salvación posible. Harvey accionó su encendedor de mecha y lo bendijo cuando prendió a la primera, aunque no estaba cargado con su combustible habitual. La mecha chisporroteó, y Harvey corrió hacia el furgón. Marie se había puesto al volante y el vehículo ya estaba en marcha. Harvey lo alcanzó y los que estaban arriba le cogieron las manos y le ayudaron a entrar. La ametralladora tableteó de nuevo y Harvey oyó el silbido de las balas cerca de su oreja.

—¡Maldita sea! —gritó.

—Disparan muy bien —dijo Vinge.

La dinamita estalló y el puente quedó en ruinas, pero no del todo. Harvey vio que quedaba todavía una porción en pie, lo bastante ancha para pasar andando. No costaría mucho destruirla, pero desde luego no iba a volver atrás para hacerlo. Siguieron adelante, hacia la cumbre de la próxima colina, y bajaron de los vehículos, buscando más árboles que derribar, rocas para dinamitarlas sobre la carretera, cualquier cosa que pudiera detener al enemigo.

Las tropas de la Nueva Hermandad entraron en el valle, unos a pie, otros, hasta una docena, en moto. Llegaron al puente derribado y se detuvieron. Luego algunos se metieron en el arroyo y lo vadearon. Otros se extendieron por las orillas y encontraron nuevos lugares por donde cruzar. Al cabo de cinco minutos cien hombres habían cruzado el obstáculo y avanzaban rápidamente hacia el grupo de Harvey.

—Dios mío, es como contemplar la subida de la marea —comentó Harvey.

Jacob Vinge no dijo nada. Siguió cavando bajo una roca para hacer un hoyo que albergara la dinamita. Por encima de ellos un árbol cayó sobre la carretera, y los muchachos fueron a por otro.

Desde el valle, delante de ellos, les llegó un ruido de motores. Dos motocicletas pasaban cautelosamente por los estrechos restos del puente. Otros dos hombres subieron a las motos, y avanzaron hacia la posición de Harvey.

Marie Vanee se quitó el rifle del hombro.

—Seguid cavando —dijo.

Se sentó y apoyó el rifle en una gran roca. Luego aplicó el ojo a la mira telescópica. Esperó a que las motos estuvieran bastante cerca antes de disparar. No ocurrió nada. Corrió el cerrojo y apuntó de nuevo. Disparó una y otra vez. Al tercer disparo la motocicleta delantera se bamboleó y cayó en la cuneta. Uno de sus ocupantes se levantó. Marie apuntó de nuevo, pero la otra moto se apartó de la carretera y los motociclistas corrieron a ponerse a cubierto. Esperaron a que llegara el grueso de las fuerzas. Estas se acercaban con rapidez, y Marie cambió el punto de mira y disparó para detener el avance.

De nuevo el centro de la línea de atacantes redujo su avance, mientras los demás se extendían a cada lado, desplegándose mucho más allá de cualquier punto que Harvey pudiera defender.

—Terminad de una vez —exclamó Harvey—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Nadie puso inconvenientes. Vinge colocó dos cartuchos de dinamita en el hoyo debajo de la piedra y los selló con barro.

—¡Mirad! —gritó Barbara Ann, la amiga de Tommy Tallifsen. Horrorizada, señaló la colina opuesta, donde habían estado al alba, bloqueando la carretera.

Un camión apareció en lo alto de la colina. Empezó a descender por la otra ladera, seguido de otro y otro más. Cuando los camiones llegaron al puente derribado, saltaron de ellos varios hombres con vigas y planchas de acero. Más camiones aparecieron en lo alto de la colina.

Harvey consultó su reloj. Habían retrasado los camiones enemigos en treinta y ocho minutos.

EL VALLE DE LA MUERTE

Señor, Señor, no me escucharás.

El coronel dijo: «¡Aguantad!»

Pero no lo vamos a hacer,

Porque echamos a correr,

Sí, pies para qué os quiero...

El Bugout Buggie, balada prohibida del Ejército norteamericano


El procedimiento era siempre el mismo. Por muchas obstrucciones que el grupo de Harvey pusiera en la carretera, no podían detener al ejército de la Nueva Hermandad más de lo que tardaban en levantarlas. Si los muchachos de Randall hubieran podido defender activamente sus bloqueos, habrían podido detener el avance enemigo mucho más, pero no tenían posibilidades de hacerlo. La Nueva Hermandad utilizaba sus camiones para llevar a sus hombres lo más adelante posible; entonces sus tiradores se extendían por ambos flancos y avanzaban, amenazando con impedirle a Harvey la retirada. Y en una ocasión Harvey tuvo que retirarse.

Además, el enemigo puso en práctica una nueva táctica. Instalaron ametralladoras pesadas en uno de sus camiones, y los hicieron avanzar para disparar sobre los hombres de Harvey, desde una distancia que les hacía quedar fuera del alcance de los rifles. De ese modo Harvey no podría llevar a cabo adecuadamente la tarea de inutilizar la carretera, y ni siquiera podía disparar contra el enemigo, formado por fantasmas sin rostro a los que no era posible dañar, ni se podía detener. Su infantería continuaba avanzando, evitando a los defensores de Harvey, tratando siempre de rodearlos. Era una batalla a distancia, con pocos heridos, pero el avance de la Nueva Hermandad era implacable. Hacia media tarde habían avanzado unos veinte kilómetros hacia la fortaleza.

Trabajar y huir eran las tareas de Harvey. Y huir se estaba convirtiendo en un hábito. Una docena de veces Harvey deseó seguir avanzando, correr hacia la fortaleza y mandar al diablo los bloqueos de la carretera. Su mente elaboró una docena de excusas para salir huyendo.

—¡Es como si nada pudiera detenerlos! —gritó Tommy Tallifsen.

Se habían detenido en otra hilera de cerros. Según los mapas, el valle de abajo, donde los de la Nueva Hermandad se afanaban en retirar troncos de árboles, tapar agujeros, reparar la carretera con más rapidez de la empleada por Harvey para destruirla, se llamaba «Hondonada Hambrienta». El nombre parecía apropiado.

—Tenemos que intentarlo —dijo Harvey.

Tallifsen pareció dubitativo. Harvey sabía en qué estaba pensando. Todos estaban agotados, habían perdido cinco hombres, uno muerto de un tiro mientras trabajaba con la sierra, los otros cuatro desaparecidos. Tal vez habían huido, o los habían capturado, o herido, o estaban tendidos en las colinas. No lo sabían. No subieron a los camiones cuando llegó el momento de echar a correr, y la Nueva Hermandad estaba demasiado cerca para buscarles. Y huir se había convertido en un hábito. ¿Qué podían hacer ocho hombres exhaustos para detener a una horda que se abalanzaba hacia ellos como una marea?

—Oscurecerá dentro de un par de horas —dijo Harvey—. Entonces podremos descansar.

—¿Tú crees? —preguntó Tallifsen. Pero volvió al trabajo y se puso a cavar bajo otra roca, encima de la carretera. Otros la rodearon con el cable del torno. No disponían de suficiente dinamita para volar cada roca que encontraban.

Una hora antes de que oscureciera tuvieron que salir corriendo de la Hondonada Hambrienta y cruzar las colinas próximas. Cruzaron el riachuelo del Ciervo, deteniéndose tan sólo para encender la mecha de la dinamita que habían colocado allí. Cuando subieron a la siguiente colina vieron que ya había hombres allí.

Harvey tardó un momento en darse cuenta de que eran amigos. Steve Cox y cerca de un centenar de hombres habían sido enviados desde el rancho para defender aquella colina. Las fuerzas de la fortaleza ya habían dejado de huir. Ahora tendrían que disponerse a luchar. Cox había extendido sus fuerzas a lo largo de la colina, en trincheras. Harvey y sus muchachos, los pocos que le quedaban, podían descansar. Había incluso cena fría y un termo con té caliente.

—Tenemos los pies destrozados —le dijo Harvey a Steve Cox—. No seremos de mucha ayuda.

Cox se encogió de hombros.

—No importa. Dormid bien. Nosotros les tendremos a raya.

Harvey quiso decirle que era un estúpido. El enemigo contaba con un millar de hombres y ellos eran cien. Los otros iban armados hasta los dientes y nada podía detenerles.

—¿Has traído...? ¿Qué tal el trabajo de Forrester? ¿Tenéis algunas de sus superarmas?

—Granadas de termita. —Cox mostró a Harvey una caja que contenía unos objetos parecidos a terrones de arcilla cocida, con mechas adheridas. Cada uno tenía unos quince centímetros de diámetro, y una cuerda de nylon de unos sesenta centímetros—. Hay que encender la mecha y hacerla girar —dijo Cox—. Luego la arrojas.

—¿Funcionan?

—Desde luego —dijo Cox con entusiasmo—. Algunas explotan como bombas. Otras sólo se abren, pero aun así arrojan fuego a unos tres o cuatro metros. Verás el susto que van a dar a esos malditos caníbales.

—¿Pero y las demás armas? ¿El gas de mostaza?

Cox volvió a encogerse de hombros.

—Están trabajando en eso. Hardy dice que aún tardarán algún tiempo. Por eso estamos aquí.

En el valle de abajo, los primeros efectivos de la Nueva Hermandad habían alcanzado el puente en ruinas. El río del Ciervo estaba crecido, corría velozmente y el puente había desaparecido por completo. Los pocos hombres que habían tratado de vadearlo, desistieron rápidamente. El ejército de la Hermandad se detuvo y luego empezó a desparramarse por las orillas. Algunos hombres siguieron corriente arriba hasta perderse de vista. Otros dieron media vuelta y regresaron en dirección al mar, que se encontraba a varios kilómetros al oeste.

—Van a rodearnos —dijo Harvey nerviosamente.

—No. —Cox sonrió. Señaló corriente arriba, hacia la imponente Sierra—. Tenemos aliados allá arriba. Unos quince indios Tule, algunos de los refuerzos de Christopher. Tipos duros. Duerme un poco, Randall. No llegarán aquí ni esta noche ni mañana. Tenemos una buena posición. Los rechazaremos.

—Creo que Cox está loco —le dijo Harvey a Marie—. Yo he visto... Nosotros hemos visto luchar a la Nueva Hermandad. Él no.

—Han recibido nuestros mensajes por radio —dijo Marie. Se tendió en el asiento trasero del furgón—. Qué agradable es descansar. Podría dormir una semana entera.

—Yo también.

Pero Harvey no durmió. El furgón estaba aparcado en el extremo de la colina, al otro lado del río del Ciervo. Harvey había enviado a los muchachos a una granja próxima donde podrían descansar adecuadamente. Sabía que debería unirse a ellos, pero estaba preocupado. Había aprendido a respetar a quienquiera que se encontrara al frente de la Nueva Hermandad. El enemigo no había desperdiciado un solo hombre, nunca había expuesto temerariamente a los suyos, y sin embargo había avanzado más de veinte kilómetros en menos de un día.

El, en cambio, había gastado imprudentemente gasolina y municiones. Aquella era una guerra sin concesiones. El territorio de la Nueva Hermandad debía habérsele quedado pequeño, y ahora tratarían de apoderarse de la fortaleza para tener nuevos suministros.

Con la llegada de la noche se levantó un viento frío, pero cesó la cellisca. Unas pocas estrellas aparecieron diseminadas por los claros entre nubes, puntos de luz parpadeantes demasiado alejados para reconocerlos como constelaciones. Harvey recordó una sauna caliente seguida de un chapuzón en el agua fría de una piscina, bajo un fuerte sol; se vio conduciendo el furgón por la ardiente belleza desierta de la Baja California, para nadar finalmente en un océano de aguas calientes como una bañera, nadando sobre las olas enormes de Hermosa Beach y tendiendo una toalla para echarse sobre una arena demasiado caliente para andar por ella.

Les llegaban desde el valle los ruidos de los camiones enemigos y de los hombres que movían objetos pesados. No había forma de saber qué estaban haciendo. Cox había dispuesto patrullas que vigilaban posibles infiltraciones, pero el mando enemigo seguía otra táctica: sus hombres disparaban sus armas a intervalos regulares, gritaban, lanzaban granadas y piedras al otro lado del río, y a menudo los rancheros respondían, disparando ciegamente a la oscuridad, con lo que perdían munición y sueño.

Harvey sabía que aquello era lo que pretendía la Hermandad, pero saberlo no le servía de ayuda. Durmió irregularmente, despertándose con demasiada frecuencia. Marie se agitó en el asiento, detrás de él.

—¿Estás despierto? —susurró.

—Sí.

—¿Quién era ese tipo del camión, el de los prismáticos? ¿Lo sabes?

—Probablemente el sargento, Hooker. ¿Por qué?

—Si le das un nombre asusta menos. ¿Crees que podemos ganar? ¿Es Hardy bastante listo para eso?

—Claro —dijo Harvey.

—Siguen avanzando. Como una máquina, una gran máquina trituradora.

Harvey se incorporó. En algún lugar estalló una granada, y Cox gritó que no gastaran munición.

—Esa es una imagen aterradora —dijo Harvey—. Por suerte no es la adecuada. No, no es como una máquina de triturar carne, sino una de esas estructuras cinéticas en las que el artista invita a una horda de periodistas a permanecer a su alrededor y beber mientras contemplan cómo la máquina se autodestruye.

La risa de la mujer pareció forzada.

—Bonita imagen, Harv.

Demonios, mi vida era la creación de imágenes, antes de dedicarme a partir piedras y destrozar carreteras. Solía pensar en las batallas como un juego de ajedrez, pero no son así. Es como esos montajes. El director, los realiza, sabiendo que las piezas se oprimirán unas a otras, y que no las domina todas. La mitad de ellas están controladas por un crítico de arte que le odia. Y cada uno de ellos trata de cerciorarse de que él se quedará con las piezas sobrantes cuando el juego haya terminado, por lo que tienen que repetirlo una y otra vez.

—Y nosotros somos algunas de las piezas —dijo Marie—. Espero que Hardy sepa lo que está haciendo.

Por la mañana aumentó la excitación en el campamento de la fortaleza. Durante la noche se había presentado Stephen Tallman, vicepresidente del Consejo de Tule, para decir que sus guerreros estaban atrincherados al este, y que había más en camino. Los rumores aumentaron. Se dijo que George Christopher iba a regresar y que tenía cien, doscientos, mil rancheros armados que había reclutado en las colinas. A todo el que lo pusiera en duda se le hacía callar.

Pero era cierto que había cincuenta indios al este, y todos los rancheros hablaban de lo duros que eran y de que serían unos grandes aliados. Se contaban otros relatos, uno de ellos sobre un intento nocturno de la Nueva Hermandad para atravesar el río del Ciervo, a ocho kilómetros corriente arriba, y cómo los indios de Tallman los habían rechazado y matado a docenas, y la Nueva Hermandad había huido. Cuando Harvey habló con los demás, no encontró a nadie que hubiera visto la batalla. Sólo algunos afirmaban haber hablado con alguien que había participado en ella. Todo el mundo tenía un amigo que había hablado con Tallman en persona, o con Stretch Tallifsen, el cual estaba con los hombres del rancho enviados corriente arriba para defender el extremo occidental de la línea.

Siempre era así. Los nuevos combatientes eran demonios encarnados, que atacarían al enemigo como otras tantas máquinas de picar carne. Y los nuevos combatientes también pensaban siempre lo mismo. Pero podría ser cierto... A veces lo era... Tal vez ganarían, después de todo. La Nueva Hermandad sería detenida, y ni siquiera sería necesaria toda la fuerza de la fortaleza para hacerlo.

Al Este se disiparon las nubes, y el sol apareció con un brillo insólito. El día avanzó sin que sucediera nada. Los rancheros y la línea de tiradores de la Hermandad intercambiaban disparos esporádicos, de escaso efecto. Entonces...

Aparecieron camiones sobre la colina contraria. No parecían camiones. Tenían un aspecto extraño, pues les habían colocado delante unas grandes estructuras de madera. Bajaron la ladera a no demasiada velocidad, pues con todo aquel peso delante eran difíciles de manejar e inestables, pero avanzaron hacia el riachuelo crecido.

Al mismo tiempo, centenares de enemigos salieron de detrás de rocas y pliegues del terreno donde habían permanecido ocultos, y empezaron a disparar a cualquier cosa que se moviera. Los camiones con sus extrañas torres avanzaron hasta el borde del arroyo, y algunos de ellos atravesaron prados que debían estar demasiado embarrados, pero durante la noche la Hermandad había colocado rodadas de alambre y planchas para permitir que los camiones pudieran pasar sin hundirse en el barro.

Cuando llegaron al borde del arroyo las torres cayeron, formando puentes. Las fuerzas de la Hermandad avanzaron por ellos y se desparramaron al otro lado del arroyo. Otros se concentraron para disparar contra cualquier defensor de la fortaleza que osara mostrarse. Harvey oyó el sordo fragor que conocía de la guerra de Vietnam: eran morteros. Las bombas de mortero caían entre las rocas donde se ocultaban los rancheros de Cox, y cada vez eran más precisas. Alguien, al otro lado del río, la dirigía, y lo hacía bien. Cada vez que los hombres de Cox trataban de hacer frente a los que avanzaban, los morteros pronto los encontraban.

Más soldados de la Hermandad cruzaron el río, se desplegaron y avanzaron en una línea de casi dos kilómetros de longitud, y las tropas de Cox o bien retrocedían o eran alcanzadas. En poco más de media hora la línea defensiva del río había desaparecido, y Cox sólo mantenía la colina, e incluso allí los implacables morteros y ametralladoras, alejados del alcance eficaz del fuego de rifle, buscaba a los defensores y les obligaba a abandonar sus posiciones, mientras más fuerzas de la Hermandad avanzaban por las colinas, ocultándose detrás de las rocas, esquivando, saltando, avanzando siempre...

—¡Hormigas! —exclamó Harvey—. ¡Es un ejército de hormigas!

Supo que no podrían detener a los caníbales. Había estado locos al creer que sí. Y al ritmo que avanzaban, Cox perdería la mayor parte de sus hombres. Algunos grupos ya habían empezado a huir, unos arrojando sus armas, otros aferrándose todavía a ellas, deteniéndose de vez en cuando para disparar contra el enemigo. Pero la defensa ya no estaba organizada, y cada vez eran más los que lo veían así y sólo pensaban en salvarse. No había ningún lugar desde donde resistir. Toda posición estaba amenazada por un avance en algún otro punto, y los defensores no habían luchado ni vivido juntos, no tenían confianza en los hombres de la primera línea, los cuales podrían huir y dejar una brecha por donde penetrarían los vociferantes caníbales para impedirles definitivamente la retirada.

Una docena de hombres se aferraban al furgón de Harvey, se amontonaban dentro, subían a los guardabarros. Harvey lo puso en marcha. El riachuelo del Ciervo, que Cox había esperado defender todo el día, deteniendo incluso permanentemente a la Hermandad, había caído en menos de una hora y media.

El resto de la mañana fue una pesadilla. Harvey no pudo encontrar el camión. El único equipo que le quedaba estaba en el furgón, y sólo algunos de los rancheros de Cox estaban dispuestos a ayudarle. Finalmente llegaron refuerzos de la fortaleza, veinte hombres y mujeres con más dinamita, gasolina y sierras de cadena, pero nunca pudieron estar lo bastante alejados de las fuerzas de la Hermandad para hacer un trabajo eficaz.

Las tácticas de la Hermandad habían cambiado. Ahora, en lugar de desplegarse y flanquear las defensas, avanzaron en masa, acercándose. Querían hacer que las fuerzas de la fortaleza siguieran huyendo, y ahora su general estaba dispuesto a perder hombres para lograrlo.

Si Marie no hubiera estado con él, Harvey habría huido con el resto, pero ella no se lo permitiría. Insistió en que debían seguir cumpliendo con su misión, o por lo menos que se detuvieran y encendieran las mechas de las cargas que habían colocado dos noches antes, durante su avance. Una vez se retrasaron demasiado y estuvieron a punto de sufrir un serio percance. Oyeron un estrépito y los fragmentos de la ventanilla trasera cayeron sobre ellos, un instante antes de que también se rompiera en mil pedazos el parabrisas. Una bala del calibre cincuenta había atravesado el furgón de parte a parte, y pasó entre Harvey y Marie, a pocos centímetros. La próxima vez que pararon, los rancheros que iban con ellos les abandonaron.

Fuera de sí, Harvey gritó a Marie.

—¿Por qué diablos eres tan... —Iba a decir «valiente», pero no terminó la frase, pues hubiera significado que él no lo era, que era un cobarde—. ¿Por qué eres tan decidida? —dijo finalmente.

Ella estaba cavando un hoyo para colocar la dinamita, su último cartucho. Alzó la vista y señaló la Sierra Alta.

—Mi hijo está allá arriba —le dijo—. Si no les detenemos, ¿quién lo hará? Este hoyo será suficiente. Dame la dinamita.

Harvey ya había conectado la mecha al extremo del cartucho. Se lo dio a Marie y ella lo introdujo en el hoyo, tapándolo con tierra y piedras.

—¡Ya es suficiente! —gritó Harvey—. ¡Salgamos de aquí!

Estaban en el extremo de un cerro bajo y no podían ver el avance del enemigo, pero Harvey no creía que estuvieran lejos.

—Todavía no —dijo Marie—. Tengo que hacer algo primero.

Se dirigió a lo alto del cerro.

—¡Vuelve aquí! ¡Te juro que te abandonaré! ¡Eh!

Ella no se volvió. Al cabo de un momento, Harvey soltó un juramento y la siguió colina arriba. La encontró colocando el fusil en posición para disparar, apoyada en una roca.

—Ahí abajo es donde pusiste el aceite y las minas. Antes hemos pasado sin parar.

—¡Teníamos que hacerlo! ¡Los teníamos en los talones!

Harvey pensó que todo aquello era inútil. Unas motos subían por la carretera. Llegarían a la colina en un minuto o dos.

Marie apuntó con cuidado y disparó.

—Bien —musitó, y disparó de nuevo—. Acabaría antes si tú también disparases —le dijo.

Harvey sabía que no podría alcanzar el barril de aceite situado a trescientos metros. Apoyó el rifle en una roca y apuntó a la primera moto que se acercaba. Disparó una y otra vez, sin acertar nunca, pero los motoristas aflojaron la marcha, se detuvieron y corrieron a cubrirse en la cuneta, para esperar a la infantería. Marie siguió disparando, lenta, cuidadosamente.

—Ya es suficiente —dijo por fin—. Vamos... La verdad es que no hay prisa, porque los hemos detenido.

Harvey cerró los puños y respiró hondo. Marie tenía razón. No había un peligro inmediato. Ahora el aceite se estaba derramando sobre la carretera y las motos no podrían avanzar.

Otra moto llegó al tramo cubierto de aceite. Resbaló y cayó a la cuneta, y el motorista gritó. Marie sonrió débilmente.

—Eso del aceite ha sido una buena idea —le dijo.

Harvey la miró asombrado. Marie Vanee había figurado en la junta directiva de media docena de instituciones benéficas; era la esposa de un banquero, había formado parte de la alta sociedad, y ahora sonreía ante aquel espectáculo de destrucción.

Un camión llegó a la capa aceitosa y se detuvo. Luego empezó a avanzar lentamente. Marie disparó y atravesó el parabrisas. El camión zigzagueó y quedó ligeramente de lado. Aceleró el motor y las ruedas giraron, pero no se movió.

Llegó otro camión detrás de él y empezó a rodear el obstáculo.

Una de las minas estalló y el camión quedó envuelto en llamas. En aquel momento Harvey sintió el impulso de gritar triunfalmente. Algo había salido bien. Aquellos individuos que se arrastraban para alejarse del camión en llamas, algunos de ellos también ardiendo, no eran personas, sino un ejército de hormigas, y el truco había funcionado...

Oyeron un estallido y un débil silbido. Algo estalló a veinte metros a su izquierda. Hubo otro estallido.

—¡Al coche! ¡Vámonos ya, maldita sea! —gritó Harvey.

—Sí, creo que ya es hora.

Marie le siguió. La segunda carga de mortero estalló en algún lugar detrás de ellos. Subieron al furgón y partieron riendo y gritando como niños.

Harvey sabía que aquello no era una gran victoria, pero había sido lo mejor del día. Ya no tenían que detenerse, hasta que llegaran a la siguiente barrera, un afluente del río Tule. Sería una barrera formidable una vez que hubieran volado el puente. Aquello debería detener a la Nueva Hermandad, pues más allá estaban las colinas que señalaban la entrada a la fortaleza. El Tule era su línea defensiva más importante.

Salieron de una curva y bajaron hacia el valle del Tule... No encontraron el puente. Ya había sido volado.

Harvey se acercó a las ruinas del puente y miró el río crecido. Tenía treinta metros de anchura, era profundo y corría velozmente.

—¡Eh! —gritó.

Al otro lado del río, uno de los policías de Hartman salió de su escondite detrás de unos troncos.

—Dijeron que habíais muerto —les dijo.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Harvey.

—Sea lo que sea, hazlo rápido —dijo Marie—. No deben estar muy lejos de nosotros...

—Id corriente arriba —gritó el policía—. Tenemos hombres allá arriba. No os olvidéis de avisar por radio de vuestra llegada.

—De acuerdo. —Harvey hizo girar el furgón y enfiló la carretera del condado en dirección a la reserva india Tule—. Pon en marcha la radio —le dijo a Marie—. Diles que los informes de nuestra muerte han sido muy exagerados.

A un par de kilómetros la carretera cruzaba el río Tule. Una docena de hombres trabajaban con palas en los cimientos del puente. Harvey se aproximó cautelosamente, pero ellos le saludaron con la mano. Se acercó hasta detenerse.

Parecían rancheros, pero estaban más morenos y no parecían sufrir los efectos de varios meses sin luz solar. Harvey se preguntó si la falta de vitamina D podría afectarles. La vida en un medio frío y nuboso producía palidez.

Uno de los trabajadores dejó de cavar y se acercó al furgón.

—¿Es usted Randall?

—Sí. Oiga, la Nueva Hermandad debe estar detrás de nosotros...

—Sabemos dónde están —dijo el hombre—. Alice puede verlos, y tenemos una radio. Tiene usted que subir a la montaña Turtle y ayudarla a observar. Busque un lugar donde pueda ver el valle sin dejar de estar en comunicación con ella por radio.

—De acuerdo. Gracias. Me alegro de que estén de nuestro lado.

El indio sonrió.

—Yo creo que son ustedes los que están de nuestro lado. Buena suerte.

Su anterior buen humor se había desvanecido. Avanzaron por una carretera cada vez más difícil, llena de barro, rocas caídas y surcos profundos. Harvey conectó la tracción trasera del furgón. A medida que ascendían todo el valle apareció ante su vista. Hacia el sudoeste estaba el ramal sur del Tule, y el cruce de la carretera y el puente que acababan de abandonar. El afluente se dirigía al noroeste, hacia los restos del lago Success, donde se unía con el Tule.

Unas colinas separaban los ramales del Tule. Eran las colinas que defendían la fortaleza. Desde el lugar en que se encontraban Harvey y Marie podían ver la línea defensiva del jefe de policía Hartman: trincheras, pozos de tiradores y búnkeres construidos con troncos. Hacia el sur del valle las defensas eran menos compactas, y no parecían adecuadas. Sólo las colinas altas daban la impresión de estar bien defendidas. Harvey pensó que era una clásica defensa encostrada. El enemigo sólo tenía que perforarla y no habría nada que pudiera detener su invasión de toda la fortaleza.

Al oscurecer resultó claro el plan del enemigo. Trajeron sus camiones, las tropas se atrincheraron y encendieron grandes fogatas a la vista de la fortaleza. Parecían descansados y confiados, y Harvey supo que durante la noche habían estado trabajando en los puentes. Finalmente se hizo de noche y las colinas quedaron en silencio.

—Bien, ya no podemos ver nada más —dijo Harvey—. Ahora si que no tenemos nada que hacer.

Marie se movió inquieta a su lado. En la oscuridad no era más que una presencia, de forma indeterminada. Pero Harvey era cada vez más consciente de que Marie Vanee estaba muy cerca y que los dos se hallaban apartados del mundo hasta que saliera el sol. Su memoria le tendió una sucia trampa, mostrándole a Marie Vanee unas semanas antes de la caída del cometa, cuando recibió a Harvey y Loretta a la puerta de su casa. Llevaba esmeraldas y un traje de noche de un verde muy vivo escotado casi hasta el ombligo. Su cabello ostentaba fantásticas circunvoluciones. Recordó su amable sonrisa y el abrazo que le dio antes de hacerles pasar. Su mente superpuso aquella imagen al oscuro bulto que estaba a su lado, y el silencio se hizo realmente incómodo.

—Puedo pensar en algo —dijo ella en voz baja.

—Si no es el sexo, será mejor que me lo digas ahora.

Ella no respondió. Harvey se deslizó hacia ella y la atrajo. Se oyó una serie de crujidos, pues ninguno de los numerosos bolsillos de la chaqueta de Marie estaba vacío. Ella rió y se quitó la chaqueta, mientras él se desprendía de la suya, con sus bolsillos no menos abultados.

Entonces el terror del día y el peligro de mañana, la lenta y horrible muerte de un mundo y el próximo fin de la fortaleza, pudieron olvidarse en la frenética entrega del uno al otro. El hueco para los pies ante el asiento del pasajero se llenó de ropas, y Harvey arrojó las suyas detrás del volante. El asiento del pasajero no estaba diseñado para aquello, pero se unieron con cuidado y delicadeza, y luego mantuvieron la posición, él medio recostado en el asiento del pasajero y ella arrodillada ante él, con el rostro por encima del suyo. Cada uno notaba el aliento del otro en la mejilla.

—Me alegro de que pensaras en algo —dijo él finalmente, ya que no podía decirle que la amaba.

—¿Nunca lo habías hecho en un coche?

—Sí, claro. Pero entonces era más flexible.

—Yo nunca lo había hecho.

—En general se usa el asiento de atrás, pero...

—El asiento de atrás está lleno de cristales rotos —concluyó Marie.

Ambos sintieron de nuevo la tensión al recordar la bala del calibre cincuenta y la lluvia de fragmentos de cristal. Marie había tenido que desprenderse de las diminutas astillas mientras él conducía. Pero había una forma de olvidar.

Y más tarde se repitió aquella forma de olvidar, con el mismo frenesí. Harvey pensó que no se sentían atraídos el uno por el otro, pero que cada uno se lanzaba en los brazos del otro a causa del miedo a lo que había fuera. Hicieron el amor con el oído aguzado por si oían disparos, pero lo hicieron. Hasta cuando se hace en malas condiciones es bueno.

Harvey se despertó antes del alba. Estaba tapado con la manta del asiento de atrás, pero no recordaba haberla cogido. Permaneció despierto, sin moverse, con los pensamientos confusos.

—Hola —le dijo Marie en voz baja.

—Hola. Creí que estarías dormida.

—Hace un rato que estoy despierta. Descansa un poco más.

Harvey lo intentó, pero le dolían demasiado los músculos que había esforzado en exceso la noche anterior, y sentía punzadas de su conciencia, la cual al parecer no había sido informada de que era un viudo cuya nueva mujer le había abandonado por un astronauta. Se propuso rechazar aquellos pensamientos, pero aun así no pudo dormir, y se incorporó.

—Vaya, parece que hemos sobrevivido a la noche.

—Yo no te hice trabajar tanto.

Debía haber una nota de falsedad en su propia risa, o... Ella le conocía desde hacía largo tiempo. Se volvió hacia él en la oscuridad.

—No estás preocupado por Gordie, ¿verdad? Eso ha terminado. Ya se ha buscado nueva compañera, y no se necesita un juez para que diga cuándo un matrimonio ha terminado.

Harvey no había pensado en Gordie.

—¿Qué harás ahora? —le preguntó él—. Cuando todo esto haya terminado.

Ella se rió.

—No haré de cocinera. Pero te agradezco que me trajeras a este valle. Es mucho mejor que cualquier cosa que yo hubiera podido encontrar por mí misma. —Se quedó un momento en silencio, y oyeron un ruido en el exterior: un búho había atrapado un conejo—. Ahora el mundo es sólo de los hombres, y supongo que habré de casarme con alguno importante. Siempre me ha importado mucho la condición social, y no veo por qué he de cambiar ahora. De hecho, hay más razones que nunca. Los músculos cuentan. Buscaré a un líder y me casaré con él.

—¿Y quién podrá ser ese líder?

—Desde ayer tú eres un líder, un hombre importante. —Se deslizó hacia él y le rodeó con un brazo. Entonces soltó una carcajada—. ¿Por qué estás tan tenso? ¿Soy tan aterradora? Pobre Harvey. Sé exactamente qué estás pensando. Piensas en la obligación. Has seducido a la muchacha y deberías casarte con ella, y sabes muy bien que no te podrás resistir si realmente me lo propongo... ¿Lo ves?

Sus manos acariciaron lugares íntimos de Harvey.

Vivir con Loretta no le había preparado para aquella clase de guerra. La besó fuertemente (¡no podía reírse de Harvey Randall!) y sostuvo el beso (porque era muy agradable y, qué diablos, Maureen tenía ya a su hombre alado) hasta que ella se retiró.

—No he sido muy amable contigo —le dijo ella—. No te preocupes, Harv, no voy detrás de ti. No saldría bien. Me conoces demasiado. No importa lo que hemos hecho. Aunque hubiéramos aprendido realmente a amarnos, siempre tendrías dudas. Nos pelearíamos, jugaríamos al dominador y el dominado...

—Estaba pensando en algo así.

—No te comprometas a nada. No lo necesito. Me gustaría que fuéramos amigos.

—Claro. A mí también me gustaría. ¿Quién es tu verdadero objetivo?

—Oh, voy a casarme con George Christopher.

Harvey se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Lo sabe él?

—Claro que no. Todavía cree que tiene posibilidades con Maureen. Me habla de ella siempre que puede. Y yo le escucho.

—¿Qué te hace suponer que no se casará con Maureen?

—No seas tonto. Ella os tiene a ti y a Johnny Baker para elegir. Nunca se casará con George. Si no se conocieran de toda la vida, si él no hubiera sido su primer amor, ni siquiera le tendría en cuenta.

—¿Y yo?

—Tú tienes una posibilidad, pero la de Baker es mejor.

—Sí. Supongo que sería estúpido preguntarte si estás enamorada de George.

Marie se encogió de hombros. El pudo notarlo en la oscuridad.

—El estará seguro de que le quiero —dijo ella—. Y nadie más intervendrá. Lo de esta noche no se repetirá, Harvey. Eso ha sido... algo especial. El hombre adecuado en el momento propicio. Yo siempre... Dime, ¿en todos esos años en que hemos vivido como vecinos, nunca te has sentido tentado de pasar por casa, alguna tarde, cuando Loretta estaba fuera y Gordie en el banco?

—Sí, pero no lo hice.

—Muy bien. No habría ocurrido nada, pero siempre me preocupó que ni siquiera lo intentaras. Bueno, durmamos un poco.

Marie dio media vuelta y se arrebujó en la manta.

Pobre George, pensó Harvey. O tal vez debería considerarle afortunado. Si él no la hubiera conocido tan bien... «Maldita sea, aún me siento tentado. George, no lo sabes, pero estás a punto de ser un hombre feliz.» Si viviera lo suficiente. ¡Si Marie viviera!

Al alba la Sierra se tiñó de rojo. Los vientos soplaban a ráfagas. La niebla se levantó en el valle de San Joaquín.

Cuando el sol estuvo alto pudieron comprobar que más de un centenar de hombres de la Nueva Hermandad habían cruzado durante la noche. Se estaban concentrando cerca de la vieja cuenca del lago Success, y se encaminaban al puente destruido, echando a un lado la línea defensora de la fortaleza. Los morteros de la Hermandad empezaron a disparar, obligando a los defensores a retirarse valle arriba, hacia las colinas.

La retirada fue ordenada pero constante.

—A mediodía serán dueños del valle —dijo Harvey—. Creía, esperaba, que resistieran más. Por lo menos no corren como conejos.

Ella asintió, pero siguió informando de las posiciones enemigas por la radio. No había nada más qué hacer.

Alice parecía aterrada cada vez que hablaba, pero de todos modos les pedía los informes.

Harvey pensó que era inútil. Miró el mapa, tratando de encontrar un camino hacia la Sierra que no pasara por los lugares que ocupara el enemigo, o donde la Nueva Hermandad estaría pronto.

—Están reparando el puente —informó Marie—. Disponen de troncos grandes y mucha gente para transportarlos.

—¿Cuánto tardarán en pasar los camiones? —preguntó Alice a través de la radio.

—No más de una hora.

—Quédate a la escucha —dijo Alice—, tengo que informar al señor Hardy.

La radio quedó en silencio.

—Mal asunto —comentó Harvey. Trató de sonreír—. Parece como si, después de todo, sólo fuéramos a quedar tú y yo. Tal vez podremos subir allá arriba y buscar a los chicos. No creo que tenga que pelearme con Gordie por ti...

—Calla y vigila —dijo Marie. Parecía asustada, y Harvey no podía culparla por ello.

Tardaron algo más de una hora en tender el puente. Luego una columna de camiones, encabezados por las camionetas descubiertas en cuyas plataformas habían montado ametralladoras, avanzaron hacia las líneas defensivas. El enemigo subió por las carreteras del valle. Otros camiones transportaban los morteros, mientras grupos de trabajo cavaban emplazamientos para ellos. El ejército de la Hermandad se extendió por el valle, trató de avanzar hacia las colinas y se retiró cada vez que les hacían frente. Tenían mucho tiempo, y ahora la noche estaría de su lado. Podrían infiltrar hombres entre las rocas, por las colinas, en la misma fortaleza.

El día se hizo más cálido, pero no para Harvey y Marie. El viento que se levantaba del mar de San Joaquín traía el frío de la Sierra. A lo largo de la mañana nublada el enemigo siguió avanzando. A mediodía habían alcanzado el extremo del valle y empezaban a subir las laderas hacia las últimas defensas.

—Permaneced a la escucha —dijo Alice. Ahora parecía excitada, no atemorizada.

—¿Para qué? —quiso saber Harvey.

—Para vigilar e informar —dijo Alice—. Por eso estáis ahí. No puedo ver...

Algo sucedía en las colinas. Unos hombres habían empujado una cosa enorme, que parecía un vagón, lo empujaron y cayó rodando por la ladera, hasta detenerse a unos cientos de metros del puente reparado. Permaneció allí, inmóvil durante treinta segundos... y estalló. Surgió una nube inmensa y el viento la llevó hacia el puente y más allá, hasta cubrir a los atacantes.

Desde todas las colinas, salían volando unos objetos que caían lentamente. Los hombres empujaban pesadas estructuras de madera, cajas provistas de largos brazos que lanzaban diminutos objetos negros con una trayectoria curva.

—¡Catapultas! —gritó Harvey.

Lo eran, en efecto. Harvey no sabía con qué las hacían funcionar. Probablemente con cuerdas de nylon, tal vez con los cabellos donados por las mujeres cartaginesas...

Las catapultas no tenían mucho alcance, pero no lo necesitaban. Arrojaban unos tarros que, al chocar y romperse, producían una humareda amarilla. El viento arrastraba aquel humo por el valle, donde avanzaba el enemigo. Los hombres de la Nueva Hermandad gritaron aterrorizados. Arrojaban sus armas, corrían desesperados, se desgarraban las ropas, se lanzaban al río para ser arrastrados por la corriente. Luchaban por pasar al otro lado del puente, y desde las colinas los rifles disparaban sin cesar, derribando a los que huían. Las catapultas vertían una lluvia continua de tarros ardientes, renovando la mortífera humareda amarilla.

—¡Están huyendo! —A Harvey se le quebró la voz mientras gritaba por el micrófono—. ¡Están cayendo como moscas! Dios mío, por lo menos hay quinientos de ellos ahí abajo.

—¿Qué les ocurre a los que no han cruzado el río? —La voz era de Alice Cox, pero la pregunta debía ser de Hardy.

—Están cargando los camiones.

—¿Y sus armas? ¿Las abandonan?

Harvey exploró con los prismáticos.

—Sí. No han recogido todos los morteros... Ahí va uno de sus camiones.

Harvey se estremeció. La camioneta, con una carga de hombres jadeantes y aterrados, bajó por la carretera a toda velocidad y no redujo la velocidad al llegar al puente. Doce hombres cayeron desde el puente al agua, y la camioneta siguió adelante, abandonando a su suerte a los que habían caído.

—En ese camión llevaban dos ametralladoras —informó Harvey—. Parece que se marchan.

El gas no había cubierto el valle por completo, y algunos miembros de la Nueva Hermandad pudieron escapar. Muchos huían gritando, desarmados, pero Harvey vio que otros se detenían, buscaban una ruta y partían llevando armas pesadas. Se llevaron dos de los morteros antes de que las catapultas cerraran aquella vía de escape. Harvey informó de las zonas todavía expeditas, y minutos más tarde contempló como lanzaban recipientes de gas a cada una de ellas.

—Algo sucede corriente arriba —gritó Harvey—. No puedo ver...

—No se preocupe por eso —dijo Alice, y preguntó—: ¿Está libre de gas la carretera que lleva a la reserva?

—Espera un segundo... Sí.

—Espera.

Poco después bajaron unos camiones por aquella carretera. Transportaban indios de Tallman y más rancheros. Harvey creyó reconocer a George Christopher en uno de los camiones. Avanzaron en busca del enemigo en desbandada, pero se detuvieron en lo alto de la colina, más allá del cruce de carreteras. Ahora le tocaba a la fortaleza desplegarse y explorar, buscar puntos débiles, limpiar las carreteras...

Entretanto, detrás de ellos el valle se había convertido en un mundo irreal. Su extraña atmósfera teñida de amarillo era mortal para los hombres desprovistos de trajes especiales. Su fauna había sido transfigurada: los cuadrúpedos se movían lentamente y los hombres eran una especie de reptiles, algunos armados con aguijones metálicos, cada vez más torpes en sus movimientos hasta que la mayoría parecían quedar en hibernación y muy pocos se movían. Se arrastraban como caracoles sobre sus vientres y avanzaban a paso de caracol hacia el río, dejando tras de sí regueros rojos. Los peces del río surgieron momentáneamente a la superficie, con una agilidad increíble, pero de repente dejaron de moverse y flotaron con las aletas inútiles oscilando en la corriente.

Cuando llegó la noche, el silencio era el de un mundo muerto y desierto.

LOS RESULTADOS

Desde el Lejano Oriente os envío un solo pensamiento, una única idea, escrita en rojo en todas las cabezas de playa desde Australia hasta Tokyo: «No hay nada igual a la victoria.»

General Douglas MacArthur


Estaba demasiado oscuro para ver. Un viento frío soplaba desde la Sierra. Harvey se volvió hacia Marie.

—Victoria.

—¡Sí! ¡Lo conseguimos! ¡Dios mío, Harvey, estamos a salvo!

La oscuridad le impedía ver su rostro, pero Harvey sabía que debía sonreír como una idiota.

Puso en marcha el furgón. Alice le había dicho que se mantuviera alejado del valle y de la carretera principal. Tenían que dirigirse a la fortaleza por la polvorienta cañada. Cambió de marcha y avanzó cautelosamente. La luz de los faros iluminaba el camino, bastante nivelado, pero la inclinación hacia la izquierda era pronunciada, y Harvey sabía que se estaban hundiendo en la superficie de barro. Sería fácil caer por el borde. Era terrible pensar que podrían morir después de que hubiera terminado la batalla, pero no era más que una mala carretera, y Harvey ya había pasado por muchas iguales o peores.

Se sintió alegre. Tenía que refrenar los deseos de acelerar el motor. Nunca había tenido con tal intensidad la sensación de estar vivo. Rodearon la montaña y cruzaron la colina que marcaba el inicio de las posesiones del senador. Entonces aceleró y condujo a través del barro a toda velocidad, por encima de los surcos y los baches, peligrosamente. El furgón brincaba como si compartiera su alegría.

Corrieron como si huyeran de algo. Harvey lo sabía, y sabía también que si pensaba en ello, en lo que había visto, no sentiría alegría sino una tristeza infinita. Allá, en aquel valle donde se había librado la batalla, había centenares de personas de todas las edades, hombres, mujeres, muchachos, arrastrándose con los pulmones destrozados, dejando regueros de sangre que habían sido visibles a través de los prismáticos hasta que las sombras piadosas de la noche cayeron sobre la tierra: los moribundos, los que habían sobrevivido al fin del mundo.

—Harvey, no puedes pensar en ellos como personas.

—¿Tú también piensas en eso?

—Sí, un poco. ¡Pero estamos vivos! ¡Hemos ganado!

El furgón dio un brinco en lo alto de un pequeño altozano, y las cuatro ruedas abandonaron brevemente el suelo, pero a Harvey no le importó.

—Hemos luchado nuestra última batalla —gritó—. Se acabó la guerra. —Se sintió lleno de euforia. El mundo volvía a ser un lugar encantador. Que los muertos enterraran a los muertos. Harvey Randall estaba vivo, y el enemigo derrotado.— ¡Salud a los héroes que regresan! Pero, diablos, tú has sido más heroica que yo. Yo hubiera echado a correr si no hubieses estado ahí para impedírmelo. Pero no pude. El orgullo viril... Los hombres no pueden huir si les observan las mujeres. No sé por qué hablo tanto. ¿Por qué no dices nada?

—¡Porque no me das ocasión de hacerlo! —gritó Marie, risueña—. Ninguno de los dos huimos, y hubiera sido fácil... —Rió nuevamente—. Y ahora, amigo, vamos a recoger el premio tradicional para los héroes. Maureen. Te la has ganado.

—Es curioso, pero pensaba en eso. Sin embargo, George volverá...

—Tú deja a George para mí —dijo Marie—. Después de todo, también merezco mi premio.

—Creo que estoy celoso de él.

—Qué lástima.

El buen humor les duraba cuando llegaron a la casa de piedra del senador y entraron en su interior. Había mucha más gente. Al Hardy, borracho, pero no de alcohol, sonreía como un bobo mientras los demás le daban palmaditas en la espalda. Dan Forrester parecía cansado, ensimismado e infeliz, y nadie hacía caso de aquél talante; le alababan, le daban las gracias y le dejaban con su humor: que gozara u odiara, que estuviera triste o alegre. Los magos pueden hacer lo que les venga en gana.

Faltaban muchos. Podrían contarse entre los muertos o tal vez haber huido, sin saber que ya nadie les amenazaba. Los vencedores estaban demasiado cansados para pensar en ellos. Harvey buscó a Maureen y se acercó a ella. No sentían deseos lujuriosos, sino una infinita ternura, y se tocaron como niños.

No se celebró ninguna fiesta. Pocos minutos después finalizó la reunión. Algunos se dejaron caer en sillones y durmieron, otros regresaron a sus casas. Ahora Harvey no sentía nada, salvo la necesidad de descansar, dormir, olvidar todo lo que había ocurrido aquel día. No era la primera vez que veía aquella reacción. Recordó los hombres que regresaban de una patrulla en Vietnam, pero él mismo no lo había sentido: vacíos de energía, de emoción, capaces de excitarse unos breves momentos para quedar luego más agotados todavía.

Se despertó recordando que habían ganado. Los detalles habían desaparecido. Había tenido sueños, vividos y mezclados con los recuerdos de los últimos días, y a medida que los sueños se desvanecían, así lo hacían también los recuerdos, dejándole sólo la palabra... ¡Victoria!

Estaba tendido en el suelo de la sala de estar, sobre una alfombra y tapado con una manta. No tenía idea de cómo había llegado allí. Tal vez había hablado con Maureen y luego se había derrumbado en el suelo. Todo era posible.

Había ruidos en la casa, gente que se movía, olores de comida. Harvey saboreó los sonidos, los olores y las sensaciones de la vida. Las nubes grises que veía a través de la ventana parecían infinitamente detalladas, vividas y brillantes como la luz del sol. Los trofeos de bronce de las paredes eran una maravilla que necesitaba investigación. Consideraba un tesoro cada momento de la vida y lo que podía aportar.

Gradualmente desapareció aquella sensación, dejándole hambriento. Se levantó y vio que la misma alfombra de la sala de estar parecía un campo de batalla. Los hombres yacían allí donde la fatiga los había hecho tenderse. Algunos habían aguantado lo suficiente para hacerse con una manta. Harvey extendió su propia manta sobre Steve Cox, acurrucado contra el frío, y salió, dejándose guiar por los olores del desayuno.

La luz del sol inundaba la estancia. Maureen Jellison contempló incrédula aquel brillo. Temía saltar de la cama. El sol brillante podría ser un sueño, y en ese caso quería saborearlo. Finalmente se convenció de que estaba despierta. No se trataba de una ilusión. El sol entraba por la ventana, cálido, amarillo y brillante. Haría una hora que había salido. Ella pudo notar el calor sobre sus brazos cuando descorrió las cortinas.

Fue despertando del todo. Pensó en el terror, la sangre y la fatiga mortal. Los recuerdos del día anterior corrían como una película a cámara rápida. El horror de la mañana, cuando las fuerzas de la fortaleza tuvieron que actuar con rapidez, retirarse lentamente, dejando que los de la Hermandad entraran en el valle pero no llegaran jamás a las colinas. La retirada gradual que no podía parecer demasiado evidente, con soldados a los que no se había podido explicar el plan de combate por temor a que pudieran capturarlos. Finalmente, el pánico generalizado, cuando todos habían huido.

—Cuando corres, ellos se agrupan y te siguen —había dicho Al Hardy—. Los informes de Randall lo dejan muy claro. El comandante se rige por el manual. Así lo haremos nosotros también, hasta cierto punto.

El problema había radicado en mantenerse en terreno alto, de manera que la Hermandad permaneciera en el valle; dejar paso libre por el valle hasta que un número suficiente de miembros de la Hermandad hubieran cruzado el puente. ¿Cómo podían lograr que los rancheros lucharan y no echaran a correr hasta que se les diera la señal? Hardy había elegido la solución más simple al problema. «Si te quedas ahí resistiendo —le dijo—, algunos permanecerán contigo. Son hombres.»

A Maureen no le gustó aquella decisión, pero no hubo tiempo de enmendarle la plana a Hardy. Y luego resultó que había tenido razón. Maureen sólo tenía que hacer gala de su propio valor. Para una persona que, como ella, no estaba segura de que quisiera vivir, aquello le había parecido tarea sencilla. Pero cuando estuvo realmente bajo el fuego, empezó a tener sus dudas.

Recordó los horrores que había visto. Algo desgarró el costado de Roy Miller. Este trató de taponar la herida con el brazo, el cual cabía en la brecha entre las costillas desgarradas. Maureen sintió ganas de vomitar... y en su último momento Roy miró a su alrededor y vio la expresión de Maureen.

Un proyectil de mortero estalló detrás de Deke Wilson y dos de sus hombres. Estos rodaron por el suelo y quedaron tendidos en posturas que hubieran sido muy incómodas si no hubiesen estado muertos. Pero Deke huyó, moviendo los brazos frenéticamente, bajando por la colina, como un polluelo que aprendiera a volar, hacia la penumbra amarillenta del valle.

Joanna MacPherson se volvió para gritar a Maureen. Una bala silbó a través de su cabello, por el espacio donde un instante antes había estado su cráneo, y el mensaje de Joanna resultó extrañamente obsceno.

Un fragmento de metal procedente de la explosión de un mortero alcanzó la bomba de mostaza de Jack Turner cuando se disponía a lanzarla. Sus amigos y su cuñada corrieron hacia él, pero Jack Turner perdió el equilibrio, cayó dentro de la nube amarillenta y se ahogó.

Pudgy Galadriel, del Shire, hizo girar su honda, dio un paso adelante y lanzó una botella de gas nervioso colina abajo. El movimiento complementario después del lanzamiento fue demasiado largo, y Galadriel quedó de pie como la Victoria Alada, sin cabeza. Maureen vio manchas negras ante sus ojos. Se apoyó en una roca y logró mantenerse firme.

Una cosa era permanecer en lo alto de un risco y jugar a su placer con la idea de arrojarse al vacío (¿Pero habría tenido el valor de hacerlo o no era más que una comedia? Ahora nunca lo sabría). Otra cosa muy distinta era contemplar a la pobre y afable Galadriel desplomarse arrojando sangre por el cuello cercenado, y luego, sin pararse a mirar si alguien la observaba, recoger su honda y la botella de gas nervioso y hacer girar aquella cosa mortífera por encima de su cabeza, recordando en el último segundo que debía volar en dirección tangente y no en la dirección que señalaba la honda cuando la soltara, arrojándola contra la horda de caníbales que seguía avanzando hacia ellos. De repente, Maureen Jellison encontró muchas razones por las que vivir. Los cielos grises, los vientos fríos, las ráfagas de nieve, la perspectiva de un invierno de hambre... Todo aquello se había desvanecido. Maureen se percató de algo muy simple: si uno puede sentir terror, es que quiere vivir. Era extraño que nunca lo hubiera comprendido antes.

Se vistió rápidamente y salió al exterior. El brillante sol había desaparecido. Maureen no podía ver el astro, pero el cielo brillaba, y las nubes parecían mucho más delgadas que de costumbre. ¿Habría sido al final un sueño la luz del sol? No importaba. El aire era cálido y no llovía. El arroyuelo que pasaba cerca de la casa estaba muy crecido, y el agua gorgoteaba alegremente. Era agua fría, apropiada para las truchas. Los pájaros se lanzaban contra el arroyo, piando intensamente. Maureen bajó por el camino que llevaba hasta la carretera.

No había tráfico. Antes lo había habido, cuando se llevaron a los heridos de la fortaleza al antiguo centro de convalecencia que servía como hospital del valle, y más tarde el tráfico se reanudaría, cuando los heridos menos graves fueran transportados en carros tirados por caballos, pero de momento la carretera estaba libre. Maureen caminó por ella a buen paso, atenta a cada imagen y sonido: los golpes de un hacha en la colina, la ráfaga rojiza producida por un mirlo alirrojo que se ocultó entre unos arbustos, los gritos de los niños que cuidaban de los cerdos de la fortaleza que pastaban en los bosques.

Los niños se habían adaptado rápidamente a la nueva situación. Un adulto de edad avanzada hacía de maestro. Los niños eran una docena o más, y cuidaban de la piara de cerdos con dos perros pastores: escuela y trabajo a la vez. Un tipo de escuela distinto, con lecciones diferentes. Lectura y aritmética, desde luego, pero también otros conocimientos: conducir a los cerdos hasta las deposiciones de los perros (éstos, a su vez, comían parte de los desperdicios humanos), y llevar siempre un cubo para recoger el estiércol de los cerdos, que debían entregar por la noche. Otras lecciones versaban sobre la manera de atrapar ratas y ardillas. Las ratas eran importantes en la nueva ecología. Había que mantenerlas alejadas de los graneros de la fortaleza, trabajo que corría principalmente a cargo de los gatos, pero las ratas eran útiles, porque encontraban su propio alimento, eran comestibles, con sus pieles se confeccionaban ropas y zapatos, y con sus huesos pequeños se hacían agujas. Había premios para los niños que capturasen más ratas.

Cerca del pueblo estaban los depósitos de aguas fecales, donde los excrementos animales y humanos se echaban en unas calderas con virutas de madera y serrín. El calor de la fermentación lo esterilizaba todo, y los gases calientes se enviaban por tuberías que pasaban por debajo del ayuntamiento y el hospital para formar parte del sistema de calefacción, y luego se condensaban. El metanol resultante, alcohol de madera, servía como combustible para los camiones que recogían los desperdicios, y aún sobraba algo para otros trabajos. El sistema no estaba completo, pues necesitaban más tuberías y condensadores, y el trabajo absorbía a demasiados obreros cualificados, pero Hardy podía sentirse merecidamente orgulloso de sus primeras realizaciones. Para la primavera tendrían una gran cantidad de fertilizante altamente nitrogenado procedente de los residuos de las calderas, con una absoluta esterilización y listo para los cultivos que plantarían, y habría suficiente metanol con que alimentar los tractores para el pesado trabajo inicial de arar la tierra.

Maureen pensó que lo habían hecho bien. Pero era mucho más lo que quedaba por hacer. Tenían que construir molinos de viento y de agua, plantar cultivos, construir una forja. Hardy había encontrado un viejo libro sobre el trabajo del bronce y los métodos para fundirlo con arena, pero aún no habían tenido tiempo para ponerlo en práctica. Ahora tendrían tiempo, cuando ya no pesaba sobre ellos una amenaza de guerra. No habría más guerras, como había dicho Harvey Randall cuando volvió al rancho después de la batalla.

No sería fácil. Maureen miró las nubes, que se estaban oscureciendo. Deseaba que la luz del sol se abriera paso, no porque quisiera ver el sol de nuevo, aunque sí lo quería, sino porque sería muy apropiado, un símbolo de su éxito final. Sin embargo, no había más que las nubes gradualmente oscuras, pero ella se negó a dejar que la deprimieran. Sería muy fácil caer de nuevo en su negro talante desesperado.

Harvey Randall había tenido razón: evitar a la gente aquel sentimiento de impotencia y fatalidad valía todos los esfuerzos. Pero primero era preciso evitárselo uno mismo. Había que mirar de manera realista este nuevo y terrible mundo, saber qué podía reservarle y desafiarlo. Entonces uno podría ponerse manos a la obra.

Al pensar en Harvey recordó a Johnny Baker, y se preguntó qué le habría ocurrido a la expedición que fue a la central nuclear. Ahora todos deberían estar a salvo. Con la Nueva Hermandad derrotada, la central nuclear no sufriría ningún daño, ahora que habían repelido aquel primer intento de ataque, pero...

Su último mensaje había llegado tres días atrás.

Tal vez se había producido un segundo ataque. Desde luego, la radio callaba. Maureen se estremeció. Tal vez se les había estropeado y no podían comunicarse, o quizás estaban muertos. No había manera de saberlo. Johnny habría estado en primera línea... y destacaba demasiado...

Maureen se dijo que el silencio se debería sin duda a una avería de la radio. Debía rechazar el pesimismo y mantenerse ocupada. Bajó por la ladera, en dirección al hospital.

Alim Nassor no podía recobrar el aliento. Estaba sentado, apoyado en la pared de la caja del camión. No podía tenderse, porque se ahogaría. De todos modos tenía los pulmones llenos de gas. Habían fallado. La Hermandad había sido derrotada, y Alim Nassor era hombre muerto.

Swan y Jackie ya no existían, y también había muerto la mayor parte de la banda, a causa de las nubes de gas amarillo asfixiante que quemaba como fuego. Sintió las manos de Erika que movían un paño sobre su rostro, pero no pudo centrar la mirada en ella. Era una buena mujer, una mujer blanca, pero que se había quedado con Alim, le había ayudado a salir de aquel infierno cuando los demás huyeron. Si pudiera hablar...

Notó que el camión reducía la marcha, y oyó que alguien gritaba un santo y seña. Habían llegado al nuevo campamento, y alguien había organizado centinelas. ¿Sería Hooker? Alim creía que el Gancho estaba vivo. No había cruzado el río. Estaba al frente de los morteros, y en aquella posición debió hallarse a salvo, a menos que le capturasen durante la persecución. Alim se preguntó si quería que Hooker estuviera vivo. Ya nada importaba. El Martillo había matado a Alim Nassor.

El camión se detuvo junto a una fogata. Alim sintió que le bajaban y le colocaban cerca del fuego, y se sintió mejor. Erika estaba a su lado, y alguien le trajo una taza de caldo caliente. Era demasiado difícil decirles que estaban desperdiciando un buen caldo, que ya no se despertaría la próxima vez que durmiera. Moriría ahogado por sus propias flemas. Tosió con fuerza, tratando de aclarar sus pulmones para poder hablar, pero le dolió demasiado y renunció a hacerlo. Gradualmente oyó una voz.

—¡Y habéis desafiado al Señor Dios de los Ejércitos! ¡Habéis puesto vuestra fe en las armas, vosotros, Angeles del Señor! ¡Estrategia! ¿Para qué necesitan estrategia los Angeles? ¡Poned vuestra fe en el Señor Dios Jehová! ¡Realizad su obra! Cumplid su voluntad, hermanos míos. Destruid la ciudadela de Satán, como lo quiere Dios, y entonces podréis lanzaros a la conquista!

La voz del profeta azotaba a Alim.

—¡No lloréis por los caídos, pues han caído al servicio del Señor! Grande será su recompensa. ¡Oh, vosotros, ángeles y arcángeles, escuchadme! ¡Este no es tiempo de tristeza! ¡Es tiempo de seguir adelante en el nombre del Señor!

—No —jadeó Alim, pero nadie le oyó.

—Podemos hacerlo —dijo una voz cerca de él.

Alim tardó un momento en reconocer a Jerry Owen. Este prosiguió:

—No tienen gas venenoso en la central nuclear, y aunque lo tuvieran ya no importaría. Llevaremos todos los morteros y rifles sin retroceso en la gabarra y volaremos las turbinas. Acabaremos de una vez con la central nuclear.

—¡Golpead, en el nombre de Dios! —gritaba Armitage.

Ahora hubo algunas respuestas. Alguien gritó «¡Aleluya!», y otro exclamó «¡Amén!». Al principio las reacciones eran inciertas, pero a medida que Armitage hablaba se hicieron más entusiastas.

—Mierda —dijo alguien. Tenía que ser el sargento Hooker. Alim no pudo volver la cabeza para mirarle—. Alim, ¿me oyes?

Alim asintió levemente.

—Dice que oye —dijo Erika—. Déjale en paz. Tiene que descansar. Ojalá duerma un poco.

¡Dormir! Dormir acabaría con él fatalmente. Cada vez que respiraba era una lucha, un esfuerzo de voluntad. Si se relajaba un momento dejaría de respirar.

—¿Qué diablos hago ahora? —le preguntó Hooker—. Eres el único hermano con el que puedo hablar.

Las palabras se formaron en los labios de Alim. Erika las tradujo.

—Pregunta cuántos hermanos quedan.

—Diez —dijo Hooker.

Diez negros. ¿Serían los últimos negros del mundo? Claro que no. África debía seguir existiendo, ¿o no? Pero no había visto ningún rostro negro entre sus enemigos. Tal vez no había más en California. Musitó algo de nuevo.

—Dice que diez no son suficientes —dijo Erika.

—Sí. —Hooker se inclinó para hablarle a Alim al oído. Nadie más pudo oírle—. Tengo que quedarme con este predicador —le dijo—. Dime, Alim, ¿está loco? ¿Tiene razón? Ya no sé qué pensar.

Alim meneó la cabeza. No quería hablar de aquello. Armitage hablaba de nuevo, del paraíso que aguardaba a los caídos. Sus palabras se mezclaban con los pensamientos vagos y lentos que se arrastraban por la conciencia de Alim. El paraíso. Tal vez fuera cierto. Quizás aquel loco predicador tuviera razón. Era mejor creerlo así.

—Conoce la verdad —musitó Alim.

El calor del fuego era casi agradable. La oscuridad aumentaba en su cabeza, a pesar de los atisbos de sol matutino que había creído ver antes. Las palabras del predicador atravesaron la oscuridad.

—¡Atacad ahora, Angeles! ¡Hoy mismo, en esta misma hora! ¡Es la voluntad de Dios!

Lo último que Alim oyó fue el grito del sargento Hooker.

—¡Amén!

Cuando Maureen llegó al hospital, Leonilla Malik la cogió del brazo y la condujo a una sala.

—He venido para ayudar —dijo Maureen—, pero quería hablar con los heridos. Uno de los muchachos Tallifsen estaba en mi grupo y...

—Ha muerto —dijo Leonilla, sin ninguna emoción en la voz—. Su ayuda me iría bien. ¿Ha usado alguna vez un microscopio?

—No desde las clases de biología en el instituto.

—No olvide cómo se hace —dijo Leonilla—. Primero necesito una muestra de sangre. Siéntese aquí, por favor. —Sacó una aguja hipodérmica de una olla a presión—. Es mi autoclave —explicó—. No es muy bonito, pero funciona.

Maureen se había estado preguntando qué habría ocurrido con las ollas a presión del rancho. Hizo una mueca cuando la aguja, que estaba embotada, le perforó la piel del brazo. Leonilla extrajo la sangre y cuidadosamente la vertió en un tubo de ensayo procedente de un juego infantil de química.

La rusa introdujo el tubo en un calcetín, que tenía cosido un trozo de cuerda de nylon, y Leonilla lo usó para hacer girar velozmente el tubo de ensayo por encima de su cabeza.

—Estoy centrifugando —le dijo—. Le muestro cómo hacer esto y así usted podrá realizar luego parte del trabajo. Necesitamos más ayuda en el laboratorio. —Siguió haciendo girar el tubo—. Ya está. Hemos separado las células del plasma. Ahora extraemos el plasma, así, y metemos las células en una solución salina. —Trabajaba rápidamente—. Aquí, en el estante, tenemos células y plasma de pacientes que necesitan sangre. Cotejaré la suya con la de ellos.

—¿No quiere saber su grupo sanguíneo? —preguntó Maureen.

—Sí, en seguida. Pero de todos modos he de hacer las pruebas. No conozco los grupos sanguíneos de los pacientes y no tengo manera de arreglarlo, y este sistema es más seguro, aunque resulta muy incómodo.

La habitación había sido un despacho. Hacía poco que pintaron las paredes y estaban muy limpias. La mesa de oficina sobre la que trabajaba Leonilla estaba inmaculada.

—Ahora —dijo Leonilla— coloco muestras de sus células en una muestra del suero del paciente, y las células del paciente en el suyo, y miramos por el microscopio.

El microscopio también era una pieza de un juego infantil. Alguien había incendiado el instituto de la localidad antes de que Hardy hubiera pensado en enviar una expedición para recoger material científico.

—Es muy difícil trabajar con esto —dijo Leonilla—, pero funcionará. Ha de tener mucho cuidado con el foco. —Aplicó el ojo al microscopio—. Ah, células cilíndricas. No puede ser donante de este paciente. Mire, así lo sabrá.

Maureen miró por el microscopio. Al principio no vio nada, pero manejó el foco y en seguida recordó cómo se hacía. Pensó que Leonilla tenía razón. Esas cosas no se olvidan nunca una vez aprendidas. Recordó que no era necesario cerrar el otro ojo, pero lo hizo de todos modos. Cuando el instrumento estuvo bien enfocado vio las células sanguíneas.

—¿Se refiere a esas pequeñas pilas, como fichas de póquer?

—¿Fichas de póquer?

—Como platitos...

—Sí, son formaciones cilíndricas. Indican agrupamiento. Ahora dígame cuál es su grupo sanguíneo.

—El A —dijo Maureen.

—Muy bien. Lo señalaré. Tenemos que usar estas tarjetas de archivo, una para cada persona. Anoto en su tarjeta que su sangre hace que se amontonen las células de Jacob Vinge, y anoto lo mismo en la tarjeta de éste. Ahora probamos con otros. —Repitió el procedimiento dos veces más—. Bien, puede usted ser donante de Bill Darden. Lo anotaré en sus tarjetas respectivas. Ahora ya conoce el procedimiento. Aquí están las muestras, claramente etiquetadas. Cada una debe cotejarse con las otras, comprobando qué donante corresponde a cada paciente. Luego podremos cotejar los donantes entre sí, aunque esto no es tan perentorio. Tendremos así los datos por si algún día hemos de hacer una transfusión a alguno de ustedes...

—¿No tiene que extraer sangre para Darden?

Maureen trató de recordarle. Se había incorporado hacía poco a la fortaleza, y le dejaron pasar porque su madre vivía allí. Había estado peleando en el grupo del jefe de policía Hartman.

—Ya le he hecho una transfusión —dijo Leonilla—. El donante fue Rick Delanty. No tenemos forma de almacenar la sangre completa. Cuando Darden necesite más la avisaré. Ahora he de volver a la sala general. Si quiere ayudar de veras, puede seguir haciendo esas pruebas.

Maureen estropeó la primera prueba, pero cuando procedió con más cuidado descubrió que no era un trabajo difícil, sino aburrido. Los olores de las cercanas aguas fecales no contribuían precisamente a hacer la tarea más agradable, pero no se podía hacer nada por evitarlo. Necesitaban el calor de las calderas de fermentación. Al hacer pasar los gases por el ayuntamiento y el hospital, la calefacción les salía gratis, pero a costa de los malos olores.

Una vez Leonilla entró y extrajo la muestra y la tarjeta de un paciente. No dio explicaciones. No era necesario. Maureen cogió la tarjeta y leyó el nombre. Era una de las niñas Aramson, de dieciséis años, herida al arrojar una bomba de dinamita.

—Con penicilina hubiera podido salvarla —dijo Leonilla—. Pero no hay, y jamás la habrá.

—¿No podemos fabricarla? —preguntó Maureen.

—Sulfamidas, quizá, pero no los demás antibióticos. Eso requiere más equipo del que podemos tener en muchos años. Una regulación precisa de la temperatura, centrifugado a altas velocidades. No, tenemos que aprender a vivir sin penicilina. —Hizo una mueca—. Eso significa que un simple corte descuidado puede ser una sentencia de muerte. Hay que hacer comprender eso a la gente. No podemos ignorar la higiene y los primeros auxilios. Lavar todos los cortes. Y pronto se nos acabará la vacuna contra el tétanos, aunque eso quizá podría hacerse. Quizá.

La ballesta era grande, y se tensaba con una ruedecilla. Harvey Randall la giró con esfuerzo y colocó un dardo largo y delgado en el arma. Miró a Brad Wagoner.

—Tengo la impresión de que debería ponerme una máscara negra.

Wagoner se estremeció.

—Termina con eso —le dijo.

Harvey apuntó con cuidado. La ballesta estaba colocada en un gran trípode, y tenía un buen punto de mira. Estaban en un cerro sobre el Valle de la Batalla. Pensó que aquel nombre se mantendría. Apuntó la ballesta a una figura inmóvil, abajo. La figura se movió ligeramente. Harvey comprobó la posición por el punto de mira y se hizo a un lado.

—De acuerdo —dijo. Soltó la cuerda.

Los muelles de acero del arco vibraron y el dardo, de más de un metro de largo, salió disparado. Era una delgada varilla de acero con plumas en el extremo. Siguió una trayectoria plana y se clavó en la figura de abajo, la cual movió las manos convulsamente y quedó inmóvil. No habían visto su rostro. Al menos, aquel no había gritado.

—Hay otro más —dijo Wagoner—. A unos cuarenta metros a la izquierda. Yo me encargaré de ese.

—Gracias.

Harvey apartó la mirada. Aquello era demasiado personal. Los rifles irían mejor, o las metralletas. Una metralleta era muy impersonal. Si uno mata a alguien con una ametralladora, puede persuadirse de que lo ha hecho el arma. Pero la ballesta tenía que tensarse con la fuerza muscular. Sí, demasiado personal.

No se podía hacer otra cosa. Entrar en el valle significaba la muerte. Durante la fría noche el gas mostaza se había condensado, y a veces eran visibles pequeños estratos del gas amarillo. Nadie podía entrar en aquel valle. Podían abandonar a los enemigos heridos, o matarlos. Por fortuna todos los heridos de la fortaleza habían sido recogidos antes del ataque con el gas, pero Harvey sabía que Al Hardy hubiera ordenado el ataque aunque no todos hubiesen estado a salvo. Para aquel fin podían ahorrarse munición de rifle y ametralladora. Los dardos de la ballesta eran recuperables. Después de una buena lluvia, o tras algunos días de calor, el gas se dispersaría.

Sería un buen fertilizante, lo mismo que los cadáveres. El valle de la Batalla sería una tierra fértil la próxima primavera. Ahora era un matadero.

Harvey trató de recordar el júbilo que había sentido la noche anterior, la sensación de estar vivo cuando se despertó por la mañana. Aquel trabajo era horrible, pero necesario. No podían abandonar al sufrimiento a los heridos de la Hermandad. De todos modos morirían pronto. Era mejor matarlos limpiamente.

Y aquella habría sido la última guerra. Ahora construirían una civilización. La Hermandad les había ahorrado trabajo, al limpiar gran parte de la zona cercana a la fortaleza. Ya no sería necesario enviar una gran expedición en misión de rescate. Harvey pensó en lo que podrían encontrar, en las maravillas que lograrían llevar a casa.

Cuando oyó el ruido del arco, Harvey se volvió. Era su turno. Que Brad descansara un momento.

Maureen terminó su trabajo con las muestras de sangre y fue a visitar a los heridos. Resultó duro, pero no tanto como había esperado. Y supo por qué: los casos más desesperados ya no estaban. Habían muerto. Maureen se preguntó si les habrían ayudado a fallecer. Leonilla, el doctor Valdemar y su esposa psiquiatra, Ruth, conocían sus límites, sabían que muchos que habían inhalado gas mostaza o recibido balazos en el vientre estaban condenados, porque carecían de los medicamentos y el equipo necesarios para salvarlos. Además, los afectados por los gases de mostaza acabarían ciegos en su mayoría. ¿Habían participado los médicos en el fallecimiento de aquellas personas? Maureen no quería preguntarlo.

Salió del hospital.

En el ayuntamiento se preparaban para celebrar una fiesta, la conmemoración de la victoria. Maureen pensó que se la merecían. Podían llorar a los muertos, pero tenían que seguir viviendo, y aquellas personas habían trabajado, habían dado su sangre y muerto por aquel instante: para la celebración que significaba el fin de la guerra, que lo peor había pasado y ahora era tiempo de reconstruir.

Joanna y Rosa Wagoner gritaban de alegría. Habían conseguido encender una lámpara.

—¡Funciona! —exclamó Joanna—. Hola, Maureen. Hemos conseguido que una lámpara arda con metanol.

Aquella lámpara no daba mucha luz, pero era suficiente. En un extremo de la gran estancia central con las paredes forradas de libros, algunos niños preparaban cuencos de ponche. Había vino de moras y una caja de coca-cola que alguien había salvado. Habría comida, principalmente cocido, excelente si uno no se paraba a pensar lo que contenía. Las ratas y ardillas no eran en realidad muy diferentes del conejo. No habría muchas verduras en el cocido. Las patatas eran escasas y muy valiosas. Pero había copos de avena. Dos muchachos exploradores de Gordie Vanee habían bajado de las montañas con avena, cuidadosamente clasificada: los granos más raquíticos para comer, los mejores para guardarlos como semillas. La Sierra estaba llena de avena silvestre.

No debían olvidar que Escocia había creado una cocina nacional a base de avena. Aquella noche sabrían cuál era el sabor del haggis escocés.

Maureen pasó al salón, donde mujeres y niños colocaban adornos, trapos de vivos colores usados ahora como colgaduras, cualquier cosa que diera ambiente festivo. En un extremo del salón estaba la puerta que daba acceso al despacho del alcalde.

Allí estaban su padre, Al Hardy, el alcalde Seltz y George Christopher, con Eileen Hamner. Su conversación cesó abruptamente cuando ella entró. Maureen saludó a George y él le respondió, pero parecía algo nervioso, como si de alguna manera se sintiera culpable en su presencia. ¿O acaso eran imaginaciones suyas? Pero no imaginaba el silencio de la estancia.

—Seguid con lo que hacíais —les dijo.

—Estábamos hablando de... cosas —dijo Al Hardy—. No sé si te interesarían...

Maureen se echó a reír.

—No te preocupes por eso. Seguid.

Si se empeñaban en seguir tratándola como a una princesa, que lo hicieran. Pero se iba a enterar de lo que sucedía.

—Bien, es un tema un tanto desagradable —dijo Al Hardy.

—¿Ah, sí?

Maureen se sentó al lado de su padre. Este no tenía buen aspecto. Maureen sabía que no sobreviviría al invierno. Los médicos de Bethesda le habían dicho que tenía que tomarse las cosas con mucha más calma... pero eso era imposible. Puso la mano sobre el brazo del senador y sonrió.

—Diles que no me pasará nada.

La sonrisa de su padre se ensanchó.

—¿Estás segura, pequeña?

—Sí. Puedo representar mi papel.

—Díselo, Al.

—Sí, señor. Es sobre los prisioneros. ¿Qué hacemos con ellos?

—No he visto muchos de sus heridos en el hospital —dijo Maureen—. Creía que habría más...

Hardy asintió.

—Al resto los estamos... Nos ocupamos de ellos. Los que nos preocupan son los cuarenta hombres y las seis mujeres que se rindieron. —Alzó una mano y señalo las posibilidades con los dedos—. Veo las siguientes alternativas. Una. Podemos admitirlos como ciudadanos...

—Nunca —gruñó George Christopher.

—Dos. Podemos tratarlos como esclavos. Tres, podemos dejarlos en libertad. Cuatro, podemos matarlos.

—Tampoco los dejaremos libres —dijo George—. Si lo hiciéramos, se unirían de nuevo a la Hermandad. No podrían ir a otra parte. Y la Hermandad es todavía mayor que nosotros, no lo olvides. Pueden volver a presentar batalla. Tienen líderes, algunos camiones, morteros... Cierto que capturamos algunas de sus armas, pero siguen estando ahí. —Sonrió ferozmente—. Sin embargo, apuesto a que nunca volverán a meterse con nosotros. —Se quedó un momento pensativo—. Esclavos. Hay muchas cosas que podríamos hacer con esclavos.

—Sí. —Hardy hizo un gesto de asentimiento—. Podrían ocuparse de los trabajos más pensados. Girar bombas compresoras para que tengamos refrigeración, fuerza muscular para los tornos manuales, pulir vidrio para lentes, incluso tirar de arados. Hay mucho trabajo que nadie quiere hacer...

—Pero la esclavitud es horrible —protestó Maureen.

—¿Tú crees? ¿Te parecería mejor si lo llamásemos condena a trabajos forzados? ¿Serían sus vidas mucho peores de lo que eran cuando formaban parte de la Hermandad? ¿O peor que los condenados en las prisiones antes de que cayera el Martillo?

—No —dijo Maureen—. No estoy pensando en ellos, sino en nosotros. ¿Queremos ser la clase de gente que tiene esclavos?

—Entonces matémoslos y terminemos de una vez —dijo George Christopher—. Porque puedes estar segura de que no vamos a dejarlos sueltos, ni dentro ni fuera.

—¿Por qué no podemos dejarles en libertad? —quiso saber Maureen.

—Ya te lo he dicho —dijo George—. Volverán con los caníbales...

—¿Tan peligrosa es ahora la Hermandad? —preguntó ella.

—Para nosotros no —dijo Christopher—. No volverán aquí.

—Y supongo que para la primavera no quedarán muchos —añadió Al Hardy—. No están muy organizados para el invierno. Y si lo están, los que capturamos no lo saben.

Maureen trató de reprimir la sensación que la amenazaba.

—Es bastante horrible —dijo.

—Hay que pensar en lo que podemos permitirnos —dijo el senador Jellison en voz baja, para no gastar energía—. Las civilizaciones pueden permitirse la moralidad y la ética. Pero ahora no es mucho lo que podemos permitirnos. Podemos ocuparnos de nuestros heridos, pero mucho menos de los suyos. Todo lo que podemos hacer por ellos es librarlos de su desgracia. ¿Qué podemos hacer con los demás prisioneros? Maureen tiene razón. No podemos volvernos bárbaros, pero puede que nuestras capacidades no estén a la altura de nuestras intenciones.

Maureen dio unas palmaditas a su padre en el brazo.

—Eso es lo que estuve pensando esta última semana. ¡Pero si no podemos permitirnos mucho, hemos de trabajar para que podamos! Lo que no nos atreveremos a hacer es acostumbrarnos a hacer el mal. Hemos de detestarlo, aunque no podamos hacer otra cosa.

—Eso no soluciona lo que hemos de hacer con los prisioneros —dijo George Christopher—. Voto por matarlos. Lo haré yo mismo.

Maureen supo que nada le haría salir de su determinación, que nunca comprendería. Pese a todo, a su manera era un buen hombre. Compartía todo cuanto tenía. Trabajaba más que cualquier otro, y no lo hacía sólo para sí mismo.

—No —dijo Maureen—. De acuerdo, no podemos dejarles libres ni podemos admitirlos como ciudadanos. Si lo único que podemos permitirnos es la esclavitud, tengámoslos como esclavos y hagámosles trabajar para que podamos permitirnos algo más. Pero no les llamaremos esclavos, porque así es muy fácil pensar como un dueño de esclavos. Podemos hacerles trabajar, pero les llamaremos prisioneros de guerra y les trataremos como tales.

Hardy pareció confundido. Nunca había visto a Maureen tan segura de sí misma. Miró al senador, pero no vio en éste más que el aspecto de un hombre mortalmente fatigado.

—De acuerdo —dijo Al—. Eileen, tendremos que organizar un campamento de prisioneros de guerra.

LA DECISIÓN FINAL

El campesino es él hombre eterno, independiente de todas las culturas. La religiosidad del verdadero campesino es más antigua que el cristianismo, sus dioses son más viejos que los de cualquiera de las religiones superiores.

Oswald Spengler, La decadencia de Occidente


La camioneta no era nueva cuando cayó el cometa. En los meses transcurridos desde entonces, parecía haber envejecido muchos años. Se había abierto paso a campo través y por las aguas del nuevo mar. Hedía a pescado. No había sido posible conservarla, y la lluvia continua había producido en poco tiempo una corrosión de años. Medio ciego, con un solo faro en funcionamiento, el vehículo parecía saber que su época estaba muerta. Gruñía, renqueaba, y a cada salto de sus desvencijados amortiguadores, Tim Hamner sentía una punzada de dolor en la cadera.

Cambiar de marchas era lo peor. Su pierna derecha no llegaba al embrague. Utilizaba la izquierda, y era como si un punzón de picar hielo se clavara en el hueso. Sin embargo, avanzaba por la carretera llena de baches, compensando el traqueteo con la necesidad de correr.

Cal Christopher estaba de guardia en la barricada, armada con una metralleta militar. En la otra mano tenía una botella de whisky, y parecía borracho: reía, daba traspiés, hablaba por los codos.

—¡Hamner! ¡Me alegro de verte! —Ofreció la botella a través de la ventanilla—. Anda, toma un trago. ¡En! ¿Qué le pasa a tu cara?

—Es arena —dijo Tim—. Oye, llevo tres heridos detrás. ¿Puede conducir alguien por mí?

—Aquí sólo estamos dos. Los demás están celebrando la victoria. Habéis ganado, tíos. Oímos que tuvisteis una pelea y ganasteis...

—Los heridos —dijo Tim—. ¿Hay alguien en el hospital?

—Supongo que sí. También hemos tenido heridos aquí. ¡Pero ganamos! ¡No se lo esperaban, Tim, fue magnífico! Los potingues de Forrester acabaron realmente con ellos. No dejarán de huir hasta que...

—Dejaron de huir, y no tengo tiempo para hablar, Cal.

—Bien, de acuerdo. Todo el mundo lo está celebrando en el ayuntamiento, y el hospital está al lado, así que tendrás toda la ayuda que quieras. Puede que no estén sobrios, pero...

—Abre la barricada, Cal. No puedo ayudarte. Yo también estoy herido.

—Oh, lástima.

Cal apartó el tronco y Tim avanzó. La carretera estaba oscura y en ninguna de las casas había iluminación. No transitaba nadie, pero el camino era mejor, pues los baches habían sido tapados. Rodeó una curva y vio el pueblo.

El ayuntamiento brillaba tenuemente en la oscuridad. Todas las ventanas estaban iluminadas por la luz de velas y linternas. No era una visión impresionante tras haber visto la magnífica iluminación de la central nuclear, pero aún así se notaba que estaban de fiesta. El edificio era demasiado pequeño para albergar a tanta gente, y muchos estaban en la calle, a pesar de las breves ráfagas de nieve. La gente se agrupaba para protegerse del frío y el viento, pero podía oír sus risas. Tim aparcó delante del centro de convalecencia.

Al bajar de la cabina, la gente que estaba fuera del ayuntamiento se acercó a él. Uno de ellos corría tambaleándose. Era Eileen, con su amplia y familiar sonrisa.

—¡Cuidado! —gritó Tim. Pero era demasiado tarde. Eileen se abalanzó sobre él y le abrazó fuertemente, riendo, mientras él trataba de mantener el equilibrio de los dos. Sintió un dolor lacerante en el hueso—. Cuidado, por favor. Hay un trozo de metal en mi cadera.

Ella retrocedió como si se hubiera quemado.

—¿Qué ha ocurrido? —Vio la expresión de Tim y su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué ha ocurrido?

—Un proyectil de mortero. Estalló ante nosotros. Estábamos en la torre de enfriamiento, con la radio. La explosión destrozó la radio y al policía, ¿cómo se llamaba?... Sí, Wingate, y yo estaba entre ellos, Eileen, en el medio. No recibí más que el impacto de la arena de uno de los sacos y esa cosa en la cadera. ¿Estás bien?

—Muy bien. Y tú también, ¿verdad? Puedes caminar. Estás a salvo, gracias a Dios. —Antes de que Tim pudiera interrumpirla, ella prosiguió—: ¡Hemos ganado, Tim! Debemos haber matado a la mitad de los caníbales, y los restantes todavía están huyendo. ¡George Christopher los persiguió hasta una distancia de ochenta kilómetros!

—No volverán a atacarnos —dijo alguien, y Tim se dio cuenta de que estaba rodeado de gente. El hombre que había hablado era un desconocido, un indio por su aspecto. Ofreció a Tim una botella—. Es el último whisky irlandés del mundo —le dijo.

—Deberías guardarlo para el café irlandés —rió uno de los presentes—, pero ya no hay café.

La botella estaba casi vacía. Tim no bebió.

—¡Hay heridos en la parte trasera de la camioneta! —gritó—. ¡Necesito camilleros! ¡Camilleros y camillas!

Algunos se dirigieron al hospital.

Eileen fruncía el ceño, más confundida que triste. No dejaba de mirar a Tim para asegurarse de que estaba allí, de que estaba bien.

—Oímos hablar del ataque a la central, pero los vencisteis. Ningún herido...

—Ese fue el primer ataque —dijo Tim—. Nos atacaron de nuevo. Esta tarde.

—¿Esta tarde? —El indio parecía incrédulo—. Pero iban huyendo. Los perseguimos.

—Pues dejaron de huir —dijo Tim.

Maureen le habló al oído.

—Maureen querrá saber qué ha sido de Johnny Baker.

—Ha muerto.

Ella le miró, sorprendida.

Llegaron hombres con las camillas. Los heridos estaban en la caja de la camioneta, envueltos en mantas. Uno de ellos era Jack Ross. Los hombres que transportaban las camillas se detuvieron sorprendidos al ver a los otros. Ambos eran negros.

—Son policías del alcalde Allen —les dijo Tim.

Quería ayudar a transportarlos, pero ya le resultaba bastante difícil aguantarse de pie. Encontró el bastón que le habían dado los pescadores de Horrie y lo utilizó para ayudarse mientras cojeaba hacia el hospital.

Leonilla Malik los condujo a una sala con calefacción. Una gran mesa de oficina hacía las veces de mesa de operaciones. Dejaron las camillas en el suelo y la doctora efectuó un examen rápido y cuidadoso de los heridos. Primero examinó a Jack Ross. Le auscultó, frunció el ceño, cambió el estetoscopio de lugar, luego alzó una mano y presionó fuertemente la uña del dedo pulgar. Se volvió blanca y no varió. En silencio, Leonilla le tapó la cabeza con la manta y pasó al siguiente.

El policía estaba consciente.

—¿Puede entenderme? —le preguntó Leonilla.

—Sí. ¿Es usted la astronauta rusa?

—Sí. ¿Cuántas veces le hirieron?

—Seis, con metralleta. Me arden las tripas.

Mientras la doctora buscaba el pulso al herido. Tim salió cojeando de la estancia. Eileen le siguió y le cogió del brazo.

—¡Estás herido! Quédate aquí.

—No tengo hemorragia. Puedo volver luego. Alguien tiene que informar a George sobre su cuñado. Y tengo que hacer otra cosa. Necesitamos refuerzos en seguida.

La expresión de Eileen fue elocuente. Allí nadie deseaba oír aquella clase de noticias. Habían luchado y ganado, y no querían oír hablar de más lucha.

—No había ningún médico en aquella central —dijo Tim—. Nadie quiso quitarme ese trozo de hierro.

—¡Vuelve al hospital! —le ordenó Eileen.

—Ya lo haré, pero los policías están peor que yo. La enfermera de la central echó sulfamida a la herida y la cubrió con gasa estéril. Estaré bien por algún tiempo. Tengo que hablar con Hardy.

Le resultaba difícil mantener sus ideas en orden. Le ardía la herida de la cadera, y el dolor le confundía.

Dejó que Eileen le ayudara a recorrer la escasa distancia hasta el ayuntamiento. De nuevo se vieron rodeados de gente.

—¿Qué ha ocurrido, Hamner? —le preguntó Steve Cox, el capataz de Jellison.

—Déjale en paz —gritó alguien—. Deja que nos lo diga a todos a la vez.

—Hamner —le llamó otro—: ¿Vas a beber eso?

Tim descubrió la botella semivacía aún en su mano y la entregó al que le había preguntado.

—¡Eh! —gritó Steve Cox—. Devuélvesela. Vamos, hombre, bebe con nosotros. ¡Hemos ganado!

—No puedo. Tengo que hablar con el senador y con Hardy. Necesitamos ayuda. —Notó que Eileen se ponía rígida. Los otros le miraron como lo había hecho ella. Le odiarían por darles malas noticias—. No podemos resistir otro ataque —dijo Tim—. Nos han hecho demasiado daño.

—No, tiene que haber terminado —susurró Eileen. Tim la oyó.

—Creías que todo había terminado —le dijo Tim.

—Todo el mundo lo cree. —El rostro de Eileen mostró una inmensa desolación, pero no conmovió a Tim Hamner—. Nadie quiere volver a luchar —concluyó ella.

—¡No tendremos que hacerlo! —gritó Joanna MacPherson con su voz aguda y clara—. ¡Destrozamos a esos hijos de perra, Tim! —Se acercó a él y le pasó el otro brazo alrededor de su hombro—. No quedan suficientes para luchar. Verás como cada uno irá por su lado y pretenderá no haber oído hablar jamás de la Hermandad. Pero no les servirá de nada, porque los conocemos. —Joanna había probado el sabor de la sangre. De repente preguntó—: ¿Está bien Mark?

—Sí, está bien. —Tim empezaba a darse cuenta de la situación. Convencerles sería una tarea inútil. Pero tenía que hacerlo, debían comprender—. Está más sano, alegre y limpio que tú —añadió—. En la central tienen duchas calientes y máquinas de lavar.

Aquello podría servir de ayuda.

En una habitación cercana a la sala de reuniones del ayuntamiento, Rick Delanty discutía con Ginger Dow, que parecía decidida a llevarle a casa con ella. La situación parecía divertir a Ginger de una manera indecente.

—Oye, no estás obligado a casarte conmigo.

Rick no respondió y ella se echó a reír. Era una mujer robusta, de unos treinta y cinco años, que se había cepillado sus largos cabellos castaños hasta sacarles brillos, tal vez por primera vez desde la caída del cometa.

—Si te gusta, puedes mudarte, y si no te vas por la mañana. A nadie le importará. Esto no es Mississippi, ¿sabes? Probablemente no hay más mujeres negras que las caníbales en muchos kilómetros a la redonda.

—Bien —dijo Rick—, admito que toda esta situación me pone nervioso. Pero no es sólo eso. Estoy de luto.

Rick no hubiera estado tan nervioso si él y Ginger no trataran de alzar sus voces por encima del jolgorio en la sala vecina. Alguien cantaba.

Nunca se afeitaba las patillas

de su duro pellejo;

¡Golpeaba bien las cerdas

y las mordía cuando estaban dentro!

La sonrisa de Ginger se apagó un poco.

—Todos estamos de luto por alguien, Rick. No hemos de obsesionarnos por eso. La última vez que vi a Gil, mi marido, iba camino de Porterville para almorzar con su abogado. Y ¡zás! Creo que la presa se los cargó a los dos.

Vi a mi amigo talador

Abriéndose paso por la nieve,

Alegre en su regreso a casa,

¡A diez bajo cero!

—No es el momento de estar de luto —le dijo ella—, sino de celebrar la victoria. —Hizo un mohín con la boca—. Hay muchos hombres, muchos más que mujeres, y ninguno me dijo nunca que fuera fea.

—No eres fea —le dijo Rick. ¿Quería la cabellera del astronauta para su colección o la del hombre negro? ¿O acaso iba a la caza de marido? Rick se sintió halagado, pero los recuerdos de la casa de El Lago eran demasiado vividos. Abrió la puerta de la habitación.

El viento trató de helarle,

Hizo cuanto pudo.

Pero a cuarenta bajo cero,

El se desabrochó el chaleco.

El ayuntamiento era también la biblioteca de la ciudad, comisaría de policía y prisión. La gran sala de juntas con las paredes forradas de libros había sido adornada con pinturas y colgantes, que absorbían parte del ruido, pero la fiesta seguía siendo bastante ruidosa. Rick encontró a Brad Wagoner en un rincón. Wagoner miraba algo que estaba dentro de una vitrina.

—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Rick—. ¿Hay alguien aquí que coleccione cristal de Steuben?

Wagoner se encogió de hombros.

—No lo sé. Bonita ballena, ¿verdad?

Wagoner llevaba una gran venda alrededor de la frente. Era impresionante, como una escena de La roja insignia del valor. Sin embargo no contaba a la gente cómo se había herido. Fue lanzando una granada de termita con la honda. Lo hizo con demasiado vigor, tropezó con una piedra y cayó rodando por la ladera hasta que le pareció que iba a envenenarse con el gas, pero no se intoxicó. En cambio ahora estaba bastante intoxicado, de whisky con agua.

—Al menos no tendremos que repetir todo eso —le dijo a Rick.

La felicidad era contagiosa y Rick quería abandonarse a la alegría, pero no podía dejar de pensar en aquella condenada central nuclear y en Johnny, ni podía olvidar El Lago. Decidió ir al hospital y hacer algún trabajo decente. En el hospital no le aguaría la fiesta a nadie. Cuando se dirigía a la puerta, vio entrar a Hamner, apoyado en una muchacha a cada lado y seguido de una multitud. Todos querían hablar a la vez.

Rick se abrió paso hacia Hamner. El ruido se hizo más intenso. Hamner andaba hacia el fondo de la sala, en dirección al despacho del alcalde, y Rick le siguió. Varios de los presentes pidieron silencio a gritos. Eileen Hamner vio a Rick, se deslizó por debajo del brazo de Tim y fue hacia él.

—Tengo que decirte algo.

Rick lo supo en seguida. Sintió escalofríos.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó.

—Tim dice que se defendieron con uñas y dientes. No sé nada más.

Rick notó que las rodillas le flaqueaban, pero se mantuvo erguido.

—Debí obligarle a que me dejara ir. ¿Lo sabe Maureen?

—Todavía no. ¿Dónde está?

—La última vez que la vi, en el despacho del alcalde, con su padre. Iré contigo.

Apartó a la gente, abriendo camino para los dos.

De modo que Johnny había muerto. Ahora todos los seres a los que Rick quería estaban muertos. El Martillo se los había llevado a todos. Sintió un salvaje impulso de reír. El récord norteamericano seguía siendo perfecto. Todavía no habían perdido ningún astronauta en el espacio.

—¿De qué tuvieron que defenderse tanto? —preguntó, pero Eileen estaba demasiado lejos y había demasiado ruido.

Alguien pasó a Tim una botella. Era whisky. Esta vez bebió y se llevó la botella al despacho del alcalde. Allí estaban los jefes: el senador, sentado tras la mesa del alcalde; Al Hardy, junto a él, Maureen, el jefe de policía y el alcalde. Parecían felices, triunfantes. Tim se sintió un poco ofendido. Sabía que era irracional, que merecían aquella celebración, pero su pesar era demasiado grande. Entró cojeando en el despacho, complacido al ver que las sonrisas se desvanecían a medida que veían su modo de andar, la expresión de su rostro. Eileen y Rick Delanty quedaron tras él. Luego la puerta se cerró.

—¿Os atacaron de nuevo?

—Sí. —Tim miró a Maureen y ella comprendió. Lo supo por la expresión de su rostro. No valía la pena ir con circunloquios—. El general Baker ha muerto. Detuvimos su ataque, pero por los pelos. Y lo que sigue quiero que lo oiga todo el mundo.

No apartó la mirada del senador, porque no quería ver el rostro de Maureen.

Hardy se volvió al senador.

—Por mí no hay inconveniente —dijo. Jellison asintió y Hardy se dirigió a la puerta.

—Callaos y escuchad —pidió.

Steve Cox se acercó al podio y solicitó atención, mientras Hardy condujo a Tim y una docena de manos le ayudaron a subir a la plataforma. Alguien movió la silla del senador hacia la puerta, para que pudiera oír. El alcalde y el jefe de policía estaban detrás de él, inclinados hacia adelante. Tim no podía ver a Maureen.

Tim se apoyó en el atril, ante centenares de ojos y tomó más whisky. Se sintió reconfortado. La sala casi había quedado en silencio. Nadie hablaba, excepto los recién llegados que se amontonaban en la puerta, y se oían los siseos de los que ya estaban dentro. Nunca había hablado ante un auditorio presente... antes de que cayera el cometa. Estaban demasiado cerca, eran demasiado reales, podía olerlos. Vio que George Christopher se abría paso entre la muchedumbre, como un rompehielos, avanzando triunfante, como Beowulf mostrando el brazo del monstruo Grendel, y observó que todos ellos tenían aquel aspecto de triunfo. Y aguardaban expectantes.

—Primero las buenas noticias —dijo Tim—. La central eléctrica todavía funciona. Esta tarde fuimos atacados. Los derrotamos, pero a duras penas. Algunos murieron, otros están heridos y más morirán a causa de las heridas. Ya sabéis que la mayor parte de la Nueva Hermandad no estaba allí...

Se oyeron aplausos y risas triunfantes. Tim debió haberlo esperado de los guerreros que diezmaron al grueso de la Nueva Hermandad, pero no lo había hecho. Se sintió conmocionado. ¿A qué venían aquellos gritos, la bebida, el baile y las bravatas mientras los hombres y mujeres que Tim Hamner había dejado atrás aguardaban la muerte? Cuando las voces se acallaron, habló en tono airado.

—El general Baker ha muerto. La Nueva Hermandad, no.

Observó las reacciones de cólera e incredulidad.

—No volverán aquí —gritó alguien. Otras voces le corearon.

—Dejadle hablar —ordenó George Christopher—. ¿Qué sucedió?

La sala quedó en silencio de nuevo.

—La primera vez, los de la Hermandad se acercaron a nosotros con botes. No fue difícil alejarlos. Luego oímos por la radio que estabais luchando con ellos e imaginamos que aquello sería el fin. Dijisteis que habíais ganado.

Se agarró al atril y recordó el júbilo que habían sentido en la central de San Joaquín cuando recibieron la noticia de la victoria de la fortaleza.

—Pero hoy han vuelto. Tenían una gran balsa protegida con sacos de arena, y llevaban morteros. Permanecieron fuera del alcance de nuestras armas, y nos bombardearon. Uno de los proyectiles alcanzó una tubería de vapor, y la gente de Price lo pasó muy mal para repararla. Otro proyectil alcanzó a Jack Ross.

Tim observó que George Christopher perdía su sonrisa de triunfo.

—Jack estaba vivo cuando lo sacamos del bote y lo pusimos en la camioneta. Pero murió cuando llegamos aquí. Otro mortero estalló delante de mí. Cayó en los sacos de arena que habíamos colocado en lo alto de la torre de enfriamiento, donde teníamos la radio. Mató al chico que estaba a mi lado y destrozó la radio. Un trozo de metralla se me incrustó en el hueso de la cadera, y todavía sigue ahí.

»Siguieron con su táctica, permaneciendo fuera del alcance de nuestras armas. Los hombres de Price habían fabricado algunos cañones. Estaban hechos con tuberías, se cargaban por la boca y funcionaban con aire comprimido, pero no eran bastante precisos. No pudimos alcanzar la gabarra. Y los malditos morteros seguían lloviendo sobre nosotros. Baker salió con algunos hombres en botes. Tampoco dio resultado. Los de la Hermandad tenían ametralladoras y los botes no podían acercarse lo suficiente... Además, el enemigo estaba protegido con los sacos de arena. Finalmente, Baker volvió con los botes e hizo bajar a todo el mundo.

Por el rabillo del ojo Tim vio a Maureen en el umbral del despacho del alcalde. Estaba detrás de su padre, apoyando una mano en su hombro. Eileen estaba cerca de ella.

—Teníamos un bote de carreras que usábamos como remolcador, la Cindy Lu. Johnny dijo a Barry Price que había sido piloto de caza, y le habían enseñado que siempre había una forma de no fallar. Subió a la Cindy Lu y se lanzó a toda velocidad contra la gabarra. La cubrió de gasolina. En la cubierta llevaba gasolina extra y bombas de termita. Después la Hermandad vino con sus otros botes, pero entonces estaban a tiro y les hicimos algún daño. Finalmente se marcharon.

—Huyeron —dijo George Christopher—. Siempre huyen.

—No huyeron —dijo Tim—. Se retiraron. Había un tipo loco de pelo blanco de pie en uno de los botes. Disparamos una y otra vez, pero nunca le dimos. Les gritaba a los otros que nos mataran. Lo último que oí fueron sus palabras de arenga. Volverán.

Tim hizo una pausa para ver el efecto que habían causado sus palabras. No había sido suficiente. Había aguado la fiesta, pero todo lo que veía era resentimiento y pesar. Nada más.

—Mataron a catorce de los nuestros, contando a Jack. Nosotros alcanzamos a un número tres veces superior, y muchos de ellos morirán. Hay una enfermera y algunas medicinas, pero ningún médico. Necesitamos uno, y también otra radio. —Las expresiones de los oyentes seguían mostrando ira, pesar y resentimiento. Sabían qué iba a decir a continuación. Tim continuó tenazmente—: Lo que más necesitamos son refuerzos. No podemos resistir otro ataque como aquel. Tampoco creo que las bombas de gas sirvan de ayuda. Necesitamos armas. Las ametralladoras arrebatadas a la Nueva Hermandad nos irían bien. Pero lo más necesario son hombres, porque hay que utilizar a la mayor parte del personal de la central para que siga funcionando en caso de que haya un percance. Los hombres de Price son... —Buscó un momento la palabra apropiada—. Son magníficos. Vi a un tipo meterse entre una nube de vapor ardiente. Fue directamente a cerrar una válvula, para cortar el flujo de vapor. Todavía estaba vivo cuando me marché, pero no valía la pena traerle aquí.

«Otro trabajador de la central cortó cables eléctricos cargados con millares de voltios, mientras las bombas de mortero caían a su alrededor. Baker ha muerto. Ellos todavía están vivos. Y necesitan ayuda, necesitamos ayuda. Voy a volver allá.

No pudo mirar a Eileen al decir aquello.

Notó que había alguien a su espalda. Al Hardy había subido al podio. Se colocó al lado izquierdo del atril y permaneció allí, con la mano alzada, pidiendo atención.

Cuando habló, lo hizo con una voz de orador que resonó en la sala.

—Gracias, Tim —dijo—. Eres persuasivo. Naturalmente, quieres volver, pero la cuestión es, ¿tenemos algo que ganar? ¿Cuántas personas hay en la central nuclear? Porque tenemos botes, y ahora tenemos comida, y podemos llevarlos allí. No será difícil evacuar esa central, y estoy seguro de que tampoco será difícil encontrar voluntarios para el trabajo.

Harvey Randall, que volvía del hospital, entró a tiempo de escuchar el inicio del informe de Tim. Había entrado por la parte trasera, a través del despacho del alcalde, y vio que Maureen estaba allí. Cuando Tim habló de lo que le había ocurrido a Baker, él estaba allí, con su mano apoyada ligeramente en el brazo de Maureen. Esta no iba a desmayarse ni a gritar. Puede que hubiera llorado, pero ni siquiera eso era evidente. Y Harvey no quería que su presencia fuera demasiado notoria en aquellos momentos.

Maureen se lo tomaba mejor que Delanty. El astronauta negro parecía dispuesto a asesinar. Era lógico. Sus otros dos compañeros no estaban en la sala. Leonilla estaba operando al policía herido, ayudada por el Camarada.

Ahora llamaban Camarada al ruso. El brigadier Pieter Jakov era el último comunista, orgulloso de serlo, y así se evitaba la dificultad de su nombre.

El rostro del senador tenía un tinte ceniciento, y tenía las manos fuertemente apretadas sobre el regazo. Harvey pensó que se había estropeado uno de sus planes. Un príncipe estaba muerto y otro encantado por una bruja.

George Christopher no estaba solo. Marie le acompañaba. Marie era la única mujer en la sala que llevaba medidas y tacones, así como falda, suéter y unas joyas sencillas. Resultaba claro que formaban una pareja. Cada vez que alguien se acercaba demasiado a Marie o le hacía sugestivas insinuaciones con la mirada, el rostro de George se ensombrecía.

Tres príncipes. Uno muerto por los ogros, otro encantado por una bruja. El tercero estaba al lado de la princesa, y el enemigo había sido derrotado. La necesidad de luchar con otros hombres no había terminado, pero ya no era imperativa. Ahora la fortaleza necesitaba constructores, y aquello podría hacerlo Harvey Randall. Pensó que ahora era el príncipe coronado, un hijo de perra...

¡Pero Tim Hamner les estaba convocando a una nueva batalla!

Con la impresión todavía viva de su trabajo con la ballesta, Harvey deseaba con todas sus fuerzas que aquel hombre se callara. Cuando Al Hardy ofreció al personal de la central nuclear refugio en la fortaleza, Harvey quiso gritar de júbilo, y algunos lo hicieron, pero Rick Delanty seguía teniendo aquella expresión asesina, y Tim Hamner...

—No abandonaremos —dijo Tim—. ¡Usad los botes para llevar allí hombres, armas y municiones! No para huir. No vamos a abandonar.

—Sé razonable —le dijo Al Hardy; su voz llegó a todos los rincones de la sala, proyectando cordialidad, amistad, comprensión, las habilidades básicas de un político, y Al Hardy estaba bien entrenado. Tim se veía aventajado—. Podemos alimentarlos a todos, y los ingenieros y técnicos nos serán útiles. La Nueva Hermandad nos ha causado pérdidas humanas, pero no de alimentos. Incluso hemos capturado parte de sus reservas. ¡No sólo tenemos suficiente para comer, sino para estar bien alimentados durante todo el invierno! Podemos alimentar a todo el mundo, incluso a las mujeres y los niños de Deke Wilson y a los pocos supervivientes de su grupo. La Nueva Hermandad ha sido herida gravemente. —Hizo una pausa para recoger los aplausos y gritos de júbilo, y prosiguió cuando éstos cesaron, con un perfecto cronometraje—. Y ahora está demasiado débil para atacar de nuevo. Para la primavera, los pocos caníbales resultantes se estarán muriendo de hambre...

—O comiéndose unos a otros —gritó alguien.

—Exactamente —dijo Hardy—. Y para la primavera estaremos en condiciones de apoderarnos de sus tierras. Tim, no sólo podemos acoger a nuestros amigos, sino que necesitamos gente nueva para trabajar las tierras que poseeremos en primavera. No digo que tus amigos huyan, sino que les recibiremos como huéspedes, amigos, nuevos ciudadanos. ¿Estáis todos de acuerdo?

Se oyeron gritos. «¡Sí!» «¡Nos alegrará que estén aquí!»

Tim Hamner extendió las manos, con las palmas hacia afuera, suplicante. Empezaban a asomar lágrimas en sus ojos.

—¿No comprendéis? ¡La central eléctrica! ¡No podemos abandonarla, y sin ayuda la Nueva Hermandad la destruirá!

—No, maldita sea —musitó Harvey. Notó que Maureen se ponía rígida—. No más guerras. Ya hemos tenido suficientes. Hardy tiene razón.

Miró a Maureen en busca de aprobación, pero su rostro era inexpresivo.

La risa de George Christopher era contagiosa, como la voz de Hardy.

—Están demasiado débiles para atacar —dijo a gritos—. Primero les aplastamos nosotros, luego vosotros. No dejarán de correr hasta que hayan regresado a Los Angeles. ¿Por qué nos hemos de preocupar por esos bastardos? Nosotros les perseguimos durante ochenta kilómetros.

Hubo más risas en la sala. Entonces Maureen se apartó de Harvey y de su padre, y avanzó hasta quedar delante de la multitud. Cuando habló su voz no impresionó como la de Hardy, pero requería silencio, y la escucharon.

—Todavía tienen sus armas —les dijo—. Y tú, Tim, has dicho que uno de sus líderes aún vive...

—Sí, uno por lo menos —corroboró Hamner—. El predicador loco.

—Entonces algunos de ellos tratarán de destruir la planta de nuevo —dijo Maureen—. Mientras ese hombre esté vivo, lo intentarán una y otra vez. —Se volvió a Hardy—: Al, tú lo sabes. Ya oíste a Hugo Beck. Lo sabes muy bien.

—Sí —dijo Hardy—. No podemos proteger la central. Pero una vez más invito a todos sus ocupantes a que vengan a vivir con nosotros.

—Maldita sea —exclamó George Christopher—, la Hermandad no nos amenaza directamente. No volverán aquí.

—Pero... —Un gesto del senador le interrumpió—. Sí, señor. ¿Quiere subir aquí, senador?

—No. —Jellison se puso en pie—. Acabemos de una vez —dijo en un tono que indicaba embriaguez o extremo cansancio, y todos sabían que no había estado bebiendo—. ¿Estamos de acuerdo o no? La Hermandad no es lo bastante fuerte para perjudicarnos aquí, en nuestro valle. Pero sus líderes siguen vivos, y tienen fuerza suficiente para destruir la central nuclear. No es que sean ellos fuertes, sino que la central es frágil.

Hamner se sobresaltó al oír aquello. Estaba interrumpiendo al senador, pero no le importaba. Sabía que debía hablar cuidadosamente, sopesando cada palabra, pero estaba demasiado fatigado y el impulso para intervenir demasiado fuerte.

—¡Sí! Somos frágiles. ¡Como esa ballena! —Señaló la vitrina de cristal—. Como la última pieza de cristal de Steuben en el mundo. Si la energía se detiene un solo día...

—Hermosa y frágil —le interrumpió Al Hardy—. Senador, ¿tiene algo más que decir?

Jellison meneó su imponente cabeza.

—Sólo esto. Pensadlo cuidadosamente. Esta puede ser la decisión más importante que hayamos tomado desde... aquel día. —Volvió a sentarse—. Seguid, por favor.

Hardy miró preocupado al senador, y luego hizo un gesto a una de las mujeres que estaban cerca de él. Le habló, demasiado bajo para que Harvey pudiera oír lo que le decía, y la mujer salió. Hardy se colocó de nuevo ante el atril.

—Frágil y hermosa —dijo—, pero de escaso valor para la comunidad agrícola.

—¿De escaso valor? —estalló Tim—. ¡Energía! ¡Ropas limpias! Luz...

—Lujos —dijo Al Hardy—. ¿Vale la pena que arriesguemos nuestras vidas por ellos? Somos una comunidad agrícola. El equilibrio es delicado. No hace muchas semanas ignorábamos si sobreviviríamos al invierno. Ahora sabemos que podemos. Hace unos días no sabíamos si podríamos resistir a los caníbales. Lo hicimos. Estamos a salvo y tenemos trabajo que hacer, y no podemos destinar más gente para una guerra innecesaria. —Miró a George Christopher—. ¿Estás de acuerdo, George? Ninguno de nosotros huye de una lucha... pero ¿tenemos que precipitarnos a luchar?

—Yo no —dijo Christopher—. Hemos ganado nuestra guerra.

Hubo murmullos de conformidad. Harvey dio un paso adelante, con la intención de unirse al coro general. Otra guerra no. No más tardes con la ballesta...

Sintió a Maureen a su lado. Ella le miró con una súplica en sus ojos.

—No permitas que hagan esto —le dijo—. ¡Hazles comprender! —Soltó el brazo de Harvey y se inclinó sobre el senador—. Díselo, papá. Tenemos que... luchar. Hay que salvar esa central nuclear.

—¿Por qué? —preguntó Jellison—. ¿No hemos tenido ya bastante guerra? No importa. Yo no podría ordenárselo. No irían.

—Irían si se lo pidieras, estoy segura.

El no respondió. Maureen se volvió hacia Harvey, el cual la miró sin comprensión.

—Escucha —le dijo—. Escucha a Al.

—Los refuerzos no bastarían, Tim —decía Al Hardy—. Esta tarde, el jefe de policía Hartman, el senador, el alcalde y yo hemos considerado el problema. ¡No os hemos olvidado! Y el coste es demasiado elevado. Tú mismo has dicho que la central es frágil. No basta con poner una guarnición en ella, mantenerla siempre con hombres, sino que es preciso evitar que la Hermandad lance un mortero en el lugar crítico. Dime, ¿si ese trabajador no hubiera cerrado la válvula del vapor, no habría terminado todo?

—Sí —gruñó Tim—. Eso habría acabado con nosotros, y por ello un chico de veintidós años se achicharró vivo para salvar la central. Y el general Baker tomó su decisión.

—Tim, Tim —le rogó Hardy—. No comprendes. No valdría de nada enviar sólo refuerzos. Mira, enviaré voluntarios. Tantos como quieran ir, y con suficiente comida y municiones...

El rostro de Tim se iluminó, pero sólo por un momento.

—...pero no servirá de nada, y tú lo sabes. Para salvar esa central nuclear tendremos que enviar todas nuestras fuerzas, a todos, no para defender la central, sino para atacar a la Nueva Hermandad. Perseguirlos, pelear con ellos, aniquilarlos, cogerles todas las armas. Luego tendremos que enviar patrullas para que vigilen las orillas del lago, y mantener al enemigo por lo menos a un par de kilómetros de la central. Necesitaríamos toda nuestra fuerza, Tim, y el coste sería terrible.

—Pero...

—Piensa en ello —dijo Hardy—. Patrullas, espías, un ejército de ocupación. Todo ello para impedir que un fanático destruya una pieza vital de las instalaciones y haga que la central deje de funcionar un solo día. Esa es la tarea, ¿no?

—Por ahora —dijo Tim—. Pero cuando haya paz y tranquilidad por algunas semanas, Price pondrá en marcha el segundo reactor. Entonces, mientras uno trabaje se podrá reparar el otro.

A la mayoría de los presentes se les estaban pasando los efectos del alcohol, porque el licor estaba tan agotado como las existencias de café. Murmuraban entre sí, hablaban, discutían, y Harvey tuvo la impresión de que las opiniones estaban divididas, pero los que estaban a favor de Tim eran los menos. Como debía ser, pensó. No más guerra.

Sin embargo, al mirar a Maureen vio que estaba llorando abiertamente. ¿Era a causa de Baker? Baker había tomado su decisión, pero tal vez ella no podía aceptarla...

Sus miradas se cruzaron.

—Háblales —le pidió Maureen—. Hazles comprender.

—Yo mismo no lo comprendo —replicó Harvey.

—Háblales de lo que está a nuestro alcance. Una civilización tiene la ética que puede permitirse. Nosotros no podemos permitirnos muchas cosas. No podemos hacernos cargo de nuestros enemigos... lo sabes.

El se estremeció. Sí, lo sabía.

Leonilla Malik entró por la puerta trasera, a través del despacho del alcalde. Se inclinó sobre el senador.

—Me han dicho que me necesita.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Jellison.

—El señor Hardy.

—Estoy bien. Vuelva al hospital.

—El doctor Valdemar está de turno. Dispongo de algunos minutos.

La doctora se quedó detrás del senador y le observó atentamente, con expresión profesional y preocupada.

—Hemos de tener en cuenta los costes —decía Al Hardy—. Nos pides que lo arriesguemos todo. Nos hemos asegurado la supervivencia. Estamos vivos. Hemos luchado la última batalla. Tim, la luz eléctrica no vale tanto para que echemos todo eso por la borda.

El cansancio y el dolor hicieron vacilar a Tim Hamner.

—No abandonaremos —dijo—. Lucharemos. Todos.

Pero su voz no era fuerte; parecía abatido.

—Haz algo —dijo Maureen—. Díselo.

Cogió el brazo de Harvey.

—Díselo tú.

—No puedo, pero tú ahora eres un héroe. Tus hombres los tuvieron a raya...

—Tu posición aquí tampoco está nada mal —le dijo Harvey.

—Se lo diremos los dos. Ven conmigo. Les hablaremos juntos.

Harvey pensó en los motivos de Maureen. ¿Lo hacía sólo por la central? ¿Por la memoria de Johnny Baker? ¿Porque estaba celosa de Marie y George Christopher? Cualesquiera fueran sus motivos, acababa de ofrecerle la dirección de la fortaleza... y por la mirada de Maureen supo que no le haría otra oferta semejante.

—Tendríamos que defender su territorio —decía Al Hardy—. Deke no podría hacerlo...

—¡Sí que podemos! —exclamó Tim—. ¡Los vencisteis! ¡Podemos!

Hardy asintió gravemente.

—Sí, supongo que podríamos. Pero primero hemos de apoderarnos de sus tierras... y no podemos hacerlo con armas mágicas. Las granadas y las bombas de gas no son demasiado útiles en el ataque. Perderíamos gente, mucha gente. ¿Cuántas vidas valen tus luces eléctricas?

—Muchas —dijo Leonilla Malik, sin ningún temor en la voz—. Si ayer hubiera tenido la luz adecuada en el quirófano, podría haber salvado otras diez vidas por lo menos.

Maureen se dirigió a la tarima. Harvey vaciló, pero fue con ella. ¿Qué diría? Los hombres podían tomar las armas por una causa. ¡Viva la República! ¡Por el rey y la patria! ¡Deber, honor y patria! ¡Recordad El Álamo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Pero nadie había ido a la lucha gritando: «¡Un mayor nivel de vida!» o «¡Duchas calientes y afeitadoras eléctricas!»

Pensó en sus propias motivaciones. Cuando subiera al estrado se habría comprometido. Cuando la Nueva Hermandad llegara por el agua con una nueva balsa y sus morteros, él tendría que ir el primero en los botes, tendría que ser el primero en atacar, y sería el primero en morir. ¿Cómo podía convencerse de que aquello era realmente lo que quería?

Recordó la batalla, el ruido, la soledad, el miedo, la vergüenza de la huida, el terror cuando uno no lo hacía. Un ejército racional echaría a correr. Cogió a Maureen del brazo para hacerla retroceder.

Ella se volvió y le miró preocupada. Le habló en voz baja, para que nadie la oyera.

—Todos tenemos que hacer nuestro trabajo —le dijo—. Y esto es lo correcto. ¿No te das cuenta?

El breve retraso había sido excesivo. Al Hardy se retiraba, tras haber expuesto su opinión. La muchedumbre empezaba a marcharse, hablando entre ellos. Harvey oyó retazos de conversación: «Diablos, no sé, pero no quiero pelear más.» «Baker murió por ese sitio. ¿Valía la pena?» «Estoy cansado, Sue. Volvamos a casa.»

Antes de que Hardy pudiera abandonar la tarima, Rick Delanty le cerró el paso.

—El senador ha dicho que ésta es una decisión importante —le dijo.

—Hablemos de ello, ahora. —Harvey vio con alivio que la expresión de Delanty ya no era asesina, pero parecía lleno de decisión—. Al, ha dicho usted que sobreviviremos al invierno. Hablemos de eso.

Hardy se encogió de hombros.

—Si se empeña. Creo que ya está todo dicho.

En los labios de Delanty se dibujó una sonrisa taimada, artificial.

—Diablos, Al, todos estamos aquí, el licor se ha terminado y mañana tendremos que volver a partir piedras. Hablemos claramente ahora. ¿Podemos resistir el invierno?

—Sí.

—Pero sin café. Se ha terminado.

Hardy frunció el ceño.

—Sí.

—¿Qué tal estamos de ropa? Se acercan los glaciares, y la ropa que llevamos está podrida. ¿Podemos sacar algo de los almacenes sumergidos?

—Tal vez podamos usar algunos plásticos. Eso puede esperar, ahora que no hemos de preocuparnos por la Nueva Hermandad. Tendremos que aprovechar al máximo nuestra ropa.

—¿Y el transporte? Los coches y camiones se están estropeando uno tras otro, ¿no es cierto? ¿Tendremos que comernos los caballos?

Al Hardy se pasó la mano por el cabello.

—De momento, no. Lo había pensado, pero... no. Los caballos no se reproducen con rapidez. De todos modos, los camiones nos durarán años.

—Qué más nos falta? ¿Penicilina?

—Sí...

—¿Aspirina? Y el licor. No hay anestesia de ninguna clase.

—¡Podremos fermentar licor!

—Claro. Así que viviremos. Resistiremos este invierno, y el próximo, y el siguiente. —Rick hizo una pausa, pero antes de que Hardy pudiera decir nada, añadió a gritos—: ¡Como campesinos! Hoy hemos tenido aquí una ceremonia, un premio al chico que capturó más ratas esta semana. Y podemos esperar que eso continúe durante el resto de nuestras vidas, que nuestros chicos crezcan como cazadores de ratas y pastores de cerdos. Un trabajo honorable, necesario. Nadie lo desprecia. Pero... ¿no hemos de poner nuestra esperanza en algo mejor? Y vamos a tener esclavos. No porque queramos, sino porque los necesitamos. ¡Nosotros, que habíamos llegado a dominar la electricidad!

Aquella última frase conmocionó a Harvey Randall. Vio que también había afectado a otros, a muchos más. Permanecieron en pie, incapaces de marcharse.

—Así que podemos acurrucamos en nuestro valle —siguió diciendo Delanty—. Podemos quedarnos aquí, estar a salvo y dejar que nuestros niños crezcan cuidando cerdos y recogiendo estiércol. Podemos sentirnos orgullosos de eso, porque es mucho más de lo que podíamos haber esperado, pero, ¿es suficiente? ¿Es suficiente con que estemos a salvo cuando abandonamos a todos los demás a la intemperie? Vosotros mismos decís cuánto sentís tener que echar a los que vienen aquí, devolverlos al peligroso exterior. Bien, ahora tenemos la oportunidad. Podemos hacer que en el exterior, en todo el valle de San Joaquín, estén tan seguros como lo estamos nosotros.

»O podemos elegir el otro camino, quedarnos aquí, seguros como... ardillas. Pero si esta vez seguimos el camino fácil, también lo seguiremos la próxima, y todas las demás, ¡y dentro de cincuenta años nuestros hijos se esconderán bajo la cama cuando oigan tronar! Se esconderán de la misma manera que los antiguos se escondían de los grandes dioses atronadores. Los campesinos siempre creen en los dioses terribles.

»Y pensad en el cometa. Nosotros sabemos qué fue. ¡Diez años más y hubiéramos sido capaces de apartarlo del camino! He estado en el espacio. No volveré allá, pero nuestros hijos podrían. Con esa central nuclear, dentro de veinte años podríamos volver al espacio. Sabemos cómo hacerlo, no se necesita más que energía, y esa energía está ahí, a menos de cien kilómetros, pero no tenemos bastantes redaños para salvarla. Pensad en ello. Esas son las alternativas. Seguid adelante y sed buenos campesinos, a salvo y supersticiosos... o tened de nuevo mundos que conquistar, sed capaces de dominar la electricidad.

Se detuvo, pero no el tiempo suficiente para dejar que nadie más hablara.

—Yo voy —dijo—. ¿Leonilla?

—Desde luego —dijo ella, avanzando hacia la tarima.

—Y yo —gritó el camarada general Jakov desde el fondo de la sala—. Por la electricidad.

—Vamos. —Harvey dio una palmadita a Maureen y pasó junto a ella en dirección a la tarima. Ahora que sabía lo que iba a decir, las decisiones eran sencillas—: ¿Quién se une al grupo de combate Randall?

—Yo —dijo alguien.

Maureen se unió a ellos, otro granjero dio un paso adelante, y Tim Hamner y el alcalde Seltz. Marie Vanee y George Christopher discutían. Marie pertenecía al grupo de combate de Randall a menos que Christopher tuviera un grupo propio. Y Christopher también se unió a ellos.

Al Hardy permaneció de pie, confuso, queriendo hablar pero disuadido por la imperiosa mirada de Maureen.

Harvey Randall pensó que podría detenerlos. No sería muy difícil. Una vez todos se hubieran comprometido, sería difícil retroceder, pero de momento era posible disuadir o convencer más al grupo, y Al Hardy sabía cómo hacerlo...

Hardy miró al senador. El anciano se había levantado a medias de su sillón y boqueaba en busca de aire. Volvió a caer en el asiento y Leonilla corrió hacia él, pero le hizo una seña para que se apartara y llamó a Hardy.

—Al —jadeó.

Leonilla tenía su maletín en el despacho. Lo abrió y sacó una jeringuilla. Venció la débil resistencia del senador y le abrió la chaqueta y la camisa. Clavó rápidamente la aguja en el pecho, cerca del corazón.

Al Hardy se abrió paso entre la muchedumbre, como un loco. Se arrodilló junto al senador, que se retorcía en el sillón, llevándose las manos al pecho, mientras el jefe de policía Hartman y otros le sostenían. Los ojos del anciano se centraron en Al Hardy.

—Al.

—Sí, señor —dijo Hardy con voz ahogada, casi inaudible. Se agachó para acercarse más a él.

—Al. Da a mis niños de nuevo la luz eléctrica. —Su voz era clara y se oyó en toda la sala, pero en seguida se desplomó en el sillón y sólo oyeron un débil susurro—: Dales de nuevo la luz eléctrica.

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