Tercera parte LOS VIVOS Y LOS MUERTOS

Día de ira, y condenación inminente,

La palabra de David combinada con la de la Sibila:

El cielo y la tierra terminan en cenizas.

¿Qué imploraré en mi fragilidad?

¿Quién intercederá por mí,

Cuando los justos necesitan misericordia?

Dies Irae

HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE

Los cosas se valoran por sus consecuencias.

Máxima legal


Tim y Eileen llegaron a la cima resbaladiza. Se detuvieron para mirar atónitos a Tujunga. ¡La ciudad aún existía! Había electricidad: en las casas todavía en pie brillaban luces amarillas. En los almacenes, con los cristales de sus escaparates intactos, brillaban las luces blanco azuladas de los fluorescentes.

Por el bulevar Foothill avanzaban los coches. Los recién llegados siguieron adelante, con los faros encendidos en la lóbrega tarde. Pasaron por calles azotadas por el viento, bañadas por la lluvia, y cruzaron trechos en los que el agua mezclada con barro formaba arroyuelos de dos palmos de profundidad que atravesaban la calzada. Los vehículos no eran numerosos, pero los pocos que se veían en las calles corrían. Vieron coches de la policía en el aparcamiento junto a un supermercado.

También vieron hombres armados y uniformados. Al aproximarse, Tim y Eileen observaron que los uniformes eran de todos los estilos y épocas, y muchos de ellos ya no iban bien a sus portadores. Parecía como si todo el que tenía un uniforme en casa se lo hubiera puesto. Las armas eran de todas clases: pistolas, escopetas, rifles del calibre 22, Máusers de caza, algunos rifles militares en manos de hombres vestidos con el uniforme de trabajo de la Guardia Nacional.

—¡Comida! —gritó Tim. Cogió a Eileen de la mano y echaron a correr bajo la lluvia hacia la hilera de tiendas—. Te lo dije. ¡Es la civilización!

Dos hombres con anticuados uniformes del Ejército bloqueaban la puerta del supermercado. No se hicieron a un lado cuando Tim y Eileen trataron de entrar. Uno de los hombres ostentaba galones de sargento.

—¿Qué quieren? —les preguntó.

—Tenemos que comprar algo para comer —respondió Tim.

—Lo siento —dijo el sargento—. Todo está confiscado.

—Pero tenemos hambre —dijo Eileen en tono suplicante, que le sorprendió a ella misma—. No hemos comido nada en todo el día.

Entonces habló el otro hombre uniformado. No lo hizo como un soldado. Más bien parecía un agente de seguros.

—Se van a entregar cartillas de racionamiento en el antiguo edificio del Ayuntamiento. Tendrán que ir allí para apuntarse. También tengo entendido que va a organizarse una cola para recibir sopa.

—¿Pero quién está dentro de la tienda? —Eileen señaló con un dedo acusador los pasillos iluminados por la luz eléctrica, donde unas personas amontonaban géneros en carritos de compras. Algunas iban uniformadas y otras no.

—Son nuestros funcionarios. El grupo de suministros —dijo el sargento, que había sido empleado de la ferretería hasta aquella mañana—. En el Ayuntamiento les dirán lo que tienen que hacer. —Miró sus ropas cubiertas de fango y pareció reparar en algo de repente—. ¿Vienen del otro lado de las colinas?

—Sí —dijo Tim.

—Dios mío —murmuró el sargento.

—¿Han salido muchos más? —preguntó el otro hombre.

—No lo sé. —Tim cogió a Eileen de la mano y la retuvo con fuerza, como si ella pudiera desvanecerse, convertida en humo, de la misma manera que se había desvanecido su sueño de la civilización normal—. Apenas nos tenemos en pie —dijo—. ¿Dónde podemos...? ¿Qué podemos hacer?

—No sé qué decirles —dijo el sargento—. Mire, si quieren mi consejo, lo mejor que pueden hacer es marcharse de aquí. De momento, no echamos a los extraños, pero es razonable pensar que pronto nos veremos obligados a hacerlo, al menos hasta que podamos cruzar de nuevo las colinas y ver lo que ha ocurrido en el valle.

—¿Han visto lo que ha ocurrido? —preguntó el otro hombre.

—No. Supongo que el agua ha alcanzado bastante altura. Pero no hemos podido verlo. Sólo lo hemos oído.

—Lo oiré el resto de mi vida —dijo Eileen—. Debe haber mucha gente con vida... Tal vez en Burbank, y en las colinas de Hollywood.

—Seguramente —gruñó el soldado.

—Demasiados para que podamos hacernos cargo. —El sargento asomó la cabeza, como si tratara de ver a través de la lluvia las colinas Verdugo, más allá del aparcamiento—. Sí, demasiados... Será mejor que se apunten en el Ayuntamiento mientras todavía aceptan extraños. Si viene mucha gente, lo más probable es que se les impida quedarse en la ciudad. Es por allí. —Alzó el brazo para señalar el camino.

—Gracias. —Tim dio media vuelta, seguido de Eileen. Empezaron a andar por el aparcamiento.

—Eh, un momento. —El sargento se acercó a ellos, sosteniendo el rifle descuidadamente. Mientras Tim miraba el arma, el sargento se llevó la mano al bolsillo—. Creo que puedo prescindir de esto, y parece que ustedes lo necesitan.

Le entregó un pequeño paquete envuelto en celofán, y se alejó antes de que Tim pudiera darle las gracias, como si no quisiera su agradecimiento.

—¿Qué nos ha dado? —preguntó Eileen.

—Queso y galletas saladas. Un bocado para cada uno. —Abrió el paquete y utilizó la pequeña varilla de plástico para sacar el queso del envase. Untó las galletas con la mitad del contenido—. Toma, aquí tienes tu parte.

Prosiguieron su camino mordisqueando las galletas.

—Nunca creí que estas tonterías pudieran saber tan bien —dijo Eileen—. Y sólo han pasado algunas horas...

Tim, creo que no deberíamos quedarnos aquí. Lo mejor que podemos hacer es tratar de llegar a tu observatorio.

Recordó lo que había visto hacer al patrullero Larsen. Y ella le conocía. En cambio no conocía a aquellos hombres con sus uniformes que les iban demasiado pequeños.

—Pero no creo que podamos llegar muy lejos andando —añadió.

—No tendremos que andar. —Tim señaló hacia un edificio iluminado—. Compraremos un coche.

En el establecimiento se exhibían camionetas usadas y vehículos todo terreno. Entraron y no vieron a nadie. Tim se acercó a uno de los coches.

—Perfecto, justo lo que queríamos.

—Tim...

El tono alarmado de Eileen le hizo volver la cabeza. Había un hombre en el umbral de la puerta, armado con una escopeta de largos cañones. Al principio Tim Hamner sólo vio el arma, cuyos cañones le apuntaban a la cabeza. Luego reparó en el hombre gordo que la sostenía. Era corpulento, más que gordo, con los mofletes rojizos. Vestía ropas caras. Lucía un emblema de plata en su corbata de lazo.

—¿Quiere uno de estos coches, verdad? —preguntó el hombre.

—Quiero comprar uno —explicó Tim—. No somos ladrones. Puedo pagar.

Había cólera e indignación en su voz.

El hombre le miró un momento. Luego bajó la escopeta y echó la cabeza atrás. Soltó una carcajada.

—¿Con qué me va a pagar? —le preguntó. La risa apenas le permitía hablar—. ¿Con qué?

Tim no respondió. Miró a Eileen y se sintió presa del miedo. El dinero ya no servía, y además no tenía dinero en efectivo, sólo cheques y tarjetas de crédito, que no servían para nada.

—No lo sé —dijo finalmente—. O quizá sí. Tengo una casa en las colinas, con alimentos y suministros. Es lo bastante grande para albergar a mucha gente. Le llevaré a usted, y a su familia, les dejaré quedarse allí...

El hombre dejó de reír.

—Es una bonita oferta. No la necesito, pero no está mal. Me llamo Harry Stimms. Soy el dueño de esta tienda.

—Yo soy...

—Timothy Hamner —le interrumpió Stimms—. Veo la televisión.

—¿Y no le interesa mi oferta?

—No —replicó Stimms—. La verdad, creo que los coches ya no me pertenecen. Los chicos de la Guardia Nacional vendrán a llevárselos de un momento a otro. Y ya tengo donde ir. —Permaneció un momento pensativo—. Mire, señor Hamner, a lo mejor las cosas no están tan mal como dicen. ¿Quiere uno de estos coches?

—Sí.

—Muy bien. Le venderé uno. Vale doscientos cincuenta mil dólares.

Eileen abrió la boca, estupefacta. Tim entornó los ojos un instante.

—Hecho. ¿Cómo quiere que le pague?

—Firmará una nota —dijo Stimms—. Dudo de que sirva para algo, pero por si acaso... —Levantó la escopeta y la sujetó entre los brazos—. Vengan al despacho. Tengo impresos apropiados. Nunca extendí uno por esa cantidad... No sé si cabrá la cifra.

—Puedo escribir con letra apretada.

El espesor del agua en las calles era de varios centímetros. El viento aullaba. Las viejas casas, construidas mucho antes del terremoto de Long Beach, eran islas luminosas bajo la lluvia. Tim consultó su reloj. Sólo eran las cuatro de la tarde, pero estaba oscuro. Excepto la zona que alumbraban los faros del coche, todo lo demás estaba sumido en una penumbra grisácea. Habían desaparecido las aceras, y el agua mezclada con barro corría por la calzada. Eileen conducía con todo cuidado, sin apartar la mirada de la calle. De la radio no salía más que el murmullo de las interferencias.

—Es un buen coche —dijo Eileen—. Me alegro de que tenga servodirección.

—Por un cuarto de millón de pavos bien puede tenerla —dijo Tim—. Sólo de pensarlo se me hiela la sangre.

Eileen se echó a reír.

—Es el mejor negocio que has hecho en tu vida. —Eileen pensó que tal vez sería el último negocio.

—No lo digo por el coche —dijo Tim en un tono de indignación—, sino por los cincuenta mil dólares extra que me ha cobrado por la gasolina, el aceite y un gato. —Se echó a reír—. Sin olvidar la cuerda. Menos mal que ese tipo tenía cuerda de sobras. Me pregunto adonde iría.

Llegaron a lo alto de una colina e iniciaron el descenso, tomando una curva. Ya no había más casas. Un barro espeso cubría la carretera y Eileen conectó la tracción en las cuatro ruedas.

—Nunca había conducido un coche así.

—Yo tampoco. ¿Quieres que te sustituya?

—No.

El pie de la colina estaba inundado. El agua llegaba a los tapacubos, y pronto ascendió hasta las portezuelas. Eileen dio marcha atrás. Concentró toda su atención para llevar el vehículo hasta el borde de la carretera, junto al terraplén situado al lado. El coche se ladeó peligrosamente hacia la oscura corriente de agua arremolinada a su izquierda. Prosiguieron la marcha muy lentamente. A la derecha se veían las ruinas de casas y fincas nuevas, pero estaban alejadas y no podían distinguir los detalles. Algunas luces, de linternas y faroles, se movían entre los escombros. Tim lamentó que el vendedor de coches no le hubiera proporcionado una linterna. Tenían un foco, pero era necesario instalarlo en el coche para lograr que diese luz.

Rodearon el valle, manteniéndose por encima del agua, hasta que encontraron de nuevo la carretera por el lugar donde terminaba la inundación. Eileen cambió de marcha.

La carretera se retorcía en su ascensión a las montañas. Pasaron junto a coches detenidos. Alguien apareció ante el automóvil, haciendo gestos para que parase. No llevaba camisa pero tenía una pistola en la mano. Eileen dirigió el coche contra él, obligándole a echarse a un lado. Luego aceleró.

Se oyeron disparos y un ruido de vidrio roto. Tim miró asombrado el limpio agujero redondo en la luneta trasera, y luego al otro agujero en el techo, por donde se filtraba el agua. Eileen pisó el acelerador, tomó la siguiente curva sin frenar y por un momento pareció que el vehículo iba a derrapar. Siguió adelante, frenó en la próxima curva y aceleró de nuevo.

Tim trató de reír.

—Mi coche nuevo...

—Cállate —dijo ella, inclinándose sobre el volante.

—¿Estás bien?

—No.

—¡Eileen!

—No estoy herida. Sólo asustada. Estoy temblando.

—Yo también —dijo él, pero se sintió aliviado. Por un instante había pensado que Eileen había sido alcanzada por una bala. Aquel había sido el instante más terrible de su vida. Ahora que había pasado, le parecía extraño, porque no la había visto desde que ella rechazó su proposición. Claro que no; él tenía su orgullo...

—Tim, más allá hay puentes, y nos estamos acercando a la falla. ¡La carretera puede haber desaparecido!

—Poco es lo que podemos hacer.

—Sí, no podemos volver atrás.

Aminoró la marcha para tomar otra curva y aceleró de nuevo. Todavía se aferraba al volante con demasiada fuerza. Lo estropearía si no se calmaba, y no sabía cómo lograrlo.

A menudo la carretera estaba cortada por deslizamientos de barro, y Eileen finalmente redujo la velocidad al mínimo. En una ocasión tardaron media hora en recorrer quince metros. Cada vez que llegaba a un tramo de carretera expedito, Tim deseaba que su compañera condujera más rápido. Pero ella no lo hacía. Mantenía el coche en primera o segunda marcha, y nunca rebasaba los cuarenta kilómetros por hora, aun cuando la luz de los faros mostrara largos tramos sin obstáculos.

El trayecto se hacía interminable. Tim taponó el agujero del techo con su pañuelo.

Según el reloj, eran las ocho de la tarde, y en el mes de junio, en Los Angeles, debería ser de día, pero afuera estaba tan negro como la tinta. La lluvia caía intermitentemente. Los limpiaparabrisas del coche eran muy buenos, y Stimms les había mostrado cómo llenar los depósitos. Eileen los ponía en marcha con frecuencia.

Al rodear una curva cerrada, la luz de los faros les mostró un espacio vacío delante de ellos. Eileen frenó bruscamente. Los faros abrían pequeños agujeros en la oscura cortina de lluvia, pero la luz era suficiente para ver que la carretera estaba cortada de un modo abrupto.

Tim bajó del coche y se acercó al borde. Cuando vio dónde estaba tragó saliva y regresó al vehículo.

—Retrocede lentamente —ordenó a Eileen.

Ella empezó a preguntarle por qué, pero el temor que se adivinaba en la voz de Tim le hizo callar. Puso la marcha atrás y retrocedió despacio.

—¡Baja y guíame, diablos! —gritó Eileen.

—Perdona.

Tim bajó del coche y la orientó con gestos, hasta indicarle que se detuviera. Eileen cerró el contacto y bajó para ver dónde habían estado. El puente había sido un delgado arco de hormigón que unía los dos lados de una profunda garganta; había cedido por el centro, y ellos habían avanzado bastante antes de detenerse. Ahora estaban de nuevo en terreno sólido.

No podían ver nada. A la izquierda se adivinaba un alto promontorio. A la derecha, más allá de una amplia curvatura del terreno, estaba el vacío. Delante se encontraba el puente desmoronado.

No se veían luces en ninguna parte ni se oía sonido alguno, excepto el ulular del viento que empujaba la lluvia y, muy abajo, el sonido de un torrente.

—¿Fin de la línea? —preguntó Eileen.

—No lo sé. Una cosa es segura: esta noche no podremos hacer nada. Creo que nos quedaremos aquí hasta que se haga de día.

—Si es que vuelve a hacerse de día —dijo ella, con el ceño fruncido, y echó a andar por la carretera.

Tim no la siguió. Se quedó de pie, sintiéndose exhausto, deseando entrar de nuevo en el coche, pero sin atreverse a hacerlo hasta que ella regresara. Le parecía una cobardía quedarse en el coche, a resguardo de la lluvia, mientras ella vagabundeaba por la carretera, buscando... ¿Qué buscaría?

Por fin Eileen regresó y subió al coche. Tim dio la vuelta al vehículo, subió también y se sentó a su lado. Ella puso el coche en marcha y empezó a retroceder despacio, esta vez sin ayuda. Tim quería preguntarle qué estaba haciendo, pero se sentía demasiado cansado. Ella había tomado una decisión y así era mejor para él. El coche llegó a una ancha franja de grava al lado izquierdo de la carretera. Eileen avanzó despacio hasta situarse por completo fuera de la calzada.

—No me convence este sitio —dijo finalmente—. Podría producirse un deslizamiento de barro, pero prefiero que nos quedemos aquí. Imagina si viniera otro coche por la carretera.

—No vendrá nadie.

—Probablemente no. De todos modos nos quedaremos aquí.

—¿Te apetece una cerveza? —le preguntó Tim.

—Claro.

Tim sacó dos latas de una caja que el vendedor les había dejado en el coche. Abrió una de ellas e hizo ademán de tirar la anilla.

—No tires eso —le pidió ella.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Hay que guardarlo todo. No tenemos muchas cosas. No sé para qué podrá servirnos eso, pero nunca lo volveremos a tener. Guárdalo. Las latas también. No las tires.

—De acuerdo. Toma.

La cerveza estaba caliente, como la lluvia que caía. No tenían nada más, nada que comer, y la lluvia era un poco salada. Tim se preguntó si podrían beber aquel agua sin peligro. Muy pronto tendrían que hacerlo.

—Por lo menos hace calor —dijo Tim—. No nos helaremos, ni siquiera a esta altura.

Sus ropas estaban empapadas y en realidad no hacía mucho calor. Ojalá hubiera cogido el viejo impermeable que encontraron en el otro coche. Por un momento, Tim pensó en el dueño del Chrysler. ¿Le habrían condenado a morir al robarle el coche? No debía pensar en ello, pero ¿en qué iba a pensar?

—¿Qué hacemos? —preguntó a Eileen—. ¿Guardamos las latas de cerveza o nos emborrachamos?

—Será mejor que conservemos dos por lo menos.

La voz de Eileen era inexpresiva, carente de emoción. Tim se preguntó si a ella también se lo parecería así. Abrió en silencio otro par de latas y los dos se pusieron a beber.

Dos latas de cerveza, y con el estómago vacío, tras un día lleno de excitación... Tim observó que le hacían más efecto de lo que había esperado. Casi volvía a sentirse humano. Sabía que no duraría mucho, pero de momento tenía una cálida sensación en el estómago y notaba la cabeza ligera. Miró a su compañera. No podía verla bien en la oscuridad. Era sólo una sombra en el asiento a su lado. Escuchó el ruido de la lluvia unos instantes más y luego se acercó a ella.

Eileen permaneció rígida, inmóvil. No le rechazó pero tampoco respondió a sus avances. Tim le tomó el hombro y luego su mano descendió hasta el pecho. La blusa estaba húmeda, pero cuando Tim introdujo la mano por debajo notó la piel cálida. Eileen seguía sin moverse. Tim se aproximó más y colocó la cabeza entre sus senos.

—¿Crees que esto es apropiado?

La voz de Eileen parecía la de una persona extraña. Era la suya, sí, pero indiferente, como si hablara desde una gran distancia.

Tim se sintió avergonzado. El agradable calor proporcionado por la cerveza se había desvanecido.

—Lo siento.

—No, no lo sientas. Dormiré contigo, si eso es lo que deseas. Pero preferiría no hacerlo. Ahora no...

—Tienes razón, ya vendrán mejores tiempos.

—No lo creo, si es eso lo que realmente deseas. He estado pensando. ¿Acaso hemos estado enamorados de veras?

—Te pedí que te casaras conmigo...

—Y yo lo deseaba, pero no quería comprometer a nadie. Bueno, ahora es como si estuviéramos casados.

Tim permaneció silencioso en la oscuridad. Sentía absurdos deseos de echarse a reír. Pensó que su madre se sentiría complacida. El pequeño Timmy por fin casado. ¿Dónde estaría su madre y el resto de su familia? ¿Pudo haber hecho algo por ellos? ¿Debió haberlo intentado? No había movido un solo dedo en su ayuda. No hizo más que echar a correr para salvar el pellejo.

—¿Estás segura de que me quieres? —le preguntó Tim.

—¿Sabes? Cuando salí de aquella oficina en ruinas y te vi... me alegré como jamás me había alegrado en mi vida.

Tim se preguntó si le estaría tomando el pelo. ¿Pero de qué servía preocuparse por ello?

—Aprenderemos a querernos —siguió diciéndole Eileen—. Lo hemos estado aprendiendo durante todo el día de hoy. —Dio unas palmaditas en la mano de Tim, que aún permanecía pasivamente sobre su seno—. Así que, si eso es lo que quieres, estoy dispuesta.

Tim se incorporó, apartándose de ella.

—Tim, por favor, no te enfades.

—No te preocupes. Tienes razón, éste no es el momento adecuado. Todo el coche está húmedo, las ropas se nos pegan al cuerpo y no sé cómo estarás tú, pero yo me muero de cansancio. Dios mío, ¡hemos estado a punto de despeñarnos por ese puente derrumbado!

Eileen le apretó la mano.

—Sí, ni el momento ni el lugar son apropiados. ¿Qué te parece el hotel Savoy?

—¿Qué?

—El hotel Savoy de Londres. Elegante, con un servicio de habitación increíble y unos baños enormes. Si éste no es el lugar apropiado para hacer el amor, el hotel Savoy lo es. Lo malo es que probablemente se encontrará bajo el agua. Claro, debe haber un buen sitio en alguna parte, pero ¿y si nunca lo alcanzamos? Eileen, casi no pude derribar aquella valla, y era preciso hacerlo. Tú no me necesitas. ¡Necesitas a Conan, el bárbaro! El para la fuerza y tú para el talento.

—¿Quieres dejar eso de una vez?

—No puedo. Seguimos avanzando gracias a ti. Si lo que quieres es fuerza viril, me temo que yo no la tengo. Tampoco tengo habilidades. Solía contratar a quienes las tenían.

—Tú me llevaste colina abajo —dijo ella, exagerando para tener más efecto—. Sabías dónde ir. Lo has hecho perfectamente.

Tim no podía verla en la oscuridad, pero sabía que no se estaba riendo de él, porque le apretaba la mano con todas sus fuerzas. El se aproximó de nuevo y ella fue a su encuentro, abrazándole desesperadamente. Tim no sentía un deseo sexual inmediato, sólo un instinto de protección hacia ella. Una parte de su mente sabía que aquello era absurdo, sabía que Tim Hamner, por mucho que pudiera compartir los antiquísimos instintos del Homo sapiens macho, carecía del adiestramiento y de los músculos necesarios para ponerlos en acción. Pero era muy agradable abrazar a Eileen y dejar que se durmiera quedamente con la cabeza en su regazo, para quedar dormido también él al poco rato.


El mar se retira de Inglaterra.

Lentamente, frenadas por los escombros, las aguas que han conquistado Londres se retiran hacia el Canal. Henchidas de cadáveres, de los automóviles más livianos, de las paredes de madera de los edificios más viejos y de los escombros del fondo marino que fueron impulsados tierra adentro por tres monstruosas oleadas, las aguas tienen que abrirse camino alrededor y a través de masas montañosas que ayer fueron altos edificios. Las ventanas que resistieron la embestida de la ola se rompen ahora para dejar que el agua pase. Inunda los interiores y se lleva muebles, camas, almacenes enteros llenos de ropas.

Los edificios a lo largo de las riberas del Támesis han sido aplastados y hasta sus cimientos arrancados de cuajo. Tremendas presiones despedazan el cemento armado y arrojan los fragmentos, junto con toneladas de barro de las orillas, al lecho del río.

Mañana, y por los siglos de los siglos, no habrá modo de saber dónde estuvo ubicado el hotel Savoy.


Se despertaron con calambres, comenzó en los miembros y escalofríos.

—¿Qué hora es? —preguntó Eileen.

Tim oprimió el botón de su reloj.

—Las dos menos diez. —Trató de cambiar de postura—. Según lo que leíamos en la clase de literatura esto de dormir el uno en los brazos del otro parecía romántico, pero lo cierto es que resulta muy incómodo.

A Tim le pareció adorable la risa de Eileen en la oscuridad. Era ella de nuevo, era su risa, e imaginaba la radiante sonrisa de sus labios aunque no pudiera verla.

—¿Son abatibles estos asientos? —preguntó ella.

—No lo sé.

Tim palpó la parte inferior del asiento, buscando palancas. Encontró una y tiró de ella. El respaldo del asiento se abatió contra el asiento trasero. No quedó del todo horizontal, pero era mucho más cómodo. Le explicó a Eileen lo que debía hacer y ella también abatió su asiento. Ahora estaban casi tendidos el uno al lado del otro. Ella se acercó a Tim.

—Tengo frío.

—Yo también.

Se apretaron el uno junto al otro para darse calor. No estaban cómodos. Les estorbaban los brazos. Ella le rodeó con uno de los suyos y permanecieron inmóviles un momento. Luego Eileen le atrajo hacia sí, apretando las piernas contra las de él. Sintió calor en todo su cuerpo. De improviso, su boca encontró la de Tim y le besó. Sus bocas siguieron unidas unos instantes, hasta que ella se retiró y rió quedamente.

—¿Todavía estás en forma? —le preguntó.

—He vuelto a ponerme en forma —dijo él, y dejó de hablar para pasar a la acción.

Sólo se desvistieron lo imprescindible, levantando la camisa, la falda, la blusa entre risas, y tapándose en seguida para conservar el calor. Se unieron de súbito, con una intensidad que no dejaba tregua para la risa. Ahora a los dos les parecía adecuado, aunque insensato, pero aquella misma insensatez armonizaba bien con lo que estaba sucediendo en el mundo que les rodeaba. Luego cada uno descansó en los brazos del otro.

—Quitémonos los zapatos —dijo Eileen.

Se contorsionaron para no perder el contacto mientras trataban de quitarse los zapatos. Luego se unieron de nuevo. Tim sintió la fuerza nerviosa de las piernas y los brazos de Eileen, que le aprisionaban. Se relajó lentamente y suspiró, y se quedó dormida con la celeridad con que se apaga una vela.

Tim le bajó la falda todo lo que pudo. Eileen dormía profundamente y sólo se agitaba levemente cuando él se movía. Tim permaneció despierto en la oscuridad, deseando que llegara el alba, que llegara el sueño.

Se preguntó por qué lo habían hecho. Era la noche del fin del mundo y habían hecho el amor como monos frenéticos, en la carretera del gran cañón de Tujunga, ante un puente derrumbado y con diez millones de muertos detrás... y no obstante lo habían hecho en el asiento de un coche, como un par de adolescentes.

Ella se movió ligeramente y Tim la rodeó protectoramente con los brazos, sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando tuvo conciencia de ello pensó que había sido un reflejo, nada más que un reflejo protector.

De repente, Tim Hamner sonrió en la oscuridad. «¿Por qué diablos no?», dijo en voz alta, y se dispuso a dormir.

Cuando despertaron el cielo estaba teñido de gris. Se incorporaron, llenos de pensamientos y recuerdos, preguntándose qué les habría despertado. Lo oyeron por encima del tamborileo del agua sobre el metal. Era el ruido de un motor, un coche o un camión que venía muy rápido por la carretera. Vieron luces detrás de ellos.

Tim sintió un tremendo impulso. Tenía que hacer algo, avisar a aquel coche. Meneó la cabeza con violencia, procurando despertarse del todo. Alargó un brazo por encima de Eileen y apretó la palanca del claxon.

El coche pasó junto a ellos como un murciélago huido del infierno, seguido por el sonido agudo del claxon. Se oyó el chirrido de los frenos y luego nada. Pasó un buen rato hasta que oyeron el ruido del metal chocando contra las rocas y vieron la luz de llamaradas.

Bajaron del coche y corrieron hacia la mitad del puente. Por debajo del extremo retorcido del puente había fuego. El coche ardía, arrojando la luz de sus llamas sobre el cañón y el torrente que corría por su fondo.

La mano de Eileen buscó la de Tim. El la cogió, apretándola fuertemente.

—Pobres desgraciados —musitó, temblando en el alba fría. La lluvia había disminuido, pero el viento era frío. El aire que ascendía del coche en llamas parecían luchar con el viento helado.

Eileen soltó la mano de Tim y avanzó por el puente en ruinas. Volvió la cabeza hacia las paredes de la garganta, en el lado donde seguía Tim. Señaló con la mano.

—Creo que podemos cruzar —le dijo—. Ven a ver. —Su voz era ahora tranquila e indiferente.

Tim se acercó a ella, andando con precaución, temeroso de que el resto del puente se derrumbara. Miró hacia el lugar que ella indicaba. Había un camino de grava, apenas de la anchura de un coche, abierto a un lado de la garganta y que descendía en zigzag por el cañón.

—Debe ser el antiguo camino —dijo Eileen—. Pensé que debería haber uno.

No parecía un buen camino ni siquiera para andar por él, pero Eileen retrocedió hasta el coche y puso el motor en marcha.

—¿No deberíamos esperar a que haya más luz? —le preguntó Tim.

—Probablemente, pero no quiero esperar.

—De acuerdo. Yo conduciré. Tú irás caminando.

Había luz suficiente para verle la cara. Ella se inclinó y le besó levemente en la mejilla.

—Eres muy amable, pero conduzco mejor que tú. Tú irás andando, porque alguien ha de ir delante para asegurar que el coche puede seguir por el camino.

—No, iremos juntos.

Tim sabía que aquello era absurdo, y se preguntó si lo hubiera dicho de no haber sabido que ella le haría bajar e ir andando.

—Será mejor para los dos que tú vayas delante —dijo ella—. Anda, vamos.

El viejo camino era una pesadilla. A veces se inclinaba terriblemente hacia el cañón, con su precipicio de vértigo. Tim pensó que por lo menos no podían ver el coche en llamas. Sólo era visible una débil luminosidad de la hoguera que se iba extinguiendo.

En los zigzags Eileen tenía que avanzar en maniobras cortas, retrocediendo y girando, una y otra vez, con las ruedas a escasos centímetros del borde. Tim se sentía aterrorizado en cada giro. Bastaba cometer un solo error, equivocarse de marcha o presionar demasiado el acelerador, y Eileen se despeñaría, ardería viva y Tim se quedaría solo. Cuando llegaron al fondo, Tim apenas era capaz de seguir andando.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó Eileen.

Tim retrocedió y subió al coche.

—Lo averiguaré en seguida. —Tendió los brazos hacia ella desesperadamente. Eileen le rechazó.

—Mira, cariño.

La luz era suficiente para ver. Más allá de los restos del coche quemado se alzaba un muro macizo de cemento, muy por encima de ellos. Era una presa. Tim se estremeció. Salió del coche y se internó en el torrente, avanzando contracorriente. El agua sólo le llegaba a las rodillas y empezó a cruzarlo. Luego hizo señas a Eileen para que le siguiera.

EL PROPIETARIO

La propiedad no es sólo un derecho, sino un deber. La propiedad obliga. Usa tu propiedad como si el pueblo te la hubiera confiado.

Oswald Spengler, Pensamientos


A mediodía Tim y Eileen llegaron a lo alto de la garganta. Cuando se encontraban a un tercio de la altura vieron que otro coche había llegado al otro lado y empezaba a descender. Era un turismo corriente, sin tracción en las cuatro ruedas, y Tim no comprendió cómo habían podido llegar hasta allí. En aquel coche viajaban dos hombres, una mujer y varios niños. Todavía estaba pegado al lado de la garganta cuando Tim y Eileen llegaron a la cima por el otro lado. Se alejaron, dejando a los otros colgados en el lado del precipicio, preguntándose si deberían haberles hablado, pero sin saber qué podrían haber hecho en su ayuda.

Tim se sentía más desamparado que nunca. Estaba preparado para el fin de la civilización: estar casi solo, encontrar pocos seres humanos y alejados entre sí. Pero no estaba preparado para verla extinguirse así, y se preguntó qué podría hacer. Era inútil, no podía pensar nada.

Por fortuna el siguiente puente estaba intacto, y el próximo también. Ya se encontraban a pocos kilómetros del observatorio.

Tomaron una curva y se encontraron con cuatro coches en la carretera. Había mucha gente en aquel lugar. Eran las primeras personas que Tim y Eileen veían desde que salieron de la garganta.

La carretera se internaba en un túnel, y éste se había venido abajo. Los coches estaban detenidos mientras hombres con palas trabajaban para abrir un camino por encima del espolón rocoso creado por el túnel. Ya habían formado parte de un camino, y se turnaban, ya que había más hombres que palas.

Seis mujeres y varios niños estaban reunidos alrededor de los coches. Eileen miró vacilante al grupo y luego se acercó a ellos.

Los niños la miraron sorprendidos. Una de las mujeres se acercó al coche. Parecía una anciana, aunque no tendría más de cuarenta años. Miró el vehículo y observó el agujero en forma de estrella que había dejado la bala en la luneta trasera. No dijo nada.

—Hola —dijo Tim.

—Hola.

—¿Hace mucho que están aquí?

—Llegamos al amanecer —dijo la mujer.

—¿Vienen de la ciudad? —le preguntó Eileen.

—No. Estábamos acampados aquí. Intentamos regresar a Glendale, pero la carretera estaba cortada. ¿Cómo han llegado aquí? ¿Podemos regresar por el mismo camino que ustedes han seguido?

Una vez perdida su reticencia, la mujer hablaba rápidamente.

—Hemos llegado subiendo por el gran cañón de Tujunga —explicó Tim.

La mujer pareció sorprendida y se volvió hacia el montículo donde los hombres trabajaban.

—Eh, Freddie. Han venido por el gran Tujunga.

—Está bloqueado —gritó el hombre. Entregó la pala a otro hombre y bajó el montículo, dirigiéndose a ellos. Tim observó que llevaba una pistola al cinto.

Sus coches no eran muy nuevos. Una destartalada camioneta, cargada con objetos de acampada, una ranchera con la suspensión visiblemente estropeada y un viejo Dodge.

—Nosotros tratamos de llegar al gran Tujunga —dijo el hombre al aproximarse. Llevaba típicas prendas de camping, una camisa de lana y pantalones de tela cruzada. De uno de los lados de su cinturón colgaba una taza metálica. Del otro lado colgaba la pistola en su funda, pero no parecía consciente de que la llevaba—. Me llamo Fred Haskins. ¿Dicen que han llegado cruzando la garganta, por el viejo camino en zigzag?

—Sí —dijo Eileen.

—¿Cómo están en Los Angeles? —preguntó Haskins.

—Mal —dijo Tim.

—Sí. Ha habido un buen terremoto, ¿eh? —Haskins miró detenidamente a Tim. También miró el agujero de la bala—. Oiga, ¿cómo le han hecho eso?

—Alguien trató de detenernos.

—¿Dónde?

—Cuando empezábamos a subir las montañas —dijo Tim.

—La granja de los presos —musitó Haskins—. Habrán matado a los vigilantes y todos los presos estarán sueltos.

—¿Qué ha querido decir con eso de que Los Angeles está mal? —preguntó la mujer—. ¿No puede ser más explícito?

De repente, Tim no pudo soportarlo más.

—Todo ha desaparecido. El valle de San Fernando, todo lo que había al sur de las colinas de Hollywood... Todo inundado por las aguas. Y lo que no ha sido inundado, se ha quemado. Tujunga parecía en bastante buen estado, pero el resto de la depresión de Los Angeles ha dejado de existir.

Fred Haskins le miró fijamente, como si no comprendiera.

—¿Ha dejado de existir? ¿Ha muerto tanta gente? ¿Tantos?

—Más o menos —dijo Tim.

—Probablemente aún queda mucha gente viva en las colinas —dijo Eileen—. Pero, si las carreteras están cortadas, no podrán llegar hasta aquí.

—Dios mío —dijo Haskins—. Ese cometa chocó, ¿verdad? Sabía que iba a chocar, Martha, te dije que estaríamos mejor aquí arriba. ¿Cuánto tiempo...? Supongo que enviarán al Ejército en nuestra busca, pero también podemos abrirnos camino por nuestra cuenta. La carretera al otro lado parece en buenas condiciones. Al menos, hasta donde podemos ver. Martha, ¿todavía no has oído nada por la radio?

—Nada. Sólo interferencias. A veces creo oír algunas palabras, pero no tienen sentido.

—Ya.

—¿Tienen ustedes algo qué comer? —preguntó Martha Haskins.

—No.

—Parecen muertos de hambre. Les daré algo, señor...

—Tim.

—Tim, y usted se llama..

—Eileen. Gracias.

—De nada. Tim, acompañe a Fred y cave con él hasta que prepare el almuerzo.

Mientras subían por el empinado camino, Fred habló a Tim.

—Me alegro de que hayan llegado. No estaba seguro de que pudiéramos poner todos los coches en marcha. Con el cacharro tan potente que usted lleva podrá darles un empujoncito. Luego iremos en busca del Ejército.

La carretera empezó a moverse, el firme se onduló, y el camión en cabeza avanzó dando tumbos.

El cabo Gillings, que dormitaba en su asiento, se despertó bruscamente. Lanzó un juramento y miró a través del toldo. El convoy se había detenido. La tierra se ondulaba como las aguas de un mar.

—El cometa... —murmuró.

Los soldados comentaban lo que ocurría.

—¿Qué es eso? —preguntó Johnson.

—El fin de este maldito mundo, estúpido. ¿Es que no lees nada?

Gillings lo había leído todo. El National Enquirer, los artículos de Time y las entrevistas a Sharps y los demás. Lo había planeado todo un millar de veces, soñando en su litera, añadiendo encantadores detalles a la escena. Gillings sabía lo que ocurriría tras la caída del martillo de Lucifer. Sería el fin de la civilización, y también el fin del maldito Ejército. Cada hombre sería dueño de sí mismo, y uno podría ser un rey si sabía jugar bien sus cartas.

Johnson le miraba fijamente, perplejo y desorientado, deseando que siguiera. Gillings sentía la cabeza ligera. Estaba desorientado: no era corriente que sus sueños se convirtieran en realidad.

—Fuera de los camiones. ¡Todo el mundo fuera! —ordenó el capitán Hora.

La mente de Gillings se aclaró. Las cosas volvían a ponerse en su sitio, y aquel era el primer problema: ¡los malditos oficiales! Hora no era un oficial tan malo, y a los hombres les caía bien. Habría que hacer algo al respecto, y rápidamente. De lo contrario, el Ejército Regular les haría trabajar como esclavos, tratando de salvar a los asnos civiles hasta que las olas gigantescas los ahogaran a todos.

—Estamos atrapados, capitán —gritó el sargento Hooker—. Hay corrimientos de tierras delante y detrás. No creo que podamos sacar los camiones de aquí.

—Los dejaremos aquí, sargento —dijo el capitán Hora—. Iremos andando. Hay mucha gente en estas colinas. Veremos qué se puede hacer por ellos.

—Señor —dijo Hooker. Su voz carecía de entusiasmo—. ¿Qué vamos a comer, capitán?

—Ya tendremos tiempo de preocuparnos por eso cuando estemos hambrientos —dijo Hora—. Echaremos un vistazo adelante. Tal vez podamos pasar sobre el barro.

—Señor.

—Los demás, bajad de los camiones —ordenó el capitán.

Gillings sonrió. Había sido una gran suerte que no llegaran al campamento antes de la caída del cometa. Sonrió de nuevo y tocó los objetos duros que tenía en el bolsillo. No habían dado munición a los soldados, pero le había resultado fácil procurársela, y tenía una docena de cargadores. En los camiones habían muchos más de repuesto.

¿Le seguirían los hombres? Tal vez no. Al principio no lo harían. Tal vez sería mejor dejar con vida a Hooker. Los soldados obedecerían a Hooker, y éste no era muy listo, pero sí lo suficiente para saber que no tenía objeto arrestar a Gillings una vez neutralizado el capitán. Ya no habría más consejos de guerra. Se acabaron los tribunales. Hooker lo comprendería.

Gillings introdujo el cargador en su rifle.

El trabajo les llevó la mayor parte del día. Tim nunca había trabajado tan duramente en su vida. Desde luego, había pagado su almuerzo. Aplanaron las partes empinadas y utilizaron el coche de Tim para abrir el camino y empujar a los otros coches por el suelo embarrado. Seguía lloviendo, aunque con mucha menos intensidad.

A Tim le dolían todos los músculos del cuerpo. El camino normal no debería tener más que unos treinta metros, pero el camino que ellos habían abierto superaba cinco veces esa longitud, con todos sus zigzags.

Cuando llegaron a la calzada de la carretera, al otro lado del túnel derruido, avanzaron en caravana. Seis kilómetros más allá se encontraron con un puesto de guardabosques. Había centenares de personas en aquel lugar. Un grupo escolar, con noventa niños, algunos estudiantes universitarios que cuidaban de ellos y un viejo predicador. Excursionistas y grupos de pescadores deportivos. Todos ellos habían acudido por caminos de montaña y a través de los bosques. Había un grupo de estudiantes franceses con bicicletas, y sólo uno de ellos hablaba inglés. En una gran tienda de campaña se alojaba un escritor, su mujer y un nutrido grupo de hijos.

Los guardabosques habían montado un campamento provisional. Cuando pasó el grupo de Tim les hicieron desviarse a un lado. Tim quería seguir adelante, pero un camión verde del Servicio Forestal bloqueaba el camino. Eileen se detuvo y bajaron del coche. Un guardabosques uniformado había estado hablando con Fred Haskins, y ahora se acercó a ellos.

El guardabosques era un hombre de unos veinticinco años, esbelto y con buenos músculos. Su uniforme le daba un aspecto de autoridad, pero no parecía estar muy seguro de sí mismo.

—Dicen que han venido por la carretera del gran Tujunga. —Miró fijamente a Tim—. Usted es Hamner.

—Sí, pero no voy anunciándolo por ahí —dijo Tim.

—No, supongo que no —dijo el guardabosques—. ¿Podemos bajar por esa carretera?

—Ah, ¿no lo sabe? —le preguntó Tim.

—Mire, señor, aquí sólo estamos cuatro. Estamos intentando hacernos cargo de esos chicos. Algunos grupos han salido a buscar gente que había acampado en sitios peligrosos. Por todas partes hay deslizamientos de barro y la mayor parte de los puentes se han desmoronado. No intentamos ir más allá del túnel cuando vimos que se había derrumbado.

—¿No funciona la radio? —preguntó Eileen.

—No se oye nada de la emisora de Tujunga —admitió el guardabosques—. No sé por qué. Hemos recibido algo de otra emisora, en frecuencia corta. Han dicho que hay gente atrapada en el cañón Trail.

—El puente se ha derrumbado —dijo Eileen—. Nosotros hemos llegado cruzando el viejo camino. Había unas personas detrás de nosotros que trataban de hacer lo mismo.

—¿No se pararon para echarles una mano? —preguntó el guardabosques.

—Eran más numerosos que nosotros —explicó Tim—. ¿Y qué podíamos hacer? No es posible empujar un coche en aquel camino, hay demasiadas curvas. Ni siquiera es una carretera.

—Sí, ya lo sé. Nosotros lo utilizamos para ir a pie. Oiga, usted es un experto en cometas. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué debemos hacer con esta gente?

Tim estuvo a punto de echarse a reír ante aquella pregunta, pero la expresión del guardabosques se lo impidió. El joven parecía demasiado tenso, demasiado próximo al pánico y muy contento de ver a Tim Hamner. Quería que un experto le diera instrucciones.

—No pueden regresar a Los Angeles —dijo Tim—. Allí no hay nada de nada. Las olas gigantescas han inundado la mayor parte de la ciudad...

—Dios mío, recibimos algunas noticias al respecto desde el monte Wilson, pero no lo creí...

—Y mucho de lo que quedó fue pasto de las llamas. En Tujunga se ha formado un grupo armado de ciudadanos. No sé si se alegrarían de verles a ustedes o no. La carretera hasta Tujunga no es mala, pero no creo que los turismos corrientes puedan pasar por algunos puntos.

—Si, pero ¿dónde está el Ejército? —preguntó el guardabosques—. La Guardia Nacional. ¡Alguien! Usted dice que no deberíamos volver a Tujunga, pero ¿qué hacemos con estos niños? Un día más y se nos acabarán las provisiones, ¡y tenemos que cuidar de dos centenares de niños!

Demonios, pensó Tim, yo soy el experto. El conocimiento le producía exaltación y depresión extrañamente mezcladas.

—Mire, yo no soy uno de los técnicos que siguieron la trayectoria del cometa, pero... sé que el cometa se fragmentó varias veces...

—¿Se fragmentó?

—Se rompió, convirtiéndose en un enjambre de montañas volantes. ¿Me comprende? Han chocado varios trozos con la tierra. No puedo decirle cuántos, pero... Era de mañana en California, y el cometa venía por la dirección del sol, así que el blanco principal fue el Atlántico. Si en la costa occidental las olas han sido tan grandes como la que se ha producido aquí, lo habrán arrasado todo al este de Castkills y la mayor parte del valle del Mississippi. Ya no han gobierno nacional y tal vez no existe el Ejército.

—¡Jesús! ¿Quiere decir que el país entero ha desaparecido?

—Tal vez el mundo entero —dijo Tim.

Aquello era demasiado. El guardabosques se sentó en el suelo, junto al coche de Tim, y miró al cielo.

—Mi hija vive en Long Beach...

Tim no dijo nada.

—Y mi madre. Estaba en Brooklyn, visitando a mi hermana. Usted dice que todo ha desaparecido.

—Probablemente —dijo Tim—. No puedo decirle más.

—¿Qué hacemos entonces con todos los niños y los excursionistas, con toda esta gente? ¿Cómo vamos a alimentarlos?

—Busquen en almacenes, en ranchos con ganado, en cualquier lugar donde haya comida, hasta que puedan plantar más cultivos. Estamos en junio. Algunas cosechas habrán sobrevivido.

—Al norte —dijo el guardabosques para sí mismo—. Hay ranchos en las colinas, por encima de Grapevine. Sí, al norte. —Alzó la vista hacia Tim—. ¿Qué va a hacer usted?

—No lo sé. Supongo que ir hacia el norte.

—¿Puede llevarse algunos niños?

—No tengo inconveniente, pero carecemos por completo de víveres...

—¿Y quién tiene comida? —preguntó el guardabosques—. Tal vez deberían quedarse ustedes con nosotros. Podemos marcharnos juntos.

—Probablemente tendremos más posibilidades si vamos en pequeños grupos. Y no queremos quedarnos con ustedes.

Tampoco quería cargar con niños, pero a eso no podía negarse. Además, su decisión era la correcta. Lo había leído en alguna parte: en toda duda de conciencia, lo que uno menos desea hacer es probablemente la acción que debe hacerse. O algo por el estilo.

El guardabosques se marchó y volvió al poco rato con cuatro pequeños, el mayor de los cuales tendría seis años. Estaban limpios y bien vestidos, y se les veía muy asustados. Eileen los acomodó en la parte trasera del vehículo y se sentó junto a ellos.

El joven funcionario arrancó una hoja de su cuaderno de notas, en la que había anotado nombres y direcciones.

—Aquí tiene las señas de los niños. Si puede encontrar a sus padres... —No pudo seguir porque se le quebró la voz.

—De acuerdo —dijo Tim, poniendo el vehículo en marcha. Iba a conducirlo por primera vez y el embrague le pareció muy rígido.

En la parte trasera Eileen hablaba con los niños.

—Me llamo Eileen, y éste es Tim.

—¿Adonde vamos? —preguntó una chiquilla muy pequeña, con aspecto débil, pero que no lloraba como los demás chicos—. ¿Nos lleváis donde está mi mamá?

Tim echó un vistazo al papel. La niña se llamaba Laurie Malcolm y su madre la había enviado al campamento. No figuraba el nombre del padre. La dirección de la madre estaba en Long Beach. Señor, ¿qué podría decirle?

—¿Podemos ir a casa? —preguntó uno de los niños antes de Eileen pudiera decir algo.

¿Cómo podía decirle a un chico de seis años que su hogar había sido destruido por las aguas? ¿O a una chiquilla que su mamá estaba...?

—Vamos a subir por aquella colina —dijo Eileen, señalando hacia la montaña cercana—. Cuando lleguemos allí esperaremos a tu mamá.

—¿Pero qué ha ocurrido? —preguntó el chico—. Todo el mundo estaba muy asustado. El padre Tilly no quería que lo supiéramos, pero él también lo estaba.

—Ha sido el cometa —le dijo Laurie con voz solemne—. ¿No ha caído en Long Beach, Eileen? ¿Puedo llamarte Eileen? El padre Tilly dice que no debemos llamar a los adultos por su nombre de pila. Nunca.

Tim giró para entrar en la carretera lateral que conducía al observatorio. Tiempo atrás él mismo se había encargado de la mejora de la vieja carretera polvorienta mediante troncos, grava y cemento en los sitios peores. El barro era espeso, pero el vehículo todo terreno avanzó sin problemas. Ahora no tardarían en llegar. Pronto tendrían comida y podrían dejar de correr, al menos durante algún tiempo. Los alimentos no durarían indefinidamente, pero ya habría tiempo para preocuparse por eso cuando llegaran. De momento el observatorio era su hogar, un puerto, un sitio familiar, con calefacción, ropas secas y una ducha. Un lugar seguro para refugiarse mientras el mundo llegaba a su fin.

El vehículo ya no era nuevo y brillante. Las rocas habían arañado los costados y estaba lleno de barro. Pero avanzaba por la carretera embarrada como si fuera una autopista, pasando sobre las piedras desprendidas, vadeando charcos profundos. Tim nunca había poseído un coche así. Tenía la sensación de que podría ir donde quisiera.

Y aquel potente coche les había llevado a casa. Una curva más, una sola curva y estarían a salvo...

El edificio de cemento armado estaba intacto, lo mismo que el garaje de madera situado a su lado. El techo del garaje estaba combado e inclinado, pero no tanto como para que alguien, excepto Tim, pudiera notarlo. La cúpula del telescopio estaba cerrada, y todas las ventanas del edificio principal tenían cerrados los postigos.

—¡Hemos llegado! —gritó Tim. Tuvo que gritar porque Eileen y los niños estaban cantando en el asiento posterior.

—¡Estamos a salvo! Al menos por algún tiempo.

Eileen dejó de cantar.

—Está muy bien —dijo sorprendida. No había esperado ver el lugar intacto. Después de lo de Tujunga, había dejado de esperar nada.

—Claro. Marty es competente —dijo Tim—. Ha cerrado los postigos y...

Se interrumpió de improviso y Eileen siguió la dirección de su mirada. Dos hombres salían del observatorio. Eran mayores, de unos cincuenta años, y llevaban rifles. Se quedaron mirando mientras Tim dirigía el coche hasta detenerlo delante del gran porche de cemento. Los hombres acunaban los rifles entre sus brazos, sin apuntar directamente al vehículo, pero dispuestos a hacerlo en cualquier momento.

—Lo siento, amigo, no hay sitio —dijo uno de los hombres—. Será mejor que se vayan. Lo siento.

Tim miró a los extraños, sintiendo que la ira se acumulaba en su interior.

—Soy Tim Hamner, el dueño de este lugar. ¿Quienes son ustedes?

Los hombres no reaccionaron. Otro hombre, más joven, apareció en el porche.

—¡Marty! —gritó Tim—. ¡Marty, diles quién soy!

«Y cuando sepa qué están haciendo aquí estos tipos, pensó Tim, cambiaré unas palabras, contigo, Marty».

El aludido sonrió de oreja a oreja.

—Larry, Fritz, éste es el señor Timothy Gardner Allington Hamner, playboy, millonario... oh, sí, y astrónomo aficionado. El propietario de este lugar.

—Lo había supuesto —dijo Fritz, sin mover el rifle.

Uno de los niños empezó a llorar. Eileen lo atrajo hacia sí y le abrazó. Los otros niños miraban con los ojos muy abiertos.

Tim abrió la portezuela del coche. Los rifles se movieron ligeramente. El no hizo caso y bajó. Se quedó de pie en el oscuro crepúsculo. La lluvia empapaba sus ropas y corría por la nuca hacia la espalda. Caminó hacia el porche.

—Será mejor que no se mueva —dijo uno de los hombres armados, el llamado Larry.

—Al diablo contigo —dijo Tim. Subió los escalones del porche—. No voy a gritarle y asustar a los niños.

Los hombres no hicieron nada y, por un momento, Tim se sintió valiente. Pensó que a lo mejor todo era una broma. Miró a Marty Robbins.

—¿Qué ha sucedido aquí?

—No sólo aquí —replicó Marty—. En todas partes.

—Sé lo del cometa. ¿Qué están haciendo esos tipos aquí, en mi propiedad?

Tim se dio cuenta en seguida de que había cometido un error, pero ya era demasiado tarde.

—No es tu propiedad —dijo Marty Robbins.

—¡No puedes salirte con la tuya! Hay guardabosques ahí abajo. Vendrán en cuanto puedan...

—No, no vendrán —dijo Robbins—. Ni guardabosques, ni Ejército, ni Guardia Nacional ni policía. Tiene usted un buen equipo de radio, señor Hamner. —Pronunció la palabra «señor» en tono despectivo—. He oído los últimos mensajes del Apolo, y todo lo demás. He oído lo que se comunicaban los guardabosques. Este lugar ya no es tuyo porque nadie es propietario de nada. Y no te necesitamos.

—Pero... —Tim examinó a los otros hombres. No parecían criminales.

Tim se preguntó cómo diablos podía uno saber si un hombre era un criminal. Pero aquellos tipos no lo eran. Tenían las manos ásperas, manos de obreros, no como las manos de Marty o las de Tim. Uno de los hombres se había roto una uña y le estaba creciendo de nuevo. Llevaban pantalones grises, ropas de trabajo. Había una etiqueta en los pantalones de Fritz.

—¿Por qué están haciendo esto? —les preguntó Tim, ignorando a Robbins.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Larry a su vez. Su tono era de disculpa, pero mantenía el rifle firmemente sujeto, apuntando a algún lugar entre Tim y el coche—. Aquí no hay mucha comida, pero algo es algo. Bastará por algún tiempo. Tenemos familias aquí, señor Hamner. ¿Qué podemos hacer?

—Pueden quedarse. Sólo déjennos...

—¿Pero no ve que no podemos permitirles que se queden? —preguntó Larry—. ¿Qué puede hacer usted aquí señor Hamner? ¿Para qué sirve ahora?

—¿Cómo diablos sabe usted lo que puedo...?

—Ya hemos discutido esto antes —gruñó Fritz—. No creíamos que se presentara, pero hablamos de lo que haríamos en caso de que viniera. Y es esto. Váyanse. No les necesitamos.

Marty Robbins no podía sostener la mirada de Tim. Este asintió sombríamente, comprendiendo. Ya no había mucho más que decir. Robbins sabía manejar todo el equipo, la radio, incluso los aparatos astronómicos y meteorológicos, tan bien como él mismo. Mejor incluso. Y Robbins había vivido allí durante casi un año. Tenía un mejor conocimiento de aquellos parajes montañosos que el mismo Tim.

—¿Quién es la chica? —preguntó Robbins. Sacó una gran linterna del bolsillo y la enfocó hacia el coche. Aquella luz no aumentó gran cosa la visibilidad. Sólo mostró, entre la lluvia, el coche lleno de barro y la forma difuminada de la cabeza de Eileen.

—¿Es pariente tuya? ¿Una tía rica?

El pequeño bastardo... Tim trató de recordar a su ayudante tal como lo había conocido. Cuando Marty vivía en Bel Air con Tim se habían peleado, pero no fue nada serio, y Robbins era excelente en el observatorio. Sólo tres semanas antes, Tim había escrito una carta recomendando a Robbins para el observatorio Lowell en Flagstaff. Nunca había supuesto que el muchacho le traicionaría...

—Ella puede quedarse —dijo Robbins—. Nos falta una mujer. Puede quedarse, tú no. Iré a decírselo...

—Se lo preguntarás —puntualizó Larry—. Sólo preguntar. Puede quedarse si quiere hacerlo.

—¿Y yo? —quiso saber Tim.

—Vigilaremos para que se marche —dijo Larry—. No vuelva por aquí.

—Pero hay algunos guardabosques por ahí —dijo Marty Robbins—. Quizá no sea tan buena idea. Tal vez no deberíamos dejarle que se lleve el coche. Es mejor que los que tenemos aquí...

—No hables así. —Larry bajó el tono de voz y volvió la cabeza para mirar hacia la puerta del observatorio.

Tim frunció el ceño. Algo sucedía allí y no lo entendía.

Eileen bajó del coche y se acercó al porche.

—¿Qué sucede, Tim? —Su voz inexpresiva denotaba cansancio.

—Dicen que este lugar ya no me pertenece. Nos echan de aquí.

—Usted puede quedarse —dijo Marty.

—¡No pueden hacer esto! —gritó Eileen.

—¡Cállese! —le ordenó Larry.

Una mujer robusta salió del observatorio. Miró a Larry con el ceño fruncido.

¿Qué es todo esto?

—No te metas —dijo Larry.

—Larry Kelly, ¿qué estás haciendo? —le preguntó la mujer—. ¿Quiénes son estas personas? ¡Le conozco! Salió en «El Show de Medianoche». Es Timothy Hamner. Esta era su casa, ¿no?

Es mi casa.

—No —dijo Fritz—. Nos pusimos de acuerdo. No.

—Ladrones. Ladrones y asesinos —dijo Eileen—. ¿Por qué no disparan y acaban con nosotros de una vez?

Tim sintió deseos de gritarle, de decirle que se callara. ¿Y si lo hacían? Robbins sería capaz.

—No tiene por qué llamarnos esas cosas —dijo la mujer—. Lo que ocurre es muy simple. Aquí no hay espacio suficiente para todos. No podríamos aguantar mucho tiempo. Cuanta más gente haya, menos sitio habrá, y no necesitamos al señor Hamner dando órdenes, porque me temo que no servirá para nada más. Tendrá que buscarse otro sitio, señor Hamner. Hay otros lugares adonde ir. —Miró a Larry en busca de corroboración—. Nosotros mismos tendremos que marcharnos pronto. Ustedes sólo habrán ido delante.

Lo que decía parecía sensato y razonable. Para Tim era como una pesadilla. La voz de aquella mujer era tranquila, mesurada, y su tono indicaba que estaba segura de que Tim le daría la razón.

—Pero la chica puede quedarse —dijo Robbins de nuevo.

—¿Quieres quedarte? —le preguntó Tim.

Eileen se echó a reír. Era una risa amarga, llena de desprecio. Miró a Marty Robbins y se rió de nuevo.

—Hay niños en el coche —dijo la mujer.

—Eso no es asunto nuestro, Mary Sue —dijo Fritz.

La mujer no le hizo caso y miró a Larry.

—¿De quién son esos niños?

—Estaban en un campamento —dijo Eileen—. Vivían en Los Angeles. Los guardabosques no tenían con qué alimentarlos. Nosotros los trajimos, pensando que...

La mujer abandonó el porche y se dirigió al coche.

—Dile que no —dijo Fritz—. Hazle comprender...

—No he sido capaz de obligarle a nada durante quince años —dijo Larry—. Ya lo sabes.

—Sí.

—¡Aquí no necesitamos niños! —gritó Marty Robbins.

—No creo que coman tanto como esta señora —dijo Larry... Se volvió a Tim y Eileen—. Mire, señor Hamner, ya ve que no tenemos nada contra ustedes, pero...

—Pero os vais a marchar —dijo Marty Robbins, con un evidente tono de satisfacción. Lo dijo en voz baja para que la mujer no pudiera oírle. Había subido al coche y estaba sentada en el asiento trasero, charlando con los niños—. Sigo diciendo que hay guardabosques por aquí. Hamner podría encontrar alguno. Os diré lo que haremos. Yo iré con él cuando se vaya...

—No —dijo Larry, claramente disgustado.

—Quizá debería hacerlo —dijo Fritz—. No creo que nos convenga tener a este tipo tras los talones. Lo mejor sería que se marchara y no volviera más. Podremos arreglárnoslas sin él.

—¡Hicimos un trato! —exclamó Marty—. ¡Lo convinimos cuando vinisteis aquí! Hicimos un trato...

—Claro que lo hicimos —dijo Fritz—. Pero será mejor que dejes de hablar de asesinatos o podemos olvidarnos del trato. Mira, Mary Sue trae a los niños. ¿Quiere que nos los quedemos, señor Hamner?

Tim pensó en que aquellos hombres eran condenadamente tranquilos. Fritz y Larry. ¿Qué serían...? ¿Dos carpinteros? ¿Jardineros? Ahora no eran más que supervivientes, convenciéndose a sí mismos de que todavía eran personas civilizadas.

—Como no queda gasolina en el coche y no es probable que Eileen y yo podamos sobrevivir en las montañas, sería una buena idea que se los quedaran. Eileen, si te quedas aquí, podrías...

—No voy a quedarme aquí con eso —dijo mirando a Robbins.

Fritz y Larry intercambiaron miradas.

—Creo que tenemos un poco de gasolina —dijo Fritz—. Una lata de cincuenta litros más o menos. Quédensela. Y un par de latas de sopa. Ahora vuelvan al coche antes de que cambiemos de idea acerca de la gasolina.

Tim regresó al coche, tirando de Eileen, antes de que ella pudiera añadir algo más. Los chicos estaban apiñados alrededor de Mary Sue, pero miraban al coche. Aquella expresión atemorizada aparecía en sus rostros muchas veces a partir de entonces. Tim les dirigió una sonrisa de ánimo y saludó agitando la mano. Sentía grandes deseos de ponerse en marcha y alejarse de aquellos rifles. Pero esperó.

Larry les llenó el depósito.

Tim hizo marcha atrás, apartándose del camino que conducía al observatorio, y el coche avanzó bajo la lluvia.

EL CARTERO: UNO

El origen de todo aquello que se llama deber, el requisito previo de toda ley auténtica y la sustancia de toda noble costumbre, pueden encontrarse en el honor. Pero, si uno ha de pensar en ello es que carece de honor.

Oswald Spengler, Pensamientos


Harry Newcombe no fue testigo de la caída del cometa, y la culpa la tuvo Jason Gillcuddy, el cual se había recluido en los bosques, según decía, para hacer régimen y escribir una novela. Había perdido casi seis kilos en medio año, pero aún podía permitirse perder más. En cuanto a su aislamiento, con toda certeza preferiría hablar con el cartero de paso que escribir.

Ya que el mejor café de aquellos contornos se servía en el rancho de Silver Valley, Gillcuddy se propuso preparar el mejor café al otro lado del valle.

—Pero se me van a llenar las tripas si dejo que todo el mundo me sirva dos tazas —le dijo Harry, sonriente—. Qué popular soy.

—Será mejor que las aceptes, chico. Mi contrato vence el jueves y he terminado la novela. La próxima vez que pases por aquí ya me habré ido.

—Has terminado la novela. ¡Eh, eso es estupendo! ¿Salgo yo en ella?

—No. Lo siento, Harry, pero estaba tomando unas proporciones desmesuradas. Ya sabes cómo son estas cosas.

Lo que más te gusta suele ser lo que debes dejar fuera. Pero el café es Jamaica, marca Blue Mountain. Cuando celebro...

—Bueno, sírveme una taza.

—¿Un poco de coñac?

—Ten un poco de respeto por el uniforme... Bueno, diablos, no puedo negarme.

—Por mi editor —dijo Gillcuddy levantando la taza—. Dijo que si no cumplía con el contrato no me quedarían ganas de firmar más.

—Es una profesión dura.

—Sí, pero se gana dinero.

Harry creyó oír vagamente el estruendo de un trueno en la distancia. ¿Se acercaba una tormenta de verano? Sorbió el café. Desde luego, era un brebaje de primera.

Cuando salió afuera no vio ninguna nube de tormenta. Harry estaba en pie desde la madrugada. Los granjeros del valle seguían extraños horarios, lo mismo que los carteros. Había visto el brillo perlino de la cola del cometa que envolvía la Tierra. Era como la neblina formada por el humo y la contaminación, sólo que limpia. Había una extraña inmovilidad en el ambiente, como si el tiempo hubiera quedado en suspenso, esperando algo.

De modo que Jason Gillcuddy regresaba a Chicago, hasta la próxima vez que tuviera que recluirse para ponerse a régimen y escribir otra novela. Harry le echaría de menos. Jason era el hombre más culto del valle, tal vez con la excepción del senador... que era realmente un hombre de carne y hueso. Harry lo había visto ayer desde lejos, cuando llegó en un vehículo del tamaño de un autobús. Tal vez le vería hoy.

Harry conducía a buena marcha en dirección a la casa de Adams cuando la camioneta empezó a dar saltos. Frenó. ¿Se habría pinchado un neumático? La carretera se movía y parecía retorcerse, y el vehículo se bamboleaba locamente. ¡A pesar de que se había detenido seguía moviéndose! Cerró el contacto. ¿Aun así seguiría moviéndose?

Pensó que no debería haberse fijado en aquella botella de coñac, pero en seguida le asaltó la idea de que podría tratarse de un terremoto. Los temblores habían cesado. Se dijo que en aquella región no había líneas de fallas.

Prosiguió la marcha, más lentamente. La granja de Adams se encontraba a bastante distancia en la nueva ruta que había trazado para llegar allí temprano. No se atrevía a subir a la casa, con lo que ganaba un par de minutos. La señora Adams no había vuelto a quejarse, pero hacía semanas que Harry no veía a Donna.

Harry se quitó las gafas de sol. El día había oscurecido sin que se diera cuenta, y seguía oscureciéndose: las nubes recorrían el cielo con una velocidad desacostumbrada, y los relámpagos brillaban entre sus negras masas. Harry no había visto nunca algo parecido. Sí, era una tormenta de verano. Iba a llover.

Soplaba un viento de todos los demonios. El aspecto del cielo había pasado de feo a horrendo. Harry no había visto jamás semejante agitación de nubes negras ni tal aparato eléctrico. Pensó que debería haber dejado el correo en el buzón de la entrada. Así se vengaría de la señora Adams. Pero tal vez sería Donna la que tendría que ir a buscar las cartas bajo la tormenta. Harry avanzó hasta la casa y aparcó bajo el voladizo del porche. Al bajar del coche empezó a llover, y aquel voladizo apenas ofrecía protección. El viento lanzaba la lluvia en todas direcciones.

Si al menos fuera Donna quien abriera la puerta... Pero lo hizo la señora Adams, cuyo rostro no mostró el menor signo de placer al verle. Harry alzó la voz por encima del fragor de la tormenta.

—Su correo, señora Adams —le dijo en un tono tan frío como la expresión de la dama.

—Gracias —dijo ella, y cerró la puerta bruscamente.

Llovía a cántaros, y el agua, al mezclarse con el polvo acumulado en la camioneta, formaba sucios arroyuelos marrones que avergonzaron a Harry. No creía que el vehículo estuviera tan sucio. Subió a bordo, ya medio empapado, y arrancó.

¿Sería frecuente en el valle aquella clase de tiempo? Hacía un año que Harry vivía allí, y no había visto nada ni remotamente parecido. ¡Era como el Diluvio Universal! Estaba deseando preguntarle a alguien qué opinaba de aquello, a cualquiera, menos la señora Adams.

Hasta aquel día, el valle había estado bajo los efectos de la estación seca. El breve curso de agua de Carper Creek apenas tenía espesor, era un riachuelo que mojaba la base de los pulidos cantos rodados blancos que formaban su cauce, por lo menos hasta aquella mañana. Pero cuando Harry Newcombe pasó por el puente de madera, las aguas arremolinadas llegaban a tal altura que de vez en cuando rebasaban la orilla. La lluvia seguía cayendo furiosamente.

Harry siguió adelante. Tenía que dejar dos sobres en el buzón de Gentry. Sólo había visto una vez al granjero, y en aquella ocasión Gentry le había apuntado con una escopeta. Era un ermitaño y no tenía necesidad de recibir puntualmente el correo. A Harry no le gustaba aquel hombre.

Las ruedas de la camioneta perdieron el contacto con el suelo firme y giraron de un modo desconcertante antes de volver a posarse en la carretera. Harry se dijo que antes o después quedaría atrapado en el fango. Ya había perdido la esperanza de completar su ruta. Tal vez podría pedir un poco de comida y un sitio para dormir en casa de los Miller.

Llegó a un tramo de la carretera muy empinado. Avanzó lentamente, cegado por la lluvia, los relámpagos y la oscuridad en los intervalos. Vio un espacio vacío a su izquierda y la ladera de una colina a la derecha, todo ello cubierto de árboles. Empezó a rodear la colina. Dentro del vehículo el aire era caliente y estaba completamente húmedo.

De repente frenó en seco. Se había producido un deslizamiento de tierras que cruzaba la carretera, arrastrando troncos desgajados y ramas. Pensó por un momento en volver atrás, pero ello significaba pasar de nuevo por las casas de Gentry y los Adams, lo que no le hacía ninguna gracia. La lluvia ya había disuelto parte del barro acumulado, y la cuesta arriba no era tan pronunciada. Metió la primera marcha y avanzó sobre el barro. La camioneta se tambaleó. Harry trató de enderezarla usando el volante y el acelerador, mordiéndose los labios. Era inútil, pues el mismo barro estaba en movimiento. ¡Tenía que salir de allí! Dio gas y las ruedas giraron en vano mientras el vehículo se ladeaba. Harry cerró el contacto, se echó al suelo del vehículo y se cubrió el rostro con los brazos.

La camioneta empezó a oscilar, balanceándose como un barco anclado, hasta que el balanceo la hizo volcar. Cayó sobre algo sólido, rodó por encima y chocó con otro obstáculo. Finalmente se detuvo. Harry levantó la cabeza.

Un tronco de árbol había roto el parabrisas. Antes de quebrarse, el vidrio de seguridad se había curvado hacia adentro. Aquel tronco y otro más mantenían el vehículo sujeto, como si fueran cuñas. Estaba volcado sobre el lado del pasajero, y para levantarlo haría falta bastante ayuda, por lo menos un remolque y hombres provistos de sierras mecánicas.

Harry había sido retenido por el cinturón de seguridad. Lo desabrochó cautelosamente y llegó a la conclusión de que no estaba herido.

¿Qué haría ahora? Tenía el deber de proteger el correo, pero no podía quedarse allí todo el día. Consideró las posibilidades de completar la ruta, y se echó a reír, porque era evidente que no podría hacerlo en lo que restaba del día. Tendría que dejar que el correo se acumulara hasta el día siguiente. El Lobo se pondría furioso... y Harry no podría evitarlo.

Cogió la carta certificada para el senador Jellison y se la guardó en el bolsillo. Había un par de paquetes pequeños que a Harry le parecieron valiosos, y se los metió en otro bolsillo. Los paquetes grandes, los libros y el resto del correo tendrían que esperar.

Salió de la camioneta y empezó a andar bajo la lluvia, que le azotaba el rostro, le cegaba y empapaba. El barro se deslizaba bajo sus pies, y tuvo que agarrarse a un árbol para no caer al turbulento torrente en que se había convertido el riachuelo. Permaneció allí inmóvil durante largo rato.

Pensó que le sería imposible llegar hasta un teléfono. Era insensato aventurarse bajo aquella tormenta. Lo mejor sería esperar a que amainara. Por suerte había vuelto a seguir la ruta establecida, sin apartarse un ápice, así que el Lobo sabría dónde encontrarle... Pero ¿qué vehículo podría llegar hasta él en aquellas condiciones?

Restallaron dos relámpagos, muy juntos, seguidos por el estallido del trueno. Harry notó un cosquilleo en sus pies húmedos y al instante fue consciente del peligro. Se abrió camino penosamente hasta la camioneta y subió a ella. No estaba aislada del suelo, pero parecía el lugar más seguro para esperar a que pasara la tormenta eléctrica... y por lo menos no había dejado el correo abandonado. Aquello le había preocupado. Era mejor entregarlo tarde que exponerse a que lo robaran.

Se dispuso a ponerse tan cómodo como pudiera. Las horas pasaban y no había signo alguno de que la tormenta fuese a amainar.

Harry durmió mal. Se preparó un nido en el compartimiento de carga, utilizando circulares de compras y el periódico de la mañana. Se despertó a menudo, oyendo siempre el interminable tamborileo de la lluvia sobre la chapa. Cuando la tierra y el cielo, confundidos primero en una negrura iluminada por los relámpagos, pasaron a un gris opaco, Harry miró atentamente a su alrededor y encontró la botella de leche del día anterior. Su premonición de que podría necesitarla se había cumplido. Pero la leche no bastaba. Tenía hambre. Y además echaba en falta su café matinal.

—Lo tomaré en la siguiente casa que visite —se dijo, e imaginó una gran taza de café humeante, quizá con un chorrito de coñac, aunque nadie más que Gillcuddy iba a ofrecérselo.

La lluvia había aflojado un poco, y la intensidad del viento también había disminuido. «O es eso o me estoy quedando sordo. ¡Me estoy quedando sordo! Bueno, tal vez no.» Alegre por naturaleza, encontraba con rapidez el lado divertido de una situación difícil. «Menos mal que hoy no es el día de reparto de basura.»

Apartó los pies de la saca de cuero donde habían permanecido secándose durante la larga noche, y se puso las botas. Luego miró el correo. La luz apenas era suficiente.

—Sólo cogeré las cartas. Dejaré los libros.

Se preguntó si debería llevarse también el Congressional Record del senador Jellison y las revistas. Decidió hacerlo. Al final habían metido en la saca todo menos los paquetes más grandes. Se levantó y abrió con dificultad la portezuela, que ahora era como una escotilla, pues el lateral y el techo del vehículo habían invertido sus posiciones. Arrojó la saca al exterior y luego salió él. La lluvia seguía cayendo, y colocó un trozo de plástico sobre la saca.

El barro se había ido acumulando junto a la camioneta y llegaba al nivel de las ruedas. Harry se echó la saca al hombro y empezó a andar. Notó el suelo inestable bajo sus pies y se apresuró a salir de allí.

Tras él, los árboles cedieron bajo el peso de la camioneta y el barro. Las raíces se separaron del suelo y el vehículo, perdidos sus apoyos, empezó a deslizarse, cada vez con más rapidez.

Harry meneó la cabeza. Aquel había sido probablemente su último circuito. A Wolfe no le gustaría perder un vehículo. Harry empezó a subir la resbaladiza cuesta embarrada, mirando a su alrededor en busca de un palo. Por fin encontró un tronco que sobresalía del barro, largo y flexible.

La marcha fue más fácil una vez llegó a la carretera. Iba cuesta abajo, desandando el largo desvío desde la casa de los Adams. El pesado barro se desprendió de sus botas y notó los pies más ligeros. No perdía de vista la falda de la colina, en previsión de que hubieran más deslizamientos de barro.

—Tengo el pelo completamente mojado —refunfuñó—, pero así conservo el cuello caliente.

La carga era pesada. Lástima que no tuviera un cinto para sujetarla a la cadera. Decidió cantar para entretenerse:

«Salí a dar un paseo junto al estanque, qué suerte si encontrara un machacante y pudiera pagar la maldita cuenta. Tenía la garganta seca y sedienta, y elevé una plegaria a las alturas rogando me sacaran de tales apreturas...»

Llegó al final de la pendiente y vio una torre de transmisión destrozada. Los cables de alta tensión cruzaban la carretera de un lado a otro. La torre de acero había sido alcanzada por un rayo, quizá por varios, y parecía retorcida en la punta. ¿Cuánto tiempo llevaría así? ¿Y por qué no había ido nadie a repararla? Harry se encogió de hombros. Entonces observó los cables telefónicos. También habían sido derribados. No podría llamar desde el próximo lugar al que llegara.

«Y un halcón llegó volando sobre las aguas.

¡Milagro!, me dije, y entoné un par de estrofas

de un canto religioso de mi niñez.

El ave alzó el vuelo y ¡qué estupidez!

dejó caer a plomo en mi cabeza

lo que ya le estorbaba en la molleja.

Me hinqué de rodillas y, juntando las manos,

recé tres avemarías por todos los fulanos

que descansan a dos metros bajo el suelo;

el pájaro seguía tan tranquilo su vuelo.

Me puse pues en pie y elevé otras preces,

el halcón se incendió... y me arrojó más heces.»

Llegó a la puerta de los Miller. No se veía a nadie. En el sendero de acceso no había huellas recientes de automóviles. Harry se preguntó si se habrían marchado la noche anterior. Desde luego, no lo habían hecho hoy. Sus pies se hundieron en el barro mientras subía el largo camino hasta la casa. El teléfono no funcionaría, pero podría conseguir una taza de café, a lo mejor hasta le llevarían a la ciudad.

«El pajarraco ardió cual un nuevo lucero

y deslumbró mis ojos con su potente fuego.

Corriendo por el cielo se fue hacia el horizonte,

avanzando veloz como una estrella errante.

Fui a contárselo al cura, y el muy pillo

fue y se quedó con mi último pitillo.

Yo le hablé del milagro, él me habló de los Cielos,

yo le mostré la mierda del pájaro en los pelos.

El gesto le ofendió, sería idiota,

y se tapó la sucia narizota.

Como no me hizo caso, me fui al obispado,

pero el obispo tampoco se puso de mi lado.

¡Vete a casa a dormirla!, dijo sin miramiento,

jamás vi un borracho con tanto atrevimiento.

Anda, sigue el consejo, y con toda presteza

hazte un buen lavado de cabeza.»

Harry llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. La puerta estaba ligeramente entreabierta. Dio una voz a través de aquella abertura, pero nadie contestó. Notó el olor de café.

Se quedó inmóvil un momento, y luego sacó dos cartas y un ejemplar de Ellery Queen's Mistery Magazine, empujó la puerta y entró en la casa, con la correspondencia en la mano, como el pasaporte de un embajador. Cantó en voz alta:

«Encontré de improviso a un viejo conocido, Jock O'Leary de nombre, alcohólico perdido. Estaba alicaído por falta de cerveza. Fui hasta su yacija y le acerqué mi cabeza. Se puso muy contento, pero le duró poco: su mujer de un disparo le atravesó el coco. Le acerqué nuevamente la cabeza y resucitó, mas la testa sonriente por el suelo rodó, esta vez su mujer se la había cortado. Para ella llegó el momento esperado. Se puso de rodillas y así al cielo oró: ¡Cuarenta años aguanté y por fin se acabó!»

Harry dejó el correo sobre la mesa de la sala, donde solía amontonar los impresos el día de reparto de basura, y se dirigió a la cocina, atraído por el olor del café. Siguió cantando en voz alta. Así no le dispararían creyéndole un intruso.

«Vagué por la ciudad, entre desamparados,

se alzaban a mi paso los cojos y lisiados

y caían de nuevo víctimas de otro mal...

pues son muchos los caminos del amor celestial,

pero el amor del hombre marcado por los cielos

seguirá estando vivo los siglos venideros.»

¡Sí, había café! Una gran cafetera sobre el fogón encendido, y en la mesa esperaban tres tazas. Harry llenó una y cantó, exultante:

«Y sé que estoy marcado por un signo divino: ¡Me lavo la cabeza y el agua se vuelve vino! Con él alegro la vida de los pobres obreros, así no van por ahí pateando a los perros. Y evito a sus mujeres los malos tratos que les dan a menudo esos pazguatos.»

Vio una fuente con naranjas, resistió la tentación unos segundos y luego cogió una. La peló mientras salía por la puerta de la cocina al naranjal situado detrás de la casa. Los Miller eran naturales de la región. Ellos sabrían lo que sucedía. Y tenían que estar por allí cerca.

«Hay milagros inútiles, como andar por el mar.

¡Mataron al Hijo de Dios, pero yo me voy a librar!

Pues no doy la luz a los ciegos,

ni curo leprosos ni resucito muertos,

pero no pasa día, con ganas o pereza,

sin que me dé un buen lavado de cabeza.»

—¡Hola, Harry! —gritó alguien desde algún lugar a la derecha. Harry avanzó en aquella dirección a través del denso barro, entre los naranjos.

Jack Miller, su hijo Roy y su nuera Cicelia estaban recogiendo apresuradamente tomates. Habían extendido una gran tela encerada en el suelo y colocaban en ella todo lo que podían recoger, maduro y semiverde.

—Se pudrirían si los dejáramos aquí —dijo Roy, resoplando—. Tenemos que llevarlos adentro en seguida. Nos iría bien tu ayuda.

Harry miró sus botas llenas de barro, la saca del correo y el sucio uniforme.

—No debéis retenerme —dijo—. Va contra las ordenanzas gubernamentales...

—Sí. Oye, Harry, ¿qué pasa ahí afuera?

—¿No lo sabes? —preguntó Harry, perplejo.

—¿Cómo podría saberlo? —dijo Roy—. El teléfono no funciona desde ayer por la tarde. No hay fuerza y la tele no va. Por la radio no se oye más que el puñetero... perdona, Cissy, no se oye más que el ruido de las interferencias. ¿Qué pasa en la ciudad?

—No he estado en la ciudad —confesó Harry—. La camioneta se averió, no lejos de la granja de Gentry. Ocurrió ayer, y he pasado la noche en el vehículo.

—Vaya. —Roy dejó de recoger los frutos un momento—. Cissy, será mejor que entres y empieces a enlatar. Sólo los maduros. Harry, haré un trato contigo. Desayuno, almuerzo y te llevaré a la ciudad. Además no diré a nadie lo que cantabas dentro de mi casa. A cambio, tú nos ayudas el resto del día.

—Yo te llevaré y hablaré con tu jefe —dijo Cissy.

Los Miller tenían cierta importancia en el valle. Tal vez el Lobo no le despidiera por haber perdido la camioneta si intercedían por él.

—No puedo ir más rápido andando —dijo Harry—. Trato hecho.

Harry se puso a trabajar. No hablaban mucho, tenían que economizar fuerzas. En un momento determinado Cissy trajo bocadillos. Los Miller apenas se detuvieron el tiempo justo para comer, y volvieron al trabajo.

Cuando hablaban, se referían invariablemente al tiempo. Jack Miller no había visto nada parecido en los cincuenta y dos años que llevaba en el valle.

—Esto es cosa del cometa —dijo Cissy.

—Tonterías —comentó Roy—. Ya oíste lo que dijeron por la televisión. El cometa pasó a miles de kilómetros de nosotros.

—¿De veras? Me alegro —dijo Harry.

—No oímos decir que había pasado de largo, sino que iba a pasar —puntualizó Jack Miller.

El granjero volvió a los tomates. Cuando los recogieran todos, empezarían con las judías y las calabazas.

Harry nunca había trabajado tan duramente en toda su vida. De pronto se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde.

—¡Eh, tengo que volver a la ciudad! —insistió.

—De acuerdo —dijo Jack Miller—. Cissy, coge la camioneta. Y pasa por el almacén de piensos. Vamos a tener que alimentar al ganado y los cerdos. La maldita lluvia se ha cargado la mayor parte del pasto. Será mejor que consigamos pienso antes de que todo el mundo piense lo mismo. El precio se pondrá por las nubes dentro de una semana.

—Si es que hay algún sitio donde comprar dentro de una semana —dijo Cissy.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó su marido.

—Nada.

La muchacha se dirigió al establo. Sus ceñidos téjanos y el sombrero con que se tocaba estaban completamente mojados. Regresó con una camioneta Dodge. Harry subió y se puso la saca del correo sobre el regazo, para protegerla de la lluvia. La había dejado en el establo mientras trabajaba.

La camioneta recorrió sin problemas el sendero embarrado. Cuando llegaron a la puerta exterior de la granja, Cissy bajó para abrirla. Harry no podía moverse debido a la gran saca. Cuando regresó, la muchacha se rió de él.

Apenas habían recorrido un kilómetro cuando vieron que la carretera terminaba en una grieta gigantesca. La calzada se había separado, y con ella el flanco de la colina, y toneladas de barro viscoso se habían volcado para cubrir la carretera más allá de la grieta.

Harry observó atentamente aquel desastre. Cicelia dio marcha atrás e hizo una maniobra para dirigir el vehículo en sentido contrario. Harry empezó a andar hacia aquel desastre.

—¡No vas a ir andando! —exclamó ella.

—El correo debe seguir su curso —musitó él. Se echó a reír—. Ayer no finalicé la ruta...

—¡No seas tonto, Harry! Hoy o mañana vendrán a arreglar la carretera. ¡Espera un poco! No llegarás a la ciudad antes de que oscurezca, tal vez ni siquiera podrás llegar con esta lluvia. Vuelve a casa.

Harry pensó en las palabras de Cissy. Tenía razón. Los cables eléctricos habían sido derribados, los teléfonos no funcionaban. Alguien tendría que poner remedio a todo aquello. La saca de correo parecía terriblemente pesada.

—De acuerdo —dijo al fin.

Como era de esperar, le hicieron trabajar de nuevo. No cenaron hasta que anocheció, pero fue una cena copiosa, adecuada para los granjeros tras un día de dura labor. Harry estaba cansado y se durmió en el sofá. Ni siquiera se dio cuenta cuando Jack y Roy le quitaron el uniforme y le cubrieron con una manta.

Cuando se despertó no había nadie en la casa. Habían colgado su uniforme para que se secara, pero aún estaba húmedo. Afuera seguía lloviendo de un modo implacable. Harry se vistió y vio que le habían dejado café. Mientras lo tomaba entraron los demás.

Cicelia sirvió un desayuno con jamón, tostadas y más café. Era una mujer fuerte y alta, pero ahora parecía cansada. Roy la miraba con semblante preocupado.

—Estoy bien —dijo ella—. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrada a hacer el trabajo de los hombres además del mío propio.

—Hemos podido salvar la mayor parte de las cosas —dijo Jack Miller—, pero jamás vi una lluvia así. —El tono de su voz reflejaba un cierto temor supersticioso—. Esos idiotas del Servicio Meteorológico nunca nos dan un informe exacto. ¿Qué diablos hacen con todos esos relucientes satélites artificiales?

—Tal vez el cometa los derribó —sugirió Harry.

Jack Miller le dirigió una mirada iracunda.

—El cometa. ¡Bah! ¡Los cometas son cosas del cielo! ¡Por favor, Harry, vive en el siglo veinte!

—Lo intenté una vez. Me gusta más aquí. —Le complació la suave sonrisa de Cissy—. Bueno, será mejor que me ponga en camino.

—¿Con este tiempo? —preguntó Roy Miller, incrédulo—. No puedes decirlo en serio.

Harry se encogió de hombros.

—Tengo que completar mi ruta.

Los demás parecieron apenados.

—Supongo que podremos llevarte hasta el lugar en que está cortada la carretera —dijo Jack Miller—. A lo mejor ya estarán arreglándola.

—Gracias.

No había nadie trabajando. Durante la noche se había deslizado más barro desde la ladera de la colina.

—Me gustaría que te quedaras —dijo Jack—. Tu ayuda es muy valiosa.

—Gracias. Diré a la gente de allá abajo que tal se trabaja contigo.

—De acuerdo. Gracias y buena suerte.

No le resultó fácil salvar el tramo interrumpido de la carretera, por encima del espeso barro. La saca de correo le pesaba en el hombro. Era de cuero, impermeable, y además estaba cubierta por el plástico. Harry pensó que tenía suerte, porque todo el papel que contenía la saca podía absorber varios litros de agua, lo cual la haría mucho más pesada.

—Y además sería más difícil leer las cartas —dijo Harry en voz alta.

Ando penosamente por la carretera, tropezando, resbalando, hasta que encontró otro tronco para sustituir al que había dejado en casa de los Miller. Tenía muchas raíces, pero le ayudaba a mantenerse derecho.

—Esto es la pera —gritó Harry al viento cargado de lluvia. Luego se echó a reír y añadió—: Pero no es tan duro como trabajar en una granja.

La lluvia había detenido el reloj de Harry. Cuando llegó a la puerta del rancho Shire eran casi las dos, pero él creía que no pasaban de las once.

Volvía a encontrarse en terreno llano. Las colinas habían quedado atrás y, una vez superada la grieta cerca de casa de los Adams, la carretera no presentó más interrupciones. Pero el agua y el barro seguían presentes. No podía ver la calzada de la carretera. Tenía que inferirla por la forma del paisaje. Su cuerpo y las ropas que lo cubrían estaban húmedos. El uniforme se adhería a la piel, la rozaba y irritaba ligeramente. Tenía que vencer la resistencia de su uniforme y el barro adherido a las botas. Teniendo en cuenta todo aquello, Harry consideró que había aprovechado bien el tiempo.

Seguía confiando en completar su ruta en el coche de alguien, pero no era probable que en el Shire se ofrecieran a acompañarle.

No había visto a nadie mientras caminaba a lo largo de la valla de troncos del Shire. Nadie en los campos, nadie tratando de salvar las cosechas. Si cultivaban algo, Harry no podía reconocerlo, pero él no era granjero.

La puerta era pesada. Tenía un candado nuevo, grande y reluciente. El buzón estaba ladeado hacia atrás, con una inclinación de cuarenta y cinco grados, como si lo hubiera atropellado un coche. La caja rebosaba agua.

Harry se sintió fastidiado. Llevaba ocho cartas para el Shire, y un sobre grueso y abultado de papel de Manila. Echó atrás la cabeza y vociferó:

—¡Eh, los de la casa! ¡Visita del cartero!

La casa estaba a oscuras. ¿También allí faltaría la fuerza eléctrica? ¿O acaso Hugo Beck y su grupo de extraños invitados se habían cansado de la vida rural y se habían ido?

Los inquilinos del rancho Shire formaban una comuna. Todo el mundo en el valle lo sabía, y eran pocos los que sabían algo más. Los del Shire no se comunicaban con la gente del valle. Harry, gracias a su privilegiada profesión, había conocido a Hugo Beck y algunos de los otros.

Hugo heredó la finca tres años atrás. Perteneció a sus tíos, que tuvieron un accidente de automóvil durante unas vacaciones en México el cual nunca pudieron contar. Antes tuvo otro nombre, el Rancho de la Horquilla Invertida o algo así, probablemente inspirado en un hierro de marcar reses. Hugo Beck asistió a los funerales. Era un muchacho de dieciocho años, regordete, con una lisa cabellera negra que le llegaba a los hombros y un asomo de barba en el rostro, excepto el mentón. El chico revisó el lugar, se quedó para vender el ganado y la mayor parte de los caballos y luego se marchó. Volvió un mes más tarde, seguido por un montón de hippies, cuyo número variaba según la apreciación de los diversos lugareños. De algún modo disponían de suficiente dinero para vivir con bastante holgura. Cierto que el Shire, como negocio, no era un éxito, pues no exportaba nada. Pero los chicos debían cultivar algo comestible, porque tampoco importaban gran cosa de la ciudad.

Harry vociferó de nuevo. La puerta principal se abrió y una forma humana avanzó hacia la entrada del rancho. Era Tony. Harry le conocía. Flaco y tostado por el sol, sonriendo para mostrar los dientes que le habían enderezado en su niñez y vestido como siempre, con téjanos y camiseta de lana, sin camisa, sombrero de paja y sandalias. Miró a Harry, al otro lado de la valla.

—¿Qué pasa, hombre? —le preguntó. La lluvia no parecía molestarle en absoluto.

—Se acabó la fiesta. He venido a decírtelo.

Tony pareció perplejo, pero en seguida sonrió.

—¡La fiesta! Qué divertido. Se lo diré a los otros. Están todos acurrucados en la casa. A lo mejor piensan que se van a derretir.

—Yo estoy ya medio derretido. Aquí está vuestro correo. —Harry le entregó las cartas—. Vuestro buzón está hecho cisco.

—Qué más da —dijo Tony, sonriendo como si alguna broma que sólo él conocía le hiciera gracia.

Harry pasó por alto su actitud.

—Oye, ¿quieres preguntar si alguien puede llevarme a la ciudad? Se me averió la camioneta.

—Lo siento. Tenemos que ahorrar la gasolina para emergencias.

Pero ¿en qué estaba pensando aquel tipo? Harry sintió un acceso de cólera, pero se refrenó.

—Bueno, así es la vida. ¿Podrías darme un bocadillo por lo menos?

—Ni hablar. Se acerca una era de hambre. Tenemos que pensar en nosotros mismos.

—No te entiendo. —A Harry empezaba a caerle mal la sonrisa de Tony.

—El Martillo ha caído —dijo Tony—. El Sistema ha sucumbido. Se acabó la mili, se acabaron los impuestos, se acabaron las guerras. Nadie más irá a la cárcel por fumar hierba. Ya no será necesario elegir entre un chorizo y un idiota como presidente del país. —Tony seguía sonriendo bajo su sombrero informe y calado—. Tampoco habrá más días de reparto de basura. ¡Creí estar borracho cuando vi un cartero en la puerta!

Harry pensó que Tony realmente estaba borracho. Intentó soslayar el asunto.

—Oye, ¿podrías llamar a Hugo Beck? Dile que venga aquí.

—Lo intentaré.

Harry observó a Tony mientras ésta entraba de nuevo en la casa. Se preguntó si habría allí alguien vivo. Tony nunca le había parecido un tipo peligroso, pero... si volvía a salir con un rifle, Harry echaría a correr como un gamo.

Salió media docena de muchachos. Una chica vestía equipo de lluvia; el resto parecían ataviados para ir a nadar. Tal vez aquello era juicioso. Nadie podía esperar permanecer seco con aquel tiempo. Harry reconoció a Tony, Hugo Beck y la muchacha de anchos hombros y caderas no menos anchas que se hacía llamar Galadriel, y un gigante silencioso cuyo nombre no había logrado retener. Se reunieron junto a la puerta, al parecer sumamente divertidos.

—Bueno, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Harry.

Gran parte de la grasa de Hugo Beck se había transformado en músculo en los últimos tres años, pero aun así no tenía aspecto de granjero. Tal vez se debía a las caras sandalias y el gastado traje de baño, o quizá a la forma en que se apoyaba indolentemente en la puerta, en la misma actitud que adoptaba el escritor Jason Gillcuddy para apoyarse en su barra de bar, dejando una mano libre para gesticular.

—Mira, chico —dijo Hugo—, por fin cayó el cometa. Puede que seas el último cartero que veamos jamás. Considera lo que eso significa. No habrá más anuncios para comprar cosas que no te puedes permitir. No habrá más amistosos recordatorios de Hacienda para que pagues lo que les debes. Deberían tirar ese uniforme, Harry. El Sistema ha muerto.

—¿El cometa chocó con la Tierra?

—Exacto.

—Hummm.

Harry no sabía si creerle o no. Se había hablado de aquello... pero un cometa no era nada. Polvo sucio iluminado por la luz no filtrada del sol, muy bonito cuando uno lo veía desde una colina con la apropiada chica al lado. Pero ¿y la lluvia? ¿Por qué llovía de aquel modo?

—Humm. ¿Así que soy miembro del Sistema?

—Eso que llevas es un uniforme, ¿no? —dijo Beck, y los demás se echaron a reír.

—Alguien debió decírmelo —dijo Harry bajando la vista—. Bueno, no podéis darme de comer ni llevarme...

—Se acabó la gasolina, tal vez para siempre. La lluvia va a destrozar la mayor parte de los cultivos. Eso está a la vista, Harry.

—Sí. ¿Puedes prestarme un hacha durante un cuarto de hora?

—Tony, dale el hacha.

Tony trotó hacia la granja.

—¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Tony.

—Cortar las raíces de mi bastón.

—¿Y luego qué harás?

No tuvo que responder, porque Tony regresó con el hacha. Harry se puso manos a la obra, observado por los inquilinos del Shire. Finalmente, Hugo volvió a preguntarle:

—¿Qué vas a hacer?

—Entregar el correo —respondió Harry.

—¿Por qué? —preguntó una frágil y bonita chica rubia—. Se acabó todo, hombre. Se acabaron las cartas al diputado de tu demarcación, y los envíos del Playboy. Se acabaron los impresos para pagar la renta o... o las instrucciones para votar. ¡Eres libre! ¡Quítate el uniforme y baila!

—Ya tengo frío, y me duelen los pies.

—Toma, dale una calada —dijo el gigante silencioso, alargándole un grueso cigarrillo de hechura casera a través de los barrotes de la puerta, y protegiéndolo con el sombrero de Tony. Harry observó las expresiones de desaprobación de los demás, pero no dijo nada y aceptó el obsequio, resguardándolo con su propio gorro mientras lo encendía y aspiraba.

¿Tal vez cultivaban allí marihuana? Harry no hizo preguntas, pero...

—Tendréis problemas para conseguir papel de fumar.

Los muchachos intercambiaron miradas. No se les había ocurrido.

—Será mejor que conservéis las últimas cartas. No habrá más día de reparto de basura. —Harry devolvió el hacha a través de los barrotes—. Gracias. Y gracias también por la calada.

Cogió el palo debidamente podado. Pesaba menos y estaba mejor equilibrado. Se echó la saca del correo al hombro.

—El correo es el correo. Nada puede impedir su entrega, ni la lluvia, ni el aguanieve, ni el calor del día, ni las tinieblas de la noche, etcétera... Está en el reglamento.

—¿Y qué dice el reglamento sobre el fin del mundo? —preguntó Hugo Beck.

—Creo que es eventual. Me voy a repartir el correo.

EL CARTERO: DOS

Entre las deficiencias comunes a los servicios postales italiano y norteamericano pueden citarse:

ineficiencia y retrasos en las entregas

organización anticuada

escaso rendimiento del personal y salarios bajos

elevado índice de huelgas

déficit económico muy elevado

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura


Carrie Román era una viuda de edad mediana con dos hijos corpulentos que tenían la edad de Harry y le doblaban en tamaño. Carrie era casi tan grande como ellos. Tres gigantes joviales, habitantes de una de las casas en las que Harry se detenía para tomar café. En una ocasión llevaron a Harry a la ciudad, para informar de una avería que había sufrido la camioneta postal.

Cuando Harry llegó a la puerta de los Román se sentía optimista.

Naturalmente, la puerta estaba cerrada con candado, pero Jack Román había instalado un timbre para avisar a la casa. Harry lo pulsó y esperó.

La lluvia seguía cayendo, sin pausa, inexorable. Harry pensó que si el agua empezara a brotar del suelo, ni lo notaría. La lluvia se había convertido en el principal elemento del ambiente.

¿Dónde estarían los Román? Cayó en la cuenta de que no tendrían electricidad. Para asegurarse, oprimió el timbre una vez más.

Por el rabillo del ojo vio a alguien agachado, que había salido de detrás de un árbol. La figura sólo fue visible un instante, pues los arbustos la ocultaron, pero Harry observó que llevaba algo, como una pala o un rifle, y era demasiado pequeña para ser uno de los Román.

—¡El cartero! —gritó Harry jovialmente. ¿Qué diablos ocurría allí?

El sonido de un disparo coincidió con un tenue tirón de la saca de correo. Harry se arrojó al suelo y se arrastró para ponerse a cubierto. La saca, que en aquella posición quedaba más alta que él, se agitó al recibir el impacto de otro disparo. Harry pensó que sería del calibre veintidós. Poca cosa como rifle, al menos para el valle. Se ocultó detrás de un árbol, y su respiración agitada le pareció demasiado ruidosa.

Harry se desprendió de la saca y la dejó en el suelo. En cuclillas, buscó cuatro sobres atados con una goma. Luego tomó impulso y en un instante se lanzó a una carrera frenética hacia el buzón de los Román, echó el paquete al interior y corrió de nuevo a ponerse a cubierto. Sonó otro disparo. Harry se tendió jadeante junto a la saca, tratando de pensar.

El no era policía, no estaba armado, y no podía hacer nada para ayudar a los Román. Era imposible. Tampoco podía volver a la carretera, donde carecería de toda protección. ¿Y la hondonada que había al otro lado? Estaría llena de agua, pero era lo mejor que podía hacer. Echar a correr, cruzar la carretera y luego arrastrarse... Pero en ese caso tendría que abandonar la saca de correo. ¿Y por qué no? ¿A quién iba a engañar? El cometa había caído y ya no había necesidad de carteros. ¿De qué iba a servirle cargar con la saca?

—Sí que me sirve —dijo en voz alta—. Un tipo que sacó buenas notas durante el bachillerato quemándose las pestañas, que abandonó los estudios universitarios porque no se sentía capacitado, que le echaron de todos los empleos que tuvo..

Con la saca a cuestas seguía siendo un cartero, un hombre con una profesión, así que cargó con ella y se agachó de nuevo. Todo parecía tranquilo ahora. Tal vez le habían disparado para que se alejara, ¿pero con qué objeto?

Respiró hondo. Tenía que hacerlo ahora, antes de que estuviera demasiado asustado para intentarlo. Se lanzó hacia la carretera, la cruzó y se metió en la hondonada. Dispararon otra vez, pero la bala debió pasar muy lejos. Harry se escabulló por la hondonada, medio arrastrándose, medio nadando, levantando la saca por encima de la cabeza para que no se mojara.

Por suerte no dispararon más. El rancho Muchos Nombres estaba a poco más de medio kilómetro carretera abajo. Tal vez allí tendrían armas, o un teléfono que funcionara... ¿Habría algún teléfono en uso? El Shire no era precisamente una fuente oficial de información, pero habían estado seguios de que ya no había ningún servicio en pie.

—Nunca encuentras un poli cuando lo necesitas —murmuró Harry.

Debería tener cuidado al aproximarse a Muchos Nombres. Los propietarios tal vez estarían algo nerviosos. ¡Y si no era así, no les faltarían motivos para estarlo!

Anochecía cuando Harry llegó al rancho Muchos Nombres. La lluvia se había intensificado y caía sesgada, y los relámpagos brillaban en el cielo casi negro.

Muchos Nombres constaba de treinta acres de terreno dedicado al pasto, salpicado con los pedruscos blancos habituales de la región. La propiedad estaba repartida entre cuatro familias, las cuales a veces invitaban a Harry a tomar café. El resultado era que Harry se sentía algo azorado, pues nunca sabía a qué familia le tocaba el turno. Las familias se turnaban en el usufructo del rancho, y cada una de ellas lo ocupaba una semana al mes. Para ellos el rancho era un lugar de asueto. A veces hacían trueques; en ocasiones traían invitados. El excesivo número de propietarios no había podido ponerse de acuerdo para ponerle un nombre al rancho, y al fin le habían puesto Muchos Nombres, en español. Pero aunque estuviera en otro idioma, el nombre aquel no engañaba a nadie.

Aquel día Harry no se sentía en absoluto tímido. Gritó «¡Cartero!» y esperó, sin muchas esperanzas de que le respondieran. Finalmente, abrió la puerta de la valla y entró.

Lleno de aprensiones se acercó a la casa. Llamó a la puerta y ésta se abrió.

—El correo —dijo Harry—. Hola, señor Freehafer. Siento llegar tan tarde, pero han surgido algunas emergencias.

Freehafer sujetaba una pistola automática. Miró a Harry con cierta prevención. Tras él, en la sala de estar, iluminada con velas, había varias personas que le miraban con expresiones cautelosas.

—¡Pero si es Harry! —exclamó Doris Lilly—. No te preocupes, Bill. Es Harry, el cartero.

Freehafer bajó el arma.

—Bien, me alegro de verte, Harry. Entra. ¿A qué emergencias te referías?

Harry pasó al interior, librándose de la lluvia. Entonces vio a otro hombre apoyado en el umbral de una puerta, con una escopeta al lado.

—El correo —dijo Harry, sacando de la saca dos revistas, que constituían el correo habitual para Muchos Nombres.

—Alguien me disparó desde la casa de Carrie Román. Un desconocido. Me temo que los Román tienen problemas. ¿Funciona su teléfono?

—No —dijo Freehafer—. No podemos ir allí esta noche.

—Bueno. Mi camioneta se ha despeñado por la ladera de una colina, y no sé cómo estarán las carreteras. ¿Pueden dejarme dormir en un sofá, o una alfombra, y darme algo de comer?

El hombre vaciló de manera ostensible.

—Me temo que tendrá que ser en la alfombra —dijo Freehafer—. ¿Te bastará con un plato de sopa y un bocadillo? Estamos un poco escasos de comida.

—Me comería sus zapatos viejos —dijo Harry.

Le dieron sopa de tomate en lata y un bocadillo de queso caliente, que le supo a gloria. Entre bocados se enteró de lo sucedido. Los Freehafer habían empezado a marcharse el martes, pero al ver el aspecto amenazador que iba adquiriendo el cielo, decidieron regresar al rancho. Entonces llegaron los Lilly, pues aquella semana les tocaba a ellos utilizar el rancho, en compañía de los Rodenberry, a los que habían invitado, con sus dos hijos. Había llegado el fin del mundo y los Rodenberry dormían en los sofás. Nadie había intentado todavía llegar al supermercado de la ciudad.

—¿Qué significa eso de que ha llegado el fin del mundo? —preguntó Harry.

Se lo explicaron, le mostraron las revistas que él mismo había traído. Los ejemplares estaban húmedos, pero todavía podían leerse. Harry leyó las entrevistas a los expertos, a Sagan, Asimov y Sharps. Miró las representaciones artísticas de impactos de grandes meteoros.

—Todos opinan que pasará de largo —comentó Harry.

—Pues no lo hizo —dijo Norman Lilly, que había sido jugador de fútbol y luego ejecutivo de seguros, un hombretón imponente, de anchos hombros, que sin duda no había abandonado sus ejercicios gimnásticos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hemos traído algunas semillas y material para cultivo, por si acaso, pero no tenemos ningún libro. ¿Tienes alguna idea de cultivos, Harry?

—No. Amigos, he tenido un día muy duro...

—De acuerdo. Es absurdo que gastemos velas —dijo Norman.

Todas las camas, los sofás y las mantas estaban ocupados. Harry pasó la noche sobre una gruesa alfombra, abrigado con tres enormes batas de baño de Norman Lilly y apoyando la cabeza en un cojín. Estaba bastante cómodo, pero no pudo conciliar el sueño.

¿El martillo de Lucifer? ¿El fin del mundo? Se había arrastrado por el barro mientras las balas perforaban la saca del correo y las cartas que contenía. Le mantuvo despierto el recuerdo de aquella pesadilla, una pesadilla que había sido real.

Cuando despertó de su sueño intranquilo, Harry contó los días transcurridos. La primera noche durmió en la camioneta, la segunda en casa de los Miller. La noche pasada era la tercera. Habían pasado tres días desde que se presentara por última vez en la oficina para hacerse cargo de su trabajo.

Definitivamente, era el fin del mundo. El Lobo le habría estado buscando enfurecido. Pero no... La energía eléctrica seguía interrumpida. Los teléfonos no funcionaban. No había piquetes de Obras Públicas reparando las carreteras. El corolario era evidente: había caído el cometa. Era el fin del mundo. Realmente había sucedido.

—¡Arriba, arriba! —exclamó Doris Lilly. Su alegría era artificial pero de todos modos procuraba mantenerla—. Venga, Harry, levántate antes de que no quede ni una migaja del desayuno.

El desayuno fue parco, pero lo compartieron con Harry, lo cual era muy generoso por su parte. Los hijos de los Lilly, de ocho y diez años respectivamente, miraban a los adultos. Uno de ellos se quejó de que la televisión no funcionaba. Nadie le prestó atención.

—¿Y ahora qué? —preguntó Freehafer.

—Hay que buscar comida —dijo Doris Lilly—. Tenemos que encontrar algo para comer.

—¿Dónde sugieres que busquemos? —preguntó de nuevo Freehafer. Su tono no era sarcástico.

Doris se encogió de hombros.

—Puede que en la ciudad. Tal vez las cosas no están tan mal como... quizá no estén tan mal.

—Quiero ver la televisión —dijo Phil Lilly.

—No funciona —replicó Doris, abstraída—. Voto por que vayamos a la ciudad y veamos cómo están las cosas. Podemos llevar a Harry...

—¡Quiero ver la tele ahora mismo! —gritó Phil.

—Cállate —ordenó su padre.

—¡Quiero ver la tele ya! —repitió el muchacho.

Norman Lilly le cruzó el rostro de una bofetada.

—¡Norm! —exclamó su mujer. El niño lloró, más por la sorpresa que por el dolor—. Nunca habías pegado a los niños...

—Oye, Phil —dijo Lilly, con voz calma y decidida—. Ahora todo es distinto, tienes que comprenderlo. Cuando te pidamos que estés quieto tendrás que obedecer. Tú y tu hermana, ambos vais a tener que aprender mucho, y rápidamente. Ahora id a la otra habitación.

Los niños vacilaron un momento. Norman alzó la mano. Ellos le miraron sorprendidos y luego echaron a correr.

—Es un poco drástico —comentó Bill Freehafer.

—Sí —dijo Bill, rehuyendo la observación—. Bill, ¿no crees que deberíamos ir a ver qué les ocurre a nuestros vecinos?

—Deja que se encargue la policía... —Bill Freehafer se interrumpió de pronto—. Bueno, es posible que todavía haya policía.

—Puede que sí, pero ¿quién les dará órdenes a partir de ahora? —preguntó Lilly, y miró a Harry.

Harry se encogió de hombros. Estaba el alcalde. El sheriff había ido al valle San Joaquín, pero probablemente el valle se habría inundado con aquella lluvia.

—¿Tal vez el senador? —preguntó Harry.

—Ah, sí —dijo Freehafer—. El senador vive en aquella Colina. Tal vez deberíamos... Dios mío, Norm, no lo sé. ¿Qué podemos hacer?

—En cualquier caso podemos echar un vistazo, Harry. ¿Conoces a esa gente?

—Sí...

—Tenemos dos coches. Bill, tú llevarás a los demás a la ciudad. Harry y yo echaremos un vistazo. ¿De acuerdo?

Harry parecía dudar.

—Lo que faltaba... —dijo Bill Freehafer.

—Ya les he dejado el correo...

Norman Lilly alzó una mano inmensa.

—Tiene razón, Bill, ya lo sabes. Pero míralo de esta manera, Harry. Eres un cartero.

—Sí...

—Eso es algo muy valioso, pero ya no habrá correo, ni cartas ni revistas. Sin embargo sigue habiendo una necesidad de mensajeros. Alguien tiene que mantener las comunicaciones en funcionamiento, ¿no te parece?

—Sí, claro —convino Harry.

—Muy bien. Ahora serás más necesario que nunca. Y éste va a ser tu primer mensaje tras el choque del cometa. Un mensaje a los Román de nuestra parte. Estamos dispuestos a ayudar, si podemos. Son nuestros vecinos. Pero no los conocemos, y ellos tampoco nos conocen a nosotros. Si han tenido problemas estarán al acecho de extraños. Alguien tiene que presentarnos. Es un mensaje que vale la pena, ¿verdad?

Harry meditó en ello. Tenía sentido.

—Después me llevaréis a la ciudad...

—Claro. En marcha. —Norm Lilly salió y regresó armado con un rifle para matar ciervos y la pistola automática.

—¿Has usado alguna vez una de estas, Harry?

—No, y no quiero usarla. Daría una mala imagen.

Lilly asintió y dejó la pistola sobre la mesa.

Bill Freehafer empezó a decir algo, pero Lilly le interrumpió.

—De acuerdo, Harry, vamos —dijo Norm. No hizo ningún comentario cuando Harry llevó su saca de correo al coche.

Habían recorrido medio camino cuando Harry dio unos golpecitos a la saca, sonrió y dijo a su acompañante:

—Oye, no te reirás de mí, ¿verdad?

—¿Cómo puedo reírme de un hombre que tiene un objetivo en la vida?

Se detuvieron ante la puerta de la valla. Las cartas habían desaparecido del buzón. El candado seguía en su sitio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry.

—Buena pregun...

El disparo alcanzó a Norm Lilly en pleno pecho. Era un impacto de escopeta. Lilly retrocedió y quedó muerto. Harry permaneció un instante inmóvil, conmocionado, y luego echó a correr hacia la carretera. La cruzó y se lanzó a la hondonada. Avanzó por el agua fangosa sin importarle que la saca y sus ropas se mojaran. Luego empezó a correr hacia el Muchos Nombres.

Oyó ruidos tras un recodo del camino, y por detrás también se acercaba alguien. Esta vez no querían dejar que escapara. Desesperado, Harry trepó por el terraplén, lejos de la carretera, y empezó a subir la empinada ladera de la colina, arrastrando la saca de correo. Sus botas se hundían en el barro, resbalaban. Pero él se afianzaba en el suelo y seguía subiendo.

Oyó un disparo. El ruido fue muy intenso, mucho más que el del calibre veintidós con que le habían disparado el día anterior. Quizá era otro tiro de escopeta. Harry siguió adelante. Llegó a la cima de la primera elevación y echó a correr.

No podía saber si aún iban en su busca, ni le importaba. No tenía intención de volver allí. Recordaba la expresión de sorpresa en el rostro de Norman Lilly, aquel hombrote doblándose, muerto antes de caer al suelo. ¿Qué clase de gente era aquella que disparaba sin avisar?

La colina se hizo más empinada, pero el suelo era más duro y la roca abundaba más que el barro. A Harry le pesaba la saca. Probablemente le había entrado agua. ¿Por qué seguía transportándola? «Porque es el correo, estúpido hijo de perra», se respondió a sí mismo.

El rancho Chicken era propiedad de un matrimonio de edad, comerciantes de Los Angeles retirados. Era una granja avícola totalmente automatizada. Las gallinas estaban en diminutos corrales. Los huevos salían rodando de la jaula e iban a parar a una cinta transportadora. El alimento llegaba por otra cinta, y había un suministro continuo de agua. En realidad no era un rancho, sino una fábrica.

Tal vez era un paraíso para las aves. Todos los problemas estaban resueltos, no había luchas, podían comer cuanto querían, estaban protegidos de los coyotes, tenían jaulas limpias —de eso se encargaba otro sistema automatizado—... pero debía ser una existencia bastante aburrida.

El rancho Chicken se encontraba en la siguiente colina. Antes de que Harry llegara allí vio a las aves. Pollos y gallinas deambulaban aturdidos bajo la lluvia, entre las matas mojadas, picoteando el suelo, las ramas de los arbustos, las botas de Harry, y cacareando plañideramente al cartero, como si le pidieran instrucciones.

Harry se detuvo. Debía haber ocurrido algo terrible. Los Sinanian jamás habrían dejado sueltos a los pollos.

¿Habrían atacado aquellos bastardos también allí? Harry se quedó de pie junto a la falda de la colina, sin saber qué hacer, y los pollos se amontonaron en torno suyo.

Tenía que averiguar lo que había sucedido. Eso formaba parte del trabajo. Informador, cartero, pregonero público, mensajero... Era todo aquello o no era nada. Permaneció unos momentos indeciso, tratando de reunir valor, y finalmente se dirigió a la granja.

Todo el pienso de las aves había sido desparramado por el suelo del corral. Las jaulas estaban abiertas. Aquello no era accidental. Harry recorrió la nave entre las aves que no dejaban de cacarear. Allí no había ningún indicio de lo que podía haber pasado. Salió y recorrió el sendero hasta la casa.

La puerta de la granja estaba abierta. Harry llamó, pero nadie le respondió. Finalmente entró. Apenas había luz; las persianas y las cortinas estaban cerradas y no había luz eléctrica. Harry avanzó hasta la sala de estar.

Allí encontró al matrimonio Sinanian. Estaban sentados en unos grandes sillones abultados por un relleno excesivo. Tenían los ojos abiertos y no se movían.

Amos Sinanian presentaba un orificio de bala en la sien. Los ojos sobresalían de sus órbitas. Tenía una pequeña pistola en una mano.

La señora Sinanian no tenía ninguna señal de violencia. ¿Habría muerto de un ataque al corazón? Fuera lo que fuese, su tránsito había sido apacible, sus rasgos no estaban contorsionados, y sus vestidos se encontraban bien arreglados. Ante ella había un televisor apagado. Parecía como si hubiera muerto un par de días atrás, tal vez más. La sangre de la cabeza de Amos no estaba totalmente seca. No habría muerto antes de aquella misma mañana.

No había ninguna nota, ningún signo de explicación. A Amos no le había interesado contárselo a nadie. Había dejado libres a las aves y luego se había pegado un tiro.

Harry tardó largo tiempo en decidir lo que iba a hacer. Finalmente cogió la pistola de la mano de Amos. No le costó tanto retirarla como había creído. Se metió el arma en el bolsillo y buscó en la estancia hasta encontrar una caja de balas que también se metió en el bolsillo.

—El correo se abrirá paso, qué diablos —dijo en voz alta.

En el refrigerador encontró asado frío. Se lo comió, pensando que si no lo hacía se estropearía de todos modos. La cocina de gas funcionaba. Harry no sabía cuánto propano habría en la bombona, pero no importaba. Los Sinanian no iban a usarlo.

Sacó las cartas de la saca y las colocó en el compartimiento del horno, para que se secaran. Las circulares y los prospectos eran un problema. Su información no servía de nada, pero tal vez sus destinatarios querrían aprovechar el papel. Harry llegó a una solución de compromiso, tirando las que eran delgadas, tenues y estaban empapadas y conservando las demás.

Encontró varias bolsas de plástico en la cocina y cuidadosamente introdujo cada paquete de correo en una bolsa. Una vocecilla interior le decía que aquellas eran las últimas bolsas de plástico de la Tierra.

—Muy bien —dijo en voz alta, y siguió con su tarea—. Hay que conservar las bolsas. La gente recibirá su correo, pero las bolsas pertenecen al servicio.

Una vez finalizado aquel trabajo pensó en lo que haría a continuación. Aquella casa podría ser útil. Era una buena casa, de piedra y cemento, no de madera. El corral era también de madera. La tierra no valía mucho, al menos Amos así lo decía, pero los edificios podían utilizarse. Necesitaba un lugar donde alojarse después de repartir el correo.

Su decisión significaba que debía hacerse cargo de los cadáveres. Harry no se sentía con fuerzas para cavar dos fosas, y tampoco iba a arrastrarlos para dejarlos al aire libre y que fueran pasto de los coyotes y los buitres. Tampoco había suficiente madera seca para hacer una pira.

Salió al exterior. Vio una vieja camioneta. Tenía las llaves de encendido en su sitio y la puso en marcha de inmediato. El sonido del motor era bueno, estaba en perfectas condiciones. Había un recipiente de gasolina en el cobertizo, y Harry llenó el depósito de la camioneta, llenó también dos latas para gasolina y luego apiló cachivaches al lado del recipiente, para ocultarlo.

Regresó a la casa, buscó en los armarios y encontró unas mantas viejas con las que envolvió los cadáveres. Luego subió a la camioneta y la condujo hasta la entrada. Mientras batallaba para depositar los cuerpos en la caja del vehículo, las aves correteaban a su alrededor, solicitando su atención. Una vez terminada la operación, Harry se agachó y rápidamente retorció los cuellos de seis pollos antes de que los demás pudieran darse cuenta. Arrojó las aves a la caja del vehículo, al lado del difunto matrimonio Sinanian.

Finalmente, Harry recorrió la casa cerrando puertas y ventanas, se guardó las llaves en el bolsillo, puso en marcha la camioneta y se marchó.

Aún tenía que completar su ruta. Pero primero debía hacer algunas cosas, entre ellas dar sepultura a los Sinanian.

LA FORTALEZA: UNO

Es cierto que las sociedades libres se enfrentarían a grandes dificultades en una futura edad oscura. La rápida vuelta a la penuria universal iría acompañada de una violencia y unas crueldades de naturaleza ya olvidada. La fuerza de la ley sería escasa o nula, ya fuera por la caída o la desaparición del aparato estatal, ya por las dificultades de comunicación y transporte. Sólo sería posible delegar la autoridad en poderes locales que la mantendrían únicamente por la fuerza.

Roberto Vacca, La próxima Edad Oscura


La fatídica mañana en que el Hamner-Brown iba a golpear la Tierra, el senador Arthur Jellison estaba malhumorado. En el JPL sólo consiguió que le atendieran empleados de relaciones públicas, los cuales no sabían más de lo que informaban la radio y la televisión. Era imposible llegar hasta Charlie Sharps, lo cual tenía su lógica, dadas las circunstancias, pero el senador Jellison no estaba acostumbrado al hecho de que hubiera gente demasiado ocupada para hablar con él. Finalmente se conformó con obtener una conexión telefónica con la red de comunicaciones espaciales, lo que, a través de un altavoz, le permitiría escuchar desde su casa lo que decían los astronautas.

Aquello no parecía muy útil, debido a las constantes interferencias. Y las imágenes de televisión tampoco eran buenas. ¿Iba a chocar o no la maldita cosa?

En caso de que chocara, había una serie de acciones que Jellison podría haber emprendido pero que no lo hizo porque no podía permitirse dar una impresión de frivolidad a sus votantes, ni siquiera allí, en el valle, donde en todas las elecciones se llevaba el ochenta por ciento de los votos. Había reunido a su familia y un par de ayudantes, y todo el equipo que pudo adquirir sin llamar demasiado la atención. No podía hacer mucho más. Y ahora estaban todos en la casa, la mayoría sentados con él en la sala de estar.

El altavoz emitió unos graznidos y luego se oyó la voz de Johnny Baker. Maureen prestó una atención excesiva. Hacía mucho tiempo que Jellison estaba enterado de la relación de su hija con aquel astronauta, pero no creía que Maureen supiera que él lo sabía. Baker tenía su divorcio en curso y estaba ocupado en su misión espacial. Tal vez cuando bajara... Al senador le parecía una buena idea. Maureen necesitaba a alguien.

Y Charlotte también, aunque ella no lo creyera así. Jellison no tenía en mucha estima a Jack Turner, su yerno, un hombre demasiado guapo, demasiado dispuesto a hablar de sus trofeos de tenis y totalmente reacio a devolver los considerables «préstamos» que pedía cuando sus inversiones no tenían unos resultados satisfactorios... como casi siempre ocurría. Pero Charlotte parecía feliz con él y sus hijos recibían una buena educación. Además, Maureen iba haciéndose mayor y posiblemente los hijos de Charlotte serían los únicos nietos de Jellison, aunque él esperaba que no.

—Qué imágenes tan malas —dijo Jack Turner.

—El abuelo nos conseguirá otras buenas —afirmó Jennifer Turner.

La niña, de nueve años, había descubierto que su abuelo podía proporcionarle fotos y cosas que tenían un gran éxito en clase, y había leído mucho sobre los cometas.

—Laboratorio espacial, aquí Houston. no recibimos bien —se oyó por el altavoz del teléfono.

—Abuelo...

—Silencio, Jenny —le ordenó Maureen. La tensión en su voz hizo que todos guardaran silencio.

La imagen del televisor se descompuso en una serie de líneas absurdas y manchas. Luego se hizo nítida de nuevo y mostró una miríada de rocas envueltas en vapor y bruma que avanzaban hacia los espectadores, como si fueran a salir de la pantalla.

—¡Dios mío, se acerca mucho! —se oyó por el altavoz.

—Ese es Johnny...

—Parece como si fuera a chocar...

La imagen de la televisión se desvaneció. La voz seguía oyéndose a través del altavoz.

—¡Bola de fuego por encima de nosotros! Houston, Houston, ha habido un gran impacto en el Golfo de México...

—¡Dios mío!

—Calla, Jack —dijo Jellison en tono contenido.

—...Solicitamos que envíen un helicóptero para recoger a nuestras familias... El cometa ha chocado.

—No debes hablar a Jack de ese modo...

Jellison pasó por alto la observación de Charlotte.

—¡Al! —gritó.

—Sí, señor —respondió Hardy, desde la estancia vecina, y se presentó al instante.

—Reúne a todos los trabajadores del rancho, rápido. Todos los que tengan camionetas que las traigan. Y rifles también. Date prisa.

—De acuerdo —dijo Hardy. Salió apresuradamente de la sala.

Los demás parecían estupefactos.

—¿Qué ha ocurrido, abuelo? —preguntó Jennifer, quejumbrosa.

—No lo sé —respondió Jellison—. No sé cuál es la gravedad de la situación. Ese maldito teléfono se ha interrumpido. Maureen, a ver si puedes averiguar algo, si logras hablar con alguien del JPL. Utiliza aquel teléfono, corre.

—Voy.

Jellison miró a Jack Turner. Aquel hombre era desconocido en el valle. Nadie aceptaría órdenes suyas. ¿Para qué podría servir?

—Jack, me llevarás a la ciudad. Quiero ver al jefe de policía y al alcalde.

Turner fue a decir algo, pero la expresión del senador no le dejó hacerlo.

—No puedo comunicar con Los Angeles, papá —dijo Maureen—. El teléfono funciona, pero...

La interrumpió el terremoto. No fue muy fuerte, pues se encontraban lejos de las principales fallas californianas, pero fue suficiente para que la casa temblara. Los niños parecían asustados, y Charlotte los llevó al dormitorio.

—Puedo llamar a los teléfonos de la zona —dijo por fin Maureen.

—Bien. Llama a la policía y diles que voy a la ciudad para hablar con su jefe y con el alcalde. Es importante, y diles también que ya estoy en camino. Vamos, Jack. Maureen, cuando Al haya reunido a los trabajadores del rancho, tú y Al hablad con ellos. Necesitamos a todos sus amigos, sus vehículos, rifles, todo. Hay mucho que hacer. Envía la mitad de ellos a la ciudad, para reunirse conmigo, y el resto que se quede para asegurar la protección en caso de tormentas, deslizamientos de tierras... —Se quedó un momento pensativo— y nieve, si Charlie Sharps sabe lo que se dice. Dentro de una semana nevará.

—¿Nieve? Eso es estúpido —protestó Jack Turner.

—Muy bien —dijo Maureen—. ¿Algo más, papá?

El Ayuntamiento hacía las veces de biblioteca, prisión y comisaría de policía. El jefe local disponía de dos patrulleros fijos y varios voluntarios auxiliares que no cobraban salario. El alcalde era propietario del almacén de piensos. El gobierno en Silver Valley no era una actividad importante ni complicada.

Empezó a llover antes de que Jellison llegara al Ayuntamiento. Al este de Sierra Alta restallaban los relámpagos. La lluvia parecía agua caliente de baño, llenaba las calles y corría por los puentes bajos que salvaban las hondonadas. El alcalde Gil Seltz parecía preocupado. Se alegró mucho cuando vio al senador Jellison.

Había una docena de personas en la gran sala de la biblioteca. El jefe de policía Randy Hartman, un policía retirado procedente de una de las grandes ciudades del Este, tres alguaciles, un par de dueños de tiendas de la localidad. Jellison reconoció a un hombre de cuello corto y robusto, como un toro, sentado detrás de los demás, y le saludó con la mano. Era su vecino George Christopher, al que no veía muy a menudo.

Jellison presentó a su yerno y estrechó las manos que se le tendían. Todos guardaron silencio.

—¿Qué ha ocurrido, senador? —preguntó el alcalde—. Esa cosa ha... ha chocado realmente con nosotros, ¿verdad?

—Así es.

—Leí varios artículos en revistas —musitó el alcalde Seltz—. Los glaciares, la desaparición de la costa oriental... —Se oyó un potente trueno y Gil Seltz señaló las ventanas—. Antes no lo creí. Ahora supongo que debo hacerlo. ¿Cuánto tiempo durará esta lluvia?

—Semanas —respondió Jellison.

Todos adoptaron una expresión grave. Eran granjeros y agricultores, o vivían en una comunidad donde la agricultura, y el clima, eran los temas de conversación más importantes. Todos sabían cuáles podían ser las consecuencias de una lluvia continua durante semanas.

—Los animales se morirán de hambre —dijo Seltz. Asomó a sus labios un conato de sonrisa al pensar en los precios que llegarían a tener los artículos de su almacén; pero un pensamiento más detenido le hizo fruncir el ceño—. ¿Cuáles han sido los daños? ¿Camiones volcados, trenes detenidos, interrupción de los suministros de alimentos?

Jellison permaneció un momento silencioso.

—Los científicos dicen que lloverá así en todo el país —dijo lentamente.

—Estamos aviados —dijo el alcalde—. Este año nadie va a cosechar nada. Nadie. No habrá más que lo que hay en los silos y los graneros.

—Y no creo que nadie nos envíe gran cosa —observó George Christopher. Todos asintieron—. Si las cosas están tan mal... ¿Lo están?

—No lo sé —dijo Jellison—. Es muy posible que estén peor.

Seltz se volvió para estudiar el gran mapa de Tulare y los condados adyacentes colgado en la pared de la biblioteca.

—Dios mío, senador, ¿qué vamos a hacer? El valle de San Joaquín va a inundarse con esta lluvia. Se llenará hasta los bordes. Y ahí vive mucha gente... mucha.

—Y todos se dirigirán aquí, en busca de tierras altas —añadió George Christopher—. ¿Dónde les alojaremos? ¿Cómo podremos alimentarlos a todos? Es imposible.

Jellison se sentó en el borde de la mesa de lectura.

—Habéis dado en el clavo, amigos. Ese es el problema, no lo dudéis. En el valle de San Joaquín vive medio millón de personas, quizá más, y todos buscarán terrenos elevados. En la Sierra hay más gente, los que se marcharon para alejarse del cometa, y ahora bajarán aquí. Vendrá gente incluso de Los Angeles. ¿Qué haremos con todos ellos?

—A ver si aclaramos las cosas —dijo uno de los concejales—. Ha habido un desastre, pero ¿dicen ustedes... —Se interrumpió, incapaz de proseguir por un momento—, ¿dicen ustedes que el Ejército, el presidente, la ciudad de Sacramento, todo el mundo ha quedado fuera de combate? ¿Que nos hemos quedado solos para siempre?

—Es posible —dijo Jellison—, pero también pudiera ser que no.

—Hay algo fundamental —dijo George Christopher—. Podemos ocuparnos de toda esa gente durante una semana, tal vez dos, pero no más. Después alguien tendrá que morirse de hambre. ¿Quién será? ¿Todos nosotros porque hemos tratado de mantener viva a demasiada gente durante un par de semanas?

—De acuerdo, ese es el problema —convino el alcalde Seltz.

—Yo no pienso dar de comer a nadie —dijo George Christopher en un tono duro como el granito—. Tengo que cuidar de los míos.

—Usted no puede... —intervino Jack Turner—, no puede abandonar todas sus responsabilidades.

—No creo tener ninguna responsabilidad con respecto a los forasteros —dijo Christopher—, sobre todo considerando que van a morir de todas maneras.

—Algunos no vendrán aquí —dijo el jefe de policía Hartman, señalando el gran mapa—. Porterville y Visalia se encuentran en antiguos cauces de ríos, en cuencas que pueden inundarse fácilmente. Con esta lluvia, dudo que las presas para el control de las crecidas aguanten mucho tiempo.

Todos miraron el mapa. Era cierto. Más arriba de Porterville se encontraba el lago Success, con miles de millones de toneladas de agua que se derramaría sobre la ciudad. Al norte, Visalia no estaba en mejor situación.

—No es sólo la lluvia —dijo el mayor Seltz reflexivamente—. Es lluvia cálida, y en las zonas elevadas todavía hay nieve. Supongo que ya se habrá derretido, y si todavía no lo ha hecho no pasará de esta tarde.

—¡Tenemos que advertir a esa gente! —exclamó Jack Turner.

—¿De veras? —preguntó el concejal.

—Claro que sí —dijo el jefe de policía—. ¿Y con qué los alimentaremos cuando los tengamos aquí? ¿Con las existencias de la tienda de Granny Mason?

Hubo un confuso rumor de voces en la estancia.

—¿Cuánto resistirán esas presas? —preguntó Jellison—. ¿Todo el día?

Nadie lo sabía con seguridad. El teléfono no funcionaba, de modo que no podían llamar a los ingenieros del condado.

—¿Qué cree que debemos hacer, senador? —preguntó el jefe de policía.

—¿Hay tiempo para ir con camiones a esa zona? Vaciaríamos los supermercados, los almacenes, las ferreterías, lo que sea, antes de que cedan las presas...

Se hizo un largo silencio. Entonces se levantó uno de los concejales.

—Calculo que esa presa aguantará todo el día. Y de todos modos, si el agua no baja demasiado rápida, no podrá detener mi camión. Es un mastodonte de diez ruedas. Iré.

—No vayas solo —le advirtió Jellison—. Y lleva armas.

—Haré que mis hombres le acompañen —dijo el jefe de policía.

—¿Qué haremos con el género? —preguntó George Christopher.

—Lo compartiremos —dijo Jellison.

—Compartirlo... Si compartes algo conmigo, esperarás que yo comparta contigo otra cosa. No creo que eso me guste.

—Diablos, George, todos estamos metidos en esto —dijo el alcalde.

—¿Todos? ¿Quiénes somos todos? —inquirió Christopher.

—Nosotros, tus vecinos, tus amigos —dijo uno de los concejales.

—Con eso estoy de acuerdo —convino Christopher—. Mis vecinos y mis amigos. Pero no voy a pasar privaciones por culpa de la gente de allá abajo, sobre todo si de todos modos están condenados. —El corpulento granjero parecía tener dificultades para expresarse—. Mirad, yo soy un cristiano tan caritativo como cualquier otro, pero no voy a permitir que los míos se mueran de hambre para ayudar a otros.

Cuando terminó de hablar, Christopher se dispuso a marcharse.

—¿Adonde vas, George? —le preguntó el jefe de policía.

—El senador ha tenido una buena idea. Voy a buscar a mi hermano e iremos al llano con mi camión. Allí debe haber muchas cosas que necesitaremos. Es absurdo permitir que se las lleve el agua cuando se rompa la presa.

Salió de la estancia antes de que nadie pudiera añadir algo más.

—Va a tener problemas con él —dijo el alcalde Seltz, dirigiéndose al senador.

—¿Quién, yo?

—Claro, ¿quién si no? Yo tengo un almacén de piensos. Soy el alcalde, pero no estoy preparado para esto. Espero que usted tome el mando. ¿Les parece bien?

Hubo un coro de voces afirmativas. Todos esperaban que el senador tomara el mando.

George Christopher y su hermano Ray avanzaban por la carretera hacia Porterville. A su derecha se encontraba el lago Success, a la derecha había una sucesión de montículos. La lluvia caía sin cesar. El nivel del lago ya casi alcanzaba el puente por donde la carretera cruzaba. El barro desprendido de las colinas y arrastrado por las aguas cubría la calzada. El voluminoso camión pasaba sobre los tramos enlodados sin aminorar la marcha.

—No hay mucho tráfico —dijo Ray.

—Todavía no. —George estaba ceñudo. Su boca formaba una línea severa y arqueaba el cuello bovino hacia el volante, concentrándose en la carretera—. Pero no pasará mucho tiempo antes de que empiece el gran desfile. Subirán por la carretera en busca de tierras altas...

—La mayoría se quedarán en Porterville —dijo Ray—. Está bastante más alto que el valle San Joaquín.

—Lo estaba. Después de los temblores de tierra, cualquiera sabe. La tierra se mueve, sube y baja... Además, cuando ceda la presa, Porterville desaparecerá. No se quedarán ahí.

Ray no dijo nada. Nunca discutía con George. George era el único miembro de la familia que había ido a la universidad. Cierto que no terminó los estudios, pero algo aprendió mientras estuvo allí.

—¿Qué van a comer, Ray? —preguntó George de pronto.

—No lo sé.

—¿Estás preparado para ver a tus hijos morirse de hambre?

—No llegaremos a eso.

—¿Ah, no? La gente está en todas partes. La lluvia salada cae sin parar en el San Joaquín. La parte inferior del valle se inunda. Porterville desaparece cuando cede la presa. La gente se dirige a las tierras altas, y ahí estamos nosotros. Los tenemos en todas partes, acampados en los caminos, apiñados en la escuela, en corrales, en donde sea. Y todos hambrientos. Al principio hay mucha comida. Durante un tiempo es suficiente para todos. Ray, no puedes mirar a un chiquillo hambriento y no darle de comer.

Ray permaneció en silencio.

—Piensa en ello. Mientras haya comida, alimentaremos a la gente. ¿Te negarías a hacerlo mientras todavía tengamos ganado? ¿Estás preparado a cocer tus perros para alimentar a un puñado de hippies de Porterville?

—No hay ningún hippy en Porterville.

—Ya sabes a qué me refiero.

Ray lo pensó detenidamente. Llegarían a través de Porterville. Al norte y al sur había ciudades de diez millones de habitantes cada una, y sólo con que uno de cada diez mil habitantes viviera lo bastante para llegar a Porterville y girar al este...

Ahora los labios de Ray formaban una línea sombría, como los de su hermano. Los músculos sobresalían en su cuello como gruesas cuerdas. Ambos eran corpulentos; era una característica familiar. Cuando eran más jóvenes, a veces George y Ray iban a los bares donde se reunían los matones en busca de camorra. Sólo una vez recibieron una paliza, y en aquella ocasión volvieron a casa y regresaron con sus dos hermanos más jóvenes. Después de aquello les era casi imposible encontrar alguien con quien pelear.

Y ambos pensaban de la misma manera, aunque los pensamientos de Ray eran más lentos. Ahora veía el panorama: miles de extraños extendiéndose por la tierra como una plaga de langostas, de todos los tamaños, formas y edades... Profesores universitarios, asistentes sociales, actores de televisión, moderadores de concursos, escritores, neurocirujanos, arquitectos de urbanizaciones, diseñadores de modas y las nutridas hordas de los eternos parados... todos ellos gentes sin tierras, sin trabajo ni habilidades ni herramientas ni hogares. Como langostas, y a las langostas se las podía combatir. Pero ¿y los niños? A los extraños se les podía echar, pero los niños...

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Ray finalmente.

—Si no llegan hasta aquí, no pueden causar problemas —dijo George. Miró las colinas por encima de la carretera—. Si un centenar de toneladas de roca y barro caen sobre la carretera un poco más adelante, nadie llegará al valle. En cualquier caso, no será fácil hacerlo.

—Tal vez deberíamos rezar para que llueva más —dijo Ray. Miró por la ventanilla la interminable cortina de lluvia.

George se aferró al volante. Creía en el valor de las plegarias y no le había gustado el tono burlón de su hermano. No es que Ray tuviera mala idea. Ray también iba a la iglesia, a veces, casi con tanta frecuencia como George, pero no se podía rezar por algo así.

Pensó en toda aquella gente condenada irremisiblemente a morir y por cuya culpa morirían también sus familiares. Se imaginó a su hermana pequeña, delgada, con el vientre prominente, en los estadios finales de la consunción por hambre, con el mismo aspecto que aquellas criaturas de Vietnam. Todos los niños de un pueblo atrapados en la zona de combate, sin nadie que cuidara de ellos, sin ningún lugar a donde ir, hasta que llegó la patrulla de reconocimiento que buscaba Vietcongs y encontró a los niños. George supo de repente que no podría soportar aquello de nuevo. Tenía que hacer algo.

—¿Cuánto tiempo calculas que resistirá esa presa? —preguntó Ray—. Eh, ¿por qué paras?

—He traído un par de barrenos al cuarenta por ciento —dijo George—. Los pondremos allí. —Señaló una cuesta pronunciada carretera arriba—. Dos barrenos allí y nadie podrá usar esta carretera por algún tiempo.

Ray pensó en ello. Había otra carretera que subía desde el valle de San Joaquín, pero no aparecía en los mapas de las gasolineras. Mucha gente la conocería. Si la carretera principal estaba interrumpida, tal vez buscarían otro camino.

El camión se detuvo del todo y George abrió la portezuela.

—¿Vienes?

—Sí, supongo que sí.

Solía estar de acuerdo con George, sobre todo desde que murió su padre. Los otros dos hermanos, sus primos y sobrinos, también aceptaban sus decisiones. Había traído muchas ideas nuevas y un buen equipo de aquella facultad de agricultura. George sabía en general lo que hacía.

Pero a Ray no le gustaba lo que iba a hacer. No le gustaba nada, y suponía que a George tampoco le complacía, pero ¿qué podían hacer? ¿Esperar hasta encontrarse con aquella gente cara a cara y expulsarlos entonces?

Subieron por el empinado montículo. La lluvia les empapaba, encontraba el medio de introducirse por debajo de sus impermeables, corría por el ala de los sombreros para seguir avanzando cuello abajo. Era una lluvia cálida. Caía con fuerza y Ray pensó en la cosecha de heno, en que el forraje ya estaría estropeado. ¿Con qué diablos alimentarían al ganado cuando llegara el invierno?

—Creo que por aquí estará bien —dijo George. Raspó la base de una roca de mediano tamaño—. Si echamos esto abajo, arrastrará un montón del barro que hay arriba a la carretera.

—¿Y qué me dices del jefe de policía, Hartman? Y, además, Dink Latham ya ha salido hacia Porterville...

—Encontrarán la carretera interrumpida cuando regresen —dijo George—, pero conocen el otro camino.

Sacó del bolsillo un abultado estuche de cartón. Contenía cinco detonadores, cada uno bien encajado en un compartimiento. George tomó uno de ellos, lo colocó en el extremo de una mecha, lo dobló hacia adentro con los dientes y utilizó un cortaplumas para abrir un agujero en un barreno de dinamita. Introdujo el detonador en el cartucho y lo empujó para que entrara por el agujero.

—Tendremos que colocar los dos barrenos en el mismo hoyo. Creo que funcionará.

Cerró con barro el agujero que había abierto, cubriendo la dinamita. Sólo sobresalía el extremo de la mecha.

Ray se puso de espaldas al viento y sacó un cigarrillo. Con la cabeza gacha, y utilizando una mano como pantalla protectora, accionó la ruedecilla de su encendedor de mecha hasta que el tabaco prendió. Luego, cuidadosamente, protegiendo el pitillo encendido con su sombrero, lo acercó al extremo de la mecha. Esta chisporroteó una vez y se encendió. Siseó suavemente bajo la lluvia.

—Vámonos —dijo Ray. Bajó el montículo a toda prisa, seguido por George. Disponían de varios minutos antes de que se quemara toda la mecha, pero corrieron como si les persiguiera el diablo.

Habían rodeado el recodo cuando oyeron la explosión. No fue muy fuerte. La lluvia amortiguaba todos los ruidos. George hizo retroceder despacio el camión, hasta que pudieron ver lo ocurrido.

La carretera estaba cubierta por barro y piedras, formando un obstáculo de más de un metro de espesor. Los materiales desprendidos habían rebasado también la carretera, cayendo al valle fluvial que se encontraba abajo.

—Sólo se podría pasar por ahí con un todo terreno —dijo George—, nada más.

—¿Qué diablos esperas aquí? ¡Vámonos!

Ray había gritado más de la cuenta, pero sabía que su hermano no iba a reprochárselo.

Cuando llegaron a Porterville, las calles estaban inundadas de agua, pero sólo llegaba a los tapacubos del camión. La presa aún resistía.

La sala de juntas del Ayuntamiento olía al queroseno de las lámparas y a sudor. Se notaba también el débil olor de los libros y la pasta de encuadernación. Los libros no eran muy numerosos, y sólo ocupaban las paredes, pero no el centro de la estancia.

El senador Jellison miró su reloj eléctrico e hizo una mueca. Las pilas durarían aún un año, pero luego... ¿Por qué diablos no tenía un anticuado reloj a cuerda? Eran las 10:38' 35”, y podía confiar en que el reloj no se equivocaría en más de un segundo hasta que las pilas se agotaran.

La sala estaba casi llena. Habían apartado todas las mesas de lectura para que cupieran más sillas plegables. Había unas pocas mujeres y el resto eran hombres, la mayoría vestidos con indumentaria rural y prendas para la lluvia, y casi todos sin armas. Olían a sudor y estaban empapados y exhaustos. Tres botellas de whisky iban rítmicamente de mano en mano, y había un montón de latas de cerveza. Esperaban que diera comienzo la reunión sin hablar demasiado.

Había en la sala tres grupos diferenciados. El senador Jellison destacaba en uno de ellos. Estaba sentado junto al alcalde Seltz, el jefe de policía Hartman y los ayudantes de éste. Maureen Jellison formaba parte de este grupo, y en las filas delanteras estaban sus amigos más cercanos, que constituían un sólido bloque de apoyo para el grupo del senador Jellison.

A continuación estaba el grupo más numeroso, formado por personas neutrales que esperaban que el senador y el alcalde les dieran instrucciones. Ellos no lo habrían considerado así, ni al senador se le hubiera ocurrido plantearlo de esta manera. Se trataba de granjeros y comerciantes que necesitaban ayuda, y no estaban acostumbrados a pedir consejo. Jellison los conocía a todos, no mucho, pero lo suficiente para saber que podía contar con ellos hasta cierto punto. Algunos habían traído a sus esposas.

Detrás, en un rincón, estaba George Christopher rodeado de su clan. Arthur Jellison pensó que «clan» era la palabra adecuada. Una docena de hombres armados. Bastaba mirarles para saber que eran parientes. Jellison sabía que dos de ellos eran cuñados, pero su aspecto no se diferenciaba de los Christopher: robustos, de rostro rojizo y lo bastantes fuertes para levantar vehículos todo terreno en su tiempo libre. Los Christopher no se sentaban precisamente separados de los demás, pero permanecían juntos, hablaban entre sí y dirigían pocas palabras a sus vecinos.

Entró Steve Cox acompañado de dos trabajadores del rancho de Jellison.

—La presa sigue aguantando —dijo a gritos para hacerse oír por encima del fragor de la lluvia, los truenos y el murmullo de las conversaciones—. No sé qué puede mantenerla en pie. El agua está más alta que el aliviadero de detrás. Está rebasando los terraplenes a los lados.

—No durará mucho —dijo uno de los granjeros—. ¿Hemos avisado a la gente de Porterville?

—Sí —dijo el jefe de policía—, el guardia Mosey avisó a la policía de Porterville. Harán que la gente abandone la zona inundada.

—¿Qué zona inundada? —preguntó Steve Cox—. Todo el condenado valle se está inundando, y la carretera está cortada, así que no pueden venir aquí...

—Vendrán algunos —declaró el alcalde Seltz—. Trescientos, más o menos. Subirán por la carretera comarcal. Es de esperar que estén aquí mañana.

—Son demasiados —dijo Ray Christopher.

Se oyó un galimatías de voces, unos a favor y otros en contra de que admitiera a los extraños. El alcalde Seltz dio unos golpes sobre la mesa, exigiendo orden.

—Averigüemos lo que se nos avecina —dijo Seltz—. Senador, ¿qué es lo que usted sabe?

—Bastante. —Jellison se levantó de su silla y rodeó la mesa, sobre la que apoyó sus posaderas en una postura informal cuya eficacia le constaba.

—Tengo un buen equipo de radio de onda corta. Sé que hay radioaficionados que intentan comunicarse, pero no capto nada más que interferencias, y no sólo en las bandas de radioaficionados, sino en las emisoras nacionales, comerciales, hasta militares, lo cual significa que la atmósfera está trastornada. Es evidente que hay tormentas eléctricas.

—Sonrió y señaló expresivamente las ventanas. En aquel momento restalló un relámpago como para corroborar sus palabras. Los truenos y relámpagos no eran tan intensos como a primeras horas del día, pero su constancia era tal que nadie reparaba en ellos a menos que se lo propusiera.

—Y la lluvia salada —dijo Jellison—, y el terremoto. Las últimas palabras que me llegaron del JPL fueron: «El cometa ha chocado.» Quise hablar con alguien que estuviera en las colinas por encima de Los Angeles cuando sucedió, pero aunque no fue posible, creo que los indicios que tenemos son suficientes. El cometa ha chocado y ha sido una catástrofe de proporciones gigantescas. Podemos estar seguros de ello.

Nadie dijo nada. Todos lo sabían. Habían abrigado la esperanza de averiguar algo distinto, pero en el fondo no se engañaban. Eran granjeros y hombres de negocios, en gran manera dependientes de la tierra y el tiempo atmosférico, y vivían en las laderas de la Sierra Alta. Habían conocido desastres en otras ocasiones, y habían llorado y maldecido en sus casas. Ahora les preocupaba no saber lo que habrían de hacer.

—Hoy hemos cargado en Porterville cinco camiones con piensos y herramientas, y dos con alimentos —dijo Jellison—, y tenemos las existencias de nuestros almacenes y lo que vosotros tenéis en los corrales. Creo que no podremos producir mucho más por nuestros propios medios.

Hubo murmullos. Uno de los granjeros preguntó:

—¿Nunca más, senador?

—Podría ser. Creo que pasarán años antes de que las cosas vuelvan a su cauce. Ahora dependemos de nosotros mismos.

Hizo una pausa para que reflexionaran en sus palabras. La mayor parte de aquellos hombres se enorgullecían de depender de sí mismos. Naturalmente, eso no era cierto, no lo había sido en varias generaciones, y eran lo bastante listos para saberlo, pero de todos modos les costaría comprender plenamente hasta qué punto habían dependido de la civilización.

Fertilizantes, razas de ganado, vitaminas, gasolina y propano, electricidad, agua... Bueno, eso no sería un gran problema durante algún tiempo. Medicamentos, productos químicos, hojas de afeitar, previsiones del tiempo, semillas, pienso para los animales, ropas, municiones... la lista era interminable. Hasta agujas, alfileres e hilo.

—Este año no recogeremos gran cosa —dijo Stretch Tallifsen—. Mis cultivos ya están bastante mal.

Jellison asintió. Tallifsen había ido a ayudar a sus vecinos en la recogida de tomates, y su mujer trabajaba para enlatar cuantos podía. Tallifsen cultivaba cebada, y no resistiría el verano.

—La cuestión estriba en decidir si hacemos un esfuerzo común —dijo Jellison.

—¿Qué significa eso del «esfuerzo común»? —preguntó Ray Christopher.

—Compartir. Unir lo que tengamos —respondió el senador.

—Eso es comunismo —dijo Ray Christopher en un abierto tono de hostilidad.

—No, eso es cooperación. Caridad, si quieres. Más que eso: es un manejo inteligente de lo poco que tenemos, de manera que evitemos el derroche de los recursos.

—Suena a comunismo...

—Cállate, Ray. —George Christopher se levantó—. Senador, comprendo que eso es sensato. Es absurdo utilizar lo poco que quede de gasolina para plantar algo que no crecerá, o alimentar con los últimos brotes de soja a un ganado que de todos modos no durará el invierno. La cuestión es: ¿quién decide? ¿Usted?

—Alguien tiene que hacerlo —dijo Tallifsen.

—Pero no solo —replicó Jellison—. Elegiremos un consejo. En cuanto a mí, probablemente estoy más capacitado que cualquiera de los que estamos aquí, y estoy dispuesto a compartir...

—Claro que sí —dijo Christopher—, pero compartir ¿con quién, senador? Esa es la gran cuestión. ¿Hasta dónde llegamos? ¿Intentamos alimentar a Los Angeles?

—Eso es absurdo —dijo Jack Turner.

—¿Por qué? Todos estarán aquí —gritó Christopher—, todos los que puedan llegar. Vendrán de Los Angeles, del valle San Joaquín, de lo que quede de San Francisco... Quizá no todos, pero muchos sí. Anoche salieron trescientos, y eso sólo son los entremeses. ¿Cuánto tiempo aguantaremos si dejamos que venga esa gente?

—¡También vendrán negros! —gritó alguien sentado en el suelo. Miró tímidamente a dos rostros negros en el extremo de la sala—. De acuerdo, lo siento... No, no lo siento. Lucius, tú tienes tierra y la trabajas. Pero los negros de la ciudad vendrán gimoteando con su cuento de la igualdad... ¡Tú tampoco quieres que vengan!

El hombre negro no dijo nada. Parecía estar alejado del grupo, y permanecía sentado muy quieto con su hijo.

—Lucius Carter es una buena persona —dijo George Christopher—. Pero Frank tiene razón con respecto a los otros, la gente de la ciudad, los turistas, los hippies. No tardarán en llegar aquí a montones. Tenemos que impedírselo.

Jellison pensó que estaba perdiendo la partida. Aquellos hombres tenían demasiado miedo, y Christopher se aprovechaba de ello. Se estremeció. En los próximos meses moriría mucha gente. Muchísima. ¿Cómo seleccionar a los que vivirían y los que morirían? ¿Cómo podía uno decretar la muerte de unas personas determinadas? El no quería semejante tarea.

—¿Qué sugieres, George? —preguntó Jellison.

—Bloquear la carretera comarcal. No cerrarla, puesto que puede sernos necesaria. Levantar una barricada en la carretera y cerrar el paso a los que vengan.

—Pero no a todo el mundo —dijo el alcalde Seltz—. Las mujeres y los niños...

—¡Todo el mundo! —gritó Christopher—. ¿Mujeres? Ya tenemos. Y niños también. Es suficiente con que nos preocupemos de los nuestros. Si empezamos a aceptar los hijos y las mujeres de otros, ¿cuándo nos detenemos? ¿Cuando llegue el invierno y los nuestros se mueran de hambre?

—¿Y quién va a ocuparse de esa barricada? —preguntó el jefe de policía Hartman—. ¿Quién es lo bastante insensible para ver un coche lleno de gente y decirle a un hombre que ni siquiera puede dejar a sus hijos con nosotros? Tú no, George. Ninguno de nosotros lo es.

—Eso lo dirás tú.

—Además, hay personas que tienen conocimientos especiales —intervino el senador—. Ingenieros, por ejemplo. Algunos buenos ingenieros nos serían de gran utilidad. Médicos, veterinarios, cerveceros. Un buen herrero, si es que queda alguno en este mundo moderno...

—Yo soy experto en eso —dijo Ray Christopher—. Solía herrar caballos para la feria del condado.

—Muy bien —dijo Jellison—, pero hay muchos otros conocimientos que nosotros no tenemos, y creo que las vamos a necesitar.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo George Christopher—, sólo digo que no podemos aceptar a todo el mundo.

—Y, sin embargo, debemos hacerlo —dijo un hombre que hablaba por primera vez.

Habló en tono muy bajo, tanto que era difícil oírle bajo el murmullo de las demás voces y los truenos, pero de todos modos nadie dejó de oírle. Su voz era la de un profesional experimentado.

—Yo fui un extraño, y no me disteis albergue. Estaba hambriento, y me negasteis el alimento. ¿Queréis oír eso el día del Juicio Final?

Todos quedaron un momento en silencio y se volvieron para mirar al reverendo Thomas Varley. La mayor parte de los presentes asistían a su iglesia. Algunos le habían llamado a sus hogares al morir un familiar, le habían confiado a sus hijos para ir de excursión... Tom Varley era uno de ellos, criado en el valle, donde había vivido toda su vida excepto los años de estudio en San Francisco. Era un hombre alto, algo delgado desde que un año antes cumpliera los sesenta, pero lo bastante fuerte para ayudar a un vecino a sacar una vaca de una zanja.

George Christopher le miró con expresión desafiante.

—¡No podemos hacerlo, hermano Varley! Es probable que algunos de nosotros nos muramos de hambre este invierno. Aquí no hay suficientes recursos.

—¿Por qué no aceptar entonces a los que puedan quedarse? —preguntó el reverendo Varley.

—Yo sé lo que ocurriría —replicó George. Alzó el tono de voz y añadió—: Lo he visto con mis propios ojos, créame. He visto gente sin nada que llevarse a la boca, sin fuerzas siquiera para recoger un plato de sopa cuando se lo ofrecen. Hermano Varley, ¿quiere que esperamos hasta que no tengamos elección? Si rechazamos ahora a la gente, es posible que encuentren otro lugar donde puedan arreglárselas. Si los aceptamos, todos estaremos en las mismas condiciones el próximo invierno. Es así de simple.

—¡Así se habla, George! —gritó alguien desde el fondo de la sala de juntas.

George miró a su alrededor, a todos los rostros. No eran hostiles. En la mayoría se reflejaba la vergüenza... el miedo y la vergüenza. George pensó que esa era también la impresión que él debía darles. Prosiguió tenazmente:

—Tenemos que hacer algo, y lo hacemos ahora mismo o no contéis para nada con mi cooperación. Cogeré todo lo que tengo, todo el material que he traído hoy de Porterville, me iré a casa y no tendré reparo en disparar a cualquiera que se acerque.

Hubo más murmullos. El reverendo Varley intentó hablar, pero le hicieron callar.

—¡Tiene mucha razón! —dijo alguien.

—Estamos contigo, George —declaró otro.

Entonces intervino Jellison.

—Yo no he dicho que no debamos tratar de cerrar la carretera. Estábamos discutiendo las dificultades prácticas.

Arthur Jellison no podía mirar al sacerdote a la cara.

—Bien. Entonces lo haremos —dijo George Christopher—. Ray, tú quédate aquí y dime todo lo que ocurra en esta reunión. Cari, Jake y el resto venid conmigo. Mañana por la mañana habrá aquí otro millar de personas si no les detenemos.

Jellison pensó que, además, sería más fácil hacerlo de noche, cuando no podían ver sus caras. Tal vez por la mañana se habrían acostumbrado. Eso es lo que ocurriría: acabarían acostumbrándose a condenar a otros a morir. Lo peor de todo era que George Christopher tenía razón, pero aquello no facilitaba las cosas.

—Ordenaré a algunos de mis hombres que te acompañen, George. Y por la mañana enviaremos a un grupo para que os sustituya.

—Muy bien. —Christopher se dirigió a la salida. Se detuvo un instante para sonreír a Maureen—. Buenas noches, Melisandra —le dijo.

Una lámpara de queroseno ardía en la sala de estar de la casa de Jellison. Arthur Jellison estaba tendido en una tumbona, descalzo y con la camisa parcialmente desabrochada.

—Al, deja esas listas hasta mañana.

—Sí, señor. ¿Necesita algo más? —Al Hardy consultó su reloj. Eran las dos de la madrugada.

—No. Maureen cuidará de mí. Buenas noches.

Hardy miró de nuevo su reloj.

—Se está haciendo tarde, señor, y tiene que levantarse de mañana...

—Me acostaré pronto. Buenas noches.

Esta vez la despedida fue inequívoca. Jellison miró a su ayudante mientras abandonaba la estancia. Los ademanes resueltos de Hardy confirmaban una suposición de Jellison. Aquel condenado doctor del hospital naval de Bethesda había hablado a Hardy acerca de los electrocardiogramas anormales, y Hardy se estaba comportando como una gallina clueca. ¿Se lo habría dicho a Maureen? No importaba.

—¿Quieres un trago, papá? —le preguntó Maureen.

—De agua. Deberíamos conservar el whisky. Siéntate, por favor.

Su tono era cortés, pero no se trataba exactamente de un ruego. Tampoco era una orden. Estaba preocupado.

Ella se sentó junto a su padre.

—¿Qué deseas?

—¿Qué quiso decir George Christopher? ¿Qué es eso de «Melisandra», o lo que dijera?

—Es una larga historia...

—Quiero oírla. Quiero saber todo cuanto concierna a los Christopher.

—¿Por qué?

—Porque ellos son la otra potencia en este valle y hemos de trabajar juntos, no unos contra otros. He de conocer sus puntos flacos. Anda, dímelo.

—Buen, ya sabes que yo y George crecimos prácticamente juntos —dijo Maureen—. Somos de la misma edad...

—Sí, ya lo sé.

—Y antes de que fueras a Washington, cuando eras senador del estado, George y yo estuvimos enamorados. Sólo teníamos catorce años, pero creíamos amarnos. —Y desde entonces Maureen no había sentido algo semejante por nadie, pero no se lo dijo a su padre—. Quería que me quedara aquí, con él. Yo también lo deseaba, pero era imposible. No quería ir a Washington.

Jellison parecía más viejo a la luz de la lámpara de queroseno.

—No lo sabía. Por entonces estaba muy ocupado...

—No te preocupes, papá —dijo Maureen.

—En cualquier caso ya no tiene remedio. ¿Qué era eso de Melisandra?

—¿Recuerdas la obra El brujo? El hombre de confianza adula a la granjera solterona, le dice que deje de llamarse «lizzie», que vaya con él, y entonces será Melisandra y llevará una vida excitante... Bueno, George y yo la vimos aquel verano e hicimos algunas sustituciones. En lugar de llevar una vida excitante en Washington, yo me quedaría aquí con él. Había olvidado todo eso.

—Lo habías olvidado, ¿eh? Pero ahora lo recuerdas a la perfección.

—Papá...

—¿Qué quiso decir al llamarte eso? —le preguntó Jellison.

—Bien, yo... —Se interrumpió y no dijo nada más.

—Sí, yo también lo he supuesto así. Te está diciendo algo, ¿verdad? ¿Le has visto a menudo desde que nos fuimos a Washington?

—No, no mucho.

—¿Te has acostado con él?

—Eso no es asunto tuyo —dijo Maureen en tono colérico.

—Claro que lo es. Todo cuanto ocurra en este valle es asunto mío a partir de ahora, sobre todo cuando andan por medio los Christopher. ¿Te has ido a la cama con él?

—No.

—¿Lo intentó?

—No fue nada serio —dijo ella—. Creo que es demasiado religioso. Y la verdad es que no tuvimos demasiadas oportunidades después del traslado a Washington.

—Y él no se ha casado —dijo Jellison.

—¡Esto es absurdo, papá! ¡No habrá estado esperándome durante dieciséis años!

—No, supongo que no. Pero lo que te dijo esta noche fue un mensaje muy definido. Bueno, vamos a dormir.

—Papá.

—¿Sí?

—¿Podemos hablar? Estoy asustada. —Se acercó a él. Jellison pensó que en aquel momento parecía mucho más joven, y la recordó cuando era una niña, cuando su madre aún vivía—. Las cosas están mal, ¿verdad?

—Todo lo mal que pueden estar —dijo Jellison. Cogió la botella de whisky y se sirvió un par de dedos—. Aunque se acabe, sabemos cómo fabricar whisky. Si hay grano, tendremos licor. Pero falta que las cosechas vuelvan a crecer.

—¿Qué va a suceder? —le preguntó Maureen.

—No lo sé. Puedo hacer algunas suposiciones. —Miró la chimenea vacía, húmeda a causa de la lluvia que caía por el tiro—. A estas horas los maremotos habrán asolado todo el mundo. Las ciudades costeras han desaparecido. Washington ya no existe. Confío en que el Capitolio haya resistido... Me gustaba aquella vieja masa de granito.

Quedó un momento en silencio. Se oía el ruido monótono de la lluvia y el fragor intermitente de los truenos.

—He olvidado quién lo dijo, pero es bastante cierto —prosiguió Jellison—. A todo país sólo le separan tres comidas de la revolución. ¿Oyes la lluvia? Cae así en todo el país. Las tierras bajas, los cauces de los ríos, los arroyos, los tramos bajos de las carreteras... todo quedará sumergido, de la misma manera que todo el valle de San Joaquín va a quedar bajo el agua. Carreteras, vías férreas, transporte fluvial... No quedará nada. No existe transporte y apenas comunicaciones, lo cual significa que Estados Unidos ha dejado de existir, como la mayor parte de los países.

Maureen se estremeció, aunque no hacía frío en la habitación.

—Pero... Tiene que haber sitios donde no haya ocurrido nada, las ciudades del interior, zonas montañosas sin fallas ni terremotos. Todavía estarán organizados...

—¿Tú crees? ¿En cuántos lugares crees que puede haber suficiente comida para resistir durante semanas?

—Nunca he pensado en ello...

—Bueno, si no son semanas serán meses —dijo Jellison—. ¿Qué va a comer la gente? Estados Unidos dispone de una reserva alimenticia para treinta días en cualquier momento dado, incluyéndolo todo: almacenes, supermercados, silos y barcos en los puertos. Mucho de eso se ha perdido. Otra gran parte es perecedera. Y este otoño apenas van a recogerse cosechas. ¿Crees que alguien sin apenas nada que comer va a ayudar al prójimo?

—Oh...

—Y hay algo peor. —El tono de su voz era ahora brutal, como si tratara de asustarla—. Refugiados por todas partes. En cualquier lugar donde haya suficiente para comer, habrá gente en busca de alimento. No les culpo. ¡Puede que en este momento haya un millón de refugiados en camino hacia aquí! Tal vez en algunos sitios la policía y los gobiernos locales traten de sobrevivir pero ¿cómo se las arreglarán cuando llegue la plaga de langostas? Sólo que no se trata de langostas, sino de personas.

—Pero... ¿qué vamos a hacer? —Maureen sollozó.

—Sobreviviremos. Vamos a resistir y levantaremos una nueva civilización. Alguien tiene que hacerlo. —Alzó el tono de voz—. Podemos conseguirlo. ¿Cuándo? Eso dependerá de la extensión del desastre, pero no vamos a volver al estado salvaje, a los arcos, las flechas y los garrotes. ¡Estamos preparados para hacerlo mucho mejor!

—Sí, claro...

—No, querida, no es tan «claro». —Jellison parecía muy viejo ahora, pero su voz tenía fuerza y decisión—. Depende de lo que podamos conservar aquí. No sabemos lo que ha quedado en otras partes, pero aquí tenemos bastantes recursos si podemos permanecer en el territorio. Aquí tenemos una oportunidad, y por Dios que vamos a aprovecharla.

—Lo lograrás —dijo Maureen—. Es tu trabajo.

—¿Piensas en algún otro que pueda hacerlo?

—No te hice una pregunta, papá.

—Entonces recuérdalo cuando tenga que hacer algo que no me guste. —Apretó la mandíbula—. Vamos a lograrlo, pequeña. Te lo prometo. La gente de este valle va a resistir este desastre sin perder la civilidad. —Sonrió y añadió—: Pero estamos hablando demasiado. Es hora de ir a la cama. Mañana tengo mucho qué hacer.

—De acuerdo.

—No es necesario que me esperes. Me acostaré en seguida. Buenas noches.

Maureen besó a su padre y salió de la sala. Arthur Jellison vació el vaso de whisky y lo dejó sobre la mesa. Miró largamente la botella y luego su mirada se posó en la chimenea vacía. Podía ver la manera de edificar una civilización a partir de las ruinas que había dejado el martillo de Lucifer. Había mucho que salvar en las viejas ciudades costeras. El agua no lo habría destruido todo. Podrían perforarse nuevos pozos petrolíferos y reparar las carreteras. Las lluvias no durarían eternamente.

Lo reconstruirían todo, y esta vez harían las cosas bien.

Los hombres se extenderían más allá de su pequeño globo nativo, llevarían la civilización humana a todo el sistema solar, incluso a las demás estrellas, y no habría nada que pudiera ponerles de nuevo al borde de la extinción.

Claro que podrían hacerlo. Pero había que vivir lo suficiente para iniciar la reconstrucción. Lo primero era lo primero, y el problema inmediato consistía en organizar aquel valle. Nadie iba a ayudar. Tenían que hacerlo por sí mismos. No habría más ley y orden que los que ellos establecieran, y la única seguridad que tendrían Maureen, Charlotte y Jennifer sería la que ellos pudieran defender. Arthur Jellison había sido responsable del pueblo estadounidense, y en especial del californiano. Ya no lo era. Ahora era sólo responsable de su familia, y se preguntaba cómo podía protegerla, lo cual enlazaba con otra pregunta: ¿cómo conservar el rancho? Tal vez no podría hacerlo sin ayuda. Ayuda, ¿de quién? De George Christopher, desde luego. George tenía muchos amigos. Entre los dos podían hacer las cosas bien.

Arthur Jellison se incorporó fatigosamente y apagó de un soplo la lámpara de queroseno. En la repentina oscuridad la lluvia y los truenos sonaban aún con más intensidad. La luz de los relámpagos le permitió ver el camino hasta su dormitorio.

Había luz bajo la puerta de la habitación de Al Hardy. Se apagó cuando el ayudante oyó que el senador iba a acostarse.

SANTUARIO

Dios da a todos los hombres la tierra entera para amar, pero, como el corazón del hombre es pequeño, dispone que cada uno ame a su terruño por encima de todos los demás.

Rudyard Kipling


Unos ruidos estridentes despertaron a Harvey Randall. Alguien le gritaba.

—¡Harvey! ¡Socorro!

¿Era Loretta? Se incorporó de súbito y se dio un golpe en la cabeza. Se había quedado dormido en el furgón, y la voz no era de Loretta. Permaneció un momento perplejo, sin saber si aquello era una pesadilla o no.

—¡Harvey! —La voz era real. Y Loretta estaba muerta.

Llovía, pero el furgón estaba a cubierto. Harvey abrió la portezuela y la débil luz le hizo parpadear. Consultó su reloj. Eran las seis, pero no sabía si de la madrugada o de la tarde.

El furgón estaba aparcado bajo un desvencijado cobertizo, poco más que un techado con postes para sostenerlo. En un extremo se encontraba Marie Vanee. Joanna le apuntaba con la escopeta. Mark gritaba y Marie pedía ayuda a Harvey.

Todo aquello era insensato. La escasa luz, la intensa lluvia y el ulular del viento, los gritos de la mujer y de Mark y Joanna con la escopeta... ¿Era un sueño o era real? Se acercó a los demás.

—¿Qué sucede, Mark?

Mark se volvió hacia él, sonriente, pero su sonrisa se desvaneció, igual que la esperanza de Harvey de que aquello fuera un sueño, igual que...

—¡Díselo, Harvey! —gritó Marie.

Las telarañas en la mente de Harvey se resistían a desaparecer.

—Explícate, Mark —pidió a su amigo.

Marie hizo un movimiento violento y repentino, como una marioneta. Harvey la miró sorprendido mientras ella repetía el gesto, como si luchara con un enemigo invisible. Luego, también de repente, se relajó y habló en tono casi calmado.

—Harvey Randall, ya es hora de que te despiertes —dijo la mujer—. ¿No te preocupa tu hijo? Has enterrado a Loretta, ahora piensa en Andy.

—Pero, ¿a qué viene todo esto?

Ambos hablaron a la vez. La necesidad de entendimiento, más que cualquier otra emoción, hacía que Harvey levantara el tono de voz.

—¡De uno en uno! Mark, por favor, déjala hablar.

—Este... hombre quiere abandonar a nuestros chicos —dijo Marie.

—No es cierto. Sólo trato de decirle...

Ella le interrumpió.

—Los chicos están en el parque Sequoia. Se lo he dicho. En el Sequoia. Pero él nos lleva hacia el oeste, y ésa no es la dirección correcta.

—¡Callaos todos! —gritó Joanna, con un dejo de histeria en la voz que acalló a Mark antes de que pudiera decir algo más.

Mark nunca había visto a Joanna temblar de aquella manera. Y, además, tenía la escopeta.

—¿Adonde vamos, Mark? —preguntó Harvey.

—Al Sequoia —dijo Mark—. Es un sitio muy grande y ella no sabe dónde...

—Yo lo sé —declaró Harvey—. ¿Dónde estamos?

—En el valle Simi —respondió Mark—. ¿Quieres escucharme?

—Sí, habla.

—Harvey, este hombre...

—¡Cállate, Marie! —exclamó Harvey en un tono deliberadamente brutal. La mujer se calló.

—Mira, Harv, hay gente por todas partes —explicó Mark—. Empezaba a haber atascos en las carreteras, así que tomé un camino que conozco. Lo usan muchos motociclistas. Ese camino nos llevará a través de la reserva de cóndores. Es cierto que se dirige un poco al oeste, pero así nos apartamos de las malditas autopistas. ¿Te has parado a pensar cuánta gente está intentando salir de Los Angeles en estos momentos? Poca gente conoce este camino, y discurre por terreno elevado. No nos equivocamos al seguir esta ruta. —Se volvió hacia Marie—. Eso es lo que intentaba decirle. Tenemos que cruzar las montañas, llegar al valle de San Joaquín, en terreno llano, y dirigirnos hacia el Sequoia desde allí.

—Veamos un mapa —sugirió Harvey.

—No sale en los mapas —protestó Mark—. De lo contrario todo el mundo lo conocería...

—Creo que esa ruta es correcta —dijo Harvey—, pero quiero ver lo que ocurre después. Tengo mapas en el furgón.

Joanna se le adelantó. Fue hasta la moto y buscó en la bolsa que colgaba del sillín.

—Frank Stoner nos hizo tres copias, una para cada moto —les dijo al regresar a su lado, con una gran carta geográfica en las manos. Aquel mapa mostraba los accidentes del terreno en colores—. También hay mapas del club del automóvil.

Estaba demasiado oscuro para poder ver el mapa. Mark fue al furgón y regresó con una linterna. María continuaba apartada, rígida y silenciosa, con la mirada todavía acusadora.

—¿Lo ves? —dijo Mark—. Hemos de pasar por aquí. La carretera pasa entre lagos con presas y por la parte más alta de la falla de San Andrés. ¿Crees que la carretera grande aún se podrá usar?

Harvey meneó la cabeza. No importaba. Si la carretera estuviera en uso, un millón de personas tratarían de utilizarla. De lo contrario...

—Siguiendo este camino saldremos por Frazier Park.

—Exacto. Luego bajamos al valle y seguimos en línea recta hacia el norte. Pensaba llegar hasta el Mojave porque Frank creía que ése sería el mejor sitio, pero por ahí no podríamos llegar al Sequoia. —Señaló un lugar en el mapa—. Todas las rutas orientales pasan por el lago Isabella, siguiendo el curso del río Kern. Harv, con esta lluvia, ¿cuántos puentes quedarán sobre el Kern?

—Ninguno. Tiene razón, Marie. Si seguimos por la ruta directa, jamás llegaremos allí.

Mark pareció complacido. Joanna apoyó la escopeta en la moto y se sentó en el sillín.

—Si te hubieras explicado antes... —empezó a decir Marie.

—¡Por Dios, lo intenté! —exclamó Mark.

—No me refiero a ti —dijo ella.

Harvey pensó que se refería a él, y tenía razón. No podía abandonarse. Su hijo estaba en las colinas y tenía que ir en su busca. Menos mal que Marie le había hecho salir de su letargo.

—¿Cómo estamos de gasolina? —preguntó Harvey.

—Bastante bien. Hemos hecho unos ochenta kilómetros...

—Sólo eso —musitó Harvey. Naturalmente, era cierto, podía verlo en el mapa, pero tenía la impresión de que habían avanzado mucho más. Debían haber ido bastante despacio—. Mark, ¿crees que este camino de montaña es seguro? ¿No le interrumpirán las lluvias?

—Es probable —dijo Mark. Señaló en silencio las presas situadas por encima de la carretera interestatal número cinco—. ¿Prefieres arriesgarte a que todo esto se rompa?

—No. Será mejor que nos vayamos cuanto antes —dijo Harvey—. Yo conduciré.

—Yo iré delante con la moto, Joanna puede ir a tu lado, con la escopeta.

Mark no mencionó a Marie. No hablaba con ella.

Hacer algo, cualquier cosa, era agradable. Harvey empezaba a sentir dolor de cabeza, el principio de una migraña, y tenía los hombros y el cuello tan tensos que casi podía sentir los nudos en ellos, pero era mejor que acurrucarse en el asiento.

—Vámonos —dijo Harvey.

El camino discurría entre montículos, rodeaba colinas, siempre en dirección noroeste. Nunca abandonaba el terreno alto. De trecho en trecho lo cruzaban rocas y montones de barro, pero gracias a la altura los escombros no eran profundos. Además, como era muy poco transitado, los bordes no estaban desgastados.

Las montañas habían cambiado de posición. El camino hubiera podido finalizar en cualquier momento. Al igual que el juicio de Mark Czescu, aquel camino no era algo con lo que se pudiera contar de una manera absoluta, pero ninguno de los dos había fallado esta vez. Por fin llegaron a una calzada asfaltada y Harvey pudo aumentar la velocidad.

Le gustaba conducir. Lo hacía con una concentración total, sin abandonarse a otros pensamientos. Estaba al acecho de posibles obstáculos, reducía la marcha al llegar a una curva. Sigue adelante, se decía, devora kilómetros, prosigue sin mirar nunca atrás, sin pensar en lo que queda detrás de ti.

Iniciaron el descenso hacia el valle de San Joaquín. Por todas partes había agua, y el panorama era estremecedor. Harvey se detuvo y consultó el mapa. Su camino conducía directamente al lecho de un lago seco. Ahora no estaría seco, así que cruzarían el río Kern por la carretera, luego se desviarían hacia el nordeste...

¿Tendrían suficiente gasolina? Hasta entonces no les había faltado. Harvey pensó en la gasolina extra que había almacenado, y en los ladrones y asesinos en una camioneta azul. Algún día los encontraría, no importaba dónde se escondieran. Pero no habían tomado aquella carretera, pues de lo contrario lo habría notado. Hasta entonces habían tenido la carretera casi para ellos solos.

Al alba estaban al nordeste de Bakersfield. Habían avanzado bastante, a ochenta kilómetros por hora, y ahora se encontraban en terreno elevado, rodeando el borde oriental del San Joaquín, sin que nada les detuviera.

Harvey se percató de que aquella ruta les conduciría directamente al rancho de Jellison.

El río Tule era demasiado profundo. Nadie se había atrevido a utilizar la carretera paralela a su cauce. Cuando Harvey lo comprendió, era demasiado tarde. Pudo ver la presa allá adelante.

El agua se derramaba por un costado y a lo largo de la parte superior. Podía deducirse dónde estaba el aliviadero por la agitada corriente del río que vertía sobre el paramento de la presa. Harvey hizo sonar el claxon para alertar a Mark. Sacó un brazo por la ventanilla, cerró el puño y lo movió vigorosamente arriba y abajo, haciendo la señal con que en el Ejército se indica el paso ligero. Luego señaló la presa.

Mark comprendió el mensaje y aceleró fuertemente la motocicleta. Harvey pisó gas y avanzó velozmente tras él. Casi habían llegado a la presa...

Un río de barro había inundado la carretera. Media docena de personas y otros tantos vehículos estaban atrapados en el fango. Habían tratado de rebasar el deslizamiento, pero había sido en vano.

Harvey conectó la tracción en las cuatro ruedas y prosiguió sin detenerse. Un hombre saltó hacia adelante para tratar de detener el furgón, con los brazos extendidos. Harvey pasó lo bastante cerca para ver su rostro, en el que se reflejaba un rictus de terror y determinación... y el hombre vio también el rostro de Harvey. El furgón pasó casi rozándole y el hombre saltó hacia atrás.

El barro se deslizaba y el vehículo lo hacía con él. Harvey cambió de marcha, pisó el acelerador a fondo y entabló una frenética carrera entre su tracción sobre el barro y la adherencia de éste a la carretera. Las piedras esparcidas por la calzada golpeaban constantemente la carrocería. Por fin llegaron a otro trecho de pavimento expedito. Harvey oyó el suspiro de alivio de Marie.

Llegaron a un brazo del lago. El puente que lo salvaba normalmente estaba sumergido, y era imposible saber a qué profundidad. Harvey aminoró la marcha.

De repente se oyeron otros sonidos entre los ruidos del río, la lluvia y los truenos. Eran gritos. Joanna miró atrás.

Harvey frenó. La presa había cedido. Uno de sus lados se había derrumbado en un instante, y las aguas avanzaban formando un muro impetuoso cuyo fragor ahogaba los gritos de la gente.

—Nos hemos salvado por los pelos —dijo Joanna.

—Pobre gente —musitó Harvey.

Todos los que viajaban en coches no tan buenos como el furgón de Harvey, todos los granjeros que decidieron esperar, los que iban a pie, los que se habían quedado aislados en tejados y puntos altos, en medio de la inundación, habrían sucumbido bajo la muralla de agua. Y sería peor cuando las demás presas también cedieran. Todo el valle quedaría inundado. Ninguna presa resistiría la acción de aquella lluvia implacable.

Harvey respiró hondo.

—Bien, ya está. Hemos conseguido pasar. Quaking Aspen está sólo a cuarenta kilómetros de aquí. Gordie habrá llevado allí a los chicos.

Trazó un mapa mental de la ruta al norte de Springville. Cruzaba muchos torrentes, y en algunos de ellos había pequeñas plantas eléctricas y embalses. Presas situadas por encima de la carretera. ¿Se habrían derrumbado? ¿Se derrumbarían? Si seguían por aquella carretera tal vez serían arrasados por las aguas, pero no había otro camino.

—Vamos —dijo Marie.

Se pusieron en marcha. Las aguas se habían retirado del puente, abriéndose camino hacia el valle de San Joaquín. Al cruzar el puente vieron, sorprendidos, un gran camión que venía en sentido contrario, y que se detuvo en el extremo del puente. Bajaron dos hombres de la cabina y miraron el furgón que pasó junto a ellos sin detenerse. Uno de los hombres empezó a gritar algo y luego se encogió de hombros.

Vieron otro puente anegado y Harvey tomó una decisión: se desviarían hacia las posesiones del senador Jellison. Era el mejor sitio para enterarse de lo que ocurría en las montañas. Pensó entonces en algo que hasta entonces no habían considerado. ¿Adonde irían una vez encontraran a los muchachos? Ni Marie y Harvey habían pensado más que en encontrar a sus hijos, pero luego...

Aquel desvío era lo más indicado. El grupo de excursionistas tendría que pasar forzosamente junto al rancho de Jellison. Y Maureen estaría allí.

Harvey se despreció a sí mismo por pensar en ella. Veía ante él los rasgos de Loretta, su cuerpo envuelto en una manta eléctrica. Aminoró la marcha hasta detenerse.

—¿Por qué nos para...?

Antes de que Marie pudiera terminar la frase se oyó una explosión detrás de ellos. Y luego otra más.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó Harvey mientras ponía el coche de nuevo en marcha. El miedo sustituyó al remordimiento. ¿Explosiones? ¿Se habrían metido en medio de una guerra en las montañas o algo parecido? El furgón prosiguió su marcha mientras Joanna y Marie estiraban los cuellos tratando de ver atrás.

Mark dio media vuelta, aceleró la moto e hizo un gesto con la mano al pasar el lado del furgón.

—Su maldita curiosidad acabará matándole —dijo Joanna.

Harvey se encogió de hombros. No le era imprescindible saber qué ocurría, pero valdría la pena averiguarlo. A poco más de tres kilómetros se encontraba el desvío hacia el rancho. Entonces disfrutarían de seguridad, refugio, descanso... Avanzó lentamente, y acababa de llegar al inicio del camino que conducía a la finca del senador, cuando vi que Mark se aproximaba por detrás. Frenó.

—Aquel puente —dijo Mark.

—¿Qué ha pasado?

—El puente que cruzamos... Los dos tipos que vimos lo han volado. Con dinamita, creo. La hicieron estallar en ambos extremos. Harvey, si hubiéramos llegado media hora más tarde estaríamos encallados allí.

—Dos minutos más tarde —dijo Joanna—, y nos habrían sepultado un millón de toneladas de agua. No podemos... Harv, no tendremos esta suerte continuamente.

—Pues se necesita suerte —replicó Harvey—. Estamos en combate, y la suerte es tan necesaria como el talento. Pero creo que no la vamos a necesitar durante algún tiempo. Entraré allí —concluyó señalando el camino del senador.

—¿Por qué? —preguntó Marie, dispuesta a batallar.

—Para enterarnos de las condiciones de la carretera y obtener información.

Harvey avanzó por el sendero. Empezaba a pensar en algo que hasta entonces no se le había ocurrido ni por un instante, en que tal vez un profesional de la televisión no sería bien recibido en casa de un político. Bajó del furgón para abrir la puerta de la valla.

Detrás de la valla había un coche aparcado, del que bajó un hombre joven que se acercó cautelosamente al furgón.

—¿Qué quieren? —preguntó. Miró a Joanna, que sostenía la escopeta, y mostró sus manos vacías—. Yo no estoy armado, pero mi compañero está escondido donde no pueden verle y tiene un rifle con mira telescópica.

—No causaremos problemas —dijo Harvey. El joven había visto las siglas NBS pintadas en el furgón, sin que le impresionaran lo más mínimo—. ¿Puede llevar un mensaje a la casa?

—Podría. Depende del mensaje.

Harvey lo había pensado bien.

—Dígale a Maureen Jellison que Harvey Randall está aquí con tres parientes.

El hombre pareció reflexionar.

—Bien, el nombre es correcto. ¿Les espera ella?

Harvey se echó a reír. Aquella pregunta le pareció insensatamente divertida. Se apoyó en la valla, riendo entre dientes, y tocó el brazo del joven.

—¿Eres de Los Angeles? —le preguntó.

El hombre retrocedió un poco. Su rostro rojizo empalideció Había cosas que no quería saber, pero... El senador había dicho en la reunión que le gustaría hablar con alguien que hubiera presenciado lo ocurrido en Los Angeles, y aquel ciudadano conocía el nombre del senador y el de Maureen.

Con la misma celeridad con que la pregunta le había parecido divertida, dejó de parecérselo. Harvey dejó de reír.

—Maureen debe creer que he muerto. Le alegrará saber que no es así. —¿Le alegraría realmente? No podía saberlo—. Sé que querrá hablar conmigo. Dile que quiero... No importa.

Estuvo a punto de decirle que quería hablar de imperios galácticos pero decir aquello no sería lo más apropiado.

El hombre parecía reflexionar. Finalmente asintió.

—De acuerdo, creo que puedo hacer eso. Pero quédense aquí, sin moverse. ¿Me comprende? Y ojo con esa escopeta.

—No queremos disparar a nadie. Sólo quiero hablar con Maureen.

—Bien. Esperen aquí. Volveré dentro de un rato.

El joven se dirigió al coche, lo cerró y subió andando por el camino.

Harvey reparó en aquello. Ya estaban ahorrando gasolina. Sí, el senador había organizado su residencia. Harvey regresó al furgón. Marie trató de decir algo, pero él la interrumpió sin ningún miramiento.

—Despliega el mapa.

Ella lo pensó un momento, antes de hacer lo que le ordenaba. Harvey habló acompañándose del dedo índice para señalar en el mapa.

—Los chicos están en esta zona. La única ruta a seguir pasa por aquí. No tienen que preocuparse por estas presas, aquí y aquí, porque no han de ir por la carretera, como nosotros, a menos que decidamos ir andando, pero no estamos bien equipados para andar.

Marie reflexionó en lo que había dicho Harvey. Miró sus botas y se palpó la chaqueta. Estaba preparada para andar, lo mismo que Harvey, pero lo que éste decía tenía sentido. Desde luego, si tenían que andar, no venía de algunas horas.

—¿Entonces vamos a esperar aquí? —preguntó Joanna.

Mark metió la cabeza por la ventanilla.

—Claro, esta es la finca del senador Jellison. Ya me parecía que los alrededores eran familiares. Harv, ha sido muy inteligente eso de enviar un mensaje a la hija del senador en vez de dirigirlo a él directamente.

—Espera —dijo Mane—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? —estalló Harvey—. Todo el tiempo que nos dejen estar. Este rancho está organizado, ¿no te has dado cuenta? Y tienen comida. Ese guarda no parecía hambriento. Cuando lleguen los chicos querremos alimentarlos, ¿no? Y nosotros también tenemos que comer.

Marie asintió, sumisa.

—El problema estriba —prosiguió Harvey— en cómo logramos que nos dejen permanecer aquí. La voladura de aquel puente puede haber sido una sutil indicación de que los refugiados no son bien recibidos en este valle. Hemos de ser útiles, lo cual significa que prometeremos hacer lo que quieran que hagamos, sin discutir nada. Marie, no lo eches a rodar. Aquí somos mendigos.

Hizo una pausa para que sus palabras calaran en Marie antes de dirigirse a Joanna.

—Y eso vale también para tu escopeta. No sé si habrás notado los sutiles gestos con la mano del tipo que nos paró, pero lo cierto es que movía la mano izquierda de una manera extraña. Creo que atacarle no sería una buena idea.

—Ya lo sabía —dijo Joanna.

—Bien. —Harvey se volvió hacia Mark—. Deja que hable yo.

Mark pareció herido. ¿Quién había sacado a Harvey de su cama y lo había llevado a través de todo el estado hasta aquel lugar? Pero siguió inmóvil bajo la lluvia, dejando que el agua empapara su chaqueta y sus botas, y esperó en silencio.

—Viene gente —dijo Mark finalmente, señalando hacia el camino.

Aparecieron tres hombres a caballo. Llevaban impermeables amarillos y sombreros de lluvia. Uno de ellos no cabalgaba muy bien. Cuando se acercaron, Harvey reconoció a Al Hardy, el ayudante administrativo de Jellison y quien se ocupaba de las tareas desagradables o poco escrupulosas propias de la actividad política. Harvey pensó que este último cometido sería más propio allí de lo que había sido en Washington.

Hardy desmontó y entregó las riendas a uno de los hombres montados. Se acercó al furgón y se asomó a la ventanilla.

—Hola, señor Randall.

—Hola. —Harvey esperó en tensión.

—¿Quiénes son estas personas? —Hardy miró fijamente a Marie, pero no dijo nada más.

Harvey pensó que aquel hombre había visto a Loretta una sola vez, meses atrás, no recordaba exactamente cuándo. No había visto nunca a Marie, pero sabía que no era Loretta. Una buena memoria para los nombres y las fisonomías forma parte del trabajo del consejero político...

—Una vecina —dijo Harvey—, y dos empleados.

—Ya veo. Y vienen ustedes de Los Angeles. ¿Saben en qué condiciones están allí?

—Ellos lo saben —dijo Harvey, señalando a Mark y Joanna—. Vieron la gran oleada que se abatió sobre la ciudad.

—Puedo permitir que vengan dos de ustedes —dijo Hardy—. Más no.

—Entonces ninguno —replicó Harvey, rápidamente, antes de que el otro pudiera añadir algo más—. Gracias, seguiremos nuestro camino...

—Espere. —Hardy pareció pensativo—. De acuerdo. Déme la escopeta, despacio y sin apuntarme. —Cogió el arma y la entregó al guarda que habían visto al principio y que también había desmontado—. ¿Tienen más armas de fuego?

—Esta pistola. —Harvey le mostró la pistola de tiro olímpico.

—Vaya, es muy bonita. Démela también. Les devolveré estas armas si no se quedan. —Hardy cogió la pistola y se la colocó bajo el cinturón—. Ahora háganme sitio en el Miento trasero.

Subió al furgón y sacó la cabeza por la ventanilla para que los demás pudieran oírle.

—Usted síganos en la moto —le dijo a Mark—. No se aleje. Los llevo arriba, Gil. Todo está en orden.

—Si usted lo dice —dijo el guarda.

—Vámonos —ordenó Hardy a Randall—. Conduzca con cuidado.

La puerta de la valla se abrió y Harvey pasó seguido por Mark y, más atrás, por el tercer hombre a caballo, el cual sujetaba las riendas de los otros dos animales.

—¿Por qué no le deja un caballo al guarda? —preguntó Harvey.

—Tenemos más coches que caballos. Preferimos perder un coche si algún loco intenta algo —explicó Hardy.

Harvey asintió. El coche estaba allí por si era necesario subir urgentemente a la casa. Era evidente que su mensaje no se había considerado lo bastante urgente para gastar gasolina.

El furgón avanzó a través del espeso barro, y Harvey se preguntó cuándo terminaría el camino. Pasaron ante la casa del capataz y se dirigieron a la gran casa en lo alto de la colina. Las plantaciones de naranjos tenían un aspecto lastimoso. Muchos árboles habían sido derribados por los fuertes vientos, pero no había fruta desparramada por el suelo. Harvey aprobó semejante previsión.

No era Maureen sino el senador Jellison quien se encontraba en la sala. Había desplegado varios mapas sobre la mesa del comedor, y en otras mesitas cercanas había listas y otros papeles. Una botella de bourbon, casi llena, descansaba en la mesa.

Los recién llegados dejaron sus botas en el porche y entraron en la gran casa de piedra. El senador se levantó, pero no tendió la mano.

—Le daré un trago si reconoce de antemano que esto no es permanente —dijo Jellison—. Hace tiempo, si uno ofrecía a un hombre alimentos y bebida, indicaba con ello que le consideraba un huésped. Eso no está aún decidido.

—Comprendo —dijo Harvey—. Me iría bien un trago.

—Bien. Al, lleva a las mujeres a la cocina. Ahí podrán secarse. Perdonen mis maneras, señoras, pero ahora estoy un poco apurado. —Esperó hasta que las mujeres salieron de la estancia e hizo una seña a Harvey para que se sentara. Mark permanecía indeciso junto a la puerta—. Usted también —dijo Jellison—. ¿Quiere beber algo?

—Desde luego, gracias —dijo Mark. Cuando el senador le pasó la botella, vertió una enorme cantidad de licor en su vaso. Harvey hizo una mueca y escrutó el rostro del senador. La expresión de éste no había cambiado.

—¿Está bien Maureen? —preguntó Harvey.

—Sí, está aquí —dijo Jellison—. ¿Dónde está su esposa?

Harvey notó que se sonrojaba.

—Murió. La asesinaron. Estaba en la casa cuando unos tipos decidieron atracarla. Si se entera de que pasa por aquí una camioneta azul escoltada por unos motociclistas...

—Eso no figura en mi lista de prioridades, pero lamento lo de su esposa. ¿Quiénes son las personas que ha traído con usted?

—La mujer más alta es Marie Vanee, mi vecina. Gordie Vanee se encuentra en Quaking Aspen, con un grupo de muchachos exploradores. Mi hijo está con él, y yo estoy con su mujer.

—Aja. Es una mujer elegante. ¿Puede andar por las montañas o esas botas que lleva son sólo de adorno?

—Puede andar por las montañas. También puede cocinar. No puedo abandonarla.

—Ya tengo cocineros. ¿Y los otros?

—Me salvaron la vida. Cuando descubrí el cadáver de Loretta quedé conmocionado. No hubiera podido sobrevivir sin su ayuda. —El whisky le animaba, y notaba la intensidad del interrogatorio del senador. Aquel hombre era juez y jurado, y no tardaría mucho en tomar su decisión—. Mark y Joanna me encontraron y cargaron conmigo hasta que volví a la vida. También trajeron a Marie. Están conmigo.

—Claro. Bien, ¿qué tiene para ofrecer?

Harvey se encogió de hombros.

—Un furgón todo terreno que sé cómo manejar. Alguna... qué diablos, mucha experiencia en prácticas de supervivencia. He sido corresponsal de guerra, piloto de helicóptero...

—Usted estaba en Los Angeles. ¿Vio lo que ocurrió?

—Mark y Joanna lo vieron. Tenemos información, si eso es útil.

—La información vale una comida y un trago. Usted me está diciendo que si le dejo quedarse, los otros también se tendrán que quedar.

—Sí; me temo que así es. Haremos lo que nos corresponda, suponiendo que pueda alimentarnos.

Jellison se quedó pensativo.

—Tiene usted un voto —dijo—. El de Maureen. Pero el mío es el que cuenta.

—Lo suponía. Entiendo que no están dispuestos a recibir refugiados. Después de lo del puente...

—¿El puente?

—El puente que salvaba un brazo del lago. Después que la presa cediera...

—¿La presa ha cedido? —Jellison frunció el ceño—. ¡Al! —gritó.

—Dígame, señor.

Hardy se presentó de inmediato, con la mano en el bolsillo del impermeable, que revelaba el bulto de un arma. Se relajó al ver a los tres hombres sentados en sillones, bebiendo tranquilamente.

—Dice que la presa ha reventado —le informó Jellison—. ¿Te han dicho algo de eso?

—Aún no.

—Ya. —Jellison hizo un gesto de asentimiento. Hardy pareció comprender lo que significaba—. Díganme qué pasó con el puente —solicitó el senador.

—Dos hombres lo volaron, poco después de que reventara la presa. Pusieron dinamita en ambos extremos.

—Maldita sea. ¿Cómo eran esos hombres. —Jellison escuchó y luego asintió de nuevo—. Sí, son los Christopher. Podemos tener problemas con ellos. —Se volvió hacia Mark—. ¿Ha estado en el ejército? —le preguntó.

—En la Marina —respondió Mark.

—¿Recibió entrenamiento básico? ¿Puede disparar?

—Sí, señor.

Mark empezó a contar una de sus historias de Vietnam. Podría ser cierta o no, pero Jellison no le escuchaba.

—¿Puede hacerlo? —preguntó a Randall.

—Sí, le he visto disparar —dijo Harvey. Empezó a relajarse, a sentir que se aflojaban los nudos de su cuello. Parecía como si el senador fuera a decidirse en su favor...

—Si se quedan aquí, formarán parte de mi equipo. Su lealtad me pertenecerá.

—Comprendo —dijo Harvey.

Jellison asintió.

—Bien, lo intentaremos.


Mientras las aguas del Mediterráneo se retiran de las ciudades anegadas de Tel Aviv y Haifa, las tormentas de lluvia azotan las tierras altas de Sudán y Etiopía. Inmensas avenidas de agua se precipitan Nilo abajo para estrellarse contra la presa de Asuán, ya debilitada por los terremotos que Siguieron al choque del cometa. La presa estalla y añade millones de toneladas de agua a la enorme crecida del río. Las aguas arrasan el delta del Nilo, las antiguas ciudades, El Cairo, socavan la Gran Pirámide, que se derrumba bajo el torrente.

Diez mil años de civilización son arrasados y transportados por el agua, desde la primera catarata hasta el Mediterráneo. Nada queda vivo en el delta del Nilo.

EL MENDIGO

Escúchanos cuando te clamemos por quienes corren peligro en el mar.

Himno de los marineros


Eileen durmió en el asiento del coche, con el respaldo horizontal y el cinturón de seguridad desprendido. Se bamboleaba con el movimiento del vehículo. En una ocasión, Tim oyó el inicio de un ronquido. Alargó el brazo para abrochar el cinturón de la muchacha, pues entraban en una larga pendiente. Luego cerró el contacto del motor.

Recordó que su conductor había hecho lo mismo en Grecia. Allí todo el mundo bajaba así las pendientes de las colinas, incluso por la estrecha y retorcida carretera que iba a Delfos y a las Termópilas a través de Parnaso. Fue un viaje terrible, pero el conductor insistió. La gasolina en Grecia era la más cara del mundo.

¿Dónde estaban ahora las Termópilas? ¿Habrían arrasado las aguas la tumba de los Trescientos? Las olas no llegarían a Delfos, ni alcanzarían la altura de la Acrópolis. Grecia había sufrido desastres anteriores.

La carretera serpenteaba, se ladeaba, y Tim aminoró la velocidad para tomar una curva, frenando cautelosamente. Un largo trecho se extendía en línea recta, y luego la carretera seguía bajando, mojada, quebrada y retorcida. Después de haber visto a Eileen al volante, Tim se percataba de lo mal conductor que era.

La posición de las montañas había cambiado. Y, de repente, la carretera terminó ante el vacío. Tim frenó bruscamente y el vehículo se detuvo. Al bajar notó que la lluvia, que ahora caía con poca intensidad, ya no era salada.

La carretera, la pared rocosa del terraplén y parte de la montaña se habían desgajado, cayendo cinco metros o más. Debajo se había amontonado barro, y había lugares en los que el desnivel no era muy superior a un metro.

Los coches tenían que salvar obstáculos mayores que los de los anuncios televisivos. Tim recordó el anuncio de una camioneta con fragmentos de una película en los que el vehículo saltaba sobre zanjas, volaba por encima de terraplenes, y el anuncio decía que ni siquiera había sido modificado para hacer todo aquello... ¿Podría hacerlo su coche? No tenía elección, pues el desnivel de la carretera parecía extenderse a lo largo de kilómetros. Tim subió de nuevo al vehículo y retrocedió cincuenta metros. Reflexionó en el aspecto físico de la situación. Si el coche caía por el borde, aterrizaría de morro y podrían considerarse muertos. Tenía que avanzar horizontalmente, lo que suponía velocidad. Reducir la marcha sería suicida.

Puso el freno de mano, bajó del coche y se acercó de nuevo al borde. Se preguntó si debería despertar a Eileen, pero entonces vio las mortecinas luces de unos faros bajo la lluvia, y se decidió. No sabía quién podría aproximarse ni quería saberlo. Volvió al coche e hizo una ecuación mental para calcular la velocidad a que debería correr. Subió al vehículo y lo puso en marcha. Calculó que el coche tenía seis metros de largo. Para que la parte delantera descendiera menos de un metro antes de que la trasera se elevara del suelo y también empezara a descender, el vehículo tendría que salvar el desnivel en un tercio de segundo aproximadamente, lo cual significaba seis metros en un tercio de segundo o catorce metros por segundo, que venían a ser cincuenta kilómetros por hora.

Avanzó, pues, a cincuenta por hora, y el coche descendió casi dos metros. Tim sintió el impulso de frenar, pero no lo hizo. El coche cayó violentamente sobre el barro, y descendió por la pendiente embarrada de la carretera. A Tim le sorprendió que no hubiera ocurrido nada más y que continuaran la marcha como si tal cosa.

Eileen rebotó en el asiento y notó el violento tirón del cinturón de seguridad. Se incorporó parcialmente y miró afuera. No vio más que el campo húmedo. Parpadeó y, satisfecha, volvió a dormir.

Tim pensó que había estado dormida mientras él realizaba la mejor maniobra de conducción de su vida. Sonrió y cerró el contacto del motor para bajar otra pendiente pronunciada.

Una hora más tarde, Eileen aún dormía. Tim la envidió. Había oído hablar de personas que se pasaban durmiendo la mayor parte de su vida, seres conmocionados por la explosión de una bomba o amargamente decepcionados en su estado de vigilia. Podía comprender la tentación. Pero Eileen no era de aquellas personas. Ella necesitaba dormir, pues así estaría mucho más despierta cuando fuera necesario.

Llegaron a un tramo en el que la carretera estaba fragmentada, formando placas. Tim conectó el motor y mantuvo la velocidad, avanzando como si viajara de una isla de asfalto a otra. Recordó un programa de televisión que había visto sobre cierta carrera en Baja California. Un corredor dijo que la forma de avanzar por una mala carretera era hacerlo de prisa, de manera que uno no tocaba los baches sino que volaba por encima de ellos. Cuando lo oyó, a Tim no le pareció una buena idea, pero ahora no parecía quedar más alternativa. Las placas se movían bajo el peso del vehículo y el impacto. Tim se aferraba al volante y tenía los nudillos blancos, pero Eileen sonreía en su sueño, como si se meciera en una cuna.

Tim se sentía muy solo. Su compañera no le había abandonado. Se había quedado con él, arriesgando su vida, pero estaba durmiendo mientras él conducía, la lluvia tamborileaba sobre el techo y la carretera presentaba extrañas transformaciones. En cierto lugar se elevó formando un arco grácil, como un puente futurista, debajo del cual corría un nuevo torrente. La cinta de asfalto no se había quebrado bajo su propio peso, todavía no, pero sin duda no soportaría el peso de un coche. Tim la rodeó, pasando sobre la corriente de agua. Por suerte las ruedas siguieron girando y el motor no se caló, y cuando le fue posible Tim regresó a la carretera.

Todos le habían abandonado, excepto Eileen. Podía comprender que el dinero y las tarjetas de crédito no valieran nada, pero una bala a través del parabrisas era algo distinto. Conducir a través del césped bien cuidado de un club de golf le había hecho sentirse como un vándalo. El observatorio... Pero Tim no quería pensar en ello. Había sido arrojado de su propia tierra, y al recordarlo sentía que le ardían las orejas. Era como la sensación de la cobardía.

Recorrieron las últimas curvas entre montañas. Luego la carretera se ensanchó y se convirtió en una larga línea recta. Tim no sabía dónde les conduciría, pero no quedaba más remedio que seguir adelante. Volvía a llover intensamente. Tim se atrevió a aumentar la velocidad hasta cuarenta kilómetros por hora.

—¿Qué tal vamos? —preguntó Eileen.

—Hemos salido de las montañas. La carretera es recta y no se ven interrupciones. Vuelve a dormir.

—Bueno.

Cuando la miró, Tim vio que estaba dormida de nuevo. Llegaron a una autopista. El letrero decía «A 99 Norte». Tim enfiló el carril de aceleración y pisó gas. Pasó al lado de coches detenidos bajo la lluvia, dentro y fuera de los carriles. También había gente. Tim se agachaba cada vez que veía algo que pudiera ser un arma. Una vez acertó: aparecieron dos hombres, uno a cada lado de la calzada, y alzaron un par de escopetas, haciendo gestos para que se detuviera. Tim se agachó, pisó a fondo el acelerador y se dirigió hacia uno de los hombres, el cual saltó sin vacilar y se perdió en la húmeda oscuridad. Tim agudizó el oído pero no oyó ningún disparo. Finalmente se irguió.

¿Qué sucedería? ¿Tal vez temían gastar municiones? ¿O quizás las armas estaban demasiado húmedas para disparar? Recordó las palabras de Harv Randall: «Si no puedes pasar sin saberlo...»

Todavía tenían gasolina y seguían adelante. La autopista estaba inundada de agua, que debía haber detenido a coches menos potentes que el suyo. Tim sonrió en la oscuridad. Había valido la pena pagar doscientos cincuenta mil dólares por tener el mejor coche.

De repente la lluvia redobló su intensidad. Durante unos instantes el chaparrón se abatió ferozmente sobre la tierra, y luego se detuvo. Tim siguió adelante hasta que la lluvia arremetió de nuevo. Entonces pisó los frenos. Tuvo la sensación de que el coche flotaba, antes de detenerse por completo. Habían llegado al final.

Eileen se incorporó. Enderezó el respaldo del asiento y se alisó la falta con gestos automáticos.

—Esto es un océano —dijo Tim.

Ella se restregó los ojos.

—¿Dónde estamos?

Tim encendió la luz del techo y desplegó el mapa sobre sus regazos.

—He seguido la dirección noroeste y cuesta abajo, hasta que salimos de las montañas, que eran muy numerosas. Luego ya no supe en qué dirección íbamos, así que seguí hacia abajo. Finalmente llegamos a la autopista noventa y nueve.

Tim estaba orgulloso. Con su deficiente sentido de la dirección podrían haber acabado en cualquier parte.

—Hemos ido bien por esta autopista. No ha habido más interrupciones. Encontramos a un par de tipos armados y un montón de coches parados, pero ningún problema serio. Naturalmente, había mucha agua en la carretera pero...

Eileen había escudriñado el mapa y ahora miraba hacia adelante, a través de la lluvia, siguiendo las líneas luminosas de los faros, y compuso el panorama a partir de indicios subliminales e imaginación, pues todo lo que podían ver bajo la grisácea luz crepuscular no era más que una extensión gris plateada de agua sobre la que se abatía la lluvia. No había luces por ningún lado. No había nada.

—A ver si puedes retroceder —le dijo Eileen, y se inclinó sobre el mapa, estudiándolo atentamente.

Tim hizo marcha atrás, apartándose del agua, hasta que ésta llegó sólo a los tapacubos.

—Tenemos problemas —dijo Eileen—. ¿Hemos pasado Bakersfield?

—Sí, no hace mucho.

Tim había visto las indicaciones de la autopista, las siluetas espectrales de edificios oscuros y una cadena montañosa con todas las elevaciones en ángulo recto.

Eileen frunció el ceño y entrecerró los ojos tratando de leer unas letras diminutas.

—Dice que Bakersfield está a ciento veinte metros sobre el nivel del mar.

Tim recordó los trechos desprendidos en la carretera de montaña.

—Yo no me fiaría ya de las elevaciones. Creo recordar que todo el valle de San Fernando se hundió doce metros durante el terremoto de Sylmar, y no fue un gran terremoto.

—Bien, a partir de aquí descendemos cada vez más. Estamos en las tierras bajas. Tim, ningún maremoto podría llegar hasta aquí, ¿verdad?

—No, pero está lloviendo.

—Sí, y no hay signos de que vaya a amainar. No creo que el cometa haya tenido que ver con esto. —El empezó a explicarle algo, pero Eileen le interrumpió—. Es igual, empecemos por el principio. ¿Dónde queremos ir?

—Eso es otro problema —dijo Tim—. Hemos de ir a los campos altos, por ejemplo alrededor del parque nacional Sequoia. Lo que no sé es por qué iban a querernos a nosotros allí. —No se atrevió a decir nada más.

Ella no dijo nada, esperando que él prosiguiera.

—Tenía una idea... —dijo Tim, pero la idea parecía evaporarse incluso antes de explicarla, como los restaurantes y buenos hoteles que había esperado encontrar en Tujunga. Mencionó su deseo y desaparecieron. Finalmente dijo lo que había pensado—: El rancho del senador Jellison. Yo contribuí con mucho dinero a su campaña. Y he estado en su rancho. Es perfecto. Si el senador está allí, nos dejará quedarnos. Y estará allí. Es lo bastante listo para eso.

—Y tú contribuiste con dinero a su campaña —dijo Eileen con una risita.

—Entonces el dinero valía lo suyo. Además, querida, eso es todo lo que tengo.

—De acuerdo. Yo no puedo pensar en un solo granjero que me deba algo. Y ahora los granjeros son los dueños de todo, ¿verdad? Tal como quería Thomas Jefferson. ¿Dónde está el rancho?

Tim dio unos golpecitos en el mapa, entre Springville y el lago Success, por debajo del montañoso parque nacional Sequoia.

—Aquí. Tendremos que ir un trecho con el agua al cuello, pero luego giramos a la derecha y podremos respirar de nuevo.

—Tal vez haya un camino mejor. Mira a tu izquierda. ¿No ves un terraplén de ferrocarril?

Tim encendió la luz del techo y los faros. Esperó un momento hasta que sus ojos se adaptaran...

—No veo nada.

—Pues está ahí —dijo Eileen, que miraba el mapa—. Es la línea del ferrocarril Southern Pacific. Da la vuelta y enfoca los faros en esa dirección.

Tim maniobró el automóvil tal como ella le decía.

—¿En qué estás pensando? ¿En coger el tren?

—No exactamente.

La luz de los faros no llegaba muy lejos a través de la lluvia. No mostraban más que aquel mar omnipresente en todas direcciones y la incesante cortina de agua.

—Tendremos que subir al terraplén a ciegas —dijo Eileen—. Ponte al lado.

Eileen se colocó ante el volante. Tim no adivinaba lo que pensaba hacer, pero se puso el cinturón de seguridad mientras ella ponía el motor en marcha y giraba hacia el sur, como si fueran a desandar el camino por el que habían venido.

—Hay gente allá abajo —dijo Tim—. Dos tipos armados. Además, no tenemos un sifón para robar gasolina, así que no debemos gastar demasiada.

—Vaya, todo son buenas noticias.

—Sólo lo digo para tu información.

Tim observó que el agua ya no llegaba a los tapacubos.

Hacia el oeste, las tierras más altas formaban negras jorobas en aquel mar poco profundo. Aquí había una plantación de almendros, allí una granja. Llegó un momento en que desapareció la carretera y Eileen giró bruscamente a la derecha. El coche empezó a hundirse al salir de la calzada firme y luego avanzó a través del agua y el barro.

Tim temía hablar y casi respirar. Eileen siguió un camino que cruzaba algunas de las negras jorobas de tierra emergida, pero no eran continuas. Estaban en un océano con islas, y avanzaban por él en medio de una interminable tormenta de lluvia. Tim se apoyaba con ambas manos en el tablero de instrumentos, y esperaba que el coche se hundiera de un momento a otro y llegara su fin.

—Allí —murmuró Eileen—. Allí.

El horizonte parecía algo más elevado. Poco a poco aquella elevación de la tierra fue haciéndose más nítida. Cinco minutos después se encontraban en la base del terraplén del ferrocarril, pero el coche no podría subir por allí.

Tim bajó del coche con la cuerda de remolque. La pasó por debajo de un raíl y tiró de ella en dirección contraria, empujando con todas sus fuerzas por encima del terraplén, mientras Eileen intentaba que el coche subiera por la pendiente embarrada. Pero el vehículo resbalaba hacia atrás. Tim pasó la cuerda por debajo del otro raíl. La cogió por la parte floja, tirando de ella poco a poco. El coche subía y empezaba a caer de nuevo, momento en el que Tim tiraba con fuerza de la cuerda. Un movimiento en falso podría costarle caro. Había dejado de pensar. Así era más fácil aguantar la lluvia, el cansancio y la tarea imposible. Había olvidado sus inútiles triunfos anteriores.

Lentamente se dio cuenta de que el coche estaba sobre el terraplén, casi nivelado, y que Eileen hacía sonar el claxon. Retiró la cuerda, la enrolló y subió al coche.

—Buen trabajo —dijo Eileen.

Tim hizo un gesto de asentimiento y esperó. Si la energía y la determinación de Tim se habían agotado, ella aún conservaba las suyas.

—Muchos policías conocen este truco. Eric Larsen me lo explicó. Yo nunca lo había intentado... —Las ruedas del coche estaban sobre un raíl; Eileen dio marcha atrás y giró, y el vehículo se inclinó sobre el terraplén, avanzó de nuevo y de repente quedó equilibrado sobre ambos raíles—. Naturalmente, se necesitaba un coche adecuado —dijo Eileen, ya con menos tensión y más confianza—. Allá vamos...

El coche avanzó equilibrado sobre los raíles. Las ruedas tenían la anchura justa. Un nuevo mar plateado relucía a ambos lados. El coche se movía lentamente, se bamboleaba y recobraba el equilibrio, como si danzara, y el volante se movía constantemente bajo la dirección experta de Eileen.

—Si me hubieras contado esto no te habría creído —dijo Tim.

—No creía que tú pudieras subir aquí.

Tim no respondió. Vio claramente que las vías se hundían gradualmente en el agua, pero se reservó sus pensamientos.

Se deslizaban por aquel mar. Hacía horas que Eileen conducía sobre el agua. Tenía el ceño ligeramente fruncido, los ojos muy abiertos y estaba en una rígida postura vertical. Tim no se atrevía a hablarle.

No había nadie que les pidiera ayuda ni les encañonara. La luz de los faros y el resplandor de algún relámpago esporádico sólo les mostraba el agua y los raíles. Estos en algunos lugares quedaban totalmente sumergidos, y entonces Eileen reducía la marcha al mínimo y avanzaba a tientas. En una ocasión un relámpago iluminó el tejado de una gran casa, sobre el que había seis formas humanas embutidas en impermeables, las cuales se quedaron mirando aquel coche fantasmal que avanzaba a través del agua. Luego vieron otra casa, derrumbada y flotando sobre un costado, sin nadie en sus proximidades. En otra ocasión recorrieron kilómetros al lado de una plantación rectangular, un gran campo anegado del que sólo sobresalían las copas de los árboles.

—Me da miedo que nos paremos —dijo Eileen.

—Lo suponía. A mí me da miedo distraerte.

—No, háblame. No dejes que me amodorre. No quiero perder el contacto con la realidad. Esto es de pesadilla.

—Sí que lo es. Yo podría reconocer la superficie marciana de una ojeada, pero no hay ningún sitio así en el universo. ¿Viste a aquella gente que nos miraba?

—¿Dónde?

Naturalmente, ella no se había atrevido a apartar la vista de los raíles. Tim le habló de las seis personas en el tejado.

—Si sobreviven iniciarán una leyenda sobre nosotros, si alguien les cree.

—Me gustaría.

—Sería una leyenda como la del holandés errante... Pero no estaremos aquí para siempre. Estas vías nos llevarán hasta Porterville, y nadie tratará de detenernos.

—¿Crees que el senador Jellison nos admitirá en su propiedad?

—Claro que sí.

Y aunque aquella esperanza no se cumpliera, por lo menos estarían en una zona segura. Ahora lo importante era un truco mágico: ir hasta Porterville sobre vías de ferrocarril. Tim tenía que lograr que la mente de su compañera se concentrara en ello. Pero no esperaba la siguiente observación que ella le hizo.

—¿Me admitirán a mí?

—¿Estás loca? Eres mucho más valiosa que yo. Recuerda lo que ocurrió en el observatorio.

—Claro, después de todo soy una buena contable.

—Si en Springville están tan organizados como lo estaban en Tujunga, necesitarán un contable que se ocupe de la distribución de bienes. Es posible que tengan un sistema de trueque. Eso podría complicarse, si el dinero no vale nada.

—Tú si que estás loco, Tim —dijo Eileen—. Todo el que hace su propia declaración de la renta puede hacer cuentas. Todo el mundo menos tú. Tim. Los contables y los abogados dirigen este país, y quieren que todo el mundo sea como ellos, lo cual casi han conseguido.

—Ya no es así.

—Es mi opinión. Ahora hay contables a patadas.

—No me quedaré sin ti —dijo Tim.

—Ya lo sé. La cuestión es si nos dejan entrar o no. ¿Tienes hambre?

—Claro que tengo hambre, pequeña. —Tim buscó en el asiento trasero—. Tim nos dio crema de tomate y pollo con arroz. Todo concentrado. Podría poner las latas junto a la calefacción. ¿Puedes conducir con una sola mano?

—Me temo que no, en estas condiciones.

—Oh, no importa. Tampoco tenemos abrelatas.

Los pequeños milagros son más fáciles de comprender. Un pequeño milagro fue una carretera que sobresalía del mar y cruzaba las vías. Estas, de repente, aparecieron incrustadas en asfalto, y Eileen pisó el freno tan bruscamente que Tim estuvo a punto de golpearse con el parabrisas.

Pusieron los respaldos de los asientos en posición horizontal, se abrazaron y se dispusieron a dormir.

Eileen no tuvo un sueño tranquilo. Se movía, daba patadas, gritaba. Tim descubrió que si le pasaba la mano por la espalda se relajaba y dormía de nuevo, con lo que él también podía dormir un poco hasta la próxima vez. Se despertó sobresaltado en plena noche. El viento rugía, Eileen le clavaba las uñas y el coche se bamboleaba peligrosamente. Eileen tenía los ojos abiertos y apretaba los labios.

—Huracanes —dijo Tim—. Los han provocado los impactos en el océano. Por suerte hemos encontrado un lugar seguro. —Eileen no pareció tranquilizarse—. Aquí estamos a salvo —repitió Tim—. Podemos dormir tranquilos, que no nos ocurrirá nada.

Ella se echó a reír.

—¿Y qué ocurrirá si nos alcanza uno de estos huracanes cuando estemos en las vías?

—En ese caso, ojalá seas tan buena conductora como crees que eres.

—Oh, Dios mío —dijo ella y volvió a echarse a dormir, lo que a Tim le pareció increíble.

Se tendió junto a ella y se preguntó si los huracanes podían volcar coches. Uno podía apostar a que sí. Cuando se cansó de pensar en ello, pensó en el hambre que tenía. Talvez podría utilizar el parachoques para abrir una lata de sopa. Después de que pasara el huracán.

Dormitó un poco, hasta que le despertó el silencio total. Ni siquiera llovía. Buscó una lata de sopa y bajó del vehículo. Dobló un poco el parachoques, pero logró abrir la lata. Tomó un poco de la crema condensada de tomate y, al alzar la vista, vio estrellas en el firmamento.

—Qué hermoso —murmuró, y entró precipitadamente en el coche.

Eileen estaba sentada. Tim le dio la lata de tomate.

—Creo que estamos en el centro del huracán. Si quieres ver las estrellas, míralas rápidamente y vuelve.

—No, gracias.

La sopa estaba fría y viscosa. Ambos tenían sed. Eileen puso la lata sobre el techo para recoger agua de lluvia, y se acostaron de nuevo para esperar la mañana.

Llovió de nuevo, violentamente. Tim sacó un brazo por la ventanilla para coger la lata, pero ésta ya no estaba. Encontró la lata de cerveza abandonada en el suelo y la llenó dos veces con el agua que caía desde el techo del coche.

Horas después remitió la violencia de la lluvia y empezó a caer con suavidad. La luz grisácea era suficiente para ver el mar que les rodeaba y en el que flotaban multitud de cosas. Había cadáveres de perros, conejos y ganado, pero los cadáveres humanos les superaban en número. Abundaba la madera, procedente de árboles, muebles y paredes de casas. Tim bajó del coche, recogió un montón de madera a la deriva y la colocó ante el calefactor del vehículo.

—Si encontramos refugio, aún nos queda la otra lata de sopa —dijo Tim.

—Muy bien.

Eileen se sentó erguida ante el volante y puso en marcha el motor. Tim no se ofreció a sustituirla. Sabía que ella liaría mucho mejor aquel trabajo, y, además, tampoco querría dejárselo a él.

Eileen entró una marcha, pero Tim le puso una mano ·obre el hombro.

—Espera —le dijo, señalando afuera.

Ella asintió y colocó la palanca de cambios en punto muerto. Una ola gris plateada se acercaba a ellos. No era alta. Cuando llegó al coche no tendría más de sesenta centímetros de altura, pero el mar se había elevado por la noche, hasta llegar a los neumáticos. La ola chocó con el coche, lo elevó, lo arrastró y lo dejó de nuevo en el suelo con el motor todavía en marcha.

—¿Qué ha sido eso? ¿Otro terremoto? —preguntó Eileen en tono de fatiga.

—Yo diría que una presa se ha derrumbado en alguna parte.

—Vaya, sólo ha sido eso. —Eileen trató de reír—. ¡La presa se ha roto! ¡Poneos a salvo!

—Hay demasiada agua... Esta no será la única presa que ha cedido. Probablemente se han roto todas. Es posible que en algunos lugares los ingenieros hayan podido abrir aliviaderos a tiempo, pero la mayor parte de las presas han cedido.

Aquello suponía que habría desaparecido la mayor parte de la energía eléctrica. Ni siquiera habría bolsas locales de electricidad. Tim se preguntó si las plantas eléctricas y los generadores habrán sobrevivido. Las presas podían reconstruirse.

Eileen puso el coche en marcha y empezó a avanzar lentamente.

Las vías del Southern Pacific les condujo la mayor parte del camino hasta Porterville. Las vías y el terraplén se elevaron gradualmente, hasta que ya no se vieron rodeados por agua, sino por tierra que parecía como si hubiera emergido recientemente de las profundidades. Era como si hubiera retornado la Atlántida. No obstante, Eileen siguió avanzando por las vías, aunque los hombros le temblaban a causa de la tensión.

—En las vías no hay gente ni coches parados —dijo a Tim—. Así evitamos todos esos obstáculos, ¿no te parece?

Sin embargo, no estaban totalmente solos. A veces pasaban junto a grupos aislados de refugiados, casi siempre familias, que caminaban penosamente siguiendo las vías.

—Siento dejarlos —dijo Eileen—, pero ¿cuáles deberíamos aceptar? ¿Los primeros que veamos? ¿Hemos de ser selectivos? Hagamos lo que hagamos, el coche se nos llenará de gente hasta el techo y habrá muchos más a los que no podremos llevar...

—Tienes razón —dijo Tim—. Tampoco nosotros tenemos ningún lugar donde ir.

Pero se preguntó hasta qué punto era correcta su actitud. ¿Qué derecho tenían a esperar que alguien les ayudara, cuando ellos mismos no ayudaban a nadie?

Al sudeste de Porterville enlazaron de nuevo con la autopista. Tim se puso al volante y Eileen se tendió en el asiento abatible, agotada pero incapaz de dormir.

La tierra parecía anegada recientemente. Tim estudió los edificios y vallas derrumbados, los árboles arrancados de cuajo, y llegó a la conclusión de que la inundación había llegado desde la dirección por la que viajaban. Había barro por todas partes, y Tim tuvo muchas ocasiones para sentirse orgulloso de su buen juicio. No creía que ningún coche del mundo pudiera llevarles por algunos de los lugares que habían recorrido.

—El. lago Success —dijo Eileen—. Ahí había un gran lago, y la presa debe haber cedido. La carretera pasa al lado...

—¿Y qué?

—No sé si seguirá habiendo carretera —concluyó ella.

Siguieron adelante, hasta que llegaron a la bifurcación que, en condiciones normales, les habría llevado a las colinas.

La tierra estaba cubierta de barro, salpicada de vehículos en todas las posiciones imaginables. Había cadáveres, pero no personas vivas. La lluvia les impedía ver la zanja fangosa a su izquierda. La calzada empeoró, apareció inundada en algunos lugares y cubierta de barro en otros. Eileen volvió a ponerse al volante. Avanzó tratando de adivinar dónde estaba la carretera y esperando que aún se encontrara bajo el barro. El coche siguió moviéndose, pero más lentamente...

Finalmente vieron un campamento. Había media docena de coches, algunos de ellos tan buenos como el suyo. Había gente de ambos sexos y de todas las edades, una reunión de desamparados. A pesar de la lluvia, se las habían ingeniado para encender una hoguera, y tenían un montón de leña bajo una cubierta de plástico. La gente permanecía bajo la lluvia, mientras la madera se mantenía cerca del fuego para que se secara.

Tim bajó del coche llevando la madera que había recogido. Nadie le habló. Los niños le miraron desesperanzados. Finalmente, uno de los hombres se dirigió a él:

—No lo conseguirán —le dijo.

Tim no dijo nada y miró el barro que se había deslizado sobre la carretera, en el que se veían huellas de neumáticos. Si un coche podía atravesarlo...

—Ese no es el problema —dijo el hombre—. Nosotros pasamos ese obstáculo, pero más adelante hay un puente derrumbado.

—Se puede ir andando...

—Y un hombre con un rifle. No pierden tiempo en hablar. La primera vez que disparó, la bala pasó entre mi mujer y yo. Tuve la impresión de que el segundo tiro terminaría el trabajo. Ni siquiera vimos al tipo que disparaba.

De modo que habían llegado al final de la línea. Tim se sentó junto al fuego y se echó a reír, primero suavemente y luego de una manera histérica. Habían transcurrido dos días después del martes fatídico, las carreteras que conducían a las tierras altas habían desaparecido y era imposible llegar a la propiedad del senador. Había más hombres armados. El mundo les pertenecía. Tal vez el que disparaba era el senador. La idea era divertida, el senador Jellison vestido de etiqueta y armado con un rifle...

—Es verdad —dijo Tim—. Cuenta tu sueño y lo matarás. ¡Es verdad! —Se echó a reír de nuevo.

—Tenga. —Un hombre grueso, de hirsutos antebrazos, usó un pañuelo para retirar una pequeña lata del fuego. Vertió su contenido en un vaso de papel encerado y luego, como si le doliera hacerlo, sacó un frasco plano del bolsillo de su chaqueta. Echó un poco de ron al vaso y se lo ofreció a Tim—. Bébase esto y no tire el vaso. Y deje de reírse así. Está asustando a los niños.

¿Y qué importaba que se asustaran? Pero Tim se sintió avergonzado, lo cual era natural en él. ¿Cuántas veces le había dicho su madre que no hiciera escenas? ¿Y su padre, y todos los demás...?

El café perfumado tenía buen sabor y le reconfortó un poco. Eileen trajo la lata restante de sopa y la ofreció. Se sentaron en silencio, compartiendo lo que había: la copa, café instantáneo y un poco de conejo ahogado y asado sobre ascuas.

La conversación fue escasa. Finalmente los otros se levantaron.

—Vamos a ir hacia el norte —dijo un hombre, el cual reunió a su familia—. ¿Viene alguien conmigo?

—Desde luego.

Otros se unieron a él. Tim se sintió aliviado. Se marchaban, dejándole solo con Eileen. ¿Debería ir con ellos? ¿Para qué? Tampoco ellos tenían ningún lugar donde ir.

Los demás se levantaron y se dirigieron a sus coches, excepto el hombre corpulento que les había ofrecido el café. Permaneció sentado con su mujer y sus dos hijos.

—¿Vienes también, Brad? —preguntó el nuevo líder.

—El coche no funciona. —Señaló un Lincoln aparcado cerca del barro—. Creo que se ha roto un eje.

—¿Te queda gasolina? —preguntó el líder.

—No mucha.

—De todos modos lo intentaremos, si no te importa.

El hombre corpulento se encogió de hombros. Los demás utilizaron un sifón para extraer del Lincoln la poca gasolina que quedaba en el depósito. Sus coches ya estaban llenos y no quedaba sitio para nadie más. El líder de la expedición se detuvo y les miró como quien mira a los muertos.

—Ahí queda tu cubierta de plástico y tu café instantáneo.

Lo dijo en tono anhelante, pero como no obtuvo respuesta, dio media vuelta y se alejó. Los coches se pusieron en marcha y desaparecieron colina abajo.

Ahora eran seis personas junto al fuego.

—Me llamo Brad Wagoner —dijo el hombre corpulento—. Esta es Rosa, mi mujer, y mis hijos Eric y Concepción. El nombre del chico corresponde a mi familia y el de la niña a la de Rosa. Queríamos mantener esta distribución si teníamos más.

El hombre parecía contento de poder hablar con alguien.

—Yo soy Eileen, y él se llama Tim. Estamos... —Eileen hizo una pausa—. Naturalmente, en realidad no estamos encantados de conocerles, pero supongo que debo decirlo de todos modos. Y les agradecemos mucho el café.

Los niños estaban muy callados. Rosa Wagoner los abrazó y les habló en un español suave. Eran muy pequeños, de cinco o seis años como máximo, y se aferraban a su madre. Llevaban anoraks amarillos de nailon y zapatillas de tenis.

—No tienen adonde ir —dijo Tim.

Wagoner asintió en silencio.

Tim pensó que aquel hombre lo doblaba. Y tenía esposa y dos hijos. Sería mejor que se marcharan de allí antes de que le partiera el cuello y se quedara con el coche. Tim sentía miedo y estaba avergonzado, porque los Wagoner no habían dicho o hecho nada que mereciera sospechas. Pero estaban allí...

—No hay ningún sitio al que dirigirse —dijo Brad Wagoner—. Nosotros somos de Bakersfield. No queda mucho de la ciudad. Supongo que debimos haber ido de inmediato a las colinas, pero pensamos que tal vez encontraríamos suministros en la ciudad. Por poco nos ahogamos cuando reventó la presa. —Miró la empinada colina por encima de ellos—. Si dejara de llover quizá podríamos ver algún sitio por donde se pueda andar. ¿Tienen ustedes algún plan? —No pudo disimular la súplica en su voz.

—Pues no. —Tim se quedó mirando el fuego agonizante—. Conozco a alguien ahí arriba. Un político al que di un montón de dinero, el senador Jellison.

Pero ya había perdido la esperanza de llegar hasta el senador. ¿Qué harían ahora?

—Jellison —musitó Wagoner—. Yo voté por él. ¿Cree que eso podría contar? ¿Todavía va a intentar llegar allí?

—No se me ocurre qué otra cosa puedo hacer —dijo Tim en tono desesperanzado.

—¿Y ustedes qué harán? —preguntó Eileen, mirando los niños.

Wagoner se encogió de hombros.

—Supongo que buscar algún lugar y empezar de nuevo. —Se echó a reír—. Soy constructor de apartamentos. Gané mucho dinero con ese trabajo, pero... no tengo un coche tan bueno como el suyo.

—Le sorprendería saber cuánto me ha costado —dijo Tim.

El fuego se extinguió. Era hora de marcharse. Eileen se dirigió al coche, seguida de Tim. Brad Wagoner se quedó sentado con su mujer y sus hijos.

—No puedo soportarlo —dijo Tim.

—Yo tampoco. —Eileen le cogió la mano y se la apretó—. Señor Wagoner. Brad...

—¿Sí?

—Vamos, suban.

Eileen esperó hasta que los Wagoner estuvieron a bordo, los adultos en el asiento trasero y los niños en el suelo, detrás. Eileen dio media vuelta y bajó por la colina.

—Ojalá tuviera un buen mapa.

—Yo tengo mapas —dijo Wagoner. Sacó un papel mojado de un bolsillo interior—. Tenga cuidado, se rompe fácilmente cuando está húmedo.

Era un mapa del Auto Club del condado de Tulare, mucho mejor que el mapa que ellos habían usado.

Eileen detuvo el coche y examinó el mapa.

—Este puente de aquí, ¿es el que se ha derrumbado?

—Sí.

—Mira, Tim. Si hacemos marcha atrás y vamos hacia el sur, hay una carretera que va hacia las colinas.

—Sí, iremos más rápidos por ahí que por el Southern Pacific.

—¿Southern Pacific? —preguntó Rosa Wagoner.

Tim no le explicó a qué se refería. Avanzaron hacia el sur, hasta que encontraron un lugar resguardado junto a la carretera, en una pequeña elevación, y se detuvieron para dormir. Se turnaron para dejar que los Wagoner usaran los asientos abatibles mientras ellos se acurrucaban bajo la cubierta de plástico.

—Terreno elevado —dijo Tim—. Va hacia el noroeste, y esa carretera no está en el mapa.

Señaló un camino de grava pero que parecía en buenas condiciones y transitado. Se extendía en la dirección correcta.

A Eileen se le estaban terminando las esperanzas y al coche se le acababa la gasolina, pero avanzó por aquella carretera que serpenteaba cuesta arriba adentrándose en las colinas. Fue una suerte encontrarla, y más suerte aún que la lluvia, el barro y los huracanes no la hubieran destrozado. Pero la suerte no podía protegerles del bloqueo con que se encontraron.

Había cuatro hombres robustos, como figuras del fútbol o matones mañosos de los seriales televisivos. Su corpulencia y sus armas les daban un aspecto poco amistoso, y no sonreían. Tim bajó del coche y uno de los hombres fue a su encuentro, mientras los otros no se movían de su sitio. Uno de ellos le pareció a Tim algo familiar. ¿Sería alguien que había visto en el rancho del senador? Eso no serviría de nada. Además, era otro hombre armado el que se había acercado a la barrera.

Tim era consciente de que tenía el aspecto de un mendigo, pero habló en tono tajante.

—Venimos a visitar al senador Jellison.

El tono imperioso le había costado la mayor parte de sus reservas de autodominio, pero no pareció impresionar al otro.

—¿Nombre?

—Tim Hamner.

El hombre hizo un gesto de asentimiento.

—¿Quiere deletrearlo?

Tim así lo hizo, y se alegró de que no reconocieran su nombre. El hombre se volvió hacia uno de sus compañeros.

—Chuck, mira si Hamner figura en la lista del senador. H-A-M-N-E-R.

Uno de los guardas pareció reaccionar al oír el nombre y se acercó a la barricada. Tim estaba seguro de que le había visto antes.

—Tenemos una lista de la gente a la que podemos dejar pasar —dijo el primer guarda—. Y usted no figura en ella, amigo. Tenemos otra lista de profesiones. ¿Es usted médico?

—No...

—¿Herrero? ¿Maquinista? ¿Mecánico? Carpintero?

—¿No consta playboy retirado? ¿O astrónomo? —Tim recordó a Brad Wagoner—. ¿O contratista de edificios? —Había tenido una idea repentina, pero le interrumpieron.

Se oyó una voz desde un camión aparcado.

—No figura ningún Hamner.

—Lo siento —dijo el guarda—. No queremos que bloqueen la carretera, así que le agradeceremos que aparten ese coche para que no podamos verlo. Y no vuelvan por aquí.

Si uno cuenta sus sueños, no se realizarán. Tim empezó a marcharse, pero no podía hacerlo sin intentarlo más. Vio a Eileen, y Rosa Wagoner que le miraban desde el coche. Sus rostros lo decían todo. Sabían lo que pasaba.

No había más carreteras a la vista. Apenas les quedaba gasolina y, aunque encontraran otra carretera, aquella gente conocía bien la región. Si había algún buen camino de acceso al rancho lo habrían bloqueado.

¿Ir andando? El rancho del senador Jellison terminaba en un gran monolito blanco del tamaño de un edificio de apartamentos, y tal vez les matarían a tiros cuando llegaran allí.

Tim pensó que, en definitiva, si valía para algo era para hablar, no para encontrar la forma de colarse entre los arbustos... Volvió a la barricada. El hombre pareció decepcionado, pero no apuntaba directamente a Tim con el rifle.

—Su coche funciona bien y no está herido —dijo el hombre—. ¿Qué más quiere?

—¡Chescu! —gritó Tim—. ¡Mark Chescu!

—Es Czescu —dijo uno de ellos—. Hola, señor Hamner.

—¿Ibas a dejar que me marchara, sin hablar conmigo siquiera?

Mark se encogió de hombros.

—La verdad es que no soy quien manda aquí.

—¿Quién si no? —dijo uno de los hombres fornidos.

—Pero... Mark, ¿podemos hablar? —preguntó Tim—. Tengo una idea...

Pensó rápidamente en algo que Wagoner había dicho. Era constructor de apartamentos, pero...

—Sí, podemos hablar —le dijo Mark—, pero no servirá de mucho. —Entregó su rifle a uno de sus compañeros y rodeó la barrera—. ¿De qué quiere hablar?

Tim le llevó hasta el coche.

—Brad, usted dijo que construye apartamentos. ¿Es contratista o arquitecto?

—Ambas cosas.

—Eso me parecía —dijo Tim. Hablaba apresuradamente—. Así pues, entiende de cemento armado y trabajos de construcción. ¡Podría construir una presa!

Wagoner frunció el ceño.

—Supongo...

—¿Lo ves? —dijo Tim en tono de triunfo—. Presas. —Señaló el mapa del Auto Club—. Mira, hay centrales eléctricas y presas junto a la carretera, a partir de aquí y hasta la Sierra, y esas presas reventarán, pero algunas de las pequeñas centrales eléctricas seguirán ahí. Y yo sé bastante de electricidad para hacerlas funcionar si alguien puede construir la presa. Tenéis aquí un equipo completo de electricidad y construcción. Eso debe valer algo.

Tim mentía, pero no creía que aquellos hombres supieran lo bastante de electricidad para hacerle un examen. Y, por otra parte, conocía la teoría, aunque se le hubieran olvidado un poco los aspectos prácticos de los alternadores polifásicos.

Mark pareció pensativo.

—¡Maldita sea! —gritó Tim—. ¡Le di a Jellison cincuenta mil dólares cuando el dinero valía para algo! ¡Al menos puedes decirle que estoy aquí!

—Sí, déjame pensar en ello —dijo Mark.

Lo que Tim decía tenía sentido. Y aquel hombre había sido amigo de Harvey Randall. Si Hamner se hubiera marchado sin reconocerle, hubiera podido olvidar eso, pero no ahora. Harv lo descubriría y tal vez no le gustara. Y cincuenta mil dólares... Mark no había pasado mucho tiempo con el senador, pero Jellison estaba, en cierta forma, chapado a la antigua y tal vez pensara que eso era importante. Estaba también lo que Tim había dicho sobre las presas y las centrales eléctricas. Mark les hubiera dejado pasar, pero no podía. Los Christopher no se lo permitirían, pero todavía escucharían a Jellison.

Mark miró al hombre que acompañaba a Tim, un tipo robusto.

—¿Ha estado en el Ejército? —le preguntó.

—En los marines —dijo Wagoner.

—¿Sabe disparar?

—Todos los marines son primero fusileros. Sí.

—De acuerdo. Lo intentaré. —Mark regresó a la barricada—. Este tipo parece ser un viejo amigo del senador —dijo a los otros—. Iré a decírselo.

El guarda corpulento pareció pensativo. Tim contuvo el aliento.

—Puede esperar —dijo finalmente. Alzó la voz y añadió—: Pónganse al lado y quédense en el coche.

—De acuerdo. —Tim subió al vehículo. Lo apartaron de la carretera hasta dejarlo casi al borde de la cuneta—. Si viene alguien en plan de pelea, estaremos apartados de las balas perdidas.

Observó que Mark ponía en marcha una moto y se alejaba.

—¿Es probable que haya lucha? —preguntó Rosa Wagoner.

—No lo sé —respondió Tim, acurrucándose en el asiento—. Ahora vamos a esperar y a ver.

Eileen se rió. Imaginó a Tim tratando de poner en marcha un enorme generador.

—Toca madera —le dijo.

—Usted le conocía, yo no —dijo el senador Jellison—. ¿Es de alguna utilidad?

Harvey Randall se quedó un momento pensativo.

—Sinceramente no lo sé. Ha llegado hasta aquí y eso dice mucho en su favor. Es un superviviente.

—O ha tenido suerte —dijo Jellison—. Hamner, el Hamner-Brown.. No ha sido afortunado para el mundo. Sí ya sé que descubrir no es inventar. Mark, ¿dices que el otro tipo ha sido marine?

—Eso dice. Y lo parece, senador. Es cuanto sé.

—Seis personas más. Dos mujeres y dos niños. —Jellison reflexionó—. Harvey, ¿qué le parece ese proyecto de hacer que las plantas de electricidad funcionen de nuevo?

—La idea parece útil.

—Sí, pero, ¿puede hacerlo ese Hamner?

Harvey se encogió de hombros.

—La verdad es que no lo sé, senador. Es universitario. Debe saber algo, aparte de astronomía.

—Y yo estoy en deuda con él —dijo Jellison—. La cuestión es si le debo suficiente. Aquí podemos pasar hambre este invierno. —Se quedó de nuevo pensativo—. El tipo que descubrió el cometa. Eso me dice una cosa, que probablemente tiene paciencia. Y podemos establecer un puesto de vigilancia en lo alto del despeñadero, donde esté alguien que vigile de veras. Y tenemos un marine que tal vez construya presas o no. ¿Fue oficial o soldado raso, Mark?

—No lo sé, senador. Supongo que oficial, pero no podría asegurarlo.

—Sí. Bien, siempre me gustaron los marines. Mark, ve y dile al señor Hamner que hoy es su día de suerte.

El rostro de Mark lo dijo todo. Tim lo supo cuando Mark se acercó al coche.

Estaban a salvo. Después de todo lo ocurrido, estaban a salvo. A veces los sueños se convierten en realidad, aunque uno los cuente.

LA FORTALEZA: DOS

La importancia de la información es directamente proporcional a su eventualidad.

Tesis fundamental de la teoría de la información


Montar guardia no era algo que entusiasmara a Al Hardy, pero no tenía elección. Alguien tenía que vigilar, y los trabajadores del rancho eran más útiles en otros menesteres. Además, Hardy podía tomar decisiones en nombre del senador.

Ansiaba el fin de todo aquello. No creía que faltara mucho tiempo hasta que pudieran prescindir de guardas junto a la puerta del rancho. Ahora el bloqueo de la carretera detenía a la mayor parte de los intrusos, pero no a todos. Algunos llegaban andando desde el inundado valle de San Joaquín. Otros bajaban de Sierra Alta, y muchos forasteros habían llegado al valle antes de que los Christopher empezaran a cerrarlo. Muchos de ellos seguirían su camino sin que el senador se lo impidiera. Poder hablar con el senador era muy importante.

Sí, al viejo no le gustaba echar a la gente, y por ese motivo Al no permitía que muchos llegaran hasta él. Formaba liarte de su trabajo, como siempre: el senador decía que sí a la gente, y Al Hardy decía que no.

Si no los detenían, su número aumentaría de hora en hora, y el senador estaba muy ocupado. Si Al no montaba guardia lo harían Maureen y Charlotte, lo cual no serviría de nada. La caída del cometa sólo había tenido un aspecto positivo, y era que el movimiento femenino de liberación había desaparecido milésimas de segundo después del choque...

Al tenía que encargarse de un montón de papeleo. Hizo listas de los artículos que necesitaban, distribuyó las ocupaciones de la gente, elaboró los detalles de los proyectos generales ideados por el senador, y todo ello estaba detallado en los papeles que revisaba atentamente en el coche, deteniéndose sólo cuando veía que alguien se aproximaba al camino de acceso.

Era imposible distinguir a aquella gente. Todos los refugiados parecían iguales: semiahogados. medio muertos de hambre y peor cada día. Aquel sábado su aspecto era atroz. Cuando era el consejero político del senador Jellison, Al Hardy se había considerado un buen juez de los hombres. Pero ahora no había nada que juzgar. Tenía que recurrir al método de costumbre.

Aquellos espantapájaros ambulantes que habían llegado a pie, por ejemplo, acompañados de dos niños y con un tercero en brazos... Pero el hombre y la mujer afirmaron que eran médicos, y conocían la jerga... Eran especialistas. La mujer era psiquiatra, pero incluso ella tenía un diploma en práctica general, de manera que podía ofrecer unos servicios.

Otro refugiado errante era un gigante desabrido, ejecutivo de una cadena de televisión. Tuvieron que devolverlo a la carretera, y el tipo no dejó de blasfemar hasta que el compañero de Hardy vació un cargador a través de la ventanilla del coche.

Hubo incidentes más violentos, como el ocurrido con un hombre vestido con los restos de un buen traje, cortés y que hablaba un inglés muy correcto. Había sido concejal en una localidad del valle, y cuando bajó de su coche se acercó a Al y mostró la pistola escondida en el bolsillo de su impermeable.

—Levante las manos —dijo a modo de saludo.

—¿Está seguro de que quiere hacer las cosas de esta manera? —le preguntó Al.

—Sí. Lléveme dentro.

—De acuerdo.

Al levantó las manos y al instante se oyó un disparo y una bala atravesó la cabeza del concejal, pues, naturalmente, levantar la mano derecha era la señal convenida entre Al y el otro guarda oculto. Lástima que el concejal no hubiera leído a Kipling:

Sólo gracias a mí has cabalgado tanto tiempo vivo,

sin hallar una roca en veinte millas, ni un bosquecillo.

Pero uno de los míos estaba presto a disparar su arma,

y si hubiera alzado un poco mi mano

los feroces chacales tendrían un festín,

si hubiera inclinado la cabeza

el milano que ahora vuela sobre nosotros

se atracaría hasta que ya no pudiera volar...

Un camión pequeño subió por el sendero. Lo conducía un hombre delgado y peludo, con un bigote de guías caídas. Al pensó que sería de la región. Todo el mundo tenía pequeños camiones en aquellos contornos. Tal vez lo habría robado, pero en ese caso, ¿por qué iría con él al rancho del senador? Al bajó del coche y se acercó a la puerta de la valla, chapoteando en el agua embarrada.

Alvin Hardy dijo al recién llegado lo mismo que decía a todo el mundo.

—Enséñeme las manos. No estoy armado, pero hay un hombre con un rifle de mira telescópica al que usted no puede ver.

—¿Sabe ese hombre conducir un camión?

Al Hardy miró fijamente a aquel hombre.

—¿Qué?

—Lo primero es lo primero. —El hombre buscó en la saca que descansaba en el asiento de al lado—. Traigo el correo. Sólo hay una carta certificada, pero el senador tendrá que firmar el recibo. Y hay un oso muerto...

—¿Pero qué dice? —preguntó Al.

El método de costumbre no parecía surtir buenos efectos.

—Un oso muerto. Lo maté esta mañana. No tuve alternativa. Estaba durmiendo en el camión y un enorme brazo negro y peludo rompió el parabrisas y penetró en la cabina. Era enorme. Retrocedí cuanto pude, pero él siguió avanzando, así que cogí esta Beretta que encontré en el rancho Chicken y atravesé de un tiro un ojo del animal. Es un montón de carne y...

—¿Quién es usted? —quiso saber Al.

—¡Soy el maldito cartero! ¿Quiere prestar atención a lo que le digo? Hay ahí de ciento cincuenta a trescientos kilos de carne de oso, por no hablar de la piel, esperando que la recojan cuatro hombres fuertes con un camión, y si no lo hacen rápido va a empezar a estropearse. Yo no he podido mover ese oso, pero si envía un grupo a recogerla, tal vez impida que algunas personas se mueran de hambre. Y ahora necesito que el senador firme el recibo de esta carta. Y hágame caso, envíe a por el oso ahora mismo.

Aquello era excesivo para Al Hardy. Demasiado. No podía pensar más que en la pistola del cartero.

—Tendrá que darme esa Beretta y llevarme arriba —le dijo.

—¿Darle mi arma? ¿Por qué diablos tengo que hacerlo? —preguntó Harry—. Bueno, es igual, si eso le hace feliz. Tenga.

Le ofreció la pistola, que Al se apresuró a coger. Luego abrió la puerta.

—¡Dios mío, senador! ¡Es Harry! —gritó la señora Cox.

—¿Harry? ¿Quién es Harry?

El senador Jellison se levantó de la mesa cubierta de mapas, listas y diagramas, y se acercó a la ventana. Sí, allí estaba Al con otra persona, en un camión. Era un hombre barbudo y con un gran bigote, un tipo vestido de gris.

—¡El cartero! —gritó Harry al acercarse al porche.

La señora Cox fue corriendo a la puerta.

—¡Harry, no esperábamos verte de nuevo!

—Hola —dijo Harry—. Carta certificada para el senador Jellison.

Carta certificada. Secretos políticos de un mundo muerto que se estaba enterrando a sí mismo. Arthur Jellison fue hacia la puerta. Era el cartero, en efecto, Llevaba los restos de un uniforme del Servicio Postal y parecía un poco cansado.

—Pase —dijo Jellison, mientras se preguntaba qué diablos estaba haciendo aquel tipo.

—Senador, Harry mató un oso esta mañana —dijo Al Hardy—. Será mejor que envíe algunos hombres a recogerlo antes de que se lo coman los buitres.

—No irá usted con mi pistola —dijo Harry en tono indignado.

—Oh. —Hardy se sacó el arma de un bolsillo y la miró de un modo vacilante—. Es esta, senador —dijo, poniéndola Mi manos de su jefe. Luego salió a toda prisa, dejando a Jellison con el arma entre las manos y todavía más confundido.

—Creo que es usted la primera persona que ha sido capaz de aturdir a Hardy —dijo Jellison—. Venga aquí. ¿Visita todos los ranchos?

—Sí, señor.

—¿Y quién cree que va a pagarle ahora que...?

—La gente a la que llevo mensajes —dijo Harry—. Mis dientes.

La indirecta no se podía pasar por alto.

—Señora Cox, a ver si encuentra algo...

—En seguida —dijo la interpelada desde la cocina, y poco después apareció con una taza de café. Jellison observó que era una taza muy bonita, una de las mejores, y contenía un poco del último café del mundo. Estaba claro que la señora Cox tenía a Harry en alta estima.

Aquello al menos le decía algo positivo. Devolvió la pistola a su dueño.

—Lo siento. Hardy tenía instrucciones...

—Claro.

El cartero se guardó la pistola en un bolsillo. Tomó un sorbo de café y suspiró.

—Siéntese —dijo Jellison—. ¿Ha recorrido todo el valle?

—He estado en casi todos los sitios.

—Dígame pues cómo están las cosas...

—Creía que nunca iba a preguntármelo.

Harry había estado en casi todas partes. Contó su historia con sencillez, sin fiorituras. Había decidido limitarse a los hechos. Contó que la camioneta había volcado, que las líneas eléctricas y telefónicas habían sido derribadas. Que las carreteras estaban interrumpidas en diversos puntos y había que desviarse por tales y cuales lugares. Los Miller estaban bien, el Shire todavía funcionaba. Muchos Nombres estaba desierto cuando volvió con el camión, y los cadáveres... Pero no, iba demasiado deprisa. Contó el asesinato en el rancho de los Román. Jellison frunció el ceño y Harry fue hasta la mesa para señalar la situación del lugar en el gran mapa del condado.

—¿Y dice usted que no había rastro de los propietarios pero que alguien le disparó y mató a su acompañante?

—Exacto.

Jellison asintió. Había que tomar alguna iniciativa, pero primero tendría que hablar con los Christopher, hacerles compartir los riesgos de una acción policial.

—Y la gente de Muchos Nombres iban a visitarle —dijo Harry—. Fue ayer, antes de mediodía.

—Por aquí no han aparecido. Tal vez estén en el pueblo. ¿Qué tal la tierra por allí? ¿Había algo plantado?

—Poca cosa. Casi todo eran hierbajos —dijo Harry—. Pero tengo pollos. ¿Tiene usted pienso para pollos?

—¿Pollos?

¡Aquel tipo era una mina de información!

Harry le habló de los Sinanian y el rancho Chicken.

—Había montones de pollos, y me temo que se morirán de hambre o se los comerán los coyotes, así que podría servirse usted mismo. Yo sólo quiero unos cuantos. Había un gallo y espero que esté vivo. De lo contrario tendré que pedir uno prestado...

—¿Va a hacerse cargo de la granja? —preguntó Jellison.

Harry se estremeció.

—¡Oh, no, en absoluto! Pero me pareció que no estaría mal tener unos cuantos pollos alrededor.

—De modo que vuelve usted allí...

—Cuando termine la ruta —dijo Hardy—. Pararé en otros lugares durante el camino de regreso.

—¿Y luego, qué? —preguntó Jellison, aunque ya sabía la respuesta.

—A empezar de nuevo, naturalmente. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Exactamente lo que pensaba el senador.

—Señora Cox, ¿hay alguien que corra rápido y esté disponible?

—Mark —dijo ella, en tono reprobatorio. Aún no las tenía todas consigo con respecto a Mark.

—Mándele al pueblo para que averigüe lo ocurrido con esos turistas de Muchos Nombres. Tenían que haber venido a verme.

—De acuerdo —dijo ella, y salió murmurando algo.

Era preciso que los teléfonos volvieran a funcionar. La noche anterior su hija le habló de la posibilidad de montar un telégrafo. Había planos en uno de sus libros, y naturalmente todavía se podían utilizar los cables de las antiguas líneas telefónicas.

Después de dar el encargo a Mark, la señora Cox preparó el almuerzo. De momento tenían comida de sobras; restos de lo que enlataban, los últimos productos de la huerta, pero aquello no duraría mucho...

Harry había estado incluso fuera de los límites del valle. Siguió el recorrido de la carretera sobre el mapa.

—El rancho de Deke Wilson está en mi ruta —dijo a Jellison—. Está organizado más o menos como usted. Se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sudoeste.

—¿Y cómo se las arregló para entrar de nuevo en el valle? —le preguntó Jellison.

—Por la carretera del condado.

—Está bloqueada.

—Oh, sí. El señor Christopher está allí.

—¿Y cómo diablos le dejó pasar? —Nada de lo que le dijera Harry sorprendería ahora a Jellison.

—Le saludé con la mano y él me devolvió el saludo —explicó Harry—. ¿No tenía que dejarme pasar?

—Claro que sí —dijo Jellison, aunque aquello le parecía la tanto absurdo—. ¿Le contó usted todo esto?

—Todavía no —dijo Harry—. Había otras personas tratando de hablar con él. Además, estaba armado y en compañía de cuatro tipos imponentes. No parecía el momento adecuado para tener una charla amigable.

Jellison se enteró también de la inundación. El relato de Harry confirmaba lo que el senador ya sabía, que el valle de San Joaquín se había convertido en un gran mar ulterior, con una profundidad de treinta metros o más en algunos lugares, y que el agua lamía los bordes de las colinas. Las plantaciones de almendros habían sido desgajadas por los huracanes. Había muertos y moribundos por todas partes. Era casi seguro que se declararía una epidemia de tifus si alguien no hacía algo, ¿pero qué?

En aquel momento, Mark entró en la sala.

—Sí, señor, la gente de Muchos Nombres estuvo aquí ayer. Trataron de comprar comida, pero no se llevaron gran cosa. Supongo que habrán vuelto a su casa.

—Si es así, se morirán de hambre —comentó Harry.

—Invítales a la reunión en el pueblo —dijo Jellison—. Tienen tierras...

—Pero no tienen ni idea del trabajo agrícola —dijo Harry—. Se me olvidó decírselo. Esa gente está deseosa de trabajar, pero no saben qué están haciendo.

Arthur Jellison tomó otra nota. Lo que Harry contaba llenaba muchas lagunas de información.

—Y dice usted que Deke Wilson se ha organizado.

Aquello era también una noticia, y de una zona exterior al valle. Jellison decidió enviar a Al Hardy para que se entrevistara con Wilson. Era mejor estar en buenas relaciones con los vecinos. Mark podría llevar a Hardy en la moto.

Había muchas otras cosas que hacer. En lo más profundo de su ser, Arthur Jellison estaba cansado como jamás lo había estado en Washington. Pensó que tendría que tomarse las cosas con calma.


Kilómetros cúbicos de agua se han evaporado, y las nubes preñadas de lluvia envuelven la Tierra. Frentes fríos se forman en la base del Himalaya y tormentas de lluvia se abaten sobre la India nororiental, el norte de Birmania y las provincias chinas de Yunan y Sezuán. Los grandes ríos del Asia oriental, él Brahmaputra, el Irrawaddy, el Salween, el Mekong, el Yangtze y el Amarillo, tienen todos su origen en las laderas del Himalaya. Las inundaciones se extienden por los fértiles valles de Asia, y las lluvias siguen cayendo en las tierras altas. Las presas se rompen y las aguas se precipitan y avanzan hasta encontrarse finalmente con las revueltas aguas saladas impulsadas tierra adentro por las grandes olas y los tifones.

Mientras llueve en toda la Tierra, surge más vapor de los mares calientes, en tos puntos donde han chocado fragmentos del cometa. El agua no se eleva sola, sino acompañada de sal, tierra, polvo de roca y elementos evaporados de la corteza terrestre. Los volcanes lanzan más miles de millones de toneladas de humo y polvo que se elevan hacia la estratosfera.

A medida que el cometa Hamner-Brown se retira hacia el espacio profundo, la Tierra parece una perla brillante con ardientes puntos luminosos. El albedo terrestre ha cambiado. El calor y la luz del sol son reflejados en mayor medida hacia el espacio, alejándose de la Tierra. El cometa ha pasado, pero sus efectos permanecen. Algunos de ellos son temporales, como los maremotos que se originan todavía en las cuencas oceánicas, algunos de ellos en su tercer viaje; huracanes y tifones que azotan tierra y mar; las tormentas de lluvia que envuelven todo el planeta.

Otros efectos son más permanentes. En el Ártico, el agua cae en forma de nieve que no se fundirá en cientos de años.

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