Segunda parte EL MARTILLO

Y yo observé cuando él abrió el sexto sello, y he aquí que se produjo un gran temblor de tierra; y el sol se puso negro como una arpillera de pelo, y la luna roja como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra.

La Revelación de San Juan el Divino.

LA MAÑANA DE LA CAÍDA DEL MARTILLO

Hay un lugar con cuatro soles en el cielo, rojo, blanco, azul y amarillo. Dos de ellos están tan próximos que se tocan, y entre ellos fluye material de estrellas.

Conozco un mundo con un millón de lunas. Conozco un sol del tamaño de la Tierra, hecho de diamante.

Carl Sagan, La conexión cósmica: una perspectiva extraterrestre.


Cuando Rick Delanty se despertó la mañana era maravillosa. Un rectángulo de luz avanzaba por su brazo. Aquellas magníficas mañanas llegaban cada hora y media a bordo del laboratorio espacial, y todavía no se había cansado de ellas. Utilizó el tubo y salió del Apolo.

Ante las grandes ventanillas del laboratorio espacial se amontonaban telescopios, cámaras y otros instrumentos. Para poder ver el exterior había que alzar el cuello por encima de ellos, sujetándose a los pasamanos de las mamparas, flotando en los espacios abiertos.

Baker y Leonilla Malik estaban introduciendo datos en el ordenador de a bordo. Ella alzó la vista hacia el recién llegado.

—Hola, Rick —le saludó, pero volvió en seguida al trabajo sin llegar a ver la viva sonrisa de Rick.

Era hora de trabajar, pero Rick Delanty aún era en parte un turista, y estaba ansioso de ver la aparición del cometa. Encontró un telescopio de observación que no había sido usado hasta el momento. Tenía un gran protector contra el sol empotrado, de modo que Rick podía mirar el cometa sin temor a que la luz le cegara.

Ante los ojos se ofrecía una especie de representación estilizada del resplandor solar en pintura de brillantes colores. Era como caer en un pozo profundo durante un viaje con LSD. Los alegres regueros luminosos de la cola fluían hacia el exterior tan lentamente como un eclipse lunar. En el corazón del cometa la superficie parecía granulosa.

—Atención, Houston —dijo Baker—. Observamos un movimiento lateral relativo hacia nosotros. Creo que podréis verlo con vuestro sistema telemétrico. Y todavía hay actividad, aunque ha estado disminuyendo desde que el Martillo rodeó el Sol. En la última observación sólo hemos registrado una explosión, pero poca cosa, no como el gran estallido que observamos ayer.

—Atención, laboratorio, parece que hay algún error en los datos. El JPL solicita el seguimiento óptico de la porción más grande que podáis encontrar. ¿Podéis hacerlo?

—Lo intentaremos, Houston.

—Yo lo haré, Johnny —dijo Rick. Hizo girar la manivela del telescopio y atisbo la oscuridad—. Leonilla, ¿quieres echarme una mano? Ajusta la telemetría.

—De acuerdo —dijo ella.

Baker prosiguió su informe.

—Houston, el núcleo está muy extendido, y el coma es enorme. He introducido el diámetro angular en el ordenador y el resultado es de ciento cuarenta mil kilómetros. Tan grande como Júpiter. Podría envolver la Tierra sin que nos diéramos cuenta.

—No diga tonterías —respondió una voz familiar—. La gravedad lo desmenuzaría...

La voz de Charlie Sharps empezó a desvanecerse.

—Houston, no les oímos bien —dijo Baker.

—Eso no es Houston. Es Sharps, del JPL —dijo Rick sin apartar la vista del telescopio.

—Pero lo recibimos a través de Houston. Maldición. El material del cometa está trastornando la ionosfera. Vamos a tener problemas de comunicaciones hasta que esa cosa haya pasado. Será mejor que grabemos las observaciones que hagamos, por si no nos oyen.

—De acuerdo —dijo Delanty, y siguió mirando a través del telescopio.

Ante él se extendía el núcleo del Hamner-Brown. Le resultaba difícil centrar el aparato en la masa que había escogido. No había suficiente contraste para utilizar un sistema de seguimiento automático, y había que hacerlo a ojo. Delanty sonrió. Era un contratiempo más para el hombre espacial.

Vio una gruesa masa de polvo brillante que se movía lentamente, unas cuantas montañas volantes y muchas más partículas menores, todas mezcladas, sin orden, moviéndose al parecer caprichosamente mientras respondían a la presión luminosa y proseguían la actividad química. Era la materia primigenia del caos. A Rick se le hacía la boca agua: pensaba en la posibilidad de ir allí con una nave espacial, aterrizar en una de aquellas montañas y salir para echar un vistazo. La velocidad de ochenta kilómetros por segundo a la que se movían aquellas montañas no se apercibía.

Pero habrían de transcurrir décadas antes de que la NASA pudiera construir aquella clase de naves tripuladas, si es que alguien las construía alguna vez. Y cuando lo hicieran, Rick Delanty sería un viejo fatigado.

Entonces pensó que aquella no sería su última misión. Pronto funcionaría la lanzadera espacial, si aquellos malditos congresistas dejaban de poner pegas a los gastos de exploración espacial...

Pieter Jakov había estado trabajando con un espectroscopio. Finalizó sus observaciones y dijo:

—Para esta mañana nos han impuesto un programa febril. Veo que la actividad fuera del vehículo para la comprobación final de los instrumentos externos es optativa. ¿Qué os parece? Nos quedan dos horas.

—Loco ruso. No, no vamos a salir con eso ahí afuera. Un copo de nieve a esa velocidad no puede hacer un agujero en el laboratorio, pero no te quepa duda de que puede hacer un agujero del tamaño del puño en tu traje espacial. —Baker echó un vistazo a la lectora del ordenador y frunció el ceño—. Rick, ¿dónde has efectuado esa última observación óptica?

—Una gran montaña —respondió Rick—. Hacia el centro del núcleo, como ellos pidieron. ¿Por qué?

—No, por nada. —Baker conectó el micrófono—. Houston, Houston, ¿les han llegado las lecturas ópticas?

—...Negativo, laboratorio... Envíen de nuevo.

—¿Qué diablos ocurre, Johnny? —preguntó Rick.

Johnny se quedó pensativo.

—Tanto Houston como el JPL perciben la distancia con un error de nueve mil kilómetros. Introduciendo tus datos en el ordenador de a bordo obtengo un cuarto de esa distancia. Ellos disponen de mejores medios para calcular, pero nosotros tenemos datos mejores.

—Bueno, dos mil kilómetros son dos mil kilómetros —dijo Delanty, pero no pareció convencido.

—Ojalá no tuviéramos ningún fallo en la antena principal.

—Saldré a repararla —dijo Jakov.

—No —negó Baker abruptamente, con la autoridad del comandante—. Todavía no hemos perdido a nadie en el espacio. ¿Por qué empezar ahora?

—¿No deberíamos preguntar al control de Tierra? —inquirió Leonilla.

—Ellos me pusieron al frente de esto —dijo Baker—. Y digo que no.

Pieter Jakov guardó silencio. Rick Delanty recordaba que los soviéticos habían perdido hombres en el espacio: los tres pilotos de Soyuz perdidos en el vuelo de regreso, y que todo el mundo conocía, y otros más, de los que sólo se sabía por rumores e historias contadas por la noche al calor del vodka. Se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, si la NASA no había sido demasiado cauta. Con menos precauciones de seguridad, los Estados Unidos podrían haber llegado un poco antes a la Luna, habrían explorado mucho más, habrían aprendido más y, sí, habrían creado uno o dos mártires. La Luna había sido demasiado costosa en dinero, pero demasiado barata en vidas para obtener la popularidad que necesitaba. Cuando el Apolo XI llegó a ella, la misión era rutinaria.

Tal vez era aquello lo que deberían hacer. La imagen de Johnny Baker avanzando por el ala rota del laboratorio espacial, la imagen de un hombre en aquel medio hostil, arriesgándose a la más solitaria de las muertes... aquello había dado al programa espacial un impulso casi tan grande como el paso gigantesco de Neil Armstrong.

Se oyó el ruido de un impacto, luego otro, y en el tablero de control se encendieron luces rojas de aviso.

Sin pensar nada, Rick Delanty saltó hacia la caja roja más próxima. Era una caja cuadrada, igual que otras colocadas en diversos lugares del laboratorio espacial. La abrió y extrajo varias placas de metal con uno de los lados cubiertos por una materia adhesiva, y una especie de parches mayores, que parecían de caucho. Miró a Baker, esperando instrucciones.

—No hay ningún agujero —dijo Johnny—. Es arena. —Miró el tablero y frunció el ceño—. Y estamos perdiendo eficacia en las células solares. Pieter, cubre todos los instrumentos ópticos. Tendremos que reservarlos para una observación más de cerca.

—De acuerdo —dijo Jakov, avanzando hacia los instrumentos.

Delanty seguía sosteniendo los parches contra meteoros, por si acaso.

—Depende de lo grande que sea el núcleo —dijo Pieter Jakov desde el extremo distante de la cápsula espacial—. Y todavía hemos de obtener cálculos exactos de la anchura que abarca la materia sólida. Me parece muy probable que la Tierra... y nosotros... seamos golpeados por grava a elevada velocidad, si no es algo peor.

—Sí, eso es lo que pensaba —dijo Johnny Baker—. Hemos estado buscando el movimiento lateral. Bien, lo hemos encontrado, pero ¿es suficiente? Tal vez deberíamos dar por terminada esta misión.

Hubo un momento de silencio.

—No, por favor —dijo Leonilla.

—Secundo esa negativa —añadió Rick—. Tú tampoco quieres que finalice la misión. ¿Quién lo desea?

—Yo no —dijo Jakov.

—Hay unanimidad. Pero esto apenas es una democracia —dijo Baker—. Hemos perdido mucha energía. Va a hacer calor aquí dentro.

—Lo aguantaste en el otro laboratorio espacial mientras arreglaban el ala —dijo Delanty—. Si pudiste antes, podrás ahora. Y nosotros también.

—Muy bien —concluyó Baker—. Pero tú tendrás que ocuparte de esos parches contra meteoros, por si hay una emergencia.

—Sí, señor.

Minutos después, el núcleo del Hamner-Brown se precipitó detrás de la Tierra. La Luna surgió envuelta en su red espectral de ondas de choque. Leonilla sirvió el desayuno.

Al alba, Harvey Randall estaba sentado en una tumbona, en el césped. Sobre una mesita tenía tabaco y café, mientras que otra sostenía el televisor portátil. Con el alba desapareció el extraordinario espectáculo celeste, y se quedó un poco deprimido. Aún estaba bajo los efectos del alcohol y no se encontraba en condiciones para trabajar. Loretta le encontró en el mismo estado dos horas después.

—He ido a trabajar en peores condiciones —le dijo a su esposa—. Valía la pena.

—Muy bien. ¿Estás seguro de que puedes conducir?

—Claro que sí —respondió él. Aquella era la canción de siempre.

—¿Dónde irás hoy?

El no notó la preocupación en su voz.

—Me ha costado mucho decidirlo, porque la verdad es que deseo estar en todas partes a la vez. Pero el equipo científico de la emisora estará en el JPL, y también hay un buen equipo en Houston. Creo que empezaré por el Ayuntamiento. Bentley Allen y su personal dirigen serenamente los asuntos de la ciudad mientras la mitad de la población corre hacia las colinas.

—Pero eso está en el centro de la ciudad.

—¿Y qué?

—¿Qué ocurrirá si choca el cometa? Estarás a kilómetros de distancia. ¿Cómo podrás volver?

—Loretta, no va a chocar. Escucha...

—¡Has llenado la piscina de agua, y no pude usarla ayer porque la has cubierto! —Alzó la voz—. Te has gastado doscientos dólares en carne seca, has enviado al chico a las montañas, has llenado el garaje con licores caros y...

—Loretta...

—...y no bebemos esas cosas, ni nadie puede comer esa carne a menos que se esté muriendo de hambre. Así que crees que vamos a pasar hambre, ¿no?

—No, cariño. Las posibilidades son de centenares contra una...

—Harvey, por favor, quédate hoy en casa. Sólo esta vez. Nunca he puesto dificultades por el hecho de que estés siempre fuera. No me quejé cuando te ofreciste como voluntario para hacer otra gira por Vietnam. No me quejé cuando te fuiste al Perú. No me quejé cuando pasaste tres semanas en Alaska. Nunca puse pegas por tener que educar yo sola a nuestro hijo, que nunca ve a su padre. Ya sé que tu trabajo significa más que yo para ti, pero, por favor, Harvey. ¿no significo algo para ti?

—Claro que sí. —La cogió y la atrajo hacia él—. Dios mío, ¿eso es lo que sientes? El trabajo no significa más que tú.

Es sólo el dinero, pensó. Pero no podía decirlo, no podía decir que él no necesitaba el dinero, pero ella sí.

—Entonces, ¿te quedarás?

—No puedo. De veras, Loretta. Esos documentales han Sido buenos, muy buenos incluso. Es posible que reciba una oferta de la ABC. Muy pronto necesitarán un nuevo director de programas científicos, y eso significa mucho dinero. Y existe la auténtica posibilidad de escribir un libro...

—Has estado levantado toda la noche, Harvey, y no estás en condiciones de ir a ningún sitio. Y estoy asustada.

Harvey la abrazó fuerte y la besó. Pensó que la culpa era suya. ¿Cómo no iba a estar asustada después de que hubiera comprado todo aquello? Pero no podía perderse el día del Martillo...

—Mira, enviaré a algún otro al Ayuntamiento.

—¡Muy bien!

—Y diré a Charlie y Manuel que se reúnan conmigo en la universidad de California y Los Angeles.

—Pero ¿por qué no puedes quedarte aquí?

—Tengo que hacer algo, Loretta. Llámalo orgullo viril si quieres. ¿Cómo voy a decir a la gente que me he quedado escondido en casa después de haber proclamado que no había ningún peligro? Mira, haré algunas entrevistas. El gobernador está en la ciudad, para asistir a no sé qué acto caritativo en el Club de Campo de Los Angeles. Iré allí después de que haya pasado el cometa. Y no estaré a más de diez o quince minutos de aquí. Si algo sucede, volveré rápidamente a casa.

—De acuerdo, pero todavía no has terminado el desayuno. Se está enfriando. Te he llenado el termo y he dejado una cerveza en el furgón.

Harvey comió con rapidez. Ella se sentó y le contempló mientras lo hacía, sin probar bocado por su parte. Rió sus gracias y le dijo que tuviera cuidado cuando bajara la colina.

Las comunicaciones seguían siendo malas. Los astronautas grababan la mayor parte de sus observaciones. Sería importante registrarlas, puesto que los instrumentos no iban a ser de mucha utilidad. Demasiada arena azotaba el ingenio espacial. Cuidaron de resguardar el gran telescopio, al que podía acoplarse el televisor en color, y habían efectuado una grabación en vídeo a la vez que trataban de enviarla a la Tierra.

—La energía solar ha descendido en cerca del veinticinco por ciento —informó Rick Delanty.

—Ahorremos las baterías —dijo Baker.

—Bien.

El calor aumentaba en la nave espacial, pero necesitaban la energía para los grabadores y otros instrumentos.

Leonilla Malik hablaba en rápido ruso al micrófono. Jakov accionaba los controles de transmisión, tratando de obtener alguna respuesta de Bakunyar, pero era en vano. Leonilla siguió grabando. En aquel medio ingrávido, en el que flotaban los hombres y las cosas, la cosmonauta se había colocado en una posición extraña, con el cuerpo torcido para atisbar por la mirilla de observación sin dejar de ver el tablero de instrumentos. Rick trataba de comprender lo que decía, pero utilizaba demasiadas palabras desconocidas. Pensó que se estaba poniendo lírica y que lo mejor sería dejar que siguiera en su vena poética. ¿Por qué no? ¿De qué otro modo podría describirse la circunstancia de estar dentro de un cometa?

Ahora sabían menos sobre la ruta del Hamner-Brown que Houston. El último informe de Houston decía que el cometa pasaría a mil kilómetros, pero Rick no estaba seguro. ¿Se basaba aquella cifra en su observación visual? Si así era, significaba sólo que aquella montaña en concreto estaría a esa distancia, y la nube de material sólido era grande, aunque no tanto. Seguramente no era tan grande.

—Estamos en efecto dentro del coma —decía Leonilla—. Esto no se nota especialmente. Hace rato que ha pasado la actividad química. Pero vemos la sombra de la Tierra como un largo túnel a través de la cola.

Rick entendió la última frase y pensó que estaba bien. Si tenían ocasión de transmitir a la Tierra, la utilizaría.

Todos ellos tenían trabajo, y lo hacían mientras grababan sus observaciones. Rick tenía una cámara Canon, con la que se afanaba, cambiando lentes y película con la mayor rapidez posible. Confiaba en que funcionaran bien los mecanismos automáticos, y procuraba efectuar tomas con velocidades y aperturas muy distintas, por si acaso.

El reloj de a bordo iba marcando inexorablemente los segundos.

La larga lente proporcionaba un buen panorama a través de la mirilla de observación. Rick vio media docena de grandes masas, otras muchas más pequeñas y una miríada de diminutos puntos brillantes, todo ello mezclado en una especie de niebla perlina. Oyó la voz de Baker tras él.

—Una perdigonada vista por el pato.

—Una buena frase.

—Espero que no sea tan buena.

—He perdido toda señal del radar —dijo Pieter Jakov.

—Entendido. Déjalo y efectúa señales visuales —ordenó Baker—. Houston, Houston, ¿reciben algo por televisión?

—...recibido, laboratorio... JPL... Sharps está encantado, envíen más... transmisión de potencia más alta...

—Daré más potencia cuando se acerque más el Martillo —dijo Baker, sin saber si le oían—. Estamos ahorrando batería. —Miró el reloj. Faltaban diez minutos para que los objetos sólidos llegaran a su mayor proximidad. Tal vez veinte minutos o media hora para que todo pasara—. Aumentaré la potencia de transmisión dentro de cinco minutos. Repito, aumentaré la potencia de transmisión dentro de cinco minutos.

En aquel instante se oyó un fuerte estrépito.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Baker.

—La presión continúa invariable —dijo Jakov—. Se mantiene en las tres cápsulas.

—Bien —murmuró Rick.

Habían cerrado las esclusas de aire del Apolo y el Soyuz. Parecía una precaución razonable. Rick seguía sujetando los parches contra impactos de meteoros. El laboratorio espacial era con mucho el mayor de los blancos.

Rick se preguntó cómo calcularían los ingenieros el tamaño que debería tener un meteoro. Estaban pensados para cubrir un agujero de un determinado tamaño máximo. Si se rebasaba aquel tamaño, no valía la pena intentar la reparación del agujero. De todos modos estarían condenados. ¿Sería realmente así? Rick dejó de pensar en ello y volvió a sus fotografías. A través de la lente Canon observó una galaxia de hielo espumoso, un tremendo y lento cañonazo que visiblemente avanzaba hacia ellos, extendiéndose alrededor del laboratorio más que deslizándose lateralmente.

—Dios mío, Johnny, se acerca mucho.

—Sí. Pieter, quita la cubierta al telescopio principal. Voy a dar potencia máxima. Enviaremos transmisiones a partir de aquí. Houston, Houston, la observación visual indica que la Tierra está en la ruta de los ejes externos del núcleo. Repito, la Tierra está en la ruta del núcleo externo. Es imposible calcular el tamaño de los objetos que pueden chocar con la Tierra.

—Asegúrate de que llega ese mensaje —dijo Leonilla Malik—. Pieter, comprueba si Moscú también está enterado. —Había ansiedad y miedo en el tono de su voz.

Rick Delanty se sorprendió.

—¿Qué ocurre?

—Pasa por el este de la Tierra —dijo Leonilla—. Los Estados Unidos estarán más expuestos, pero habrá más objetos cercanos a la Unión Soviética. Las oportunidades para que se produzca una deliberada interpretación errónea son demasiado grandes. Algún fanático...

—¿Por qué dices eso? —preguntó Jakov.

—Sabes que es cierto —gritó ella—. Fanáticos. ¡Como los locos que mataron a mi padre porque el gran Stalin no era inmortal! No finjas que no existen.

—Es ridículo —dijo Jakov soltando un bufido, pero se dirigió a la consola de comunicaciones, y Rick Delanty pensó que hablaba de un modo apremiante.

LA CAÍDA DEL MARTILLO: UNO

En 1968, la proximidad de un asteroide llamado Icaro despertó un temor ligero pero muy concreto de que llegaba el fin del mundo. Ya habían circulado rumores de que una serie de cataclismos en todo el mundo iban a empezar en 1968. Cuando se conocieron las noticias de que el Icaro se dirigía a la Tierra e iba a acercarse al máximo él 15 de junio de 1968, de alguna manera se combinaron con los rumores del fin del mundo. En California, grupos de hippies se dirigieron a las montañas de Colorado, diciendo que querían estar seguros en terreno alto, antes de que cayera él asteroide y originase él hundimiento de California en el mar.

Daniel Cohen, Cómo terminará el mundo.


—¡Oye, pueblo mío, las palabras de Mateo! ¿No dice él que el sol se oscurecerá, que la luna no emitirá su luz y que las estrellas caerán de los cielos? ¿Y no es esto lo que ocurre en esta misma hora?

«¡Arrepentios! Arrepentios, hermanos y observad el cometa del Señor, el Martillo que cae sobre esta malvada Tierra. Escuchad las palabras del profeta Miqueas: “Porque he aquí que el Señor sale de su lugar, y bajará y pisará los lugares altos de la tierra. Y las montañas se derretirán bajo él, y los valles se hendirán, como cera ante el fuego, como aguas que se precipitan por un lugar empinado.”»

«¡El llega pues! Llega para juzgar a la Tierra, para juzgar justamente al mundo y a los pueblos con su verdad!»

—Han escuchado al reverendo Henry Armitage en «La hora que se aproxima». Esta y todas las emisiones del programa han sido posibles gracias a sus donaciones, y pedimos al Señor que bendiga a quienes han dado tan generosamente.

«No se necesitarán más donaciones. La hora llega y está ya al alcance de la mano.»

Era un día de verano brillante y sin nubes. Soplaba una viva brisa marina, y la cuenca de Los Angeles estaba despejada.

A Tim Hamner no le entusiasmó aquel buen tiempo. La espectacularidad de los cielos nocturnos pudo verse mejor desde las montañas, y Tim permaneció en su observatorio de Angeles Forest la mayor parte de la semana anterior, pero la mejor visión del Hamner-Brown en el momento de máxima aproximación se tendría desde el espacio. Como él no podía estar en el espacio, quería otra cosa casi tan buena: contemplarlo todo en televisión a color. No le había sido difícil persuadir a Charlie Sharps para que le invitara al JPL.

Tenía que llegar allí a las nueve y media, pero los claros cielos con sus brillantes cintas de luz aterciopelada, le habían mantenido despierto hasta la madrugada. Se había estirado en el sofá. No quería acostarse en la cama, pero unos minutos de descanso no harían daño...

Naturalmente, durmió más de la cuenta. Ahora, con la cabeza espesa y los ojos acuosos, Tim apuntaba, más que conducir, su Grand Prix por la autopista de Ventura, hacia Pasadena. A pesar de que había salido tarde, esperaba llegar a tiempo. No había mucho tráfico.

—Estúpidos —murmuró Tim.

La fiebre del Martillo. Millares de habitantes de Los Angeles partían hacia las colinas. Harvey Randall le había dicho que el tráfico por la autopista sería escaso durante toda te semana, y había tenido razón. Aquel día, el martes de portento, como lo había llamado Mark Czescu, el tráfico era escaso.

De pronto vio delante el destello de luces rojas. El tráfico se hizo más lento. Tim soltó una maldición. Había un camión delante de él, de modo que no podía ver qué era lo que estaba aguando la fiesta. Pasó automáticamente al carril derecho, adelantándose a una señora mayor que conducía un Ford verde y que le dirigió horribles maldiciones mientras se colocaba ante ella.

—Probablemente se acuesta con las zapatillas de tenis puestas —murmuró Tim. ¿Pero qué pasaba allí adelante? El tráfico parecía haberse detenido del todo. La autopista se había convertido en un aparcamiento que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, tal vez, pensó Tim, hasta el cruce de Golden State. Miró por encima de su hombro. No vio a ningún policía de tráfico. Se metió en el arcén y avanzó, dejando atrás a los coches detenidos, hasta llegar a una salida.

A su derecha se encontraba el cementerio de Forest Lawn, no el original, que tantas canciones e historias había inspirado sino la colonia de Hollywood Hills. Las calles también estaban llenas de tráfico. Tim giró a la izquierda y pasó por debajo de la autopista. Su rostro era una sombría máscara de ansiedad y odio. Ya era bastante malo no estar en su observatorio el martes del portento, ¡pero tener que soportar además aquello! Estaba en el hermoso centro de la ciudad de Burbank, y su cometa se aproximaba al perigeo.

—¡No es justo! —gritó. Los peatones le miraron y continuaron su camino, pero a Tim no le importó—. ¡No es justo!

Había en el aire la carga eléctrica de la tormenta y el desastre. Eileen Hancock lo notaba como si unos dedos espectrales le pasaran por el cabello, en la nuca. Lo vio de forma más concreta mientras se dirigía en su coche al trabajo. A pesar de que el tráfico era escaso, la gente conducía mal. Trataban de adelantar en momentos inadecuados, reaccionaban tarde y entonces sus reacciones eran excesivas. Había muchos remolques llenos de enseres domésticos, que le recordaron a Eileen imágenes de refugiados de guerra, aunque los refugiados de Asia y África nunca llevaban con ellos jaulas de pájaros, colchones especiales para tratamientos de belleza y tocadiscos estereofónicos. Uno de los remolques había volcado en la dirección de Ventura, bloqueando los tres carriles. Algunos coches pasaban a duras penas por el arcén, pero los demás estaban inmóviles tras un montón de muebles derribados. La camioneta que había arrastrado el remolque estaba cruzada en el carril de la izquierda, con un Volkswagen empotrado en un costado.

«Menos mal que he llegado a Golden State», pensó Eileen. Por un instante sintió lástima por cualquiera que tratara de llegar a Pasadena aquella mañana, y maldijo al remolque y su propietario. Los coches que iban delante se detenían para mirar el accidente, y necesitó cinco minutos para recorrer el centenar de metros hasta la salida de Burbank. Condujo velozmente por las calles, y cuando se detuvo comprobó aliviada que la policía de Burbank parecía estar en otra parte. Dejó el coche en su aparcamiento, cedido por Corrigan y que incluso, ostentaba el nombre de Eileen.

El establecimiento de Corrigan, cercano a un supermercado, era engañosamente pequeño porque los almacenes se encontraban en un callejón situado detrás. El recibidor estaba decorado con nylon azul, skai marrón y cromo, y este último siempre se mostraba desteñido. Eileen creía que los Clientes mayoristas debían tener la impresión de un buen negocio capaz de cumplir con sus compromisos, pero carente de una opulencia que podría tentarles a presionar en los precios. La puerta principal ya estaba abierta.

—¿Quién está ahí? —preguntó Eileen.

—Soy yo. —Corrigan salió de su despacho, seguido por un aroma de café. Hacía tiempo que Eileen había instalado una máquina automática, y la dejaba dispuesta cada noche sotes de marcharse. Aquello había mejorado en gran manera el humor de Corrigan por las mañanas, pero no aquella mañana—. ¿Por qué se ha retrasado?

—Ha sido culpa del tráfico. Un accidente en el ramal de Ventura.

—Vaya.

—También usted está nervioso, ¿eh? —dijo Eileen.

Corrigan frunció el ceño, y luego sonrió tímidamente.

—Sí, supongo que sí. Temía que no se presentara. No hay nadie en la oficina, y sólo tres personas en el almacén. La radio dice que en la mitad de las tiendas de la ciudad faltan la mitad de los empleados.

—Y el resto de nosotros estamos asustados. —Pasó al lado de Corrigan y entró en su despacho. La limpia superficie del vidrio de su mesa relucía como un espejo. Eileen dejó el magnetofón y sacó las llaves, pero no abrió los cajones de su mesa. Salió de nuevo al área de recepción—. Yo me encargaré de la oficina —dijo.

Corrigan se encogió de hombros, mientras miraba a través del gran escaparate.

—Hoy no va a venir nadie.

—Sabrini está citado para las diez —dijo Eileen—. Cuarenta baños y cocinas, si podemos conseguir la decoración que quiere al precio justo.

Corrigan asintió. No parecía escucharla.

—¿Qué demonios es aquello? —preguntó señalando a través de la ventana.

Había una fila de personas, todas ellas vestidas con túnicas blancas y entonando himnos.

Parecían marcar el paso. Eileen miró más atentamente y vio la causa. Estaban encadenadas unas a otras. Se encogió de hombros. Los estudios Disney estaban a pocas manzanas de distancia, y la NBC no mucho más lejos. A menudo utilizaban Burbank para rodar exteriores urbanos.

—Puede que sean participantes en el programa «Hagamos un trato».

—Es demasiado pronto —dijo Corrigan.

—Entonces es algo de Disney. Una forma absurda de ganarse la vida.

—No veo ninguna cámara —opuso Corrigan. No parecía muy interesado. Miró unos momentos más—. ¿Ha tenido noticias de aquel rico amigo suyo? Este es su gran día.

Por un momento Eileen se sintió terriblemente sola.

—Últimamente no sé nada de él.

Empezó a sacar grandes fotos en color y las dispuso en el escaparate para mostrar atractivas combinaciones de muebles y accesorios: el baño con el que sueñan los clientes.

Por Alameda se podía pasar a bastante velocidad. Tim Hamner trató de recordar las conexiones con el norte de Pasadena. Ante él se alzaban altas colinas, las Verdugo Hills, que atravesaban el valle de San Fernando y separaban las ciudades de la ladera de Burbank. Tim sabía que en alguna parte había una nueva autopista, pero no sabía cómo encontrarla.

—¡Maldita sea! —gritó.

Meses de preparación, meses esperando su cometa, y ahora se acercaba a ochenta kilómetros por segundo y él pasaba en aquel momento ante los estudios Walt Disney. Una parte de su mente le decía que aquello tenía su gracia, pero Tim no apreciaba el humor de la situación. Pensó seguir por Alameda hasta Golden State. Si el tráfico era fluido, volvería por allí a la autopista de Ventura. En caso contrario, seguiría todo el trayecto por las calles normales y al diablo con las tarjetas de peaje... ¿Pero qué había allí adelante?

No sólo eran coches atascados en una intersección, inmóviles a pesar de que los semáforos estaban en verde, sino coches que buscaban espacio, que se abrían paso a duras penas entre los demás vehículos, tratando de llegar al callejón situado más allá. Más coches, detenidos, y peatones que se movían entre el enjambre. Apenas había tiempo para situarse en el carril de la derecha. Tim entró en una gran zona de aparcamiento, esperando seguir a los coches que avanzaban hasta un pasillo.

¡Callejón sin salida! Se encontraba en un gran aparcamiento y el camino estaba totalmente bloqueado por un camión de reparto. Tim frenó y puso el punto muerto. Cerró despaciosamente el contacto. Entonces aporreó el tablero y blasfemó, utilizando palabras que no había recordado durante años. No había lugar alguno a donde ir. Tras él se habían detenido más coches. Era imposible moverse.

Pensó que se encontraba en dificultades. Bajó del coche y se dirigió a Alameda. Tal vez encontraría una tienda de electrodomésticos. Si no tenían algún televisor en el escaparate que transmitiera las noticias sobre el cometa, compraría uno en el acto.

Alameda estaba atestada de coches. Los parachoques se tocaban, y ninguno de ellos se movía. Y había gritos allá arriba, en el cruce donde parecía estar el centro de atención. ¿Robo? ¿Un francotirador? Tim no quería estar presente si ocurría algo así. Pero no, aquellos gritos eran de rabia, no de miedo. Y el cruce estaba lleno de policías uniformados de azul. También había algo más. ¿Túnicas blancas? Alguien con una túnica blanca se aproximaba a él. Hamner trató de esquivarlo, pero el hombre se interpuso en su camino.

Probablemente aquella túnica era una sábana corriente, y desde luego el hombre vestía ropas convencionales bajo ella. Era un joven barbudo, con la sonrisa en los labios, pero insistente.

—¡Señor! ¡Rece! ¡Rece para que el martillo de Lucifer pase sin hacer daño! ¡Hay muy poco tiempo!

—Ya lo sé —dijo Tim. Intentó marcharse, pero el hombre avanzó con él.

—¡Rece! La ira de Dios cae sobre nosotros. Sí, la hora se aproxima y está a punto de llegar, pero Dios salvará la ciudad para diez hombres justos. Arrepiéntase y sálvese, y salve a nuestra ciudad.

—¿Cuántos de ustedes hay allí? —preguntó Tim.

—Hay un centenar de Guardianes —respondió el hombre.

—Eso es más que diez. Ahora déjeme marchar.

—Pero usted no comprende. Nosotros, los Guardianes, salvaremos la ciudad. Hemos rogado durante meses. Hemos prometido a Dios el arrepentimiento de millares. —Los intensos ojos pardos miraron fijo a Hamner. Entonces el joven le reconoció—. ¡Es él! ¡Usted es Timothy Hamner! Le vi en la televisión. Rece, hermano. ¡Únase a nosotros en plegaria, y el mundo lo sabrá!

—Desde luego. La NBC está al final de la calle.

Tim frunció el ceño. Dos policías de Burbank se acercaban por detrás al Guardián del Cometa, y no precisamente sonriendo.

—¿Le está molestando este hombre, señor? —preguntó el policía más alto.

—Sí —dijo Tim.

El policía sonrió.

—¡Te cogí! —dijo agarrando al hombre de la túnica por el brazo—. Tienes derecho a permanecer en silencio. Si te entregas...

—Ya sé todas esas chorradas —dijo el Guardián—. ¡Miradle! ¡Es el hombre que inventó el cometa!

—Nadie inventa un cometa, idiota —dijo Tim—. Oiga, oficial, ¿sabe dónde hay una tienda de televisores? Quiero ver las fotos del cometa desde el espacio.

—Siga recto y encontrará una. ¿Quiere darnos su nombre y dirección?

Tim sacó una tarjeta y se la entregó al policía. Luego echó a andar rápidamente hacia el cruce.

Eileen tenía una vista excelente a través del escaparate. Estaba sentada al lado de Joe Corrigan, tomando café. Era evidente que su arquitecto no iba a poder llegar debido al atasco de tráfico. Jefe y empleada habían acercado al escaparate grandes sillas cromadas y la mesita de centro, y se entretenían contemplando a toda aquella gente airada.

La causa de aquel lío estaba al otro lado de la calle, en diagonal. Veinte o treinta hombres y mujeres con túnicas blancas, no todas ellas sábanas de cama, se habían encadenado de un lado a otro de Alameda, a farolas o postes telefónicos, y entonaban himnos. La calidad de sus canciones había sido bastante buena durante un rato, pero la policía se llevó pronto a su líder de barbas blancas, y ahora sonaban discordantes.

A cada lado de la cadena humana una infinita variedad de automóviles estaban amontonados como sardinas en lata. Viejas rancheras Ford para cargar las compras; Mercedes con chofer que transportaban estrellas o ejecutivos de los estudios; camionetas y remolques para acampar, nuevos coches japoneses de importación, Chevrolets y Plymouths, todos juntos e inmóviles. Algunos conductores aún trataban de salir, pero la mayor parte se habían resignado. Una horda de predicadores con túnica andaba entre el enjambre de vehículos. Se detenían para hablar con cada conductor y rezaban. Algunos conductores les gritaban. Unos pocos escuchaban. Uno o dos incluso bajaron de sus coches y se arrodillaron para rezar.

—Es todo un espectáculo, ¿eh? —dijo Corrigan—. ¿Por qué diablos no eligieron algún otro lugar?

—¿Con la cadena de la NBC casi al lado? Si el cometa pasa de largo sin hacer ningún daño, se jactarán de haber salvado al mundo. ¿No ha visto a ninguno de esos locos que salen por la televisión desde hace años?

Corrigan asintió.

—Parece como si esta vez fuera su gran ocasión. Mira, ya llegan las cámaras de televisión.

Cuando vieron a los chicos de la tele, los predicadores redoblaron sus esfuerzos. El himno se detuvo un momento y empezó de nuevo: «Dios mío, estoy más cerca de Ti.» Los predicadores tenían que hablar rápido, y a veces se interrumpían a mitad de frase para evitar a la policía. Los uniformes azules iban a la caza de las túnicas blancas mientras sonaban las bocinas de los coches y se oían los gritos de los conductores.

—Será un día memorable —dijo Corrigan.

—Les va a costar despejar todo esto.

—Sí.

Desde luego, el atasco de tráfico tardaría mucho en resolverse. Demasiados coches habían sido abandonados. Muchas personas se movían entre los coches, con camisas deportivas estampadas o trajes de franela gris que destacaban entre las túnicas blancas y los uniformes azules. Algunos conductores iban con ropas de trabajo. Muchos sentían tentaciones de cometer un asesinato. Otras habían cerrado sus coches e ido en busca de una cafetería. El supermercado cercano estaba vendiendo grandes cantidades de cerveza. Aun así, mucha gente se apiñaba en las aceras y rezaba.

Entraron dos policías en el establecimiento. Eileen y Corrigan les saludaron. Ambos solían patrullar por la vencindad, y el más joven, Eric, a menudo tomaba café con Eileen en una cafetería cercana. A Eileen le recordaba su hermano menor.

—¿Tienen unas tijeras para cortar hierro? —preguntó el inspector Harris, yendo al grano de inmediato—. Tenemos un trabajo pesado.

—Creo que sí —dijo Corrigan. Cogió un teléfono y oprimió un botón. Esperó, pero no hubo respuesta—. Vaya, el personal del almacén está afuera contemplando el espectáculo. Iré a por ellas.

—¿No tienen llaves? —preguntó Eileen.

—No. —Larsen le sonrió—. Se libraron de ellas antes de venir aquí. —Entonces meneó la cabeza, con preocupación—. Si no logramos que esos locos se vayan en seguida habrá tumultos. No hay forma de protegerlos.

El otro policía soltó un bufido.

—A mí me importa un rábano lo que les pase. Son estúpidos. A veces creo que los estúpidos heredarán la Tierra.

—Desde luego. —Eric Larsen se detuvo ante la ventana y observó a los Guardianes, mientras silbaba distraídamente entre dientes Adelante, soldados cristianos.

Eileen soltó una risita.

—¿En qué piensa, Eric?

—¿Eh? —La miró con expresión tímida.

—El profesor está escribiendo un guión de cine —dijo Harris.

Eric se encogió de hombros.

—De televisión. Imagine a James Garner inmovilizado ahí afuera. Está buscando a un asesino. Uno de los conductores ha salido dispuesto a cometer un crimen. Lo hace, coge una sábana y una cadena, y nosotros llegamos para llevárnoslo antes de que Garner pueda encontrarlo.

—Dios mío —dijo Harris.

—Me ha parecido bastante bueno —dijo Eileen—. ¿Ya quién mata?

—Pues le mata a usted.

—Oh.

—Con el asesinato de la chica de anoche tengo bastante para los próximos veinte años.

Por un momento Eric pareció como si le hubieran dado un golpe en la nuca.

Joe Corrigan regresó con cuatro pares de tijeras para hierro. Los policías le dieron las gracias. Harris garabateó su nombre y número de placa en un papel y entregó dos pares a Eric Larsen. Salieron para distribuir las herramientas a los otros policías, y los uniformes azules avanzaron a lo largo de la cadena, liberando a los de las túnicas blancas y encadenándolos de nuevo con esposas. A empellones, reunieron a los Guardianes en la acera. Algunos se resistieron, pero la mayoría obedecieron sin rechistar.

Corrigan alzó la vista, sorprendido.

—¿Qué era...?

—¿Eh? —Eileen miró vagamente alrededor de la oficina.

—No lo sé.

Corrigan frunció el ceño, tratando de recordar, pero la visión había sido demasiado vaga, como si las nubes se hubieran apartado para revelar el sol durante breves momentos y se hubieran cerrado de nuevo. Pero no había nubes. Era un brillante día de verano, sin nubes.

Era una hermosa casa, bien planeada en la que los dormitorios se extendían como un brazo, partiendo de la enorme sala de estar. Alim Nassor siempre había deseado poseer una chimenea. Podía imaginar las fiestas en una sala como aquella, los hermanos y hermanas chapoteando en la piscina, el rumor de las conversaciones, el olor de marihuana suficiente para hacerle a uno volar aunque no fume, una camioneta descargando innumerables pizzas... Algún día tendría una casa así. De momento, estaba atracando aquella.

Harold y Hannibal juntaban piezas de plata sobre una sábana. Gay estaba buscando la caja fuerte, a su manera particular: de pie en medio de la estancia, miraba lentamente a su alrededor, luego miraba detrás de los cuadros o levantaba la alfombra... Pasaba a otra habitación, se ponía en el medio, miraba alrededor y abría los armarios... Hasta que encontró la caja fuerte empotrada en cemento, bajo la alfombra de un ropero. Sacó el taladro de su estuche.

—Enchufa esto —dijo.

Alim obedeció. Acataba órdenes cuando era necesario.

—Si esta vez no encontramos nada, se acabó buscar las cajas fuertes —ordenó.

Gay hizo un gesto de asentimiento. Habían abierto cuatro cajas fuertes en otras tantas casas, y todas estaban vacías. Parecía como si todo el mundo en Bel Air hubiera depositado sus joyas en bancos o las hubieran llevado consigo.

Alim regresó a la sala de estar para mirar a través de las transparentes cortinas. Era un brillante día de verano, sin nubes, en el que todo permanecía quieto. No había nadie a la vista. La mitad de las familias se habían ido a las colinas, y el resto de los hombres estaban haciendo las cosas que sabían hacer para poseer casas como aquella, y cualquiera que permaneciese en su casa debía estar contemplando la televisión para ver si los locutores habían cometido un error. Aquella clase de personas eran las que temían al cometa. Pero la gente como Alim, o la madre de Alim, que se ganaba la vida fregando suelos y tenía las rodillas destrozadas, o incluso el tendero a quien él le había disparado, aquella gente que tenía algo real que temer, no se preocupaba por la apariencia de una maldita luz en el cielo.

Bien, la calle estaba vacía. Trabajaban sin sudar y recogían un botín considerable. Al diablo con las joyas. Había objetos de plata, cuadros, receptores de televisión que oscilaban entre diminutos y enormes, dos o tres en cada casa. Habían almacenado en el camión un ordenador electrónico doméstico y un gran telescopio, cosas extrañas, difíciles de vender, y media docena de máquinas de escribir. Generalmente recogían también algunas armas, pero esta vez no. Los blancos en desbandada se habían llevado las armas.

—¡Mierda! Eh, hermanos...

Alim fue corriendo, y casi tropezó con Hannibal en la puerta.

Gay había abierto la caja fuerte y estaba sacando bolsas de plástico. Era un material que no podía guardarse en la bóveda acorazada de ningún banco. Tres bolsas de marihuana de primera calidad. Oh, señor Blanco, ¿estaban sus vecinos enterados de esto? Había también pequeñas cantidades de drogas más duras: coca, hashish oscuro y un frasquito que podría contener aceite de hashish, pero no tenía ninguna etiqueta y sería una locura probarlo. Gay, Harols y Hannibal no podían ocultar su alegría. Gay buscó papeles y empezó a preparar un porro.

—¡Basta! —Alim golpeó las manos de Gay, tirando al suelo el papel y la hierba—. ¿Os habéis vuelto locos? ¿Queréis drogaros en medio del trabajo, cuando todavía nos quedan cuatro casas por visitar? ¡Dadme todo eso! ¡Todo! Queréis una fiesta. Muy bien, tendremos una buena fiesta cuando estemos libres en casa.

A los demás no les hizo ninguna gracia la reprimenda, pero entregaron las bolsas a Alim y éste las guardó en los bolsillos de su holgada guerrera. Luego salieron de la casa, cargados con cuatro pesados bultos envueltos en sábanas.

Alim no se lo había llevado todo, pero no importaba. Al menos estarían bien cubiertos hasta que todo aquello pasara.

Alim cogió una radio y un tostador y siguió a los otros. La luz del día le hizo parpadear. Gay estaba en la parte trasera del camión, ajustando el toldo. Harold puso en marcha el motor. Todo iba bien. Alim se detuvo ante la puerta abierta del vehículo y echó un vistazo al camino.

Vio un árbol alto entre el césped que arrojaba dos sombras alargadas. Y un árbol más pequeño también tenía dos sombras. Miró al suelo y vio sus dos sombras, una de ellas moviéndose. Alzó la vista y vio un segundo sol que caía del cielo y se ocultaba tras la colina. Parpadeó. Cerró los ojos con fuerza y vio una intensa luminosidad violeta.

Subió al camión. Mientras bajaban por el sendero conectó la radio.

—Atención, Jackie, atención, Jackie. Maldito hijo de perra, ¡contesta!

—¿Quién es? ¿Alim Nassor?

—Sí. ¿Lo has visto?

—Si he visto, ¿qué?

—El cometa, ¡El Martillo de Dios! Le he visto caer. ¡He visto cómo cruzaba el cielo ardiendo, hasta que se estrelló! Jackie, escucha bien, porque estos cacharros no van a funcionar dentro de un momento. El cometa ha chocado. Todo ha sido verdad, y tenemos que reunimos.

—Alim, debes haber encontrado algo especial. ¿Coca, tal vez?

—Es cierto, Jackie. El mundo ha sido golpeado. Habrá terremotos y mareas inmensas. Llama a todo el mundo y diles que nos encontraremos... en la cabaña cerca de Grapevine. Tenemos que permanecer juntos. No nos ahogaremos porque estamos a mucha altura, pero tenemos que reunimos.

—Alim, esto es una locura. Todavía he de ir a dos casas, hemos recogido un montón de material, ¿y que me dices que ha llegado el fin del mundo?

—¡Llama a alguien, Jackie! ¡Alguien tiene que haberlo visto! Mira, tengo que llamar a los demás mientras todavía funciona la radio.

Alim cerró la comunicación. Todavía estaban en el camino. El rostro de Harold había adquirido un matiz ceniciento.

—Yo también lo he visto. George... Alim, ¿crees que estamos demasiado altos para ahogarnos? No quiero ahogarme.

—Estamos tan altos como es posible. Tenemos que bajar antes de llegar a Grapevine. Muévete, Harols. Tenemos que pasar por la zona baja antes de que llueva demasiado.

Harold aceleró. Alim conectó la radio. ¿Estaban realmente demasiado altos para ahogarse? ¿Había alguien, en alguna parte?

EL MARTES DEL PORTENTO: UNO

Corrí hacia la roca para ocultar mi rostro, pero la roca gritó: ¡No hay lugar para ocultarse! No hay lugar para ocultarse aquí abajo...


Las cumbres de las montañas Santa Mónica eran sitio adecuado para vivir. Las tiendas estaban muy lejos. Trasladarse por carretera constituía una aventura. Los caminos eran casi verticales en algunos puntos. Sin embargo, había muchas casas allí arriba que, desde luego, no eran la consecuencia directa del exceso de población. El exceso de población dio lugar a la formación de las ciudades.

El panorama desde lo alto, el lunes por la noche, era increíble, único. En uno de los lados, Los Angeles se extendía a partir de la falda de la montaña. Al otro lado estaba el valle de San Fernando. De noche las ciudades se convertían en alfombras de luces multicolores que se extendían hasta el infinito. Las autopistas eran ríos de luz moviéndose entre mares luminosos. Parecía como si el mundo entero se hubiera convertido en ciudad.

Pero en las cumbres había también lugares vacíos. Mark, Frank y Joanna dejaron la carretera de Mulholland al caer el sol y subieron sus motocicletas por la falda de una colina. Acamparon en una zona rocosa, desde donde no se veían los automóviles en su interminable ir y venir, a cierta distancia de las casas a ambos lados. Frank Stoner dio una vuelta por la cumbre de la colina, miró las vertientes a ambos lados e hizo un gesto de asentimiento. Allí no se podía construir. Había demasiado peligro de corrimiento de tierras. No es que importara para nada la razón por la que nadie había construido allí una casa, pero a Frank Stoner no le gustaba dejar las preguntas sin respuesta. Regresó al lugar donde Joanna y Mark estaban montando el hornillo portátil.

—Puede que tengamos unos vecinos nerviosos —dijo Frank—. Cenemos mientras hay luz todavía. Cuando oscurezca no encenderemos linternas ni fuegos.

—No veo por qué... —empezó a decir Mark.

Joanna le interrumpió con un tono de impaciencia.

—Mira, estas casas están muy alejadas de la comisaría más próxima. Si se dan cuenta de que hay alguien merodeando cerca de sus casas lo más seguro es que se pongan nerviosos, y no queremos pasar la vigilia del martes del acontecimiento en la comisaría de Malibu.

La muchacha volvió a la lectura de las instrucciones en los paquetes de alimentos congelados que habían llevado consigo. No era una buena cocinera, pero si dejaba que Mark se encargara de la comida, él lo haría a su manera, que podría ser buena o mala, según su estado de ánimo. Si seguía las instrucciones era seguro que prepararía al menos algo comestible, y estaba hambrienta.

Miró a los dos hombres. Frank Stoner era mucho más alto que Mark, un hombre robusto, fuerte, físicamente atractivo. Joanna había tenido antes aquella sensación. Sería muy bueno en la cama.

No era la primera vez que sentía aquello, pero hasta entonces no había pensado que se había equivocado de hombre al unirse a Mark. Aquella idea la dejó perpleja. Vivir con Mark era muy divertido. No sabía si estaba enamorada de Mark, porque no estaba segura de qué era el amor, pero se entendían en la cama y no se enfadaban con frecuencia. ¿Por qué pues aquella súbita atracción por Frank Stoner?

Vació la lata de carne en una cacerola y sonrió, oculta a las miradas de los hombres. Querrían saber qué le hacía sonreír, y ella no quería explicarlo. Si ella misma se preguntaba por qué Frank Stoner le hacía tilín...

Pero la cuestión le tenía preocupada. Joanna había recibido una buena educación, gracias a sus padres de clase media alta. No la utilizaba mucho, pero al menos gracias a aquella educación sentía una considerable curiosidad, sobre todo por la gente, incluida ella misma.

—Esto es casi perfecto —dijo Mark.

Frank hizo un gruñido de desaprobación.

—¿No? ¿Por qué no? —preguntó Mark. El había elegido aquel lugar y estaba orgulloso de su elección.

—Es mejor el desierto Mojave —dijo Frank en tono distraído. Tendió en el suelo su saco de dormir y se sentó sobre él—. Pero está demasiado lejos para ir por nada. Con todo... Estamos sobre una mala capa.

—¿Una capa? —preguntó Joanna.

—Es una capa tectónica —dijo Mark—. Ya sabes, los continentes flotan encima de las rocas fundidas del interior de la tierra.

Frank escuchaba en silencio. No había motivo para corregir a Mark. El Mojave era desde luego un sitio mejor. Se encontraba en la plataforma norteamericana. Los Angeles y la Baja California estaban situadas en otra. Ambas se unían en San Andreas Fault, y si el Martillo golpeaba allí, San Andreas se convertiría en un infierno. Haría que ambas plataformas temblaran, pero en la norteamericana tendría menor repercusión.

De todos modos, sólo se trataba de un ejercicio. Frank había preguntado al JPL, y las probabilidades de que el Martillo chocara con la Tierra eran escasas. Había más peligro en las autopistas. Aquella acampada era un ejercicio de entrenamiento, pero cuando Stoner hacía algo lo hacía bien. Estaba en su naturaleza. Había hecho que Joanna llevara su propia moto, aunque ella prefería montar detrás de Mark. Frank insistió en que llevaran las tres, por si perdían una.

—Todo es por puro entrenamiento —dijo Frank—, pero tal vez el entrenamiento merezca el esfuerzo.

—¿Eh? —Joanna haba encendido el hornillo. Ya empezaba a oscurecer.

—No es inútil estar preparado para el colapso de la civilización —dijo Frank—. La próximo vez no será el Martillo, sino alguna otra cosa. Pero será algo. Lee tus periódicos.

Joanna pensó que aquella era la razón de su interés por Frank. Le hacia reflexionar. Sin duda era más sensato estar unida a Frank Stoner que a Mark Czescu, si llegaba el fin de la civilización.

Y Frank había querido ir al desierto Mojave, pero Mark le convenció para que fueran a otro sitio. Mark no podía admitir del todo que le afectaba la fiebre del Martillo. Parecería estúpido.

Comieron más temprano de lo acostumbrado. Frank insistió en ello. Cuando terminaron, todavía había bastante luz para lavar las cacerolas. Entonces se tendieron sobre sus sacos de dormir, ya casi a oscuras, contemplando cómo la luz se disipaba sobre el Pacífico, hasta que con la noche llegó el frío y se metieron en los sacos. Joanna había llevado su propio saco de dormir. Normalmente, en sus salidas al campo con Mark, unían los dos sacos, pero aquella noche no lo hizo.

La luz desapareció al oeste. Las estrellas aparecieron una a una. Al principio eran sólo estrellas. Luego apareció en el cielo una película luminosa procedente del este, que se mezcló con las luces resplandecientes sobre Los Angeles, luego se hizo más brillante, hasta que hacia medianoche era más brillante que la misma ciudad, tan brillante como una gran aurora boreal. Fue agrandándose y brillando más hasta que sólo se veían unas pocas estrellas a través de la cola del cometa Hamner-Brown que envolvía a la Tierra.

Hablaron para mantenerse despiertos. Los grillos chirriaban a su alrededor. Aquella tarde habían dormido, aunque ni Frank ni Mark se lo dirían a los otros. Eso hubiera sido admitir que ambos estaban en la treintena y lo notaban. Frank contó anécdotas sobre las formas en que el mundo podría terminar. Mark le interrumpía una y otra vez para añadir sus propias opiniones, ampliar detalles o anticiparse a lo que Frank iba a decir.

Joanna escuchaba a los dos con creciente impaciencia. Estaba silenciosa, pensativa. Mark siempre hacía aquello. Nunca la había molestado hasta entonces. ¿Por qué se sentía ahora enojada con él? Todo formaba parte del mismo proceso. ¿Eran instintos femeninos? ¿Se debía a la atracción hacia el hombre más fuerte? Aquello no tenía sentido. Desde luego no formaba parte de su filosofía. Ella era Joanna, una mujer totalmente liberada, su propia persona, con dominio sobre su vida...

El dilema le hizo pensar en otras cosas. Todavía no tenía treinta años, pero no le faltaba mucho, ¿y qué había hecho? ¿Qué estaba haciendo? No podía seguir así, ganando unos pocos dólares cuando Mark estaba sin trabajo, yendo de un lado a otro en una motocicleta. Aquello era muy divertido, pero demonio, debería hacer algo serio, una cosa permanente...

—Apuesto a que puedo colocar las mochilas de tal manera que nadie pueda ver el hornillo —decía Mark—. Jo, ¿quieres hacer café? ¿Me oyes, Jo?

Al alba Frank y Joanna dormían. Mark sonrió como si hubiera ganado un concurso. Disfrutaba mirando el rayar del alba, algo que no podía hacer con frecuencia en los últimos tiempos. El alba de aquel día venía con una luz mágica, la luz del sol débilmente rebajada y transmutada por gases y polvo procedentes del espacio interestelar.

Se le ocurrió que si empezaba en seguida a preparar el desayuno podría llegar a un teléfono antes de que Harvey Randall hubiera salido de su casa. Randall le había invitado para que se uniera al equipo que cubriría las noticias en el martes del acontecimiento, pero Mark había vacilado, y seguía vacilando. Preparó el hornillo y las cacerolas para el desayuno, decidió no despertar a los otros y regresó a su saco de dormir.

Le despertó el olor de tocino frito.

—No has llamado a Harv, ¿eh? —dijo Joanna.

Mark se desperezó estirando los brazos.

—He decidido mirar las noticias en vez de hacerlas. ¿Sabes dónde está ahora el mejor panorama del mundo? Ante un televisor.

Frank le miró con curiosidad. Volvió la cabeza para indicar la altura del sol, pero Mark no le entendió.

—Echa un vistazo al reloj.

¡Eran casi las diez! Joanna se rió al ver la expresión de Mark.

—¡Diablos! Nos lo vamos a perder —se quejó Mark.

—Ahora no tiene sentido que echemos a correr —dijo Frank riendo alegremente—. No te preocupes, mostrarán repeticiones durante todo el día.

—Podríamos llamar a una de las casas —sugirió Mark.

Los otros se rieron de él, y Mark admitió que no tenía reparos para hacerlo. Comieron rápidamente, y Mark sacó una botella de vino y la ofreció a sus compañeros.

—Será mejor que recojamos las cosas y...

Frank se detuvo a mitad de la frase.

Había una luz brillante por encima del Pacífico. Estaba lejos, muy alta, y avanzaba hacia abajo con rapidez. Una luz muy brillante.

Los hombres no hablaron. Se limitaron a mirar. Joanna alzó la vista, alarmada, cuando Frank quedó en silencio. Nunca le había visto asustado por nada, y ella giró en redondo, esperando ver a Charles Manson corriendo hacia ellos y armado de una sierra eléctrica. Miró en la misma dirección que los hombres.

Un pequeño sol de un blanco azulado se hundió rápidamente en el sur, más allá del liso horizonte azul del Pacífico. Dejó una estela ardiendo tras él. En cuanto desapareció, algo parecido a los rayos de un reflector recorrió su trayectoria y subió más alto, por encima del cielo sin nubes.

Pasó uno, dos, tres segundos, sin que ocurriera nada más.

—El portento... —dijo Mark.

Una bola de fuego blanco apareció un instante sobre el borde del mundo.

—El portento. Es real. Todo es real. —Mark parecía a punto de reír—. Tenemos que empezar a movernos...

—Tonterías —dijo Frank, en tono lo bastante firme para atraer la atención de los otros—. No debemos movernos cuando empiecen los terremotos. Vamos a acostarnos, poniéndonos alrededor los sacos de dormir. Ven aquí, Joanna, tiéndete, te sujetaré el saco. Mark, ve un poco más allí.

Luego Frank corrió hacia las motos. Con cuidado, puso a una de lado, tendida en el suelo, apartó a la siguiente y también la tumbó. Se movía con rapidez y decisión. Volvió a por la tercera moto y la apartó.

Vieron brillar tres puntos blancos. Dos de ellos centellearon y desaparecieron... El tercero y más brillante debió haber chocado a lo lejos, en el sudeste. Frank consultó su reloj y contó los segundos. Joanna y Frank estaban a cubierto. Frank cogió su saco y se tendió cerca de ellos. Sacó unas gafas de sol y los otros le imitaron. El abultado saco de dormir hacía que Frank pareciera muy grueso. Las gafas de sol daban a su rostro una expresión impenetrable. Permaneció tendido boca arriba con los brazos detrás de la cabeza.

—Magnífico panorama.

—Sí, a los Guardianes del Cometa les encantará —dijo Mark—. Me pregunto dónde habrá ido Harv. Me alegro de no haberme decidido a ir con él. Aquí podríamos estar seguros, si las montañas aguantan.

—Calla —dijo Joanna—. Calla, calla.

Pero no lo dijo lo bastante alto para hacerse oír. Lo susurró, y su susurro quedó ahogado por el rugido que se acercaba a ellos, y entonces las montañas empezaron a moverse.

El centro de comunicaciones del JPL estaba lleno de gente: periodistas con pases especiales, amigos del director e incluso algunas personas, como Charles Sharps y Dan Forrester, que pertenecían a aquel organismo.

Las pantallas de televisión exhibían las imágenes. La recepción no era muy buena, pues la cola ionizada del cometa trastornaba la atmósfera superior y las imágenes de televisión tendían a disolverse en líneas ondulantes. Sharps pensó que no importaba. A bordo del Apolo efectuarían grabaciones y más tarde las recuperarían. Además se tomarían muchas fotografías a través del telescopio. En la próxima hora se aprendería más sobre los cometas de lo que se había aprendido en los últimos cien mil años.

Era una idea sensata, y Sharps acostumbraba a ser sensato. Ocurría lo mismo con los planetas, con todo el sistema solar. Hasta que los hombres viajaban o enviaban sondas al espacio, todo eran suposiciones acerca de su universo. En cambio, ahora tenían conocimientos ciertos. Y ninguna otra generación haría tantos descubrimientos, puesto que la siguiente generación aprendería de los libros de texto, no directamente del universo. Los niños crecerían con aquellos conocimientos. No sería, pensó Sharps, como en su infancia, cuando no sabían nada. La época en que vivía era emocionante, y a Sharps le encantaba.

Un reloj digital señalaba los segundos. Un panel de vidrio con un mapamundi mostraba la posición actual de la cápsula Apolo.

Sharps recordó que debería decir Apolo-Soyuz y sonrió, porque si uno no hubiera sido lanzado, el otro tampoco lo habría sido. La rivalidad entre soviéticos y norteamericanos aún servía, a veces, para algo, para obligar a la cooperación entre ambos, por lo menos. Lástima que tuvieran problemas con las comunicaciones. En el laboratorio espacial, el «laboratorio del Martillo» como le llamaban familiarmente, se producían pérdidas de energía. No habían previsto aquello, pero deberían haberlo hecho. No pudieron prever que el cometa se acercaría tanto cuando efectuaron el lanzamiento de las cápsulas espaciales.

—¿A qué distancia? —preguntó Sharps.

Forrester alzó la vista de la consola del ordenador.

—Es difícil decirlo. —Pasó los dedos por el teclado, como si tocara el órgano—. Si esa última información no hubiera llegado mutilada lo sabría. El mejor cálculo lo sitúa todavía a mil kilómetros, suponiendo que fuera cierta aquella lectura confusa, y si la que yo envié porque no coincidía con las otras está equivocada. Hay muchos condicionantes.

—Sí.

—Estoy tomando fotos... filtro número treinta y uno... a mano...

Apenas pudieron reconocer la voz de Rick Delanty.

—Uno de tus logros —dijo Dan Forrester.

—¿Mío? ¿Cuál es?

—Conseguir que el primer astronauta negro participara en una misión —dijo Forrester, pero habló distraídamente, porque se estaba fijando en los rasgos ondulantes que aparecían en el osciloscopio. Apretó unos botones y una de las imágenes de televisión mejoró enormemente.

Charlie Sharps miró la nube que se aproximaba. La vio sólo como un conjunto de tonos grises no muy contrastados, pero era evidente que no se movía en sentido lateral. El reloj señalaba inexorable los segundos.

—¿Dónde diablos está el cometa? —preguntó Sharps de repente.

Le oyera o no, Forrester no respondió.

—...trayectoria de los bordes externos del núcleo. Repito, Tierra... externos... imposible... puede chocar...

La voz radiofónica se desvaneció.

—Atención, laboratorio, aquí Houston, no entendemos, utilicen plena potencia y repitan. Repito, no entendemos.

Pasaron más segundos. Entonces, de súbito, las imágenes surgieron en las pantallas de televisión, al principio borrosas, pero luego fueron aclarándose, llenas de color, debido a que el Apolo había utilizado el telescopio principal y la máxima potencia de transmisión.

—Dios mío, ¡se acerca mucho! —exclamó Johnny Baker— Parece como si fuera a chocar...

Las imágenes de las pantallas cambiaron rápidamente mientras Rick Delanty seguía con el telescopio principal la cabeza del cometa. Este fue aumentando de tamaño, aparecieron formas en el torbellino brumoso, formas más grandes, detalles, porciones de roca, chorros de gas. Todo sucedía mientras los espectadores contemplaban la imagen. Esta fue descendiendo hasta que la misma Tierra apareció a la vista.

Y en la Tierra aparecieron puntos brillantes. Durante un largo momento, un momento que pareció prolongarse para siempre, las imágenes permanecieron en la pantalla de televisión: la Tierra con puntos destellantes, de una luz tan brillante que la televisión sólo podía mostrarlos como manchas luminosas y ausencias de detalle.

La imagen permaneció en la mente de Charlie Sharps. Destellos en el Atlántico. Europa salpicada de manchas brillantes por todas partes, con una de gran tamaño en el Mediterráneo. Un punto brillante en el golfo de México. El oeste era invisible para el Apolo, pero Dan Forrester accionaba el ordenador. Suponían que estaban llegando todos los datos disponibles, desde todas las fuentes. Los locutores gritaban. Varios de ellos en distintos canales, de fuentes diferentes, hacían oír sus voces sobre las repentinas interferencias.

—¡Bola de fuego sobre nuestras cabezas! —gritó una voz.

—¿Dónde ha sido eso? —preguntó Forrester, con voz lo bastante alta para imponerse al barullo que reinaba en la sala.

—Flota de recuperación del Apolo —respondieron—, y hemos perdido las comunicaciones con ellos. Las últimas palabras que llegaron a nosotros fueron: «Bola de fuego al sudeste», y luego «Bola de fuego sobre nuestras cabezas». Luego nada.

—Gracias —dijo Forrester.

—Houston, Houston, se ha producido un gran choque en el golfo de México. Repito, gran choque en el golfo de México, a quinientos kilómetros al sudeste de vosotros. Solicitamos el envío de un helicóptero para recoger a nuestras familias.

—Dios mío, ¿cómo puede Baker estar tan tranquilo? —preguntó alguien.

¿Quién sería el estúpido que preguntaba aquello?, se dijo Sharps. Debía ser nuevo en el campo y nunca había oído a los astronautas cuando hay un verdadero problema. Echó una mirada a Forrester. Este asintió.

—El Martillo ha caído —dijo.

Las imágenes desaparecieron de todas las pantallas de televisión, y los altavoces sólo emitieron los ruidos de las interferencias.

Tres mil kilómetros al nordeste de Pasadena, en un agujero forrado de cemento armado a ochenta metros bajo el suelo, el comandante Bennet Rosten tocaba distraídamente la pistola que colgaba de su cadera. Se dio cuenta de su distracción y colocó las manos sobre la consola de control de lanzamiento de los misiles Minuteman. Las mantuvo allí un momento, y luego tocó la llave colgada de una cadena alrededor de su cuello. «Maldita sea, pensó Rosten, el viejo me pone nervioso.»

Rosten tenía justificación para pensar así. La noche anterior había recibido una llamada directa del general Thomas Bambridge, y el comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico no solía dirigirse personalmente a los jefes de brigada al frente de los misiles. El mensaje de Bambridge fue corto. «Quiero que vaya al agujero mañana. Y, para su información, sepa que volaré en el avión especial.»

—Arrea —respondió el comandante Rosten—. Señor... ¿esto significa que ha llegado la hora del gran chupinazo?

—Probablemente no —le dijo Bambridge, y pasó a darle explicaciones, las cuales no fueron muy tranquilizadoras para Rosten. Si los rusos creían en serio que los Estados Unidos estaban ciegos y paralíticos...

Miró a su izquierda. Su ayudante, el capitán Harold Luce, estaba ante una consola idéntica a la de Rosten. Las consolas se encontraban a gran profundidad, rodeadas de cemento armado y acero, y estaban construidas para resistir el impacto cercano de una bomba atómica. Los dos hombres eran necesarios para echar a volar sus pájaros. Ambos tenían que girar llaves y apretar botones, y la secuencia cronométrica estaba dispuesta de tal modo que un hombre no podía hacerlo solo.

El capitán Luce estaba relajado ante su consola, con varios libros desparramados delante de él. Estaba siguiendo un curso de historia del arte oriental por correspondencia. Coleccionar grados universitarios por correspondencia era el pasatiempo habitual de los hombres destinados a los agujeros, ¿pero podía Luce dedicarse a aquello cuando estaban oficiosamente en alerta?

—Oye, Hal... —le llamó Rosten.

—Sí, jefe.

—Tienes que estar alerta.

—Lo estoy. No va a suceder nada, ya verá.

—Espero que no. —Rosten pensó en su esposa y sus cuatro hijos que se hallaban en Missoula. Al principio detestaron la idea de trasladarse a Montana, pero ahora les gustaba aquel estado con una magnífica naturaleza, cielos abiertos y sin los problemas de las grandes ciudades—. Desearía...

Le interrumpió la voz impersonal del altavoz cubierto por tela metálica, en el techo.

—OEG, OEG —dijo la voz—. Ordenes de emergencia de guerra, órdenes de emergencia de guerra. Esto no es un ejercicio. Autentificación 78-43-76854-87902-1735 Zulú. Alerta roja. Están ustedes en situación roja.

Sonaron las sirenas en todo el búnker de cemento armado. El comandante Rosten apenas se dio cuenta de que un sargento bajaba la escalera de acero que conducía a la entrada y cerraba la puerta acorazada de la cámara. El sargento la cerró desde el exterior e hizo girar el disco de combinaciones. Nadie entraría en el agujero a menos que se produjera una explosión. Entonces, tal como ordenaba el reglamento, el sargento empuñó su metralleta y se apostó dando la espalda a la gran puerta de la cámara acorazada. Las líneas de su rostro eran duras y permanecía de pie en una postura rígida, tragándose el tenso nudo del miedo.

En el interior, Rosten había tecleado los números de autentificación en su consola y abierto los sellos de un sobre extraído de su libro de órdenes. Luce hacía las mismas operaciones en su consola.

—Certifico que esta autentificación es verdadera —leyó Luce.

—Bien, inserta —le ordenó Rosten.

Simultáneamente se quitaron las llaves que colgaban de sus cuellos y las introdujeron en las cerraduras pintadas de rojo de sus consolas. Una vez insertas, y tras darles un primer giro, las llaves no podían retirarse sin otras llaves que ni Luce ni Rosten tenían. Era el procedimiento del Mando Aéreo Estratégico...

—Contando —dijo Rosten—. Uno, dos.

Dieron otros dos giros a las llaves y esperaron. Aún no era el momento de hacerlas girar más.

Era media mañana en California y la caída de la tarde en las islas griegas. Los últimos rayos del sol se habían desvanecido cuando dos hombres alcanzaron la cima del macizo de granito. Al este apareció una primera estrella. Muy por debajo de los dos hombres, unos campesinos griegos conducían asnos sobrecargados a través de un laberinto de muros bajos de piedra y viñedos.

La ciudad de Akrotira se extendía entre dos luces. Era una ciudad llena de incongruencias: casas con paredes de barro pintadas de blanco que podrían haber sido construidas hace diez siglos, la fortaleza veneciana en lo alto de una colina, la escuela moderna cerca de la antigua iglesia bizantina, y, por debajo, el campo donde Willis y MacDonald estaban poniendo al descubierto restos de la Atlántida. El lugar era casi invisible desde lo alto de la colina. Al oeste parpadeó una estrella, se encendió y apagó al instante. Luego otra hizo lo mismo.

—Ha empezado —dijo McDonald.

Jadeando, Alexander Willis se acomodó en la roca. Estaba un poco irritado. Aquella ascensión de una hora le había dejado sin aliento, aunque tenía veinticuatro años y se consideraba en buena forma física. Pero MacDonald le había precedido durante todo el camino, ayudándole a subir a la cima, y aquel hombre, cuyos cabellos pelirrojos habían retrocedido para exponer la mayor parte de su cráneo bronceado, ni siquiera tenía el aliento entrecortado. MacDonald se había ganado a pulso su fuerza, pues los arqueólogos trabajan más duro que los cavadores de zanjas.

Los dos hombres se sentaron con las piernas cruzadas, mirando al oeste, contemplando los meteoros.

Se encontraban a noventa metros por encima del nivel del mar, en el punto más alto de la extraña isla de Thera. Aquella protuberancia granítica había recibido muchos nombres por parte de una docena de civilizaciones, y había sobrevivido a numerosos cataclismos. Ahora era conocida como monte del profeta Elias.

Las aguas de la bahía al pie del promontorio destacaron de la oscuridad. Era una bahía circular, rodeada por altos acantilados, la caldera de una explosión volcánica que destruyó dos tercios de la isla, acabó con el imperio minoico y creó las leyendas de la Atlántida. Ahora una nueva isla, de aspecto sombrío y árido, se alzaba en el centro de la bahía. Los griegos la llamaban la Nueva Tierra Quemada, y los isleños sabían que algún día también estallaría, como Thera lo había hecho tantas veces antes.

Rojas estelas se reflejaban en la bahía. En el cielo ardía algo blanco azulado. Al oeste se desvaneció el resplandor dorado, pero no le sustituyó el negro sino un extraño brillo verde y anaranjado, de consistencia casi sólida, como un telón de fondo para los meteoros. Una vez más, Faetón conducía el carro del sol...

¡Los meteoros llegaban cada pocos segundos! Esquirlas de hielo entraban en la atmósfera y ardían con un resplandor. Las bolas de nieve trazaban estelas de un blanco verdoso. La Tierra se encontraba muy dentro del coma del Hamner-Brown.

—Curiosa distracción para nosotros —dijo Willis.

—¿Contemplar el cielo? Siempre me ha gustado —confesó MacDonald—. No me imaginas excavando en Nueva York, ¿verdad? Los lugares desiertos, donde el aire es claro, donde los hombres han observado las estrellas durante diez mil años, ahí es donde encuentras las civilizaciones antiguas. Pero jamás he visto un cielo como este.

—Me pregunto cuál sería su aspecto después de lo que... ya sabes.

MacDonald se encogió de hombros, con un gesto apenas perceptible en la semioscuridad.

—Platón no lo describe. Pero los hititas dicen que un dios de piedra surgió del mar para desafiar al cielo. Tal vez vieron la nube. También hay ciertos pasajes en la Biblia que podrían considerarse como relatos de testigos presenciales, pero desde una larga distancia. Nadie querría estar cerca de Thera cuando estalló.

Willis no respondió. No era de extrañar. Una gran luz verdosa cruzó ardiendo el cielo, hacia arriba, y duró unos segundos antes de que estallase y se extinguiera. Willis miró hacia el este. Una exclamación se quedó insonora en sus labios.

—¡Mac! ¡Vuélvete!

MacDonald se volvió.

El cielo apelmazado se alzó como un telón, permitiendo la vista por debajo del borde, perfectamente recto, a pocos grados por encima del horizonte. Encima estaba el brillo verde y anaranjado del coma del cometa. Debajo, la negrura en la que brillaban las estrellas.

—La sombra de la Tierra —dijo MacDonald—. Una sombra arrojada a través del coma. Ojalá mi mujer hubiera vivido para ver esto, sólo un año más...

Una gran luz brilló detrás de ellos. Willis se volvió. La luz se hundió lentamente... Era demasiado brillante para mirarla, cegadora, engullía el fondo... Willis la miró fijamente. ¿Qué era aquello? Se hundía, y desapareció.

—Espero que hayas apartado la vista —dijo MacDonald.

Willis no veía nada. Parpadeó inútilmente.

—Creo que estoy ciego —dijo. Tendió un brazo, palpó piedra y buscó la seguridad de una mano humana.

—No creo que importe —dijo en voz baja MacDonald.

Willis sintió un acceso de ira, pero se apaciguó en seguida. Supo al instante lo que quería decir. MacDonald le cogió de las muñecas y se las colocó alrededor de una roca.

—Agárrate fuerte a esta piedra. Te diré lo que veo.

—De acuerdo.

MacDonald habló apresuradamente.

—Cuando la luz se apagó, abrí los ojos. Por un momento creí ver algo así como un rayo violeta que iba hacia el cielo, pero desapareció. Surgió después desde detrás del horizonte. Aún nos queda algún tiempo.

—Thera es una isla que trae mala suerte —dijo Willis. No podía ver nada, ni siquiera la oscuridad.

—¿No te has preguntado alguna vez por qué siguen construyendo aquí? Algunas de las casas tienen centenares de años. Se producen erupciones con intervalos de pocos siglos. Pero ellos siempre regresan. Por eso, lo que estamos haciendo Alex, puedo ver la ola de la marea. A cada segundo que pasa es mayor. No sé si llegará a esta altura o no, pero de todos modos agárrate fuerte para resistir la onda expansiva del aire.

—Primero habrá un temblor de tierra. Supongo que éste es el fin de la civilización griega.

—Supongo que sí. Y una nueva leyenda de la Atlántida, si alguien vive para contarlo El telón aún se está alzando.

Al oeste hay estelas del núcleo, al este la sombra negra de la Tierra, meteoros por todas partes... —La voz de MacDonald se extinguió.

—¿Qué sucede?

—Cerré los ojos, pero ¡fue al noreste! ¡Y enorme!

—Greg, ¿quién llamó a esto el monte del profeta Elias? Es condenadamente apropiado.

El suelo tembló, la onda avanzó desde las entrañas de Thera, a través del canal magmático que el lecho marino había cubierto treinta y cinco siglos antes. Willis notó que la roca se retorcía entre sus brazos. Entonces Thera estalló. Una onda expansiva de vapor ardiente mezclado con lava arrebató a Willis y le mató al instante. Segundos más tarde el maremoto avanzó a través de la herida anaranjada.

Nadie viviría para contar la segunda explosión de Thera.

Mabel Hawker barajó sus cartas y sonrió para sus adentros. Veinte puntos. Tenía una buena mano. Su compañera, lamentablemente, no la tenía. Por la manera como Bea Anderson apostaba, habría en juego un centenar de dólares cuando el aparato aterrizara en el aeropuerto Kennedy.

El Boeing 747 sobrevolaba Nueva Jersey en su descenso hacia Nueva York. Mabel, Chet y los Anderson estaban sentados a una mesa en el departamento de primera clase, demasiado alejados de las ventanillas para ver algo. Mabel sentía que el juego de bridge le impidiera ver Nueva York, desde el aire. Nunca lo había visto, pero no quería que los Anderson lo supieran.

Los resplandores externos volvieron a iluminar las ventanillas.

—Tú apuestas, May —dijo Chet.

Los pasajeros que ocupaban los asientos junto a las ventanillas estiraban el cuello para ver mejor. Las voces se entremezclaban en el compartimiento, y Mabel notaba el miedo que se agazapa en la mente de todo pasajero.

—Lo siendo —dijo—. Dos diamantes.

—Cuatro corazones —dijo Bea Anderson, y Mabel dio un respingo.

Se oyó el suave sonido de un timbre y se encendió el letrero: «Abróchense los cinturones».

—Soy el comandante Ferrar —dijo una voz amistosa—. No sabemos qué ha sido ese resplandor, pero les pedimos que se abrochen los cinturones por si acaso. Sea lo que fuere, lo hemos dejado muy atrás.

La voz del piloto era muy tranquila y reconfortante. ¿Habría hecho Bea una declaración más alta de lo necesario? Oh, Dios, ¿sabía acaso lo que significaba una apertura con dos diamantes? Ahora tendría que jugar al alza...

Se produjo un ruido, como si algo muy grande fuera partido en dos lentamente. De repente el avión empezó a avanzar con dificultades, agitándose.

Mabel había leído que los viajeros experimentados mantenían sus cinturones abrochados holgadamente durante todo el viaje, y ella lo había hecho. Pero ahora se desabrochó el cinturón, dejó las cartas de cara abajo y se precipitó hacia un par de asientos vacíos junto a una ventanilla.

—Madre, ¿por qué haces eso? —le preguntó Chet. Mabel hizo una mueca. Le disgustaba que le llamaran «madre». Era una expresión de palurdo. Se tendió sobre los asientos y miró afuera.

El gran aparato cabeceó, mientras los pilotos trataban de compensar un súbito viento de cola que se movía casi a la misma velocidad que el avión. Las alas perdieron su capacidad de sustentación. El Boeing 747 cayó como una hoja, derrapando, bamboleándose, mientras los pilotos luchaban por dominarlo.

Mabel vio la ciudad de Nueva York a lo lejos. Allí estaba el Empire State Building, la estatua de la Libertad, el World Trade Center, tal como ella los había imaginado, pero emergiendo en un paisaje con una inclinación de cuarenta y cinco grados. En algún lugar su hija estaría en camino hacia el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy para recibir a sus padres y presentarles al muchacho con el que iba a casarse... Los alerones se deslizaban en el borde posterior del ala. El avión se bamboleó y vibró, y las cartas de Mabel volaron como mariposas asustadas. Sintió que el avión se alzaba, saliendo del picado.

Muy por encima corrían negras nubes como una cortina a través del cielo, más rápidas que el avión, centelleando con relámpagos a medida que se movían. Rayos por todas partes. Uno de ellos cayó sobre la estatua de la Libertad y fue absorbido por la antorcha que sostenía en su brazo la gran dama. Entonces, un rayo alcanzó al avión.

Pasado Ocean Boulevard había un risco, a cuyo pie se extendía la autopista costera del Pacífico. Más allá estaba el mar. En el borde del risco, un hombre con barba contemplaba el horizonte. Su expresión era de inefable felicidad.

La luz había brillado sólo uno o dos segundos, pero fue cegadora. Dejó en el campo visual del hombre barbudo la imagen de un globo azul. Un resplandor rojizo... extraños efectos luminosos que trazaban una columna vertical... Se volvió con una sonrisa de felicidad.

—¡Rezad! —gritó—. ¡El Día del Juicio ha llegado!

Una docena de transeúntes se detuvieron para mirarle. La mayoría no le hicieron caso, aunque su figura era impresionante, con los ojos brillantes y la espesa barba negra con dos mechones de un blanco níveo en la barbilla. Pero uno de los transeúntes se dirigió a él.

—Si no bajas de ahí será tu Día del Juicio. Va a producir. se un terremoto.

El hombre barbudo apartó la vista. El que le había interpelado, un negro muy bien vestido, le habló de nuevo en un tono más apremiante.

—Si estás en el risco cuando se venga abajo, te perderás la mayor parte del Día del Juicio. ¡Vamos, baja de ahí!

El de la barba hizo un gesto de asentimiento y bajó para unirse al otro en la acera.

—Gracias, hermano.

La tierra tembló y gruñó. El hombre barbudo. Vio que el transeúnte del traje marrón se arrodillaba y le imitó. La tierra se agitó y se desprendieron algunas piedras del risco. Habrían aplastado al hombre barbudo si éste hubiese permanecido donde estaba.

—Porque El viene —gritó el hombre barbudo—. Porque El viene para juzgar a la Tierra...

El otro se unió al salmo:

—...y con justicia para juzgar al mundo y a los pueblos con Su verdad.

Otros transeúntes se unieron a ellos. La tierra en movimiento se combó y onduló.

—Gloria al Padre y al...

Una intensa y repentina sacudida los arrojó al suelo. Volvieron a ponerse de rodillas. Cuando se detuvo el temblor del suelo, algunos de los que se habían unido al grupo echaron a correr, en busca de coches para huir tierra adentro...

—Oh, Cielos, glorificad al Señor —gritó el hombre barbudo. Los que se habían quedado se unieron al cántico. Las respuestas eran fáciles de aprender, y el hombre de la barba sabía todos los versículos.

En las aguas del océano se veían practicantes de surf. Habían flotado mientras duraron las violentas sacudidas. Ahora eran invisibles bajo una densa cortina de lluvia salada. Muchos de los que se habían unido al grupo del hombre barbudo huyeron y desaparecieron bajo aquella lluvia, pero él siguió orando, y se unieron a él otras personas que salieron de las casas vecinas.

—Oh, mares y corrientes, alabad al Señor, elogiadle y glorificadle para siempre.

La lluvia era torrencial, pero delante del hombre de la barba y su rebaño, una rara combinación de vientos despejaba un espacio que permitía ver el risco y la playa desierta. Las aguas retrocedían, espumeantes, dejando sobre las arenas mojadas por la lluvia pequeños objetos flotantes.

—Oh, vosotras, ballenas, y todo cuanto se mueve en las aguas, alabad al Señor...

El cántico finalizó. El grupo se arrodilló bajo la intensa lluvia y los relámpagos. El hombre de la barba creyó ver, a lo lejos, a través de la lluvia y más allá de las aguas que retrocedían, en el horizonte, que el océano se alzaba en una especie de joroba, un muro vertical al otro lado del mundo.

—Sálvanos, oh Dios —gritó el hombre de la barba— pues llegan las aguas, incluso hasta mi alma. —Los demás no sabían el salmo, pero escuchaban en silencio. Un siniestro fragor llegó desde el océano—. Me he hundido en cieno profundo, donde el pie no toca fondo. He entrado en aguas muy hondas, y una caudalosa corriente me ha arrollado. —El hombre barbudo pensó entonces que el resto del salmo no era nada apropiado, y empezó de nuevo—: El Señor es mi pastor. No padeceré miseria.

El agua avanzaba velozmente. El grupo terminó el salmo. Una de las mujeres se puso de pie.

—Reza ahora —le dijo el hombre barbudo.

El ruido del mar ahogó el resto de sus palabras, y una cortina de lluvia cayó sobre ellos, una lluvia cálida que ocultaba el mar y las olas. Luego apareció un inmenso muro de agua que superaba en altura al más alto de los edificios, un destructivo monstruo acuático, espumeante, gris y blanco en la base, alzándose como un telón verde. El hombre barbudo vio un objeto diminuto que se movía sobre la superficie del agua. Luego el muro le engulló a él y a su rebaño.

Gil descansaba boca abajo sobre la tabla, entretenido en pensamientos ociosos, esperando con los demás que llegara la gran ola. El agua chapoteaba bajo su vientre. El sol le quemaba la espalda. Otros practicantes de surf se mecían en una hilera a ambos lados de él.

Janine le miró, sonriente, con una sonrisa llena de promesas y recuerdos. Su marido estaría tres días más fuera de la ciudad. Gil le devolvió la sonrisa sin decir nada. Esperaba una ola. Sabía que el oleaje no era muy bueno en la playa de Santa Mónica, pero el apartamento de Janine estaba cerca y ya vendrían días mejores para practicar su deporte favorito.

Las casas y apartamentos situados en el risco parecían subir y bajar. Parecían nuevos, no como las casas de la playa de Malibu, que siempre parecían más viejas de lo que eran. Pero incluso allí se notaban las señales del tiempo. La entropía avanzaba veloz en la línea entre el mar y la tierra. Gil era joven, como todos los hombres que esperaban sobre sus tablas de surf aquella hermosa mañana. Tenía diecisiete, años, estaba bronceado por el sol y sus largos cabellos eran de un rubio casi blanco. Los músculos de su abdomen parecían las placas inconexas de un armadillo. Estaba contento de parecer mayor de lo que era. No había tenido que pagar por un lugar donde cobijarse o por comida desde que su padre le echó de casa. Siempre había mujeres mayores dispuestas a echarle una mano.

El marido de Janine le inspiraba una vaga simpatía. El no suponía una amenaza para el hombre. No quería nada permanente. Janine podría haberse encaprichado de algún tipo que fuera con ella por su dinero y no estuviera dispuesto a perderla...

Un brillo repentino le hizo entrecerrar los ojos. Los reflejos de las olas eran algo corriente. Cuando cesó el resplandor, volvió a abrir los ojos para ver si se acercaba una ola. Vio una gran nube que se elevaba más allá del horizonte. La contempló, entornando los ojos, queriendo creer que...

—Viene una ola grande —dijo, poniéndose de rodillas sobre la tabla.

—¿Por dónde? —preguntó su amigo Corey.

—Ya lo verás.

Hizo girar su tabla y, utilizando sus largos brazos como remos, la dirigió mar adentro, inclinándose hasta que su mejilla casi tocaba la tabla. Estaba asustado, pero nadie lo sabría jamás.

—¡Espérame! —le gritó Janine.

Gil siguió remando. Otros le siguieron, pero sólo los más fuertes podían seguir su ritmo. Corey llegó a su altura.

—¡He visto la bola de fuego! —exclamó jadeando por el esfuerzo—. ¡Es el martillo de Lucifer! ¡Va a producirse una oleada!

Gil no respondió. No era la mejor ocasión para ponerse a hablar, pero los otros parloteaban entre ellos, y Gil remó con más fuerza dejándolos atrás. Un hombre debía estar solo en un momento así. Empezaba a enfrentarse al hecho de la muerte.

Empezó a llover, y él siguió remando. Miró atrás y vio que las casas y el risco retrocedían, quedaban a más altura, y aparecía una enorme extensión de nueva playa húmeda y brillante. Los relámpagos relucían en las colinas por encima de Malibu.

Las colinas habían cambiado. Los ordenados edificios de Santa Mónica se habían derrumbado. El horizonte ascendió.

La muerte era inevitable. ¿Qué podía hacer? Afrontarla con estilo. No quedaba otra alternativa. Gil siguió remando sobre las aguas que retrocedían, hasta que cesó el movimiento. Se había alejado mucho. Giró su tabla y esperó. Se acercaron otros que también esperaron bajo la intensa lluvia. Tal vez hablaban, pero Gil no podía oírlos. Tras él había un tremendo fragor. Gil aguardó un instante más y luego remó con todas sus fuerzas.

Se deslizó por el gran muro verde mientras las aguas se elevaban. Apoyado en rodillas y codos, notó que la sangre se agolpaba en su rostro, le presionaba los ojos, empezaba a brotarle por la nariz. La presión se hizo enorme, insoportable, pero pronto se suavizó. Aprovechando la velocidad que había adquirido, Gil giró la tabla y se deslizó hacia abajo y lateralmente a lo largo de la pared casi vertical, manteniendo el equilibrio sobre las rodillas...

Se levantó. Necesitaba más ángulo. Si pudiera llegar a la cima de la ola la rebasaría, podría librarse de su acometida.

Los ocupantes de otras tablas también las habían girado. Gil los vio delante de él, por encima y por debajo en la pared verde. Corey seguía una dirección equivocada. Gil le vio pasar a sus pies. Avanzaba a una velocidad endiablada y parecía aterrado.

Se acercaron al risco, que ahora quedaba por debajo de ellos. La casa de la playa y el embarcadero de Santa Mónica, con su tiovivo y todos los yates anclados en la vecindad desaparecieron bajo las aguas. Pudieron ver calles y automóviles. Gil atisbo un instante a un hombre barbudo arrodillado junto con otros. Luego las aguas los engulleron. La base del muro era un infierno de espuma blanca que arrastraba cascotes, cuerpos humanos y coches.

Pasó por encima de Santa Mónica Boulevard. La ola gigantesca barrió el Mall, añadiendo al espumoso caos de su base los restos de tiendas, personas, árboles en macetas y bicicletas. Cada vez que la ola arrollaba un edificio, Gil se agachaba para resistir los efectos del choque. La tabla golpeaba contra sus pies, y estuvo a punto de perderla. Vio que las aguas se tragaban a Tommy Schumacher, cuya tabla rebotaba y giraba locamente. Ya sólo quedaban dos tablas.

La cresta espumosa de la ola estaba muy lejos, y la revuelta base demasiado cerca. Gil notaba que sus piernas exhaustas ya casi no podían sostenerle. Vio una tabla vacía delante de él. ¿Quién era? No importaba. En seguida desapareció en el caos. Gil echó un rápido vistazo atrás. No había nadie. Estaba solo sobre la ola definitiva.

¡Oh, Dios, si viviera para contar aquello, qué película podría hacerse! Más espectacular que El verano interminable, más que El gigante en llamas. ¡Una película de surf que requeriría millones en efectos especiales! Si sus piernas le sostuvieran... Ya había conseguido un récord mundial, pues debía estar por lo menos a un kilómetro y medio tierra adentro, y nadie había corrido esa distancia sobre una ola. Pero la cresta espumosa y ondulante estaba muy alta, y los apartamentos Barrington, con su altura de treinta pisos, se acercaban a él, como un enorme matamoscas.


Lo que fue un cometa es ahora un pobre resto, unos puñados de rocas volantes y fragmentos de hielo sucio. El campo gravitatorio de la Tierra los ha esparcido por él cielo. Todavía pueden alcanzar el halo, pero jamás podrán reagruparse.

A uno y otro lado de la Tierra se han abierto cráteres ardientes. Los impactos en el mar brillan tanto como los de la tierra, pero los marinos se están empequeñeciendo. Muros de agua se ciernen a su alrededor, inclinando sus bordes hacia dentro.

Alrededor del impacto en el Pacífico, las aguas se ciernen a casi tres kilómetros de altura. Sus bordes bullen frenéticamente. La presión del vapor ardiente en expansión impide que avancen los muros de agua.

El vapor caliente asciende en una columna clara como cristal, transportando sal de agua marina vaporizada, cieno del fondo marino y rocas de la porción de cometa caída que se han vuelto a condensar. Cuando llega a los límites de la atmósfera terrestre empieza a extenderse, formando un creciente remolino.

Los megatones de vapor ardiente empiezan a enfriarse. El agua se condensa primero alrededor del polvo y las partículas mayores. Las porciones de barro más pesadas no siguen este esquema. Algunas se unen en su caída, todavía calientes. En el aire más seco de abajo se evapora un poco de agua.

LA CAÍDA DEL MARTILLO: DOS

¡Oh, pecador! ¿Adonde huirás?

¿Adonde irás cuando llegue ese día?


La tienda de electrodomésticos estaba cerrada, y un letrero en la puerta indicaba que no abriría hasta dentro de una hora. Tim Hamner buscó un bar, una barbería, cualquier lugar donde pudiera haber un televisor, pero no vio nada.

Por un instante pensó en tomar un taxi, pero era inútil. Los taxis de Los Angeles no circulaban con el «libre» puesto, sino que era preciso llamarlos por teléfono. Y podrían pasar horas antes de que acudiera uno. No, Tim no podría ir al JPL, ¡y el núcleo del Hamner-Brown debía estar pasando en aquel momento! Los astronautas lo verían todo y enviarían sus películas a la Tierra, pero Tim Hamner no vería nada.

La policía se había llevado algunos de los Guardianes del Cometa, pero aquello no había ejercido ningún efecto sobre el atasco de tráfico. Había demasiados coches abandonados.

Mientras se preguntaba qué podría hacer, vio una luz parecida al de un flash fotográfico. Tim parpadeó. ¿Qué había visto exactamente? Hacia el sur no había más que las colinas verdes y marrones de Griffith Park y dos jinetes que cabalgaban por la pista.

Tim frunció el ceño y se dirigió, caviloso, hacia su automóvil. Este tenía teléfono y Tim podría llamar a un taxi. Dos guardianes con túnicas blancas se le acercaron. Tim les esquivó, y ellos detuvieron a otro transeúnte.

—¡Reza, oh pueblo! Ha llegado la hora pero todavía no es demasiado tarde...

El ruido de los cláxones y los gritos de cólera habían alcanzado un crescendo cuando Tim llegó a su coche.

Entonces la tierra se movió. El primer movimiento fue repentino e intenso; los que siguieron fueron más suaves. Los edificios temblaron. En algún lugar cercano se rompió el vidrio de un escaparate. Se oyeron más ruidos de vidrios que se rompían. Tim podía oírlos porque los cláxones de los coches habían enmudecido de repente. Era como si todo el mundo se hubiera quedado congelado en su sitio. Algunas personas salieron del supermercado. Otras permanecían de pie en los umbrales, dispuestas a salir si los temblores continuaban.

Sonaron de nuevo los cláxones. La gente se lamentaba y gritaba. Tim abrió la portezuela del coche y cogió el radioteléfono.

La tierra tembló de nuevo. Se oyeron más ruidos de cristales, el grito de alguien. Luego, una vez más, se hizo el silencio. Una bandada de cuervos salió del jardincillo junto a los estudios Disney. Las aves chillaron a la gente, pero nadie les prestó atención. Pasaron unos segundos, y los cláxones empezaban a sonar de nuevo cuando Tim fue arrojado violentamente al suelo de asfalto del aparcamiento.

Esta vez los temblores no cesaron. El suelo se agitó y onduló una y otra vez, y cada vez que Tim trataba de levantarse era derribado de nuevo. Parecía como si el terremoto no fuera a cesar jamás.

Eileen había sido derribada al suelo con la silla en la que se sentaba, y un montón de catálogos había caído sobre ella. Le dolía la cabeza y tenía la falda levantada hasta las caderas.

Apartó la silla, lenta y cuidadosamente, porque el suelo estaba lleno de cristales rotos, y se bajó la falda. Tenía las medias destrozadas y una mancha de sangre en la pantorrilla.

Se miró la pierna, temerosa de tocar la herida, hasta que se aseguró de que no brotaba más sangre.

La oficina era un caos. Catálogos, el vidrio de la mesita de café hecha añicos, los estantes caídos y los restos del gran vidrio del escaparate. Movió vigorosamente la cabeza. Se le ocurrían pensamientos absurdos. ¿Cómo podía tener tanto vidrio el escaparate? Luego, a medida que sus ideas se aclaraban, se dio cuenta de que todos aquellos estantes con sus libros no la habían alcanzado al caer. Se apoyó en la mesa de la recepcionista, con una sensación de vértigo.

Entonces vio a Joe Corrigan.

El vidrio del escaparate había caído hacia el interior, y Corrigan se había sentado junto a él. Estaba rodeado de fragmentos de vidrio. Eileen se acercó tambaleándose y se arrodilló. Un fragmento de vidrio le hizo un corte en la rodilla. Un pedazo de vidrio, afilado como una punta de lanza, había atravesado la mejilla de Corrigan, hundiéndose profundamente en su garganta. La sangre se había acumulado bajo la herida, pero ya no manaba más. Tenía los ojos y la boca completamente abiertos.

Eileen extrajo la astilla hundida en la garganta de Corrigan y cubrió la herida con la mano. Le sorprendió que ya no sangrara, y se preguntó qué podría hacer. En la calle estaban los policías, y alguno de ellos sabría qué medidas había que adoptar. Aspiró hondo y se dispuso a gritar. Entonces escuchó.

Se oían los gritos y lamentos de muchas personas. Los ruidos del exterior eran caóticos. Parecía como si los edificios todavía se estuvieran derrumbando. En medio del griterío destacaban los cláxones de algunos automóviles, que sonaban entrecortados, como los estertores de una agonía mecánica. Nadie oiría la llamada de socorro de Eileen.

Miró de nuevo a Corrigan. Le buscó el pulso inútilmente. Probó en el otro lado del cuello. Tampoco allí tenía pulso. Cogió un poco de pelusa de la alfombra y la acercó a las narices del hombre. La pelusa permaneció inmóvil. Eileen pensó que aquello era absurdo. ¡La herida del cuello no podía haberle matado de un modo tan fulminante! Pero lo cierto era que estaba muerto. Se preguntó si le habría dado un ataque al corazón.

Eileen se levantó lentamente. Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Eran saladas y sabían a polvo. Con gestos automáticos se pasó la mano por el cabello y se limpió la falda antes de salir a la calle. Sintió deseos repentinos de echarse a reír, pero se contuvo. Si empezaba a hacerlo, no podría detenerse.

Llegaban más ruidos del exterior. Eran unos ruidos temibles, pero tenía que salir. Afuera estaba la policía, y entre ellos Eric Larsen. Empezó a llamarle, pero entonces vio lo que sucedía y permaneció quieta junto al umbral de la puerta destrozada.

El patrullero Eric Larsen era de Kansas. Para él, un terremoto era algo totalmente desorientador y aterrador. Sentía impulsos de correr en círculos, agitando los brazos y graznando. Ni siquiera podía ponerse de pie. Cada vez que lo intentaba, caía al suelo, y al final decidió quedarse donde estaba. Apoyó la cabeza en los brazos y cerró los ojos. Trató de pensar en el guión de televisión que escribiría cuando todo aquello hubiera terminado, pero no pudo concentrarse.

Se oyeron ruidos. La tierra gruñó como un toro encolerizado. Larsen reparó en que aquella era una imagen poética. Debía haberla oído en alguna parte. El suelo se movió, derribando coches y edificios, y por todas partes la gente gritaba. Unos lo hacían con miedo, otros con rabia y otros se limitaban a gritar.

Finalmente el suelo dejó de moverse. Eric Larsen abrió los ojos.

El mundo estaba patas arriba. Los edificios estaban derruidos o inclinados, los coches convertidos en chatarra, la calzada de la calle abombada y cuarteada. El suelo del aparcamiento era un rompecabezas de asfalto con las piezas colocadas en ángulos imposibles. Al otro lado de la calle, el Supermercado se había derrumbado, y algunas personas salían andando penosamente entre los escombros. Eric siguió esperando, dispuesto a imitar lo que hicieran los naturales de la región. En Kansas había tornados, en California terremotos. Los naturales sabrían qué hacer.

Pero no parecían saberlo. Los pocos que quedaban permanecían de pie, parpadeando bajo el intenso sol de un impoluto día veraniego, o estaban tendidos en el suelo, formando montones sanguinolentos, o gritaban y corrían en círculos.

Eric buscó a su compañero. Por debajo de unas grandes tuberías que habían caído de un camión sobresalían los pantalones azules de un uniforme y unos zapatos negros. En el lugar donde correspondía la cabeza había una pesada caja, que sin duda había aplastado al policía. Estremecido, Eric se puso en pie. Era incapaz de acercarse a aquella caja, todavía no. Echó a andar hacia el supermercado, preguntándose cuándo llegarían las ambulancias. Debía encontrar a un superior para preguntarle qué debía hacer.

Vio a tres hombres fornidos vestidos con camisas de franela junto a una camioneta ranchera. Uno de ellos dio la vuelta al vehículo, inspeccionando las piezas. La camioneta estaba muy cargada. La barandilla de hierro forjado de un porche se había desplomado sobre la parte trasera. Los hombres maldecían en voz alta. Uno de ellos buscó en el interior del vehículo. Sacó unas escopetas y las entregó a sus amigos.

—No podremos salir de aquí por culpa de esos hijos de puta —dijo el hombre en tono pausado, extrañamente tranquilo. Eric apenas podía oírle.

Los otros asintieron y empezaron a introducir cartuchos en las armas. No se volvieron para mirar a Eric Larsen. Una vez cargadas las escopetas, los tres hombres se las llevaron al hombro y apuntaron hacia una docena de Guardianes. Los predicadores de túnica blanca gritaron y tiraron de sus cadenas. Las escopetas dispararon al unísono.

Eric se llevó la mano a la pistola, pero la apartó en seguida. Estaba asombrado. Se dirigió a los hombres, sintiendo las rodillas inseguras. Los tres estaban cargando de nuevo las armas.

—No hagan eso —les dijo Eric.

Los tres hombres se sobresaltaron y se volvieron hacia el policía. Fruncieron el ceño, mirándole fijamente con expresiones inciertas. Eric les devolvió la mirada. Ya había visto la pegatina en el parachoques de la camioneta. Decía: «Apoya a tu policía local.»

El más viejo de los tres hombres soltó un bufido.

—¡Se acabó! Lo que ha visto es el fin de la civilización. ¿No lo entiende?

Eric comprendió de repente. No habría ambulancias que transportaran a los heridos hasta los hospitales. Sobrecogido, Eric dirigió la vista hacia la Alameda, al lugar donde se encontraba el hospital de San José. No vio más que calles resquebrajadas y casas caídas. Eric no podía recordar si el hospital de San José era visible desde el lugar en que se encontraba.

El que parecía portavoz de los tres hombres seguía gritando.

—¡Esos hijos de puta nos han impedido ir a las colinas! ¿Para qué sirven?

Miró su escopeta, con el cargador vaciado. Tenía dos cartuchos en la otra mano y parecía dispuesto a introducirlos en la recámara.

—No lo sé —dijo Eric—. ¿Va a ser usted el primer hombre que empiece a disparar contra la policía? —Miró la pegatina del parachoques. El otro siguió su mirada y luego se quedó cabizbajo—. ¿Va a ser usted el primero? —repitió Eric.

—No.

—Bien. Ahora déme la escopeta.

—La necesito...

—Yo también —dijo Eric—. Sus amigos tienen más armas.

—¿Debo considerarme arrestado?

—¿Adonde le llevaría? Necesito su escopeta. Eso es todo.

El hombre asintió.

—De acuerdo.

—Las municiones también —añadió Eric en tono apremiante.

—Como usted diga.

—Ahora, váyanse de aquí. —Eric tomó la escopeta y las balas, pero no la cargó. Los pocos Guardianes que sobrevivían contemplaban la escena horrorizados y en silencio—. Gracias —dijo Eric, y se marchó sin preocuparse más de lo que hacían los tres hombres.

Era consciente de que había sido testigo de unos asesinatos sin mover un dedo para impedirlo, pero su mente estaba concentrada en otra cosa. Con paso vivo, se alejó del atasco de tráfico. Parecía como si su mente ya no estuviera conectada a su cuerpo y éste supiera adonde se dirigía.

Hacia el sudoeste el cielo era extraño. Las nubes se formaban y desaparecían como en una película acelerada. Aquello era familiar para Eric Larsen, tan familiar como la sensación del aire en sus senos nasales. Cualquier habitante de Topeka tendría las mismas sensaciones: era el clima propio del tornado. Cuando el aire se nota así y el cielo tiene ese aspecto, uno se dirige al sótano más próximo, llevándose un receptor de radio y un cántaro de agua.

Eric pensó que habría más de un kilómetro y medio hasta la cárcel de Burbank. Observó el cielo y se dijo que podría hacerlo.

Anduvo rápidamente en dirección a la cárcel. Eric Larsen era todavía un hombre civilizado.

Eileen contempló la escena horrorizada. No había escuchado la conversación, pero lo sucedido era bastante explícito. La policía... ya no había policía.

Dos de los Guardianes habían caído muertos, cinco más se retorcían en agonía, mortalmente heridos, y el resto luchaban por librarse de las cadenas. Uno de los guardianes tenía un par de cortametales. Eileen los reconoció. Joe Corrigan se los había dado al policía, no sabía si minutos o siglos antes.

Lo que ocurría en el exterior no podía abarcarse de una sola mirada. Había cuerpos amontonados en el suelo. Algunas personas trataban de salir arrastrándose de tiendas en ruinas. Un hombre había subido a la cabina de un camión destrozado. Sentado en el techo, con los pies oscilando sobre el parabrisas, bebía sin parar el contenido de una botella de whisky. De vez en cuando, alzaba la vista y se echaba a reír.

Todo el que llevara una túnica blanca peligraba. Los Guardianes encadenados vivían una pesadilla. Estaban rodeados por centenares de conductores fuera de sí, lo mismo que los pasajeros que les acompañaban, muchos de los cuales habían tratado de huir de la ciudad no porque esperasen la caída del cometa, sino sólo por si acaso... Y los Guardianes les habían detenido. La mayor parte de los transeúntes seguían tendidos boca arriba, o bien sin rumbo de un lado a otro, pero eran muchos los hombres y mujeres que se dirigían hacia los Guardianes encadenados, con sus túnicas blancas, y cada uno llevaba algo pesado: desmontadores de neumáticos, cadenas antideslizantes, gatos de coche, bates de béisbol...

Eileen permanecía de pie en el umbral. Miró hacia atrás, al cuerpo de Corrigan. Dos líneas verticales se hicieron más profundas entre sus ojos mientras observaba la retirada del patrullero Larsen. En la calle se estaban iniciando un tumulto, y el único policía presente se alejaba a toda prisa, tras contemplar impasible la matanza. Eileen ya no comprendía al mundo.

El mundo. ¿Qué le había sucedido al mundo? Eileen dio media vuelta y con paso rápido se dirigió a su despacho, pisando los fragmentos de vidrio que cubrían el suelo. Por suerte se había puesto zapatos con tacón bajo. Los vidrios crujían bajo sus pies. Avanzó tan rápidamente como pudo, sin mirar los géneros machacados, los estantes rotos y las paredes combadas.

Un trozo de tubería se había desprendido del techo y caído sobre su mesa de trabajo, rompiendo la cubierta de vidrio. Eileen nunca había levantado un objeto tan pesado, y gimió con el esfuerzo, pero pudo apartar la tubería. Sacó su bolso de debajo y hurgó dentro en busca de su pequeño transistor. El aparato parecía indemne, pero no emitía más que el ruido de las interferencias. Eileen creyó oír algunas palabras, alguien que gritaba: «¡Ha caído el cometa!» Una y otra vez. Pero tal vez aquellas palabras no procedían de la radio, sino que estaban en su cabeza. No importaba. No había una información útil. O tal vez aquel mismo hecho lo fuera. Lo ocurrido no era un desastre local. La falla de San Andrés había cedido, sí, pero había muchas emisoras de radio al sur de California, y no todas se encontraban cerca de la falla. Una, o más, de ellas deberían seguir emitiendo, y Eileen no creía que un terremoto pudiera causar tantas interferencias en las emisiones de radio.

Por la parte trasera de la oficina pasó al almacén. Allí encontró otro cuerpo, el de uno de los empleados. Lo reconoció por las ropas, pues el rostro había desaparecido bajo los cascotes. La puerta que daba al callejón estaba atascada. Tiró de ella y logró moverla un poco. Hizo palanca con su rodilla herida, apoyándola en la pared y tirando de la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se abrió lo suficiente para permitirle pasar de lado. Eileen salió afuera y miró el cielo.

Avanzaban unas grandes nubes negras y empezaba a llover. Era una lluvia salada. En lo alto brillaban los relámpagos.

La salida del callejón estaba bloqueada con cascotes. Era imposible salir de allí con un coche. Eileen se detuvo y sacó un espejito de su bolso. Encontró un pañuelo de papel y se enjugó la humedad negruzca de las lágrimas y la sangre. No es que importara un ardite su aspecto, pero así se sentía mejor.

Llovió más intensamente. Oscuridad, relámpagos y una lluvia salada. ¿Qué significaba aquello? ¿Se habría producido un gran choque en el océano? Tim había tratado de decírselo, pero ella no le había escuchado; tenía tan poco que ver con la vida real... Pensó en Tim mientras recorría apresuradamente el callejón, de regreso a la Alameda. Era el único camino practicable, y cuando llegó a la calle no pudo dar crédito a sus ojos. Tim estaba allí, en medio de un tumulto.

La fuerza del terremoto derribó a Tim Hamner y le hizo rodar bajo su coche. Permaneció allí, aguardando la siguiente sacudida, hasta que notó el olor a gasolina. Entonces salió rápidamente, arrastrándose por el pavimento deformado, y se apoyó en el suelo con manos y rodillas.

Oyó gritos de terror y agonía, y nuevos ruidos: bloques de hormigón que chocaban con el suelo y aplastaban las carrocerías de los automóviles, y el interminable tintineo de los vidrios que se hacían añicos. Tim seguía sin poder creer lo que estaba sucediendo. Se incorporó, temblando.

En las calzadas y las aceras cuarteadas yacían cuerpos vestidos con túnicas blancas, uniformes azules y ropas de calle. Algunos se movían. Otros estaban completamente inmóviles. La muerte de algunos, retorcidos o aplastados, era evidente. Los coches estaban volcados, empotrados unos en otros, o habían sido aplastados por el desplome de edificios. Ningún edificio había quedado intacto. El olor de la gasolina era muy intenso. Tim buscó un cigarrillo, apartó violentamente la mano y luego se guardó el encendedor en el bolsillo del pantalón, donde no lo encontraría antes de pensar.

Un edificio de tres plantas había perdido la pared oriental; vidrio y ladrillo se habían desintegrado, y sus fragmentos se habían desparramado por el solar del aparcamiento y la calle lateral, casi hasta el lugar en que se encontraba Tim Hamner. Un cascote, con parte de la luna de un escaparate, había caído en la sección trasera de su coche, haciendo que se derramara la gasolina.

Oyó gritos en algún lugar próximo. Intentó ignorarlos. No sabía qué hacer. Entonces el tumulto llegó a la vuelta de la esquina.

Primero aparecieron tres hombres con túnicas blancas. Ellos no gritaban, sino que jadeaban, y sin duda no les quedaban fuerzas para nada más. Los gritos procedían de la gente que les seguía. Por fin, uno de los perseguidos gritó.

—¡Ayuda, por favor! —exclamó, corriendo hacia Tim Hamner.

Las miradas de los perseguidores se concentraron en Tim. «Creerán que estoy con ellos», pensó. Y a ello se añadió un pensamiento más inquietante: «Podrían reconocerme, como el hombre que inventó el Martillo...»

Disponía de poco tiempo para actuar. Abrió el portaequipajes y sacó el magnetófono. El joven de la túnica que corría hacia él tenía una barbita rubia, y en su rostro delgado se dibujaba una expresión de terror. Tim alargó el micrófono para el Guardián y dijo a voces:

—Un momento, señor. Por favor, dígame cómo...

Insultado y perseguido, el hombre apartó el micrófono de un manotazo y siguió corriendo. Los otros dos fugitivos, seguidos por la mayor parte de la muchedumbre enfurecida, habían continuado calle abajo, hasta quedar bloqueados, lo que era una lástima. Algunos tipos fornidos pasaron corriendo al lado de Tim y dieron alcance al joven de la túnica junto al edificio en ruinas. Uno de ellos se detuvo, jadeando, y miró a Tim.

Hamner alzó de nuevo el micrófono.

—Oiga, señor. ¿Sabe usted cómo se ha iniciado todo esto?

—Claro que sí... amigo. Esos hijos de perra... Esos Guardianes nos detuvieron cuando... cuando nos dirigíamos a Big Bear. Iban a... parar el cometa rezando. No salió bien y... nos quedamos aquí atrapados... Ya hemos matado casi... la mitad de esos hijos de puta.

La estratagema tenía éxito. Por alguna razón, a nadie se le ocurre nunca matar a un reportero. Tal vez se deba al temor de que el mundo entero sea testigo. Otros revoltosos se habían detenido y formaban un grupo alrededor de Tim y su interlocutor, pero no parecían dispuestos a matarle, sino que esperaban una oportunidad para hablar.

—¿A qué emisora pertenece? —le preguntó alguien.

—A la NBS —respondió Tim. Buscó en sus bolsillos y sacó el carnet de prensa que le había dado Harvey Randall. Lo mostró un momento, tapando el nombre con el dedo pulgar.

—¿Puede enviar un mensaje? —preguntó el hombre—. Diga que envíen...

Tim meneó la cabeza.

—Esto es sólo un magnetofón. No puedo emitir nada. Confío en que el resto del equipo llegue pronto. —Se volvió hacia el hombre al que se había dirigido en primer lugar—. ¿Cómo piensa marcharse ahora?

—No lo sé. Supongo que andando. —Parecía haber perdido el interés por los Guardianes que huían.

—Gracias, señor. ¿Le importaría firmar aquí?

Tim sacó unos impresos. Eran unos formularios de la NBS por medio de los cuales la persona entrevistada daba su permiso para aparecer en pantalla. El hombre retrocedió como si hubiera visto escorpiones. Por un momento pareció pensativo.

—Olvídelo, amigo.

Dio media vuelta y se alejó. Los demás le siguieron y pronto la multitud desapareció, dejando a Tim solo junto a la chatarra en que se había convertido su coche.

Hamner se prendió el carnet de prensa en el bolsillo de la camisa, colocándolo de tal forma que fuera visible la palabra «prensa» pero no su nombre. Luego se colgó el magnetófono al hombro, portando en las manos el micrófono y los formularios de la emisora. Era engorroso andar cargado de aquella manera, pero valía la pena.

El horror se había enseñoreado de la Alameda. Una mujer muy bien vestida pisoteaba el cuerpo de un Guardián envuelto en su túnica blanca. Tim apartó la vista. Cuando miró de nuevo vio a más gente que iba de un lado a otro, con herramientas ensangrentadas en las manos. Un hombre se dirigió hacia él y le apuntó al ombligo con una pistola enorme. Tim le alargó el micrófono.

—Disculpe, señor. ¿Cómo se ha encontrado metido en este lío?

El hombre lloró mientras contaba su historia.

Tim notó que alguien le tocaba el brazo. Vaciló. No quería apartar la mirada del hombre que todavía hablaba, con el rostro colérico bañado en lágrimas y sin apartar el arma del ombligo de Tim. Miraba fijamente a los ojos de Hamner. Viera lo que viese en ellos, todavía no había disparado...

¿Quién diablos tiraba de su brazo, tratando de quitarle los impresos?

¡Eileen! Eileen Hancock. Tim permaneció inmóvil, mientras Eileen se ponía a su lado. Tim dejó que tomara los impresos.

—Bien, jefe, ya estoy aquí —dijo la muchacha—. Había un poco de jaleo allá abajo...

Tim estuvo a punto de desmayarse. Eileen no iba a descubrirle. Gracias a Dios, era lo bastante inteligente para no hacerlo. Tim asintió, con la mirada todavía fija en los ojos del entrevistado.

—Me alegro de que hayas podido venir —dijo en voz baja, como si temiera estropear la entrevista, y sin sonreír.

—...¡y si veo a otro de esos hijos de puta le mato también!

—Gracias, señor —dijo Tim en tono grave—. Supongo que no le importará firmar...

—¿Firmar? ¿Firmar qué?

—Un impreso de la emisora.

El hombre alzó la pistola hasta el rostro de Tim.

—¡Bastardo!

—Señor —dijo Eileen—. ¿Sabe usted que en California existe una ley de protección de periodistas?

—¿Qué quiere decir?

—No pueden obligarnos a revelar nuestras fuentes. No se preocupe. Nos protege la ley.

El hombre miró a su alrededor. Los demás revoltosos se habían ido, y estaba lloviendo. Miró alternativamente a Tim, a Eileen y a la pistola que sostenía en la mano. Nuevas lágrimas corrieron por su rostro. Entonces dio media vuelta y se alejó. Anduvo unos pasos y echó a correr.

En algún lugar una mujer lanzó un grito breve y agudo. Había un ruido de fondo formado por gritos, lamentos y truenos, cada vez más cercanos. Se había levantado un viento enérgico. Sobre el techo de un automóvil intacto, dos hombres con una cámara de televisión al hombro, disfrutaban de una isla de intimidad, al igual que Tim y Eileen.

—Los revoltosos temen la publicidad —dijo Tim—. Me alegro de verte. Había olvidado que trabajas por aquí.

—Trabajaba —puntualizó Eileen, señalando las ruinas de la empresa de Corrigan—. No creo que nadie venda suministros sanitarios...

—En Burbank no, desde luego. Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Tú eres el experto.

Cayó un rayo no muy lejos del lugar en donde estaban. Las colinas de Griffith Park parecían incendiadas con el resplandor azulado de los relámpagos.

—Tenemos que ir a un sitio alto —dijo Tim—, y sin perder tiempo.

Eileen pareció perpleja. Señaló el cielo relampagueante.

—Sí —convino él—, podría alcanzarnos un rayo, pero si logramos salir de este valle fluvial tendremos más posibilidades de salvación. ¿No notas lo salada que es la lluvia. Y tal vez...

—¿Qué?

—Tal vez se produzca un maremoto. Olas gigantescas barrerán la ciudad.

—Dios mío. Subamos a Verdugo Hills. Podemos ir andando. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—No lo sé. Depende de dónde se haya producido el choque. Probablemente han caído varios fragmentos del cometa. —El mismo Tim se sorprendió de lo tranquilo que era su tono.

Eileen echó a andar por el lugar más practicable, que conducía al inicio del atasco de tráfico, donde yacían amontonados los cuerpos de los Guardianes. Cuando estaban cerca, un coche salió rugiendo de un cruce, pasó por el medio de una estación de servicio e invadió la acera. Al pasar entre una pared y un poste telefónico, sufrió rozaduras en el lado derecho. El coche que se encontraba detrás tenía ahora el camino expedito. Estaba vacío y sin cerrar. Las llaves colgaban del contacto. Eileen, que se había acercado al vehículo, hizo señas a Tim para que se uniera a ella.

—¿Eres buen conductor? —le preguntó.

—Pasable.

—Yo conduciré —dijo ella con firmeza—. Tengo un gran dominio del volante.

Subió al coche y lo puso en marcha. Era un Chrysler antiguo, en otro tiempo un automóvil de lujo. Ahora las esterillas estaban desgastadas y tenía feas manchas en la tapicería. Cuando el motor funcionó con un firme ronroneo, Tim pensó que era el coche más hermoso que jamás había visto. Eileen siguió la ruta del coche anterior. Pasaron por encima de un cuerpo con túnica blanca. Eileen no aminoró la marcha. El espacio entre el poste telefónico y la pared era estrecho, pero ella pasó por allí a sesenta por hora, sin la menor vacilación. Tim contuvo el aliento hasta que salieron de allí.

Por delante la calle se curvaba suavemente. Los dos carriles de la calzada estaban atestados de coches, y Eileen siguió avanzando por la acera. De vez en cuando, para evitar los postes telefónicos o eléctricos, invadía los jardincillos situados delante de las casas, pasando entre arriates de rosas, sobre céspedes bien cuidados, hasta rebasar el atasco de tráfico.

—Sí, señor, eres una buena conductora —le dijo Tim.

Eileen no le miró. Estaba muy ocupada evitando los obstáculos algunos de los cuales eran personas.

—¿No crees que deberíamos advertirles? —le preguntó.

—¿Servirá de algo? —replicó Tim—. Pero sí, se lo diremos. —Abrió la ventanilla. Ahora llovía intensamente, y el agua salada hizo que le escocieran los ojos—. ¡Váyanse a un sitio alto! —gritó—. Se acerca una oleada. ¡Inundación! Suban a algún lugar elevado.

El viento se llevó sus palabras. La gente le miraba al pasar. Algunos miraron a su alrededor desesperadamente, y en una ocasión Tim vio que un hombre cogía a una mujer de la mano y se precipitaba hacia un coche.

Al volver una esquina vieron un incendio. Toda una manzana de casas ardía incontroladamente, a pesar de la lluvia. El viento esparcía fragmentos ardientes.

Una vez aminoraron la marcha para evitar los cascotes que cubrían la calle. Una mujer corrió hacia ellos, llevando un bulto envuelto en una manta. Antes de que Eileen pudiera acelerar, la mujer alcanzó el coche. Arrojó el bulto a través de la ventanilla.

—¡Se llama John! —gritó— ¡Cuiden de él!

—Pero, oiga...

Tim no pudo continuar. La mujer se había alejado.

—¡Tengo dos más aquí! —dijo a gritos—. John. John Mason. ¡Recuerden su nombre!

Eileen aceleró de nuevo. Tim separó la manta. Contenía un bebé, inmóvil. Le puso la mano sobre el corazón, para ver si latía, y la retiró ensangrentada. Era una sangre de un rojo brillante, y su olor llenó el coche a pesar del cálido olor salino de la lluvia.

—Está muerto —dijo Tim.

—Échalo por la ventanilla —ordenó Eileen.

—Pero...

—No nos lo vamos a comer. No tendremos tanta hambre.

Angustiado, Tim arrojó el bebé por la ventanilla.

—Yo... he sentido como si dejara caer algo de mi vida al suelo.

—¿Crees que a mí me gusta? —dijo Eileen con acento desesperado. Tim la miró alarmado. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de la mujer—. Aquella mujer cree que ha salvado a su hijo. Al menos cree eso. Es todo lo que podíamos hacer por ella.

—Sí —dijo Tim en voz baja.

—Cuando lleguemos a un sitio alto, cuando sepamos lo que sucede, podremos empezar a pensar de nuevo en la civilización. Hasta entonces, sobreviviremos.

—Si podemos.

—Podremos.

Eileen se concentró en la conducción del vehículo. Su expresión era sombría. La lluvia era tan intensa que no podía ver, a pesar de los limpiaparabrisas.

La autopista de Golden State, agrietada, hendida, era inaccesible. Varios vehículos siniestrados bloqueaban el paso inferior. Una maraña de coches y un gran camión cisterna ardían en medio de un creciente charco de gasolina.

—Dios mío —dijo Tim—. ¿No crees que deberíamos parar?

—¿Para qué? —Eileen giró a la izquierda y condujo paralelamente a la autopista—. Los que vayan a sobrevivir ya habrán salido de ahí.

Avanzaban a través de una zona residencial, cuyas casas casi se habían mantenido intactas. Eileen y Tim se sintieron aliviados; de momento no había nadie herido, destrozado o agonizante. Encontraron otro paso inferior y Eileen se dirigió a él.

El camino estaba bloqueado por una barrera de tráfico. Alguien la había forzado, torciéndola hacia un lado, y Eileen la rebasó. Mientras lo hacía, otro coche salió de la lluvia y pasó a toda velocidad, haciendo sonar el claxon.

—¿Por qué querrá alguien ir al valle? —preguntó Tim.

—Porque tienen esposas, novias, hijos —respondió Eileen. Avanzaron cuesta arriba. Cuando el camino estaba bloqueado por restos retorcidos de edificios y de coches, Eileen giraba a la izquierda y luego volvía a la dirección noreste. Pasaron ante las ruinas de un hospital. Policías uniformados y enfermeras con sus batas blancas empapadas por la lluvia buscaban entre los restos. Uno de los policías se detuvo y miró a Tim y Eileen. Tim se asomó por la ventanilla y le gritó:

—¡Vayan a terreno alto! ¡Inundación! ¡Se acerca un oleaje gigantesco!

El policía le saludó con la mano y luego volvió a ocuparse de las ruinas del hospital.

Tim miró malhumorado la sucia mezcla de agua y polvo que el limpiaparabrisas no podía eliminar. Sintió deseos de llorar y parpadeó para contener las lágrimas.

Eileen le miró un instante y le tocó la mano antes de aferrarse de nuevo al volante.

—No podíamos ayudarles. Tienen coches, y hay bastante gente...

—Sí, tienes razón —dijo Tim.

Se preguntó si lo creía de veras. La carrera de pesadilla continuó. Ascendieron hacia Verdugo Hills, dejaron atrás lujosas casas destrozadas, una escuela derruida, edificios en llamas y otros indemnes. Cada vez que veían a alguien, Tim le advertía a gritos. Así se sentía un poco mejor por no detenerse.

Consultó su reloj. Era increíble, pero habían transcurrido menos de cuarenta minutos desde que viera el primer resplandor.

—Cuarenta minutos —musitó—. Hora H menos cuarenta minutos, y contando.

Desde el centro del Golfo de México, la ola se lanza hacia delante a una velocidad de dos mil kilómetros por hora. Cuando alcanza los bajíos a lo largo de la costa de Texas y Louisiana, el pie de la ola tropieza. Más y más agua se alza velozmente detrás, adquiere una altura vertiginosa hasta que un monstruo de un kilómetro de altura se precipita sobre la tierra.

Galveston y Texas City desaparecen bajo él embate de las olas. El agua que fluye hacia el oeste, arrasa las marismas, penetrando en El Lago y sigue más hacia el oeste, el mismo Houston arrastra innumerables escombros. La ola se estrella contra el arco que se extiende desde Brownsville, en Texas, hasta Pensacola, en Florida, busca las tierras bajas, los ríos, todos los caminos que llevan tierra adentro, alejándose del infierno ardiente en el fondo del Golfo de México.

Las aguas se remontan a lo largo de la costa occidental de Florida; entonces se derraman sobre la tierra, arrastrando con ellas el suelo arenoso. Dejan tras ellas limpios canales, una miríada de pasillos desde el Golfo hasta el Océano Atlántico. La corriente del Golfo será más fría y mucho más estrecha en los siglos venideros.

Las aguas que cruzan Florida son caprichosas. Una ola secundaria se une al cuerpo principal de agua en su veloz carrera, elevándolo aún más; en otro lugar, una ola muere dejando indemnes partes de la marisma de Okefenokee. La Habana y los cayos de Florida desaparecen al instante. Miami disfruta de una hora de tregua hasta que las olas del Atlántico producidas por los choques de varios fragmentos del cometa se encuentran con las veloces olas del Golfo, las superan y se estrellan contra las ciudades orientales de Florida.

Las aguas del Atlántico se vierten en el Golfo de México, a través de los recién formados canales que cruzan Florida. La cuenca del Golfo no puede contener todo ese caudal, y las aguas, una vez más, fluyen hacia el oeste y el norte, a través de las tierras ya anegadas. Una ola invade el río Mississippi, y eleva su caudal a 12 metros por encima del nivel normal cuando pasa por Memphis, Tennessee.

Fred Lauren había pasado toda la noche junto a la ventana, entre cuyos barrotes podía ver el cielo. Después de fotografiarle y tomarle las huellas dactilares, le habían dejado solo en una celda. A mediodía será trasladado a la prisión de Los Angeles.

La prisión de Los Angeles... Fred se echó a reír. A mediodía ese centro penitenciario habría desaparecido. Ni siquiera existiría ya la ciudad de Los Angeles. No tendrían oportunidad de encerrarle en una cárcel junto con otros reclusos. Ahuyentó los recuerdos de sus anteriores estancias carcelarias y pensó en algo más agradable.

Recordó a Colleen. Fue a visitarla llevándole regalos. El sólo quería hablar. La muchacha se asustó, pero Fred entró en el apartamento antes de que ella pudiera impedírselo. Los regalos eran muy bonitos, tanto que Colleen le dejó quedarse junto a la puerta mientras ella, al otro lado de la habitación miraba las joyas, los guantes y los zapatos rojos, preguntándose cómo sabía sus medidas, y él se lo dijo.

Fred habló y habló, y al cabo de un rato ganó la confianza de la chica y ella le permitió que se sentara. Le ofreció una copa y hablaron más, y ella vació tres veces su vaso. Le complacía que aquel hombre supiera tantas cosas de ella. Naturalmente, Fred no mencionó el telescopio, pero le dijo cómo sabía donde trabajaba, dónde compraba y lo bonito que era...

Fred no quería recordar el resto. Colleen acabó bebiendo demasiado y le dijo que, aunque acababan de conocerse, le parecía que se conocían desde hacía mucho tiempo y que, desde luego, él la conocía bien aunque ella no lo había sabido, y le preguntó si quería quedarse...

Una golfa, como todas. Una golfa. O puede que no lo hubiera sido, que realmente le encantara su compañía. Sí, pero, ¿por qué se había reído y después había gritado, diciéndole que se marchara cuando...?

—¡No!

Fred siempre se detenía al llegar a ese recuerdo. Miró el cielo. El cometa estaba allí. Su cola brillaba en el firmamento tal como había visto en las ilustraciones de las revistas de astronomía, y cuando llegó el alba a aquel cuadradito de cielo que Fred podía ver a través de la ventana de su celda, los jirones del cometa seguían presentes entre las nubes, y abajo, en la calle, la gente iba de un lado a otro, inconsciente de lo que aquello significaba. ¿No lo sabían, los muy estúpidos?

Se abrió la puerta de la celda y le dejaron el desayuno. Los carceleros no querían hablarle. Todo el mundo le miraba sin disimular su repugnancia...

Lo sabían, lo sabían. Los médicos forenses debían haberla examinado y sabían que no había sido violada, que él no pudo hacerlo, que lo intentó pero no pudo, y ella se reía, se reía... El sabía cómo hacerlo, pero no quiso, y ella volvió a reírse y él la mordió hasta hacerla gritar. ¡Y entonces pudo hacerlo, pero ella siguió gritando; impidiéndoselo!

Tenía que dejar de pensar, antes de que recordara la forma del cuerpo sobre la cama. Los polis le habían obligado a mirarla. Uno de ellos le cogió la mano y le dobló los dedos hasta que, contra su voluntad, tuvo que abrir los ojos y mirar. Pero ¿no comprendían que él la quería y que no había sido su intención...?

Entre las aberturas de la línea de casas, al otro lado de la calle, el cielo brillaba de un modo extraño. El brillo estaba localizado a la izquierda, hacia el lejano suroeste. El brillo se extinguió en seguida, pero Fred sonrió. Había sucedido. Ahora el fin estaba cercano.

—Eh Charlie —dijo una voz desde el exterior, la voz de un hombre borracho—. ¡Charlie!

—¿Qué quieres? —preguntó el guardián.

—¿Qué diablos ha sido eso? ¿Están rodando una película por ahí?

—No sé de qué me hablas. Pregúntale al maníaco sexual. Su celda está orientada al oeste.

—Eh, maníaco sexual...

De repente, las paredes y el suelo se agitaron furiosamente. Fred salió despedido... Extendió los brazos para evitar que la pared le machacara la cabeza. Las piedras le golpearon los brazos y Fred chilló. Sintió un dolor insoportable en el codo izquierdo.

El suelo pareció estabilizarse. La cárcel estaba sólidamente construida, y había resistido el fuerte temblor de tierra. Fred movió el brazo izquierdo y gimió. Ahora se oían los gritos de otros presos. Los quejidos de uno de ellos eran de agonía. Debía haberse caído desde la litera más alta. Fred ignoró los gritos y lamentos y regresó a la ventana. Estaba poseído por el miedo. Qué era aquello?

El cielo se había cubierto de nubes, que avanzaban velozmente, se agitaban de un modo caótico, se formaban y desvanecían para formarse de nuevo y avanzar hacia el noroeste. Una formación de nubes más bajas, más lentas y estables empezó a moverse hacia el sur y el oeste. Aquello no era lo que Fred había esperado. El se había preparado para presenciar una oleada de fuego. Pero el día de la condenación parecía tomarse las cosas con calma.

El cielo se oscureció. Ahora todas las nubes eran negras, se revolvían y agitaban, brillaban con un continuo relampagueo. El viento y los truenos aullaban más que los presos.

El fin del mundo llegó con una luz cegadora y un simultáneo estampido de truenos.

Fred se encontró de súbito en el suelo. El codo le dolía intensamente. Pensó que un rayo había caído en la cárcel. El corredor estaba a oscuras, todo estaba envuelto en tinieblas, de modo que la visión sólo era posible cuando restallaban los relámpagos, como las luces estroboscópicas de una discoteca.

Charlie recorría el bloque de celdas, con las llaves en la mano. Dejaba libres a los presos, uno tras otro. Abría las puertas, los presos salían y se marchaban por el corredor... Pero pasó de largo ante la celda de Fred. Todas las celdas a cada lado del corredor estaban abiertas, menos la de Fred Lauren.

Fred gritó, pero Charlie no le hizo caso. Sin volverse, avanzó entre las celdas hasta llegar a la puerta principal y desaparecer.

Fred se quedó solo.

Eric Larsen no miró a la derecha ni a la izquierda. Caminaba a grandes zancadas. Sorteaba muertos y heridos e ignoraba las súplicas de auxilio. Podría haber echado una mano pero avanzaba a impulsos de una terrible determinación. La fría expresión de sus ojos y el arma que llevaba impedían que nadie se interpusiera en su camino.

No vio a otros policías. Apenas percibió a la gente a su alrededor, unos ayudando a los heridos, otros mirando desconsoladamente las ruinas de sus hogares, tiendas y almacenes, y otros corriendo sin rumbo. Ya nada importaba. Todos estaban condenados, lo mismo que Eric Larsen.

El joven patrullero podría haber subido a un coche e ir a las colinas. Vio que algunos coches pasaban velozmente por su lado. Vio a Eileen Hancock en un viejo Chrysler. Si se hubiera detenido, Eric podría haberse ido con ella, pero no lo hizo, y Eric se alegró, porque estaba resuelto a cumplir su propósito.

Pero, ¿y si ya no fuera necesario, si estuviera perdiendo el tiempo? No había forma de saberlo.

Pensó que debió haber tomado un coche. Así habría podido terminar con aquel asunto y tener aún una posibilidad de huida. Pero ya era demasiado tarde. Llegó al edificio que albergaba la comisaría y la cárcel municipal. Parecía desierto. Entró en la cárcel. El cadáver de una mujer policía yacía bajo un enorme armario derribado. Eric no vio a nadie más, ni vivo ni muerto. Siguió adelante, pasó por detrás de la sala donde se tomaba la filiación a los detenidos y subió las escaleras. Las celdas estaban en silencio.

Había perdido el tiempo. Allí no era necesario. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando se detuvo. Ya que había llegado hasta allí, tenía que asegurarse.

Había oído hablar del enorme oleaje que seguiría a la caída del Martillo. En la cárcel de Burbank había presos a los que Eric Larsen había enviado allí. Borrachos, ladronzuelos, jóvenes vagabundos que decían tener dieciocho años aunque parecían mucho menores. No se les podía dejar que se ahogaran como ratas en las celdas olvidadas. No se lo merecían. Eric les había encerrado allí y era responsable de su liberación en aquellos momentos.

La puerta de barrotes en lo alto de la escalera estaba abierta. Eric la cruzó y encendió su linterna para orientarse en aquella oscuridad casi absoluta. Vio que las puertas de las celdas estaban abiertas. Todas menos una.

Eric se dirigió a la única celda que permanecía cerrada. Fred Laursen estaba de espaldas al corredor. Se sujetaba el brazo izquierdo con el derecho. Miraba por la ventana y no se volvió cuando Eric le enfocó la linterna. Eric permaneció de pie, observándole.

Nadie merecía ahogarse como una rata en una jaula, ningún ser humano, ni los ladrones ni los borrachos ni los chicos que se escapaban de casa ni...

—Vuélvete —ordenó Eric. Lauren no se movió—. Vuélvete o te dispararé a las rodillas. Eso duele mucho.

Gimiendo, Fred se volvió. Vio la escopeta que le apuntaba. El policía sostenía la linterna a un lado, casi detrás de él, de modo que Fred podía ver.

—¿Sabes quién soy?

—Sí. Tú impediste que el otro policía me golpeara anoche. —Fred se acercó y miró el arma—. ¿Eso es para mí?

—Lo he traído para tí —dijo Eric—. He venido para liberar a los otros. A ti no podría liberarte. Por eso he traído la escopeta.

—Es el fin del mundo —dijo Fred Lauren—. Definitivamente. No quedará nada... —Fred soltó un hondo gemido—. ¿Pero cuándo? Dime, por favor, ¿no estaría muerta ahora? ¿No habría muerto ya? Ella no podía sobrevivir al fin del mundo. Habría muerto y yo nunca hubiera podido hablarle.

—¡Hablarle! —Eric alzó el arma, enfurecido. Fred Lauren permanecía en pie, tranquilamente, esperando, y Eric vio el lecho y los restos de una mujer joven, su armario patético, con los pocos vestidos que poseía. Notó el olor a cobre de la sangre. Su dedo se tensó sobre el gatillo y se relajó. Bajó el arma.

—Por favor —imploró Fred Lauren—. Por favor...

La escopeta se alzó rápidamente. Eric no sabía que el retroceso de la culata al disparar era tan fuerte.

EL MARTES DEL PORTENTO: DOS

¡Oh! Corrí a las colinas, y se desmoronaban,

Corrí al mar, y hervía,

Corrí al cielo, y ardía...

Todo en aquel día.


En la sala llena de gente se oía el ruido de las interferencias eléctricas. En la gran pantalla de televisión aparecían manchas y colores al azar, pero una veintena de hombres y mujeres contemplaban aquella pantalla en la que habían visto las luces brillar y extinguirse sobre el Atlántico, Europa, el Norte de África y el Golfo de México. Sólo Dan Forrester continuaba trabajando. Sobre su consola había un mapamundi trazado por ordenador en una pantalla, y Forrester reunía laboriosamente todos los datos recibidos en el JPL, diseñando el plano de los impactos y utilizando sus localizaciones como datos que introducía en el ordenador para realizar más cálculos.

A Charles Sharps le parecía que debería interesarse por los cálculos de Forrester, pero la verdad era que no le interesaban. Miraba a los presentes. Con las bocas abiertas y los ojos hinchados, se retrepaban en sus asientos, apartándose de sus consolas y pantallas, ahora cegadas, como si éstas constituyeran el peligro. Y sin embargo Forrester tecleaba instrucciones, hacía movimientos precisos, estudiaba los resultados y tecleaba de nuevo...

«El Martillo ha golpeado», se dijo Sharps. ¿Qué diablos podían hacer ahora? No podía pensar en nada, y aquella sala le deprimía. Se dirigió a la larga mesa apoyada en una pared, donde había café y pasteles, y Sharps se sirvió una taza. La miró y luego la alzó en un remedo de brindis.

—Condenación —dijo en voz baja.

Los demás empezaron a levantarse de sus asientos.

—Condenación —repitió Sharps. El fin del mundo. ¿De qué servía ahora la orgullosa civilización del hombre? Era Glacial, Edad del Fuego, Era del Hacha, Edad del Lobo... Se volvió y vio que Forrester había abandonado su máquina y se dirigía hacia la puerta—. ¿Qué pasa ahora? —le preguntó Sharps.

—Terremoto. —Forrester siguió andando rápidamente hacia la salida—. Terremoto. —Lo dijo a plena voz, de modo que todo el mundo pudo oírle, y se precipitaron hacia la puerta.

El doctor Charles Sharps llenó la taza de café casi hasta el borde. La puso bajo el grifo y vertió un chorrito de agua fría. El café era una mezcla de Moka y Java preparado hacía menos de una hora con un filtro Melitta y conservado caliente en un limpio termo. Era una pena aguarlo, pero así estaba lo bastante frío para poder beberlo. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los barcos volvieran a cruzar los grandes océanos? Años, décadas, tal vez nunca más volverían a hacerlo. A lo mejor jamás volvería a probar el café. Sharps tragó el contenido de la taza en cuatro sorbos y la arrojó al suelo. La gruesa loza rebotó y rodó hasta una consola. Sharps echó a correr hacia la salida.

En el pasillo, los demás habían rebasado a Forrester. En aquel momento las puertas de vidrio de la entrada se cerraban tras él. Dan Forrester correteaba como un pato despavorido. Nunca había sido un atleta, pero sin duda podía correr un poco más rápido. ¿Significaba aquella lentitud que todavía tenían tiempo? Sharps corrió hasta llegar a su altura.

—Al aparcamiento —dijo Dan resoplando—. Cuidado...

Sharps tropezó pero recobró el equilibrio sin caer. Dan daba saltos sobre una sola pierna. El suelo se había movido una sola vez, sin ningún género de dudas. Sharps pensó que no había sido tan malo. Los edificios ni siquiera habían sufrido daños...

—Ahora —dijo Forrester, reemprendiendo la marcha hacia el aparcamiento, que se encontraba en lo alto de una larga escalera de cemento.

Dan se detuvo cerca del final, respirando pesadamente, y Sharps le pasó un brazo por encima de su hombro y casi a rastras le llevó hasta arriba. Allí Dan se dejó caer al suelo. Sharps le miró preocupado.

Forrester resoplaba, tratando en vano de decir algo. Estaba sin aliento. Alzó un brazo e hizo un gesto con la palma hacia abajo, indicando a su compañero que se sentara, pero era demasiado tarde. El suelo osciló bajo sus pies, Sharps se desplomó y fue rodando hacia las escaleras. Esta vez oyó ruido de cristales rotos, pero cuando miró los edificios del JPL no vio ningún daño aparente. Abajo, los periodistas comenzaban a salir en trompa del centro Von Karman, pero muchos se detuvieron una vez hubo pasado el suave temblor, y algunos regresaron al interior del centro.

—Diles... —Dan resoplaba penosamente—. Diles que salgan. Ahora viene lo peor...

Charles Sharps llamó a gritos a los periodistas.

—¡Va a producirse una gran sacudida! ¡Que salgan todos! —Reconoció al reportero del New York Times y Sharps se dirigió a él—. ¡Haz que salga todo el mundo!

Al volverse vio que Forrester se había levantado y avanzaba rápidamente hacia el fondo del aparcamiento, alejándose de los coches. Andaba más rápido de lo que Sharps le había visto andar jamás—. ¡Daos prisa! —gritó Sharps a los otros.

Hombres y mujeres salían de los edificios del JPL. Algunos se dirigieron hacia Sharps y al aparcamiento. Otros circulaban entre los edificios, sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. Sharps les hizo gestos frenéticos y luego miró a Forrester, el cual había llegado a una zona despejada y se estaba sentando...

Sharps se volvió y corrió hacia Forrester. Al llegar a su lado se tendió sobre el asfalto. De momento, no sucedió nada.

—La primera sacudida... fue la onda superficial... causada por el choque de un fragmento en el Valle de la Muerte. —Forrester resopló—. Luego... el choque en el Pacífico. No sé cuánto tiempo pasará hasta que se desencadene...

La tierra gruñó. Unos pájaros emprendieron el vuelo. Los dos hombres tuvieron la galvanizante sensación del desastre inminente. Un grupo había llegado a lo alto de las escaleras y se dirigían hacia Forrester y Sharps.

La tierra gruñó de nuevo, con un ruido más intenso.

—La falla de San Andrés —dijo Forrester—. Cederá por completo, soltando centenares de megatones de energía, tal vez más.

Media docena de personas habían llegado a lo alto de la escalera. Dos se dirigieron hacia Sharps y Forrester. Los demás fueron en busca de sus automóviles.

—Diles que se aparten de ahí —dijo trabajosamente Forrester.

—¡Poneos a descubierto! —gritó Sharps—. ¡Y salid de esa escalera! ¡Rápido!

Un hombre seguido por una mujer aparecieron en lo alto de la escalera. El hombre cargaba con una cámara de televisión. Les seguía un grupo de gente, y se dispusieron a cruzar el aparcamiento.

La tierra se movió. Los recién llegados apenas tuvieron tiempo de acurrucarse abrazándose las rodillas en los dos o tres segundos que transcurrieron hasta que el temblor adquirió fuerza. La tierra rugió una y otra vez, y a aquel horrendo bramido se unieron los gritos de la gente, el ruido de vidrios rotos y de bloques de cemento que se desmoronaban, hasta que todos los ruidos se mezclaron y el estruendo se convirtió en el caos informe de una pesadilla. Sharps trató de incorporarse y mirar hacia el JPL, pero no había nada sólido. El asfalto ondulaba y se cuarteaba. El pavimento caliente se fragmentó y separó, derribando a Sharps y haciéndole dar un doble vuelco, y luego se levantó y abombó una vez más, entre el fragor de la destrucción y los gritos.

Cuando el temblor finalizó, Sharps se sentó y trató de centrar la mirada. El mundo había cambiado. Alzó la vista hacia las altas montañas Angeles, y vio que su perfil era diferente. El cambio era sutil, pero perceptible. No tuvo tiempo para ver más. Oyó un fuerte ruido detrás de él y al volverse vio que una parte del aparcamiento había desaparecido y que el resto estaba ladeado en extraños ángulos. Muchos coches habían desaparecido también, despeñados por el precipicio que se había abierto entre el aparcamiento y las escaleras... pero éstas ya no existían. También se habían derrumbado sobre la parte inferior del aparcamiento elevado. Los coches restantes topaban unos con otros como animales en lucha. Por todas partes había ruido, de coches, edificios y rocas, todo en movimiento y chocando entre sí.

Un Volkswagen avanzó dando tumbos hacia Sharps, como una de esas plantas rodadoras del desierto, sólo que de acero. Sharps gritó y trató de echar a correr, pero sus piernas no le sostenían. Cayó, se arrastró y vio que el coche daba una de sus vueltas rozándole los talones, como una montaña de metal pintado, que fue a estrellarse contra un Lincoln... La masa de hierros retorcidos resultante volvía a tener el tamaño de un pequeño Volkswagen.

Otro coche pequeño estaba volcado y había alguien debajo, debatiéndose. Sharps reconoció a Charlene, pero no había modo de llegar hasta ella. La muchacha dejó de moverse súbitamente. El suelo continuó temblando y gruñendo, hasta que se produjo otra violenta sacudida. Otra parte del aparcamiento se separó, inclinándose, y se deslizó lentamente hacia abajo, arrastrando a Charlene y el coche que la había matado. Ahora Sharps ya no oía el rugido. Estaba sordo. Permaneció tendido sobre el suelo en movimiento, esperando que todo terminara.

La torre, el gran edificio central del JPL, había desaparecido. En su lugar había una masa informe de vidrio, trozos de hormigón, metal retorcido y ordenadores destrozados. El centro Von Karman estaba igualmente en ruinas. Una pared había caído, y a través del espacio abierto, Sharps vio el primer módulo lunar no tripulado, la araña metálica que había llegado a la Luna para excavar su superficie. El ingenio espacial estaba desvalido bajo el techo a punto de desmoronarse. Entonces las paredes se derrumbaron también, enterrando al módulo espacial y también el centro de prensa científica.

—¡No se acaba! —gritaba alguien—. ¿Cuándo terminará?

Sharps apenas podía oír las palabras.

Finalmente los temblores empezaron a disminuir. Sharps permaneció tendido. No quería tentar a los hados. Lo que quedaba del aparcamiento estaba inclinado y en precario equilibrio. Ahora Sharps tuvo tiempo de preguntarse quién había estado en la escalera detrás de los cámaras. Ya no importaba, puesto que el equipo de televisión había desaparecido. Quienquiera que se encontrara a quince metros de la escalera se había desintegrado entre la masa de abajo, cubierto por los cascotes de los muros y los restos destrozados de los coches.

El día estaba oscureciéndose de una manera ostensible. Sharps alzó la vista para descubrir la razón. Un telón negro se deslizaba por el cielo. Entre las agitadas nubes negras, los relámpagos brillaban como docenas, centenares de enormes flashes fotográficos.

A su derecha un rayo cayó sobre un árbol y lo partió en dos. El trueno inmediato fue ensordecedor, y el aire olió a ozono. Más rayos se abatieron sobre las colinas cercanas.

—¿Sabes adonde vamos? —preguntó Tim Hamner.

—No —respondió Eileen. Corrían por calles vacías, azotadas por la lluvia—. Por aquí debe haber una carretera que lleve a las colinas. He subido un par de veces.

A la izquierda y detrás de ellos había más casas, intactas en su mayoría. A la derecha se encontraban las elevaciones de Verdugo Hills. Las casas se encaramaban a las laderas, formando pequeñas calles de un par de manzanas de extensión, y en cada una de ellas había letreros que indicaban «terreno cerrado». Excepto por la lluvia y los relámpagos, todo parecía normal en aquella zona. La intensa lluvia sólo permitía ver los objetos más cercanos, y las casas, en su mayor parte antiguas, estucadas, de estilo español, permanecían sin daños apreciables.

—¡Ahí está! —exclamó Eileen.

Giró bruscamente a la derecha y enfiló una carretera alquitranada que serpenteaba por el pie de un alto risco, un espolón de las montañas más lejanas iluminadas por los relámpagos. Era una carretera con muchas curvas, y pronto no vieron más que la colina a la derecha, las sombrías montañas que se alzaban en la distancia y un campo de golf a la izquierda. No se veían automóviles ni personas.

Giraron una y otra vez, hasta que Eileen pisó el freno y el coche patinó y se detuvo, ante un corrimiento de tierras. Más de tres metros de piedras y barro bloqueaban el camino.

—Tendremos que andar —dijo Tina. Miró en dirección a los relámpagos y se estremeció.

—La carretera sigue mucho más —dijo Eileen—. Creo que llega hasta lo alto de las colinas. —Señaló a su izquierda, al campo de golf protegido por una valla metálica—. Abre un espacio en la valla.

—¿Con qué? —preguntó Tim, pero bajó del coche. La lluvia le empapó casi al instante. Permaneció de pie, impotente. Eileen salió por el otro lado, con las llaves del maletero en la mano.

El maletero contenía un gato, varias bengalas de señales y un viejo impermeable manchado de aceite, como si lo hubieran usado para limpiar el motor. Eileen sacó el mango del gato.

—Usa esto. Tim, no tenemos mucho tiempo.

—Lo sé.

Tim cogió la delgada vara metálica y se dirigió a la valla. Se quedó allí inmóvil, con el mango del gato en la mano derecha. La tarea parecía inútil. Oyó que se cerraba la cubierta del maletero y luego la portezuela del coche. A ello siguió el ruido del motor. Tim miró a su alrededor, sorprendido, pero el coche no se movía. No podía ver el rostro de Eileen a través de la intensa lluvia y el vidrio húmedo del parabrisas. ¿Iba a abandonarle allí?

Decidió ponerse manos a la obra. Colocó el mango del gato entre la alambrada y un poste de la valla, tratando de torcer el alambre. No ocurrió nada. Hizo presión, volcando su peso sobre el mango, pero tropezó y cayó contra la valla. Una punta afilada desgarró sus ropas y le hizo un corte. Notó la sal que impregnaba sus ropas en la herida. Dobló los hombros, bajo el dolor y la impotencia, y se levantó.

—¡Tim! ¿Cómo va eso?

El quiso volverse y llamarla, decirle que aquello no tenía sentido, que estaba abatido, se había desgarrado la ropa y... Pero no dijo nada. Se agachó e insertó el mango del gato otra vez, torciéndolo y haciendo palanca contra el cable metálico, hasta que éste se soltó del poste. Repitió la operación una y otra vez, hasta dejar expedito todo un trozo de valla. Entonces fue al siguiente poste y empezó de nuevo la tarea.

Eileen apuntó el coche hacia la valla. Tocó el claxon y gritó: «Hazte a un lado». El automóvil se desvió de la carretera y penetró en la valla, arrancando los cables de otro poste, que cayeron sobre la hierba, y pasando sobre ellos. Eileen aceleró el vehículo.

Tim echó a correr. El coche no se había detenido del todo y parecía que no iba a hacerlo. Corrió hasta ponerse a su altura y abrió la portezuela de un tirón, arrojándose sobre el asiento. Eileen condujo el coche por una calle del campo de golf, dejando en ella surcos profundos, y llegó a una extensión de césped. Siguió adelante destrozando la cuidada superficie de hierba.

Tim se echó a reír, con un deje histérico.

—¿Qué pasa? —le preguntó Eileen, sin apartar la vista de la calle cubierta de hierba que se extendía hacia adelante.

—Recuerdo que cierta vez una señora entró en el césped del Country Club de Los Angeles con zapatos de tacón alto —dijo Tim—. ¡El camarero por poco se muere! Creía comprender la caída del cometa y lo que significa, pero no lo he comprendido hasta verte conducir a través del césped.

Ella no dijo nada, y Tim volvió a contemplar malhumorado el terreno. ¿Cuántas horas de trabajo se habrían invertido para producir aquella perfecta superficie de césped? ¿Volvería a molestarse alguien en hacerlo? Tim sintió de nuevo intensos deseos de reír. Si hubiera palos de golf en el coche, podría salir y dar el primer golpe a la pelota...

Eileen recorrió todo el campo de golf, salió de nuevo a la carretera alquitranada y enfiló hacia las colinas. Ahora estaban en plena naturaleza, con altas colinas a cada lado de la carretera. Pasaron junto a un terreno de acampado y vieron muchachos exploradores. Habían levantado una tienda de campaña y parecían discutir con el jefe de tropa. Tim abrió la ventanilla del coche.

—¡Quedaos en terreno alto! —gritó.

—¿Qué ha sucedido abajo? —preguntó el jefe de tropa.

Eileen redujo la velocidad y se detuvo.

—Incendios, inundaciones, atascos de tráfico —dijo Tim—. Aquello estará inhabitable durante algún tiempo. —Hizo una seña al adulto para que se acercaba—. Quédense aquí, al menos durante la noche.

—Pero nuestras familias... —dijo el hombre.

—¿Dónde?

—En Studio City.

—Ahora no pueden ir allí —dijo Tim—. El tráfico es imposible por el valle. Las carreteras están cortadas, las autopistas se han hundido y hay muchos incendios. Lo mejor que pueden hacer por sus familias es quedarse aquí, donde están a salvo.

El hombre asintió. Tenía grandes ojos castaños y un rostro cuadrado, de expresión franca. Llevaba una barbita rojiza en el mentón.

—Ya se lo he dicho a los chicos. Julie-Ann, ¿has oído eso? Tu madre sabe donde estamos. Si las cosas fueran realmente mal allí, avisarían a la policía para que nos buscaran. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos aquí. —Bajó la voz y se dirigió a Tim—: Supongo que habrá mucho que reconstruir después de ese terremoto. ¿Hay muchos heridos?

—Sí —dijo Tim, apartando la vista. No podía sostener la mirada del jefe de tropa.

—Entonces, nos quedaremos aquí otro día —dijo el hombre—. Mañana habrán de empezar a poner las cosas en orden. Pero los chicos no están preparados para esta lluvia. Nadie espera que llueva en junio. Quizá deberíamos bajar a Burbank y quedarnos en una casa, o una iglesia. Nos alojarían...

—No lo haga —dijo Tim en tono imperioso—. Todavía no. ¿Lleva esta carretera a lo más alto?

—Sí. —El hombre acercó su rostro al de Tim—. ¿Por qué quieren subir ahí? —Señaló los relámpagos que restallaban en las cumbres—. ¿Por qué?

—Tenemos que ir —dijo Tim—. Ustedes quédense aquí, al menos esta noche. Sigamos, Eileen.

Ella arrancó sin decir nada. Entraron en una curva, dejando al jefe de tropa de pie en la carretera.

—Yo tampoco he podido decírselo —dijo Eileen—. ¿Estarán seguros ahí?

—Creo que sí. Parece que estamos a bastante altura.

—La cumbre está a unos mil metros —dijo Eileen.

—Y ahora debemos encontrarnos a más de seiscientos. Estamos seguros. Tal vez sería mejor esperar aquí, hasta que pase la tormenta eléctrica, si es que para alguna vez. Luego podemos seguir o regresar. ¿Adonde iremos a parar si seguimos?

—A Tujunga. Está a más de seiscientos metros de altura. Si nosotros estamos a salvo, Tujunga también ha de estarlo.

Siguieron adentrándose en las colinas, por la carretera serpenteante. Tim frunció el ceño. Nunca había tenido un buen sentido de la dirección, y no había mapas en el coche.

—Mi observatorio está más arriba del gran cañón de Tujunga... Se puede ir subiendo por aquella carretera. Yo lo he hecho alguna vez. En el observatorio hay comida, equipo de emergencia y suministros.

—¿También te dio a ti la fiebre del Martillo? —bromeó Eileen.

—No. Es un lugar muy apartado. Más de una vez me he quedado bloqueado por la nieve, en ocasiones durante más de una semana. Por eso lo tengo bien aprovisionado. ¿Adonde vamos? ¿Por qué no paras?

—Yo... no lo sé.

Eileen redujo la velocidad y avanzó pausadamente, casi a paso de hombre. La lluvia había disminuido, aunque todavía caía en exceso para una zona de escasas precipitaciones, como Los Angeles, y era un fenómeno insólito en verano, pero al menos ahora no era más que lluvia, no un diluvio. En cambio se había levantado el viento, que aullaba por el cañón y obligaba a los dos viajeros a comunicarse a gritos, pero el viento era un compañero tan constante que ya no lo notaban.

Pasaron otra curva y se encontraron en una alta cornisa que miraba al sur y el oeste. Eileen frenó, a pesar del peligro de desprendimientos desde arriba, y cerró el contacto. El viento aullaba y los relámpagos no cesaban. La lluvia impedía la visibilidad del valle de San Fernando, pero a veces el viento la despejaba y se podían ver formas borrosas a lo lejos. Había brillantes resplandores anaranjados en la superficie del valle, docenas de ellos.

—¿Qué es eso? —preguntó Eileen.

—Casas. Estaciones de servicio. Almacenes de combustible. Coches, hogares, camiones cisternas volcados... todo cuanto puede arder.

—Lluvia y fuego. —Eileen se estremeció a pesar del calor que hacía dentro del coche. El viento aulló de nuevo.

Tim tendió los brazos hacia ella. Eileen retrocedió un instante, luego se aproximó a él y apoyó la cabeza en su pecho. Permanecieron así, escuchando el ulular del viento, contemplando las llamas anaranjadas difuminadas a través de la lluvia.

—Lograremos llegar al observatorio —dijo Tim—. Puede que tengamos que andar, pero no está tan lejos. No habrá más de treinta y cinco o cuarenta kilómetros de distancia. Andando, podemos llegar en un par de días. Entonces estaremos a salvo.

—No —dijo ella—. Nadie estará jamás a salvo, nunca más.

—Claro que sí. —Tim permaneció un instante en silencio—. Yo... Me alegro mucho de que me hayas encontrado. No tengo pasta de héroe, pero...

—Lo estás haciendo muy bien.

Volvieron a quedarse en silencio. El viento siguió silbando, pero gradualmente tuvieron conciencia de otro sonido, bajo, sordo, aumentando de volumen, como un avión a reacción, diez reactores, mil reactores rugiendo para despegar. Procedía del sur, y mientras ellos observaban, algunas de las llamas anaranjadas a lo lejos se apagaron. No vacilaron y se extinguieron, sino que se apagaron de súbito, arrebatadas de la vista en un instante. El ruido creció, acercándose.

—Maremoto —dijo Tim en voz baja—. Al fin ha llegado. Una oleada gigantesca, de docenas, tal vez centenares de metros de altura.

—¿Centenares de metros? —preguntó Eileen en tono nervioso.

—Estaremos a salvo. Las olas no pueden avanzar mucho a través de la tierra. Se requiere mucha energía para ello, muchísima. Escucha. Está subiendo por el viejo lecho del río Los Angeles, no a través de las colinas de Hollywood. Quienes se encuentren allí probablemente estarán seguros. Dios ayude a la gente del valle...

Permanecieron sentados, abrazados, mientras los relámpagos restallaban a su alrededor, por encima de ellos, y oían los truenos y, sobreponiéndose a ellos, el rugido del maremoto, a medida que una tras otra las luces anaranjadas en el valle de San Fernando iban apagándose.


Entre la Baja California y la costa occidental de México hay un estrecho espacio de agua cuyas costas parecen las dos púas de un diapasón. El mar de Cortés es tan cálido como el agua de un baño y tan tranquilo como un lago, un verdadero terreno de juego para nadadores y navegantes deportivos.

Pero ahora los fragmentos del núcleo del Hamner-Brown atraviesan la atmósfera terrestre como diminutas estrellas de un blanco azulado. Uno cae hacia la boca del mar de Cortés hasta que choca con el agua entre las púas.

Se abre un cráter blanco anaranjado y las aguas se alzan. El maremoto avanza hacia el sur, en forma de media luna creciente, pero, confinado entre las costas, la ola avanza hacia el norte, como la avanzada de la onda en el cañón de una escopeta. Parte del agua se derrama al este, en México; parte al oeste, cruzando la Baja California, hasta el Pacífico. La mayor parte del agua abandona el extremo septentrional del mar de Cortés, como una cadena montañosa en movimiento, de crestas blancas.

El Valle Imperial, la segunda de las mayores regiones agrícolas de California, está en la misma situación que si estuviera colocado ante la boca del cañón de una escopeta.


Por el deshecho aparcamiento del JPL los supervivientes se arrastraban unos al encuentro de otros. Eran una docena de hombres y cinco mujeres, todos aturdidos, arrastrándose juntos. Abajo había más gente, entre las ruinas de los edificios. Todos gritaban. Otros supervivientes se acercaron a ellos. Sharps se puso en pie, aturdido. Quería ir abajo y ayudar, pero las piernas no le respondían.

Las nubes cubrían totalmente el cielo. Pasaban raudas, formando extraños dibujos. La escasa luz del día que atravesaba aquella negrura era mucho más débil que el continuo relampagueo en todas direcciones.

Sharps oyó llantos de niños. Luego una voz le llamó por su nombre.

—¡Doctor Sharps! ¡Auxilio!

Era Al Masterson, el portero del edificio de Sharps, que se había reunido con otros dos supervivientes. Los tres estaban junto a una camioneta que había chocado con un gran Lincoln verde. La camioneta estaba inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con dos ruedas sobre el asfalto y las otras dos en el aire. Los niños que lloraban se encontraban dentro del vehículo.

—Por favor, señor, dése prisa —urgió Masterson.

Aquello rompió el hechizo. Charlie Sharps echó a correr a través del aparcamiento para ayudar. Junto con Masterson y los otros dos hombres, empujaron la camioneta con su pesada carga hasta ponerla de nuevo en posición vertical. Masterson abrió la puerta. Los rostros de los dos niños estaban bañados en lágrimas. La mujer, June Masterson, no lloraba.

—Están bien —les dijo—. De veras, están bien.

La camioneta estaba cargada hasta el techo con alimentos, agua, latas de gasolina atadas a la puerta trasera, ropas, una escopeta y municiones. Parecía mentira que cupiera allí todo aquel material además de los niños y sus mantas.

—Le oí decir que el Martillo podría golpearnos —decía Masterson a todo el que se paraba a oírle—, le oí decir...

Sharps se rió para sus adentros. Masterson, el portero, había oído hablar a los ingenieros y, naturalmente, no había entendido las posibilidades en contra de que ocurriera algo, así que había estado preparado, bien pertrechado para sobrevivir, con su familia esperando en el aparcamiento, por si acaso. Los demás, pensó Sharps, sabían demasiado...

—¿Qué vamos a hacer, doctor Sharps? —preguntó Masterson.

—No lo sé. —Sharps se volvió a Forrester. El rechoncho astrofísico no había podido echar una mano para enderezar la camioneta. Parecía perdido en sus pensamientos, y Sharps desvió la vista de él—. Creo que haremos lo que podamos por los supervivientes... ¡Pero tengo que ir a casa!

—Yo también —dijo uno, al que se adhirió un coro de voces.

—Pero debemos permanecer juntos —dijo Sharps—. No habrá mucha gente en la que podamos confiar...

—Formemos una caravana —dijo Masterson—. Cogemos algunos coches y vamos todos en busca de nuestras familias. ¿Dónde vivís?

Resultó que había demasiada variedad de direcciones. Sharps vivía cerca de allí, en La Cañada, al igual que otros dos. Los hogares de los demás estaban esparcidos, y algunos vivían muy lejos, incluso en Burbank y Canoga Park, en el valle de San Fernando. Los que vivían en el valle parecían despavoridos.

—Yo no me iría —dijo Forrester—. Esperad. Un par de horas...

Los demás asintieron. Todos estaban enterados.

—Seiscientos kilómetros por hora —dijo Hal Crayne, que hasta hacía pocos minutos había sido geólogo.

—Más —replicó Forrester—. El maremoto se producirá unos cincuenta minutos tras la caída del cometa. —Consultó su reloj—. Menos de media hora.

—¡Pero no podemos quedarnos aquí! —gritó Crayne. Todos los demás gritaron con él. No podían oír sus propias voces.

Entonces empezó a llover, pero no era lluvia lo que caía sino barro. A Sharps le sorprendió ver bolitas de barro que salpicaban el asfalto. Bolitas de barro, duras y secas en el exterior, con centros blandos, y que producían un fuerte sonido al chocar con las carrocerías de los automóviles. Una granizada de barro. Los supervivientes se apresuraron a buscar refugio, en el interior de los coches, bajo ellos o entre la chatarra.

—¿Barro? —preguntó Sharps.

—Sí. Debí haber pensado en ello —dijo Forrester—. Barro salado procedente del fondo del mar, arrojado al espacio y...

La extraña granizada cesó y todos salieron de sus refugios. Ahora Sharps se sentía mejor.

—Todos los que vivís demasiado lejos para ir a vuestras casas, id abajo y ayudad a los supervivientes en la zona de edificios. El resto iremos a por nuestras familias, en caravana, y volveremos aquí si podemos. Dan, ¿cuál es nuestro mejor destino final?

Forrester parecía preocupado.

—Hacia el Norte, fuera del terreno bajo. La lluvia... podría durar meses. Todos los viejos valles fluviales pueden llenarse de agua. No hay ningún lugar seguro en la depresión de Los Angeles. Y habrá sacudidas secundarias a causa del terremoto...

—¿Dónde entonces? —preguntó Sharps.

—En última instancia, al desierto Mojave —dijo Forrester, sin apresurarse—. Pero no al principio, porque ahora no hay nada allí. En última instancia...

—¡Sí, pero ahora, Dan, ahora!

—Las laderas de la sierra, encima del valle San Joaquín.

—¿La zona de Porterville? —preguntó Sharps.

—No sé dónde cae eso...

Masterson buscó en la guantera de su camioneta. Ahora llovía intensamente y mantuvo el mapa desplegado dentro del vehículo. Los demás permanecieron en el exterior, mirando a June Masterson y sus hijos. Los niños estaban quietos. Observaban a los adultos con expresión atemorizada.

—Exactamente aquí —dijo Masterson.

Forrester estudió el mapa. Nunca había estado allí, pero era fácil memorizar la localización.

—Sí, yo diría que es un buen sitio.

—El rancho de Jellison —dijo Sharps—. ¡Está ahí! El me conoce y nos acogerá. Iremos allí. Si tenemos que separarnos, nos reuniremos en ese lugar. —Señaló el punto en el mapa—. ¡Preguntad por la finca del senador Jellison! Ahora, los que no vienen de inmediato con nosotros, que bajen a ayudar a los supervivientes. Al, ¿puedes poner en marcha alguno de estos coches?

—Sí, señor.

Masterson pareció aliviado, lo mismo que los otros. Hacía años que estaban acostumbrados a acatar las órdenes de Sharps, y les parecía bien que él estuviera al mando de nuevo. No le obedecerían como si fueran soldados, pero necesitaban que les dijeran lo que deseaban hacer.

—Dan, tú vendrás en la caravana con nosotros —dijo Sharps—. No serías de mucha utilidad abajo...

—No —dijo Forrester.

—¿Qué? —Sharps estaba seguro de que había entendido mal. El fragor de los truenos era constante y ahora se añadía el sonido del viento que se había levantado.

—No puedo. Necesito insulina —explicó Forrester.

Entonces Sharps recordó que Dan Forrester era diabético.

—Podemos pasar por tu casa...

—¡No! —exclamó Forrester—. Tengo otras cosas qué hacer. No haría más que retrasarte.

—Tienes que venir...

—No te preocupes —dijo Forrester—, estaré bien. —Se volvió y echó a andar bajo la lluvia.

—¡No lo hagas, Dan! —gritó Sharps—. ¡Ni siquiera puedes poner el coche en marcha cuando se agota la batería!

Forrester no se volvió. Sharps miró a su amigo, sabiendo que no lo volvería a ver. Los otros se apiñaron a su alrededor. Todos querían consejo, órdenes, decisión, y esperaban que Charles Sharps se los proporcionara.

—¡Te veremos en el rancho! —gritó Sharps.

Forrester se volvió ligeramente y saludó con la mano.

—Vámonos —dijo Sharps—. La camioneta en el medio.

—Miró al pequeño grupo bajo sus órdenes—. Preston, tú irás conmigo en el coche en cabeza. Coge esa escopeta y tenía cargada.

Todos subieron a sus coches y se pusieron en marcha a través del destrozado aparcamiento, moviéndose cuidadosamente para evitar las enormes grietas y los hoyos.

El coche de Forrester estaba intacto. Lo había aparcado en la zona más alta, muy alejado de los demás coches, los árboles y el borde del risco, lateral a la inclinación de la colina. Sharps pudo distinguir las luces del vehículo de Forrester que seguía a la caravana calle abajo. Confió en que Dan hubiera cambiado de idea y les siguiera, pero cuando llegaron a la autopista, vio que Dan Forrester había girado en dirección a Tujunga.

La carretera se estrechaba hasta convertirse en un camino estrecho e inclinado, a cuya derecha había un precipicio de quince metros o más. Eileen se esforzó por dominar el coche, hasta que se detuvo.

—Caminaremos a partir de aquí —dijo, pero no hizo ademán alguno para bajar del coche. La intensidad de la lluvia había disminuido, pero ahora era más fría, y el relampagueo en todas direcciones era constante. Había en el aire un fuerte y acre olor a ozono.

—Vámonos pues —dijo Tim.

—¿A qué tanta prisa?

—No lo sé, pero vámonos.

Tim no podría haberle explicado su urgencia. Ni siquiera estaba seguro de comprenderla él mismo. Para Hamner, la vida era civilizada y relativamente simple. Uno se mantenía alejado de las zonas de la ciudad donde el dinero y la posición social no eran importantes, y dondequiera que fuese contrataba personas para que hicieran las cosas o compraba herramientas para hacerlas. Mentalmente sabía que todo eso había llegado a su fin. Emocionalmente... aquello no podía ser el fin del mundo. El mundo seguía allí, y Tim quería ayuda. Quería una policía educada, unos tenderos vivaces y corteses, funcionarios eficientes... En una palabra, la civilización.

Una inmensa muralla de agua avanza hacia el Este a través del Atlántico Sur. Su borde de la izquierda pasa por el cabo de Buena Esperanza, anegando tierras que pertenecieron sucesivamente a los hotentotes, holandeses, británicos y sudafricanos blancos, hasta llegar al pie del monte Mesa e inundar el ancho valle contiguo.

El borde derecho de la ola choca con la Antártida, quebrando glaciares de quince kilómetros de largo por ocho de ancho. La inmensa ola irrumpe entre África y la Antártida. Cuando llega al espacio más amplio del Océano Indico, la ola ha perdido la mitad de su fuerza. Ahora sólo mide ciento veinte metros de altura, y avanza hacia la India, Australia y las islas de Indonesia a ochenta kilómetros por hora.

La ola barre las tierras bajas de la India meridional y luego, encauzada por la estrecha bahía de Bengala, recobra gran parte de su fuerza y altura y rompe en las marismas de Bangladesh. Después sigue hacia el Norte, atravesando Calcuta y Dacca. Finalmente las aguas se detienen al pie del Himalaya, donde se reúne con las inundaciones del valle del Ganges. Cuando las aguas se retiran, el sagrado Ganges rebosa de cadáveres.

Caminaron penosamente a través del barro, cuesta arriba. El camino conducía a un collado en lo alto de la colina, no lejos de las cumbres, pero la distancia era considerable en aquellas condiciones. Los relámpagos se sucedían sin tregua.

Grandes masas de barro se adherían a sus zapatos, que pronto pesaban tres o cuatro veces más de su peso normal. Caían en el barro y se levantaban, ayudándose como podían y así llegaron poco a poco a lo alto de la colina y bajaron por el otro lado. Paso a paso, sin detenerse, se acercaron a la ciudad que Tim imaginaba indemne, con moteles, agua caliente, luz eléctrica y un bar donde servirían Chivas Regal y Michelob...

Llegaron a un tramo asfaltado y la marcha fue más fácil.

—¿Qué hora es? —preguntó Eileen.

Tim presionó el botón de su reloj digital.

—Las doce en punto.

—Y está tan oscuro... —Eileen resbaló con unas hojas mojadas y cayó sobre el asfalto. No se levantó.

—Eileen... —Tim se inclinó para ayudarla.

La muchacha estaba sentada en el pavimento y no parecía herida, pero no intentaba incorporarse. Lloraba silenciosamente.

—Tienes que levantarte.

—¿Por qué?

—Porque no puedo cargar contigo e ir muy lejos.

Ella casi se rió, pero en seguida se cubrió el rostro con las manos y permaneció acurrucada bajo la lluvia.

—Vamos —le dijo Tim—. Las cosas no están tan mal. Es posible que aquí no ocurra nada. Habrá salido la Guardia Nacional, la Cruz Roja. Habrá tiendas de emergencia.

Tim tuvo la impresión de que aquellas cosas se evaporaban a medida que las evocaba, como si pertenecieran al mundo de los sueños, pero siguió hablando, desesperadamente.

—Y compraremos un coche. Hay centros de venta más adelante. Compraremos un cacharro y nos llevará hasta el observatorio. Y llevaremos una cesta de pollo frito para el camino. ¿Te parece bien?

Ella meneó la cabeza y se rió, pero sin levantarse. Tim se agachó y le tocó los hombros. Eileen no se resistió, pero tampoco hizo el menor esfuerzo para incorporarse. Tim la levantó en brazos y empezó a caminar penosamente por la carretera.

—Esto es absurdo —dijo Eileen.

—Apuesto a que sí.

—Puedo caminar.

—Muy bien. —Tim la soltó y ella permaneció en pie, pero se aferró a él y apoyó la cabeza en su hombro.

Finalmente se separó de Tim.

—Me alegro de haberte encontrado. Anda, vamos.

—Numeraos —ordenó Gordie.

—Uno —respondió Andy Randall.

Los demás pronunciaron su número sucesivamente: «Dos». «Tres». «Cuatro». «Cinco».

Bert Vanee llegó un poco tarde y miró nerviosamente a su padre mientras decía: «Seis». Pero Gordie no pareció percatarse.

—Y yo —dijo Gordie—. Muy bien, Andy, encabeza la marcha. Yo iré detrás de Charlie.

Empezaron a bajar por el sendero. El precipicio estaba a menos de dos kilómetros. No tardarían más de veinte minutos en llegar. Rodearon una curva y tuvieron una vista magnífica que se extendía hacia el este, por encima de las copas de los pinos. El aire matinal era límpido y la luz tenía una tonalidad... curiosa.

Gordie consultó su reloj. Llevaban diez minutos andando. Se sentía tentado a prescindir de su parada obligatoria para atarse los cordones de las botas. El esfuerzo para parecer natural le costaba más de lo que le había costado tomar su decisión.

Hubo un intenso resplandor hacia el este, brillante pero breve. Demasiado brillante para ser un relámpago, y, además, el cielo estaba despejado. Su impresión en los ojos no desaparecía ni siquiera parpadeando.

—¿Qué ha sido eso, papá? —preguntó Bert.

—No lo sé. Tal vez un meteoro. Vamos a detenernos para que os atéis bien las botas.

Los chicos se desprendieron de las mochilas y buscaron piedras para sentarse. La brillante impresión visual se desvanecía lentamente. Gordie no podía mirar directamente los cordones de sus botas. Entonces notó que el viento había cesado. El bosque estaba totalmente inmóvil.

Un vivo resplandor, una inmovilidad súbita. Era como si...

La onda expansiva pasó con estruendo por el lugar en que se hallaban. En alguna parte cayó un árbol muerto, agitándose en la agonía final entre sus hermanos. El fragor prosiguió largo tiempo, y se levantó el viento.

¿Habría estallado una bomba atómica en la zona de pruebas de Frenchman Fiat? No podía ser. Jamás hacían pruebas que tuvieran tales efectos. ¿Qué era entonces?

Los muchachos charlaban. Entonces el suelo se movió con estruendo, se onduló. Cayeron más árboles.

Gordie cayó sobre su mochila. Los muchachos habían salido despedidos de las piedras en las que se habían sentado. Uno de ellos, Herbie Robinett parecía herido. Gordie se acercó a él arrastrándose. El muchacho no sangraba y no tenía nada roto. Sólo estaba conmocionado.

—¡No te levantes! —le gritó Gordie—. ¡Y cuidado con las ramas y troncos de los árboles que caen!

La intensidad del viento aumentaba, pero estaba cambiando de dirección moviéndose hacia el sur, y ya no soplaba del este, donde habían visto el vivo resplandor. La tierra tembló de nuevo.

En la lejanía, mucho más allá del horizonte y alzándose hacia la estratosfera, se veía una extraña nube en forma de hongo, cuyas horribles volutas subían más y más. Aquel era el lugar preciso donde se había producido el resplandor.

Uno de los muchachos tenía una radio y se la acercó al oído.

—No se oyen más que interferencias, señor Vanee. Creo haber oído algo más, pero no lo he entendido.

—No es de extrañar —dijo Gordie—. En las montañas, casi nunca podemos oír nada en pleno día.

Pero aquel viento le inquietaba. ¿Y qué era aquella cosa? ¿Un fragmento del cometa? Gordie se rió amargamente. Tanto alboroto acerca del fin del mundo y no era nada. Un vivo resplandor en el valle de la Muerte... o quizá no se tratara del cometa. La zona de experimentación atómica estaba en aquella dirección, a unos quinientos kilómetros...

El suelo había dejado de temblar.

—Vámonos —ordenó Gordie—. En pie.

Mientras recogía su mochila se preguntó que haría ahora. Si cumplía su designio, ¿podrían arreglárselas los muchachos sin él? ¿Qué sucedía allá abajo? Nada. No debía ser más que un meteoro, tal vez de gran tamaño, quizá tan grande como el que cayó en Arizona, el que abrió un cráter con más de medio kilómetro de diámetro. Era algo impresionante, y los chicos hablarían de aquel suceso durante años. Pero aquello no resolvía su problema. Los auditores del banco estarían allí el viernes próximo y...

—Mirad que nubes más curiosas —dijo Andy Randall en tono preocupado.

—Ah, sí —dijo Gordie distraídamente. Entonces reparó en lo que Andy señalaba.

Era al sudoeste, casi en el sur, como si hubieran vertido desde el cielo un gran charco de tinta negra. Inmensas nubes negras, cada vez más altas, lo cubrían todo...

Y el viento ululaba entre los árboles. Más y más nubes que parecían formarse de la nada corrían hacia ellos a una velocidad tremenda, más rápidas que aviones a reacción...

Gordie miró frenéticamente a su alrededor. No había ningún lugar donde resguardarse.

—¡Coged los ponchos! —gritó.

Los muchachos sacaron sus capotes de monte. Mientras Gordie se ponía el suyo, la lluvia cayó como un torrente de agua cálida. Gordie notó el sabor salado del agua. ¡Agua salada!

—¡Ha sido el cometa! —musitó.

Y aquello era el fin de la civilización. Los documentos que probaban su delito en el banco habrían desaparecido. Ya no importaban. ¿Y Marie? Las nubes se acumulaban sobre Los Angeles, y no había un vehículo en muchos kilómetros a la redonda. No podía hacer nada por ella, no tenía ninguna posibilidad de ayudarla. En aquel preciso momento, el problema de Gordie eran los muchachos.

—Volvemos a Soda Springs —les dijo. Era el mejor lugar, hasta que supieran lo que iba a suceder. Estaba a cubierto y en terreno llano.

—¡Quiero ir a casa! —gritó Herbie Robinett.

—Haz que se muevan, Andy —ordenó Gordie. Les hizo señas con la mano para que avanzaran, dispuesto a empujarlos si era necesario, pero los chicos se pusieron en marcha. Cuando pasó Bert, Gordie creyó ver lágrimas en sus ojos, lágrimas que se confundían con la sucia agua de lluvia que caía intensamente.

Dentro de poco los senderos estarían inundados, desaparecerían. Y aquella lluvia cálida derretiría la nieve de las cumbres. El río Kern se desbordaría y todas las carreteras quedarían inutilizadas.

De repente, Gordie Vanee echó la cabeza atrás y lanzó un grito de triunfo. Iba a vivir.

EL MARTES DEL PORTENTO: TRES

Cuando Adán trabajaba la tierra y Eva tejía,

Kyrie Eleison,

¿Quién era entonces el caballero?

Kyrie Eleison.

Canción-marcha de la Compañía Negra durante la Revuelta Campesina, Alemania, 1525.


Harvey Randall se encontraba a quince minutos de su casa cuando golpeó el Martillo.

El día se convirtió en noche y a la noche la iluminó una fantástica pirotecnia. A través de la negra nube asomaban retazos de la luz diurna, pero los relámpagos eran mucho más brillantes. Las colinas aparecían bajo una luz blanco azulada y se desvanecían. Ora el cielo era blanco sobre el recortado perfil negro de los montes, ora se iluminaba el cañón a la izquierda, ora la negrura era profunda, apenas iluminada por los faros de los coches... A veces, la caída de un rayo en las cercanías hacía que Randall cerrara con fuerza los ojos doloridos. Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad, pero la lluvia caía aun más veloz. Randall había abierto ambas ventanillas. Era mejor mojarse que avanzar a ciegas.

Conducir en semejantes condiciones era una locura, pero el tráfico todavía era denso. Tal vez todos los conductores habían perdido el juicio. Entre el fragor de los truenos y la lluvia que golpeaba el metal se oía el estruendo de innumerables cláxones. Los coches cambiaban de carril sin avisar, avanzaban en sentido contrario y volvían apresuradamente a su carril cuando se encontraban ante las luces de otros coches que venían de frente.

El furgón de Randall era demasiado grande para tales piruetas. Un corrimiento de tierras había bloqueado la mitad de la carretera, y un conductor poco decidido, se había detenido para dejar que pasaran los demás. Randall pasó por encima del obstáculo, el furgón osciló peligrosamente pero se mantuvo, invadió la calzada contraria y volvió a su carril. Más adelante se encontró con nuevos corrimientos, brechas en la carretera, coches parados... Harvey se preguntó si la casa se habría derrumbado con Loretta dentro, o si Loretta, cegada por el pánico habría salido para ver si él llegaba en el coche. No podría sobrevivir sola, y nunca se encontrarían. Le pareció que había transcurrido una hora desde el choque del cometa.

Más tarde o más temprano llegarían los saqueadores. Loretta sabía dónde estaba la escopeta, pero ¿la usaría? Randall giró para entrar en Fox Lañe, donde el agua llegaba hasta los tapacubos del coche, llegó a la casa y accionó el dispositivo de apertura a distancia. Todas las casas estaban a oscuras. La puerta del garaje no se abrió, pero la de la casa estaba abierta de par en par.

El saqueo no podía haber empezado tan pronto, pero por si acaso cogió la linterna y una pistola, bajó del furgón, echándose al suelo, y rodó hasta quedar debajo del vehículo. Desde allí estudió la situación.

La casa parecía vacía y la lluvia entraba por la puerta abierta.

Salió rodando de debajo del vehículo y echó a correr hacia la casa. Cruzó la puerta sin encender la linterna. La enfocaría al rostro de la primera persona que viera. Pensó que Loretta podría ir a cerrar la puerta, tal vez armada con la escopeta, en cuyo caso él se apartaría, lanzándose por los escalones. Su vida dependería de sus reflejos: tal como actuaba, Loretta se asustaría lo bastante para disparar.

Harvey avanzó un poco más y enfocó la linterna. Los relámpagos sólo permitían ver sombras confusas. Los truenos apagaban todos los demás sonidos. En cuanto encendió la linterna vio a Loretta. Estaba tendida en el suelo, boca arriba. El rostro y el pecho eran una informe masa húmeda: el destrozo que deja el disparo de una escopeta. Kipling, sin cabeza, era un amasijo de sangre y pelo a su lado.

Harvey se acercó. Al andar no sentía sus piernas. Era como si caminara sobre almohadas, la última etapa del agotamiento antes del colapso. Se arrodilló y dejó el arma en el suelo. No se le ocurrió que alguien podría estar todavía allí. Tocó la garganta de Loretta. Apartó la mano, con un estremecimiento, y le buscó el pulso de la muñeca. No lo encontró y pensó que era una suerte. ¿Qué hubiera hecho si su mujer hubiese estado aún con vida? ¿A quién recurrir?

No la habían violado, pero ¿qué importaba eso ahora? Tampoco le habían arrebatado las pulseras. Y aunque habían abierto y vaciado los cajones del bufet, las piezas de plata seguían allí. ¿Por qué habían hecho aquello? ¿Qué buscaban?

Los pensamientos de Randall eran lentos y confusos, y seguían sendas extrañas. Por un lado no podía creer nada de aquello; no podía aceptar que allí estaba tendido el cadáver de su mujer, iluminado a intervalos por los relámpagos. No podía creer en el siniestro clima, en los terremotos ni en que un gran espectáculo luminoso se hubiera transformado en el fin del mundo. Cuando se levantó y fue al dormitorio en busca de algo con que cubrir a Loretta, lo hizo porque la había estado contemplando hasta que no pudo soportarlo más.

Los cajones del tocador estaban fuera de su sitio y volcados. Randall vio las pulseras, un anillo de oro, el broche de amatista de Loretta y los pendientes a juego entre el revoltijo. Los armarios roperos también habían sido revueltos. ¿Dónde estaban...? Sí, se habían llevado sus dos abrigos. Harvey deambuló entre los objetos tirados por el suelo. Sobre la cama había un montón de cosas: medias, frascos de cosméticos, barras de labios. Harvey lo arrojó todo al suelo, cogió las ropas de cama y las arrastró hasta el vestíbulo. Algo pugnaba por abrirse paso en su mente, pero lo rehuyó. Cubrió a Loretta y se sentó de nuevo.

En ningún momento se había preguntado si los asaltantes seguirían allí, pero trató de imaginar a los que habían hecho aquello. ¿Un hombre, una mujer, un grupo? ¿Qué podían haber querido? Habían abandonado la plata y las joyas, pero se habían llevado los abrigos.

Tambaleándose, Harvey se dirigió a la cocina.

Los asaltantes habían encontrado su provisión de tasajo, vitaminas y sopa enlatada. Se lo habían llevado todo. Harvey comprendía ahora lo que habían estado buscando, e inspeccionó los lugares donde había almacenado el material de supervivencia. Las latas de gasolina habían desaparecido del garaje. Las armas tampoco estaban en su sitio. ¡Los asaltantes habían actuado de acuerdo con un plan! En cuanto cayó el cometa supieron lo que tenían que hacer. ¿Habían elegido su casa al azar? ¿Tal vez su calle? Tal vez habían asaltado todas las casas de la manzana.

Volvió al vestíbulo, junto a Loretta. «Querías que me quedara», le dijo. Sintió un nudo en la garganta y no pudo decir nada más. Meneó la cabeza y entró en el dormitorio.

Se sentía mortalmente fatigado. Permaneció de pie al lado de la cama, contemplando los objetos desparramados por el suelo. Aquello no tenía sentido. Medias todavía en sus envases, champú, lociones para el cabello y la piel, esmalte de uñas, media docena de grandes frascos, barras de labios, cajas de rulos... docenas de objetos. Si hubiera podido imaginar aquello... Si hubiera llegado antes, tal vez habría encontrado a los asaltantes, o podría haberlos perseguido. Todavía tenía su pistola.

En medio de su estupor, seguía sin poder creerlo. Los asaltantes se habían ido y allí estaba él con Loretta. Se sentó en la cama y contempló el cepillo de pelo de Loretta y sus gafas de sol...

Poco a poco comprendió la lógica de todo aquello. El Martillo había golpeado y Loretta había empezado a preparar su equipo de supervivencia, las cosas sin las cuales no podría vivir. Entonces habían llegado los asesinos y le habían dado muerte, dejando atrás, como basura, los lápices de labios y cejas y las medias sin los que Loretta no podría enfrentarse a la vida. Pero se habían llevado la maleta.

Harvey se echó boca abajo y ocultó la cabeza entre los brazos. Los truenos y la lluvia rugían en sus oídos, ahogando los pensamientos que él quería ahogar.

Tuvo conciencia de que alguien le miraba. Los truenos seguían sin cesar y no hubiera podido oír ruido alguno, pero notó la mirada fija en él y recordó que no debía moverse antes de recordar por qué. Cuando se moviera, debería hacerlo de súbito y... Había dejado el arma al lado de Loretta. No había nada qué hacer. Se puso boca arriba.

—¿Harv? —preguntó alguien. El no respondió—. Harv, soy yo, Mark. Dios mío, ¿qué ha ocurrido?

—No lo sé. Han asaltado la casa.

Casi se había adormecido cuando Mark habló de nuevo.

—¿Estás bien, Harv?

—Yo no estaba aquí. Fui a entrevistar a un maldito profesor de la universidad, me metí en un atasco de tráfico y... no estaba aquí. Déjame solo.

Mark fue de un lado a otro de la habitación, examinando los armarios.

—Harv, tenemos que irnos de aquí. Tú y tu maldito pastel helado celeste... Toda la depresión de Los Angeles está bajo el océano. ¿Lo sabías?

—Ella quería que me quedara. Estaba asustada —dijo Harvey—. Trató de pensar en algo para que Mark se marchara—. Vete y déjame solo.

—No puedo, Harv. Tenemos que enterrar a tu mujer. ¿Tienes una pala?

Harvey abrió los ojos. La estancia parecía iluminada por una luz estroboscópica surrealista. Curiosamente, ya no oía los truenos. Se levantó.

—Creo que hay una en el garaje. Gracias.

Cavaron en el jardín trasero. Harvey quería hacerlo solo, pero pronto se le agotó la energía y Mark le sustituyó. La pala chapoteaba en el barro demasiado húmedo y era muy difícil avanzar en la tarea bajo aquella lluvia intensa.

—¿Qué hora es? —preguntó Mark. Estaba metido en el hoyo hasta la cintura y el agua casi le cubría las botas.

—Mediodía —dijo una voz femenina.

Harvey miró a su alrededor, sorprendido. Vio a Joanna apostada en la suave pendiente detrás de la casa. La lluvia le corría por el rostro. Tenía una escopeta y parecía vigilar con toda su atención.

—Ya es lo bastante profundo —dijo Mark—. Quédate aquí, Harv. Jo, vamos adentro. Dale la escopeta a Harv.

—De acuerdo.

La muchacha bajó la cuesta. Su figura diminuta contrastaba con la gran escopeta. Se la dio a Harvey sin decir una palabra.

Harvey permaneció de pie bajo la lluvia, montando guardia junto a una tumba vacía. Si alguien se hubiera acercado a él por detrás, ni siquiera se habría dado cuenta, pero vio a Mark y Joanna.

El robusto Mark y la pequeña Joanna, que llevaban un Imito envuelto en una manta. Harvey quiso echar una mano, pero llegó tarde. Depositaron el cadáver en la fosa, y el agua del fondo rodeó la manta y la cubrió. Harvey vio que era una manta eléctrica, la manta eléctrica de Loretta. Nunca lograba estar bastante caliente por la noche.

Mark cogió la pala y Joanna la escopeta. Mark cubrió la fosa con rápidas paladas. Harvey trató de encontrar algo que decir, pero no le salió nada. Finalmente se limitó a dar las gracias.

—De nada. ¿Quieres leer algunas palabras?

—Debería hacerlo —dijo Harvey. Echó a andar hacia la tasa, pero no pudo entrar.

—Toma. Esto estaba en el dormitorio —dijo Joanna.

Era el librito de oraciones que usó Andy en su confirmación. Loretta debía haberlo incluido entre el equipo de supervivencia. Harvey lo abrió por la parte dedicada a las oraciones para los difuntos. La lluvia empapó la página antes de que pudiera leer, pero encontró una línea apropiada. La leyó a medias, recordando el resto de memoria.

—Oh, Señor, concédele el descanso eterno y haz que la luz perpetua luzca sobre ella.

No pudo ver nada más. Al cabo de un largo rato, Mark y Joanna acompañaron a Harvey a la casa.

Se sentaron a la mesa de la cocina.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Mark—. Creo que vimos a los asaltantes.

—Mataron a Frank Stoner —añadió Joanna.

—¿Quién ha sido? —preguntó Harvey—. ¿Qué aspecto tenían? ¿Podemos seguirles la pista a esos bastardos?

—Te lo diré más tarde —dijo Mark—. Primero, recojamos las cosas y vayámonos.

—Dímelo ahora.

—No.

Joanna había dejado la escopeta encima de la mesa. Harvey la cogió, calmosamente, y comprobó si estaba cargada. Manejaba el arma con la precisión de quien tiene un excelente adiestramiento.

—Quiero saberlo —insistió.

—Eran motoristas —dijo Joanna—. Media docena de ellos que escoltaban una gran camioneta azul. Los vimos girar por Fox Lañe.

—Esos bastardos —dijo Harvey—. Sé donde viven. Es una callejuela a un kilómetro de aquí. Ellos mismos cambiaron el nombre de la calle y pusieron en el letrero «Montaña nevada».

Harvey se puso en pie.

—Ya no los encontrarás ahí —dijo Mark—. Fueron hacia el norte, en dirección a Mulholland.

—Frank, Mark y yo... —dijo Joanna—. íbamos en las motos.

—Bajaban por tu calle —dijo Mark—. Quise saber lo que ocurría. Me detuve y alcé la mano, ya sabes, como hacen los motoristas cuando quieren que otro se pare para hablar. ¡Y uno de aquellos hijos de puta me disparó con una escopeta!

—Erraron el tiro y dieron a Frank —dijo Joanna—. Lo derribaron. Si el tiro no le mató, lo hizo la caída, porque se golpeó contra el bordillo. Los motoristas siguieron adelante. No sabíamos qué hacer, así que vinimos aquí tan rápido como pudimos.

—Dios mío —dijo Harvey—. Llegué aquí media hora antes que vosotros. Estaban aquí, en alguna parte, muy cerca, mientras yo estaba... mientras...

—Sí —dijo Joanna—. Los conoceremos si volvemos a verles. Llevan motos grandes, y la camioneta llena de pintadas. Podremos reconocerles.

—Nunca había visto antes a esa banda —añadió Mark—. Ahora no hay modo de darles alcance. Harv, no podemos quedarnos aquí. La depresión de Los Angeles se ha inundado. El maremoto ha matado a todo el mundo allá abajo, pero debe haber un millón de personas en estas colinas, y seguro que no hay comida para alimentar a tanta gente. Ha de haber un lugar mejor adonde ir.

—Frank quería ir al desierto Mojave —dijo Joanna—. Pero Mark pensó que deberíamos venir a ver qué hacías...

Harvey no dijo nada. Dejó la escopeta y se quedó mirando la pared. Tenían razón. No podía dar alcance al grupo de motoristas, y estaba muy cansado.

—¿Han dejado alguna cosa? —preguntó Mark.

Harvey no respondió.

—Hagamos un registro de todos modos —dijo Mark—. Jo, tú mira en la casa. Yo miraré afuera, en el garaje, donde sea. Pero no podemos dejar el furgón solo. Vamos, Harv.

Cogió a Harvey de un brazo y le obligó a incorporarse. Mark tenía una fuerza sorprendente. Harvey no se resistió y dejó que su amigo le llevara hasta el furgón y le depositara en el asiento del pasajero, dejando la pistola de tiro olímpico en su regazo. Luego cerró todas las puertas, dejando a Harvey sentado en el interior, mirando fijamente la lluvia.

—¿Crees que estará bien? —preguntó Joanna.

—No lo sé, pero nos hará caso. Anda, veamos lo que podemos encontrar.

Mark encontró las botellas de agua en el garaje, junto con otras cosas: sacos de dormir, húmedos, pero útiles todavía. Sin duda los motoristas tenían los suyos y no se habían molestado en llevárselos. Mark pensó que eran unos estúpidos. Los sacos militares de Harv, diseñados para temperaturas glaciales, eran mejores que cualquier saco que pudieran poseer los motoristas.

Poco después, Mark llevó lo que había rescatado al furgón y abrió la puerta trasera. Luego recogió las pequeñas y sucias motos en las que él y Joanna habían viajado. Pensó en pedir ayuda a Harvey, pero encontró unos tablones y los usó como rampa. Auxiliado por Joanna, subió una de las motos al furgón y puso encima las cosas que había recogido.

—Harv, ¿dónde está Andy? —preguntó Mark finalmente.

—Está seguro, en las montañas. Ha ido de excursión con Gordie Vanee... ¡Marie!

De repente se acordó de la mujer de Gordie. Bajó de un salto y corrió hacia la casa de su vecino. La puerta de entrada estaba abierta. Harvey se quedó ante el umbral, temeroso de entrar. ¿Y si los asaltantes hubieran estado en casa de Gordie mientras él permanecía al lado de Loretta? Maldijo su inutilidad.

Mark entró en la casa y salió poco después.

—La han saqueado, pero no hay nadie, ni tampoco sangre. —Se dirigió al garaje y trató de abrir la puerta. No le costó hacerlo; la cerradura estaba rota. El garaje estaba vacío—. Harv, ¿qué clase de coche tenía tu vecino?

—Un Cadillac —respondió Harvey.

—Entonces la mujer se ha ido, porque aquí no hay ningún coche y los saqueadores no llevaban un Cadillac. Regresa y vigila el furgón. Tenemos que recoger más cosas. O ayúdanos a llevarlas.

Harvey volvió al vehículo y pensó a dónde podría haber ido Marie Vanee. Se sentía responsable de ella. Gordie cuidaba de su hijo, y él debía ocuparse de la mujer de Gordie, pero no tenía la menor idea de dónde podría estar...

De súbito, su mente se iluminó. Sí, sabía donde estaba. En el Country Club de Los Angeles, donde el gobernador daba una fiesta para recaudar fondos con destino a los niños minusválidos. Marie formaba parte de la junta. Debía estar allí cuando se produjo la catástrofe.

Y si todavía no había regresado, ya no lo haría. Harvey ya no era responsable de Marie.

Mark salió de la casa y, al verle, Harvey se sobresaltó. Llevaba algo entre las manos... Una ballena de cristal de Steuben que valía cinco mil dólares. Era el regalo de bodas que les había hecho la familia de Loretta. Un par de años atrás, Mark se había atrevido a poner las manos en aquel objeto y Loretta le había echado de casa.

Mark llevó cuidadosamente la ballena de cristal a la camioneta. La envolvió con sábanas, fundas de almohada y mantas.

—¿Para qué es todo eso? —preguntó Harvey. Señaló la ballena, el bote de crema para la piel, las cajas de Kleenex y los restos del equipo de supervivencia de Loretta, junto con otras cosas.

—Son artículos para trueque —dijo Mark—. Tus cuadros, algunos objetos lujosos. Si encontramos algo mejor, tiraremos todo eso, pero tenemos que llevar algo. Me alegro de que la cabeza te funcione de nuevo, Harv. Casi vamos cargados hasta los topes. ¿Quieres subir o prefieres echar otro vistazo a la casa?

—No puedo volver ahí...

—Bien, de acuerdo. —Alzó la voz para llamar a la muchacha—: Jo, nos marchamos.

—Ya voy.

Joanna salió de su puesto de vigilancia detrás de un seto, totalmente empapada, sosteniendo todavía la escopeta.

—¿Estás en condiciones de conducir, Harv? —le preguntó Mark—. El vehículo es demasiado grande para que lo conduzca Joanna.

—Puedo conducir.

—Muy bien. Yo iré de escolta con la moto. Dame la pistola, y tú, Jo, quédate con la escopeta. Una cosa, Harv. ¿Hacia dónde vamos?

—No lo sé —dijo Harvey—. Hacia el norte. Ya pensaré algo cuando estemos en camino.

—De acuerdo.

El ruido de la motocicleta apenas fue audible bajo el rugido de los truenos. Emprendieron la marcha en dirección al norte, hacia Mulholland, por la misma ruta que habían seguido los saqueadores, y Harvey no perdió la esperanza de dar con ellos.

Bajo la cortina de lluvia Dan Forrester sólo podía ver el camino en las breves fracciones de tiempo en que el limpiaparabrisas despejaba el agua. El diluvio difuminaba la luz de los faros antes de que pudiese llegar a la carretera. Los continuos relámpagos proporcionaban más luz, pero no pasaba de una luminosidad blancuzca en aquella lobreguez. Torrentes de agua cruzaban la retorcida carretera de montaña, y el coche avanzaba penosamente.

Se preguntó qué ocurriría en los valles, pero pronto lo sabría. Antes tenía que hacer algunos preparativos.

Charlie Sharps lo sabría antes. Dan estaba preocupado por Charlie. Las posibilidades de éste no eran escasas, pero no hubiera debido viajar con aquella camioneta cargada. Se veía en seguida que valía la pena robarla. Pero Masterson también debía llevar algunas armas.

Aunque llegaran al rancho, ¿les dejaría quedarse el senador Jellison? El rancho estaba muy por encima de la zona inundada. Si aceptaban a todos los que llegaran, sus reservas de alimentos se agotarían en un día, y al día siguiente desaparecería el ganado. Tal vez sólo admitirían a Charlie Sharps. Probablemente no necesitarían los servicios de Dan Forrester, doctor en Humanidades y ex astrofísico. ¿Quién iba a necesitarlos?

Le sorprendió encontrarse de repente ante su casa. El aparato de apertura de puertas a distancia funcionaba, y abrió la puerta del garaje. Todavía disponía de fuerza eléctrica, pero no sería por mucho tiempo. Dan dejó la puerta abierta. Una vez en el interior de la casa, encendió algunas luces y luego sacó un montón de velas, de las que encendió dos.

La casa era pequeña. Tenía una habitación grande, con las paredes forradas de libros, colocados en estanterías que iban del suelo al techo. Sobre la mesa del comedor, Dan había amontonado su equipo. Compró una buena provisión de alimentos congelados mientras los hubo en existencia, pero no se paró ahí, sino que se llevó a casa una buena cantidad de grandes bolsas de plástico, sprays de insecticida y bolas de naftalina, todo lo cual cubría la mesa. Dan se puso a trabajar en el suelo.

Silbaba a medida que realizaba su labor: rociaba un libro con insecticida, lo metía en una bolsa, con algunas bolas de naftalina, y la cerraba herméticamente. Luego metía el envoltorio en otra bolsa que también cerraba, y ésta en otra más... Los paquetes iban amontonándose en el suelo, y cada uno de ellos contenía un libro cubierto con cuatro bolsa de plástico. En un momento determinado se levantó para ponerse unos guantes y colocar un ventilador a su espalda; así evitaría que el insecticida le impregnara las manos y penetrara en sus pulmones.

Cuando el montón de bolsas sobre el suelo alcanzó una altura considerable, cambió de sitio, y cuando el segundo montón llegó a ser tan alto como el primero, se levantó lentamente. Tenía rígidas las articulaciones. Le dolían los pies. Movió las piernas para activar la circulación. Preparó café en la cocina. La radio no emitía más que los ruidos confusos de las interferencias. Puso un rimero de discos en el tocadiscos automático. Ahora tenía suficiente espacio en la mesa de la cocina y reanudó allí su trabajo.

Los dos montones separados de bolsas fueron acercándose hasta convertirse en uno solo.

Las luces se apagaron, las voces de los Beatles se hicieron graves y lentas hasta desvanecerse. Dan se vio de repente inmerso en la oscuridad y oyó los sonidos a los que hasta entonces no había prestado atención: los truenos encadenados, el ulular del viento y el fragor de la lluvia que se abatía contra la casa. El agua había empezado a filtrarse por un ángulo del techo.

Tomó un sorbo de café en la cocina y volvió a la habitación grande, iluminada por las velas situadas en estantes. Habían transcurrido varias horas. El café, olvidado, se había recalentado en exceso. Una quinta parte de los estantes todavía estaban llenos, pero la mayoría de los libros importantes habían sido empaquetados.

Dan anduvo junto a los estantes. El cansancio aumentaba su profunda melancolía. Había vivido en aquella casa doce años, pero hacía el doble de tiempo que leyó Alicia en el país de las maravillas, Los hijos del agua y Los viajes de Gulliver. Esos libros se pudrirían en una casa abandonada, junto con su colección de novelas de ciencia ficción y brujería. Los libros que había empaquetado no eran para entretenimiento, ni siquiera sobre filosofías de la vida, sino para reconstruir la civilización. Iba a dejar incluso Los planetas habitables por el hombre, de Dole...

¡No, maldita sea!, se dijo y, obedeciendo a un súbito impulso, arrojó el libro de Dole sobre la mesa. No era demasiado probable que cuando existiera de nuevo la NASA tuviese necesidad de aquel libro, convertido ya en polvo. Pero ¿qué importaba? Dan añadió algunos libros más: El shock del futuro, Los cultos de la sinrazón, el Infierno de Dante, Tau Cero... Decidió que ya era suficiente. Quince minutos más tarde había terminado. No quedaba ni una bolsa más.

Tomó café, que estaba todavía caliente, y se obligó a descansar antes de abordar lo más duro de la tarea. Consultó el reloj. Eran las diez de la noche. Había perdido la noción del tiempo.

Se dirigió al garaje y cogió una carretilla. Era nueva, todavía tenía las etiquetas. Dan se resistió a la tentación de sobrecargarla. Se puso un impermeable, botas de agua y un sombrero. Cargó la carretilla con bolsas de libros y salió al exterior a través del garaje.

El moderno sistema de desagüe de Tujunga era relativamente nuevo. El territorio estaba sembrado con depósitos sépticos abandonados, uno de los cuales se encontraba detrás de la casa de Dan Forrester. Lo malo era que se encontraba cuesta arriba, pero no se puede encontrar todo fácil.

El viento aullaba. La lluvia era salada y arenosa. La luz de los relámpagos guió precariamente a Dan. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para empujar la carretilla cuesta arriba, mientras buscaba el depósito séptico. Cuando lo encontró estaba lleno de agua, porque Dan había retirado la tapa la noche anterior.

Fue arrojando al depósito las bolsas de libros, empujándolas hacia el fondo con la ayuda de un largo trozo de tubería. Antes de regresar, abrió una bengala de emergencia y la dejó sobre la tapa del depósito.

Hizo el segundo viaje en traje de baño. La cálida lluvia que azotaba su cuerpo era menos desagradable que las ropas empapadas y pegajosas. Para el tercer viaje se puso el sombrero. Al regresar se sentía muy débil. Pensó que debería tomarse un descanso o no podría continuar. Se quitó el traje de baño mojado y se tendió en el sofá, cubriéndose con una manta... y se quedó profundamente dormido.

Cuando despertó, el estruendo de los truenos, el viento y la lluvia era infernal. Se sentía completamente rígido. Se levantó con esfuerzo, lentamente, y fue a la cocina, dándose ánimos. Primero desayunaría y luego volvería al trabajo. Su reloj se había parado. No sabía si era de día o de noche.

Llenó la carretilla sólo hasta la mitad y la empujó por el barro resbaladizo, cuesta arriba. Se dijo que en el próximo viaje debería llevar otra bengala. Cargó con todas las bolsas que pudo a la vez y las echó al depósito, empujándolas al máximo. Era improbable que nadie, estúpido o genial, buscara allí semejante tesoro, aun cuando supiera que existía. El olor apenas le molestaba, pero aquellos vientos huracanados no podían durar eternamente, y luego el tesoro estaría doblemente seguro. Fue en busca de otra carga...

Una de las veces resbaló y cayó cuesta abajo. No soltó la carretilla vacía, que le arrastró un buen trecho por el barro. Se incorporó con todo el cuerpo dolorido y sucio, y decidió que redoblaría sus precauciones.

Finalmente llevó la última carga. Se esforzó para levantar la tapa, descansó y probó de nuevo. Tardó mucho en retirarla y en ponerla de nuevo en su sitio. Luego bajó la cuesta con la carretilla vacía. Al cabo de un día sus huellas habrían sido borradas por la inundación. Dan pensó en enterrar la última prueba de su proyecto, la carretilla, pero la mera idea de emprender aquel trabajo le hizo estremecer.

Se secó con todas las toallas del baño y utilizó las mismas toallas para secar el equipo de lluvia. Sacó más toallas del armario. Rellenó las botas con pequeñas toallas de mano antes de meterlas en el coche, junto con el impermeable y el sombrero. El agua rezumaba ahora por las viejas paredes de la casa. Dan se preguntó si también se filtraría en el coche. En última instancia, no importaría. Al final tendría que abandonar el coche y andar bajo la lluvia, llevando una mochila a la espalda por primera vez en su vida. Estaría a salvo, o muerto, mucho antes de que la lluvia empezara a remitir.

Dan introdujo en el coche la mochila que había preparado la noche anterior, en la que había incluido una jeringa y un poco de insulina. En previsión de que alguien le robara la mochila, había colocado otras dos jeringas y medicamentos en dos lugares distintos del coche.

El coche era un viejo modelo, sin ningún atractivo para los ladrones. Dan había incluido algunos objetos que, en un momento determinado, podrían servirle para canjearlos por su vida. Uno de los objetos era realmente valioso; un saqueador corriente no podría distinguirlo, pero a Dan le podría servir para ponerse a seguro.

Daniel Forrester, doctor en humanidades, era un hombre de edad mediana sin una profesión útil. En lo sucesivo, su doctorado no valdría tanto como una taza de café. Sus manos eran blandas, pesaba demasiado, era diabético. Sus amigos le habían dicho que a menudo subestimaba su propia valía. Aquello era una lástima, porque restringía su capacidad para negociar. Sabía cómo fabricar insulina. Necesitaba un laboratorio y matar una oveja al mes.

Desde el día anterior, Dan Forrester se había convertido en un lujo caro.

En su mochila había algo más: un libro. Era el segundo volumen de Cómo funcionan las cosas. El volumen primero estaba en el foso séptico.

Harvey Randall vio el Cadillac blanco que avanzaba hacia él. Tardó un momento en reaccionar. Luego frenó tan bruscamente que Joanna salió despedida hacia adelante y sólo el cinturón de seguridad impidió que se estrellara contra el parabrisas. La escopeta que sostenía golpeó la guantera.

—¿Te has vuelto loco? —le gritó, pero Harvey ya había abierto la puerta y echaba a correr, agitando los brazos frenéticamente. ¡Dios! ¡Ella tenía que verle!

—¡Marie! —gritó.

El Cadillac aminoró la marcha y se detuvo. Harvey corrió hacia él.

Era increíble, pero Marie Vanee no estaba alterada en absoluto. Llevaba un vestido de verano de lino blanco, decorado con una filigrana dorada, pendientes de oro y un colgante con un pequeño diamante suspendido de una cadena también de oro, todo lo cual armonizaba a la perfección. La lluvia le había desbaratado el peinado, pero no demasiado, porque llevaba el cabello corto y poco rizado. Parecía como si hubiera pasado todo el día en el Country Club y se dirigiera a su casa para ponerse un vestido de noche.

Harvey la miró asombrado. Ella sostuvo su mirada tranquilamente, y Harvey sintió una vez más el desagrado que le producía aquella mujer. Quería gritarle, alterarla. ¿No se daba cuenta...?

—¿Cómo has llegado aquí? —le preguntó.

Cuando ella respondió, Harvey se sintió avergonzado. Marie Vanee habló con calma, con demasiada calma. Parecía como si tuviera que esforzarse para hacerlo.

—He subido por las colinas. La carretera estaba bloqueada por coches, pero unos hombres los apartaron. Fui... ¿Por qué quieres saber cómo he llegado aquí, Harvey?

El se echó a reír a carcajadas, y su risa atemorizó a la mujer. Harvey pudo ver el miedo en su mirada.

Llegó Mark en la moto. Miró al Cadillac y luego a Marie. En otras circunstancias hubiera emitido un silbido, pero se limitó a preguntar:

—¿Es tu vecina?

—Sí. Marie, tendrás que venir con nosotros. No puedes quedarte en casa...

—No tengo intención de quedarme en casa —replicó ella—. Voy a buscar a mi hijo. Y a Gordie —añadió tras una breve pausa. Bajó la vista hacia sus zapatos dorados—. Cuando coja un poco de ropa... Harvey, ¿dónde está...? —Antes de que pudiera terminar la frase vio el dolor y el aturdimiento en los ojos de Harvey—. ¿Dónde está Loretta? —preguntó en voz baja, vacilante.

Harvey no respondió. Mark, detrás de él, meneó lentamente la cabeza. Su mirada se encontró con la de Marie. Ella asintió.

Harvey Randall dio media vuelta. Se quedó de pie bajo la lluvia, silencioso, con la mirada perdida.

—Deje su coche y suba al furgón —dijo Mark a Marie.

—No. —La mujer trató de sonreír—. Por favor, ¿no pueden esperar hasta que coja algunas ropas? Harvey...

—El no está en condiciones de tomar decisiones —dijo Mark—. Mire, ya encontraremos ropas. No habrá mucha comida, pero sobrará la ropa.

—En casa tengo unas prendas perfectamente adecuadas para estas circunstancias —dijo ella con firmeza. Sabía cómo hablar a los empleados, ya fueran de Gordie o de Harvey—. Y unas buenas botas. No es fácil encontrar unas botas que me vayan bien. No puede decirme que diez minutos más o menos supongan una gran diferencia.

—Tardará más de diez minutos, y no disponemos en absoluto de tiempo —insistió Mark.

—Desde luego que tardaré más si nos quedamos aquí hablando. —Marie puso el coche en marcha y empezó a avanzar lentamente—. Por favor, espérenme —dijo mientras se alejaba.

—Lo que faltaba —dijo Mark—. Harv... ¿Qué hacemos aho...? —Dejó la pregunta sin terminar. Harvey Randall no podía decidir nada en aquellos momentos—. ¡Sube de una maldita vez al coche, Harv! —le ordenó Mark.

El tono imperioso de Mark hizo que Harvey se dirigiera al furgón. Al principio se sentó en el asiento del conductor.

—Joanna, coge la moto —dijo Mark—. Yo conduciré el furgón.

—¿Adonde vamos?

—Supongo que a casa de Harvey. Diablos, no sé lo que debemos hacer. Quizá deberíamos seguir nuestro camino.

—No podemos abandonarla —dijo Joanna con firmeza. Bajó del furgón y montó en la moto. Mark se encogió de hombros y subió al furgón. Cambió de sentido invadiendo un camino particular y recorrió a la inversa el trayecto que habían seguido, blasfemando sin cesar.

Cuando llegaron a la casa, vieron a Marie sentada en el porche, esperándoles. Llevaba unos pantalones de un caro tejido artificial, que parecían muy resistentes, una camisa de algodón y una blusa de lana. Se había puesto también calcetines de lana y estaba atándose los cordones de las botas. A su lado había una manta, muy abultada.

Joanna dejó la moto en el césped. Mark bajó del furgón y se unió a ella. Miró alternativamente a Marie y Joanna.

—Vaya, es el cambio más rápido que he visto en mi vida. Podría sernos de utilidad.

—Depende de para qué —dijo Marie en tono neutro—. ¿Quienes son ustedes dos y qué le pasa a Harvey? —Siguió atándose los cordones.

—Han matado a su mujer, los mismos malhechores que asaltaron su casa. Oiga, ¿adonde iba en ese Cadillac? ¿Está su marido con Andy Randall?

—Sí, claro —dijo Marie—. Andy y Bert están allá arriba, con Gordie. —Terminó de atarse los cordones y se levantó—. Pobre Loretta. Ella... Oh, ya no tiene remedio. ¿Quieren decirme sus nombres?

—Me llamo Mark, y ésta es Joanna. Trabajaba para Harv...

—Ya lo sé. —Marie había oído hablar de Mark—. Hola. Así pues, se quedan con Harvey, ¿no?

—Desde luego.

—Entonces, vámonos. Por favor, ponga este bulto en el coche. Yo iré en seguida.

Mark pensó que aquella mujer era dura como un clavo, la zorra más fría que jamás había visto. Cogió la manta, que contenía ropas y otros objetos. Marie salió de la casa con una bolsa de viaje de plástico, de las que se utilizan para colgar trajes cuando se viaja en avión. No había mucho espacio en la parte trasera del furgón, pero ella colocó cuidadosamente la bolsa, procurando que no se arrugara.

—¿Qué es eso? —preguntó Mark.

—Cosas que necesitaré. Ya estoy lista.

—¿Puede usted conducir el trasto de Harv?

—En carretera, sí —respondió Marie—. Nunca he conducido a campo traviesa. Pero si es necesario puedo aguantar un largo turno.

—Muy bien. Usted conducirá. El cacharro es demasiado grande para Joanna.

—Puedo hacerlo —dijo la aludida.

—Claro que sí, Jo, pero no es necesario. Dejemos que la señora...

—Marie.

—Dejemos que la señora Marie...

Ella se echó a reír.

—Llamadme Marie y basta. Yo conduciré. ¿Tenéis mapas? No tengo un buen mapa de la región. Sé que los chicos están cerca del borde meridional del parque nacional Sequoia, pero no sé muy bien cómo llegar allí.

Tal como iba vestida ahora, Marie parecía más pequeña de lo que Mark recordaba, y de alguna manera menos competente. Mark no tuvo tiempo para preguntarse por qué.

—Yo iré delante, en la moto. Joanna viajará en el coche y se hará cargo de la escopeta. Creo que deberíamos colocar a Harv en el asiento trasero. Tal vez si duerme un poco su cerebro volverá a funcionar. Dios mío, nunca había visto a un tipo destrozado de ese modo. Parece como si él mismo la hubiera matado.

Marie le miró un poco sorprendida, pero él no hizo caso. Fue a la moto y la puso en marcha.

Desandaron el camino y giraron hacia el norte de nuevo. La carretera estaba desierta. Mark se preguntó adonde irían. Si lo consultaba a Harv no era seguro que obtuviera la respuesta correcta, ni tampoco podría saberlo. ¿Por qué diablos estaba tan afectado por lo sucedido? Al fin y al cabo, se dijo, Loretta no había sido una esposa modelo. Jamás iba a ninguna parte con Harv. Estaba de buen ver, pero no era una gran compañera... ¿Por qué tomárselo tan a pecho? Si Mark tuviera que enterrar a Joanna no lo haría con gusto, pero tampoco estaría tan deshecho. Seguiría en pleno uso de sus facultades, sin dejarse abatir. Y, además, Harv siempre había sido un hombre duro.

Mark consultó su reloj. Se estaba haciendo tarde. Tenían que moverse rápidamente entre lo que quedaba de Burbank y del valle de San Fernando. ¿Cómo lo harían? Si las autopistas todavía seguían en pie, estarían atestadas de coches.

Las perspectivas no eran buenas. Mark pensó en las rutas posibles y deseó que la cabeza de Harvey funcionara de nuevo. Pero Harvey seguía ensimismado, sumido en su obsesión, y Mark no tenía más remedio que tomar las decisiones. Cuando llegaron a Mulholland giró a la izquierda.

Oyó el claxon del coche que le seguía. Marie se había colocado en el cruce.

—¡Este no es el camino! —gritó.

—Claro que lo es. ¡Sigamos!

—No.

Mark soltó una maldición y se acercó al vehículo en el que viajaban los otros. Marie y Joanna estaban tensas. Joanna sostenía la escopeta apuntando hacia adelante. Marie tenía un brazo colocado descuidadamente cerca del arma. Era mucho más corpulenta que Joanna.

—¿Qué significa esto? —preguntó Mark.

—Los chicos. Vamos a buscar a nuestros hijos —dijo Marie—. Y están en dirección este, no al oeste.

—Lo sé perfectamente —le gritó Mark—, pero éste es el mejor camino. Tenemos que permanecer en terreno elevado. Cruzaremos el valle por Topanga, pasaremos por las colinas de Santa Susana y subiremos entre los cañones. Así nos ahorraremos las autopistas y los pasos que utilizará todo el mundo.

Marie frunció el ceño y trató de imaginar un mapa de la depresión de Los Angeles. Luego hizo un gesto de asentimiento. Aquella ruta les llevaría al parque nacional Sequoia. Puso de nuevo el coche en marcha.

Mark arrancó la moto, mascullando. Frank Stoner había dicho que el desierto Mojave era el mejor lugar, y Stoner lo sabía todo. Para Mark, era suficiente: un lugar al que dirigirse, un destino. Una vez allí ya pensarían qué hacer. Pero Harv querría recoger a su hijo. Y la Vanee quería al suyo. Era curioso que apenas mencionara a su marido. Quizá no se llevaban bien. Mark recordó a Marie tal como la había visto por primera vez. Tenía clase, mucha clase. Aquel podría ser un asunto interesante.

Avanzaron bajo la lluvia, por la espina dorsal de Los Angeles. La lluvia les impedía ver la destrucción en los valles a cada lado. No había tráfico en las carreteras y el furgón corría a buena velocidad. Cada vez que la carretera descendía, pasaban por tramos llenos de barro que se acumulaba rápidamente. Pero corrían sin parar, y Mark estaba satisfecho.

Randall dormitaba y se despertaba una y otra vez. El vehículo saltaba, se ladeaba, daba sacudidas. Oía el fragor de los truenos y la lluvia. Sus terribles recuerdos le asaltaban impidiéndole abandonarse al sueño. Cada vez que restallaba un relámpago volvía a ver la misma escena, la sala de estar iluminada por aquella luz espectral, las piezas de cristal y de plata intactas, el perro y su esposa muertos sobre la alfombra... Cuando oía a los otros creía escuchar sus propios pensamientos:

—Sí, estaban muy unidos... Ella dependía por completo de él...

Las voces le llegaban y se apartaban. En una ocasión tuvo conciencia de que el coche se había detenido, y oyó tres voces distintas mezcladas, pero tal vez también estaban dentro de su cabeza.

—...su mujer muerta... no estaba allí... sí, dijo que iba a pedirle que se quedara en casa... ha perdido su casa, su empleo y todo cuanto tenía... no sólo su empleo, sino su profesión. Ya no se harán más documentales de televisión en un millar de años. Dios mío, Mark, tú tampoco lo tienes nada claro.

—Lo sé, pero... no esperaba... acurrucarse y morir.

Acurrucarse y morir, pensó Randall. Sí. Se acurrucó más en el asiento del vehículo. Este empezó a moverse de nuevo y le dio una sacudida. Harvey gimió.

EL MARTES POR LA TARDE

Desgraciadamente, por lo que respecta a los aspectos básicos, como la defensa del territorio, nuestros centros cerebrales superiores son demasiado susceptibles a las instancias de los inferiores. El control intelectual puede ayudarnos exactamente hasta ahí, pero no más allá. Como último recurso es incierto, y un solo acto no razonado, emocional, puede dar al traste con todo lo bueno que ha logrado.

Desmond Morris, El mono desnudo


La Tierra había girado durante dos horas, mientras el laboratorio espacial completaba algo más de un círculo. Europa y África occidental habían pasado de la puesta de sol a la noche.

Tal vez todos temían hablar. Rick sabía que tenía miedo. ¿Qué diría si hablaba? La ex esposa y los hijos de Johnny no habían estado en Texas. Rick detestaba aquello: un secreto vergonzoso. Contempló en silencio cómo giraba la Tierra.

Hacia calor en el laboratorio. El sudor no corría, sino que permanecía en el lugar en que se formaba. Cada vez que Rick lo recordaba, se enjugaba con el paño empapado que sostenía en la mano izquierda. Cuando brotaban las lágrimas se le cubrían los ojos como lentes de aumento, y el parpadeo sólo servía para distorsionar estas lentes. Pero tenía que limpiarse las lágrimas. Y, al hacerlo, vio lo que ocurría allá abajo.

Unos hoyos anaranjados brillaban en la Tierra oscura, como puntas de cigarrillo encendido que se hubieran aplicado por el dorso de un mapa. Era difícil determinar dónde se encontraba cada punto brillante. Las luces de las ciudades se habían extinguido en toda Europa. Las habían cubierto las nubes o se habían apagado. El mar tenía aspecto de tierra. Rick había observado que la tierra se convertía en mar en algunos lugares: en la costa oriental norteamericana, en Florida y hacia el interior de Texas. Texas... ¿Podía un helicóptero del Ejército avanzar más rápidamente que un muro de agua? ¡Pero los vientos...! No, ella habría muerto...

Había visto los choques a la luz del día, y recordaba como el brillo en el Mediterráneo se había extinguido. El impacto en el Báltico, más pequeño, se había apagado casi de inmediato.

Aún se veían impactos mayores en medio del Atlántico. Sólo se distinguía un difuminado brillo perlino hasta que el laboratorio espacial se encontraba exactamente encima. Entonces podía mirarse el centro nítido del tremendo huracán: a través de una columna de vapor ardiente se atisbaba un resplandor blanco anaranjado. Podían distinguirse tres resplandores similares, ahora mucho más pequeños, pues el mar estaba regresando.

Cuatro pequeños cráteres brillantes estaban repartidos en Sudán, y tres en Europa. Cerca de Moscú había uno mucho mayor, y todavía retornaba al espacio su luz blanco anaranjada.

Johnny Baker suspiró y apartándose de la ventanilla. Se aclaró la garganta y dijo:

—Bien, tenemos cosas que discutir.

Los demás le miraron como si hubiera interrumpido un panegírico. Johnny prosiguió tenazmente.

—No podemos utilizar el Apolo. Ese gran impacto en el Pacífico se ha producido precisamente en el lugar donde estaba nuestra flota de recuperación. El Apolo está construido para amerizar, y el mar... todos los océanos... diablos...

—Tenéis que pedir que os llevemos a casa —dijo Pieter Jakov, moviendo la cabeza—. Sí, disponemos de espacio. Aceptad nuestra hospitalidad.

—No tenemos casa —dijo Leonilla Malik—. ¿Adonde iremos?

—Moscú no es toda la Unión Soviética —le reconvino amablemente Pieter.

—¿No lo es?

Rick no aportaba ayuda alguna. Estaba como pegado a la ventanilla, y Johnny sólo le veía la espalda.

—Glaciares —dijo Johnny. Hizo una pausa: sí, los otros le atendían—. Ha habido un impacto sobre Rusia, en el... ¿Cómo se llama?

—El mar de Kara. No lo hemos visto. Debe haber sido muy al norte. Sólo lo hemos inferido por la forma en que se extendían las nubes.

—Sí, las nubes se han extendido de tal modo que ha debido ser un impacto en el océano, y seguirán bajando por Rusia hasta que se cierre el cráter en el fondo marino. Verterán millones de toneladas de nieve en todo el continente. Nubes y nieve blancas. La luz del sol será reflejada al espacio durante los dos próximos siglos. Yo... —Johnny hizo una mueca—. Bien sabe Dios que lamento estropearos el día, pero esos glaciares van a deslizarse directamente hacia China. Creo que deberíamos dirigirnos a algún lugar cálido.

Pieter Jakov le miró con expresión fría.

—¿A Texas quizás?

El rostro de Rick se contrajo.

—Muchísimas gracias —dijo Johnny.

—Mi familia estaba en Moscú. Han muerto por el fuego y la conflagración. Vuestras familias mueren a causa del agua. Ya veis que puedo saber como os sentís. Pero la Unión Soviética ha sobrevivido a otros desastres, y los glaciares se mueven lentamente.

—La revolución se mueve con rapidez —dijo Leonilla.

—¿Qué?

Leonilla habló precipitadamente en ruso. Pieter le respondía del mismo modo.

Johnny se dirigió a Rick en voz baja.

—Dejémosles hablar. Qué diablos, la nave es suya. Oye, Rick, es posible que hayan podido enviar un helicóptero a tiempo. ¿Rick?

Rick no le escuchaba. Finalmente Johnny miró hacia el mismo lugar que Rick miraba, hacia la oscura masa de Asia...

En aquel momento Leonilla empezó a hablar en inglés. Lo hizo de un modo vivo, casi alegre.

—Los glaciares se mueven lentamente, pero las revoluciones lo hacen con rapidez. La mayoría de los miembros del Partido, y todos los del gobierno, fueron grandes rusos, como yo, como Pieter. Bien, una enorme extensión de la Gran Rusia ha sucumbido bajo el impacto. ¿Qué ocurrirá ahora cuando los ucranianos, los georgianos, todos los pueblos sometidos, se den cuenta de que Moscú ya no dirige sus vidas? He tratado de convencer al camarada general Jakov... ¿Qué estáis mirando?

Rick Delanty se volvió hacia ella, y Leonilla se estremeció. Las expresiones faciales difieren entre razas y culturas, pero la de Rick era sin duda alguna de odio asesino. Un instante después Rick se movió, pero sólo para hacerle sitio a Leonilla ante la ventanilla.

Había docenas de diminutos centelleos sobre la negra nube producida por la caída del cometa. Avanzaban, seguidos por otros. Todo un campo de breves destellos, como luciérnagas en formación...

Leonilla soltó la manilla a la que se sujetaba y se deslizó flotando hasta el otro lado del laboratorio, seguida por la mirada de odio de Rick. Pieter observó aquella mirada y se preparó, sujetándose fuertemente a la manilla y cerrando el puño de la otra mano, dispuesto a defender a la mujer de una amenaza que no comprendía.

Johnny Baker se lanzó hacia el panel de comunicaciones. Su cuerpo ingrávido trazó un limpio arco en el espacio de la nave. Giró los mandos de frecuencia con una rapidez cuidadosamente controlado, oprimió unos botones y habló.

—ATENCIÓN ESPEJO, AQUÍ PÁJARO BLANCO. ESPEJO, AQUÍ PÁJARO BLANCO. LA UNIÓN SOVIÉTICA HA LANZADO UNA FUERZA MASIVA DE PROYECTILES BALÍSTICOS INTERCONTINENTALES. REPITO, SE ESTÁN ELEVANDO COHETES SOVIÉTICOS. OBSERVACIÓN CONFIRMADA. ¡Maldita sea, los bastardos están lanzando todo lo que tienen! ¡Quinientos pájaros, tal vez más!

Pieter Jakov alcanzó la consola. Tiró frenéticamente de los interruptores de circuito. Las luces indicadoras del panel se extinguieron. Baker y Jakov quedaron frente a frente.

—¡Delanty!

—Señor.

Rick se lanzó hacia Jakov. Mientras su cuerpo avanzaba por la cápsula, Leonilla gritó algo en ruso. Rick cogió a Jakov, pero el ruso se había quedado pasivo. Su rostro era una máscara de odio, como la de Rick.

—Envíales tu aviso —dijo Jakov—. No les dirás nada que ya no sepan.

—¿Qué diablos quieres decir? —gritó Rick Delanty.

—Mira —dijo Pieter.

Leonilla habló en un tono extrañamente apagado.

—Hay otro resplandor encima de Moscú. Es nuevo.

—¿Eh?

La mirada de Johnny Baker se desvió del general ruso a la mujer, y finalmente la dirigió a la ventanilla. Ya lo sabía. Sabía lo que iba a ver, y no se equivocó. En el borde del resplandor rojo anaranjado donde estaba emplazado Moscú, un pequeño hongo florecía con vivos colores rojo, violeta y blanco.

—Ha sido un impacto tardío —dijo Johnny Baker. Pero sabía que no era cierto, pues hacía dos horas que el Hamner-Brown había pasado. Con la mirada buscaba las demás explosiones. Descubrió dos pequeñas nubes en forma de hongo y un sol diminuto que iba creciendo—. Dios mío, el mundo entero se ha vuelto loco.

—Eso es dorar la píldora —dijo Rick Delanty—. No ha sido suficiente que chocara un cometa. Algún hijo de perra ha tenido que apretar el botón. Qué asco.

Los cuatro astronautas contemplaron la escena que se desarrollaba abajo: las luciérnagas ascendentes de los cohetes soviéticos y los súbitos resplandores blanco azulados desparramados por lo que había sido la Rusia europea. Si el choque del cometa había respetado alguna industria, ahora todo habría desaparecido definitivamente...

Johnny Baker pensó en aquella locura, preguntándose inútilmente por qué.

—No creo que nos reciban bien ahí abajo —dijo Rick Delanty, con voz extrañamente calmada, y Johnny se preguntó si Rick se habría vuelto también loco. No podía mirar a Leonilla.

Finalmente Rick soltó una especie de gruñido, un simple ruido sin significado que no iba dirigido a nadie. Luego se volvió, apartándose de los demás, y permaneció en un extremo de la nave. Jakov estaba en el otro extremo, cerca de la esclusa de aire del Soyuz, y Johnny Baker tuvo la idea insensata de que el ruso iba a sacar un arma oculta. «Eso es lo que necesitamos, pensó. Una lucha armada en órbita.» ¿Por qué no? La locura y la venganza eran viejas tradiciones del lugar de donde Jakov procedía.

—Así son las cosas —dijo Johnny pausadamente—. Hubiera estado bien que permaneciéramos juntos, ya que somos los últimos astronautas. Pero supongo que no podrá ser. ¿Rick?

Rick se había acercado a la esclusa de aire del Apolo y maldecía quedamente, pero lo bastante alto para que pudieran oírle.

Johnny se volvió para mirar a Jakov. El ruso no hizo ademán alguno para abrir la esclusa de aire del Soyuz. Permanecía colgado en el aire, en una actitud como si estuviera preparado para hacer algo, pero no se movía. Miraba fijamente hacia la Tierra golpeada.

—¡Maldita sea! —gritó Rick. Su voz resonó de un lado a otro de la nave—. Señor, el Apolo está en vacío. ¿Me pongo la escafandra para comprobar si está averiado el sistema de protección contra el calor?

—Déjalo. No te molestes.

Un agujero en cualquier parte del Apolo acabaría con ellos durante la reentrada en la atmósfera. Tenían que permanecer todos en una sola nave. Johnny se volvió de nuevo a Pieter Jakov, que seguía mirando a través de la ventanilla.

Johnny Baker pensó que aquel era el momento para asestar un golpe a la nuca del general Jakov, cuando estaba desprevenido. Eso o volver a Rusia. ¿Cómo prisioneros de guerra? Sería difícil. Recordó escenas del Archipiélago Gulag.

Arqueó la mano para golpear. Rick podía encargarse de Leonilla, y tendrían...

Lo pensó, pero no hizo nada. Y Pieter Jakov se volvió hacia ellos y dijo despaciosamente:

—Se mueven hacia el este. A Oriente.

Baker y Jakov se miraron fijamente por un momento que pareció alargarse una eternidad. Luego, ambos se abalanzaron hacia el panel de comunicaciones.

Johnny tenía que comunicarse con Espejo, nombre en clave del avión especial del mando aéreo estratégico.

—Atención, espejo, aquí pájaro blanco.

—¿Has entrado en contacto? —preguntó Rick.

—Sí, por lo menos alguien ha respondido. —Johnny Baker echó un vistazo al formidable desbarajuste de la Tierra—. Creo que Dios nos oye muy bien aquí arriba. De lo contrario no comprendo cómo hemos podido recibir un mensaje a través de ese desastre.

—Saltos de distancias —dijo Jakov—. Pautas de ionización al azar.

Johnny Baker se encogió de hombros. No estaba interesado en discutir temas teológicos. El silencio se hizo en la cápsula mientras observaban el vuelo de los misiles, cuyos centelleos se apagaban a medida que alcanzaban sus trayectorias. Arderían de nuevo, pero con un brillo mucho más intenso...

Pero antes de que las llamas se extinguieran, había sido fácil comprobar que los misiles no ascendían para pasar por el Polo Norte. Apareció un delgado creciente de Tierra, suficiente para que los astronautas pudieran orientarse, comprobando que los misiles se dirigían directamente al Este, hacia China.

Y en Rusia se habían producido explosiones nucleares. Los chinos habían atacado primero, y lo que no había sido devastado por el Martillo era ahora un infierno radiactivo.

Johnny pensó que la familia de Pieter se encontraba allá abajo. Y la de Leonilla, si la tenía, lo cual no le parecía probable. Pensó también que él era un hombre afortunado. Su mujer, Ann, se había marchado de Houston semanas atrás.

Johnny rió para sus adentros. Ann Baker no tenía razón alguna para quedarse en Texas. Se había llevado a los chicos a Las Vegas, para un divorcio que probablemente salvaría su vida. En cuanto a Maureen... Sí, Maureen. Si alguna mujer podía haber sobrevivido a la caída del cometa gracias a su talento y decisión, ésa era Maureen. Y le había dicho que se iría a California con su padre.

—Hay que hacer muchas cosas —dijo Pieter Jakov, con la objetividad de un profesional modélico, aunque había un leve dejo de nerviosismo en su voz—. No podemos sobrevivir aquí más que algunas semanas como máximo. General, carecemos de computador a bordo. Tiene usted que utilizar su equipo para calcular nuestra reentrada.

—Desde luego —dijo Johnny.

—Les necesitaremos a los dos —añadió Jakov, inclinando la cabeza hacia el extremo de la cápsula, donde Rick Delanty parecía absorto en sus pensamientos.

—Nos ayudará cuando le necesitemos —dijo Baker—. Esto es un duro golpe para él. Aunque su mujer e hijos estén todavía vivos, aunque los encuentren, nunca lo sabrá.

—No saberlo es mejor —comentó Pieter—. Mucho mejor.

Johnny recordó Moscú, destruido por partida doble, y asintió.

—Tal vez la doctora Malik debería administrarle un tranquilizante —dijo Jakov.

—Le he dicho que el coronel Delanty estará bien. Rick, tenemos que hablar.

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó Jakov—. ¿Por qué han hecho eso?

La repentina pregunta no sorprendió a Baker. Había estado esperando que Jakov la formulara.

—Sabes por qué —respondió Leonilla Malik, apartándose de la ventanilla—. Nuestro gobierno ya había codiciado China. Con la amenaza de los glaciares que se avecinan, los rusos sólo tienen un lugar donde ir. Europa ha sido destruida, y queda muy poco al sur. Si nosotros podemos llegar a esa conclusión, los chinos también pueden.

—Y por eso han atacado —dijo Jakov—. Pero no en el momento adecuado. Hemos podido lanzar nuestro propio ataque.

—Bien, ¿dónde vamos a aterrizar? —preguntó Leonilla.

—Te tomas esto con mucha calma —dijo Jakov—. ¿No te preocupa que tu país haya sido destruido?

—Me preocupo menos y más de lo que tú crees. Era mi patria, pero no mi país. Stalin mató mi país. En cualquier caso, ya no podemos ir allí. Aterrizaríamos en medio de una guerra, eso suponiendo que pudiéramos encontrar un lugar donde hacerlo.

—Somos funcionarios de la Unión Soviética, y esta guerra no ha terminado —dijo Jakov.

—Tonterías —dijo Rick Delanty. Todos se volvieron hacia él—. Tonterías —repitió—. Sabéis muy bien que no podéis hacer nada allá abajo. ¿Adonde iríais? ¿A China, para esperar al Ejército Rojo? ¿O acaso os quedaríais debajo de la precipitación radiactiva atmosférica para esperar la llegada de los glaciares? Por Dios, Pieter, esta guerra no es la vuestra, aunque seas lo bastante loco para creer que continúa. Para vosotros ha terminado.

—¿Adonde vamos entonces? —inquirió Jakov.

—Al hemisferio sur —dijo Leonilla—. Las variaciones climáticas no suelen pasar del Ecuador, y la mayor parte de los impactos se han producido en el hemisferio septentrional. Creo que Australia y Sudáfrica son sociedades industriales intactas. Sería difícil dirigirnos a Australia desde esta órbita. Tendríamos escaso control sobre el lugar de aterrizaje, y nos moriríamos de hambre si cayéramos en la llanura desierta. Sudáfrica...

Johnny se rió amargamente.

—Si no os importa, yo preferiría quedarme aquí —dijo Rick.

Todos rieron. Baker notó que la tensión se distendía levemente.

—Mirad, probablemente conseguiríamos llegar a Sudamérica, y allí no se habrán producido muchos daños. Pero ¿para qué molestarnos? Seríamos cuatro extraños, y ninguno de nosotros habla el idioma. Sugiero que vayamos a casa. La nuestra. Podemos posarnos muy cerca del lugar establecido para el regreso, y seremos dos extraños con guías nativos. Y vosotros habláis inglés.

—Las cosas están bastante mal —dijo Delanty.

—Desde luego.

—¿Dónde, pues?

—En California. La zona agrícola alta de California. Allí tardarán mucho en llegar los glaciares.

Leonilla no dijo nada, pero Pieter mencionó los terremotos.

—Sí, es cierto, pero habrán terminado antes de que podamos aterrizar. Las ondas de choque deben haber activado todas las fallas. No habrá otro terremoto en California durante cien años.

—Lo que hagamos, debemos hacerlo sin pérdida de tiempo —dijo Pieter. Señaló el tablero de controles—. Estamos perdiendo aire y energía. Si no actuamos rápidamente, no podremos hacerlo. Habéis dicho California. ¿Recibirán allí a dos comunistas?

Leonilla le dirigió una mirada extraña, como si estuviera a punto de decir algo, pero guardó silencio.

—Mejor ahí que en otros sitios —dijo Baker—. Sería peor en el Sur o el medio Oeste.

—Johnny —intervino Rick Delanty—, allá abajo habrá gente convencida de que todo esto ha sido un complot de los rusos.

—Sí, pero más en el Sur y el medio Oeste que en California. Y el Este ha desaparecido. ¿Qué nos queda? Además, ten en cuenta que todos nosotros somos héroes. Los últimos hombres del espacio. —Si trataba de convencerse a sí mismo, no resultaba.

Leonilla y Pieter intercambiaron miradas. Hablaron entre sí en voz baja.

—¿Podéis imaginar lo que haría la KGB si aterrizáramos en una cápsula espacial americana? —preguntó Leonilla—. ¿Son también los americanos así de estúpidos?

Rick Delanty rió entre dientes.

—No estamos exactamente en el mismo barco. Yo no me preocuparía por el FBI, sino por los honrados y patrióticos ciudadanos...

Leonilla frunció el ceño y no dijo nada.

—Bien —concluyó Rick—. ¿A qué viene tanta preocupación? Nosotros vamos a aterrizar en una nave espacial soviética con el símbolo de la hoz y el martillo y esas grandes letras CCCP...

—Es mejor que un símbolo marciano —dijo Johnny Baker.

Ninguno se rió. Rick tomó de nuevo la palabra.

—Diablos, si tuviéramos elección, no aterrizaríamos en el mundo. Cabría pensar que la gente estará dispuesta a ayudarse después de esto, pero yo lo dudo.

—Algunos sí estarán dispuestos.

—Claro. Mira, Johnny, la mitad de la gente ha muerto, y el resto estará luchando por lo que quede para comer. El mal tiempo arruina las cosechas, ya lo sabes. Muchos de los supervivientes no resistirán otro invierno.

Leonilla se estremeció. Había conocido gente que vivió a duras penas durante la época de hambre que siguió a la ascensión de Stalin al trono de los zares.

—Pero si queda algo de civilización ahí abajo —dijo Rick Delanty—, alguien a quien le interese lo que hemos hecho, será en California. Tenemos el material del cometa Hamner-Brown. La última misión espacial por...

—Por largo tiempo —concluyó Pieter.

—Sí, y tenemos que salvar el material recogido. Eso tendrá alguna importancia.

Pieter Jakov pareció aliviado, pues ya no habían más elecciones difíciles.

—Muy bien. ¿Hay centrales nucleares en California? Sí. Tal vez habrán resistido. La civilización se formará alrededor de la energía eléctrica. Ahí es donde deberemos ir.

Las comunicaciones del Mando Aéreo Estratégico están diseñadas para resistir, han sido pensadas para operar incluso después de un ataque atómico. No se tuvo en cuenta, al instalar los servicios de comunicaciones, la posibilidad de un desastre a escala planetaria, pero contienen tantos duplicados y sistemas paralelos que, incluso bajo el impacto del cometa, los mensajes pudieron emitirse.

El comandante Bennet Rosten escuchaba la charla que emitía el altavoz. La mayor parte de lo que decían no iba dirigido a él, pero escuchaba de todos modos. Si las comunicaciones se cortaban, el comandante Rosten disponía de sus propios misiles y, una vez agotados los plazos de tiempo reglamentarios, podría lanzarlos. Era mejor que supiera más de lo necesario que demasiado poco.

—Atención, atención, órdenes de emergencia de guerra. A todos los mandos del MAE. —La voz del general Bambridge se oía mal a través de las intensas interferencias. Rosten apenas podía entenderle—. El presidente ha muerto en un accidente de helicóptero. Repito, el presidente ha muerto en un accidente de helicóptero. No tenemos pruebas de un ataque enemigo contra Estados Unidos. No tenemos comunicación con la autoridad superior.

—Por los clavos de Cristo —musitó el capitán Luce—. ¿Qué hacemos ahora?

—Aquello para lo que nos pagan —dijo Rosten.

Las interferencias cubrieron la voz del locutor.

—...No tenemos informes de la oficina principal... Hay huracanes... repito... tornados.

—¡Jesús! —exclamó Luce. Pensó en su familia, en la superficie. En la base había refugios. Millie sería lo bastante sensata para dirigirse a ellos. ¿O no? Era la esposa de un miembro de las Fuerzas Aéreas, pero era joven, demasiado joven, y...

—...la condición sigue siendo roja, repito, la condición sigue siendo roja. Cierro.

—Abriremos las tarjetas de objetivos —dijo Rosten.

Harold Luce asintió.

—Supongo que eso es lo mejor, jefe.

Tal como se había entrenado para hacerlo, Luce anotó la hora en el registro. «Cumpliendo órdenes del comandante en jefe, las tarjetas de objetivos e interpretaciones han sido trasladadas a 1841 ZULÚ.» Luce usó sus llaves y luego giró el panel de comunicaciones. Sacó un montón de tarjetas de IBM y las dejó sobre la consola. Las tarjetas no tenían indicación alguna de lo que significaban, pero había un libro de claves y podían interpretarlas. En circunstancias normales, ni Luce ni Rosten sabían a dónde apuntaban sus misiles. Pero ahora, como era casi seguro que de ellos dependía exclusivamente el destino de los proyectiles, era mejor saberlo.

Pasó el tiempo. La voz sonó de nuevo:

—El Apolo informa de un lanzamiento de misiles soviéticos... Repito... Masivo... Quinientos misiles...

—¡Los bastardos! —gritó Rosten—. ¡Malditos hijos de perra rojos!

—Calma, jefe. —El capitán Luce manoseó las tarjetas y el libro de claves. Miró el tablero de controles. Los misiles estaban todavía cerrados. No podían lanzarlos si no recibían órdenes desde el avión especial en que viajaba el mando.

—Espejo, aquí Rebote. ¡Espejo, aquí Rebote. Tenemos mensajes del primer ministro soviético. Los soviéticos afirman que han respondido a un ataque chino a la Unión Soviética con un lanzamiento de misiles. Los soviéticos solicitan ayuda a Estados Unidos contra el ataque chino que no ha sido provocado.

«A todas las unidades. Aquí Mando Aéreo Estratégico. El Apolo informa que los misiles soviéticos se dirigen al Este. Repito... No... Por lo que sabemos...

—Atención, comandantes de escuadras, aquí Espejo. No se ha producido un ataque soviético contra Estados Unidos. Repito, ataque soviético sólo contra China, no contra Estados Unidos...

Los altavoces callaron. Luce y Rosten intercambiaron miradas. Luego miraron sus tarjetas de objetivos.

Cambiaron las luces de su tablero de control y un nuevo cronómetro digital empezó a contar los segundos.

Pasadas cuatro horas, serían los dueños de sus propios pájaros.


Un puñado de carbones ardientes desparramados por México y el Este de Estados Unidos: los impactos del Martillo en tierra. Columnas de aire supercaliente ascienden hacia la estratosfera, arrastrando millones de toneladas de polvo y tierra vaporizados. Los vientos se abaten contra la columna de aire ascendente y, al encontrarse, producen media docena de gigantescas espirales que giran en él sentido de las agujas del reloj. En las espirales se forman remolinos que salen despedidos, convertidos en huracanes.

Sobre México se forma un gigantesco huracán que se mueve hacia él Este, cruzando él Golfo, e incorpora energía calorífica del agua marina hirviente que cubre él lugar donde se produjo el impacto en el Golfo. El huracán se dirige al Norte, desde él mar a la tierra, originando tornados en su avance. Los vientos huracanados intensifican las inundaciones en él valle del Mississippi.

A medida que él aire húmedo caliente se alza por encima de los océanos, fríos vientos bajan del Ártico. A lo largo del valle de Ohio se forma un enorme frente. Nacen tornados, se liberan y desparraman. Cuando el frente pasa, se forma otro, y otro más detrás de él, liberando centenares de tornados que abaten su furia contra las ruinas de las ciudades. Los frentes se mueven hacia el Este. En el Atlántico se forman más, y sobre Europa, y a través de África.. Densas nubes cargadas de lluvia cubren la Tierra.

Загрузка...