Aunque en su ignorancia Rob J. consideraba un inconveniente verse obligado a permanecer junto a la casa paterna en compañía de sus hermanos y su hermana, esos serían sus últimos instantes seguros de bienaventurada inocencia. Recién entrada la primavera, el sol estaba lo bastante bajo para colar tibios lengüetazos por los aleros del techo de paja, y Rob J. se tumbó en el pórtico de piedra basta de la puerta principal para gozar de su calor.
Una mujer se abría paso sobre la superficie irregular de la calle de los Carpinteros. La vía pública necesitaba reparaciones, al igual que la mayoría de las pequeñas casas de los obreros, descuidadamente levantadas por artesanos especializados que ganaban su sustento erigiendo sólidas moradas para los más ricos y afortunados.
Estaba desgranando una cesta de frescos guisantes, e intentaba no perder de vista a los más pequeños, que quedaban a su cargo cuando mamá salía. William Steward, de seis, y Anne Mary, de cuatro, cavaban en el barro a un lado de la casa y jugaban juegos secretos y risueños. Jonathan Carter, de dieciocho meses, acostado sobre una piel de cordero, ya había comido sus papillas y eructado, y gorjeaba satisfecho. Samuel Edward, de siete años, había dado el esquinazo a Rob J. El astuto Samuel siempre se las ingeniaba para esfumarse en lugar de compartir el trabajo, y Rob, colérico, estaba pendiente de su regreso. Abría las legumbres de una en una, y con el pulgar arrancaba los guisantes de la cerosa vaina tal como hacía mamá, sin detenerse al ver que una mujer se acercaba a él en línea recta.
Las ballenas de su corpiño manchado le alzaban el busto de modo que a veces, cuando se movía, se entreveía un pezón pintado, y su rostro carnoso llamaba la atención por la cantidad de potingues que llevaba. Aunque Rob J. sólo tenía nueve años, como niño londinense sabía distinguir a una ramera.
– Ya hemos llegado. ¿Es esta la casa de Nathanael Cole?
Rob J. la observó con rencor porque no era la primera vez que las furcias llamaban a la puerta en busca de su padre.
– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó bruscamente, contento de que su padre hubiera salido a buscar trabajo y la fulana no lo encontrara; contento de que su madre hubiera salido a entregar bordados y se evitara esa vergüenza.
– Lo necesita su esposa, que me ha enviado.
– ¿Qué quiere decir con que lo necesita?
Las manos jóvenes y habilidosas dejaron de desgranar guisantes.
La prostituta lo observó con frialdad, ya que en su tono y en sus modales había captado la opinión que de ella tenía.
– ¿Es tu madre? -Rob J. asintió-. El parto le ha sentado mal. Está en los establos de Egglestan, cerca del muelle de los Charcos. Será mejor que busques a tu padre y se lo digas -añadió la mujer, y se fue.
El chico miró desesperado a su alrededor.
– ¡Samuel! -gritó, pero, como de costumbre, no se sabía dónde estaba el condenado Samuel, así que Rob recogió a William y a Anne Mary-. Willum, cuida de los pequeños -dijo, abandonó la casa y echó a correr.
Aquellos en cuya cháchara se podía confiar decían que el Año del Señor de 1021, año del octavo embarazo de Agnes Cole, pertenecía a Satán. Se había caracterizado por calamidades para el pueblo y monstruosidades de la naturaleza. El pasado otoño la cosecha se había marchitado en los campos a causa de las fuertes escarchas que congelaron los ríos. Hubo lluvias como nunca y, debido al rápido deshielo, el Támesis se desbordó y arrastró puentes y hogares. Cayeron estrellas que iluminaron los ventosos cielos invernales y se vio un cometa. En febrero la tierra tembló escandalosamente. Un rayo arrancó la cabeza de un crucifijo, y los hombres dijeron que Cristo y sus santos dormían. Corrió el rumor de que, durante tres días, de un manantial estuvo brotando sangre, y los viajeros comunicaron la aparición del diablo en bosques y lugares ignotos.
Agnes había dicho a su hijo mayor que no hiciera caso de habladurías, pero añadió, desasosegada, que si Rob J. veía u oía algo raro, debía hacer la señal de la cruz.
Ese año la gente ponía una pesada carga sobre los hombros de Dios, pues el fracaso de la cosecha había provocado penurias. Hacia más de cuatro meses que Nathanael no cobraba, y subsistía gracias a la habilidad de su esposa para crear magníficos bordados.
De recién casados, ella y Nathanael habían estado enfermos de amor y muy seguros del futuro; él pensaba hacerse rico como contratista y constructor. Pero el ascenso en el gremio de los carpinteros era lento y estaba en manos de comités de examen que estudiaban los proyectos sometidos a prueba como si cada trabajo estuviera destinado al Rey. Nathanael había pasado seis años como aprendiz de carpintero y el doble como oficial. En esos momentos debería haber sido aspirante a maestro carpintero, la clasificación profesional imprescindible para ser contratista. Sin embargo, el proceso de convertirse en maestro requería energías y prosperidad, y Nathanael estaba demasiado desalentado para intentarlo.
Sus vidas seguían girando en torno al gremio, pero ahora incluso les fallaba la Corporación de Carpinteros de Londres, ya que cada mañana Nathanael se presentaba en la cofradía y sólo comprobaba que no había trabajo.
En compañía de otros desesperados, buscaba evadirse a través de un brebaje que denominaban pigmento: un carpintero llevaba miel, otro unas pocas especias, y en la corporación siempre había una jarra de vino a mano.
Las esposas de los carpinteros le contaron a Agnes que, a menudo, uno de los hombres salía y regresaba con una mujer, que sus desocupados maridos se turnaban en medio de la embriaguez.
Pese a sus debilidades, Agnes no podía apartarse de Nathanael; estaba demasiado apegada a los deleites carnales. Él mantenía su vientre abultado, la llenaba con un hijo en cuanto se vaciaba, y cuando se acercaba la hora del parto evitaba el hogar. Su vida se ajustaba casi exactamente a las espantosas predicciones que hizo su padre cuando, preñada ya de Rob J., contrajo matrimonio con el joven carpintero que se había trasladado a Watford para colaborar en la construcción del granero de los vecinos. Su padre había echado las culpas a su instrucción, diciendo que la educación llenaba a la mujer de desatinos lascivos.
Su padre había sido propietario de una pequeña granja, que le fue dada por Ethelred de Wessex en lugar de la paga por sus servicios militares. Fue el primer miembro de la familia Kemp que se convirtió en pequeño terrateniente. Walter Kemp hizo instruir a su hija con la esperanza de que contrajera matrimonio con un terrateniente, ya que a los propietarios de grandes fincas les resultaba práctico contar con una persona de confianza que supiera leer y sumar, y ¿por qué no una esposa? Se amargó al ver que su hija hacía un matrimonio humilde y de mujerzuela. El pobre ni siquiera pudo desheredarla. Cuando murió, su minúscula propiedad revertió a la Corona para cubrir impuestos atrasados.
Pero las ambiciones del padre habían determinado la vida de la hija. Los cinco años más felices en la memoria de Agnes fueron los que paso de niña en la escuela del convento. Las monjas llevaban zapatos morados, túnicas blancas y violeta y velos delicados como nubes. Le enseñaron a leer y escribir, nociones de latín para comprender el catecismo, a cortar telas, a hacer costuras invisibles y a crear encajes con hilos de oro, tan elegantes que eran requeridos en Francia, donde los conocían como labores inglesas.
Las "tonterías" que había aprendido con las monjas ahora daban de comer a los suyos.
Esa mañana pensó si iba o no a repartir sus encajes con hilos de oro. Estaba muy próxima al parto y se sentía enorme y pesada, pero en la despensa quedaba muy poco. Era menester acudir al mercado de Billingsgate a comprar harina, y para ello necesitaba el dinero que le pagaría el exportador de encajes que vivía en Southwark, al otro lado del río. Cogió su hatillo y bajó lentamente por la calle del Támesis hacia el puente de Londres.
Como de costumbre, la calle del Támesis estaba atestada de bestias de carga y de estibadores que trasladaban mercancías entre los almacenes cavernosos y el bosque de palos de embarcaciones atracadas en los muelles. La algarabía la inundó como la lluvia después de la sequía. A pesar de todas las dificultades, se alegraba de que Nathanael la hubiera sacado de Watford y de la granja. ¡Amaba tanto aquella ciudad!
– ¡Hijo de puta! Regresa y devuélveme mi dinero. ¡Devuélvemelo! -gritó una mujer furiosa a alguien que Agnes no pudo ver.
Las madejas de risa se mezclaban con cintas de palabras en lenguas extranjeras. Se arrojaban maldiciones cual afectuosas bendiciones.
Pasó junto a esclavos harapientos que arrastraban lingotes de arrabio hacia los barcos que esperaban. Los perros ladraban a los desgraciados que resollaban sobre sus cargas brutales, mientras las gotas de sudor perlaban sus cabezas rapadas. Percibió el olor a ajo de sus cuerpos sucios, el hedor metálico del arrabio y luego un aroma más acogedor procedente de una carretilla, junto a la cual un hombre pregonaba pastelillos de carne. Aunque se le hizo agua la boca, llevaba una sola moneda en el bolsillo y en casa tenía niños hambrientos.
– ¡Pastelillos que saben a dulce pecado! -ofrecía el hombre-. ¡Buenos y calientes!
El puerto despedía olor a resina de pino y cuerdas embreadas calentadas por el sol. Se llevó la mano al vientre mientras caminaba y notaba que su bebe se movía, flotando en el océano contenido entre sus caderas. En la esquina, un grupo de marineros con flores en los gorros cantaba vigorosamente mientras tres músicos tocaban el pifano, el tambor y el arpa. Al pasar junto a ellos vio a un hombre apoyado en un carro de extraño aspecto en el que figuraban los signos del zodiaco. Rondaba los cuarenta años. Empezaba a perder el pelo que, al igual que su barba, era de color castaño oscuro. Sus facciones resultaban atractivas; habría sido más apuesto que Nathanael de no ser porque estaba gordo. Su rostro era rubicundo y su vientre abultaba tanto como el de ella. Su corpulencia no le repugnó; por el contrario, la desarmó, le encantó e intuyó que allí residía un espíritu amistoso y festivo, apegado a los placeres de la vida. Sus ojos azules despedían un destello y una chispa que hacían juego con la sonrisa de Agnes.
– Linda señora, ¿quiere ser mi muñeca? -propuso el hombre.
Sobresaltada, Agnes miró a su alrededor para ver a quién se dirigía el hombre, pero allí no había nadie más.
– ¡Ja, ja!
Normalmente habría congelado a la gentuza con la mirada y se habría olvidado del hombre, pero Agnes tenía sentido del humor, disfrutaba con un hombre que también lo poseía, y esto era demasiado bueno para perdérselo.
– Estamos hechos el uno para el otro. Señora mía, moriría por usted -la llamó ardientemente.
– No es necesario; Cristo ya lo ha hecho, señor -replicó.
Agnes alzó la cabeza, cuadró los hombros y se alejó con un contoneo seductor, precedida por la enormidad de su vientre preñado, sumándose a las risas del hombre.
Hacía mucho tiempo que un hombre no alababa su feminidad, incluso en broma, y el diálogo absurdo le levantó el ánimo mientras avanzaba por la calle del Támesis. Aún sonriente, se acercaba al muelle de los Charcos cuando el dolor la atravesó.
– Madre misericordiosa… -murmuró.
El dolor volvió a golpearla; comenzó en el vientre pero dominó su mente y todo su cuerpo, de modo tal que no pudo continuar en pie. La bolsa de agua reventó cuando cayó sobre los adoquines de la vía pública.
– ¡Socorro! -gritó-. ¡Que alguien me ayude!
El gentío londinense se reunió de inmediato, impaciente por ver qué ocurría, y Agnes se vio rodeada. En medio de la bruma del dolor percibió el círculo de rostros que la contemplaban.
Agnes gimió.
– ¡Ya está bien, bastardos! -protestó un transportista-. Dejadle sitio para respirar y permitid que ganemos el pan nuestro de cada día. Sacadla de la calle para que nuestros carros puedan pasar.
La trasladaron a un sitio oscuro y fresco, que olía intensamente a estiércol. Durante el traslado, alguien se largó con el hatillo de encajes con hilos de oro. En la penumbra, enormes figuras se movían y se balanceaban. Una pezuña golpeó una tabla con un brusco estampido y se oyó una estentórea protesta.
– ¿Qué significa esto? No, no podéis dejarla aquí -dijo una voz quejumbrosa.
La voz pertenecía a un hombrecillo melindroso, barrigudo y con huecos entre los dientes; al ver sus botas y su gorro de encargado de caballos y mulas, Agnes reconoció a Geoff Egglestan y supo que se encontraba en sus establos. Hacia más de un año, Nathanael había reconstruido unos pesebres allí, y Agnes lo recordó.
– Maestro Egglestan -dijo débilmente-. Soy Agnes Cole, esposa del carpintero al que conoce.
Agnes creyó ver una mueca de disgusto en su expresión, y la hosca certeza de que no podía rechazarla.
El gentío se apiñó detrás de Egglestan, con los ojos encendidos de curiosidad.
Agnes jadeó.
– Por favor, ¿tendrá alguien la amabilidad de ir a buscar a mi marido? -preguntó.
– No puedo dejar mi negocio -masculló Egglestan-. Tendrá que ir otro.
Nadie se movió ni habló.
Agnes se llevó la mano al bolsillo y busco la moneda.
– Por favor -repitió y mostró el dinero.
– Cumpliré con mi deber cristiano -dijo de inmediato una mujer que, evidentemente, era una buscona.
Sus dedos rodearon la moneda como una garra.
El dolor era insoportable; un dolor nuevo y distinto. Estaba acostumbrada a las contracciones intermitentes. Sus partos habían sido relativamente difíciles después de los dos primeros embarazos, pero, en el proceso, se había ensanchado. Había sufrido abortos antes y después del alumbramiento de Anne Mary, pero tanto Jonathan como la niña abandonaron fácilmente su cuerpo después de romper aguas, como simientes resbaladizas que se aprietan entre dos dedos. En los cinco partos jamás había sentido algo semejante.
"Dulce Agnes -dijo en medio del embotado silencio-. Dulce Agnes que auxilias a los corderos, auxíliame."
Durante el parto siempre rezaba a su santa, y Santa Agnes la ayudaba, pero esta vez el mundo entero era un dolor continuo y el niño proseguía en su interior como un enorme tapón.
Finalmente, sus gritos discordantes llamaron la atención de una comadrona que pasaba por allí; una arpía que estaba algo más que ligeramente borracha y que, con maldiciones, echó a los mirones de los establos. Luego se volvió y observó a Agnes con ascos.
– Los condenados hombres la arrojaron a la mierda -murmuró.
No había un sitio mejor al que trasladarla. La partera levanto las faldas de Agnes por encima de la cintura y corto la ropa interior; delante de las partes pudendas abiertas, apartó con las manos el estiércol color paja del suelo y luego se las limpio en el mugriento delantal.
Del bolsillo sacó un frasco de manteca de cerdo ya oscurecida por la sangre y los jugos de otras mujeres. Extrajo un poco de grasa rancia, se frotó las manos, como si se las lavara, hasta lubricarlas, e introdujo dos dedos, luego tres y por ultimo la mano entera en el dilatado orificio de la mujer doliente, que ahora aullaba como un animal.
– Le dolerá el doble, señora -comentó la comadrona segundos después, y se engrasó los brazos hasta los codos-. Si se lo propusiera, el muy granuja podría morderse los dedos de los pies. Viene de culo.
Rob J. había echado a correr hacia el muelle de los Charcos, pero se dio cuenta de que debía buscar a su padre y torció hacia el gremio de los Carpinteros, como sabía que tenía que hacer el hijo de cualquier cofrade cuando surgían problemas.
La Corporación de Carpinteros de Londres se encontraba al final de la calle de los Carpinteros, en una vieja estructura de zarzo y argamasa barata, un armazón de postes intercalados con mimbres y ramas, cubierto por una gruesa capa de mortero que había que renovar cada pocos años. En el interior de la espaciosa sala había unos doce hombres con los jubones de cuero y los cintos de herramientas típicos de su oficio, sentados en toscas sillas y delante de mesas fabricadas por la comisión directiva del gremio. Reconoció a algunos vecinos y miembros de la Decena de su padre, pero no vio a Nathanael.
El gremio lo era todo para los carpinteros de Londres: oficina de empleo, dispensario, sociedad de entierros, centro social, organización de socorro en tiempos de desempleo, árbitro, servicio de colocaciones y salón de contrataciones, lugar de influencia política y fuerza moral. Se trataba de una sociedad cerradamente organizada y compuesta por cuatro divisiones de carpinteros denominadas Centenas. Cada Centena constaba de diez Decenas, que se reunían por separado y más íntimamente. Sólo cuando la Decena perdía a un miembro por causa de muerte, enfermedad prolongada o una nueva colocación, en el gremio ingresaba un nuevo miembro como aprendiz de carpintero, por lo general procedente de una lista de espera que incluía los nombres de los hijos de los miembros. La palabra del jefe carpintero era tan definitiva como la de la realeza, y hacia este personaje, Richard Bukerel, se acercó deprisa Rob.
Bukerel tenía los hombros encorvados, como doblados por las responsabilidades. Todo en él parecía sombrío. Su pelo era negro; sus ojos, del color de la corteza de roble madura; sus apretados pantalones, la túnica y el jubón, de tela de lana áspera teñida por ebullición con cáscaras de nuez; y su piel tenía el color del cuero curtido, bronceada por los soles de la construcción de mil casas. Se movía, pensaba y hablaba con decisión, y ahora escuchaba a Rob atentamente
– Muchacho, Nathanael no está aquí.
– Maestro Bukerel, ¿sabes dónde lo puedo encontrar?
Bukerel titubeó.
– Discúlpame, por favor -dijo por último y se acercó a varios hombres que estaban sentados.
Rob sólo oyó alguna palabra ocasional o una frase susurrada.
– ¿Está con esa zorra? -murmuró Bukerel. En segundos, el jefe carpintero regresó junto a Rob y dijo-: Sabemos dónde encontrar a tu padre. Ve deprisa junto a tu madre, pequeño. Recogeremos a Nathanael y te seguiremos en seguida.
Rob le expresó su agradecimiento y se fue corriendo.
Ni siquiera hizo un alto para cobrar aliento. Se dirigió hacia el muelle de los Charcos eludiendo carros de carga, evitando borrachos y serpenteando entre el gentío. A mitad de camino vio a su enemigo, Anthony Tite, con quien el año anterior había librado tres feroces peleas. Anthony tomaba el pelo a unos esclavos estibadores con la ayuda de un par de sus compinches, las ratas del puerto.
"Ahora no me hagas perder tiempo, pequeño bacalao -pensó Rob fríamente-. Inténtalo, Tony el Meón, y realmente acabaré contigo."
Del mismo modo que algún día acabaría con su puñetero padre.
Vio que una de las ratas del puerto lo señalaba para que Anthony lo viera, pero Rob ya había pasado junto a ellos y seguía su camino.
Estaban sin aliento y con agujetas en un costado cuando llegó a los establos de Egglestan y vio que una vieja desconocida le ponía los pañales a un recién nacido.
La cuadra apestaba a cagajones de caballo y a la sangre de su madre. Esta yacía tendida en el suelo. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.
Rob se sorprendió ante su pequeñez.
– ¿Mamá?
– ¿Eres su hijo?
Asintió, hinchando su delgado pecho.
La vieja carraspeo y escupió.
– Déjala descansar -dijo.
Cuando papá llegó, apenas dirigió una mirada a Rob J. Trasladaron a mamá a casa, en compañía del recién nacido, en un carro lleno de paja que Bukerel le había pedido prestado a un constructor. El niño, pues se trataba de un varón, sería bautizado con el nombre de Roger Kemp Cole.
Después de parir un nuevo hijo, mamá siempre había mostrado el bebé a sus vástagos con orgullo burlón. Ahora permaneció tendida y con la vista fija en el techo de paja.
Al final, Nathanael llamó a la viuda Hargreaves, que vivía al lado.
– Ni siquiera puede amamantar al mío -le dijo.
– Es posible que se le pase -respondió Della Hargreaves.
La viuda conocía a un ama de cría y, para gran alivio de Rob J., se llevó al bebe. Él ya tenía más que suficiente con ocuparse de los otros cuatro.
Aunque Jonathan Carter había aprendido a usar el orinal, ahora que le faltaban las atenciones de su madre parecía haberlo olvidado.
Papá se quedó en casa. Rob J. apenas le dirigió la palabra y se las ingenió para eludirlo.
Echaba de menos las lecciones de las mañanas, ya que mamá había logrado que parecieran un juego divertido. Sabía que no existía otra persona tan llena de calidez y amorosas travesuras, tan paciente con su tardanza en memorizar.
Rob encomendó a Samuel que mantuviera a Willum y a Anne Mary fuera de casa. Esa noche Anne Mary lloró porque quería una nana. Rob la abrazó y la llamó su doncella Anne Mary, su tratamiento preferido. Por último entonó una canción sobre conejos suaves y cariñosos y pajaritos plumosos en su nido, Ira la la, contento de que Anthony Tite no fuera testigo de su ternura. Su hermana tenía las mejillas más redondas y la carne más blanda que mamá, aunque esta siempre decía que Anne Mary poseía las facciones y las características de los Kemp, incluido el modo en que entreabría la boca al dormir.
Al segundo día mamá tenía mejor aspecto, pero el padre dijo que el rubor que teñía sus mejillas se debía a la fiebre. Como temblaba, la cubrieron con más mantas.
La tercera mañana Rob fue a darle un vaso de agua y se sorprendió por el calor de su rostro. Mamá le palmeo la mano.
– Mi Rob J. -susurró-, tan varonil…
Su aliento olía muy mal y respiraba muy rápidamente.
Cuando Rob le cogió la mano, algo se transmitió del cuerpo de la mujer a la mente del chico. Fue una revelación: supo con absoluta certeza lo que a su madre le ocurriría. No pudo llorar ni gritar. Se le erizaron los pelos de la nuca. Sintió un terror absoluto. No podría haberle hecho frente si hubiera sido adulto, y sólo era un niño.
En medio de su horror, apretó la mano de mamá y le provocó dolor. El padre lo vio y le dio un coscorrón.
A la mañana siguiente, la madre había muerto.
Nathanael Cole se sentó y lloró, lo que asustó a sus hijos, que aún no habían asimilado la realidad de que mamá se había ido para siempre. Nunca habían visto llorar a su padre y, pálidos y vigilantes, se apiñaron uno junto al otro.
El gremio se hizo cargo de todo.
Llegaron las esposas. Ninguna había sido intima de Agnes porque su educación la había convertido en una criatura sospechosa. Pero ahora las mujeres perdonaron su capacidad de leer y escribir y prepararon el cadáver para el entierro. A partir de entonces, Rob odió el olor a romero. Si hubieran corrido tiempos mejores, los hombres se habrían presentado por la noche, después del trabajo, pero había muchos parados y aparecieron temprano.
Hugh Tite, que era padre de Anthony y se le parecía, llegó en representación de los porta ataúdes, una comisión permanente que se reunía a fin de fabricar los féretros para los agremiados difuntos.
Palmeó el hombro de Nathanael.
– Tengo guardadas suficientes tablas de pino duro. Sobraron del trabajo del año pasado en la taberna de Bardwell. ¿Recuerdas que era una madera muy bonita? Ella tendrá lo que se merece.
Hugh era un jornalero semicualificado y Rob había oído a su padre hablar desdeñosamente de él por no saber cuidar sus herramientas, pero ahora Nathanael asintió atontado y se entregó a la bebida.
El gremio había proporcionado alcohol en abundancia, ya que un velatorio era la única ocasión en que se justificaban la embriaguez y la gula. Además de sidra y cerveza de cebada, había cerveza dulce y una mezcla denominada traspié, hecha mezclando agua con miel, dejando fermentar la solución seis semanas. También había pigmento, amigo y consuelo de los carpinteros, un vino condimentado con moras llamado morat e hidromiel con especias.
Se presentaron cargados con brazadas de codornices y perdices asadas, diversos platos de liebre y venado fritos o al horno, arenque ahumado, truchas y platijas recién pescadas y hogazas de pan de cebada.
El gremio ofreció una contribución de dos peniques para limosnas en nombre de la bendita memoria de Agnes Cole, y proporcionó portaféretros que encabezaron el cortejo hasta la iglesia, y cavadores que prepararon la fosa. Una vez en la iglesia de San Botolph, un sacerdote apellidado Kempton entonó distraídamente la misa y confió a mamá a los brazos de Jesús, al tiempo que los miembros del gremio recitaban dos salterios por su alma.
Fue enterrada en el camposanto, delante de un tejo joven.
Al regresar a casa, las mujeres ya habían calentado y preparado el banquete fúnebre, y la gente comió y bebió durante horas, liberada de su destino de pobreza por la muerte de una vecina. La viuda Hargreaves se sentó con los niños, les fue dando los mejores bocados y armó gran alharaca. Los abrazó entre sus senos profundos y perfumados, donde se retorcieron y palidecieron. Pero cuando William se sintió mal, fue Rob quien lo llevó a la parte de atrás de la casa y le sostuvo la cabeza mientras se doblaba y vomitaba. Después, Della Hargreaves palmeó la cabeza de Willum y dijo que era una pena, pero Rob sabía que había atosigado al niño con un plato de su propia factura, y durante el resto del banquete mantuvo a sus hermanos lejos de la anguila en conserva de la viuda.
Aunque Rob sabía lo que significaba la muerte, seguía esperando que mamá volviera a casa. Algo en su interior no se habría sorprendido demasiado si mamá hubiera abierto la puerta y entrado en casa, con provisiones del mercado o dinero del exportador de encajes de Southwark.
"La lección de historia, Rob."
"¿Cuáles fueron las tres tribus germánicas que invadieron Britania en los siglos V y Vl después de Cristo?"
"Los anglos, los jutos y los sajones, mamá."
"¿De dónde venían, cariño?"
"De Germania y Dinamarca. Conquistaron a los britones de la costa Este y fundaron los reinos de Northumbrta, Mercia y Eastanglia."
"¿Qué vuelve tan inteligente a mi hijo?"
"¿Una madre inteligente?"
"¡Ja, ja! Aquí tienes un beso de tu madre inteligente. Y otro beso porque tienes un padre inteligente No olvides jamás a tu padre inteligente…"
Para gran sorpresa de Rob, su padre se quedó. Daba la sensación de que Nathanael quería hablar con los niños, pero era incapaz de hacerlo. Pasaba la mayor parte del tiempo reparando el techo de paja. Algunas semanas después del funeral, a medida que la parálisis iba desapareciendo y Rob empezaba a comprender lo distinta que sería su vida, por fin su padre consiguió trabajo.
El barro de la ribera londinense es marrón y profundo, un lodo blando y pegajoso que sirve de hogar a unos gusanos de los barcos llamados teredos.
Los gusanos habían hecho estragos en las maderas, horadándolas a lo largo de los siglos e infestando los embarcaderos, por lo que había que reemplazar algunos. Era un trabajo pesado que no tenía nada que ver con la construcción de bonitos hogares, pero, en medio de sus penurias, Nathanael lo aceptó con mucho gusto.
A pesar de que era un mal cocinero, las responsabilidades de la casa recayeron en Rob J. A menudo Della Hargreaves llevaba alimentos o preparaba una comida, sobre todo si Nathanael estaba en casa, ocasiones en que se tomaba la molestia de perfumarse y de mostrarse bondadosa y considerada con los críos. Era robusta pero atractiva, de tez rojiza, pómulos altos, barbilla puntiaguda y manos pequeñas y rollizas que usaba lo menos posible para trabajar. Rob siempre había cuidado de sus hermanos, pero ahora se convirtió en su única fuente de atenciones, y ni a él ni a ellos les gustaba. Jonathan Carter y Anne Mary lloraban constantemente. William Steward había perdido el apetito y era un chiquillo de cara cansada y ojos muy abiertos. Samuel Edward estaba más descarado que nunca y lanzaba palabrotas a Rob J. con tanto regocijo que al mayor no le quedó más remedio que abofetearlo.
Procuró hacer al pie de la letra lo que pensó que ella habría hecho.
Por las mañanas, después que el pequeño tomaba su papilla y los demás recibían pan de cebada y algo de beber, Rob J. limpiaba el hogar bajo el agujero redondo para el humo, por el que, cuando llovía, caían gotas siseantes al fuego. Tiraba las cenizas en la parte trasera de la casa y luego barría los suelos. Quitaba el polvo de los pocos muebles de las tres habitaciones. Tres veces por semana iba al mercado de Billingsgate para comprar las cosas que mamá lograba llevar a casa en un único viaje semanal. La mayoría de los dueños de los puestos lo conocían. La primera vez que fue solo, algunos hicieron un pequeño regalo a la familia Cole como muestra de condolencia: unas manzanas, un trozo de queso, la mitad de un pequeño bacalao curado en sal… Pero a las pocas semanas se habían acostumbrado a su presencia, y Rob J. regateaba aún más ferozmente que mamá, por temor a que se les ocurriera aprovecharse de un niño. De vuelta en casa, siempre arrastraba los pies, pues no estaba dispuesto a recibir de manos de Willum la carga de los niños.
Mamá había querido que ese mismo año Samuel empezara la escuela. Se enfrentó a Nathanael y lo convenció de que permitiera a Rob estudiar con los monjes de San Botolph. Durante dos años, Rob había ido andando diariamente a la escuela parroquial, hasta que se vio en la necesidad de quedarse en casa para que mamá pudiera estar libre y hacer los encajes. Ahora ninguno asistiría a la escuela, porque su padre no sabía leer ni escribir y opinaba que la educación era una pérdida de tiempo. Rob echaba de menos la escuela. Atravesaba a pie los barrios ruidosos de casas baratas y apiladas, y apenas recordaba que antaño su preocupación principal eran los juegos infantiles y el espectro de Tony Tite el Meón. Anthony y sus cohortes lo dejaban pasar sin perseguirlo, como si haber perdido a su madre le diera inmunidad.
Una noche su padre le dijo que trabajaba bien.
– Siempre has sido maduro para tu edad -comentó Nathanael casi con desaprobación.
Se miraron incómodos, pues tenían muy poco más que decirse. Si Nathanael pasaba el tiempo libre con fulanas, Rob J. no estaba enterado. Aún odiaba a su padre cuando pensaba cómo le había ido a mamá en la vida, pero sabía que Nathanael luchaba de un modo que ella habría admirado.
Fácilmente podría haber entregado a sus hermanos a la viuda, pero vigilaba expectante las idas y venidas de Della Hargreaves, ya que las chanzas y las risillas de los vecinos le habían hecho saber que era candidata a convertirse en su madrastra. Se trataba de una mujer sin hijos, cuyo marido, Lanning Hargreaves, también carpintero, había muerto quince meses antes, cuando le cayó una viga encima. Era costumbre que cuando una mujer moría y dejaba hijos pequeños, el viudo contrajera nuevo matrimonio en seguida, y no llamó la atención que Nathanael pasara ratos a solas en casa de Della. De todos modos, esos encuentros eran breves, pues por lo general Nathanael estaba demasiado cansado. Los enormes pilotes y tablones utilizados en la construcción de los embarcaderos debían cortarse en línea recta a partir de leños de roble negro, y hundirse en el fondo del río durante la bajamar. Nathanael trabajaba sometido al frío y la humedad. Al igual que el resto de su cuadrilla, desarrolló una tos seca y cavernosa, y siempre volvía con dolor de huesos. De las honduras del agitado y pegajoso Támesis extrajeron fragmentos de historia: una sandalia romana de cuero, con largas tiras para los tobillos; una lanza rota, restos de alfarería… Llevó a casa, para Rob J., un pedazo de pedernal trabajado; afilada como un cuchillo. La punta de flecha había aparecido a veinte pies de profundidad.
– ¿Es romana? -preguntó Rob impaciente.
Su padre se encogió de hombros.
– Tal vez sea sajona.
No existió la menor duda acerca del origen de la moneda encontrada pocos días más tarde.
Una noche su padre tenía una flema viscosa que no podía expulsar y respiraba con creciente dificultad.
Al clarear el día Rob fue corriendo a la casa vecina en busca de la viuda, pero Della Hargreaves se negó a acudir.
– Me pareció que eran aftas. Y las aftas son altamente contagiosas -dijo, y cerró la puerta.
Como no tenía a donde apelar, Rob se dirigió una vez más al gremio. Richard Bukerel lo escuchó atentamente, lo siguió hasta su casa y se sentó un rato al pie de la cama de Nathanael, fijándose en su rostro encendido y oyendo el jadeo de su respiración.
La salida fácil habría consistido en llamar a un sacerdote. El clérigo poco podría haber hecho, salvo encender cirios y rezar, y Bukerel le podría haber dado la espalda sin temor a ser criticado. Desde hacía años era un constructor de éxito, pero estaba perdido en tanto jefe de la Corporación de Carpinteros de Londres, e intentaba administrar un magro erario para conseguir mucho más de lo posible.
Sin embargo, sabía lo que le ocurriría a aquella familia si no sobrevivía uno de los progenitores, por lo que se fue corriendo y utilizó los fondos del gremio para contratar los servicios de Thomas Ferraton, médico.
Esa noche, su esposa reprendió a Bukerel:
– ¿Un médico? ¿Se da el caso de que súbitamente Nathanael Cole forma parte de la pequeña aristocracia o de la nobleza? Si un cirujano corriente y moliente es lo bastante bueno para ocuparse de cualquier otro pobre de Londres, ¿por qué Nathanael Cole necesita un médico, que nos saldrá caro?
Bukerel sólo pudo musitar una excusa porque su esposa tenía razón.
Sólo los nobles y los mercaderes ricos pagaban los costosos servicios de los médicos. El vulgo apelaba a los cirujanos, y a veces un trabajador pagaba medio penique a un cirujano barbero para que le sangrara o le diera un tratamiento de dudosa eficacia. En opinión de Bukerel, los sanadores no eran más que condenadas sanguijuelas que hacían más mal que bien. Empero, había querido proporcionar a Cole hasta la ultima oportunidad, y en un momento de debilidad llamó al médico, gastando así las cuotas aportadas con esfuerzo por los honrados carpinteros.
Cuando Ferraton acudió a casa de Cole, se había mostrado optimista y seguro; daba una tranquilizadora imagen de prosperidad. Sus pantalones ceñidos estaban maravillosamente cortados, y los puños de su camisa llevaban encajes de adorno que instantáneamente produjeron angustia en Rob, ya que le recordaron a mamá. La túnica acolchada de Ferraton, de la mejor lana, estaba manchada de sangre seca y vomito; según creía con orgullo, eran un honroso anuncio de su profesión.
Nacido rico -su padre había sido John Ferraton, mercader en lanas-, Ferraton estuvo de aprendiz con un médico llamado Paul Willibald, cuya próspera familia fabricaba y vendía magnificas hojas cortantes. Willibald había tratado a pacientes acaudalados y, una vez cumplido su aprendizaje, Ferraton también se dedicó a ejercer la profesión. Los pacientes nobles quedaban fuera del alcance del hijo de un mercader, pero se sentía a sus anchas con los burgueses, con quienes compartía una comunidad de actitud e intereses. Jamás aceptó a sabiendas a un paciente de la clase trabajadora, pero supuso que Bukerel era el mensajero de alguien mucho más importante. De inmediato reconoció a un paciente despreciable en Nathanael Cole, pero como no quería provocar un conflicto, decidió acabar lo antes posible la desagradable tarea.
Tocó delicadamente la frente de Nathanael, lo miró a los ojos y le olió el aliento.
– Bueno, se le pasará -declaró.
– ¿Qué tiene? -preguntó Bukerel, pero Ferraton no replicó.
Instintivamente, Rob sintió que el médico no lo sabía.
– Tiene la angina -dijo por último Ferraton, y señaló las llagas blancas en la garganta carmesí de su padre-. Ni más ni menos que una inflamación supurante de naturaleza transitoria.
Hizo un torniquete en el brazo de Nathanael, lo abrió hábilmente con la lanceta y dejó salir una copiosa cantidad de sangre.
– ¿Y si no mejora? -inquirió Bukerel.
El médico frunció el ceño. No estaba dispuesto a poner de nuevo los pies en aquella casa de gente inferior.
– Será mejor que vuelva a sangrarlo para cerciorarme -respondió y le cogió el otro brazo.
Dejó un frasquito de calomelano liquido mezclado con junco carbonizado, y cobró a Bukerel por separado la visita, las sangrías y la medicina.
– ¡Sanguijuela! ¡Fatuo! ¡Abusón! -masculló Bukerel mientras Ferraton se alejaba.
El jefe carpintero prometió a Rob que enviaría a una mujer para que cuidara de su padre.
Pálido y sangrado, Nathanael yacía inmóvil. Varias veces confundió al niño con Agnes e intentó cogerle la mano, pero Rob recordó lo sucedido durante la enfermedad de su madre, y se apartó.
Avergonzado, un rato después regresó a la cabecera del lecho de su padre. Cogió la mano de Nathanael, encallecida por el trabajo, y reparó en las uñas rotas y endurecidas, la mugre adherida y el vello negro y rizado.
Ocurrió como la vez anterior. Tuvo conciencia de una disminución, como la llama de una vela que parpadea. No le cupo duda alguna de que su padre estaba agonizando, y de que iba a morir muy pronto. Sintió entonces un terror mudo idéntico al que lo había dominado cuando mamá estaba al borde de la muerte.
Más allá de la cama estaban sus hermanos. Era un chico joven pero muy inteligente, y un apremio practico inmediato se sobrepuso a su dolor y a la agonía de su miedo.
Sacudió el brazo de su padre.
– Y ahora, ¿qué será de nosotros? -preguntó en voz alta, pero nadie respondió.
Como el que había muerto era un miembro del gremio en lugar de una persona a su cargo, la Corporación de Carpinteros pagó el canto de cincuenta salmos. Dos días después del funeral, Della Hargreaves se trasladó a vivir con su hermano a Ramsey. Richard Bukerel llevó a Rob aparte para hablar con él.
– Cuando no hay parientes, los niños y los bienes deben repartirse -dijo apresuradamente el jefe carpintero-. La corporación se hará cargo de todo.
Rob se sentía paralizado.
Aquella noche intentó explicárselo a sus hermanos. Sólo Samuel supo de que les hablaba.
– Entonces, ¿estaremos separados?
– Sí.
– ¿Y cada uno de nosotros vivirá con otra familia?
– Sí.
Más tarde, alguien se deslizó en la cama, a su lado. Supuso que se trataba de Willum o de Anne Mary, pero fue Samuel quien lo abrazó y lo sujetó con fuerza.
– Rob J., quiero que vuelvan.
– Yo también. -Acarició el hombro huesudo que había golpeado tan a menudo.
Lloraron juntos.
– Entonces, ¿no volveremos a vernos?
Rob sintió frío.
– Vamos, Samuel, no te pongas tonto. Sin duda viviremos en el barrio y nos veremos constantemente. Siempre seremos hermanos.
Samuel se sintió consolado y durmió un rato, pero antes del alba mojó la cama, como si fuera más pequeño que Jonathan. Por la mañana se sintió avergonzado y le resultó imposible mirar a Rob a la cara. Sus temores no eran infundados, ya que fue el primero en partir. La mayoría de los miembros de la Decena de su padre seguían sin trabajo. De los nueve trabajadores de la madera, sólo había un hombre dispuesto y en condiciones de incorporar un niño a su familia. Con Samuel, los martillos y la sierra de Nathanael fueron a parar a Turner Horne, un maestro carpintero que sólo vivía a seis casas de distancia.
Dos días después se presentó un sacerdote llamado Ronald Lovell en compañía del padre Kempton, el que había cantado las misas por mamá y papá. El padre Lovell dijo que lo trasladaban al norte de Inglaterra y que quería un niño. Los examinó a todos y se encaprichó con Willum. Era un hombre corpulento y campechano, de pelo rubio claro y ojos grises, que -intentó convencerse Rob- eran amables.
Pálido y tembloroso, su hermano sólo pudo mover la cabeza mientras seguía a los dos sacerdotes fuera de la casa.
– Adiós, William -dijo Rob.
Sin reflexionar, se preguntó si no podría quedarse con los dos pequeños, pero ya había empezado a repartir parcamente los últimos restos de la comida del funeral del padre y era una chico realista. Jonathan, así como el jubón de cuero y el cinto de herramientas de su padre, fueron entregados a un carpintero subalterno llamado Aylwyn, que pertenecía a la Centena de Nathanael. Cuando se presentó la señora Aylwyn, Rob le explicó que Jonathan sabía usar el orinal, pero necesitaba pañales cuando se asustaba, y la mujer aceptó los trapos aclarados por los lavados y al niño con una sonrisa y un asentimiento de cabeza.
El ama de cría se quedó con el pequeño Roger y recibió los materiales de bordado de mamá, tal como informó Richard Bukerel a Rob, que nunca había visto a la mujer.
La cabellera de Anne Mary necesitaba un lavado. Aunque Rob lo hizo con todo cuidado, tal como le habían enseñado, a la niña le entro jabón en los ojos, jabón áspero y que escocía. Rob le secó el pelo y la abrazó mientras lloraba, oliendo su limpia cabellera de color castaño foca, que despedía un perfume como el de mamá.
Al día siguiente, los muebles en mejor estado fueron retirados por el panadero y su esposa, apellidados Haverhill, y Anne Mary se traslado a vivir en el piso de arriba de la panadería. Rob la llevó hasta ellos cogida de la mano: adiós, entonces, pequeña.
– Te quiero, mi doncella Anne Mary -susurró, y la abrazó.
La niña parecía culparlo de todo lo ocurrido y no quiso despedirse.
Sólo quedaba Rob J., y ya no había bienes. Aquella noche Bukerel fue a visitarlo. Aunque había bebido, el jefe carpintero estaba despejado.
– Quizá tardes mucho tiempo en encontrar un sitio. En los tiempos que corren, nadie tiene comida para el apetito adulto de un chico que no puede hacer trabajos de hombres. -Siguió hablando después de un meditativo silencio-. Cuando era más joven, todos decían que si pudiéramos tener una paz verdadera y librarnos del rey Ethelred, el peor monarca que haya echado a perder a una generación, correrían buenos tiempos. Sufrimos una invasión tras otra: sajones, daneses, todos los condenados tipos de piratas. Ahora que por fin tenemos a un firme monarca pacificador en el rey Canuto, parece que la naturaleza conspira para oprimirnos. Las grandes tormentas de verano y de invierno nos pierden. Las cosechas han fracasado tres años seguidos. Los molineros no muelen el grano y los marineros permanecen en el puerto. Nadie construye y los artesanos están ociosos. Son tiempos difíciles, muchacho, pero te prometo que te encontraré un sitio.
– Muchas gracias, jefe carpintero.
Los oscuros ojos de Bukerel denotaban preocupación.
– Te he observado, Robert Cole. He visto a un niño que se ocupaba de su familia como un hombre valioso. Te llevaría a mi propio hogar si mi esposa fuera diferente. -Parpadeó, incómodo al darse cuenta de que la bebida le había aflojado la lengua más de lo que debía, y se puso pesadamente de pie-. Que tengas una noche reposada, Rob J.
– Que tengas una noche reposada, jefe carpintero.
Se convirtió en un ermitaño. Las habitaciones casi vacías eran su cueva.
Nadie lo invitó a sentarse a su mesa. Aunque los vecinos no podían ignorar su existencia, lo sustentaban de mala gana. La señora Haverhill iba por la mañana y le dejaba el pan que no se había vendido el día anterior, y la señora Bukerel iba por la tarde y le dejaba una minúscula porción de queso, reparando en sus ojos enrojecidos y diciéndole que llorar era privilegio de las mujeres. Sacaba agua del pozo público igual que antes, y se ocupaba de la casa, pero no había nadie que desordenara la vivienda tranquila y saqueada, y tenía poco que hacer salvo preocuparse y soñar.
A veces se convertía en un explorador romano, se tendía junto a la ventana abierta, detrás de la cortina de mamá, y escuchaba los secretos del mundo enemigo. Oía pasar los carros tirados por caballos, los perros que ladraban, los niños que jugaban, los trinos de los pájaros…
En una ocasión oyó por casualidad las voces de un grupo de hombres del gremio.
– Rob Cole es una ganga. Alguien debería quedárselo -dijo Bukerel.
Continuó escondido y sintiéndose culpable, oyendo como los demás hablaban de él como si fuera otra persona.
– ¡Ay, mirad lo crecido que está! Será una fiera para el trabajo cuando haya terminado su desarrollo -comentó Hugh Tite a regañadientes.
¿Y si lo aceptaba Tite? Rob, consternado, evaluó la perspectiva de convivir con Anthony Tite. No se sintió disgustado cuando Hugh bufó, molesto:
– Pasarán tres años hasta que sea lo bastante mayor para convertirse en aprendiz de carpintero, y ya come como un caballo. En estos tiempos no faltan en Londres las espaldas fuertes y las barrigas vacías.
Los hombres se alejaron.
Dos días más tarde, oculto tras la cortina de la misma ventana, pagó caro el pecado de escuchar a hurtadillas cuando oyó a la señora Bukerel comentar con la señora Haverhill el cargo de su marido en el gremio:
– Todos hablan del honor de ser jefe carpintero, pero no lleva alimentos a mi mesa. Todo lo contrario; supone pesadas obligaciones. Estoy harta de tener que compartir mis provisiones con gente como ese chico crecido y perezoso de allí.
– ¿Qué será de él? -preguntó la señora Haverhill, y suspiró.
– He aconsejado al maestro Bukerel que lo venda como indigente. Incluso en los malos tiempos un esclavo joven tendrá un precio que permita devolvernos al gremio y a todos nosotros lo gastado en la familia Cole.
Rob no podía ni respirar. La señora Bukerel se sorbió los mocos.
– El jefe carpintero no quiso ni oírme -añadió agriamente-. Confío en que, a la larga, podré convencerlo. Pero sospecho que cuando entre en razón ya no podremos recuperar los costos.
Cuando las dos mujeres se alejaron, Rob permaneció detrás de la cortina de la ventana como si tuviera fiebre, intermitentemente sudado y aterido.
Toda su vida había visto esclavos y había dado por sentado que su condición tenía muy poco que ver con ellos, pues había nacido inglés libre.
Era demasiado joven para convertirse en estibador. Sin embargo, sabía que usaban a los niños esclavos en las minas, donde trabajaban en túneles demasiado estrechos para que pasaran los cuerpos adultos. También sabía que los esclavos eran miserablemente vestidos y alimentados y que a menudo los azotaban con brutalidad por infracciones menores. También sabía que, una vez esclavizados, su condición se mantenía de por vida.
Se acostó y lloró. Finalmente, logró hacer acopio de valor y convencerse de que Dick Bukerel jamás lo vendería como esclavo, pero le preocupaba la posibilidad de que la señora Bukerel enviara a otros a que lo hicieran sin informar a su marido. Era perfectamente capaz de algo así, se dijo. Mientras esperaba en la casa silenciosa y abandonada, llegó a sobresaltarse y temblar ante el más mínimo sonido.
Cinco gélidos días después del funeral de su padre, un desconocido llamó a la puerta.
– ¿Eres el joven Cole? -Rob asintió cauteloso, con el corazón desbocado-. Me llamo Croft. Me envía un hombre llamado Richard Bukerel, al que conocí mientras bebíamos en la taberna de Bardwell.
Rob vio a un hombre ni joven ni viejo, con un cuerpo enormemente gordo, y cara curtida, enmarcada entre la larga cabellera de hombre libre, y una barba redondeada y crespa del mismo color rojizo.
– ¿Cuál es tu nombre completo?
– Robert Jeremy Cole, señor.
– ¿Edad?
– Nueve años.
– Soy cirujano barbero y busco un aprendiz. Joven Cole, ¿sabes lo que hace un cirujano barbero?
– ¿Eres una especie de medico?
El hombre grueso sonrió.
– De momento, es una definición bastante precisa. Bukerel me habló de tus circunstancias. ¿Te atrae mi oficio?
No le gustaba; no tenía el menor deseo de parecerse a la sanguijuela que había sangrado a su padre hasta matarlo. Pero aún menos le atraía la posibilidad de que lo vendieran como esclavo, y respondió afirmativamente sin la menor vacilación.
– ¿Le temes al trabajo?
– ¡Oh, no, señor!
– Me alegro, porque te haré trabajar hasta que se te desgaste el trasero. Bukerel dijo que sabes leer, escribir y latín.
Rob titubeó.
– A decir verdad, muy poco latín.
El hombre sonrió.
– Te pondré una temporada a prueba, mozuelo. ¿Tienes cosas?
Hacía días que tenía el hatillo preparado. "¿Me he salvado?", se preguntó. Salieron y treparon al carro más extraño que Rob había visto en su vida. A cada lado del asiento delantero se alzaba un poste blanco rodeado de una gruesa tira semejante a una serpiente carmesí. Era un carromato cubierto, pintarrajeado de rojo brillante y adornado con dibujos color amarillo sol: un carnero, un león, una balanza, una cabra, peces, un arquero, un cangrejo…
El caballo gris se puso en marcha y rodaron por la calle de los Carpinteros hasta pasar delante de la casa del gremio. Rob permaneció inmóvil mientras atravesaban el tumulto de la calle del Támesis, dirigiendo rápidas miradas al hombre y notando ahora un rostro apuesto a pesar de la grasa, una nariz saliente y enrojecida, un lobanillo en el párpado izquierdo y una red de delgadas arrugas que salían de los rabillos de sus penetrantes ojos azules.
El carromato atravesó el pequeño puente sobre el Walbrook y pasó delante de los establos de Egglestan y del sitio donde había caído mamá. Torcieron a la derecha y traquetearon sobre el puente de Londres, rumbo a la orilla sur del Támesis.
Junto al puente estaba amarrado el transbordador, y apenas más allá se alzaba el grandioso mercado de Southwark, por el que entraban en Inglaterra los productos extranjeros. Pasaron delante de almacenes incendiados y arrasados por los daneses y recientemente reconstruidos. En lo alto del talud se alzaba una única hilera de casitas de zarzo y argamasa barata; humildes hogares de pescadores, gabarreros y descargadores del puerto. Había dos posadas de baja estofa para los comerciantes que acudían al mercado. Después, bordeando el ancho talud, se erguía una doble hilera de espléndidas casas; los hogares de los ricos mercaderes de Londres; todas con impresionantes jardines y unas pocas erigidas sobre pilotes asentados en el fondo pantanoso. Reconoció el hogar del importador de encajes con el que trataba mamá. Jamás había llegado más lejos.
– ¿Maestro Croft?
El hombre frunció el entrecejo.
– No, no. No me llames nunca Croft. Siempre me dicen Barber en virtud de mi profesión.
– Sí, Barber -dijo.
Segundos después, todo Southwark quedo detrás y con pánico creciente Rob J. se dio cuenta de que había entrado en el extraño y desconocido mundo exterior.
– Barber, ¿adonde vamos? -no pudo abstenerse de gritar.
El hombre sonrió y agitó las riendas, por lo que el rucio se puso a trotar.
– A todas partes -respondió.
Antes del crepúsculo acamparon en una colina, junto a un riachuelo. El hombre dijo que el esforzado caballo gris se llamaba Tatus.
– Es la abreviatura de Incitatus, en honor del corcel que el emperador Calígula amaba tanto que lo convirtió en sacerdote y cónsul. Nuestro Incitatus es un efímero animal de feria, un pobre diablo con los cojones cortados -dijo Barber.
Le enseñó a cuidar del caballo castrado, a restregarlo con manojos de hierba suave y seca y luego a permitirle beber e irse a pastorear antes de ocuparse de sus propias necesidades.
Estaban al raso, a cierta distancia del bosque, pero Barber lo envió a buscar madera seca para el fuego y tuvo que hacer varios viajes hasta formar una pila. Poco después, la hoguera chisporroteaba y la preparación de la comida empezó a producir olores que le debilitaron las piernas. En un puchero de hierro, Barber había puesto una generosa cantidad de cerdo ahumado, cortado en lonchas gruesas. Sacó buena parte de la grasa derretida, y al cerdo añadió un nabo grande, varios puerros cortados, un puñado de moras secas y algunas hierbas. Cuando la poderosa mezcla terminó de cocerse, Rob pensó que nunca había olido algo mejor. Barber comió impasible y lo observó devorar una generosa ración. Le sirvió una segunda en silencio. Rebañaron sus cuencos de madera con trozos de pan de cebada. Sin que nadie le dijera nada, Rob llevó el puchero y los cuencos hasta el riachuelo y los frotó con arena.
Tras regresar con los cacharros, Rob se acercó a un matorral y orinó.
– ¡Benditos sean Dios y la Virgen! ¡Ese es un pito de aspecto extraordinario! -comentó Barber, que se había acercado súbitamente.
Rob corto el chorro antes de lo necesario y ocultó su miembro.
– Cuando era bebé -explicó, tenso- sufrí una gangrena… ahí. Me contaron que un cirujano quitó la pequeña capucha carnosa de la punta.
Barber lo miró sorprendido.
– Te extirpó el prepucio. Fuiste circuncidado, como un pijotero pagano.
El chico se apartó, muy perturbado. Estaba atento y expectante. La humedad llegaba desde el bosque, por lo que abrió su hatillo, sacó su otra camisa y se la puso encima de la que llevaba.
Barber extrajo dos pieles del carromato y se las arrojó.
– Dormimos a la intemperie porque el carromato está lleno de todo tipo de cosas.
Barber percibió el brillo de la moneda en el hatillo abierto y la recogió.
Ni le preguntó donde la había conseguido ni Rob se lo dijo.
– Lleva una inscripción -dijo Rob-. Mi padre y yo… supusimos que identifica a la primera cohorte romana que llegó a Londres.
Barber estudió el disco.
– Así es.
A juzgar por el nombre que le había puesto al caballo, era evidente que sabía muchas cosas sobre los romanos y que los apreciaba. Rob fue presa de la enfermiza certidumbre de que el hombre se quedaría con su posesión.
– Del otro lado aparecen más letras -añadió Rob roncamente.
Barber acercó la moneda a la hoguera para leer en medio de la creciente oscuridad.
– OX. significa "gritar" y X es diez. Se trata de un vitor romano:
"¡Gritad diez veces!"
Rob aceptó aliviado la devolución de la moneda y se preparó el lecho cerca de la hoguera. Las pieles eran de oveja, que colocó en el suelo con el vellocino hacia arriba, y de oso, que empleó como manta. Aunque eran viejas y olían fuerte, le darían calor.
Barber se preparó el lecho al otro lado de la fogata y dejó la espada y el cuchillo donde pudiera cogerlos rápidamente para repeler a los agresores o, pensó Rob asustado, para matar a un crío que huía. Barber se había quitado del cuello el cuerno sajón colgado de una tira de cuero. Obturó la parte inferior con un tapón de hueso, lo lleno con un líquido oscuro que sacó de un frasco y se lo ofreció a Rob.
– Bébetelo todo. Es un destilado que preparo yo mismo.
Rob no quería ni probarlo, pero le daba miedo rechazarlo. Los hijos de la clase trabajadora de Londres no eran amenazados con una versión blanda y facilona del coco, ya que desde muy temprano sabían que algunos marineros y estibadores eran capaces de engañar a los chiquillos para llevarlos, mediante ardides, al fondo de los almacenes abandonados. Conocía a chicos que habían aceptado golosinas y monedas de ese tipo de individuos, y también sabía lo que habían tenido que hacer a cambio. Estaba enterado de que la embriaguez era un preludio muy frecuente.
Intentó rechazar otro trago, pero Barber frunció el ceño y ordenó:
– Bebe. Te quedarás más a gusto.
Barber sólo se dio por satisfecho cuando Rob bebió otros dos tragos completos y sufrió un violento ataque de tos. Volvió a poner el cuerno a su lado, acabó el primer frasco y un segundo, soltó un portentoso pedo y se metió en el lecho. Sólo miró a Rob una vez más.
– Descansa tranquilo, mozuelo -dijo-. Que duermas bien. De mí no tienes nada que temer.
Rob estaba seguro de que era una trampa. Se metió bajo la maloliente piel de oso y esperó con las caderas tensas. En el puño derecho apretaba la moneda. A pesar de que sabía que, aun disponiendo de las armas de Barber, no sería un contrincante para el hombre y estaba a su merced, aferró con la mano izquierda una piedra pesada.
Finalmente, tuvo pruebas más que suficientes de que Barber dormía. El hombre roncaba espantosamente.
El sabor medicinal del licor quemaba la boca de Rob. El alcohol recorrió su cuerpo mientras se acomodaba entre las pieles y dejaba caer la piedra de su mano. Apretó la moneda y se imaginó una fila tras otra de romanos, vitoreando diez veces a los héroes que no permitirían que el mundo los derrotara. En lo alto, las estrellas se veían grandes y blancas y rodaban por todo el firmamento, tan cercanas que deseó estirarse y arrancarlas para hacerle un collar a mamá. Pensó en cada uno de los miembros de su familia. De los vivos, a quien más añoraba era a Samuel, lo que resultaba extraño, porque a Samuel le había molestado su primogenitura y lo había desafiado con palabrotas e insultos. Le preocupaba que Jonathan se meara en los pañales y rezaba para que la señora Aylwyn tuviera paciencia con el pequeño. Anhelaba que Barber regresara pronto a Londres, pues quería volver a ver a los otros.
Barber sabía lo que sentía el chico nuevo. Tenía exactamente su edad cuando se encontró solo después de que los fieros guerreros escandinavos asolaran Clacton, la aldea de pescadores en la que había nacido. El incidente estaba marcado a fuego en su memoria.
Ethelred era el rey de su infancia. Desde que tenía memoria, su padre siempre había maldecido a Ethelred, diciendo que el pueblo nunca había sido tan pobre bajo el mandato de cualquier otro monarca. Ethelred ejercía presión e imponía más tributos, proporcionando una vida lujosa a Emma, la mujer decidida y hermosa que había traído de Normandía para hacerla su reina. Con los impuestos también creó un ejercito, pero, más que para proteger a su pueblo, lo utilizó para protegerse a sí mismo, y era tan cruel y sanguinario que algunos hombres escupían al oír su nombre.
En la primavera del año del Señor 991, Ethelred deshonró a sus súbditos sobornando con oro a los atacantes daneses para que se retiraran. La primavera siguiente la flota danesa regresó a Londres tal como lo había hecho durante un siglo. Esta vez Ethelred no tuvo opción: reunió a sus guerreros y sus buques de guerra y los daneses sufrieron una gran degollina en el Támesis.
Dos años después tuvo lugar una invasión más grave cuando Olaf, rey de los noruegos, y Sven, rey de los daneses, remontaron el Támesis con noventa y cuatro naves. Ethelred volvió a reunir su ejército alrededor de Londres y logró rechazar a los escandinavos, pero los invasores comprendieron que el monarca pusilánime había desguarnecido los flancos de su país con tal de protegerse a sí mismo. Los nórdicos dividieron su armada, vararon sus barcos a lo largo del litoral inglés y devastaron las pequeñas poblaciones costeras.
Aquella semana, el padre llevó a Henry Croft a hacer su primer viaje largo, en busca de arenques. La mañana que regresaron con una buena captura, Henry se adelantó, deseoso de ser el primero en recibir el abrazo de su madre y en oír sus palabras de alabanza. En una cala cercana se ocultaba media docena de chalupas noruegas. Al llegar a su casita, vio que un extraño, vestido con pieles animales, lo contemplaba a través de los postigos abiertos del agujero de la ventana.
No tenía idea de quién era ese hombre, pero el instinto lo llevó a dar media vuelta y a correr como alma que lleva el diablo hacia donde estaba su padre.
Su madre yacía en el suelo, usada y muerta ya, pero su padre no lo sabía.
Aunque Luke Croft desenfundó el cuchillo al acercarse a la casa, los tres hombres que lo recibieron en la puerta portaban espadas. Desde lejos, Henry Croft vio cómo vencían a su padre y acababan con él. Uno de los hombres le sostuvo las manos a la espalda. Otro le tiró del pelo con ambas manos y lo obligó a arrodillarse y a estirar el cuello. El tercero le cortó la cabeza con la espada. En su decimonoveno cumpleaños, Barber había visto cómo ejecutaban a un asesino en Wolverhampton: el verdugo había hendido la cabeza del criminal como si se tratara de un gallo. Por contraposición, el degollamiento de su padre se había realizado torpemente, ya que el vikingo tuvo que dar una sucesión de golpes, como si estuviera cortando un trozo de leña.
Frenético de pesar y de miedo, Henry Croft se había refugiado en el bosque, escondiéndose como un animal acosado. Cuando salió, atontado y famélico, los noruegos ya no estaban, pero habían dejado tras de sí muerte y cenizas. Henry fue recogido con otros varones huérfanos y enviado a la abadía de Crowland, en Lincolnshire.
Décadas de incursiones semejantes realizadas por los nórdicos paganos habían dejado muy pocos monjes y demasiados huérfanos en los monasterios, de manera que los benedictinos resolvieron ambos problemas ordenando a la mayoría de los niños sin padres. Con nueve años, Henry pronunció sus votos y recibió instrucciones de prometer a Dios que viviría para siempre en la pobreza y la castidad, obedeciendo los preceptos del bienaventurado San Benito de Nursia.
Así fue como Henry accedió a la educación. Estudiaba cuatro horas al día y durante otras seis realizaba trabajos sucios en medio de la humedad.
Crowland poseía grandes extensiones, en su mayoría pantanos, y cada día Henry y los otros monjes roturaban la tierra lodosa, tirando de arados como bestias tambaleantes, a fin de convertir las ciénagas en campos de cultivo. Se suponía que pasaba el resto del tiempo en la contemplación o la oración.
Existían oficios matinales, vespertinos, nocturnos, perpetuos. Cada plegaria se consideraba un peldaño de la interminable escalera que llevaría su alma al cielo. Aunque no había esparcimiento ni deportes, le permitían andar por el claustro, en cuyo lado norte se alzaba la sacristía, el edificio donde se guardaban los utensilios sagrados. Al este se encontraba la Iglesia; al oeste, la sala capitular; y al sur, un triste refectorio que constaba de comedor, cocina y despensa en la planta baja, y dormitorio arriba.
Dentro del rectángulo claustral había sepulturas, prueba definitiva de que la vida en la abadía de Crowland era previsible: mañana sería igual que ayer y, al final, todos los monjes yacerían dentro del claustro. Debido a que alguien confundió esto con la paz, Crowland había atraído a varios nobles que huyeron de la política de la corte y de la crueldad de Ethelred, y salvaron la vida tomando los hábitos. Esa élite influyente vivía en celdas individuales, al igual que los verdaderos místicos que buscaban a Dios a través del sufrimiento espiritual y el dolor corporal producidos por los cilicios, los tormentos fortificantes y la autoflagelación. Para los restantes sesenta y siete hombres que llevaban la tonsura, pese a ser impíos y a que no habían recibido la llamada de Dios, el hogar era una única y espaciosa cámara que contenía sesenta y siete jergones. Si despertaba en cualquier momento de la noche, Henry Croft oía toses y estornudos, diversos ronquidos, murmullos de masturbaciones, los lacerantes gritos de los soñadores, ventosidades y la ruptura de la regla de silencio a través de maldiciones muy poco eclesiásticas y conversaciones clandestinas que casi siempre giraban en torno al alimento.
En Crowland las comidas eran muy escasas.
Aunque la población de Peterborough sólo se encontraba a ocho millas de distancia, Henry nunca la vio. Cuando tenía catorce años, un día le pidió permiso a su confesor, el padre Dunstan, para cantar himnos y recitar oraciones a orillas del río entre las vísperas y los cánticos nocturnos. Se lo concedió. Mientras atravesaba el prado junto al río, el padre Dunstan lo seguía a una distancia prudencial. Henry caminaba lenta y decididamente, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada, como si rindiera culto, con la dignidad de un obispo. Era una bella y tibia tarde de verano y el río despedía una brisa fresca. El hermano Matthew, geógrafo, le había hablado de aquel río, el Welland. Nacía en los Midlands, cerca de Corby, y coleaba y serpenteaba fácilmente hasta Crowland, desde donde fluía hacia el noreste entre colinas onduladas y valles fértiles, antes de recorrer los pantanos costeros para desembocar en la gran bahía del Mar del Norte denominada The Wash.
El río discurría entre bosques y campos que eran un regalo del Señor.
Los grillos cantaban, los pájaros gorjeaban en los árboles, y las vacas lo contemplaban con pasmado respeto mientras pastoreaban. En la orilla estaba varada una barquichuela.
La semana siguiente solicitó que le permitieran orar en solitario junto al río después de laudes, el oficio del amanecer. Le concedieron permiso, y en esta ocasión el padre Dunstan no lo acompañó. Cuando Henry llegó a la orilla, empujó la pequeña embarcación hasta el agua, trepó y zarpó.
Sólo utilizó los remos para internarse en la corriente, ya que después se sentó muy quieto en el centro de la frágil barca y contempló las aguas marrones, dejándose arrastrar por el río como una hoja a la deriva. Un rato más tarde, cuando comprobó que ya estaba lejos, se echó a reír. Vociferó y gritó chiquilladas:
– ¡Y esta por ti! -exclamó, sin saber si desafiaba a los sesenta y seis monjes que dormirían sin él, al padre Dunstan o al Dios que en Crowland se consideraba un ser tan cruel.
Permaneció en el río todo el día, hasta que las aguas que corrían hacia el mar se volvieron demasiado profundas y peligrosas para su agrado. Varó la embarcación, y así comenzó la época en que aprendió el precio de la libertad.
Deambuló por las aldeas costeras, durmiendo en cualquier lado y alimentándose de lo que podía mendigar o robar. No tener bocado que llevarse a la boca era mucho peor que comer poco. La esposa de un campesino le dio un saco de alimentos, una vieja túnica y unos pantalones raídos a cambio del hábito benedictino, con el que haría camisas de lana para sus hijos.
Por fin, en el puerto de Chimsby un pescador lo aceptó como ayudante y lo explotó brutalmente más de dos años a cambio de comida escasa y desnudo techo. Cuando el pescador murió, su esposa vendió la barca a unas gentes que no querían chicos. Henry pasó varios meses de hambre hasta que encontró una compañía de artistas y viajó con ellos, acarreando equipajes y colaborando en las necesidades de su oficio a cambio de restos de comida y protección. Incluso para él sus artes eran pobres, pero sabían tocar el tambor y atraer al público, y cuando pasaban el gorro, una sorprendente cantidad de los asistentes dejaba caer una moneda. Los contempló hambriento. Era demasiado mayor para convertirse en volatinero, ya que a los acróbatas han de partirles las articulaciones cuando aún son niños. Sin embargo, los malabaristas le enseñaron su oficio. Imitó al mago y aprendió las pruebas de engaño más sencillas. El mago le enseñó que jamás debía crear una sensación de nigromancia, ya que en toda Inglaterra la Iglesia y la Corona ahorcaban a los brujos. Escuchó atentamente al narrador, cuya hermana pequeña fue la primera mujer que le permitió penetrar en su cuerpo. Sentía afinidad con los artistas, pero un año después la compañía se disolvió en Derbyshire y cada uno siguió su camino sin él.
Semanas más tarde, en la población de Martlock, su suerte dio un vuelco cuando un cirujano barbero llamado James Farrow lo ligó con un contrato por seis años. Después se enteraría de que ninguno de los jóvenes locales quería ser aprendiz de Farrow porque corrían rumores de que estaba relacionado con la brujería. Cuando Henry se enteró de esas habladurías, ya llevaba dos años con Farrow y sabía que el hombre no era brujo. Aunque el cirujano barbero era un individuo frío y severo hasta la crueldad, para Henry Croft supuso una autentica oportunidad.
El municipio de Martlock era rural y poco poblado, sin pacientes de clase alta o mercaderes prósperos que mantuvieran a un médico o una cuantiosa población de pobres que llamaran la atención de un cirujano. James Farrow era el único cirujano barbero en la extensa zona rural, dejada de la mano de Dios, que rodeaba Martlock. Además de aplicar lavativas purificadoras y de cortar el pelo y afeitar, realizaba intervenciones quirúrgicas y recetaba remedios. Henry acató sus órdenes durante más de cinco años. Farrow era un verdadero tirano que golpeaba a su aprendiz cuando cometía errores, pero le enseñó todo lo que sabía y, por añadidura, meticulosamente.
Durante el cuarto año de Henry en Martlock -corría el 1002-, el rey Ethelred llevó a cabo un acto que tendría consecuencias trascendentales y terribles. Inmerso en sus dificultades, el monarca había permitido que algunos daneses se asentaran al sur de Inglaterra y les había dado tierras, con la condición de que lucharan a su favor contra sus enemigos. De esta manera había comprado los servicios del noble danés Pallig, casado con Gunilda, hermana de Sven, rey de Dinamarca. Ese año los vikingos invadieron Inglaterra y pusieron en práctica sus tácticas habituales: asesinar y quemar.
Cuando llegaron a Southampton, el monarca decidió volver a pagar tributos y dio veinticuatro mil libras a los invasores para que se retiraran.
En cuanto las embarcaciones se llevaron a los nórdicos, Ethelred se sintió avergonzado y presa de una ira frustrada. Ordenó que todos los daneses que se encontraban en Inglaterra fuesen sacrificados el 13 de noviembre, día de San Brice. El traicionero asesinato en masa se cumplió tal como ordenara el rey, y pareció revelar un mal que se había enconado en el pueblo inglés.
El mundo siempre había sido brutal, pero después del asesinato de los daneses la vida se tornó aún más cruel. En toda Inglaterra ocurrieron crímenes violentos. Se persiguió a los brujos y se les dio muerte en la horca o en la hoguera, y la sed de sangre pareció apoderarse de la tierra.
El aprendizaje de Henry Croft estaba casi cumplido cuando el anciano Bayley Aelerton sucumbió bajo los cuidados de Farrow. Aunque la muerte no tenía nada extraordinario, corrió rápidamente la voz de que el hombre había fallecido porque Farrow le había clavado agujas y lo había hechizado.
El domingo anterior, el sacerdote de la pequeña iglesia de Matlock manifestó que se habían oído espíritus malignos a medianoche entre los sepulcros del camposanto, entregados a la cópula carnal con Satán.
– A nuestro Salvador le parece abominable que los muertos se levanten mediante artes diabólicas-atronó.
El cura advirtió que el diablo se encontraba entre ellos, ayudado por un ejército de hechiceros disfrazados de seres humanos que practicaban la magia negra y los asesinatos secretos.
Proporcionó a los aterrorizados fieles un contra hechizo para utilizar contra todo sospechoso de brujería:
– Gran hechicero que atacas mi alma, que tu hechizo se invierta y que tu maldición te sea devuelta mil veces. En nombre de la Santísima Trinidad, haz que recobre la salud y las fuerzas. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
También les recordó el mandato público: No habitarás con hechicero.
– Debéis buscarlos y extirparlos si no queréis arder en las terribles llamas del purgatorio -los exhortó.
Bayley Aelerton murió el martes y su corazón dejó de latir mientras estaba cavando con la azada. Su hija aseguró que había advertido pinchazos de agujas en su piel. Aunque nadie más los había visto, el jueves por la mañana la turbamulta entro en el corral de Farrow cuando el cirujano barbero acababa de montar su caballo y se disponía a visitar a los pacientes. Aún miraba a Henry y le daba las instrucciones de la jornada cuando lo arrancaron de la silla de montar.
La turbamulta estaba encabezada por Simon Beck, cuya tierra lindaba con la de Farrow.
– Desnudadlo -dijo Beck.
Farrow temblaba mientras le rasgaban las ropas.
– ¡Eres un asno, Beck! -gritó-. ¡Un asno!
Desnudo parecía mayor, con la piel abdominal floja y plegada, los hombros redondeados y estrechos, los músculos reblandecidos e inútiles y el pene reducido a su mínima expresión encima de una enorme bolsa púrpura.
– ¡Aquí está! -exclamo Beck-. ¡La señal de Satán!
En la ingle derecha de Farrow, claramente visible, había dos puntos pequeños y oscuros, como la mordedura de una serpiente. Beck pinchó uno con la punta del cuchillo.
– ¡Son lunares! -chilló Farrow.
Manó sangre, lo que se suponía no ocurría si se trataba de un brujo.
– Son muy listos -opinó Beck-; pueden sangrar a voluntad.
– No soy brujo sino barbero -les dijo Farrow desdeñosamente, pero cuando lo ataron a una cruz de madera y lo arrastraron hasta su abrevadero, suplicó piedad a gritos.
Arrojaron la cruz al estanque poco profundo, en medio de un gran chapoteo, y la sostuvieron sumergida. La turbamulta guardó silencio mientras miraba las burbujas. Después la levantaron y ofrecieron a Farrow la posibilidad de confesar. Aún respiraba y farfullaba débilmente.
– Vecino Farrow, ¿reconoces haber practicado artes diabólicas? -preguntó Beck amablemente.
El hombre atado sólo pudo toser y jadear.
En consecuencia, volvieron a sumergirlo. Esta vez sostuvieron la cruz hasta que dejaron de aparecer burbujas. Y siguieron sin levantarla.
Henry sólo pudo mirar y llorar, como si volviera a presenciar la muerte de su padre. Aunque ya era un hombre crecido, no un niño, nada podía hacer ante los cazadores de brujos, y le aterrorizaba que se les ocurriera pensar que el aprendiz de cirujano barbero pudiera serlo también de hechicerías.
Finalmente izaron la cruz sumergida, entonaron el contra hechizo y se marcharon, dejándola flotar en el estanque.
En cuanto se fueron, Henry vadeó el cieno para sacar la cruz del agua.
De los labios de su maestro asomaban espumarajos rosados. Cerró los ojos del rostro blanco, que acusaban sin ver, y apartó las lentejas acuáticas de los hombros de Farrow antes de cortar sus ataduras.
Como el cirujano barbero era un viudo sin familia, la responsabilidad recayó en su sirviente. Henry enterró a Farrow lo antes posible.
Cuando registró la casa, se dio cuenta de que los demás habían estado antes que él. Indudablemente buscaban pruebas de la intervención de Satán cuando se llevaron el dinero y los licores de Farrow. Aunque habían limpiado la casa, encontró un traje en mejor estado que el que llevaba puesto y algunos alimentos, que guardó en una bolsa. También cogió una bolsa de instrumentos quirúrgicos y capturó el caballo de Farrow, con el que abandonó Martlock antes de que se acordaran de él y lo obligaran a regresar.
Volvió a convertirse en andariego, pero esta vez tenía oficio, y ello supuso una diferencia fundamental. Por todas partes había enfermos dispuestos a pagar uno o dos peniques por el tratamiento. Más adelante descubrió que podía obtener beneficios de la venta de medicaciones y, para reunir al gentío, apeló a algunos de los trucos que había aprendido mientras viajaba con los artistas.
Convencido de que podían buscarlo, nunca permanecía mucho tiempo en un sitio, y evitaba el uso de su nombre completo, por lo que se convirtió en Barber. Poco después estas características se habían integrado en la trama de una existencia que le sentaba como anillo al dedo: vestía bien y con ropas de abrigo, tenía mujeres variadas, bebía cuando se le antojaba y siempre comía en grandes cantidades, pues se había jurado no volver a pasar hambre.
Su peso aumentó deprisa. Cuando conoció a la mujer con la que contrajo matrimonio, pesaba más de dieciocho piedras *.
Lucinda Eames era una viuda que poseía una bonita finca en Canterbury, y durante seis meses Henry cuidó de sus animales y de sus campos, jugando a ser labrador. Disfrutaba del pequeño trasero blanco de Lucinda, semejante a un pálido corazón invertido. Cuando hacían el amor, ella asomaba la sonrosada punta de la lengua por la comisura izquierda, como una chiquilla que estudia duramente. Lo culpaba de no darle un hijo. Tal vez tenía razón, pero tampoco había concebido con su primer marido. Su voz se tornó aguda, su tono amargo y su cocina descuidada, y mucho antes de que se cumpliera el primer aniversario, Henry recordaba mujeres más ardientes y comidas placenteras, y soñaba con el silencio de su lengua.
Corría 1012, año en que Sven, rey de los daneses, dominó Inglaterra. Hacía una década que Sven acosaba a Ethelred, deseoso de humillar al hombre que había asesinado a los suyos. Finalmente, Ethelred huyo a la isla de Wight con sus embarcaciones, y la reina Emma se refugió en Normandía en compañía de sus hijos Eduardo y Alfredo.
Poco después, Sven murió de muerte natural. Dejó dos hijos: Harald que lo sucedió en el reino danés, y Canuto, un joven de diecinueve años que fue proclamado rey de Inglaterra por la fuerza de las armas danesas.
A Ethelred aún le quedaban arrestos para un último ataque y repelió a los daneses, pero Canuto regresó casi inmediatamente y esta vez tomó todo el territorio, salvo Londres. Se dirigía a la conquista de esta ciudad cuando se enteró de la muerte de Ethelred. Con gran valentía, convocó una reunión del Witan -el consejo de hombres sabios de Inglaterra-, y obispos, abades, condes y caballeros acudieron a Southampton y eligieron a Canuto como legítimo rey.
Canuto mostró su habilidad estabilizadora mandando emisarios a Normandía para que convencieran a la reina Emma de que contrajera matrimonio con el sucesor al trono de su difunto marido. Aceptó casi de inmediato.
Aunque tenía unos cuantos años más que él, aún era una mujer apetecible y sensual, y corrían risueñas bromas sobre el tiempo que Canuto y ella pasaban en sus aposentos.
En el preciso momento en que el nuevo monarca corría hacia el matrimonio, Barber huía de él. Un día renunció sin más al mal genio y a la mala cocina de Lucinda Eames y reanudó sus viajes. Compró su primer carromato en Bath, y en Northumberland ligó por contrato a su primer ayudante.
Las ventajas estuvieron claras desde el principio. Desde entonces, con el correr de los años había enseñado a varios mozos. Los pocos capaces le habían permitido ganar dinero, y los demás le habían enseñado que necesitaba de un aprendiz.
Sabía lo que le ocurría al chico que fracasaba y era despedido. La mayoría tenía que hacer frente al desastre: los afortunados se convertían en juguetes sexuales o en esclavos y los desdichados morían de hambre o los mataban. Aunque le dolía más de lo que estaba dispuesto a reconocer, no podía darse el lujo de mantener a un chico poco prometedor; él mismo era un superviviente capaz de endurecer su corazón cuando estaba en juego su propio bienestar.
El ultimo, el chiquillo que había encontrado en Londres, parecía deseoso de complacerlo, pero Barber sabía que las apariencias engañan en lo que se refiere a aprendices. No tenía sentido preocuparse por la cuestión como un perro por un hueso. Sólo el tiempo lo diría, y pronto iba a saber si el joven Cole estaba en condiciones de sobrevivir.
Rob despertó con las primeras luces lechosas y vio a su nuevo amo en pie e impaciente. Supo de inmediato que Barber no empezaba el día de buen talante, y con ese sobrio humor matinal el hombre sacó la lanza del carromato y le enseñó a usarla.
– Si la coges con ambas manos, no te resultara demasiado pesada. No requiere habilidad. Arrójala con tanta fuerza como puedas. Si apuntas al centro del cuerpo de cualquier agresor, es probable que lo alcances. Y si tú lo frenas con una herida, existen muchas probabilidades de que yo pueda matarlo. ¿Lo has comprendido?
Rob asintió, incómodo ante el desconocido.
– Bueno, mozuelo, debemos estar atentos y tener las armas a mano, ya que es así como seguimos con vida. Estos caminos romanos siguen siendo los mejores de Inglaterra, pero no están cuidados. La Corona tiene la responsabilidad de mantenerlos despejados por ambos lados para evitar que los salteadores tiendan emboscadas a los viajeros, pero en la mayoría de nuestras rutas la maleza nunca se corta.
Le enseñó a enganchar el caballo. Cuando reanudaron el viaje, Rob se sentó junto a Barber en el pescante, bajo el sol ardiente, atormentado aún por infinitos temores. Poco después, Barber apartó a Incitatus del camino romano y lo hizo girar por un carril apenas transitable que atravesaba las profundas sombras de la selva virgen. De un tendón que rodeaba sus hombros colgaba el cuerno sajón de color marrón que antaño había embellecido a un corpulento buey. Barber se lo llevó a la boca y le sacó un sonido fuerte y melodioso, a medias toque y a medias quejido.
– Advierte a todos los que están al alcance del oído que no avanzamos sigilosamente para cortar cuellos y robar. En algunos lugares lejanos, encontrarse con un desconocido significa tratar de matarlo. El cuerno indica que somos dignos de confianza, respetables y muy capaces de protegernos a nosotros mismos.
Por sugerencia de Barber, Rob intentó emitir señales con el cuerno pero, pese a que hinchó las mejillas y sopló con todas sus fuerzas, no salió el menor sonido.
– Se necesita aliento de adulto y cierta habilidad. Pero no temas; aprenderás. Y también aprenderás cosas más difíciles que soplar un cuerno.
El carril era fangoso. Aunque cubrieron de maleza los peores lugares, era necesario guiar el carro con maña. En un giro del camino cayeron de lleno en una zona resbaladiza y las ruedas se hundieron hasta los cubos. Barber suspiró.
Se apearon, atacaron con la pala el barro de delante de las ruedas y recogieron ramas caídas en el bosque. Con sumo cuidado, Barber acomodó trozos de madera delante de cada rueda y volvió a coger las riendas.
– Tienes que arrojar maleza bajo las ruedas en cuanto empiecen a moverse -explicó, y Rob J. asintió -. ¡Adelante, Tatus! -lo apremio Barber.
Los ejes y el cuero crujieron-. ¡Ahora! -gritó.
Rob colocó las ramas con habilidad, saltando de una rueda a otra mientras el caballo hacía un esfuerzo sostenido. Las ruedas chirriaron y resbalaron, pero encontraron un asidero. El carro dio una sacudida hacia adelante.
En cuanto quedó sobre el camino seco, Barber tiró de las riendas y esperó a que Rob lo alcanzara y trepara al asiento.
Estaban cubiertos de barro, y Barber frenó a Tatus junto a un arroyo.
– Pesquemos algo para desayunar -propuso mientras se lavaban las caras y las manos. Cortó dos ramas de sauce, y del carromato saco anzuelos y líneas. Extrajo una caja de la zona protegida del sol, detrás del asiento, y explicó -: Esta es nuestra caja de los saltamontes. Uno de tus deberes consiste en mantenerla llena.
Alzó apenas la tapa, a fin de que Rob pudiera colar la mano. Frenéticos y erizados, varios seres vivos se alejaron de los dedos de Rob y este se puso delicadamente uno de ellos en la palma. Cuando retiró la mano sujetando las alas plegadas entre el pulgar y el índice, el insecto agitó frenético las patas. Las cuatro patas delanteras eran delgadas como pelos, y el par trasero, potente y de ancas largas, lo que lo convertía en un insecto saltador.
Barber le enseñó a deslizar la punta del anzuelo inmediatamente detrás del tramo corto de cascarón duro y ondulado que seguía a la cabeza.
– Si lo clavas demasiado profundo, se le saldrán los humores y morirá. ¿Dónde has pescado?
– En el Támesis.
Se enorgullecía de su habilidad como pescador, ya que a menudo su padre y él habían colgado gusanos en el ancho río y contado con la pesca para contribuir a alimentar a la familia en los días de paro.
Barber gruñó.
– Es otro tipo de pesca -comentó-. Deja las cañas un momento y ponte a gatas.
Reptaron cautelosos hasta un sitio que daba al pozo de río más próximo, y se tendieron boca abajo. Rob pensó que el gordo estaba chiflado.
Cuatro peces permanecían suspendidos en el cristal.
– Son pequeños -murmuro Rob.
– Son más apetitosos de este tamaño -declaró Barber mientras se alejaban de la orilla-. Las truchas de tu gran río son correosas y grasientas. ¿has notado que estos peces se amontonan en la cabecera del pozo? Se alimentan a contracorriente, a la espera de que un bocado sabroso se deslice y baje flotando. Son salvajes y precavidos. Si te detienes junto al río, te ven. Si pisas firmemente la orilla notan tus pasos y se dispersan. Por eso has de utilizar la vara larga. Te quedas rezagado, sueltas ligeramente el saltamontes por encima del pozo y dejas que la corriente lo arrastre hasta los peces.
Observó con ojo crítico mientras Rob lanzaba el saltamontes hacia el punto que le había indicado.
Con una sacudida que recorrió la vara y transmitió entusiasmo por el brazo de Rob, el pez oculto picó como un dragón. Desde entonces fue como pescar en el Támesis. Esperaba tranquilo, dando tiempo a la trucha para que se condenara a sí misma, y luego alzaba la punta de la vara y torcía el anzuelo tal como le había enseñado su padre. Cuando extrajo la primera y cimbreante trucha, admiraron su belleza: el brillante dorso como madera de nogal aceitada, los costados lisos, bruñidos y salpicados de rojos irisados, las aletas negras teñidas de cálido naranja…
– Consigue cinco más -dijo Barber, y se internó en el bosque.
Rob pescó dos más, perdió un tercer ejemplar y, cauteloso, se trasladó a otro pozo. Las truchas tenían hambre de saltamontes. Estaba limpiando la última de la media docena cuando Barber regresó con la gorra llena de morillas y de cebollas silvestres.
– Comemos dos veces por día -dijo Barber-: a media mañana y al caer la noche, igual que la gente civilizada. Levantarse a las seis, comer a las diez, Cenar a las cinco, a la cama a las diez, hace que el hombre viva diez 2 veces diez.
Barber tenía tocino entreverado y lo cortó grueso. Cuando la carne terminó de hacerse en la sartén ennegrecida, espolvoreó las truchas con harina, las doró hasta dejarlas crujientes en la grasa, añadiendo por último las cebollas y las setas. La espina de las truchas se separaba fácilmente de la carne humeante, arrastrando consigo la mayoría de las espinas pequeñas. Mientras disfrutaban de la carne y el pescado, Barber frió pan de cebada en la sabrosa salsa sobrante, cubriendo la tostada con trozos de queso con cáscara que dejó burbujear en la sartén. Al final, bebieron el agua fresca y potable del mismo arroyo que les había proporcionado los peces.
Barber estaba de mejor ánimo. Rob percibió que un hombre gordo necesitaba alimentarse para alcanzar su mejor humor. También se dio cuenta de que Barber era un cocinero muy especial, y acabó esperando cada comida como el acontecimiento del día. Suspiró, sabedor de que en las minas no lo habrían alimentado así. Y el trabajo, se dijo satisfecho, no estaba más allá de sus posibilidades, ya que era perfectamente capaz de mantener llena la caja de los saltamontes, de pescar truchas y de distribuir maleza bajo las ruedas cada vez que el carromato se atascaba en el barro.
La aldea se llamaba Farnham. Había granjas; una posada pequeña y de aspecto lamentable; una taberna que despedía un ligero olor a cerveza derramada, que percibieron al pasar por delante; una herrería con altas pilas de leña cerca de la fragua; una curtiduría que desprendía hedor; un aserradero en el que había madera cortada y una sala del magistrado, que daba a una plaza. Esta, más que plaza, era un ensanchamiento de la calle, como si una serpiente se hubiera tragado un huevo.
Barber se detuvo en las afueras. Del carromato sacó un tambor pequeño y un palillo y se los entregó a Rob.
– Hazlo sonar.
Incitatus sabía de que se trataba: alzó la cabeza, relinchó y levantó los cascos al encabritarse. Rob aporreó el tambor con orgullo, contagiado por el entusiasmo que habían provocado a un lado y otro de la calle.
– Esta tarde hay espectáculo-pregonó Barber-. ¡Seguido del tratamiento de males humanos y de problemas médicos, grandes o pequeños!
El herrero, con los músculos nudosos perfilados por la mugre, los miró y dejó de tirar de la cuerda del fuelle. Dos chicos del aserradero interrumpieron su tarea de apilar madera y se acercaron corriendo en dirección al batir del tambor. Uno de ellos dio media vuelta y se alejó deprisa.
– ¡¿Adónde vas, Giles?! -gritó el otro.
– A casa, a buscar a Stephen y a los demás.
– ¡Haz un alto en el camino y avisa a la gente de mi hermano!
Barber movió aprobadoramente la cabeza y gritó:
– ¡Eso, haz correr la voz!
Las mujeres salieron de las casas y se llamaron entre sí mientras sus hijos confluían en la calle, parloteando y sumándose a los perros ladradores que iban en pos del carromato rojo.
Barber subió y bajó lentamente por la calle, y a continuación dio la vuelta y repitió la operación.
Un anciano sentado al sol, casi a las puertas de la posada, abrió los ojos y dirigió una sonrisa desdentada al alboroto. Algunos bebedores salieron de la taberna, vaso en mano, seguidos de la camarera que, con la mirada encendida, se secaba las manos mojadas en el delantal.
Barber paró en la plazoleta. Del carromato extrajo cuatro bancos plegables y los colocó uno al lado del otro.
– Esto se llama tarima -explicó a Rob, mostrándole el pequeño escenario que había montado-. La levantarás de inmediato cada vez que lleguemos a un sitio nuevo.
Sobre la tarima pusieron dos cestas llenas de frasquitos taponados que, dijo Barber, contenían medicina. Luego subió al carromato y corrió la cortina.
Rob tomó asiento en la tarima y vio que la gente corría por la calle principal. Apareció el molinero, con la ropa blanca de harina, y Rob distinguió a dos carpinteros por el polvo y las virutas de madera que cubrían sus túnicas y sus cabellos. Familias enteras se acomodaron en el suelo, dispuestas a esperar y empezaron a hacer encajes de hilo y a tejer, al tiempo que los niños parloteaban y peleaban. Un grupo de chiquillos aldeanos miraba a Rob. Al reparar en el respeto y la envidia de sus miradas, Rob adoptó un aire afectado y se pavoneó. Poco después, esas tonterías dejaron de tener sentido porque, como ellos, se había convertido en parte del público. Barber subió corriendo a la tarima e hizo un floreo.
– Buen día y mejor mañana -dijo-. Me alegro de estar en Farnham.
Y empezó a hacer juegos malabares.
Lanzó al aire una pelota roja y otra amarilla. Parecía que sus manos no se movían. ¡Era bellísimo verlo!
Sus dedos gordos lanzaban las pelotas al aire trazando un círculo constante, despacio al principio y, gradualmente, a una velocidad vertiginosa.
Cuando lo aplaudieron se llevó una mano a la túnica y sumó una pelota verde. Y después otra azul. Y… ¡oh, una marrón!
"Sería maravilloso poder hacerlo", pensó Rob.
Contuvo la respiración, a la espera de que a Barber se le cayera una pelota, pero él controló fácilmente las cinco, sin dejar de hablar. Hizo reír a la gente. Contó chistes y entonó canciones ligeras.
Luego hizo malabarismos con anillas de cuerda y con platos de madera, y más tarde llevó a cabo pruebas de magia. Hizo desaparecer un huevo, encontró una moneda entre los cabellos de un chiquillo y logró que un pañuelo cambiara de color.
– ¿Os entretendría ver cómo hago desaparecer una jarra de cerveza?
Todo el mundo aplaudió. La camarera entró corriendo a la taberna y salió con una jarra espumosa. Barber se la llevó a los labios y la vació de un único y largo trago. Hizo una reverencia ante las risas y los aplausos afables y después preguntó a las espectadoras si alguna deseaba una cinta.
– ¡Oh, ya lo creo! -exclamó la camarera.
Era una mujer joven y fuerte, y su respuesta, tan espontánea e ingenua, provoco risillas entre los presentes.
Barber miró a la chica a los ojos y sonrió.
– ¿Cómo te llamas?
– Oh, señor, me llamo Amelia Simpson.
– ¿Eres la señora Simpson?
– No estoy casada.
Barber cerró los ojos.
– ¡Que pena! -exclamó, galante-. Señorita Amelia, ¿de qué color prefieres la cinta?
– Roja.
– ¿Y cómo de larga?
– Dos yardas me irían perfectas.
– Es de esperar que sea así -murmuró el barbero y enarcó las cejas.
Hubo risas chuscas, pero Barber pareció olvidarse de la camarera. Cortó un trozo de cuerda en cuatro partes y luego lo reunió y volvió a unificarlo, empleando únicamente gestos. Colocó un pañuelo sobre una anilla y lo convirtió en una nuez. Después, casi por sorpresa, se llevó los dedos a la boca y extrajo algo de entre los labios, deteniéndose para mostrarle al publico que se trataba del extremo de una cinta roja. Ante la mirada de los espectadores, la extrajo trocito a trocito de su boca, encorvando el cuerpo y bizqueando a medida que salía. Finalmente, tensó el extremo, se agachó para coger su daga, acercó el filo a sus labios y cortó la cinta. Se la entregó a la camarera con una reverencia.
Al lado de la joven se encontraba el aserrador de la aldea, que extendió la cinta sobre su vara de medir.
– ¡Mide exactamente dos yardas! -declaró, y sonó una salva de aplausos ensordecedores.
Barber esperó a que el barullo cesara y levantó un frasco de su medicina embotellada.
– ¡Señores, señoras y doncellas! Sólo mi Panacea Universal prolonga el tiempo que os ha sido asignado y regenera los gastados tejidos del cuerpo.
"Vuelve elásticas las articulaciones rígidas y rígidas las articulaciones flácidas. Da una chispa pícara a los ojos agotados. Transmuta la enfermedad en salud, impide la caída del pelo y logra que vuelvan a brotar las coronillas brillantes. Aclara la visión nublada y agudiza los intelectos embotados.
“Se trata de un excelente cordial, más estimulante que el mejor tónico, un purgante más suave que una lavativa de crema. La Panacea Universal combate la hinchazón y el flujo sanguíneo lento, alivia los rigores del sobreparto y el sufrimiento de la maldición femenina, y extirpa los trastornos escorbúticos traídos a la costa por la gente marinera. Es buena para bestias o humanos, la perdición de la sordera, ojos doloridos, toses, consunciones, dolores de estómago, ictericia, fiebre y escalofríos. ¡Cura cualquier enfermedad! ¡Libra de las preocupaciones!
Barber vendió una buena cantidad de frascos que tenía en la tarima. A continuación, Rob y él montaron un biombo, detrás del cual el cirujano barrero examinó a los pacientes. Los enfermos y los achacosos hicieron una larga cola dispuestos a pagar uno o dos peniques por su tratamiento.
Esa noche cenaron oca asada en la taberna, la primera vez que Rob probaba una comida comprada. Le pareció sumamente fina, pese a que Barber decretó que la carne estaba demasiado cocida y protestó por los grumos del puré de nabos. Más tarde, Barber extendió sobre la mesa un mapa de la Isla Británica. Era el primer mapa que veía Rob y contempló fascinado cómo el dedo de Barber trazaba una línea serpenteante: la ruta que seguirían durante los meses siguientes.
Finalmente, con los ojos casi cerrados, regresó soñoliento al campamento bajo la brillante luz de la luna y se preparó el lecho. Pero en los últimos días habían ocurrido tantas cosas, que su mente deslumbrada rechazó el sueño.
Estaba despierto a medias y escudriñando las estrellas cuando retornó Barber en compañía de alguien.
– Bonita Amelia- dijo Barber-, muñeca bonita: me bastó una mirada a esa boca llena de deseos para saber que moriría por ti.
– Cuidado con las raíces o darás con tus huesos en tierra -advirtió la joven.
Rob continuó acostado y oyó los húmedos sonidos de los besos, el roce de las ropas al quitárselas, risas y jadeos. Luego, el deslizamiento de las pieles al separarse.
– Será mejor que yo me ponga debajo por la barriga -oyó decir a Barber.
– Una barriga prodigiosa -dijo la moza con tono bajo y travieso-. Será como rebotar en una gran cama.
– Vamos, doncella, vente a mi lecho.
Rob quería verla desnuda, pero cuando se atrevió a mover la cabeza, la camarera ya no estaba de pie y sólo diviso el pálido brillo de las nalgas.
Aunque su respiración era ruidosa, por lo que ellos se preocuparon hubiera dado lo mismo que gritara. En seguida vio que las manos grandes y rollizas de Barber rodeaban a la mujer para aferrar los orbes blancos y giratorios.
– ¡Ah, muñeca!
La muchacha gimió.
Se durmieron antes que él. Por fin Rob logró conciliar el sueño y soñó con Barber, que no dejaba de hacer malabarismos.
La mujer ya se había ido cuando despertó bajo el fresco amanecer. Levantaron campamento y partieron de Farnham mientras la mayoría de sus habitantes aún seguía en la cama.
Poco después del alba encontraron un campo de zarzamoras y se detuvieron a llenar la cesta. En la siguiente granja que hallaron, Barber consiguió comida. Acamparon para desayunar; mientras Rob encendía la hoguera y cocinaba el tocino y la tostada de queso. Barber puso nueve huevos en un cuenco y añadió una cantidad generosa de nata cuajada, los batió hasta formar espuma y lo coció sin revolver hasta que se formo un pastel esponjoso, que cubrió con moras muy maduras. Pareció alegrarse de la impaciencia con que Rob engulló su parte.
Aquella tarde pasaron junto a una gran torre del homenaje rodeada de tierras de labranza. Rob divisó gente en los terrenos y en lo alto de las almenas. Barber azuzó el caballo para que trotara, deseoso de pasar rápidamente por allí.
Tres jinetes salieron desde la torre en pos de ellos y les gritaron que se detuvieran.
Hombres armados, severos y temibles examinaron con curiosidad el carromato pintarrajeado.
– ¿Cuál es tu oficio? -preguntó el que llevaba una ligera cota de malla que distinguía a las personas de categoría.
– Cirujano barbero, señor -respondió Barber.
El hombre asintió satisfecho y giró su corcel.
– Sígueme.
Rodeados por la guardia, traquetearon a través de una pesada puerta empotrada en las murallas, atravesaron una segunda puerta que se alzaba en medio de una empalizada de troncos afilados y cruzaron el puente levadizo que permitía franquear el foso. Rob nunca había estado tan cerca de una fortaleza majestuosa. La inmensa torre del homenaje contaba con cimientos y semimuro de piedra, plantas altas enmaderadas, rebuscadas tallas en el pórtico y los aguilones y una cumbrera dorada que centelleaba bajo el sol.
– Deja tu carromato en el patio y trae tus instrumentos de cirugía.
– ¿Qué sucede, señor?
– La perra se ha hecho daño en una pata.
Cargados de instrumentos y de frascos con medicinas, siguieron al hombre por el cavernoso pasillo. El suelo estaba empedrado y cubierto de juncos que hacia falta cambiar. Los muebles parecían dignos de pequeños gigantes.
Tres paredes estaban engalanadas con espadas, escudos y lanzas, al tiempo que en la del norte colgaban tapices de colores abigarrados pero desteñidos, junto a los cuales se alzaba un trono de madera oscura tallada.
La chimenea central estaba apagada, pero la sala seguía impregnada del humo del invierno anterior y de un hedor menos atractivo, más penetrante, cuando la escolta se detuvo ante la podenca tendida junto al hogar.
– Hace quince días perdió dos dedos en un cepo. Al principio pareció que curaban bien, pero después empezaron a supurar.
Barber asintió con la cabeza. Quitó la carne de un cuenco de plata depositado junto a la cabeza de la perra y vertió el contenido de dos frascos. La podenca lo vigiló con ojos legañosos y gruñó cuando dejó el cuenco, pero en seguida se dedicó a lamer la panacea.
Barber no corrió riesgos: cuando la perra se distrajo, le ató el morro y le sujetó las patas para que no pudiera utilizar las garras.
El animal tembló y ladró cuando Barber cortó. Olía espantosamente mal y tenía gusanos.
– Perderá otro dedo.
– No debe quedar lisiada. Hazlo bien -dijo el hombre fríamente.
Cuando terminó, Barber limpió la sangre de la pata con lo que quedaba de medicina y la cubrió con un trapo.
– ¿Y el pago, señor? -sugirió delicadamente.
– Tendrás que esperar a que el conde regrese de la cacería y pedírselo -respondió el caballero, y se marchó.
Desataron cuidadosamente a la perra, recogieron los instrumentos y se dirigieron al carromato. Barber condujo lentamente, como un hombre autorizado a partir.
En cuanto la torre del homenaje quedo atrás, el barbero gruñó y escupió.
– Es posible que el conde no vuelva en muchos días. Para entonces, si la perra sana, es posible que el santo conde se dignara pagar. Si la perra hubiera muerto o el conde estuviera de mal humor a causa del estreñimiento, podría mandarnos desollar. Huyo de los señores y prefiero tentar mi suerte en los pueblos pequeños -comentó, arreando el caballo.
La mañana siguiente, cuando llegaron a Chelmsford, estaba de mejor talante. Encontraron a un vendedor de ungüentos que ya había montado su espectáculo allí; un hombre elegante ataviado con una llamativa túnica naranja y que llevaba una blanca melena.
– Encantado de verte, Barber -saludó el hombre afablemente.
– Hola, Wat. ¿Aún tienes la bestia?
– No; enfermó y se volvió demasiado huraña. La usé para un azuzamiento.
– Es una pena que no le dieras mi panacea. Se habría curado.
Rieron juntos.
– Ahora tengo otra bestia. ¿Te gustaría verla?
– ¿Por qué no? -replico Barber. Detuvo el carromato bajo un árbol y dejó pacer al equino mientras la gente se amontonaba. Chelmsford era una aldea grande y el público, excelente-. ¿Has luchado alguna vez? -preguntó Barber a Rob.
El chico asintió. Le encantaba la lucha, que en Londres era la diversión cotidiana de los hijos de la clase trabajadora.
Wat inició su espectáculo del mismo modo que Barber, con juegos malabares. Sus trucos eran muy hábiles, pensó Rob. Sus narraciones no estaban a la altura de las de Barber y la gente no reía tanto, pero el oso les encantó.
La jaula estaba a la sombra, tapada con un trapo. Los reunidos soltaron murmullos cuando Wat la descubrió. No era la primera vez que Rob veía un oso gracioso. Cuando tenía seis años, su padre lo había llevado a ver un animal semejante que actuaba a las puertas de la posada de Swann, y le había parecido enorme. Cuando Wat llevó al oso abozalado hasta la tarima, sujeto por una larga cadena, le pareció más pequeño. Aunque era poco mayor que un perro grande, se trataba de un ejemplar muy listo.
– ¡El oso Bartram! -anunció Wat.
El oso se acostó, y cuando Wat le dio la orden, se hizo el muerto, hizo rodar la pelota y la recogió, subió y bajó una escalera y, mientras Wat tocaba la flauta, interpretó el popular y alegre baile de los zuecos, moviéndose torpemente en vez de girar, pero de una manera tan deliciosa que el público aplaudió hasta el último movimiento de la bestia.
– Y ahora -dijo Wat-, Bartram luchará con todo aquel que se atreva a desafiarlo. Quien lo arroje al suelo recibirá gratis un tarro de ungüento de Wat, el milagroso agente para el alivio de los males humanos.
Se oyó un divertido murmullo, pero nadie dio un paso al frente.
– ¡Venid, luchadores! -los regañó Wat.
A Barber se le iluminaron los ojos y dijo en voz alta:
– Aquí hay un muchacho al que nada lo arredra.
Para sorpresa y gran preocupación de Rob, se vio empujado hacia delante. Unas manos voluntariosas lo ayudaron a subir a la tarima.
– Mi chico contra tu bestia, amigo Wat -dijo Barber.
Wat asintió y ambos rieron a mandíbula batiente.
"¡Ay, madre mía!”, se dijo Rob atontado.
Era un oso de verdad. Se balanceó sobre las patas traseras y ladeó su cabeza grande y peluda ante Rob. No era un podenco ni un amigo de la calle de los Carpinteros. Vio unos hombros impresionantes y unos miembros gruesos, e instintivamente quiso saltar de la tarima y huir. Pero escapar suponía desafiar a Barber y todo lo que este representaba en su vida. Escogió la opción menos audaz e hizo frente al animal.
Con el corazón en la boca, trazó un círculo y esgrimió las manos abiertas delante de su adversario, como había visto hacer a menudo a luchadores de más edad. Tal vez no lo había entendido bien; alguien rió y el oso miró en dirección al sonido. Rob intentó olvidar que su contrincante no era humano y se comportó como lo habría hecho ante otro chico: se precipitó y procuró que Bartram perdiera el equilibrio, pero fue como tratar de desarraigar un árbol inmenso.
Bartram alzo una pata y lo golpeó perezosamente. Aunque al oso le habían arrancado las garras, el manotazo lo derribó y lo hizo atravesar medio escenario. Ahora estaba algo más que aterrorizado: sabía que no podía hacer nada, y con gusto hubiera puesto pies en polvorosa, pero Bartram arrastraba los pies con engañosa rapidez y lo estaba esperando. Cuando Rob se incorporó, quedó rodeado por las patas delanteras del animal. Su rostro se hundió en el pelaje del oso y le tapó la boca y la nariz. Se estaba asfixiando en una piel negra y de lanas enredadas que olía exactamente igual a la que usaba para dormir. El oso no había terminado de crecer, pero él tampoco.
Forcejeaba y acabó mirando unos ojos rojos, pequeños y desesperados. Rob se dio cuenta de que el oso estaba tan asustado como él mismo, pero el animal dominaba la situación y tenía a quien acosar. Bartram no podía morder, pero lo habría hecho de buena gana: aplastó el bozal de cuero en el hombro de Rob y este sintió su aliento potente y apestoso.
Wat estiró la mano hacia la pequeña asa del collar del animal. Aunque no lo tocó, el oso gimoteó y se encogió; soltó a Rob y cayó boca arriba.
– ¡Sujétalo, bobo! -susurró Wat.
Se arrojó sobre el animal y tocó la piel negra próxima a los hombros. Nadie se lo creyó y unos pocos lo abuchearon, pero el público se había divertido y estaba de buen humor. Wat enjauló a Bartram y, tal como había prometido, regresó para recompensar a Rob con un diminuto tarro de arcilla que contenía ungüento. Poco después el artista declamaba ante los congregados los ingredientes y usos del bálsamo.
Rob se dejó llevar hasta el carromato por unas piernas que parecían de goma.
– Lo has hecho muy bien -declaró Barber-. Te lanzaste sobre él. ¿Te sangra la nariz?
Respiró ruidosamente, sabedor de que había tenido mucha suerte.
– La bestia estuvo a punto de hacerme daño -dijo con tono hosco.
Barber sonrió y meneo la cabeza.
– ¿Has visto la pequeña asa en la tirilla? Es un collar estrangulador. El asa permite girar la tirilla, que corta la respiración al animal si desobedece. Así se adiestra a los osos. -Ayudó a Rob a subir al pescante, extrajo una pizca del bálsamo del tarro y la frotó entre el pulgar y el índice-. Sebo, manteca de cerdo y un toque de perfume. Vaya, vaya, lo cierto es que se vende bien -musitó, viendo que los clientes hacían cola para dar sus peniques a Wat-. Un animal garantiza la prosperidad. Hay espectáculos que se basan en marmotas, cabras, cuervos, tejones y perros. Incluso en lagartijas, y por regla general ganan más que yo cuando trabajo sólo.
El caballo respondió a la tensión de las riendas y emprendió el descenso por el sendero hacia el frescor del bosque, dejando Chelmsford y el oso luchador tras ellos. Los temblores aún acompañaban a Rob. Permaneció inmóvil y pensativo.
– Y tu ¿por que no montas un espectáculo con un animal? -preguntó lentamente.
Barber se volvió a medias en el asiento. Sus amistosos ojos azules buscaron los de Rob, dejando traslucir más cosas que su boca sonriente.
– Te tengo a ti -respondió.
Comenzaron por los juegos malabares, y desde el principio Rob supo que jamás sería capaz de realizar ese tipo de milagro.
– Ponte erguido pero relajado, con las manos a los lados del cuerpo. Levanta los antebrazos hasta que queden paralelos al suelo. Vuelve las palmas hacia arriba.-Barber lo escudriñó críticamente y asintió-. Simula que sobre las palmas de tus manos he dejado una bandeja con huevos. No puedes permitir que la bandeja se incline siquiera un instante, pues se caerían los huevos. Pasa lo mismo con los malabarismos. Si tus brazos no están a nivel, las pelotas rodarán por todas partes. ¿Lo has entendido?
– Sí, Barber.
Tuvo una sensación de angustia en la boca del estómago.
– Ahueca las manos como si fueras a beber agua de cada una. -Cogió las pelotas de madera. Puso la roja en la mano derecha ahuecada de Rob, y azul en la izquierda-. Ahora lánzalas hacia arriba como hace un malabarista, pero al mismo tiempo.
Las pelotas pasaron por encima de su cabeza y cayeron al suelo.
– Presta atención. La pelota roja subió más porque en el brazo derecho tienes más fuerza que en el izquierdo. Por consiguiente, has de aprender a compensarlo, a hacer menos esfuerzos con la mano derecha y más con la izquierda, ya que los lanzamientos deben ser equivalentes. Además, las pelotas subieron demasiado. A un malabarista le basta con echar hacia atrás la cara y mirar hacia el sol para saber dónde han ido las pelotas. Estas no deben superar esta altura -palmeó la frente de Rob-. De esta forma puedes verlas sin mover la cabeza. -Frunció el ceño-. Algo más. Los malabaristas nunca arrojan una pelota. Las pelotas se hacen saltar. El centro de tu mano debe sacudirse un instante a fin de que el ahuecado desaparezca y la palma quede plana. El centro de tu mano impulsa la pelota en línea recta hacia arriba, al tiempo que la muñeca da un pequeño y suave giro y el antebrazo un debilísimo movimiento ascendente. No debes mover los brazos desde el codo hasta el hombro.
Recobró las pelotas y se las entregó a Rob.
Cuando llegaron a Hertford, Rob montó la tarima, trasladó los frascos con el elixir de Barber y luego se alejó con las dos pelotas de madera y practicó. Aunque no le había parecido difícil, descubrió que la mitad de las veces daba efecto a la pelota cuando la lanzaba, lo que hacía que se desviara. Si cogía la pelota sujetándola demasiado, caía hacia su cara o le pasaba por encima del hombro. Si relajaba la mano, la pelota se alejaba de él. Pero insistió y, poco después, le cogió el tranquillo. Barber pareció satisfecho cuando esa noche, antes de la cena, le mostró sus nuevas habilidades.
Al día siguiente, Barber paró el carromato a las puertas de la aldea de Luton y enseñó a Rob cómo lanzar dos pelotas de tal modo que sus trayectorias se cruzaran.
– Puedes evitar un choque en el aire si una pelota lleva la delantera o se lanza más alta que la otra-explicó.
En cuanto comenzó el espectáculo en Luton, Rob se retiró con las dos pelotas y practicó en un pequeño claro del bosque. Con demasiada frecuencia la pelota azul topaba con la roja produciendo un suave golpe seco que parecía mofarse de él. Las pelotas caían, rodaban y tenía que recuperarlas, por lo que se sentía ridículo y enfadado. Pero nadie lo veía salvo una rata de campo y, de vez en cuando, un pájaro, de modo que siguió intentándolo. Finalmente, se dio cuenta de que podía lanzar ambas pelotas con éxito si la primera descendía lejos de su mano izquierda y la segunda subía menos y recorría una distancia más corta. Tuvo dos días de ensayos, fracasos y repeticiones constantes hasta que se sintió lo bastante satisfecho para mostrárselo a Barber.
Barber le enseñó a desplazar ambas pelotas en círculo.
– Parece más difícil de lo que en realidad es. Lanzas la primera pelota. Mientras está en el aire, pasas la segunda a la mano derecha, la mano izquierda coge la primera pelota, la derecha lanza la segunda y así sucesivamente. ¡Vamos, vamos! Tus lanzamientos envían rápidamente hacia arriba las pelotas, pero estas bajan mucho más despacio. Ese es el secreto del prestidigitador, lo que salva a los prestidigitadores. Tienes tiempo de sobra para aprender.
Al final de la semana, Barber le enseñó a lanzar tanto la pelota roja como la azul con la misma mano. Tenía que sostener una pelota en la palma y la otra más adelante, con los dedos. Se alegró de tener manos grandes. Las pelotas se le cayeron infinitas veces, pero, al final, captó el truco: primero lanzaba hacia arriba la roja y, antes de que volviera a caer en su mano, soltaba la azul. Bailaban arriba y abajo con la misma mano: “¡vamos, vamos, vamos!”
Ahora practicaba en todos sus momentos libres: dos pelotas en círculo, dos pelotas entrecruzadas, dos pelotas sólo con la mano derecha, dos pelotas únicamente con la izquierda. Descubrió que si hacia malabarismos con lanzamientos muy bajos podía aumentar su velocidad.
Se quedaron en las afueras de una población llamada Bletchly porque Barber le compró un cisne a un campesino. No era más que un polluelo, pero, de todas maneras, había que preparar para llevarlo a la mesa. El campesino vendió el cisne muerto y desplumado, pero Barber trabajó el ave, la lavó con esmero en un riachuelo y luego la colgó de las patas sobre un fuego suave para quemarle los cueros. Rellenó el cisne con castañas, cebollas, grasa y hierbas, como correspondía a un ave que le había costado cara.
– La carne de cisne es más fuerte que la de oca, pero más seca que la de pato y, por consiguiente, tiene que aderezarse -explicó a Rob con entumo.
Prepararon el cisne envolviéndolo totalmente en delgadas láminas de lomo salado, superpuestas delicadamente. Barber ató el paquete con cordel de lino y lo colgó encima de la hoguera, en un espetón.
Rob practicó malabarismos lo suficientemente cerca del fuego para que los olores se convirtieran en un dulce tormento. El calor de las llamas derretía la grasa del cerdo y rociaba la carne magra, al tiempo que el sebo se fundía lentamente y ungía el ave desde dentro. A medida que Bar giraba el cisne sobre la rama verde que hacia las veces de espetón, la piel del cerdo se secaba y se iba asando gradualmente; cuando el ave estuvo asada y la retiró del fuego, el cerdo salado se agrietó y siseo. El interior del cisne estaba húmedo y tierno, algo fibroso pero perfectamente mechado y condimentado. Comieron parte de la carne con relleno castañas calientes y calabaza nueva hervida. Rob probó un magnífico muslo rosado.
Al día siguiente madrugaron y siguieron adelante, alentados por la jornada de descanso. Hicieron un alto para desayunar a la vera del sendero y disfrutaron parte de la pechuga fría del cisne con el cotidiano pan tostado con queso. Cuando acabaron de comer, Barber eructó y entregó a Rob la tercera pelota de madera, pintada de verde.
Se desplazaron como hormigas por las tierras bajas. Los montes Cotspid eran suaves y ondulantes, muy bellos en la dulzura estival. Las aldeas acurrucaban en los valles y Rob vio más casas de piedra de las que estaba acostumbrado a ver en Londres. Tres días después de St. Swithin cumplió diez años. No se lo comentó a Barber.
Había crecido. Las mangas de la camisa que mamá cosió largas adrede, ahora le quedaban muy por encima de sus nudosas muñecas. Barber lo hacía trabajar mucho. Llevaba a cabo la mayoría de las faenas más desagradables: cargar y descargar el carromato en cada población y aldea, acarrear leña y recoger agua. Su cuerpo convertía en hueso y músculo la magnífica y sabrosa comida que mantenía a Barber imponentemente obeso. Se había habituado muy pronto a la comida exquisita.
Rob y Barber empezaban a acostumbrarse el uno al otro. Cuando, ahora, el hombre gordo llevaba a una mujer al fuego del campamento, ya no era una novedad; a veces Rob permanecía atento a los sonidos de la rebatina amorosa e intentaba ver algo, pero por lo general se daba la vuelta y dormía.
Si las circunstancias lo permitían, ocasionalmente Barber pasaba la noche en casa de una mujer, pero siempre estaba junto al carromato cuando clareaba y llegaba la hora de abandonar un lugar.
Gradualmente Rob llegó a comprender que Barber intentaba acariciar a todas las mujeres que veía y que hacía lo mismo con la gente que contemplaba sus espectáculos. El cirujano barbero les contaba que la Panacea Universal era una medicina oriental que se preparaba haciendo una infusión de las flores secas y molidas de una planta llamada vitalia, que sólo se hallaba en los desiertos de la remota Asiria. Sin embargo, cuando la Panacea empezó a escasear, Rob ayudó a Barber a preparar un nuevo lote y vio que la medicina se componía, básicamente, de licor corriente.
No necesitaban preguntar más de seis veces para encontrar a un campesino encantado de vender un barril de hidromiel. Aunque cualquier variedad habría servido, Barber siempre insistía en conseguir cierta mezcla de miel fermentada y agua conocida como metheglin.
– Es un invento galés, mozuelo, una de las pocas cosas que nos han dado. El nombre procede de meddyg, que significa médico, y lyrl, que quiere decir alcohol fuerte. De este modo toman medicinas y es bueno, ya que embota la lengua y entibia al alma.
Vitalia, la Hierba de la Vida de la remota Asiria, resultó ser una pizca de salitre que Rob mezclaba minuciosamente en un galón de hidromiel. Daba al alcohol fuerte un fondo medicinal, suavizado por la dulzura de la miel fermentada que constituía su base.
Los frascos eran pequeños.
– Compras el barril barato y vendes caro el frasco -solía decir Barber-. Nosotros formamos parte de las clases inferiores y de los pobres. Por encima de nosotros están los cirujanos que cobran honorarios más abultados y a veces nos arrojan un trabajo desagradable con el que no quieren ensuciarse las manos, como si echaran un trozo de carne podrida a un chucho. Por encima de este grupo de desdichados, están los condenados médicos, seres infatuados y que atienden a la gente bien nacida por afán de lucro. ¿Alguna vez te has preguntado por que motivo este barbero no recorta barbas ni cabelleras? Lisa y llanamente, porque puedo darme el lujo de elegir mis faenas. Aprendiz, de todo esto podrás extraer provecho si aprendes bien la lección: preparando el medicamento adecuado y vendiéndolo con diligencia, el cirujano barbero puede ganar tanto como un médico. Si todo lo demás fracasa, bastará con que hayas aprendido lo que te digo.
Cuando terminaron de preparar la panacea para su venta, Barber cogió un tarro más pequeño y preparó un poco más. Luego se toqueteó la ropa.
Rob miró azorado cómo el chorro tintineaba dentro de la Panacea Universal.
– Es mi Serie Especial -comentó Barber suavemente, sacudiéndose.
Pasado mañana estaremos en Oxford. El magistrado, que responde al nombre de Sir John Fitts, me cobra mucho a cambio de no expulsarme del condado. Dentro de quince días llegaremos a Bristol, donde el tabernero Potte suelta estentóreos insultos durante mis espectáculos. Siempre procuro tener regalos pequeños y adecuados para este tipo de individuos.
Cuando llegaron a Oxford, Rob no se retiró a practicar con las pelotas de colores. Se quedó y esperó a que apareciera el magistrado con su mugrienta túnica de raso. Era un hombre largo y delgado, de mejillas hundidas una eterna sonrisa fría que parecía traducir un íntimo regocijo. Rob vio que Barber pagaba el soborno y luego, como reticente ocurrencia tardía, ofrecía un frasco de hidromiel.
El magistrado abrió el frasco y engulló su contenido. Rob sospechaba que tendría náuseas, escupiría y ordenaría el arresto inmediato de ambos, pero Fitts acabó las ultima gota y se pasó la lengua por los labios.
– Un buen traguito.
– Muchas gracias, sir John.
– Dame varios frascos para llevar a casa.
Barber suspiró, como si se hubiera dejado engañar.
– Por descontado, mi señor.
Aunque los frascos con orines tenían una raya para distinguir los de hidromiel sin diluir y se guardaban en un rincón del carromato, Rob no se atrevió a probar ningún licor por temor a equivocarse. La existencia de la serie Especial logró que toda el hidromiel le resultara repugnante, y tal vez esto lo salvó de convertirse en borrachín a tierna edad.
Hacer malabarismos con tres pelotas era espantosamente difícil. Practicó durante tres semanas sin obtener grandes resultados. Empezó por sostener dos pelotas con la mano derecha y una con la izquierda. Barber le indicó que hiciera malabarismos con dos pelotas en una sola mano, cosa que ya había aprendido. Cuando Rob creía llegado el momento oportuno, incorporaba la tercera pelota al mismo ritmo. Dos pelotas subían juntas, luego una, después dos, a continuación una… La solitaria pelota que se balanceaba en las otras creaba una bonita imagen, pero no era verdadera prestidigitación Cada vez que intentaba un salto cruzado con las tres pelotas tenía problemas.
Practicaba siempre que podía. Por la noche, en sueños, veía las pelotas de colores danzando por los aires, ligeras como pájaros. Cuando estaba despierto intentaba lanzarlas como en sueños, pero no tardaba en verse en figura. Se encontraban en Stratford cuando le cogió el tranquillo. No percibió nada distinto en el modo en que las lanzaba o las cogía. Lisa y llanamente, había encontrado el ritmo, las tres pelotas parecían elevarse de forma natural de sus manos y caían como si formaran parte de su ser.
Barber estaba satisfecho.
– Hoy es el día de mi nacimiento y me has hecho un buen regalo-dijo.
– Para celebrar ambos acontecimientos fueron al mercado y compraron un corte de venado joven para asar, que Barber hirvió, mechó, condimentó con yerbabuena y acedera y luego asó en cerveza, acompañado de zanahorias y peras dulces.
– ¿Cuál es el día de tu cumpleaños? -preguntó mientras comían.
– Tres días después de St. Swithin.
– ¡Pues ya pasó y ni siquiera lo mencionaste!
Rob no respondió. Barber miró a su aprendiz y asintió con la cabeza.
Luego cortó más carne y la puso en el plato de Rob.
Esa noche Barber lo llevó a la taberna de Stratford. Rob tomó sidra dulce, pero Barber bebió cerveza nueva y entonó una canción para celebrar el día. Aunque no tenía una gran voz, era capaz de seguir una melodía.
Cuando acabó, se oyeron aplausos y golpes con las jarras sobre las mesas. A una mesa de un rincón había dos mujeres, las únicas presentes. Una era joven, corpulenta y rubia. La otra, delgada y mayor, con manchones grises en su cabellera castaña.
– ¡Más! -gritó descaradamente la mujer mayor.
– Señora, sois insaciable -replicó Barber. Echó hacia atrás la cabeza y dijo -Aquí va una nueva y alegre canción para los galanteos de una viuda madura, que dio cama a un canalla que fue su triste ruina. ¡El hombre la montó, la hizo saltar y le robó todo su oro a cambio del cuerpo a cuerpo!
Las mujeres se desternillaban de risa, tapándose los ojos con las manos.
Barber les invitó a cerveza y entonó:
Tus ojos me acariciaron una vez
tus brazos me rodean ahora…
Más tarde nos revolcaremos juntos, de modo que no hagas grandes promesas.
Con sorprendente agilidad para un hombre de su corpulencia, Barber danzó un frenético paso de zuecos con cada una de las mujeres, mientras los parroquianos de la taberna batían palmas y gritaban. Dio vueltas e hizo girar rápidamente a las embelesadas mujeres, ya que bajo la grasa se ocultaban los músculos de un caballo de tiro. Rob se quedó dormido inmediatamente después de que Barber llevara a las mujeres a la mesa. Apenas reparó en que lo despertaban y que las mujeres lo sostenían mientras ayudaban a Barber a guiarlo trastabillando hasta el campamento.
Cuando despertó a la mañana siguiente, los tres yacían bajo el carro, enredados como enormes serpientes muertas.
Rob se interesaba cada vez más por los pechos y se acercó para estudiar a las mujeres. La más joven poseía un seno oscilante con gruesos pezones encajados en grandes areolas marrones pobladas de vello. La mayor era casi plana, con pequeñas tetas azuladas como las de una perra o las de una cerda.
Barber abrió un ojo y lo vio fijar en su memoria los cuerpos de las mujeres. Luego se levantó y palmeó a sus compañeras, que se mostraron enfadadas y soñolientas. Las despertó para que desocuparan el lecho y así poder guardarlo en el carro mientras Rob enganchaba el caballo. Dio de regalo a cada una una moneda y un frasco de Panacea Universal. Despreciados por una garza aleteante, el barbero y Rob salieron de Stratford en el mismo momento en que el sol teñía de rosa el río.
Una mañana Rob intentó hacer sonar el cuerno y, en lugar de una bocanada de aire, se oyó el sonido completo. Poco después el aprendiz señalaba orgulloso sus avances cotidianos con esa llamada solitaria y retumbante. A medida que el verano tocaba a su fin y los días se tornaban cada vez más cortos, pusieron rumbo al suroeste.
– Tengo una casita en Exmouth -le contó Barber-. Procuro pasar los viernes en la benigna costa porque el frío me desagrada.
Entregó a Rob una pelota marrón.
Los malabarismos con cuatro pelotas no eran de temer, porque ya sabía hacer juegos con dos pelotas en una mano y ahora lo intentaba con dos pelotas en cada mano. Practicaba constantemente, pero tenía prohibido hacer juegos mientras viajaban en el pescante, ya que solía fallar y Barber se hartaba de refrenar el caballo y esperar a que se apeara para recoger las pelotas.
A veces llegaban a un sitio donde los chicos de su edad chapoteaban en el río o reían y jugueteaban, y entonces sentía la nostalgia de la niñez. Sin embargo, ya era distinto a ellos. ¿Acaso habían luchado con un oso? ¿podían hacer juegos malabares con cuatro pelotas? ¿Sabían tocar el cuerno sajón?
En Glastonbury realizó juegos malabares en el cementerio de la aldea delante de un asombrado grupo de chiquillos, mientras Barber actuaba en la zona cercana y oía las risas y los aplausos del público. Barber fue tajante en la condena:
– No debes actuar a menos que te conviertas en un auténtico prestidigitador, cosa que puede ocurrir o no. ¿Lo has comprendido?
– Sí, Barber.
Por fin llegaron a Exmouth una noche de finales de octubre. La casa, que se alzaba a pocos minutos a pie desde la orilla del mar, estaba desolada, abandonada.
– Había sido una granja con sus campos, pero la compré sin tierras y, por tanto, barata -explicó Barber-. La cuadra está en el antiguo henil y el carromato se guarda en el granero.
El cobertizo, que fuera establo de la vaca del anterior propietario, servía ahora de leñera. La vivienda era poco mayor que la casa de la calle de los Carpinteros, de Londres, y como aquella tenía techo de paja, pero en lugar del agujero para la salida del humo contaba con una gran chimenea de piedra. Barber había colocado dentro de la chimenea unas llaves de hierro, un trípode, una pala, útiles de chimenea de gran tamaño, un caldero y un gancho para colgar carne. Junto a la chimenea se alzaba un horno y, muy cerca, un inmenso armazón de cama. En inviernos anteriores Barber había ido llevando enseres para hacer más cómoda la casa. También había una artesa, una mesa, un banco, una quesera, varias jarras y unos pocos cestos.
En cuanto encendieron fuego en el hogar, recalentaron los restos de un jamón que los había alimentado toda la semana. La carne curada tenía un sabor fuerte y el pan estaba cubierto de moho. No era el tipo de comida digna de su maestro.
– Mañana nos aprovisionaremos -dijo Barber, taciturno.
Rob cogió las pelotas de madera y practicó lanzamientos cruzados bajo la luz parpadeante. Tuvo buena suerte, pero al final las pelotas rodaron por el suelo.
Barber extrajo una pelota amarilla de su bolsa y la arrojó para que quedara junto a las demás.
Roja, azul, marrón y verde. Y ahora, amarilla.
Rob pensó en los colores del arco iris y sintió que se hundía en la más negra desesperación. Se incorporó y miró a Barber. Supo que el hombre percibiría en sus ojos una resistencia que hasta entonces nunca se había manifestado, pero no pudo evitarlo.
– ¿Cuántas más?
Barber comprendió la pregunta y captó su desesperación.
– Ninguna. Es la ultima -respondió, sereno.
Trabajaron a fin de prepararse para el invierno. Aunque había leña suficiente, era necesario cortar más. También había que recoger leña fina, cortarla y apilarla cerca de la chimenea. La casa contaba con dos habitaciones, una para vivir y la otra para despensa. Barber sabía exactamente a dónde tenía que dirigirse para conseguir las mejores provisiones. Compraron nabos, cebollas y un cesto de calabazas. En un huerto de Exeter adquirieron un tonel de manzanas de piel dorada y carne blanca y lo llevaron a casa en el carromato. Prepararon un barril de cerdo en salmuera. En una granja vecina disponían de sala para ahumar, así que compraron jamones y caballas y los hicieron ahumar a cambio de dinero. Los colgaron junto a un cuarto de cordero que también habían comprado. Allí, en lo alto, secándose, aguardaban la época en que los necesitarían. Acostumbrado a que la gente cazara y pescara furtivamente o produjera lo que comía, el campesino se asombró de que un hombre común comprara tanta carne.
Rob detestaba la pelota amarilla. Y la pelota amarilla fue su perdición.
De buen principio, hacer juegos malabares con cinco pelotas le parecía mal. Tenía que sostener tres pelotas con la mano derecha. En la izquierda apretaba la pelota más baja contra la palma de la mano con el anular y el meñique, mientras la de arriba quedaba encajada entre su pulgar, su índice y el dedo corazón. En la derecha, sostenía la pelota más baja del mismo modo, pero la de arriba quedaba encarcelada entre su pulgar y su índice y la del medio, encajaba entre el índice y el dedo corazón. Apenas podía sostenerlas, para no hablar de lanzarlas.
Barber intentó ayudarlo.
– Cuando haces malabarismos con cinco pelotas, muchas de las reglas que has aprendido ya no sirven. Ahora no puedes lanzar la pelota; tienes que echarla hacia arriba con las yemas de los dedos. A fin de tener tiempo suficiente para hacer malabarismos con las cinco, has de lanzarlas muy alto. Primero sueltas una pelota de la mano derecha. Inmediatamente, otra pelota debe abandonar tu mano izquierda, luego la derecha, de nuevo la izquierda después la derecha. ¡Lanza-lanza-lanza-lanza! ¡Debes hacerlo muy rápidamente!
Rob lo intentó y se encontró bajo una lluvia de pelotas. Sus manos procuraban asirlas, pero se desmoronaban a su alrededor y rodaban hasta las esquinas de la estancia. Barber sonrió y dijo:
– Este será tu trabajo del invierno.
El agua sabía amarga porque la fuente de atrás estaba atascada por una densa capa de hojas de roble en putrefacción. Rob encontró un rastrillo de madera en la cuadra y recogió grandes montones de hojas negras e impregnadas de agua. Apiló arena en una ribera cercana y roció la fuente con una gruesa capa. Cuando el agua turbia se asentó, volvió a ser potable.
El invierno, una estación extraña, llegó pronto. A Rob le gustaban los inviernos de verdad, con el suelo nevado. Ese año en Exmouth llovió la mitad de los días, y cada vez que nevaba los copos se derretían sobre la tierra húmeda. No había hielo salvo las diminutas agujas que encontró en el agua de la fuente. El viento marítimo siempre era frió y húmedo, y la casita formaba parte de la humedad general. Por la noche dormía en la gran cama, con Bar. Aunque el barbero se acostaba más cerca del fuego de la chimenea, su corpulencia despedía bastante calor.
Llegó a odiar los malabarismos. Hizo esfuerzos desesperados por manipular las cinco pelotas, pero no llegó a recoger más de dos o tres. Cuando tenía dos pelotas e intentaba coger la tercera, la descendente solía golpear las que tenía en la mano y salía disparada.
Se dedicó a realizar cualquier tarea que le impidiera practicar los juegos malabares. Sacaba los excrementos nocturnos sin que nadie se lo pidiera y limpiaba el orinal de piedra cada vez que lo utilizaban. Recogió más leña de la necesaria, y constantemente llenaba la jarra de agua. Cepilló a Incitatus hasta que su piel gris relució, y trenzó sus crines. Revisó cada una de las manzanas del barril para entresacar la fruta podrida. Tenía la casa aún más limpia de lo que su madre la había tenido en Londres.
En la orilla de la bahía de Lyme contemplaba las olas blancas que azotaban la playa. El viento arreciaba en línea recta de la mar gris y agitada, tan frío y húmedo que le hacía llorar los ojos. Barber se dio cuenta de que temblaba y contrató a la costurera viuda Editha Lipton para que cortara una de sus viejas túnicas y cosiera una capa abrigada y unos pantalones ceñidos para Rob.
El marido y los dos hijos de Editha se habían ahogado durante una tormenta que los sorprendió pescando. La viuda era una matrona fuerte, de rostro apacible y ojos tristes. Rápidamente se convirtió en la mujer de Barber. Cuando el barbero se quedaba con ella en la ciudad, Rob se tendía a solas en la gran cama junto al fuego y fingía que la casa le pertenecía. En una ocasión en que una tempestad con aguanieve logró colarse por las grietas, Editha pasó la noche allí. Desplazó a Rob al suelo, donde el mozo se aferró a una piedra caliente envuelta en un trapo, con los pies tapados con trozos de bucarán de la costurera. Oyó su voz baja y suave:
– ¿El chico no debería venir con nosotros, para estar abrigado?
– No -replicó Barber.
Un rato más tarde, mientras el hombre gruñón se balanceaba sobre ella, la viuda bajo la mano en la oscuridad y la posó en la cabeza de Rob, ligera como una bendición.
El chico se quedó quieto. Cuando Barber acabó con la mujer, esta ya había retirado la mano. A partir de entonces, cada vez que la viuda dormía en casa de Barber, Rob aguardaba en la oscuridad, en el suelo, junto a la cama, pero nunca volvió a tocarlo.
– No has avanzado nada -se quejó Barber-. Presta atención. Mi aprendiz debe servir para entretener al público. Mi ayudante debe ser malabarista.
– ¿No puedo hacer malabarismos con cuatro pelotas?
– Un prestidigitador excepcional puede mantener siete pelotas en el aire. Conozco a varios que manipulan seis. Me basta con un prestidigitador corriente y moliente. Pero si no consigues manipular cinco pelotas, pronto tendré que desprenderme de ti. -Barber suspiró-. He tenido muchos chicos y, de todos, sólo tres eran dignos de conservarse. El primero fue Evan Carey, que aprendió a hacer maravillosos juegos malabares con cinco pelotas, pero tenía debilidad por el alcohol. Estuvo conmigo cuatro prósperos años después de su aprendizaje, hasta que murió de una cuchillada en una reyerta de borrachos en Leicester. Un final digno de un imbécil.
– El segundo fue Jason Earle. Era inteligente y el mejor malabarista de todos. Aprendió mi oficio de barbero, pero se casó con la hija del magistrado de Portsmouth y permitió que su suegro lo convirtiera en un ladrón como Dios manda y en recaudador de sobornos.
– Gibby Nelson, el penúltimo chico, era maravilloso. Fue mi puñetera comida y bebida hasta que cogió las fiebres en York y murió. -Frunció el ceño-. El condenado y último chico era un imbécil. Hacía lo mismo que tú: podía realizar juegos malabares con cuatro pelotas, pero no logró cogerle el gusto a la quinta y me lo quité de encima en Londres poco antes de encontrarte a ti.
Se contemplaron con tristeza.
– Óyeme bien: tu no eres imbécil. Eres un mozuelo prometedor, con el que es fácil convivir, y rápido a la hora de cumplir las faenas. Sin embargo, no conseguí el caballo y los arreos, ni esta casa, ni la carne que cuelga de los tejos enseñando mi oficio a chicos que no me sirven. En primavera serás prestidigitador o tendré que dejarte en alguna parte. ¿Lo entiendes?
– Sí, Barber.
El cirujano barbero le enseñó algunas cosas. Le pidió que hiciera juegos malabares con tres manzanas, y los rabos puntiagudos le hirieron las manos. Cogió suavemente, aflojando en cada intento su apretón.
– ¿Lo has visto? -preguntó Barber-. En virtud de la ligera diferencia, la manzana que ya sostienes en la mano evita que la segunda manzana rebote fuera de tu alcance.-Rob descubrió que funcionaba tanto con manzanas como con pelotas-. Vas progresando -comentó Barber esperanzado.
Las Navidades llegaron mientras estaban ocupados con otras cosas.
Editha los invitó a que la acompañaran a la iglesia, y Barber soltó un bufido.
– Entonces, ¿somos una condenada familia? -De todos modos, el barbero no opuso resistencia cuando la viuda preguntó si podía llevar al chiquillo.
La pequeña iglesia campestre de zarzo y argamasa barata estaba atiborrada y, por tanto, más cálida que el resto del desolado Exmouth. Desde Londres Rob no había pisado una iglesia, y respiró nostálgico el olor a incienso y a humanidad entregándose a la misa, un refugio conocido.
Después, el sacerdote, al que le costó trabajo entender por su acento de Dartjor, habló del nacimiento del Salvador y de la bendita vida humana que llegó a su fin cuando los judíos lo mataron; también se refirió extensamente a Lucifer, el ángel caído con el que Jesús lucha eternamente en defensa de nosotros. Rob intentó elegir un santo al que dedicarle una oración especial, pero acabó dirigiéndose al alma más pura que su mente era capaz de imaginar. "Por favor, mamá, cuida de los demás. Yo estoy bien y te suplico me ayudes a cuidar a tus hijos más pequeños.-No pudo abstenerse de añadir una cuestión personal-: Mamá, te ruego que me ayudes a hacer juegos malabares con cinco pelotas."
– Al salir de la iglesia se dirigieron directamente a la casa y comieron la oca que Barber hacía horas había puesto en el espetón, rellena con ciruelas y cebollas.
– Si uno toma oca en Navidad, recibirá dinero todo el año -aseguró Barber.
Editha sonrió.
– Siempre oí decir que para recibir dinero tienes que comer oca el día de San Miguel -intervino, pero no discutió cuando Barber insistió en que era en Navidad. El barbero fue generoso con los licores y compartieron una alegre comida.
Editha no podía pasar la noche en casa de Barber, tal vez porque el día del nacimiento de Cristo sus pensamientos estaban con sus difuntos esposo e hijos, del mismo modo que los de Rob andaban por otros derroteros.
Cuando ella se fue, Barber observó como Rob recogía la mesa.
– No debo encariñarme demasiado con Editha -concluyó Barber-. Al fin y al cabo, sólo es una mujer y pronto la dejaremos.
El sol jamás brillaba. Ya habían transcurrido tres semanas del nuevo año y la grisura invariable de los cielos afectó sus espíritus. Barber se dedicó a apremiarlo y a insistir en que continuara las practicas por muy lamentables que fueran sus repetidos fracasos.
– ¿No recuerdas lo que ocurrió cuando intentaste hacer malabarismos con tres pelotas? Primero no podías y, de repente, fuiste capaz. Lo mismo ocurrió a la hora de soplar el cuerno sajón. Debes concederte hasta la ultima oportunidad de hacer juegos malabares con cinco.
Por muchas horas que dedicara a la práctica, el resultado era siempre el mismo. Acabó por abordar torpemente la tarea, convencido de que fracasaría incluso antes de empezar.
Rob supo que llegaría la primavera y que no sería prestidigitador.
Una noche soñó que Editha volvía a tocarle la cabeza, abría sus muslos generosos y le mostraba el sexo. Al despertar no podía recordar cuál era su aspecto, pero durante el sueño le ocurrió algo extraño y aterrador. En cuanto Barber salió de la casa limpió la suciedad de las pieles y la frotó con ceniza húmeda. No era tan necio para creer que Editha esperaría a que se hiciera hombre y se casaría con el, pero pensó que la situación de la viuda mejoraría si ganaba un hijo.
– Barber se irá -le dijo una mañana mientras ella lo ayudaba a acarrear leña-. ¿No puedo quedarme en Exmouth y vivir contigo?
Algo duro se apoderó de los ojos de la viuda, que no desvió la mirada.
– No puedo mantenerte. Para mantenerme viva sólo a mí misma, tengo que ser medio cocinera y medio prostituta. Si te tuviera a ti, debería entregarme a cualquier hombre.
Un leño cayó de la pila que sostenía entre los brazos. Aguardó a que Rob lo recogiera, dio media vuelta y entró en la casa.
A partir de entonces la viuda apareció con menos frecuencia y apenas le dirigió la palabra. Al final dejó de visitarlos. Quizás Barber estaba menos interesado en los placeres, ya que se tornó más irritable.
– ¡Bobo! -gritó cuando Rob J. dejó caer las pelotas por enésima vez-. Esta vez sólo utilizarás tres pelotas pero las lanzarás alto, como harías si tuvieras cinco. Cuando la tercera pelota esté en el aire, bate palmas.
Rob obedeció y después del golpe aún tuvo tiempo para recoger las tres pelotas.
– ¿Has visto? -preguntó Barber, satisfecho-. En el tiempo que dedicaste a batir palmas, habrías podido echar al aire las otras dos pelotas.
Cuando lo intentó, las cinco pelotas chocaron en el aire y una vez más volvió a reinar el caos, las maldiciones del barbero y las pelotas rodaron por todas partes.
De repente, sólo faltaban unas pocas semanas para la primavera.
Una noche, convencido de que Rob estaba dormido, Barber se acercó al chico y acomodó las pieles para que estuviera abrigado. Se inclinó sobre la cama y miró largo rato a Rob. Luego suspiró y se alejó.
Por la mañana, Barber sacó una fusta del carromato.
– No te concentras en lo que haces -dijo.
Rob nunca lo había visto azotar al caballo, pero cuando se le cayeron las pelotas la fusta silbó y le hirió las piernas.
Dolía mucho. Gritó y se puso a sollozar.
– Recoge las pelotas.
Las recuperó y volvió a lanzarlas con el mismo resultado lamentable. La fusta le laceró las piernas.
Aunque su padre lo había golpeado en infinitas ocasiones, jamás empleó fusta.
Recobró una y otra vez las cinco pelotas e intentó hacer malabarismos y no lo logró. Cada vez que fallaba, la fusta azotaba sus piernas y lo hacía gritar de dolor.
– Recoge las pelotas.
– ¡Por favor, Barber!
El rostro del hombre era severo.
– Es por tu propio bien. Usa la cabeza. Piensa.
Aunque el día era frío, Rob sudaba a raudales. El dolor lo empujó a concentrarse en lo que hacía, pero temblaba, presa de frenéticos sollozos, y sus músculos parecían pertenecer a otra persona. Lo hizo peor que nunca.
Se irguió tembloroso, con el rostro surcado de lágrimas y los mocos resbalando hasta su boca mientras Barber lo vapuleaba. “Soy un romano -se dijo-. Cuando sea adulto, buscaré a este hombre y lo mataré.”
Barber lo golpeó hasta que la sangre empañó las perneras de los pantalones nuevos que Editha había cosido. Entonces soltó la fusta y abandonó la Casa con paso decidido.
Aquella noche el cirujano barbero regresó tarde y, borracho como una cuba, se dejó caer en la cama.
Al despertar por la mañana, su mirada era serena, pero apretó los labios al ver las piernas de Rob. Calentó agua y, con ayuda de un trapo, limpió la sangre seca. Fue a buscar un tarro de grasa de oso y dijo:
– Frótala bien.
La certeza de que había perdido la oportunidad, hería a Rob más que los cortes y los verdugones.
Barber consultó sus mapas.
– Partiré el Jueves Santo y te llevaré a Bristol. Es un puerto próspero y tal vez allí encuentres colocación.
– Sí, Barber -respondió en voz baja.
Barber dedicó largo rato a preparar el desayuno, y cuando lo tuvo listo repartió generosamente gachas, tostadas con queso y huevos con tocino.
– Come, come -dijo roncamente.
Se quedó mirando a Rob, que comía a regañadientes.
– Lo lamento -añadió el barbero-. Yo mismo fui un trotamundos y sé que la vida puede resultar dura.
Durante el resto de la mañana, Barber sólo le dirigió la palabra una vez para decir:
– Puedes quedarte con el traje.
Guardaron las pelotas de colores y Rob ya no practicó. Faltaban casi dos semanas para el Jueves Santo, y Barber lo hizo trabajar mucho, encargándole que fregara los suelos astillosos de ambas estancias. En primavera, mamá también lavaba las paredes de casa, así que ahora Rob hizo lo propio. Aunque en aquella casa había menos humos que en la de mamá, tuvo la sospecha de que las paredes jamás fueron lavadas, y al concluir, la diferencia era bien visible.
Una tarde el sol reapareció mágicamente, volviendo el mar azul y brillante y suavizando el aire salobre. Por primera vez Rob entendió los motivos por los cuales algunas personas preferían vivir en Exmouth. En el bosque detrás de la casa, pequeñas cosas verdes se movían entre el moho de las hojas húmedas. Lleno una perola de brotes de espárragos e hirvieron las primeras verduras con tocino entreverado. Los pescadores se habían internado en la mar serena, y Barber salió al encuentro de una embarcación que regresaba. Compró un horrible bacalao y media docena de cabezas de pescado.
Encomendó a Rob que cortara cuadrados de cerdo salado y derritió lentamente la carne grasa en la sartén hasta que quedó crujiente. A continuación, preparó una sopa mezclando carne y pescado, rodajas de nabo, grasa derretida, buena leche y un ramillete de tomillo. La disfrutaron en silencio, acompañada de pan tostado y caliente, sabiendo que muy pronto Rob ya no comería tan bien.
Parte del cordero colgado se había puesto verde, de modo que Barber cortó la parte estropeada y la llevó al bosque. Del tonel de manzanas emanaba un hedor espantoso, ya que sólo se conservaba una parte de la fruta originalmente almacenada. Rob inclinó el tonel y lo vació, estudiando cada reineta y separando las sanas.
Las manzanas eran sólidas y fuertes al tacto.
Recordó que Barber le había dado manzanas para que aprendiera a cogerlas suavemente y lanzo tres: "¡Va-va-va!”
Las cogió. Volvió a lanzarlas a gran altura y batió palmas antes de que descendieran.
Seleccionó otras dos manzanas y lanzó las cinco al aire, pero…, ¡sorpresa!, chocaron y cayeron al suelo, donde quedaron algo ablandadas. Rob quedó paralizado, pues no sabía dónde estaba Barber, que seguramente volvería a azotarlo si lo pescaba desperdiciando comida.
En la habitación contigua no sonó ninguna protesta.
Se dedicó a guardar las manzanas sanas en el tonel. El intento no estuvo tan mal, se dijo; parecía que esta vez había calculado mejor los tiempos.
Escogió otras cinco manzanas del tamaño adecuado y las lanzó al aire.
Aunque esta vez estuvo a punto de funcionar, le fallaron los nervios y la fruta cayó en picado como arrancada del árbol por un vendaval de otoño.
Recobró las manzanas y volvió a lanzarlas. Recorrió toda la estancia y fue algo espasmódico en lugar de agradable y hermoso, pero ahora los cinco objetos subían y bajaban en sus manos y volvían a subir por los aires como si sólo fueran tres.
Arriba y abajo y arriba y abajo. Una y otra vez.
"Oh, mamá” -murmuró emocionado, si bien años después discutiría consigo mismo si su madre había tenido algo que ver.
"¡Va-va-va-va-va!”
– Barber -lo llamó en voz alta, temeroso de gritar.
Se abrió la puerta. Segundos después, perdió el equilibrio y las manzanas rodaron por todas partes.
Al alzar la mirada se encogió porque Barber corría hacia el con una mano en alto.
– ¡Lo he visto! -exclamó Barber, y Rob se vio envuelto en un gozoso abrazo que no tenía nada que envidiar a los mejores intentos del oso Bartram.
El Jueves Santo llegó y pasó, y continuaron en Exmouth, ya que Rob tenía que aprender todas las facetas del espectáculo. Practicaron juegos malabares a dúo, actividad que disfrutó desde el principio y que pronto llegó a dominar extremadamente bien. Luego se concentraron en los juegos de manos, magia tan difícil como la prestidigitación con cuatro pelotas.
– El demonio no influye en los magos -dijo Barber-. La magia es un arte humano que ha de dominarse del mismo modo que conquistaste la prestidigitación. Pero es mucho más fácil -se apresuró a añadir al ver la expresión de Rob.
Barber le transmitió los sencillos secretos de la magia blanca.
– Debes tener un espíritu intrépido y audaz y mostrar expresión decidida en todo lo que haces. Necesitas dedos ágiles y un modo de trabajar limpio, y debes ocultarte detrás de la cháchara, empleando palabras exóticas para adornar tus actos.
“La ultima regla es, como mucho, la más importante. Debes contar con artilugios, gestos del cuerpo y otras distracciones que llevan a los espectadores a mirar a cualquier parte menos a aquello que realmente estás haciendo.
La mejor desviación de que disponían eran ellos mismos, explicó Barber, y lo demostró con el truco de las cintas.
– Para este juego de manos necesito cintas de color azul, rojo, negro, amarillo, verde y marrón. Al final de cada yarda hago un nudo corredizo y luego enrollo apretadamente la cinta anudada, preparando pequeños rollos que distribuyo por mi vestimenta. El mismo color siempre se guarda en el mismo bolsillo.
“¿Quién quiere una cinta?", preguntó.
"¡Oh, señor, yo! Una cinta azul de dos yardas de largo." Rara vez las quieren más largas. Al fin y al cabo, no usan cintas para atar a la vaca.
“Finjo olvidarme de la petición y me ocupo de otros asuntos. En ese momento, tú creas un punto de atención, por ejemplo haciendo juegos malabares. Mientras están concentrados en ti, me llevo la mano al bolsillo izquierdo de la túnica, donde siempre guardo la cinta azul. Creo la sensación de que me tapo la boca para toser y el rollo de cinta acaba en mi boca. Segundos más tarde, cuando he recuperado la atención del público, asomo la punta de la cinta entre los labios y la extraigo poco a poco. El primer nudo se deshace en cuanto toca mis dientes. Cuando aparece el segundo nudo, sé que tengo dos metros, así que corto la cinta y la entrego.
A Rob le entusiasmó aprender el truco, aunque se sintió defraudado por la manipulación, engañado por la magia.
Barber siguió desilusionándolo. Poco tiempo después, aunque aún no daba la talla como mago, prestaba grandes servicios como ayudante del mago. Aprendió pequeños bailes, himnos y canciones, chistes y anécdotas que no entendía. Por fin logró cotorrear los discursos que acompañaban la venta de la Panacea Universal. Barber le aseguró que aprendía con rapidez.
Mucho antes de que el chico lo considerara posible, el cirujano barbero declaró que ya estaba preparado.
Partieron una brumosa mañana de abril, y durante dos días atravesaron los montes Blackdown, bajo una tenue llovizna primaveral. La tercera tarde, bajo un cielo diáfano y renovado, llegaron a la aldea de Bridgeton. Barber frenó el caballo junto al puente que daba nombre a la población y estudió a su ayudante.
– Entonces, ¿estás preparado?
Rob no estaba muy seguro, pero asintió.
– Eres un buen chico. No es una gran ciudad: putañeros y furcias, una taberna siempre llena y muchos clientes que llegan de todas partes para joder y beber. De manera que todo vale, ¿entiendes?
Aunque Rob no tenía la menor idea de a qué se refería su maestro, volvió a asentir. Incitatus respondió a la tensión de las riendas y cruzó el puente al trote de paseo. Al principio todo fue como antes. El caballo hizo sus cabriolas y Rob tocó el tambor mientras desfilaban por la calle principal. Montó la tarima en la plaza de la aldea y apoyó en esta tres cestos de astillas de roble llenos de panacea.
Esta vez, cuando comenzó el espectáculo, subió a la tarima con Barber.
– Buen día y mejor mañana -saludó Barber. Ambos hacían juegos malabares con dos pelotas-. Nos alegra estar en Bridgeton.
Simultáneamente, cada uno extrajo la tercera pelota del bolsillo, luego la cuarta y, por último, la quinta. Las de Rob eran rojas y las de Barber, azules.
Ascendían desde sus manos por el centro y caían en cascada por afuera como el agua de dos fuentes. Aunque sólo movían unos centímetros las manos, lograron que las pelotas de madera bailaran.
Al rato se volvieron y quedaron frente a frente en los extremos de la tarima mientras continuaban los malabarismos. Sin perder el ritmo, Rob le envió una pelota a Barber y recogió la azul que le fue lanzada. Primero enviaba una de cada tres pelotas a Barber y recibía una de cada tres. Después una sí y otra no, en un constante torrente en dos sentidos de proyectiles rojos y azules. Tras un gesto casi imperceptible de Barber, cada vez que una pelota llegaba a la mano derecha de Rob, este la devolvía con fuerza y velocidad, recobrando con la misma destreza con que lanzaba.
Fueron los aplausos más ruidosos y acogedores que oyó en su vida.
Al terminar, recogió diez de las doce pelotas y abandonó la escena, refugiándose detrás de la cortina del carromato. Necesitaba aire, y su corazón palpitaba enérgicamente. Oyó que Barber, que no estaba sin resuello, se refería a las alegrías de los juegos malabares mientras lanzaba dos pelotas.
– Señora, ¿sabéis qué tiene uno cuando en la mano sostiene objetos como estos?
– ¿Qué se tiene, señor? -preguntó una perendeca.
– Vuestra atención absoluta y total -respondió Barber.
La deleitada concurrencia silbó y gritó.
Dentro del carromato, Rob preparó los elementos para varios trucos de magia y se reunió con Barber, que a renglón seguido logró que una cesta vacía se llenara de rosas de papel, convirtió un oscuro pañuelo en una serie de banderas de colores, recogió monedas del aire e hizo desaparecer primero una jarra de cerveza y en seguida un huevo de gallina.
Rob entonó Los galanteos de la viuda rica en medio de silbidos de regocijo, y Barber vendió rápidamente su Panacea Universal, vaciando los tres cestos y enviando a Rob al carromato en busca de más frascos. A continuación, una larga hilera de pacientes esperaron para ser tratados de diversos achaques, y Rob notó que aunque el gentío suelto tenía la risa y la broma rápidas, se ponía extremadamente serio cuando se trataba de buscar cura a las enfermedades de sus cuerpos.
Acabada la asistencia, abandonaron Bridgeton porque Barber dijo que era un pozo en el que después de la caída del sol se cortaban pescuezos. El maestro estaba sumamente satisfecho con los ingresos, y esa noche Rob se durmió feliz de saber que se había asegurado un lugar en el mundo.
Al día siguiente, en Yeoville, se sintió mortificado cuando, durante el espectáculo, se le cayeron tres pelotas, pero Barber lo reconfortó:
– Al principio suele ocurrir de vez en cuando. Te pasará cada vez con menos frecuencia y, al final, nunca.
Esa misma semana, en Taunton, una ciudad de comerciantes laboriosos, y en Bridgwater, habitada por campesinos conservadores, presentaron su espectáculo sin indecencias. Glastonbury fue la siguiente parada. Se trataba de un lugar habitado por gentes beatas que habían construido sus hogares en torno a la enorme y hermosa iglesia de San Miguel.
– Tenemos que ser discretos -aconsejó Barber-. Glastonbury esta en manos de sacerdotes y estos miran con desdén todo tipo de práctica médica, porque creen que Dios les ha encomendado no sólo la cura de almas, sino también de los cuerpos.
Llegaron la mañana siguiente al domingo de Pentecostés, día que señalaba el final de la gozosa temporada de pascua y conmemoraba la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, fortaleciéndolos tras los nueve días de oración posteriores a la ascensión de Jesús al Cielo.
Rob vio entre los espectadores a no menos de cinco curas con cara de pocos amigos.
Barber y él hicieron juegos malabares con pelotas rojas que, con tono solemne, el cirujano barbero comparó con las lenguas de fuego que representaban el Espíritu Santo en los Hechos 2:3. Los asistentes se mostraron encantados con la prestidigitación y aplaudieron vigorosamente, pero guardaron silencio cuando Rob entonó Pura gloria, alabanzas y honor. Siempre le había gustado cantar. Aunque se le quebró la voz en la estrofa sobre los niños que hacían “sonar dulces hosannas” y le tembló en las notas muy agudas, lo hizo bien en cuanto sus piernas cesaron de estremecerse.
Barber extrajo reliquias sagradas de un destartalado baúl de fresno.
– Prestad atención, queridos amigos -dijo con lo que, según explicó más tarde a Rob, era su voz de monje.
Les mostró tierra y arena traídas a Inglaterra desde los montes Sinaí y de los Olivos; exhibió una astilla de la Vera Cruz y un trozo de la viga que había sustentado el sagrado pesebre; mostró agua del Jordán, un terrón de tierra de Getsemaní y restos de huesos que pertenecían a innumerables santos.
En seguida Rob lo reemplazó en la tarima y se quedó sólo. Elevó la mirada al cielo, tal como le había indicado Barber, y entonó otro himno:
Creador de las estrellas de la noche, luz eterna de tu pueblo, Jesús, Redentor, sálvanos a todos, y oye la llamada de tus siervos.
Tú, dolido de que la antigua maldición condene a muerte un universo, has encontrado la medicina, llena de gracia, para salvar y curar una raza asolada.
Los congregados se emocionaron. Mientras aún suspiraban, Barber les mostró un frasco de la Panacea Universal.
– Amigos míos, del mismo modo que el Señor ha encontrado solaz para vuestro espíritu, yo he hallado la medicina para vuestro cuerpo.
Les contó la historia de vitalia, la hierba de la vida, que al parecer funcionaba igualmente bien para beatos y pecadores, ya que compraron vorazmente la Panacea e hicieron cola junto al biombo del cirujano barbero para consultas y tratamientos. Los atentos sacerdotes miraban furibundos, pero ya habían sido aplacados con regalos y apaciguados por el alarde religioso. Sólo un clérigo viejecito planteó objeciones.
– No harás sangrías -ordenó severamente-. El arzobispo Teodoro ha escrito que resulta peligroso practicarlas cuando aumentan la luz de la luna y el influjo de las mareas.
Barber accedió prestamente a su petición.
Esa noche acamparon dominados por el júbilo. Barber hirvió en vino trozos de ternera de un tamaño digno de llevarse a la boca, hasta que quedaron blandos; añadió cebolla, un viejo nabo arrugado pero sano y judías y guisantes tiernos, condimentando el guiso con tomillo y una pizca de menta.
Aún quedaba un triángulo de un extraordinario queso de color claro comprado en Bridgwater, y después el cirujano barbero se sentó junto a la hoguera y, con gran satisfacción, contó el contenido de su caja.
Tal vez había llegado el momento de abordar un tema que pesaba constantemente en el espíritu de Rob.
– Barber -dijo.
– ¿Hmmm?
– Barber, ¿cuándo iremos a Londres?
Concentrado en apilar las monedas, Barber lo apartó con un ademán, ya que no quería equivocarse en las cuentas.
– Más tarde -murmuró-. Dentro de un tiempo.
En Kingswood se le escaparon cuatro pelotas a Rob. Dejó caer otra en Langotsfield, pero esa fue la ultima vez, y después de que mediado junio ofrecieran diversión y tratamiento a los aldeanos de Redditch, ya no pasó varias horas diarias practicando malabarismos, pues los frecuentes espectáculos mantenían ágiles sus dedos y encendido su sentido del ritmo. Rápidamente se convirtió en un prestidigitador seguro de sí mismo. Sospechaba que con el tiempo aprendería a manipular seis pelotas, pero Barber no quiso saber nada de eso y prefirió que empleara el tiempo en ayudarle en el oficio de cirujano barbero.
Como aves migratorias viajaron hacia el Norte, pero en lugar de volar dirigieron lentamente sus pasos a través de las montañas que se alzan entre Inglaterra y Gales. Se encontraban en la población de Abergavenny, una hilera de casas destartaladas apoyadas en la ladera de una tétrica arista, cuando ayudó por primera vez a Barber en los reconocimientos y tratamientos.
Rob J. estaba asustado. Se temía a sí mismo más de lo que le habían aterrorizado las pelotas de madera.
Los motivos por los que las personas sufrían eran realmente un misterio. Parecía imposible que un simple mortal comprendiera y ofreciera milagros provechosos. Sabía que, puesto que era capaz de hacerlo, Barber era el hombre más listo de cuantos había conocido.
La gente formó cola delante del biombo, y Rob los acompañaba de uno a uno en cuanto Barber acababa con el paciente anterior, guiándolos hasta la relativa intimidad que proporcionaba la delgada barrera. El primer hombre al que Rob acompañó hasta su maestro era corpulento y encorvado, con restos de mugre en el cuello y adherida a los nudillos y bajo las uñas.
– No te vendría nada mal un baño -sugirió Barber sin perder la amabilidad.
– Veras: es por culpa del carbón -dijo el hombre-. El polvo se pega al extraerlo.
– ¿Sacas carbón? -preguntó Barber-. Por lo que he oído, quemarlo es venenoso. He comprobado directamente que produce mal olor y un humo denso que no sale fácilmente por el agujero del techo. ¿Es posible ganarse la vida con una materia tan pobre?
– Lo es, señor, y nosotros somos pobres. Últimamente siento dolores en las articulaciones, que se me hinchan, y al cavar me duelen.
Barber tocó las muñecas y los dedos mugrientos y apoyó la regordeta yema de un dedo en la hinchazón del codo.
– Procede de inhalar los humores de la tierra. Debes ponerte al sol siempre que puedas. Lávate a menudo con agua tibia, pero no caliente, ya que los baños calientes provocan la debilidad del corazón y de los miembros. Frótate las articulaciones hinchadas y doloridas con mi Panacea Universal, que también te resultará beneficiosa si la bebes.
Le cobró seis peniques por tres frascos pequeños y dos más por la consulta, pero no miró a Rob.
Se presentó una mujer fornida y de labios apretados con su hija de trece años, prometida en matrimonio.
– Su flujo mensual se ha detenido dentro de su cuerpo y nunca lo expulsa -dijo la madre.
Barber le preguntó si había tenido el menstruo alguna vez.
– Durante más de un año llegaba todos los meses -respondió la madre-. Pero desde hace cinco meses no pasa nada.
– ¿Has yacido con un hombre? -preguntó amablemente Barber a la joven.
– No -respondió la madre.
Barber miró a la muchacha. Era esbelta y atractiva, de larga cabellera rubia y ojos vivarachos.
– ¿Tienes vómitos?
– No -susurró la joven.
El barbero la estudió, estiró la mano y le tensó la túnica. Cogió la palma de la mano de la madre y la apretó contra el vientre pequeño y redondo.
– No -repitió la chica.
Meneó la cabeza. Sus mejillas se encendieron y se deshizo en un mar de lágrimas. La mano de la madre abandonó el vientre y la abofeteó. Aunque la mujer se llevó a la hija sin pagar, Barber las dejó partir.
En rápida sucesión, trató a un hombre al que ocho años atrás le habían encajado mal la pierna y arrastraba el pie izquierdo al andar; a una mujer acosada por dolores de cabeza; a un hombre con sarna en el cuero cabelludo; y a una chica estúpida y sonriente, con una espantosa llaga en el pecho. Les contó que había rogado a Dios para que a su población llegara un cirujano barbero. Barber vendió la Panacea Universal a todos salvo al sarnoso, que no la adquirió pese a que le fue firmemente recomendada y no tenía los dos peniques.
Se internaron por las colinas más benignas de los Midlands occidentales.
En las afueras del pueblo de Hereford, Incitatus tuvo que esperar junto al río Wye mientras las ovejas cruzaban el vado, un torrente aparentemente infinito de lanas que balaban y que intimidaron profundamente a Rob. Le habría gustado sentirse más cómodo con los animales, pero, a pesar de que su madre procedía del campo, él era un chico de ciudad. Tatus era el único caballo que había tratado. Un vecino lejano de la calle de los Carpinteros tuvo una vaca lechera, pero ninguno de los Cole había pasado mucho tiempo junto a las ovejas.
Hereford era una comunidad próspera. Todas las casas de labranza por las que pasaron contaban con revolcaderos para cerdos y prados verdes y ondulantes salpicados de ganado vacuno y lanar. Las casas de piedra y los graneros eran grandes y sólidos y, en un sentido general, la gente se mostraba más animada que los serranos galeses, agobiados por la pobreza, que se encontraban a pocos días de distancia. En el ejido de la población, su espectáculo atrajo a una voluminosa multitud y las ventas se sucedieron rápidas.
El primer paciente que Barber recibió detrás del biombo tenía aproximadamente la edad de Rob, aunque era mucho más pequeño.
– Se cayó del tejado hace menos de seis días y mire cómo está -dijo el padre del chiquillo, un tonelero.
La duela astillada de un tonel que estaba en el suelo le había atravesado a palma de la mano izquierda y ahora la carne estaba inflamada como un leño hinchado.
Barber indicó a Rob cómo sujetar las manos del muchacho y al padre el modo de cogerlo por las piernas. Luego sacó de su maletín un cuchillo corto y afilado.
– Sujetadlo con firmeza -pidió.
Rob notó que le temblaban las manos. El chiquillo gritó cuando su carne se abrió al contacto con la hoja. Salió un chorro de pus amarillo verdoso, seguido de hedor y de una sustancia roja. Barber limpió con un tapón la corrupción de la herida y se dedicó a tantearla con delicada eficacia, utilizando una pinza de hierro para extraer minúsculas astillas.
– Son fragmentos de la pieza que lo hirió, ¿los ves? -preguntó al padre y se los enseñó.
El muchacho gimió. Rob estaba mareado, pero se dominó mientras Barber seguía trabajando lenta y esmeradamente.
– Tenemos que extraerlas todas, pues contienen humores culpables que volverán a gangrenar la mano -explicó.
Cuando llegó a la conclusión de que la herida estaba libre de astillas, la limpió con un chorro de medicina y la cubrió con un trapo. Bebió lo que quedaba en el frasco. El sollozante paciente se retiró, feliz de abandonarlos mientras su padre pagaba.
A continuación esperaba un anciano encorvado, de tos seca. Rob lo acompaño detrás del biombo.
– ¡Oh, señor, tengo mucha flema matinal!
Jadeaba al hablar. Barber pasó pensativamente la mano por el pecho -De acuerdo; te aplicaré ventosas. -miró a Rob-. Ayúdalo a desvestirse para que pueda aplicarle las ventosas en el pecho.
Rob retiró primorosamente la camisa del cuerpo del anciano, que tenía un aspecto muy frágil. Cuando giró al paciente hacia el barbero y cirujano tuvo que cogerle las dos manos.
Fue como sujetar un par de pajarillos temblorosos. Los dedos como palillos se posaron en los suyos y de ellos recibió un mensaje.
Barber los miró y vio que su ayudante se ponía rígido.
– Venga ya -dijo impaciente-. No podemos tardar todo el día.
Pareció que Rob no lo oía.
Ya en dos ocasiones Rob había percibido esa conciencia extraña y desagradable que se colaba en su propio ser procedente del cuerpo de otro. Al igual que en las ocasiones anteriores, ahora se sintió abrumado por un terror absoluto, soltó las manos del paciente y huyó.
Lanzando maldiciones, Barber buscó a su aprendiz hasta que lo encontró agazapado detrás de un árbol.
– Quiero una explicación. ¡Y ahora mismo!
– El… el anciano va a morir.
Barber lo miró.
– ¿Qué significa eso?
Su aprendiz estaba llorando.
– Para de una vez -exigió Barber-. ¿Cómo lo sabes?
Rob intentó hablar, pero no pudo. Barber lo abofeteó y el chico quedó boquiabierto. Cuando empezó a hablar las palabras manaron como un torrente, pues habían deambulado por su mente incluso desde antes de que dejaran Londres. Explicó que había presentido la muerte inminente de su madre y que se había producido. Después supo que su padre se iría y su padre había muerto.
– ¡Oh, Jesús mío! -murmuró Barber asqueado, pero le prestó toda su atención y no dejó de observar a Rob-. ¿Me estás diciendo que realmente percibiste la muerte en el anciano?
– Sí.
No esperaba que su maestro le creyera.
– ¿Cuándo?
Rob J. se encogió de hombros.
– ¿Pronto?
Asintió con la cabeza. Desesperado, sólo podía responder la verdad.
Vio en los ojos de Barber el reconocimiento de que estaba diciendo la verdad.
Barber titubeó, y luego tomó una decisión.
– Prepara el carro mientras me quito de encima a la gente -dijo.
Abandonaron lentamente la aldea, pero, en cuanto estuvieron más allá de la vista de los lugareños, se alejaron a toda prisa por el carril pedregoso
Incitatus vadeo el río con un ruidoso chapoteo y, una vez del otro lado, espantó a las ovejas, cuyos asustados balidos estuvieron a punto de anular las quejas del pastor agraviado.
Por primera vez Rob vio que Barber azuzaba al caballo con la fusta.
– ¿Por qué corremos? -preguntó, sin dejar de sujetarse.
– ¿Sabes lo que les hacen a los brujos?
Barber tuvo que gritar para hacerse oír en medio del tamborileo de los cascos y el estrépito de las cosas que viajaban en el carromato.
Rob meneó la cabeza.
– Los cuelgan de un árbol o de una cruz. A veces sumergen a los sospechosos en tu condenado Támesis, y si se ahogan los declaran inocentes. Si el viejo muere, dirán que ha fallecido porque somos brujos -vociferó, golpeando una y otra vez con la fusta el lomo del aterrado Tatus.
No se detuvieron para comer ni para hacer sus necesidades. Cuando permitieron que Tatus aminorara el paso, Hereford ya estaba muy lejos, pero apremiaron a la pobre bestia hasta que cayó la noche. Agotados, acamparon y tomaron en silencio una pobre comida.
– Cuéntamelo de nuevo -pidió Barber al final-. No excluyas ni un sólo comentario.
Escuchó con suma atención, y sólo interrumpió una vez a Rob para pedirle que hablara más alto. Cuando conoció la historia completa, asintió con la cabeza y dijo:
– Durante mi propio aprendizaje, vi cómo mi maestro era injustamente asesinado por brujo. -Rob lo miró fijamente, demasiado asustado para hacer preguntas-. A lo largo de mi vida, en varias ocasiones los pacientes han muerto mientras los trataba. Una vez, en Durham, una vieja falleció y llegué la conclusión de que un tribunal eclesiástico ordenaría el tormento por inmersión o por el asimiento de una barra de hierro candente. Sólo me permitieron partir después del interrogatorio más receloso que quepa imaginar, el ayuno y las limosnas. En otra ocasión, en Eddisbury, un hombre murió mientras estaba detrás de mi biombo. Era joven y aparentemente había gozado de buena salud. Los alborotadores habrían encontrado el terreno abonado, pero tuve suerte y nadie me cortó el paso cuando abandoné el pueblo.
Rob logró hablar.
– ¿Crees que he sido… tocado por el diablo?
Esa pregunta lo había atormentado todo el día. Barber bufó.
– Si eso crees, eres majadero y corto de entendederas. Y sé que no eres ninguna de las dos cosas. -Subió al carromato, llenó el cuerno con hidromiel y bebió hasta la ultima gota antes de volver a hablar-. Las madres y los padres mueren. Los viejos mueren. Así es la naturaleza de las cosas. ¿Estás seguro de haber percibido algo?
– Sí, Barber
– ¿No es posible que sea una equivocación o las imaginaciones de un mozuelo?
Rob negó tercamente con la cabeza.
– Yo digo que no es más que una impresión -declaró Barber-. Ya está bien de huir y de hablar. Será mejor que descansemos.
Prepararon los lechos a ambos lados de la hoguera. Estuvieron varias horas sin conciliar el sueño. Barber estuvo dando vueltas y finalmente se levantó y abrió otro frasco de licor, lo llevó hasta la hoguera en que se hallaba Rob y se acuclilló.
– Supongamos…-dijo, y bebió un trago-, simplemente supongamos que todas las demás personas del mundo han nacido sin ojos y que tu naciste con ojos.
– En ese caso, yo vería lo que nadie más puede ver.
Barber bebió y asintió.
– Así es. O imaginemos que nosotros no tenemos orejas y tu sí. Supongamos que nosotros carecemos de algún otro sentido. Por alguna razón procedente de Dios, de la naturaleza o de lo que quieras, se te ha concedido un…, un don especial. Pero supongamos que puedes decir cuándo morirá alguien.
Rob guardó silencio, pues volvía a estar muy asustado.
– Ambos sabemos que es una tontería -agregó Barber-. Coincidimos en que fue producto de tu imaginación. Pero supongamos…
Bebió pensativo del frasco, moviendo la nuez, y la mortecina luz de la hoguera ilumino cálidamente sus ojos esperanzados mientras observaba a Rob J.
– Sería un pecado no explotar semejante don -declaró.
En Shipping Norton compraron hidromiel y prepararon otra serie de Panacea, reponiendo la lucrativa provisión.
– Cuando muera y haga cola ante las puertas -dijo Barber-, San Pedro preguntará: "Cómo te ganaste el pan?" "Yo fui campesino”, podrá decir un hombre o "Fabriqué botas a partir de pieles". Pero yo responderé: "Fumum vendidi" -dijo jovialmente el antiguo monje, y Rob se sintió con fuerzas para traducir del latín:
– "Vendía humo.”
El hombre gordo era mucho más que el pregonero de un dudoso medicamento. Cuando atendía detrás del biombo, se mostraba hábil y a menudo tierno. Aquello que Barber sabía hacer, lo sabía y lo hacía a la perfección, y transmitió a Rob el toque seguro y la mano experta.
En Buckingham, Barber le enseñó a arrancar dientes, ya que tuvieron la buena fortuna de toparse con un boyero aquejado de una infección en la boca. El paciente era tan grueso como Barber; un quejica de ojos saltones que no hacía más que despotricar contra las mujeres. Cambió de idea en mitad del trabajo.
– ¡Basta, basta, basta! ¡Dejadme ir! -forcejeó con la boca llena de sangre, pero no cabían dudas de que era imprescindible arrancar los dientes y perseveraron: fue una magnífica lección.
En Clavering, Barber alquiló la herrería por un día, y Rob aprendió a fabricar los hierros y las puntas para lancear. Fue una tarea que tendría que repetir en media docena de herrerías de toda Inglaterra a lo largo de los años siguientes, hasta que su maestro consideró que lo hacía correctamente. Aunque la mayor parte de su trabajo en Clavering fue rechazada, a regañadientes Barber le permitió conservar una pequeña lanceta de dos filos como primer instrumento de su propio equipo de herramientas quirúrgicas; un principio importante. Al salir de los Midlands y adentrarse en los Fens, Barber le enseñó qué venas se abrían para las sangrías, lo que le trajo desagradables recuerdos de los últimos días de su padre.
A veces su padre se colaba en su mente, porque su propia voz comenzaba a semejarse a la de su progenitor: el timbre se tornó más grave y le estaba creciendo el vello corporal. Sabía que los mechones no eran tan espesos como se volverían más adelante, ya que, como asistía a Barber, conocía bastante bien el cuerpo del macho desnudo. Las hembras eran más misteriosas, pues Barber utilizaba una muñeca voluptuosa y de enigmática sonrisa a la que llamaban Thelma, en cuya desnuda forma de yeso las mujeres señalaban modestamente las zonas de su propio mal, volviendo superfluo el reconocimiento. Aunque a Rob aún le resultaba incómodo entrometerse en la intimidad de los desconocidos, se acostumbró a las preguntas acerca de las funciones corporales: "Maestro, ¿cuándo exonerasteis el vientre por ultima vez?". "Señora, ¿cuándo os toca menstruar?"
Por sugerencia de Barber, Rob cogía las manos de cada paciente entre las suyas cuando los acompañaba hasta detrás del biombo.
– ¿Qué sientes al cogerles los dedos? -le preguntó Barber un día en Wisbury, mientras Rob desmontaba la tarima.
– A veces no siento nada.
Barber asintió. Cogió uno de los maderos de manos de Rob, lo metió en el carromato y regresó con el ceño fruncido.
– Pero a veces… ¿hay algo?
Rob asintió.
– Bueno, ¿qué es? -quiso saber Barber irritado-. Chico, ¿qué es lo que sientes?
Rob no fue capaz de definirlo ni de describirlo con palabras. Era una medición acerca de la vitalidad de la persona, como asomarse a un pozo oscuro y percibir cuánta vida contenía.
Barber consideró el silencio de Rob como prueba de que se trataba de una sensación imaginaria.
– Creo que regresaremos a Hereford y comprobaremos si el viejo sigue gozando salud -dijo con malicia. Se molestó cuando Rob estuvo de cuerdo-. ¡Bobo, no podemos volver! -exclamó-. Si el viejo ha muerto, estaríamos metiendo la cabeza en el lazo del verdugo
Con frecuencia y estentóreamente, siguió burlándose del "don”.
Empero, cuando Rob empezó a olvidarse de coger las manos de los pacientes, le ordenó que siguiera haciéndolo.
– ¿Por qué no? ¿Acaso no soy un prudente hombre de negocios? ¿Qué os cuesta entregarnos a esta fantasía?
En Peterborough, a pocas millas pero a una vida de distancia de la cabaña de la que había huido de niño, una interminable y lluviosa noche de agosto Barber se sentó a solas en la taberna y bebió lenta pero copiosamente.
A medianoche el aprendiz fue a buscarlo. Rob lo encontró haciendo eses por el camino y lo ayudó a regresar junto a la lumbre.
– Por favor -susurró Barber temeroso.
Rob J. se sorprendió al ver que el borracho alzaba ambas manos y se las ofrecía.
– ¡Ah, por favor, en nombre de Cristo! -repitió Barber.
Finalmente, Rob entendió. Cogió las manos de Barber y lo miró a los ojos. Segundos después, Rob asintió con la cabeza.
Barber se dejó caer en el lecho. Eructó, se puso de lado y durmió sin preocupaciones.
Aquel año Barber no consiguió regresar a tiempo a Exmouth para pasar invierno, pues habían empezado tarde y las hojas caídas del otoño los sorprendieron en la aldea de Gate Fulford, en la zona ondulada de York. Los brezales fueron pródigos en plantas que perfumaban el aire frío con sus aromas. Rob y Barber se guiaron por la Estrella Polar, haciendo un alto en las aldeas del camino para realizar jugosos negocios, y condujeron el carromato en la interminable alfombra de brezo morado hasta llegar a la ciudad de Carlisle.
– Nunca voy más al norte de aquí -declaró Barber-. A pocas horas estaba la Northumbria y empieza la frontera. Más allá está Escocia, que como todo el mundo sabe es una tierra de follajes y ovejas, peligrosa para los ingleses honrados.
Acamparon una semana en Carlisle y acudieron todas las noches a la taberna, donde el alcohol sensatamente comprado pronto permitió que Barber averiguara de qué refugios podría disponer. Alquiló una casa en el páramo, provista de tres pequeñas habitaciones. No se diferenciaba mucho de la cabaña que poseía en la costa sur, pero, para su disgusto, la de Carlisle carecía de chimenea de piedra. Acomodaron los lechos a ambos lados del hogar como si se tratara de la hoguera del campamento, y a poca distancia encontraron una cuadra dispuesta para alojar a Incitatus. Barber volvió a comprar pródigamente provisiones para el invierno, lo que le resultó fácil gracias al dinero, que nunca dejaba de producir en Rob una asombrosa sensación de bienestar.
Barber se abasteció de ternera y cerdo. Había pensado adquirir un pernil de venado, pero ese verano tres cazadores del mercado fueron ahorcados en Carlisle por matar los ciervos del rey, reservados para las cacerías de los nobles. Cambió de idea y compró quince gallinas gordas y un saco de forraje.
– Las gallinas son tu dominio -comunicó Barber a Rob-. Debes ocuparte de alimentarlas, sacrificarlas cuando te lo pida, aderezarlas, desplumarlas y prepararlas para mi olla.
Rob pensó que las gallinas eran unos seres impresionantes, grandes y de color amarillo, con patas sin plumas, crestas rojas, barbas y orejas con lóbulo. No pusieron reparos cuando por las mañanas robaba de sus nidos cuatro o cinco huevos blancos.
– Te consideran un puñetero gallo -Comentó Barber.
– ¿Por qué no les compramos un gallo?
Barber, a quien en las frías mañanas de invierno le gustaba dormir hasta tarde y, consecuentemente, detestaba los cacareos, se limitó a gruñir.
Rob tenía pelos castaños en el rostro, pelos que no podían considerarse una barba. Barber dijo que sólo los daneses se afeitaban, pero el chico sabía que no era cierto, porque su padre siempre se había rasurado el rostro. El equipo quirúrgico de Barber contenía una navaja, y el hombre gordo asintió de mala gana cuando Rob le preguntó si podía usarla. Aunque se cortó la cara, el hecho de afeitarse lo ayudó a sentirse mayor.
La primera vez que Barber le ordenó que sacrificara una gallina se sintió muy joven. Las aves lo contemplaban con sus ojillos como pequeños abalorios negros, como dándole a entender que podían ser amigos. Al final rodeó con dedos fuertes el cogote más próximo y, estremeciéndose, cerró los ojos.
Un giro enérgico y convulsivo, y todo acabó. Pero la gallina lo castigó después de muerta, porque no soltó amablemente las plumas. Tardó horas en arrancarlas, y cuando le entregó a Barber el cadáver grisáceo, lo miró con desdén.
La segunda vez que hizo falta una gallina, Barber le enseño magia de verdad. Abrió el pico de la gallina y hundió un delgado cuchillo por el cielo de la boca hasta llegar al cerebro. La gallina se relajó de inmediato en la muerte y entregó sus plumas: salieron a grandes manojos ante el más leve tirón.
– Te daré una lección -dijo Barber-. Es igual de fácil llevar a un hombre a la muerte, y lo he hecho. Resulta más difícil mantener asida la vida y aún más difícil aferrarse a la salud. Esas son las tareas a que debemos dirigir nuestras mentes.
El clima de finales de otoño era perfecto para recolectar hierbas, así que recorrieron bosques y brezales. Barber se mostraba especialmente deseoso de recoger verdolaga. Empapada de panacea, producía un agente que llevaba a que la fiebre bajara y se disipara. Para gran decepción por su parte, no la encontraron. Había otras cosas más fáciles de recoger, como pétalos de rosas rojas para cataplasmas y tomillo y bellotas que se molían, se mezclaban con grasa y se extendían sobre las pústulas del cuello. Otros vegetales requerían laboriosos esfuerzos, como extraer la raíz del tejo, que ayudaba a las embarazadas a retener el feto. Recogieron hierbaluisa y eneldo para combatir afecciones urinarias; cálamo aromático de los pantanos para evitar el deterioro de la memoria provocado por los humores húmedos y fríos; bayas de enebro que se hervían, para despejar los conductos nasales taponados; altramuz para preparar paños calientes a fin de abrir abscesos, y mirto y malva para aliviar las erupciones que escuecen.
– Has crecido más rápidamente que estas hierbas -observó Barber con picardía, y decía la verdad.
Era casi tan alto como Barber y hacía mucho tiempo que había dejado el traje que Editha le cosiera en Exmouth. Cuando Barber lo llevó a Carlisle y encargó "nuevas ropas de invierno que le sirvan una larga temporada”, el sastre meneó la cabeza.
– El chico seguirá creciendo, no? ¿Qué tiene? ¿Quince, dieciséis años? Un muchacho de esa edad crece mucho más rápido de lo que le puede durar la ropa.
– ¡Dieciséis! ¡Aún no ha cumplido los once!
El sastre miró a Rob con regocijo no exento de respeto.
– ¡Será un hombre fornido! A decir verdad, dará la sensación de que sus vestimentas encogen. ¿Se me permite proponer que arreglemos un traje?
Otro de los trajes de Barber, de tela gris casi buena, fue recortado y cosido. En medio de la hilaridad general, resultó que cuando Rob se lo probó era ancho en exceso y demasiado corto de mangas y perneras. El sastre aprovechó la tela sobrante del ancho para alargarlas, escondiendo las costuras con garbosas bandas de tela azul. Rob había andado descalzo casi todo el verano pero pronto comenzarían las nevadas y se sintió agradecido cuando Barber le compró botas de cuero.
Caminó con ellas, cruzó la plaza de Carlisle hasta la iglesia de San Martín y golpeo el aldabón de las inmensas puertas de madera, que al final abrió un coadjutor anciano de ojos legañosos.
– Padre, si es tan amable, busco al sacerdote Ranald Lovell. -El coadjutor parpadeó.
– Conocí a un cura de ese nombre que ayudaba a misa con Lyfing, en tiempos en que Lyfing era obispo de Wells. La próxima Pascua hará diez años que ha muerto.
Rob negó con la cabeza.
– No se trata del mismo sacerdote. Hace pocos años vi al padre Ranald con mis propios ojos.
– Tal vez el hombre al que conocí se llamaba Hugh Lovell en lugar de Ranald.
– Ranald Lovell fue trasladado de Londres a una iglesia del norte. Tiene a mi hermano, William Steward Cole, que es tres años más joven que yo
– Hijo mío, es posible que ahora tu hermano tenga otro nombre. A veces los sacerdotes llevan a sus chicos a una abadía para que se conviertan en acólitos. Tendrás que preguntar a otros por todas partes. La Madre Iglesia es una mar grande e infinita y yo no soy más que un ínfimo pez. -El viejo cura inclinó amablemente la cabeza, y Rob lo ayudó a cerrar las puertas.
Una piel de cristales opacaba la superficie de la pequeña charca que hay detrás de la taberna del pueblo. Barber señaló los patines sujetos a una cuerda de su minúscula casa.
– Es una pena que tengan ese tamaño. No te cabrán porque tienes pies extraordinariamente grandes.
El hielo se espesó diariamente hasta que una mañana devolvió un firme golpe seco cuando Rob se encaminó al centro de la charca y pateó. Cogió los patines demasiado pequeños. Eran de cornamenta de ciervo tallada y casi idénticos al par que su padre le había fabricado cuando tenía seis años. Aunque pronto le quedaron pequeños, los usó tres inviernos y ahora se llevó hasta la charca los que cogió de la casa y se los ató a los pies. Al principio los usó encantado, pero los bordes estaban mellados y embotados, y su tamaño y estado lo dejaron en la estacada cuando intentó girar. Agitó los brazos y cayó pesadamente y se deslizó un buen trecho.
Reparó en que alguien reía.
La chica tenía unos quince años y su risa demostraba verdadera alegría
– ¿Sabes hacerlo mejor? -preguntó acalorado, al tiempo que reconocía para sus adentros que era una muñeca bonita, demasiado delgada y desproporcionada, pero con cabellos negros como los de Editha.
– ¿Yo? -inquirió-. ¡Vamos! Ni sé si jamás me atrevería a intentarlo.
El malhumor de Rob se esfumó como por encantamiento.
– Son más adecuados para tus pies que para los míos -dijo. Se quitó lo patines y los llevó a la orilla, donde estaba la chica-. No es nada difícil. Te enseñaré.
Muy pronto superó las objeciones de la chica, y poco después le ataba los patines a los pies. La muchacha no sabía mantener el equilibrio sobre la poco habitual superficie resbaladiza del hielo y se aferró a Rob, con expresión de alarma en sus ojos pardos y dilatando las ventanas de la nariz.
– No temas; yo te sujeto -aseguró Rob.
Sustentó el peso de la chica y la empujó por el hielo desde atrás, reparando en sus nalgas tibias.
Ahora la muchacha reía y gritaba mientras él la hacía dar vueltas alrededor de la charca. Dijo llamarse Garwine Talbott, y añadió que su padre, Alfric Talbott, poseía una granja en las afueras.
– ¿Cómo te llamas?
– Rob J.
La chica parloteó, revelando que tenía infinita información sobre él, que Carlisle era un villorrio. Estaba enterada de cuando habían llegado Barber y él, de su profesión, de las provisiones que habían comprado y de quién era el dueño de la casa que habían alquilado.
Más tarde, deslizarse por el hielo le resultó divertido. Sus ojos brillaban de contento y el frío tiñó de rojo sus mejillas. Su pelo voló hacia atrás, dejando al descubierto un lóbulo pequeño y rosado. Tenía el labio superior delgado y el inferior tan lleno que parecía hinchado. Rob vio un cardenal desteñido en su pómulo. Cuando la chica sonrió, notó que uno de los dientes de abajo estaba torcido.
– Entonces, ¿reconoces a la gente?
– Sí, por supuesto.
– ¿También a las muñecas?
– Tenemos una muñeca. Las mujeres señalan las zonas que les duelen.
– ¿Tiene buen aspecto?
"No tanto como el tuyo”, quiso decir, pero no se atrevió. Se encogió de hombros.
– Se llama Thelma.
– ¡Thelma! -La chica tenía una risa intensa e irregular que lo obligó a sonreír-. ¡Eh! -exclamó, y alzó la mirada para ver donde se encontraba el-. Debo regresar para el ordene de última hora -explicó, y su suave plenitud se apoyó en el brazo de Rob.
Se arrodilló ante ella en la orilla y le quitó los patines.
– No son míos; estaban en la casa -dijo-. Puedes quedártelos un tiempo y usarlos.
La chica sacudió rápidamente la cabeza.
– Si los llevara a casa, él sería capaz de matarme y querría averiguar qué hice para conseguirlos.
Rob notó que una oleada de sangre trepaba por su cara. Para librarse de la incomodidad, cogió tres piñas y le dedicó unos juegos malabares.
La joven rió, aplaudió y, con una jadeante bocanada de palabras, le explicó cómo llegar a la granja de su padre. Antes de partir vaciló y se volvió unos segundos.
– Los jueves por la mañana. Las visitas no le gustan, pero los jueves por mañana lleva quesos al mercado.
Llegó el jueves y Rob no salió a buscar la granja de Aelfric Talbott. Se quedó en la cama pusilánime, y temeroso, no por causa de Garwine ni de su padre, sino por las cosas que ocurrían en su interior y que no comprendía; misterios que no tenía valor ni sabiduría para afrontar.
Había soñado con Garwine Talbott. En el sueño se habían acostado en el pajar, tal vez en el granero del padre de ella. Era el tipo de sueño que había tenido tantas veces con Editha, e intentó limpiar la ropa de cama sin llamar la atención de Barber.
Comenzaron las nevadas. Cayó como un espeso plumón de ganso, y Barber cubrió con pieles los vanos de las ventanas. El aire del interior de la casa se volvió viciado, e incluso de día era prácticamente imposible ver si no estaba uno junto a la lumbre.
Nevó cuatro días, con muy breves interrupciones. Deseoso de hacer algo, Rob se sentó junto al hogar y trazó dibujos de las diversas hierbas recolectadas. Utilizó trozos de carbón rescatados del suelo y corteza de la leña, y dibujó la menta rizada, los pétalos desmayados de las flores puestas a secar hojas con venas del trébol de las habas silvestres. Por la tarde, derritió nieve en el fuego y dio de comer y beber a las gallinas, cuidando de abrir y cerrar rápidamente la puerta del improvisado corral, porque el hedor era cada vez más insoportable.
Barber se quedó en la cama, bebiendo sorbitos de hidromiel. La segunda noche de la nevada anduvo con dificultad hasta la taberna y regresó con una tabernera rubia y silenciosa llamada Helen. Rob intentó observarlos desde su lecho al otro lado del hogar porque, aunque había presenciado el acto muchas veces, lo desconcertaban ciertos detalles que últimamente se habían colado en sus pensamientos y en sus sueños. Sin embargo, no pudo atravesar la espesa oscuridad y se limitó a estudiar sus cabezas iluminadas por la luz del fuego. Barber se mostró embelesado y absorto, pero la mujer parecía retraída y melancólica: como alguien que se dedica sin alegría a cumplir una obligación.
En cuanto la mujer partió, Rob cogió un trozo de corteza y un fragmento de carbón. En lugar de dibujar las plantas, intentó esbozar los rasgos de una mujer.
Barber, que iba en busca del orinal, se detuvo a observar el boceto y frunció el ceño.
– Me parece que conozco esa cara-comentó. Poco después, de regreso en la cama, alzó la cabeza entre las pieles y exclamó-. ¡Vaya! ¡Si es Helen!
Rob estaba muy contento. Intentó hacer un retrato del vendedor de ungüentos Wat, pero Barber sólo logró identificarlo después de que el ayudante añadiera la pequeña figura del oso Bartram.
– Debes ahondar en tu intento de recrear caras, pues estoy convencido de que nos resultará útil -dijo Barber, que en seguida se hartó de observar a Rob y volvió a beber hasta que se quedó dormido.
El martes cesó la nevada. Rob se cubrió las manos y la cabeza con trapos y buscó una pala de madera. Limpió un sendero que salía de la puerta de la casa y se dirigió a la cuadra para ejercitar a Incitatus, que estaba engordando por la falta de trabajo y la ración cotidiana de heno y granos dulces.
El miércoles ayudó a varios chicos de Carlisle a quitar con palas la nieve de la superficie de la charca. Barber sacó las pieles que cubrían los agujeros de las ventanas y dejó que el aire frío pero fragante campara por la casa. Lo celebró asando un trozo de cordero, que acompañó con jalea y pastelitos de manzana.
El jueves por la mañana, Rob cogió los patines y se los colgó del cuello por las tiras de cuero. Se dirigió a la cuadra, sólo puso la brida y el cabestrillo a Incitatus, montó y salió de la población. El aire crujía, el sol brillaba y la nieve era pura.
Se transformó en romano. De nada servía simular que era Calígula, amo del Incitatus original, porque sabía que Calígula se había vuelto loco y había encontrado un desdichado final. Decidió ser César Augusto y condecoró a la guardia pretoriana por la Via Appia hasta Brindisi.
No tuvo dificultades para encontrar la granja de los Talbott. Se alzaba exactamente donde la chica había dicho. Aunque la casa estaba ladeada amén de tener muy mal aspecto y el techo hundido, el granero era amplio y se encontraba en perfectas condiciones. La puerta estaba abierta y oyó que alguien se movía dentro, entre los animales.
Siguió montado sin saber qué hacer, pero Incitatus relinchó y no tuvo más remedio que anunciarse.
– ¿Garwine? -preguntó.
En la puerta del granero apareció un hombre que se encaminó lentamente hacia él. Esgrimía una horquilla de madera cargada de estiércol y se dio cuenta de que estaba borracho. Era un hombre cetrino y jiboso, con una descuidada barba negra del color de la cabellera de Garwine. Sólo podía tratarse de Aelfric Talbott.
– ¿Quién eres? -inquirió.
Rob le respondió.
El hombre se tambaleó.
– ¡Vaya, Rob J. Cole! No has tenido suerte. No está aquí. La muy putilla se ha largado.
La horquilla cargada de estiércol se movió ligeramente y Rob tuvo la certeza de que en un santiamén él mismo y el caballo serían rociados con excrementos de vaca frescos y humeantes.
– Sal de mi propiedad -ordenó Talbott.
Estaba llorando. Lentamente, Rob guió a Incitatus de regreso a Carlisle. Se preguntó adónde habría ido la chica y si lograría sobrevivir.
Ya no era César Augusto a la cabeza de la guardia pretoriana. Sólo era un chiquillo enredado en sus dudas y temores.
Cuando llegó a casa, colgó los patines de la viga y nunca volvió a usarlos
No había nada qué hacer salvo aguardar la llegada de la primavera. Habían elaborado y embotellado nuevas partidas de Panacea Universal. Todas las hierbas que Barber encontró, con excepción de la verdolaga para combatir las fiebres, estaban secas y en polvo, o remojadas en la medicina. Sentíanse fatigados de practicar los juegos malabares y hartos de ensayar magias, Barber estaba también cansado del Norte, de beber y dormir.
– Estoy demasiado impaciente para seguir arrastrándome mientras se consume el invierno -dijo una mañana de marzo, y abandonaron Carlisle prematuramente, avanzando con lentitud hacia el sur porque los caminos todavía estaban casi intransitables.
Tropezaron con la primavera en Beverley. El aire se suavizó, y emergió junto con una multitud de peregrinos que habían visitado la gran iglesia de piedra consagrada a San Juan Evangelista. Rob y Barber montaron el espectáculo, y su primer gran público de la nueva temporada respondió con entusiasmo. Todo fue bien durante los tratamientos hasta que, al hacer pasar a la sexta paciente detrás del biombo de Barber, Rob tomó las delicadas manos de una elegante mujer.
Rob sintió que se le aceleraba el pulso.
– Pasad, señora -dijo débilmente.
Le hormigueaba la piel donde sus manos se unieron. Se volvió e intercambio una mirada con Barber.
Barber palideció. Casi con brutalidad, empujo a Rob hasta quedar fuera del alcance de los oídos de la paciente.
– ¿No tienes ninguna duda? Debes estar absolutamente seguro.
– Morirá muy pronto -afirmó Rob.
Barber regresó junto a la mujer, que no era vieja y parecía gozar de buena salud. No se quejó de ninguna dolencia y dijo que sólo había ido a comprar un filtro.
– Mi marido es un hombre de edad. Su ardor languidece, mas me admira -dijo serenamente.
Su refinamiento y la ausencia de falso pudor la dotaban de dignidad.
Llevaba ropa de viaje, confeccionada con finos paños. Evidentemente, era una mujer rica.
– Yo no vendo filtros. Eso es magia y no medicina, señora.
La mujer murmuró una disculpa. Barber se aterrorizó al ver que no lo corregía en el tratamiento que le había dado: ser acusado de brujería por la muerte de una noble significaba la destrucción segura.
– Un trago de alcohol suele producir el efecto deseado. Fuerte y caliente -, le dijo antes de retirarse.
Barber se negó a aceptar pago. En cuanto la mujer hubo salido, presentó sus excusas a los pacientes que aún no había atendido. Rob ya estaba cargando el carromato.
Así, huyeron una vez más. En esta ocasión apenas hablaron durante la escapada. En cuanto estuvieron bastante lejos y acamparon para pasar la noche, Barber rompió el silencio.
– Cuando alguien muere repentinamente, su mirada queda vacía -dijo en voz baja-. La fisonomía pierde expresión, y a veces la cara se torna purpúrea. Una comisura de la boca cuelga, cae un párpado, los miembros se vuelven de piedra. -Suspiró-. Es despiadado.
Rob no contestó.
Prepararon las camas e intentaron dormir. Barber se levantó y bebió un rato, pero esta vez no tendió sus manos al aprendiz para que las retuviera
En el fondo de su alma, Rob sabía que no era un hechicero, pero sólo podía existir otra explicación, y no la comprendía. Permaneció echado y rezo. "Por favor, quítame este sucio don y devuélvelo a su lugar de origen.
Furioso y abatido, no pudo evitar un fruncimiento de cejas, pues la mansedumbre nunca le había dado ninguna ventaja. "Es algo que podría estar inspirado por Satán, y no quiero tener nada que ver con eso”, le gruñó a Dios
Al parecer, su oración fue escuchada. Aquella primavera no hubo más incidentes. Se mantuvo el buen tiempo, con días soleados más cálidos y secos que de costumbre, buenos para los negocios.
– Buen tiempo en el día de San Swithin -dijo Barber una mañana, en tono triunfal-. Todo el mundo sabe que eso significa buen tiempo durante otros cuarenta días.
Gradualmente sus temores se apaciguaron, y fueron animándose.
¡Su amo recordó su cumpleaños! La tercera mañana siguiente al día de San Swithin, Barber le hizo un hermoso regalo: tres plumas de ganso, un pote de tinta y una piedra pómez.
– Ahora puedes emborronar las caras con algo distinto de un trozo de carbón.
Rob no tenía dinero para comprarle a Barber un regalo de cumpleaños pero un día, a ultima hora de la tarde, sus ojos reconocieron una planta al pasar junto a un campo. A la mañana siguiente, salió a hurtadillas del carromato, caminó media hora hasta el campo y recogió una buena cantidad de plantas. El día del cumpleaños de Barber, Rob le regaló un gran ramo de verdolaga, la hierba para las fiebres, que aquel recibió con evidente placer.
En su espectáculo se notaba que estaban bien avenidos. Cada uno anticipaba lo que haría el otro, y su representación adquirió brillo y agudeza, despertando espléndidos aplausos. Rob tenía ensueños en los que veía a sus hermanos entre los espectadores; imaginaba el orgullo y el asombro de Anne Mary y de Samuel Edward al ver a su hermano mayor hacer pases mágicos y malabarismos con cinco pelotas.
Habrán crecido, se dijo. ¿Lo recordaría Anne Mary? ¿Seguiría siendo indómito Samuel Edward? Y seguramente Jonathan Carter sabía andar y haría como un hombrecito hecho y derecho.
A un aprendiz le era imposible insinuarle a su amo a dónde debía dirigir caballo, pero en Nottingham encontró la oportunidad de consultar el mapa de Barber, y vio que estaban en el mismísimo corazón de la isla inglesa. Para llegar a Londres tendrían que continuar al sur, pero también desviarse al este. Memorizó los nombres y emplazamientos de las ciudades, para saber si estaban viajando hacia donde tan desesperadamente deseaba ir.
En Leicester, un granjero que picaba una roca en su campo, había desenterrado un sarcófago. Cavó a su alrededor, pero era demasiado pesado para que el lo levantara, y su fondo permaneció aferrado a la tierra como un canto rodado.
– El duque enviará hombres y animales para sacarlo y se lo llevará a su castillo -les dijo orgulloso el pequeño terrateniente.
En el mármol de grueso grano blanco había una inscripción: DIIS MABUS. VIVIO MARCIANO MILITI LEGIONIS SECUNDAE AUGUS, AE. IANUARIA MARINA CONJUNX PIENTISSIMA POSUIT MEMORIAM.
– "A los dioses del mundo de los muertos -tradujo Barber-. Para Vivio Marciano, soldado de la Segunda Legión de Augusto. En el mes de enero, su devota esposa Marina instaló este sepulcro.”
Se miraron.
– Me pregunto qué le ocurrió a la muñequita Marina después de enterrarlo, pues estaba a gran distancia de su casa -dijo razonablemente Barber.
"Como todos”, pensó Rob.
Leicester era una ciudad populosa. Asistió mucha gente al espectáculo, y cuando concluyó la venta de la medicina se encontraron en un frenesí de actividad. En rápida sucesión, ayudó a Barber a abrir el carbunclo de un joven, a entablillar un hueso partido de otro, a administrar verdolaga a una madre calenturienta y manzanilla a un niño con cólicos. Después acompañó al otro lado del biombo a un hombre robusto, de calva incipiente y ojos lechosos.
– ¿Cuánto hace que está ciego? -preguntó Barber a su paciente.
– Dos años. Todo empezó como una tiniebla que gradualmente se profundizó, y ahora apenas distingo la luz. Soy escribiente y no puedo trabajar.
Barber meneó la cabeza, olvidando que su gesto no era visible.
– No puedo devolver la vista, como tampoco la juventud.
El escribiente dejó que Rob lo guiara afuera.
– Es una mala noticia -le dijo a Rob-. ¡Nunca volveré a ver!
Un hombre que andaba por allí, delgado, con cara de halcón y nariz aguileña, oyó lo que decía y los miró de soslayo. Tenía el pelo y la barba blancos pero aún era joven: no podía más que doblar la edad de Rob. Dio un paso adelante y puso una mano en el brazo del paciente.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó, con el acento francés que Rob había oído muchas veces en boca de los normandos de los muelles londinenses.
– Edgar Thorpe -dijo el escribiente.
– Yo soy Benjamín Merlín, medico de la cercana ciudad de Tettenhall ¿Me permites examinarte los ojos, Edgar Thorpe?
El oficinista asintió y pestañeó. El otro le levantó los párpados con los pulgares y estudió la blanca opacidad que cubría sus ojos.
– Estoy en condiciones de abatir las nubes de los cristalinos -dijo finalmente-. Lo he hecho con anterioridad, pero tienes que ser fuerte para aguantar el dolor.
– El dolor es lo de menos -murmuró el enfermo.
– Entonces haz que alguien te lleve a mi casa de Tettenhall, a primera hora de la mañana del próximo martes -dijo el médico, y se apartó.
Rob estaba alelado. Nunca le había pasado por la imaginación que alguien pudiera intentar algo que escapaba a los conocimientos de Barber.
– ¡Maestro médico! -corrió tras el-. ¿Dónde has aprendido a hacer eso…, abatir las nubes de los cristalinos de los ojos?
– En una academia. Una escuela para médicos.
– ¿Y dónde está esa escuela para médicos?
Merlín vio ante sí a un joven corpulento, con ropa mal confeccionada que le iba pequeña. Su mirada abarcó el abigarrado carromato, la tarima donde estaban las pelotas para malabarismos y los frascos con medicina cuya calidad adivinó al instante.
– A medio mundo de distancia -dijo amablemente.
Se encaminó hacia una yegua negra que estaba atada a un árbol, montó y, al galope, se alejó de los cirujanos barberos sin volver la mirada.
Más tarde, Rob le habló a Barber de Benjamín Merlín, mientras Incitatus arrastraba lentamente el carromato hacia las afueras de Leicester.
Barber asintió con la cabeza.
– He oído hablar de él. El médico de Tettenhall.
– Sí. Hablaba como un franchute.
– Es un judío de Normandía.
– ¿Qué es un judío?
– Otro nombre para designar a los hebreos, el pueblo de la Biblia asesinó a Jesús y fue expulsado de la Tierra Santa por los romanos.
– Habló de una escuela para estudiar medicina.
– A veces organizan cursos en el colegio de Westminster. Según se dice, son pésimos y de ellos salen pésimos médicos. En su mayoría se emplean con médicos de verdad para capacitarse, así como tú eres mi aprendiz para llegar a conocer el oficio de cirujano barbero.
– No creo que se refiriera a Westminster. Dijo que la escuela estaba muy, muy lejos.
Barber se encogió de hombros.
– Tal vez esté en Normandía o en Bretaña. Los judíos son muchos en Francia, y algunos se abren paso hasta aquí, incluidos los médicos.
– Yo he leído cosas de los hebreos en la Biblia, pero nunca había visto a uno.
– Hay otro médico judío en Malmesbury, de nombre Isaac Adolescentoli. Un doctor famoso. Es posible que lo veas cuando lleguemos a Salisbury, dijo Barber.
Malmesbury y Salisbury caían al oeste de Inglaterra.
– Entonces, ¿no iremos a Londres?
– No. -Barber percibió algo en la voz de su aprendiz, y hacía tiempo que le constaba el deseo del joven de encontrar a sus parientes-. Iremos directamente a Salisbury -dijo con tono severo- para cosechar los beneficios de las multitudes que asisten a la feria. De allí pasaremos a Exmouth, pues para entonces el otoño habrá caído sobre nosotros. ¿Lo comprendes?
Rob movió la cabeza afirmativamente.
– Pero en la primavera, cuando volvamos a partir, viajaremos hacia el este y pasaremos por Londres.
– Gracias, Barber -dijo con serena exultación.
Rob se animó. ¿Qué importaban las demoras si sabía que finalmente irían a Londres?
Sus hermanos poblaron todos sus pensamientos.
Por último, volvió a la otra cuestión:
– ¿Crees que le devolverá la vista al escribiente?
Barber se encogió de hombros.
– He oído hablar de esa operación. Muy pocos son capaces de llevarla a cabo, y dudo que el judío sea uno de esos pocos. Pero quien es capaz de asesinar a Cristo no tiene ningún escrúpulo en mentirle a un ciego -dijo Barber y apremió al caballo, pues faltaba poco para la hora de cenar.
Cuando llegaron a Exmouth no fue lo mismo que volver a casa, pero Rob se sintió mucho menos solo que dos años atrás, cuando pisó el lugar por vez primera. La casita junto al mar era conocida y acogedora. Barber pasó la mano por la gran chimenea de leña, con sus utensilios de cocina, y aspiró.
Planearon una espléndida provisión invernal, como de costumbre, pero esta vez no llevarían aves de corral a la casa, por el penetrante hedor que despedían las gallinas.
Rob había seguido creciendo, y sus ropas le quedaban pequeñas.
– Tus huesos en expansión me llevarán a la ruina -se quejó Barber, cuando le dio a Rob una pieza de paño de lana teñido de marrón que había comprado en la feria de Salisbury-. Cogeré a Tatus y el carro e iré a Atelny para elegir quesos y jamones, y pernoctaré en la posada. En mi ausencia, debes limpiar de hojas el manantial y comenzar a preparar la leña. Pero tómate tiempo para llevar este paño a Editha Lipton y pídele que te lo cosa. ¿Recuerdas el camino de su casa?
Rob cogió la ropa y le dio las gracias.
– La encontraré.
– Tiene que hacerte algo que se pueda agrandar -gruñó Barber después de pensarlo dos veces-. Dile que haga dobladillos generosos para que cuando llegue el momento los soltemos.
Llevó la tela envuelta en una piel de carnero para protegerla de la lluvia helada que, al parecer, era el rasgo predominante del clima de Exmouth. Conocía el camino. Dos años atrás a veces había pasado por su casa, con la esperanza de verla.
Editha respondió de inmediato a su llamada. A Rob casi se le cae el hatillo cuando ella le cogió las manos y lo atrajo hacia el interior para evitar que se siguiera mojando.
– ¡Rob J.! Déjame estudiarte. Jamás he visto tantas alteraciones en dos años!
Rob quiso decirle que ella no había cambiado, pero se quedó mudo.
Editha notó su mirada y se le entibiaron los ojos.
– Entretanto yo me he vuelto vieja y canosa -dijo, a la ligera.
Él meneó la cabeza. Editha seguía teniendo el pelo negro, y en todo sentido era tal como la recordaba, sobre todo en la luminosidad de sus ojos.
Editha preparó una infusión de hierbabuena y Rob recuperó la voz. Le habló ansiosamente y con todo detalle de los sitios donde habían estado y de algunas cosas que habían hecho.
– A mí me va un poco mejor que antes -dijo ella-. Las cosas han cambiado y ahora la gente vuelve a encargarme ropa.
Rob recordó el motivo de su visita. Abrió la piel de carnero y le mostró el paño; después de examinarlo, Editha dijo que era una lana de muy buena calidad.
– Espero que haya suficiente cantidad -dijo con tono de preocupación-, porque ya eres más alto que Barber. -Buscó las cuerdas de medir y le tomó el ancho de los hombros, la circunferencia de cintura, el largo de brazos y piernas-. Haré pantalones ceñidos, una chupa suelta y una capa; irás magníficamente ataviado.
Rob asintió y se incorporó, aunque reacio a marcharse.
– ¿Barber te está esperando?
Le explicó todo sobre las actividades de Barber, y ella le indicó que retrocediera.
– Es hora de comer. No puedo ofrecerte lo mismo que él, que pone en la mesa terneras reales, lenguas de alondra y sabrosos budines. Pero compartirás mi cena de campesina.
Cogió un pan del aparador y envió a Rob a su pequeña fresquera del manantial a buscar un trozo de queso y una jarra de sidra. En medio de la oscuridad creciente y bajo la lluvia, Rob arrancó dos varitas de sauce. En la casa cortó el queso y el pan de cebada y los atravesó con las varas de sauce para tostarlos en el fuego. Editha sonrió:
– Veo que ese hombre ha dejado en ti su marca para toda la vida.
Rob le devolvió la sonrisa.
– Es sensato calentar la comida en una noche como esta.
Comieron y bebieron; después charlaron amistosamente. Rob agregó leña al fuego, que había empezado a silbar y a humear bajo la lluvia que se colaba por el boquete de salida del humo.
– El tiempo está empeorando -dijo Editha.
– Sí.
– Es una tontería volver a casa en la oscuridad y con semejante tormenta.
Rob había caminado en noches más oscuras y bajo peores lluvias.
– Parece que va a nevar.
– Entonces tendré compañía.
– Te lo agradezco.
Volvió entumecido al manantial, con el queso y la sidra, sin atreverse a pensar. Al volver a la casa, la encontró despojándose del vestido.
– Será mejor que te quites la ropa húmeda -le dijo mientras se metía tranquilamente en la cama, con su camisa de dormir.
Rob se quitó la túnica y los pantalones húmedos, y los extendió a un lado del hogar. Desnudo, se apresuró a acostarse junto a ella, entre las pieles, temblando.
– ¡Qué frío!
Editha sonrió.
– Has pasado más frío. Cuando ocupé tu lugar en la cama de Barber.
– Y me hicisteis dormir en el suelo en una noche de perros. Sí, hacía más frío.
Ella lo miró.
– “Pobre huerfanito”, pensé. Te habría metido con nosotros en la cama.
– Estiraste la mano y me tocaste la cabeza.
Le tocó la cabeza ahora, alisándole el pelo y apretándole el rostro en sus blanduras.
– He abrazado a mis propios hijos en esta cama.
Editha cerró los ojos. Luego aflojó la parte de arriba de su camisa y le ofreció un pecho.
La carne tibia en su boca hizo recordar a Rob una calidez infantil largo tiempo olvidada. Le escocieron los párpados. La mano de Editha cogió la suya para que la explorara.
– Esto es lo que debes hacer -le dijo, sin abrir los ojos.
Una rama chisporroteó en la chimenea, pero no la oyeron. El fuego humedecido ahumaba toda la estancia.
– Suavemente y con mucha paciencia. En círculos, tal como lo estas haciendo -dijo Editha con tono ensoñador.
Rob echó hacia atrás la manta y la camisa de la mujer, a pesar del frío. Descubrió, con sorpresa, que sus piernas eran gruesas. Estudió con la mirada lo que sus dedos ya habían aprendido. La feminidad de ella era como la de sus recuerdos, pero ahora la luz del fuego le permitió observar los pormenores.
– Más rápido.
Ella habría dicho más, pero él encontró sus labios. No era la boca de una madre, y Rob notó que Editha hacía algo interesante con su lengua ávida.
Una serie de susurros lo guiaron encima de ella y entre sus pesadas nalgas. No fueron necesarias más instrucciones: instintivamente, Rob corcoveó y empujó.
“Dios es un carpintero competente”, pensó Rob, pues la mujer era una resbaladiza muesca móvil y él, una almilla a la medida.
Editha abrió los ojos de par en par y lo miró fijamente. Sus labios se curvaron sobre sus dientes en una extraña sonrisa y emitió un áspero estertor desde el fondo de su garganta, sonido que habría hecho pensar a Rob que la mujer estaba agonizando, si no lo hubiese oído con anterioridad.
Durante años había visto y oído a otros hacer el amor: sus padres en la pequeña casa abarrotada, Barber con un numeroso desfile de rameras. Había llegado a la convicción de que en un coño tenía que haber mucha magia para que los hombres lo desearan tanto. En el oscuro misterio del lecho de Editha y estornudando como un caballo por el humo de la chimenea, Rob sintió que descargaba toda la angustia contenida en su cuerpo. Transportado por el más tremendo de los deleites, Rob descubrió la enorme diferencia entre la observación y la participación.
A la mañana siguiente, despertada por un golpe en la puerta, Editha bajó descalza de la cama y fue a abrir.
– ¿Se ha ido? -susurró Barber.
– Hace mucho -respondió, mientras lo hacía pasar-. Se durmió como un hombre y al despertar fue nuevamente un chico. Dijo algo acerca de limpiar el manantial y se fue deprisa.
– ¿Todo salió bien? -preguntó Barber, sonriente.
Ella asintió con sorprendente timidez, bostezando.
– Bien, porque estaba más que listo. Para él será mejor haber encontrado la bondad contigo en lugar de una cruel iniciación por parte de una hembra de otra índole.
Editha lo vio sacar monedas de la bolsa y dejarlas sobre la mesa.
– Sólo por esta vez -le advirtió Barber, con su sentido práctico-. Si vuelve a visitarte…
Ella meneó la cabeza.
– En estos tiempos me hace mucha compañía un carretero. Un buen hombre, con casa en la ciudad de Exeter y tres hijos. Creo que se casará conmigo.
– ¿Y le advertiste a Rob que no siguiera mi ejemplo?
– Le dije que cuando bebes con frecuencia te vuelves brutal y eres menos que un hombre.
– No recuerdo haberte pedido que le dijeras eso.
– Se lo dije basándome en mis propias observaciones. -Sostuvo con firmeza la mirada de Barber-. Y también repetí tus palabras, tal como me indicaste. Le dije que su amo se había consumido con la bebida y las mujeres indignas. Le aconsejé que fuera exigente consigo mismo y que hiciera caso omiso de tu ejemplo. -Barber la escuchaba con expresión grave-. No soportó que te criticara -agregó Editha secamente-. Me dijo que eras un hombre sin par cuando estabas sobrio y un excelente amo que lo colma de bondades.
– ¿De verdad? -preguntó Barber.
Ella estaba familiarizada con las emociones que asomaban al rostro de un hombre, y notó que aquel estaba henchido de placer.
Barber cogió el sombrero y se encaminó a la puerta. Ella guardó el dinero y volvió a la cama, desde donde lo oyó silbar.
A veces los hombres eran reconfortantes y otras veces se comportaban como animales, “pero siempre son un enigma”, se dijo Editha antes de volver a dormirse.
Charles Bostock parecía más un árbitro de elegancias que un mercader.
Elevaba su largo pelo rubio sujeto con lazos y cintas, y toda su vestimenta de terciopelo rojo, obviamente costosa a pesar de la capa de polvo con que la había cubierto el viaje. Usaba zapatos puntiagudos de cuero flexible, tan idóneos para ser exhibidos como para prestar rústicos servicios. Pero tenía una fría luz de regateador en sus ojos e iba montado en un hermoso caballo blanco, rodeado por una tropa de sirvientes bien armados, para protegerse de los ladrones. Se entretenía charlando con el cirujano barbero, al que había permitido sumar su carromato a la caravana de caballos cargados con sal de la salina de Arundel.
– Poseo tres depósitos a orillas del río y arriendo otros. Nosotros, los vendedores ambulantes, estamos haciendo un nuevo Londres y, por ende, somos útiles al rey y a todos los ingleses.
Barber asintió cortésmente, harto de aquel jactancioso, pero contento por la oportunidad de viajar a Londres bajo la protección de sus armas, pues abundaban los salteadores de caminos a medida que uno se aproximaba a la ciudad.
– ¿Cuál es vuestro negocio? -le preguntó.
– Dentro de nuestra isla-nación, me dedico sobre todo a la compra de objetos de hierro. Pero también adquiero artículos preciosos que no se producen en esta tierra o los traigo de allende el mar: pieles, sedas, oro y gemas lujosas, prendas de vestir curiosas, pigmentos, vino, aceite, marfil y bronce, cobre y estaño, plata, cristal y artículos similares.
– Entonces, ¿habéis viajado mucho por tierras extranjeras?
El mercader sonrió.
– No; aunque pienso hacerlo. He realizado un sólo viaje a Génova, de donde traje colgaduras que, imaginaba, serían compradas por mis colegas más ricos, para sus casas solariegas. Pero antes de que estos pudiesen verlas, fueron adquiridas para los castillos de varios condes que ayudan a nuestro rey Canuto a gobernar la tierra.
“Haré como mínimo otros dos viajes, porque el rey Canuto promete dar un título equivalente al de barón a todo mercader que vaya tres veces al extranjero en interés del comercio inglés. De momento, pago a otros para que viajen, mientras yo atiendo mis negocios en Londres.
– Por favor, habladnos de las novedades de la ciudad -pidió Barber, y Bostock accedió, altanero.
El rey Canuto había construido una inmensa mansión muy cerca del lado oriental de la abadía de Westminster, informó. El rey, danés por nacimiento, gozaba de gran popularidad porque había promulgado una nueva ley que otorgaba a todo inglés nacido libre el derecho a cazar en su propiedad…, derecho que anteriormente estaba reservado al rey y a sus nobles.
– Ahora cualquier terrateniente puede cazar un corzo, como si fuera el monarca de su propia tierra.
Canuto había sucedido a su hermano Haroldo como rey de Dinamarca y gobernaba ese país además de Inglaterra, aclaró Bostock.
– Tiene el predominio de todo el mar del Norte, y ha levantado una armada de buques negros que barren de piratas el océano, dando seguridad a Inglaterra, que por fin disfruta de una paz verdadera en un centenar de años.
Rob apenas prestaba atención al diálogo. Cuando se detuvieron para cenar en Alton, montó el espectáculo con Barber para pagar el lugar que les habían permitido ocupar en el séquito del mercader. Bostock rió a carcajadas y aplaudió delirantemente sus juegos malabares. Regaló dos peniques a Rob.
– Te vendrán bien en la metrópoli, donde las chicas están carísimas -dijo, y le guiñó un ojo.
Rob le dio las gracias, aunque sus pensamientos estaban en otro sitio Cuanto más se aproximaban a Londres, más explícitas se tornaban sus expectativas. Acamparon en las tierras de una granja de Reading, a sólo un día de viaje de la ciudad que lo vio nacer. Se pasó la noche en vela tratando de decidir a cuál de sus hermanos vería primero.
Al día siguiente, comenzó a descubrir hitos que recordaba: un robledal, una roca muy grande, un cruce de caminos cercano a la colina en la que el Barber habían acampado aquella primera noche. Cada una de estas marcas hizo palpitar su corazón y hormiguear su sangre. Por la tarde se separaron de la caravana, en Southwark, donde el mercader debía ocuparse de sus negocios. Southwark tenía muchas más cosas de las que había visto la ultima vez que estuvo allí. Desde el talud observaron los nuevos depósitos que estaba levantando en la ribera pantanosa, cerca de la antigua grada del trasbordador, y en el río, muchos barcos extranjeros llenaban los amarraderos.
Barber guió a Incitatus a través del Puente de Londres, por un carril para trafico. Al otro lado había una multitud de personas y animales, tan congestionada que no pudieron girar el carromato hacia la Calle del Támesis y se vieron obligados a seguir recto, para torcer a la izquierda por la calle de la Iglesia Francesa, cruzando el Walbrook y traqueteando luego por los adoquines hasta Cheapside. Rob no podía estarse quieto, pues los viejos barrios de casitas de madera deterioradas por el paso del tiempo no parecían haber cambiado.
Barber hizo torcer al caballo a la derecha en Aldersgate, y luego a la izquierda por Newgate; la incógnita de Rob acerca de sus hermanos quedó resuelta, pues la panadería estaba en esa calle, Newgate, de modo que la primera a quien visitaría sería Anne Mary.
Recordó la casa estrecha con la panadería en la planta baja, y miró ansiosamente de un lado a otro hasta que la divisó.
– ¡Aquí, para! -gritó a Barber, y se deslizó del pescante sin dar tiempo a Incitatus a detenerse.
Pero cuando cruzó la calle notó que la tienda correspondía a un abastecedor de buques. Desconcertado, abrió la puerta y entró. Un pelirrojo que estaba sentado detrás del mostrador levantó la vista al oír el sonido de la campanilla que colgaba de la puerta.
– ¿Qué pasó con la panadería?
El hombre se encogió de hombros detrás de una pila de cabos pulcramente enrollados.
– ¿Los Haverhill todavía viven arriba?
– No, ahí vivo yo. He oído decir que antes había unos panaderos.
Pero, según explicó, la tienda estaba vacía cuando compró todo dos años atrás a Durman Monk, que vivía calle abajo.
Rob dejó a Barber esperando en el carro y buscó a Durman Monk, quien resultó ser un anciano solitario, encantado con la oportunidad de charlar, en una casa llena de gatos.
– De modo que tu eres hermano de la pequeña Anne Mary. La recuerdo; era una gatita dulce y amable. Conocí muy bien a los Haverhill y los consideraba excelentes vecinos. Se han trasladado a Salisbury -dijo el viejo, en tanto acariciaba a un gato atigrado de mirada salvaje.
Se le hizo un nudo en el estómago cuando entró en la casa del gremio, que correspondía a su memoria hasta en los últimos detalles, incluido el pedazo de argamasa que faltaba en la pared de zarzo revocado de encima de la puerta. Había unos pocos carpinteros bebiendo, pero Rob no vio ninguna cara conocida.
– ¿No está Bukerel aquí?
Uno de los carpinteros dejó su jarra de cerveza.
– ¿Quién? ¿Richard Bukerel?
– Sí, Richard Bukerel.
– Falleció hace ahora dos años.
Rob sintió algo más que un retortijón, porque Bukerel había sido bondadoso con él.
– ¿Quién es ahora jefe carpintero?
– Luard -respondió el hombre lacónicamente-. ¡Tú! -gritó a un aprendiz-. Ve a buscar a Luard y dile que lo busca un mozuelo.
Luard salió del fondo de la sala; era un hombre fornido y de cara arrugada, algo joven para ser jefe carpintero. Asintió sin sorprenderse cuando Rob le pidió por el paradero de un miembro de la Corporación.
Le llevó unos minutos volver las páginas apergaminadas de un voluminoso libro mayor.
– Aquí está -dijo por último y sacudió la cabeza-. Tengo una inscripción vencida de un carpintero subalterno llamado Aylwyn, pero no hay ninguna anotación desde hace unos años.
Entre los presentes en la sala de reuniones nadie conocía a Aylwyn ni sabía por qué ya no estaba en la nómina.
– Los cofrades se mudan, y con frecuencia se apuntan en el gremio del lugar -Comentó Luard.
– ¿Qué ha sido de Turner Horne? -inquirió Rob.
– ¿El maestro carpintero? Sigue allí, en la misma casa de siempre.
Rob suspiró aliviado; en cualquier caso, vería a Samuel. Uno de los que estaban por allí se levantó, llevó aparte a Luard y cuchichearon.
Luard carraspeó.
– Turner Horne es capataz de una cuadrilla que está construyendo una casa en Edred's Hithe -le dijo-. Cole, te sugiero que vayas directamente allí a hablar con él.
Rob paseó la mirada de uno a otro.
– No conozco Edred's Hithe.
– Es un sector nuevo. ¿Conoces Queen's Hithe, el viejo puente romano junto al murallón?
Rob asintió.
– Ve hasta Queen's Hithe. Una vez ahí, cualquiera te orientará para que llegues a Edred's Hithe -dijo Luard.
Muy cerca del murallón estaban los inevitables depósitos y más allá las calles con casas en las que vivía la gente corriente del puerto, fabricantes de velas, avíos y cordajes para embarcaciones, barqueros, estibadores, gabarreros y constructores de barcas. Queen's Hithe estaba densamente poblada y tenía una buena proporción de tabernas.
En una fonda maloliente, Rob recibió instrucciones para llegar a Edred Hithe. Era un nuevo barrio que comenzaba en el límite del viejo, y encontró a Turner Lorne levantando una vivienda en una parcela de terreno pantanoso.
Horne bajó del tejado cuando lo llamaron, disgustado porque habían interrumpido su trabajo. Rob lo recordó en cuanto lo vio. El hombre se había vuelto coloradote y su pelo raleaba.
– Soy el hermano de Samuel, maestro Horne -dijo Rob-. Rob J. Cole
– Así sea. Pero ¡cuánto has crecido!
Rob vio aflorar la pena en sus ojos honrados.
– Ha estado con nosotros menos de un año -explicó Lorne, sencillamente-. Era un chico prometedor. La señora Horne estaba muy apegada a él. Siempre les decíamos que no jugaran en los muelles. A más de un adulto le costado la vida estar entre los vagones de carga cuando retroceden juntos cuatro caballos. Tanto peor para un niño de nueve años.
– Ocho. -Horne lo observó inquisitivamente-. Si ocurrió un año después de que vosotros le recogierais -aclaró Rob. Tenía los labios estirados y sus gestos no parecían querer moverse, dificultándole el habla-. Dos años menor que yo.
– Tú debes saberlo mejor -apostilló Horne con tono amable-. Está enterrado en San Botolph, en el fondo y a la derecha del camposanto. Nos dijeron que en ese lugar descansa tu padre. -Hizo una pausa-. En cuanto a las herramientas de tu padre -agregó torpemente-, una de las sierras se ha partido, pero los martillos siguen en buen estado. Puedes llevártelos.
Rob meneó la cabeza.
– Guárdalos tú, por favor. En memoria de Samuel.
Acamparon en una pradera cercana a Bishopsgate, próxima a las tierras húmedas del ángulo noreste de la ciudad. Al día siguiente Rob huyó del rebaño que pastaba y de las condolencias de Barber. A primera hora de la mañana estaba en su vieja calle recordando a los niños, hasta que salió una desconocida de la casa de la madre y echó agua de colada junto a la puerta.
Deambuló hasta encontrarse en Westminster, donde las casas a la vera del río eran cada vez menos frecuentes. Luego, los campos y prados del gran Monasterio se convertían en una nueva finca que sólo podía ser la residencia del rey, rodeada de barracas para las tropas y de dependencias en las que, supuso Rob, se despachaban todos los asuntos nacionales. Vio a los temibles miembros de la guardia de corps, de los que se hablaba con respeto reverente en todas las tabernas. Eran hercúleos soldados daneses, escogidos por corpulencia y capacidad combativa para proteger al rey Canuto. Rob pensó que había demasiados hombres armados para un monarca amado por su pueblo. Desanduvo lo andado hacia la ciudad y, sin saber cómo, finalmente se encontró en San Pablo, donde alguien le apoyó una mano en el brazo.
– Te conozco. Tú eres Cole.
Rob miró al joven, y por un instante volvió a tener nueve años y no sabía si pelear o poner pies en polvorosa, pues aquel era, sin lugar a dudas, Anthony Tite.
Pero una sonrisa iluminaba el rostro de Tite y no estaba a la vista ninguno de sus secuaces. Además, observó Rob, ahora él era tres cabezas más alto y bastante más pesado que su antiguo enemigo. Dio una palmada en el hombro a Tony el Meón, repentinamente tan contento de verlo como si de pequeños hubiesen sido los mejores amigos del mundo.
– Vayamos a una taberna y háblame de ti -propuso Anthony, pero Rob vaciló, porque sólo tenía los dos peniques que le había dado el mercader Bobstock por sus malabarismos. Anthony Tite comprendió-. Invito yo. He cobrado un buen salario este último año.
Era aprendiz de carpintero, le contó a Rob en cuanto se instalaron en un rincón de una taberna cercana para beber cerveza.
– En el hoyo -precisó, y Rob notó que su voz era ronca y su tez cetrina.
Rob conocía ese trabajo. Un aprendiz permanecía en un pozo profundo, en cuya parte alta se colocaba un tronco. El aprendiz tiraba de un extremo de una larga sierra, y todo el día respiraba el serrín que le caía encima, mientras un carpintero subalterno se situaba en el borde del hoyo y manejaba la sierra desde arriba.
– Los malos tiempos parecen haber tocado a su fin para los carpinteros -dijo Rob-. Visité la casa de la cofradía y vi a muy pocos vagando por allí.
Tite asintió.
– Londres crece. La ciudad ya tiene cien mil almas: la octava parte de todos los ingleses. Levantan edificios por todas partes. Es un buen momento para inscribirse como aprendiz en el gremio, pues se rumorea que en breve crearán otra Centena. Y como tu eres hijo de un carpintero…
Rob movió la cabeza negativamente.
– Ya he hecho un aprendizaje.
Le habló de sus viajes con Barber, y se sintió gratificado al notar cierta envidia en los ojos de Anthony. Tite habló de la muerte de Samuel.
– Yo he perdido a mi madre y a dos hermanos en años recientes, víctimas de la viruela, y a mi padre a causa de las fiebres.
Rob asintió, con mirada sombría.
– Tengo que encontrar a los que están vivos. En cualquier casa de Londres por la que paso puede estar el último hijo nacido de mi madre antes de su muerte, colocado por Richard Bukerel.
– Quizá la viuda de Bukerel sepa algo.-Rob se sentó más erguido- Se ha vuelto a casar con un verdulero de nombre Buffington. Su nueva casa no está lejos de aquí. Inmediatamente más allá de Ludgate.
La casa de Buffington se hallaba en un paraje no muy distinto a aquel tan solitario, en el que el rey había construido su nueva residencia, pero estaba muy próximo a la humedad de las zonas pantanosas del Fleet, y era un refugio lleno de parches en lugar de un palacio. Detrás de la casucha había pulcros campos de coles y lechugas, rodeados por un páramo pantanoso sin drenar.
Lo contempló todo por un momento, y vio a cuatro niños cochinos acarreando sacos de piedras con los que daban vueltas alrededor de los campos plagados de mosquitos, como letal patrulla contra las liebres.
Encontró a la señora Buffington en la casa. Se saludaron. Ella estaba clasificando diversos productos en canastas. Los animales se comían sus beneficios, explicó en tono gruñón.
– Te recuerdo a ti y a tu familia-dijo, mientras lo examinaba como si fuera una verdura selecta.
Pero cuando le hizo la pregunta que lo había llevado allí, ella no recordaba que su primer marido hubiese mencionado el nombre o el paradero de la nodriza que se llevó al bebe bautizado como Roger Cole.
– ¿Nadie apuntó su nombre?
Probablemente algo notó la mujer en su mirada, porque se explicó.
– Yo no sé escribir. ¿Por qué no preguntaste su nombre y lo escribiste tu? ¿Acaso no es tu hermano?
Rob se preguntó cómo podía esperarse semejante responsabilidad de un crío en sus circunstancias, aunque sabía que en cierto sentido la mujer tenía razón.
La señora Buffington le sonrió.
– No seamos descorteses entre nosotros, pues hemos compartido días más duros como vecinos.
Para su gran sorpresa, vio que lo estudiaba como una mujer estudia a un hombre, con ojos ansiosos. Había adelgazado por las faenas que ahora realizaba y Rob comprendió que en otros tiempos había sido hermosa. No era mayor que Editha.
Pero pensó melancólicamente en Bukerel y recordó la cruel mezquindad de aquella mujer, sin olvidar que cuando quedó sólo lo habría vendido como esclavo.
La miró fríamente, le dio las gracias y se marchó.
En la iglesia de San Botolph, el sacristán -un viejo picado de viruela y con el pelo gris polvoriento- respondió a su llamada. Rob preguntó por el sacerdote que había enterrado a sus padres.
– El padre Kempton fue trasladado a Escocia hace diez meses.
El anciano lo llevó al cementerio de la iglesia.
– Ahora esto está abarrotado -dijo-. ¿No estabas aquí hace dos años, cuando el azote de la viruela? -Rob meneó la cabeza-. ¡Afortunado de ti! Murieron tantos que enterrábamos todos los días. Ahora andamos escasos de espacio. Gente de todas partes llega en tropel a Londres, y todo hombre alcanza en seguida las dos veintenas de años por las que razonablemente puede orar.
– Pero no tenéis más de cuarenta años -observó Rob.
– ¿Yo? Yo estoy protegido por la naturaleza eclesiástica de mi trabajo, y en todo sentido he llevado una vida pura e inocente.
Le dedico una sonrisa, y Rob olió el alcohol de su aliento.
Esperó fuera de la casa de enterramientos, mientras el sacristán consultaba el libro. Todo lo que el viejo borrachín pudo hacer fue guiarlo a través de un laberinto de lápidas inclinadas, hasta una zona general de la parte oriental del camposanto, cerca del muro trasero cubierto de musgo, y declaró que tanto su padre como su hermano Samuel “habían sido enterrados por aquí”. Intentó rememorar el funeral de su padre para recordar el emplazamiento de la tumba, pero no lo logró.
Fue más fácil encontrar a su madre: el tejo que crecía tras su sepulcro se había desarrollado mucho en tres años, pero lo reconoció.
Imprevisiblemente y con gran resolución, volvió corriendo al campamento y Barber lo acompañó a un paraje rocoso, más abajo del talud del Támesis, donde seleccionaron un pequeño canto rodado de color gris, aplanado y alisado por largos años de mareas. Incitatus los ayudó a arrastrarlo desde el río.
Rob pensaba grabar personalmente las inscripciones, pero fue disuadido -Ya hemos pasado demasiado tiempo aquí -dijo Barber-. Deja que lo haga bien y rápidamente un picapedrero. Yo le pagaré su trabajo, cuando tú completes el aprendizaje y trabajes por un salario, me lo devolverás.
Sólo se quedaron en Londres el tiempo suficiente para ver la piedra con los tres nombres y las fechas en el lugar que le correspondía en el cementerio, debajo del tejo.
Barber apoyó una mano fornida en su hombro y le dirigió una mirada penetrante.
– Somos viajeros. Llegaremos a todos los sitios en los que puedas hacer averiguaciones sobre tus otros tres hermanos.
Desplegó el mapa de Inglaterra y mostró a Rob los seis grandes caminos que salían de Londres: por el noreste a Colchester, por el norte a Lincoln York, por el noreste a Shrewsbury y Gales, por el oeste a Silchester, Winchester y Salisbury; por el sudeste a Richborough, Dover y Lyme, y por sur a Chichester.
– Aquí, en Ramsey -dijo Barber hundiendo un dedo en el centro de Inglaterra-, es adonde tu vecina viuda, Della Hargreaves se fue a vivir con su hermano. Ella podrá decirte el nombre del ama de cría a la que entregó al bebe Roger, y tú podrás buscarlo la próxima vez que vengamos a Londres. Aquí abajo está Salisbury, donde según te han dicho la familia Haverhill ha llevado a tu hermanita Anne Mary.-Arrugó el entrecejo-. Es una pena que no lo supiéramos cuando estuvimos allí durante la feria.
Rob se estremeció al comprender que él y la chiquilla podían haberse cruzado entre las multitudes.
– No importa -dijo Barber-. Regresaremos a Salisbury en nuestro camino de vuelta a Exmouth, en el otoño.
Rob cobró ánimo.
– Y por donde vayamos hacia el norte, preguntaré a todos los sacerdotes y monjes que encuentre si conocen al padre Lovell y a su joven pupilo William Cole.
La mañana siguiente abandonaron Londres y siguieron el ancho camino de Lincoln, que llevaba al norte de Inglaterra. Tras dejar atrás todas las casas y el hedor de tanta gente, cuando hicieron un alto para paladear un desayuno especialmente abundante preparado a la orilla de un riachuelo cantarín, coincidieron en que una ciudad no era el mejor lugar para respirar aire de Dios y gozar del calor del sol.
Un día de principios de junio estaban tumbados de espaldas a la vera de un arroyo, en las cercanías de Chipping Norton, viendo pasar las nubes a través de ramas frondosas, esperando que picaran las truchas.
Apoyadas en dos ramas en forma de Y clavadas en tierra, sus varas de arce estaban inmóviles.
– Muy entrada la temporada para que las truchas tengan hambre de lombrices -murmuró satisfecho Barber-. En un par de semanas, cuando los insectos saltadores pululen en los campos, los peces se cogerán antes.
– ¿Cómo conocen la diferencia los gusanos machos? -preguntó Rob.
Medio dormido, Barber sonrió.
– Seguro que todas las hembras se parecen en la oscuridad, como las mujeres.
– Todas las mujeres no son iguales, ni de día ni de noche -protestó Rob-. Parecen semejantes, pero cada una tiene su aroma, su sabor, su tacto.
Barber suspiró.
– Esa es la autentica maravilla que opera de señuelo en el caso del hombre.
Rob se incorporó y fue hasta el carromato. Al volver llevaba en la mano un cuadrado liso de pino en el que había dibujado en tinta el rostro de una muchacha. Se puso en cuclillas junto a Barber y le dio la tabla.
– ¿La reconoces?
Barber estudió el dibujo.
– Es la chica de la semana pasada, la muñequita de Fairt Ives.
Rob recuperó el dibujo y lo observó, complacido.
– ¿Por qué le pusiste esa marca tan fea en la mejilla?
– Porque la tenía.
Barber asintió.
– La recuerdo. Pero con tu pluma y tu tinta estás en condiciones de embellecer la realidad. ¿Por qué no permites que se vea a sí misma más favorablemente de lo que la ve el mundo?
Rob frunció el ceño, preocupado sin saber por qué. Volvió a estudiar el parecido.
– De cualquier manera, no lo ha visto, pues lo dibujé después de dejarla.
– Pero podrías haber hecho el dibujo en su presencia. -Rob se encogió de hombros y sonrió. Barber se levantó, plenamente despierto-. Ha llegado el momento de que demos un uso práctico a tu habilidad.
A la mañana siguiente, fueron a ver a un leñador y le pidieron que aserrara rodajas del tronco de un pino. Los cortes de madera resultaron decepcionantes: demasiado ásperos para dibujar con pluma y tinta. Pero las rodajas de una joven haya eran lisas y duras, y el leñador cortó de buena gana un árbol de tamaño mediano a cambio de una moneda.
A continuación del espectáculo de aquella tarde, Barber anunció que su compañero dibujaría gratuitamente retratos de media docena de residentes de Chipping Norton.
Se produjo un bullicioso alud. Alrededor de Rob se reunió una multitud para observar, con curiosidad, cómo mezclaba la tinta. Pero hacía tiempo que dominaba el arte de la representación, y estaba habituado al escrutinio. Dibujó un rostro en cada uno de los seis discos de madera: una anciana, dos jóvenes, un par de lecheras que olían a vaca, y un hombre con un lobanillo en la nariz.
La mujer tenía los ojos hundidos y la boca desdentada, con los labios arrugados. Uno de los jóvenes era regordete y carirredondo, de modo que fue lo mismo que dibujarle rasgos a una calabaza. El otro era delgado y moreno, con ojos siniestros. Las lecheras eran hermanas y se parecían tanto que el desafío consistió en tratar de captar las sutiles diferencias; allí Rob fracasó porque podrían haber intercambiado sus retratos sin que se notara. De lo seis dibujos, sólo se sintió satisfecho con el último. El hombre era casi viejo. Sus ojos y todos los surcos de su cara estaban inundados de melancolía. Si saber cómo, Rob logró plasmar toda su tristeza. Dibujó el lobanillo sin la menor vacilación. Barber no protestó, pues todos los modelos estaban visiblemente contentos y se oyeron sostenidos aplausos de los mirones.
– ¡Comprad seis frascos y tendréis gratis, amigos míos, un retrato similar! -vociferó Barber, sosteniendo en alto la Panacea Universal y emprendiendo su habitual discurso.
En breve se formó una cola delante de Rob, que dibujaba concentradamente, y una cola más larga aún delante de la tarima, en la que permaneció Barber vendiendo su medicina.
Desde que el rey Canuto había liberalizado las leyes de caza, empezaron a aparecer venados en los puestos de carne. En la plaza del mercado de Adreth, Barber compró un buen cuarto trasero. Lo frotó con ajo silvestre e hizo tajos profundos que rellenó con pequeños cuadrados de grasa de cerdo y cebolla, lardeando sabrosamente el exterior con mantequilla dulce; mientras se asaba, roció constantemente la pieza con una mezcla de miel, mostaza y cerveza negra.
Rob comió vorazmente, pero Barber dio cuenta de casi todo el cuarto pero acompañado con una prodigiosa cantidad de puré de nabos y una pieza de pan fresco.
– Un poco más, quizá. Para conservar las fuerzas -dijo, sonriente.
Desde que Rob lo conocía, había engordado notablemente… sus buenas piedras, pensó Rob. Las carnes surcaban su cuello, sus antebrazos eran como jamones y su barriga navegaba delante de él, como una vela suelta en vendaval. Y su sed era tan portentosa como su apetito.
Dos días después de dejar Aldreth llegaron al pueblo de Ramsey, donde en la taberna Barber consiguió la atención del propietario tragando en silencio 2 jarros llenos de cerveza antes de imitar el sonido de un trueno con un acto y pasar a la cuestión inmediata.
– Estamos buscando a una mujer de nombre Della Hargreaves. -El hombre se encogió de hombros y meneó la cabeza-. Hargreaves era el apellido de su marido. Es viuda. Vino hace cuatro años para quedarse con su hermano. No conozco el nombre de este, pero le ruego que reflexione, pues es una población pequeña.
Barber pidió más cerveza, para estimularlo. El dueño de la taberna puso ojos en blanco.
– Oswald Sweeter -susurró su mujer mientras servía la bebida.
– ¡Ah! Entonces es la hermana de Sweeter -concluyó el hombre, al tiempo que aceptaba el dinero de Barber.
Oswald Sweeter era el herrero de Ramsey, tan corpulento como Barber, puro músculo. Los escuchó algo cejijunto y luego habló, como si lo hiciera de mala gana.
– ¿Della? La recogí -dijo-. De mi propia sangre. -con unas tenazas blandió una rama de cerezo en las ascuas incandescentes-. Mi mujer la llenó de bondades, pero Della tiene talento para no trabajar. No se llevaban. Antes de medio año, Della nos abandonó.
– Para ir ¿adónde? -preguntó Rob.
– A Bath.
– ¿Y qué hace en Bath?
.-Lo mismo que aquí antes de que la echáramos -dijo Sweeter en voz baja- Se largó con un hombre, escabulléndose como una rata.
– Fue vecina nuestra durante años en Londres, donde siempre se la consideró una mujer respetable -se sintió obligado a decir Rob, aunque nunca le había caído bien.
– Así será, mozalbete, pero hoy mi hermana es una tunanta que prefiere revolcarse con cualquiera antes que trabajar para ganarse el pan. Búscala en el barrio de las putas.
Sacando una barra al rojo vivo de las ascuas, Sweeter terminó la conversación a martillazos, de modo que una desenfrenada lluvia de chispas siguió a Rob y a Barber hasta la puerta.
Llovió una semana seguida mientras se abrían camino costa arriba. Una mañana salieron a rastras de sus húmedas camas bajo el carromato, y descubrieron un día tan suave y glorioso que olvidaron todo salvo su buena fortuna de ser libres y bienaventurados.
– ¡Demos un paseo por el mundo inocente! -gritó Barber, y Rob supo exactamente qué quería decir, pues a pesar de la terrible urgencia de encontrar a sus hermanos, era joven, sano y cargado de energías en aquel día esplendoroso.
Entre toques del cuerno cantaban exuberantes himnos y tonadas maliciosas, una señal de su presencia más audible que cualquier otra. Rodaba despacio por un sendero arbolado que les proporcionaba alternativamente la cálida luz del sol y la fresca sombra, con mil distintos tonos de verde.
– ¿Qué más puedes pedir? -dijo Barber.
– Armas -respondió Rob al instante.
A Barber se le borró la sonrisa.
– No pienso comprarte armas -dijo con tono cortante.
– No necesariamente una espada. Pero me parece sensato llevar una daga, pues en cualquier momento pueden atacarnos.
– Cualquier salteador de caminos lo pensaría dos veces antes de asaltarnos, porque somos dos hombres fornidos.
– Es a causa de mi estatura, precisamente. Cuando entro en una taberna los hombres más menudos que yo me miran y piensan: "Es grandote, pero de una estocada se le pueden parar los pies”, y se llevan la mano a la empuñadura de sus armas.
– Y después se dan cuenta de que vas desarmado y comprenden que eres un cachorro que no ha llegado a mastín a pesar de su tamaño. Entonces se sienten muy tontos y te dejan en paz. Con un puñal en el cinto, morirías en quince días.
Siguieron su camino en silencio.
Siglos de violentas invasiones habían hecho creer a todos los ingleses que eran soldados. La ley no permitía que los esclavos llevaran armas, y los aprendices no podían permitirse ese lujo, pero cualquier otro varón exteriorizaba su condición de nacido libre por el pelo largo y por las armas que portaba.
"Claro que un hombre pequeño con un arma puede matar fácilmente a un joven corpulento sin ella”, se dijo Barber.
– Tienes que saber manejar las armas cuando te llegue el momento empuñarlas -decidió-. Esa es una parte de tu instrucción que hemos descuidado. Por tanto, comenzaré a adiestrarte en el uso de la espada y la daga
Rob sonrió de oreja a oreja.
– Gracias, Barber.
En un claro, se pusieron frente a frente, y Barber sacó la daga del cinto.
– No debes empuñarla como un niño que quiere apuñalar hormigas. Equilibra la hoja en la palma hacia arriba, como si tuvieras la intención de hacer malabarismos. Los cuatro dedos se cierran alrededor del mango. El pulgar puede quedar plano a lo largo del mango o cubrir los dedos, dependiendo de la trayectoria que se imprima a la hoja. La peor y de la que más hay que protegerse, es la que va de abajo arriba.
"El luchador con cuchillo dobla las rodillas y se mueve ligeramente sobre sus pies, listo para saltar hacia adelante o hacia atrás. Listo para zigzaguear con el fin de evitar la puñalada del agresor. Listo para matar, pues este instrumento se usa para el cuerpo a cuerpo y el trabajo sucio. El metal con que está hecho es tan bueno como el de un escalpelo. Una vez que te has entregado a cualquiera de los dos, debes cortar como si de ellos dependiera la vida, que es lo que suele suceder.
Devolvió la daga a su vaina y entregó su espada a Rob, quien la sopesó, sosteniéndola delante de el.
– Romanus sum -dijo en voz muy baja.
Barber sonrió.
– No, no eres un puñetero romano. Al menos con esta espada inglesa. La romana era corta y puntiaguda, con dos bordes de acero afilados. A ellos les gustaba pelear de cerca, y a veces la usaban como una daga. Pero esto es un sable, Rob J., más largo y más pesado. La mejor de las armas, que mantiene a nuestro enemigo a distancia. Es una cuchilla, un hacha que corta seres humanos en lugar de árboles.
Recuperó la espada y se alejó de Rob. Sujetándola con ambas manos, pero mientras la hoja destellaba y relumbraba en amplios círculos mortales, al acuchillar la luz del sol.
De improviso se detuvo y se inclinó sobre el sable, sin aliento.
– Prueba tú -le dijo, y le entregó el arma.
Escaso consuelo fue para Barber advertir cuán fácilmente su aprendiz empuñaba el pesado sable con una mano. "Es el arma de un hombre fuerte -pensó con cierta envidia-, más eficaz cuando se la usa con la agilidad de juventud.”
A imitación de Barber, Rob la esgrimió y empezó a dar vueltas por el pequeño claro. La hoja silbaba a través del aire, y un ronco grito ajeno a su voluntad salió de su garganta. Barber lo observaba, más que vagamente perturbado, mientras barría a una invisible hueste a cintarazos.
La siguiente lección tuvo lugar varias noches más tarde, en una abarrotada y bulliciosa taberna de Fulford. Unos traficantes de ganado ingleses, de una caravana de caballos que iba hacia el norte, se encontraron allí con los boyeros daneses de una caravana que viajaba al sur. Ambos grupos pasarían la noche en el lugar; ahora bebían copiosamente y se observaban entre sí como manadas de perros de riña.
Rob estaba con Barber, bebiendo sidra, y no se sentía incomodo. No era una situación nueva, y sabían lo suficiente como para no dejarse llevar por el espíritu combativo.
Uno de los daneses salió a aliviar la vejiga. Al volver, acarreaba un cochinillo chillón bajo el brazo, y una cuerda. Ató un extremo de la cuerda al cuello del lechón y el otro a una estaca hincada en el centro de la taberna. A continuación golpeó la mesa con una jarra.
– ¿Quién es lo bastante hombre para jugar conmigo al cerdo atascado? -gritó en dirección a los boyeros ingleses.
– ¡Ah, Vitus! -gritó, alentador, uno de sus compañeros, y comenzó a golpear su mesa, a lo que se unieron rápidamente todos sus amigos.
Los ingleses escucharon ceñudos el martilleo y las pullas; después, uno de ellos se encaminó a la estaca y movió la cabeza afirmativamente.
Media docena de los parroquianos más prudentes de la taberna tragaron sus bebidas y abandonaron el local.
Rob había empezado a incorporarse, siguiendo la costumbre de Barber de alejarse de cualquier sitio antes de que hubiera camorra, pero se sorprendió cuando su amo le apoyó una mano en el brazo para que volviera a sentarse.
– ¡Dos peniques por Dustin! -gritó un boyero inglés.
En breve los dos grupos se afanaban en apostar. Los dos hombres eran más o menos equiparables. Ambos parecían estar en la veintena. El danés era más robusto y algo más bajo, mientras que el inglés tenía el alcance de brazo más largo.
Les vendaron los ojos con trapos y los ataron a la estaca, en sitios opuestos, mediante una cuerda de tres yardas de largo que rodeaba sus tobillos
– Un momento -pidió Dustin-. ¡Otro trago!
Sus amigos lo aclamaron, y cada uno de ellos le llevó un vaso de hidromiel, que él se echó rápidamente al coleto.
Los hombres con los ojos vendados desenvainaron sus dagas.
El cerdo, al que habían mantenido en ángulo recto con respecto a ambos, fue depositado en el suelo. Inmediatamente, el animal intentó huir pero, atado como estaba, sólo pudo correr en círculo.
– ¡Dustin, el muy cabrón se acerca! -gritó alguien.
El inglés se preparó y esperó, pero el sonido de las pisadas del cerdo quedó ahogado por los gritos de los hombres, y pasó delante de él sin que se diera cuenta.
– ¡Ahora, Vitus! -gritó un danés.
Aterrorizado, el lechón se dirigió hacia el boyero danés. El hombre apuñaló tres veces sin acercarse, y la bestia huyó por donde había venido, chillando.
Dustin logró diferenciar los ruidos y se acercó al cochinillo por una dirección mientras Vitus se cerraba desde la otra.
El danés atacó al cerdo y Dustin resolló cuando la afilada hoja le hizo un tajo en el brazo.
– ¡Norteño mal nacido!
Apuñaló el aire en un arco, pero no llegó cerca del cerdo chillón como el otro hombre.
Ahora el animal pasó como un rayo entre los pies de Vitus. El danés se aferró a la cuerda y logró acercarlo a su puñal en ristre. La primera puñalada acertó en la pata delantera derecha y el cerdo emitió una prolongada que]a.
– ¡Lo tienes, Vitus!
– ¡Liquídalo para que mañana podamos comerlo!
El lechón era ahora un blanco excelente a causa de sus chillidos, y Dustin se abalanzó. La mano que empuñaba el arma rozó el costado del animal, con un ruido sordo la hoja se enterró hasta la empuñadura en el vientre de Vitus.
El danés se limitó a gruñir suavemente, pero dio un paso atrás, abriéndose las carnes al retroceder.
Sólo se oían en la taberna los alaridos del lechón.
– Deja la daga, Dustin; lo has mandado al otro mundo -ordenó uno de los ingleses.
Entre todos rodearon al boyero, le arrancaron la venda de los ojos y le cortaron las ataduras.
Mudos, los boyeros daneses sacaron a su amigo antes de que los sajones reaccionaran o alguien llamara a los ayudantes del magistrado. Barber suspiró.
– Vayamos a examinarlo, pues como cirujanos barberos que somos debemos prestarle auxilio.
Pero era evidente que no podían hacer mucho por él. Vitus yacía de espaldas, como si estuviera roto, con los ojos muy abiertos y la cara gris. En la herida abierta de su vientre rasgado vieron que tenía las entrañas partidas en dos. Barber cogió a Rob del brazo y lo forzó a ponerse en cuclillas a lado
– Míralo -dijo con tono firme.
Había capas: piel bronceada, carne pálida, un revestimiento viscoso. El intestino tenía el color rosa de un huevo de Pascua teñido, y la sangre era muy roja.
– Es curioso, pero un hombre abierto apesta mucho más que cualquier animal abierto -comentó Barber.
Manaba sangre de la pared abdominal, y en un chorro espeso el intestino se vació de material fecal. El hombre murmuraba débilmente en danés; tal vez rezaba.
Rob tuvo náuseas, pero Barber lo retuvo sin miramientos junto al caído, como quien refriega el morro de un perrito en sus propios excrementos.
Rob tomó la mano del boyero. El hombre era como un saco de arena con un agujero en el fondo. Y Rob sintió cómo se le iba la vida. Agachado, le sostuvo la mano apretadamente hasta que no quedó arena en el saco, y Vitus produjo un crujido seco como el de una hoja marchita. Por último se apagó.
Siguieron practicando con las armas, pero ahora Rob se mostraba más reflexivo y no tan ansioso.
Pasaba más tiempo pensando en el don. Observaba a Barber y lo escuchaba, aprendiendo todo lo que sabía. A medida que se familiarizó con las dolencias y sus síntomas, comenzó a jugar un juego secreto, tratando de determinar, a partir de las apariencias, qué enfermedad afligía a cada paciente.
En Richmond, un pueblo de Northumbria, vieron en la cola de espera un hombre macilento, de ojos legañosos y una tos angustiosa.
– ¿Cuál es su enfermedad? -preguntó Barber a Rob.
– ¿Tisis?
Barber sonrió aprobadoramente.
Pero cuando al paciente que tosía le tocó el turno de ver al cirujano barbero, Rob le tomó las manos para acompañarlo al otro lado del biombo: era el contacto de un agonizante; todos los sentidos indicaban a Rob que el hombre era demasiado fuerte para padecer de consunción. Percibió que había cogido un catarral y que muy pronto se libraría de esa molestia meramente pasajera.
No tenía razones para contradecir a Barber; pero así, gradualmente tomó conciencia de que el don no sólo servia para predecir la muerte, sino que podía resultar útil a fin de estudiar enfermedades y, tal vez, para ayudar a los vivos.
Incitatus arrastró lentamente el carromato encarnado en dirección norte a través de Inglaterra, pueblo por pueblo, algunos demasiado pequeños para tener nombre. Cada vez que llegaban a un monasterio o iglesia, Barber aguardaba pacientemente en el carromato, mientras Rob preguntaba por el padre Ranald Lovell y el chico llamado William Cole, pero nadie los había oído nombrar.
En algún sitio, entre Carlisle y Newcastle-upon-Tyne, Rob se encaramó a un muro de piedra levantado novecientos años atrás por la cohorte Adriano para proteger a Inglaterra de los merodeadores escoceses. Sentado en Inglaterra y contemplando Escocia, Rob se dijo que la posibilidad más prometedora de ver a alguien de su propia sangre se hallaba en Salisbury, donde los Haverhill habían llevado a su hermana Anne Mary.
Cuando por fin llegaron a Salisbury, fue despachado en un santiamén la Corporación de Panaderos.
El jefe panadero se llamaba Cummings. Era achaparrado y semejante a un sapo; no tan robusto como Barber pero lo bastante rechoncho como para servir de propaganda a su oficio.
– No conozco a ningún Haverhill.
– ¿No lo miraríais en el registro?
– Oye, estamos en época de feria. Prácticamente todos mis cofrades están trabajando en ella; hay mucho trajín y tenemos prisa. Si quieres, ven a vernos cuando termine la feria.
Mientras duró la feria, sólo una parte de Rob hacía juegos malabares, atraía pacientes y ayudaba a tratarlos, en tanto escudriñaba constantemente las multitudes en busca de un rostro conocido; un vislumbre de la chica que ahora imaginaba sería Anne Mary.
No la vio.
Al día siguiente de la culminación de la feria volvió al edificio de la Corporación de Panaderos de Salisbury. Era una estancia pulcra y atrayente a pesar de su nerviosismo, se preguntó por qué las salas de reunión de los gremios eran siempre más sólidas y estaban mejor construidas que las de las Corporaciones de Carpinteros.
– Ah, el joven cirujano barbero. -Cummings fue más amable y estaba más sosegado. Registró concienzudamente dos voluminosos libros mayores y luego meneó la cabeza-. Jamás hemos tenido un panadero llamado Haverhill.
– Un hombre y su mujer -insistió Rob-. Vendieron la pastelería de Londres y afirmaron que vendrían aquí. Tienen una chiquilla que es hermana mía. De nombre Anne Mary.
– Lo que ha ocurrido es evidente, joven cirujano barbero. Después de vender su tienda y antes de llegar aquí encontraron una oportunidad mejor en otro lado, oyeron hablar de un sitio más necesitado de panaderos.
– Sí, es probable.
Rob le agradeció y volvió al carromato. Barber quedó visiblemente preocupado, pero le aconsejó que hiciera de tripas corazón.
– No debes perder las esperanzas. Algún día los encontrarás; seguro.
Pero era como si la tierra se los hubiese abierto y tragado a los vivos y a los muertos. La leve esperanza que había mantenido, ahora parecía excesivamente inocente. Pensó que los días de su familia habían quedado atrás y, con un estremecimiento, se obligó a reconocer que fuera lo que fuese lo que lo esperaba, con toda probabilidad lo enfrentaría a solas.
Pocos meses antes de que concluyera el aprendizaje de Rob, estaban bebiendo cerveza en la taberna de la posada de Exeter, negociando cautelosamente los términos laborales.
Barber bebía en silencio, como si estuviera perdido en sus pensamientos. Realmente le ofreció un salario bajo. -más una nueva muda- agregó, como si lo acometiera un arranque de generosidad.
No en vano Rob llevaba seis años con él. Se encogió de hombros, dubitativo.
– Me siento atraído a volver a Londres -dijo mientras rellenaba las copas
Barber asintió.
– Una muda cada dos años tanto si es necesaria como si no -añadió, después de analizar la expresión de Rob.
Pidieron la cena: un pastel de conejo, que Rob comió entusiasmado. En vez de dedicarse a la comida, Barber la emprendió con el tabernero.
– La poca carne que encuentro es durísima y esta mal condimentada -refunfuñó-. Podríamos elevar un poco el salario. Un poco.
– Esta mal condimentada -confirmó Rob-. Eso es algo que tú nunca haces. Siempre me ha gustado tu forma de condimentar la caza.
– ¿Qué salario consideras justo para un mocoso de dieciséis años?
– Prefiero no tener salario.
– ¿Prefieres no tener salario? -Barber lo observó con suspicacia.
Así es. Los ingresos se obtienen de la venta de la panacea y del tratamiento de los pacientes. Por tanto, quiero la duodécima parte de cada frasco vendido y la duodécima parte de cada paciente tratado.
– Un frasco de cada veinte y un paciente de cada veinte. -Rob sólo vaciló un instante antes de asentir.
– Los términos durarán un año y luego podrán renovarse por mutuo acuerdo.
– ¡Trato hecho!
– Trato hecho -dijo Rob serenamente.
Levantaron las jarras de cerveza negra y sonrieron.
– ¡Salud!
– ¡Salud!
Barber se tomó muy en serio sus nuevos costos. Un día que estaban en Northampton, donde había hábiles artesanos, contrató a un carpintero subalterno para que hiciera otro biombo, y en su próxima parada, que resultó ser Huntington, lo instaló no muy lejos del suyo.
– Es hora de que te pares sobre tus propios pies -dijo.
Después del espectáculo y los retratos, Rob se sentó detrás de la cortina y esperó.
– ¿Lo mirarían y soltarían una carcajada? ¿o girarían sobre sus talones y se sumarían a la fila de espera de Barber?
Su primer paciente hizo una mueca cuando Rob le tomó las manos, porque su vieja vaca le había pisoteado la muñeca.
– La muy zorra pateó el cubo. Luego, cuando me estiré para enderezarlo, la condenada me pisó.
Rob palpó suavemente la articulación y al instante olvidó cualquier otra cosa. Había una magulladura dolorosa. También un hueso roto, el que bajaba del pulgar. Un hueso importante. Le llevó un rato vendar correctamente la muñeca y amarrar un cabestrillo.
El siguiente era la personificación de sus temores: una mujer delgada angulosa de aire sombrío.
– He perdido el oído -declaró.
Rob le examinó las orejas, que no parecían tener ningún tapón, No conocía nada que pudiera mejorarla.
– No puedo ayudarla -dijo con tono pesaroso.
La mujer sacudió la cabeza.
– ¡NO PUEDO AYUDAROS! -gritó Rob.
– ENTONCES, PREGUNTADLE AL OTRO BARBERO.
– ÉL TAMPOCO PODRÁ AYUDAROS.
Ahora la mujer tenía expresión colérica.
– ¡CONDENAOS EN LOS INFIERNOS! SE LO PREGUNTARÉ YO MISMA.
Rob oyó la risa de Barber y notó cuánto se divertían los otros pacientes cuando la mujer salió como una tromba.
Aguardaba detrás del biombo, ruborizado, cuando entró un joven que tendría uno o dos años más que él. Rob reprimió el impulso de suspirar cuando vio el dedo índice izquierdo en avanzado estado de gangrena.
– No tiene buen aspecto.
El joven tenía blancas las comisuras de los labios, pero de alguna forma logró sonreír.
– Me lo aplasté cortando madera para el fuego hará una quincena. Dolió, por supuesto, pero aparentemente mejoraba. Entonces…
La primera articulación estaba negra y abarcaba una superficie de inflado descoloramiento que se convertía en carne ampollada. Las grandes ampollas despedían un fluido sanguinolento y un olor gaseoso.
– ¿Cómo fuisteis tratado?
– Un vecino me aconsejó que lo envolviera en cenizas húmedas mezcladas con mierda de ganso, para aliviar el dolor. -Rob movió la cabeza afirmativamente, pues este era el remedio más común.
– Bien. Ahora es una enfermedad que si no se trata os comerá la mano, luego el brazo. Mucho antes de que llegue al cuerpo, moriréis. Es necesario amputar el dedo. -El joven asintió, con expresión valerosa.
Ahora Rob dejó escapar el suspiro. Tenía que estar doblemente seguro:
Cortar un apéndice era un paso serio, y aquel joven notaría su falta el resto su vida cuando intentara ganarse el pan.
Pasó al otro lado del biombo de Barber.
– ¿Qué pasa? -Barber parpadeó.
– Tengo que mostrarte algo -dijo Rob y volvió con su paciente, mientras el gordo Barber lo seguía a ritmo laborioso.
– Le he dicho que es necesario cortarlo.
– Sí -afirmó Barber, y su sonrisa desapareció-. ¿Quieres ayuda?
Rob meneó la cabeza. Dio a beber al paciente tres frascos de Panacea universal y a continuación reunió con gran cuidado todo lo que necesitaría para no tener que buscarlo en medio del procedimiento, ni tener que gritar a Barber pidiendo ayuda. Cogió dos bisturís afilados, una aguja e hilo, una tabla corta, tiras de trapos para vendar y una pequeña sierra de dientes finos. Ató el brazo del joven a la tabla, con la palma de la mano hacia arriba.
– Cerrad el puño dejando fuera el dedo malo.
Envolvió la mano con vendas y la ató por separado para que los dedos no le obstaculizaran el camino.
Se asomó y reclutó a tres hombres fuertes que haraganeaban por allí, dos para sostener al joven y uno para sujetar la tabla.
En una docena de ocasiones se lo había visto hacer a Barber, y dos veces lo había hecho personalmente bajo la supervisión de aquel, pero nunca lo había intentado sólo. El truco consistía en cortar lo bastante lejos de la gangrena como para detener su progreso, aunque dejándolo al mismo tiempo lo más largo posible.
Cogió el bisturí y lo hundió en la carne sana. El paciente gritó e intentó levantarse de la silla.
– Sujetadlo.
Cortó un círculo alrededor del dedo e hizo una breve pausa para lavar la herida con un trapo antes de hender el sector sano del dedo por ambos lados y desollar cuidadosamente la piel hacia el nudillo, formando dos colgajos. El hombre que sostenía la tabla empezó a vomitar.
– Coge tú la tabla -dijo Rob al que le sujetaba los hombros.
No hubo ningún problema con el cambio de manos porque el paciente se había desmayado.
El hueso era una sustancia fácil de cortar, y la sierra produjo un raspado tranquilizador cuando serró el dedo y lo seccionó.
Recortó con gran cuidado los colgajos e hizo un esmerado muñón, tal como le habían enseñado, no tan ceñido como para que doliera ni tan flojo como para provocar engorros; después cogió la aguja y el hilo, y lo cosió con puntadas pequeñas y precisas. Restañó una exudación sanguinolenta volcando más panacea sobre el muñón. Después, ayudó a llevar al joven quejumbroso a la sombra de un árbol, para que se recuperara.
Luego, en rápida sucesión, vendó un tobillo torcido, un corte profundo en el brazo de un niño, y vendió tres frascos de medicina a una viuda aquejada de dolores de cabeza y otra media docena a un hombre que padecía gota. Comenzaba a sentirse un tanto engreído cuando entró una mujer que evidentemente se estaba consumiendo.
No había error posible: estaba demacrada, tenía la tez cerúlea, y el sudor le brillaba en las mejillas. Rob tuvo que obligarse a mirarla después de haber percibido su sino a través de las manos.
– …ni deseos de comer -estaba diciendo-, aunque tampoco retengo nada de lo que como, pues lo que no vomito se me escapa en forma de deposiciones sanguinolentas.
Rob le apoyó la mano en el pobre vientre y palpó la abultada rigidez, hacia la que dirigió la palma de la mano de la paciente.
– Buba.
– ¿Qué es buba, señor?
– Un bulto que crece alimentándose de la carne sana. Ahora mismo podéis sentir una serie de bubas debajo de vuestra mano.
– El dolor es terrible. ¿No hay cura? -preguntó serenamente.
Le gusto su valentía y no se sintió tentado a responder con una mentira misericordiosa. Movió la cabeza de un lado a otro, porque Barber le había dicho que muchas personas sufren bubas de estómago y todas mueren.
Cuando la mujer lo dejó, lamentó no haberse hecho carpintero. Vio el dedo cortado en el suelo. Lo recogió, lo envolvió en un trapo y lo llevó hacia el árbol bajo cuya sombra se recuperaba el joven. Se lo puso en la manos
Desconcertado, el paciente miró a Rob.
– ¿Qué haré con esto?
– Los sacerdotes dicen que se deben enterrar las partes perdidas para que le esperen a uno en el camposanto, y se pueda levantar entero el día del juicio final.
El joven meditó un instante y luego asintió.
– Gracias, cirujano barbero.
Lo primero que vieron al llegar a Rockingham fue la cabellera canosa de Wat, el vendedor de ungüentos. Junto a Rob, en el asiento del carromato Barber refunfuñó decepcionado, suponiendo que el otro charlatán les había ganado por la mano el derecho a montar allí un espectáculo. Pero después de intercambiar los saludos de rigor, Wat lo tranquilizó.
– No daré ninguna representación aquí. Permitidme a cambio que os invite a un azuzamiento.
Los llevó entonces a ver a su oso, una robusta bestia a la que un aro de hierro le atravesaba el negro hocico.
– El animal está enfermo y en breve morirá de causas naturales, de modo que quiero obtener esta noche el último beneficio que puede darme.
– ¿Es Bartram, el oso con el que luché? -preguntó Rob, con una voz que sonó extraña en sus propios oídos.
– No; Bartram nos dejó hace ya cuatro años. Esta es una hembra que responde al nombre de Godiva -dijo Wat mientras sacaba el paño de la jaula.
Esa tarde Wat asistió al espectáculo y a la posterior venta de la panacea. Con permiso de Barber, el vendedor ambulante del famoso ungüento subió a tarima y anunció el azuzamiento de la osa, que tendría lugar por la noche en el prado situado tras la curtilería a medio penique la entrada.
Cuando llegaron Barber y Rob, había caído el crepúsculo: el prado que rodeaba el foso estaba iluminado por las lenguas de fuego de una docena de antorchas. En el campo sólo se oían palabrotas y risas masculinas. Unos amaestradores retenían a tres perros con bozal que tironeaban de sus cortas traíllas: un abigarrado mastín esquelético, un perro pelirrojo que parecía el primo pequeño del mastín, y un gran danés de tamaño espectacular.
Wat y un par de ayudantes llevaron a Godiva. La decrépita osa olió a los perros e instintivamente se volvió para hacerles frente.
Los hombres la llevaron hasta un grueso poste hincado en el centro del reñidero. En la parte superior e inferior del poste había sólidas abrazaderas de cuero. El amo del reñidero usó la de abajo para atar a la osa por la pata trasera derecha. Al instante se oyeron gritos de protesta:
– La correa de arriba, la correa de arriba
– ¡Ata a la bestia por el cuello!
– ¡Engánchala por el aro del hocico, condenado imbécil!
El aludido permaneció impasible ante los insultos, pues tenía una larga experiencia en esas lides.
– El oso no tiene zarpas. Por tanto, muy pobre sería el espectáculo si le ataba la cabeza. Le permitiré, en cambio, usar los colmillos.
Wat le quitó la capucha a Godiva y saltó hacia atrás.
La osa miró a su alrededor bajo las luces parpadeantes y fijó sus ojos desconcertados en los hombres y los perros. Obviamente era una bestia vieja y de mala salud; los hombres que gritaban las apuestas recibieron muy pocas respuestas hasta que ofrecieron tres a la los perros, que se veían salvajes y sanos, mientras los llevaban hasta el reñidero. Los entrenadores les rascaban la cabeza y les masajeaban el cogote. Luego les quitaron los bozales y las traíllas, antes de alejarse.
En seguida el mastín y el pequeño pelirrojo se echaron de panza, con la mirada fija en Godiva. Gruñían, mordían el aire y retrocedían, porque aún no sabían que la osa no tenía zarpas, un arma que temían y respetaban.
El gran danés recorría a paso largo el perímetro del ruedo y la osa le arrojaba nerviosas miradas por encima de la paletilla.
– ¡Presta atención al pequeño pelirrojo! -gritó Wat en el oído de Rob.
– Parece el menos temible.
– Es de una raza excepcional, criada a partir del mastín, para matar toros en el ruedo.
Parpadeando, la osa permanecía erguida sobre sus patas traseras, con la espalda contra el poste. Godiva parecía confundida; comprendía la autentica amenaza que representaban los perros, pero era una bestia amaestrada, acostumbrada a las ataduras y a los gritos de los seres humanos, y no estaba bastante furiosa para el gusto del amo del ruedo. El hombre cogió una lanza y pinchó una de sus arrugadas tetas, haciéndole un corte en el pezón oscuro.
La osa aulló de dolor.
Estimulado, el mastín se abalanzó. Quería desgarrar la suave carne de la parte inferior de la panza, pero la osa se volvió, y los terribles dientes del perro se hundieron en su cadera izquierda. Godiva bramó y dio un manotazo Si de cachorra no le hubieran arrancado cruelmente las zarpas, el mastín habría quedado destripado, pero la garra sólo lo rozó de manera inofensiva.
El perro notó que no era el peligro que esperaba, escupió pellejo y carne, y arremetió para proseguir la faena, ahora enloquecido por el sabor de la sangre.
El pequeño pelirrojo había saltado en el aire hacia la garganta de Godiva. Sus dientes eran tan espantosos como los del mastín; su larga quijada inferior se cerró sobre la superior y el perro quedó colgado por debajo del morro de la osa, a la manera en que una fruta madura cuelga de un árbol.
Entonces el danés vio que era su turno y saltó hacia Godiva por la izquierda, trepando encima del mastín en su entusiasmo por cogerla. En una misma dentellada tajante, Godiva perdió la oreja y el ojo izquierdo; unos bocados de color carmesí volaron por los aires cuando la osa sacudió su estropeada cabeza.
El dogo se había concentrado en un gran pliegue de pellejo denso. Sus mandíbulas apretadas ejercían una presión implacable en la tráquea de la osa, que empezó a jadear en busca de aire. Ahora el mastín había descubierto su panza y la estaba desgarrando.
– ¡Una pelea mediocre! -gritó Wat, decepcionado-. Ya tienen a la Godiva golpeó su enorme pata delantera derecha sobre el lomo del mastín. El crujido de la espina del perro no se oyó a causa de los demás ruidos pero el agonizante mastín se retorció sobre la arena y la osa volvió sus colmillos hacia el gran danés.
Los asistentes rugieron de deleite.
El gran danés fue arrojado prácticamente fuera del ruedo y allí permaneció inmóvil, pues tenía la garganta rajada. Godiva dio un manotazo al ruedo, que estaba más rojo que nunca por la sangre de la osa y del mastín.
Sus tenaces quijadas se cerraron en la garganta de Godiva. La osa dobló sus miembros delanteros y apretó, triturando, mientras oscilaba de un lado a otro.
Hasta que el pequeño pelirrojo quedó exánime, no se relajaron las mandíbulas. Finalmente, la osa logró golpearlo contra el poste una y otra vez hasta que lo soltó en la arena pisoteada, como una lapa desprendida.
Godiva cayó de cuatro patas junto a los perros muertos, pero no se interesó por ellos. Agonizante y temblorosa, empezó a lamerse sus carnes vivas y sangrantes.
Flotaban los murmullos de las conversaciones mientras los espectadores pagaban o cobraban las apuestas.
– Demasiado rápido, demasiado rápido -farfulló un hombre, cerca de Rob.
– La maldita bestia aún vive y podemos divertirnos un poco más-dijo.
Un joven borracho había cogido la lanza del amo del reñidero y acosó a Godiva desde atrás, pinchándole el ano. Los hombres aplaudieron cuando la osa giró, rugiendo, pero no pudo moverse, pues estaba sujeta por las ataduras de la pata.
– ¡EI otro ojo! -gritó alguien desde el fondo de la turba-. ¡Arráncale otro ojo!
La osa volvió a incorporarse, inestable, en dos patas. El ojo sano los miraba desafiante aunque con serena presencia, y Rob recordó a la mujer que había visto en Northampton y que tenía una enfermedad consuntiva. El borracho hombre acercaba la punta de la lanza a la enorme cabeza cuando Rob cayó sobre él y se la quitó de las manos.
– ¡Ven aquí, puñetero imbécil! -gritó Barber a Rob, y corrió tras él.
– Eres una buena chica, Godiva -dijo Rob.
Apuntó y hundió la lanza en el pecho desgarrado; casi instantáneamente brotó la sangre desde un rincón del hocico contorsionado.
La muchedumbre rugió, emitiendo un gruñido semejante al de los perros cuando se habían acercado.
– Ha enloquecido y debemos asistirlo -se apresuró a decir Barber.
Rob permitió que Barber y Wat lo sacaran a rastras del foso y lo llevaran hasta el círculo de luces.
– ¿De dónde has sacado un aprendiz tan estúpido? -preguntó Wat.
– Confieso que lo ignoro.
La respiración de Barber sonaba como un fuelle. Rob notó que en los últimos tiempos su respiración era cada vez más laboriosa.
En el interior del ruedo iluminado, el amo anunciaba tranquilizadoramente que había un fuerte tejón esperando a que lo azuzaran, y las quejas se convirtieron en discordantes vítores.
Rob se alejó, mientras Barber se disculpaba con Wat.
Estaba sentado cerca del carromato, junto al fuego, cuando Barber volvió tambaleándose, abrió un frasco de licor y se bebió la mitad de un trago. Luego cayó pesadamente en su cama, al otro de la fogata, con la vista fija.
– Eres un asno.
Rob sonrió.
– Si en ese momento no hubiesen estado pagadas y cobradas las apuestas, te habrían desangrado. Y yo no les habría hecho el menor reproche.
Rob acercó la mano a la piel de oso sobre la que dormía. El pelaje estaba estropeado y pronto tendría que descartarla, pensó, acariciándola.
– Buenas noches, Barber.
A Barber nunca le pasó por la imaginación que él y Rob J. llegarían a tener discrepancias. A los diecisiete años de edad, el antiguo aprendiz era tal cual había sido de cachorro: trabajador y bien dispuesto.
Si exceptuamos que ahora sabía regatear como una pescadera.
En las postrimerías del primer año de empleo, pidió la duodécima parte en lugar de la vigésima. Barber refunfuñó, pero acabó aceptando, porque era consciente que Rob merecía mayor recompensa.
Barber notaba que apenas gastaba el salario, y sabía que ahorraba para comprarse armas. Una noche de invierno, en la taberna de Exmouth, un jardinero intentó venderle a Rob una daga.
– ¿Tú que opinas? -preguntó Rob, entregándosela a Barber.
Era el arma de un jardinero.
– La hoja es de bronce y se quebrará. Tal vez la empuñadura sea buena, pero un mango tan llamativamente pintado puede ocultar defectos.
Rob J. devolvió el puñal barato al jardinero.
Cuando partieron en la primavera, recorrieron la costa, y Rob acechaba los muelles en busca de españoles, pues las mejores armas de acero llegaban de España. Sin embargo, cuando viajaron tierra adentro aún no había comprado nada.
Julio los encontró en la Alta Mercia. En la población de Blyth, su animo estaba por los suelos. Una mañana despertaron y vieron a Incitatus tendido muy cerca, tieso y sin respirar.
Rob miró con amargura al caballo muerto, mientras Barber daba rienda suelta a sus sentimientos escupiendo maldiciones.
– ¿Piensas que lo ha matado una enfermedad?
Barber se encogió de hombros.
– Ayer no notamos ningún síntoma, pero era viejo. Ya no era joven, lo adquirí hace mucho tiempo.
Rob pasó medio día cavando para abrir una fosa, pues no querían que Incitatus fuese pasto de los perros y los cuervos. Mientras él proseguía la excavación, Barber salió a buscar reemplazo. Encontrarlo le llevó todo el día y le costó caro, pero un caballo era vital para ellos. Finalmente, compró una yegua parda de cara pelada, de tres años, es decir, no del todo adulta.
– ¿También la llamaremos Incitatus? -preguntó, pero Rob meneó la cabeza y nunca la llamaron por otro nombre que el de Caballo.
Era una yegua de paso suave, pero la primera mañana que estuvo con ellos perdió una herradura y tuvieron que volver a Blyth para conseguir otra.
El herrero se llamaba Durman Moulton y lo encontraron dando los toques finales a una espada que les iluminó los ojos.
– ¿Cuánto? -quiso saber Rob, demasiado entusiasmado para el espíritu regateador de Barber.
– Esta está vendida -dijo el artesano, pero les permitió empuñarla para que comprobaran su equilibrio.
Era un sable sin ornamentaciones, afilado, bien centrado y bellamente forjado. Si Barber hubiese sido más joven y no tan sabio, no se habría resistido a pujar por la espada.
– ¿Cuánto por su gemela y una daga a juego?
El total ascendía a más de un año de los ingresos de Rob.
– Tienes que pagarme la mitad ahora, si quieres encargármela -dijo Moulton.
Rob fue hasta el carromato y regresó con una bolsa de la que sacó el dinero con presteza y de buena gana.
– Volveremos dentro de un año.
El herrero asintió y le aseguró que las armas estarían esperándolo.
Pese a la pérdida de Incitatus, gozaron de una temporada próspera, pero cuando casi tocaba a su fin, Rob pidió la sexta parte.
– ¡Un sexto de los ingresos! ¿Para un mozalbete que aún no ha cumplido los dieciocho años?
Barber estaba auténticamente indignado, pero Rob aceptó con serenidad su arranque y no dijo una palabra más.
A medida que se aproximaba la fecha del acuerdo anual, Barber se atormentaba, pues sabía en qué medida había mejorado su situación gracias al asalariado.
En el pueblo de Sempringham oyó que una paciente le susurraba a su amiga:
– Ponte en la fila de espera del barbero joven, Eadburga, porque dicen que te toca detrás del biombo. Aseguran que sus manos son curativas.
“Dicen que vende a carretadas la mierda de la panacea”, se recordó Barber a sí mismo, con el gesto torcido.
No le preocupaba que ante el biombo de su ayudante hubiese colas más largas que delante del suyo. En verdad, para su empleador, Rob J. valía su peso en oro.
– Un octavo -le ofreció finalmente.
Aunque para él era un sufrimiento, habría llegado a un sexto, pero con gran alivio notó que Rob movía la cabeza afirmativamente.
– Un octavo me parece justo -aceptó el ayudante.
El viejo se gestó en la mente de Barber. Siempre en busca de la forma de mejorar el espectáculo, inventó a un viejo verde que bebe la Panacea Universal y persigue a todas las mujeres que ve.
– Y lo interpretarás tu -dijo a Rob.
– Estoy demasiado desarrollado. Soy excesivamente joven.
– No; he dicho que lo interpretarás tú -insistió Barber obstinadamente-. Yo estoy tan gordo que bastaría mirarme para saber quién soy.
Observaron durante largo tiempo a todos los ancianos con los que se cruzaban, estudiaron su andar cansino, el tipo de vestimenta que usaban, y escucharon su manera de hablar.
– Imagina lo que debe ser sentir que se te escapa la vida -dijo Barber-. Tú crees que siempre se te empinará cuando estés con una mujer. Ahora piensa que eres viejo y nunca más podrás volver a hacerlo.
Confeccionaron una peluca canosa y un bigote postizo gris. No podían marcar arrugas, pero Barber le untó la cara con cosméticos, simulando una piel vieja, reseca y estragada por muchos años de sol y viento. Rob inclinó su largo cuerpo y aprendió a andar cojeando, arrastrando la pierna derecha.
Cuando hablaba lo hacía en voz más aguda y titubeante, como si los años le hubieran enseñado a tener miedo.
El viejo, cubierto con un abrigo raído, hizo su primera aparición en Tadaster, mientras Barber disertaba sobre los notabilísimos poderes regeneradores de la panacea. Con andar vacilante, el viejo se acercó cojeando y compró un frasco.
– No hay duda de que soy un viejo tonto por despilfarrar así mi dinero -dijo con la voz cascada.
Abrió el frasco con cierta dificultad, bebió la medicina allí mismo y se acercó lentamente a una camarera a la que ya habían instruido y pagado.
– Tú sí que eres bonita. -El viejo suspiró, y la muchacha apartó rápidamente la mirada, como si estuviera avergonzada-. ¿Me harás un favor, querida mía?
– Si puedo…
– Sólo se trata de que pongas la mano en mi cara. Apenas una suave palmadita cálida en la mejilla de un anciano. ¡Ahhh! -exhaló cuando ella lo hizo tímidamente.
Rieron entre dientes cuando él cerró los ojos y le besó los dedos. Al instante, la miró con ojos desorbitados.
– Bendito sea San Antonio -jadeó el viejo-. ¡Es increíble! ¡Maravilloso!
Volvió a la tarima cojeando, a la mayor velocidad que le permitían las piernas.
– Dame otro -le dijo a Barber, y se lo bebió de un trago.
Cuando intentó volver junto a la camarera, ella se alejó. La siguió.
– Soy vuestro sirviente, señora… -dijo, ansioso; se inclinó adelante y le murmuró algo al oído.
– Señor, ¡no debéis decir esas cosas!
Echó a andar otra vez, y la multitud estaba convulsa por la forma en que el viejo seguía a la joven.
Minutos más tarde, mientras el viejo cojeaba llevando del bracete a la camarera, aplaudieron aprobadoramente y, sin dejar de reír, se apresuraron a gastarse los cuartos en la panacea de Barber.
Después ya no tuvieron que pagarle a nadie para que le diera pie al viejo, porque Rob aprendió en breve a manipular a las mujeres de las multitudes Percibía cuando una buena esposa comenzaba a ofenderse y era necesario dejarla en paz, y cuando una mujer más atrevida no se sentiría insultada por un cumplido jugoso o un leve pellizco.
Una noche, en la ciudad de Lichfield, fue a la taberna con la vestimenta del viejo, y al rato todos los parroquianos aullaban y se secaban las lágrimas de risa al oír sus memorias amorosas.
– Antes era muy libidinoso. Recuerdo muy bien la noche que estaba de jodienda con una chica rellenita… Sus cabellos eran de negro vellón y de sus tetas podías mamar. Y más abajo, un dulce plumón de cisne puro. Al otro lado de la pared dormía su feroz padre, que tenía la mitad de mis años, ignorante de lo que estaba ocurriendo.
– ¿Y qué edad tenías tú entonces, viejo?
Enderezó con gran cuidado su espalda vencida.
– Era tres días más joven que ahora -dijo con voz seca.
Durante toda la velada, los bobos de la taberna se pelearon por pagarle otra jarra de cerveza.
Aquella noche, por vez primera Barber ayudó a su asistente a volver a campamento, en lugar de sustentarse en él.
Barber se refugió en el avituallamiento. Ensartaba capones, rellenaba patos y se atiborraba de aves de corral. En Worcester se encontró con la matanza de un par de bueyes y compró sus lenguas.
¡Eso se llamaba comer!
Hirvió ligeramente las grandes lenguas antes de cepillarlas y despellejarlas; luego las asó con cebollas, ajo silvestre y nabos, rociándolas con miel de tomillo y manteca de cerdo fundida, hasta que por fuera quedaron dulcemente tostadas y churruscantes, y por dentro, tan tiernas y blandas que casi no era necesario masticar su carne.
Rob apenas probó tan fino y sabroso manjar, pues tenía prisa por ir a una nueva taberna en la que hacer de viejo estúpido. En cada lugar nuevo que pisaba, los parroquianos se desvivían por mantenerlo constantemente provisto de bebida. Barber sabía que lo que más le gustaba era la cerveza, pero en esos tiempos tuvo que reconocer, consternado, que Rob aceptaba hidromiel, pimientos fermentados, licor de miel y moras o lo que le echara. Barber se mantenía atento para comprobar si tanta bebida no perjudicaba su propio bolsillo. Pero a pesar de las grandes borracheras y las vomiteras nocturnas, Rob hacía todo exactamente como antes, salvo en un detalle.
– He notado que ya no coges las manos de los pacientes cuando pasan detrás de tu biombo -dijo Barber.
– Tú tampoco.
– No soy yo quien tiene el don.
– ¡El don! Tú siempre has afirmado que no existe ese don.
– Pero ahora opino que existe -declaró Barber-. Sospecho que está embotado por la bebida y que se pierde por la ingestión regular de licores.
– Todo era producto de nuestra imaginación, como tú decías.
– Escúchame bien. Haya o no haya desaparecido el don, cogerás las manos de todo paciente que pase al otro lado de tu biombo, porque es evidente que les gusta. ¿Entendido?
Rob J. asintió, malhumorado.
A la mañana siguiente, en un sendero boscoso tropezaron con un cazador de pluma. El hombre llevaba una larga vara hendida con bolas de masa impregnadas de semillas. Cuando las aves se acercaban para picotear el señuelo, las capturaba tirando de una cuerda que cerraba la hendidura sobre sus patas. Era tan astuto con ese artilugio, que de su cinturón colgaba gran número de chorlitos blancos. Barber le compró toda la partida. Los chorlitos se consideraban tan exquisitos que solían asarse sin vaciarlos, pero Barber era un cocinero delicado y escrupuloso. Limpió y aderezó cada una de las avecillas y preparó un desayuno memorable, tanto que hasta el hosco semblante de Rob se iluminó.
En Great Berkhamstead montaron su espectáculo ante un público numeroso y vendieron frascos de panacea a manos llenas. Aquella noche Barber y Rob fueron juntos a la taberna para hacer las paces. Durante buena parte de la velada todo fue bien, pero estaban bebiendo un licor de moras muy fuerte, de sabor ligeramente amargo. Barber notó que a Rob se le encendían los ojos y se preguntó si su propia cara enrojecería de ese modo con la bebida.
Poco después Rob se desmadró, empujando e insultando a un robusto leñador.
En un instante los dos trataron de hacerse daño. Ambos eran corpulentos y gritaban como salvajes, poseídos por una especie de locura. Entorpecidos por el alcohol, se mantenían próximos y forcejearon repetidas veces con todas sus fuerzas, usando los puños, las rodillas y los pies. Los golpes y puntapiés sonaban como martillazos en el roble.
Finalmente agotados, se dejaron separar por sendos grupos de pacificadores, y Barber se llevó a Rob.
– ¡Maldito borracho!
– ¡Mira quién habla!
Tembloroso de indignación, Barber miró de hito en hito a su ayudante.
– Es verdad que yo también puedo ser un maldito borracho, pero siempre he sabido evitar pendencias. Nunca he vendido venenos. No tengo nada que ver con la brujería que hechiza o convoca a los espíritus malignos. Me limito a comprar ingentes cantidades de licor y monto un entretenimiento que me permite vender frasquitos y obtener pingües beneficios. Nuestro sustento depende de que no llamemos la atención sobre nosotros más de la cuenta. Por tanto, tu estupidez debe cesar de inmediato y con la misma presteza tienes que aflojar los puños.
Se miraron echando chispas por los ojos, pero Rob asintió.
A partir de ese día, Rob daba la impresión de cumplir las órdenes de Barber casi contra su voluntad, mientras iban con rumbo sur, siguiendo las aves migratorias hacia el otoño. Barber resolvió pasar por alto la feria de Salisbury, en el entendimiento de que le abriría a Rob viejas heridas. Su esfuerzo fue vano, porque la noche que acamparon en Winchester en lugar de Salisbury, Rob regresó al campamento haciendo eses. Su cara era una masa de carne magullada, y resultaba obvio que se había enzarzado en una reyerta.
– Esta mañana pasamos por una abadía, cuando tú mismo conducías el carromato y no hiciste un alto para preguntar por el padre Ranald Lovell y tu hermano.
– No sirve de nada averiguar. Cada vez que preguntó por ellos, nadie los conoce.
Tampoco volvió a hablar Rob de buscar a su hermana Anne Mary o a Jonathan o a Roger, el hermano que era un bebé cuando se separaron.
Los daba por perdidos y ahora procuraba olvidarlos, se dijo Barber, esforzándose por comprenderlo. Parecía que Rob se había convertido en un oso y se ofrecía a sí mismo para ser azuzado en todas las tabernas. La bajeza crecía en él como una mala hierba. Aceptaba de buen grado el dolor infligido por la bebida y las peleas, para alejar el dolor que padecía cuando sus hermanos ocupaban su mente.
Barber no estaba seguro de que la aceptación de la perdida de los niños por parte de Rob fuese una actitud saludable.
Ese invierno fue el más desagradable que pasaron en la casita de Exmouth. Al principio, él y Rob iban juntos a la taberna. Habitualmente bebían y charlaban con los lugareños, y encontraban mujeres que se llevaban a casa. Pero Barber no podía estar a la altura del infatigable apetito carnal del joven y, para su propia sorpresa, tampoco lo deseaba. Ahora era él, más de una noche, quien yacía, observaba las sombras y escuchaba, lamentaba que en nombre de Cristo no acabaran de una buena vez, guardaran silencio y se durmieran.
No nevó, pero llovió incesantemente; en breve, el siseo y las salpicaduras resultaron insultantes para el oído y el espíritu. El tercer día de la semana de Navidad, Rob volvió a casa en un estado lamentable.
– ¡Condenado sea el tabernero! ¡Me ha echado de la posada!
– Y supongo que no tenía ningún motivo, ¿verdad?
– Por pelear -musitó Rob, cejijunto.
Rob pasaba más tiempo en la casa, pero estaba más taciturno que nunca.
Lo mismo que Barber. No sostenían conversaciones largas ni agradables. Barber pasaba casi todo el tiempo bebiendo, su trillada respuesta a la desapacible estación. Toda vez que podía, imitaba a las bestias hibernantes. Cuando estaba despierto yacía como una enorme roca en la cama hundida, sintiendo que su carne lo empujaba hacia abajo, escuchando el silbido de su aliento y su respiración áspera que salía por su boca. Había reconocido, apesadumbrado, a más de un paciente cuya respiración sonaba mucho mejor.
Ansioso por tales pensamientos, se levantaba de la cama una vez al día para cocinar un plato colosal, buscando en las carnes grasas protección del río y los malos augurios. En general, tenía junto a su lecho un frasco abierto de una fuente con cordero frito, congelado en su propia grasa. Rob todavía limpiaba la casa cuando le daba la gana, pero en febrero toda la estancia olía como la guarida de un zorro.
Dieron la bienvenida a la primavera, y en marzo cargaron el carromato, alejándose de Exmouth a través de la llanura de Salisbury y de las escarpadas tierras bajas donde esclavos tiznados cavaban la piedra caliza y la creta para arrancar hierro y estaño. No se detuvieron en los campamentos de esclavos porque allí era imposible ganar un solo penique. Fue idea de Barber recorrer la frontera con Gales hasta Shrewsbury, para encontrar allí el río y seguirlo hacia el noreste. Se detuvieron en todas las aldeas y pequeñas poblaciones conocidas. El caballo no desfilaba haciendo cabriolas con el estilo de Incitatus, pero era elegante y adornaban sus crines con muchas cintas. En general, el negocio prosperaba.
En Hope-Under-Dinmore dieron con un artesano del cuero, de hábiles manos, y Rob compró dos vainas para enfundar las armas que le habían prometido.
En cuanto llegaron a Blyth fueron a la herrería, donde Durman Moulton los recibió con un saludo de satisfacción. El artesano fue a un estante de la trastienda y volvió con dos bultos envueltos en suaves pellejos.
Rob los desenvolvió, entusiasmado, y al ver las armas contuvo el aliento.
El sable era mejor que el que tanto habían admirado el año anterior. La daga estaba bellamente forjada. Mientras Rob se regocijaba con la espada, Barber sopesó la daga y percibió su exquisito equilibrio.
– Es un trabajo limpio -le dijo a Moulton, quien apreció el cumplido en todo su valor.
Rob deslizó cada hoja en la correspondiente vaina de su cinto, sintiendo un peso hasta entonces desconocido. Apoyó las manos en las empuñaduras y Barber no se resistió a apreciar su porte mirándolo de la cabeza a los pies.
Tenía presencia. A los dieciocho años, finalmente, había alcanzado la adultez plena y era un palmo más alto que él. Tenía los hombros anchos, era esbelto, lucía una melena de pelo castaño rizado y tenía unos grandes ojos azules que cambiaban de tonalidad más prestamente que el mar. Su cara, grande y huesuda, se asentaba en una mandíbula cuadrada que mantenía impecablemente rasurada. Desenvainó a medias la espada que lo distinguía como un hombre nacido libre, y volvió a guardarla. Con los ojos fijos en él, Barber sintió un estremecimiento de orgullo y una sobrecogedora aprensión a la que no supo dar nombre.
Tal vez no fuese inadecuado llamarla miedo.
La primera vez que Rob entró con armas en una taberna -estaban en Beverley-, notó la diferencia. No se trataba de que los hombres le mostraran más respeto, pero eran más prudentes con él y estaban más alertas. Barber no dejaba de decirle que debía ser más cuidadoso, dado que la ira era uno de los ocho pecados capitales condenados por la Santa Madre Iglesia.
Rob estaba harto de oír lo que le ocurriría si los hombres del magistrado lo arrastraban ante un tribunal eclesiástico, pero Barber le describía repetidamente procesos que eran ordalías: el acusado debía demostrar su inocencia apretando rocas calentadas o metal al rojo vivo, o bebiendo agua hirviendo.
La condena por asesinato significaba la horca o la decapitación -atacaba Barber severamente-. Cuando alguien comete un homicidio, le pasan tiras de cuero por debajo de los tendones de los talones y las atan a los toros salvajes. Luego, una jauría de sabuesos persigue al toro hasta dar muerte a las bestias.
“¡Cristo misericordioso -pensaba Rob-, Barber se ha convertido en una ancianita que se pasa el día exhalando suspiros timoratos! ¿Cree que pienso salir a asesinar al populacho?”
En la ciudad de Fulford descubrió que había perdido la moneda romana que llevaba consigo desde que la cuadrilla de su padre la había dragado del Támesis. Con un humor de perros, bebió hasta que le resultó difícil sentarse provocado por un escocés picado de viruelas que al pasar lo codeó. En vez de disculparse, el escocés murmuró de mala manera en gaélico.
– ¡Habla inglés, maldito enano! -le gritó Rob, porque el escocés, aunque de estructura robusta, era dos cabezas más bajo que él.
Las advertencias de Barber debían de haber prendido, porque Rob tuvo sensatez de desabrochar las armas. El escocés hizo lo propio, y al instante se entregaron a las manos. A pesar de su baja estatura, el hombre resultó sorprendentemente hábil con manos y pies. Su primer puntapié le rompió una costilla, y a continuación un puño como una roca le rompió la nariz con un desagradable sonido y peor sufrimiento. Rob gruñó.
– ¡Hijo de puta! -resolló, y apeló a toda la ira y el dolor para incrementar su fuerza.
Pero apenas logró sustentar la pelea hasta que el escocés quedó lo suficientemente agotado como para posibilitar la retirada de ambos adversarios.
Volvió cojeando al campamento, con la sensación y el aspecto de haber sido apaleado sin misericordia por una banda de gigantes.
Barber no fue del todo amable cuando le encajó la nariz rota con un crujido de cartílagos. Volcó licor en los raspones y chichones, pero sus palabras escocían más que el alcohol.
– Estás en una encrucijada -le dijo-. Has aprendido nuestro oficio. Tienes una mente rápida y no hay ninguna razón que te impida prosperar, excepto la calidad de tu propio espíritu. Porque si sigues por este camino, pronto serás un borracho perdido sin remedio.
– Eso lo dice alguien que se matará bebiendo -replicó Rob desdeñosamente.
Refunfuñó cuando se tocó los labios hinchados y sangrantes.
– Dudo que tú vivas lo suficiente para que te mate la bebida -concluyó Barber.
Por más que la buscó, Rob no encontró la moneda romana. La única posesión que lo vinculaba a su infancia era la punta de flecha que le regalara su padre. Practicó una perforación en el pedernal, la enhebró en una corta tira de gamuza y se la colgó del cuello.
Ahora los hombres solían apartarse de su camino, porque además de su corpulencia y del aspecto profesional de sus armas, tenía una nariz abigarrada y ligeramente desviada sobre un rostro en diversas etapas de decoloración. Quizá Barber estaba demasiado furioso para realizar un trabajo perfecto cuando encajó la nariz, que nunca volvió a ser recta.
Durante semanas seguidas le dolía la costilla cada vez que respiraba. Rob estaba calmado mientras viajaban por la región de Northumbria a Westmoreland, y en el trayecto de vuelta a Northumbria. No iba a bodegones ni tabernas, donde era fácil enzarzarse en disputas: permanecía cerca del carromato y de la fogata nocturna. Siempre que acampaban lejos de una ciudad, se dedicaba a catar la panacea y llegó a aficionarse al hidromiel. Pero una noche que había bebido copiosamente las existencias, se encontró a punto de abrir un frasco en cuyo cuello estaba rayada la letra E. Era un recipiente de la Serie Especial de licor con orines, preparado para vengarse de quienes se convertían en enemigos de Barber. Estremecido, Rob arrojó el frasco a lo lejos; a partir de entonces compraba bebida cada vez que se detenían en un ciudad y la almacenaba con mucho cuidado en el interior del carromato.
En la ciudad de Newcastle interpretó al viejo, encubierto con una barba postiza que ocultaba sus morados. El público era numeroso y vendieron muchos frascos de panacea. Después del espectáculo, Rob se ocultó detrás del carro para quitarse el disfraz, con el propósito de montar su biombo para recibir a los pacientes. Barber ya estaba allí, discutiendo con un hombre alto y ceñudo.
– Te he seguido desde Durham y no he dejado de observarte -estaba diciendo el hombre-. Vayas donde vayas, atraes a una muchedumbre. Como una muchedumbre es lo que necesito, te propongo que viajemos juntos y compartamos los ingresos.
– Tú no tienes ingresos -dijo Barber.
El hombre sonrió.
– Los tengo, y mi tarea es dura.
– Eres un ratero, un descuido, y algún día te pescaran con la mano en el bolsillo de otro y ese será tu fin. Yo no trabajo con ladrones.
– Tal vez no te corresponda a ti decidir.
– A él le corresponde -intervino Rob.
El hombre ni siquiera lo miró de soslayo.
– Tú cierra el pico, viejo, si no quieres atraer la atención de quienes pueden perjudicarte.
Rob se acercó a él. El manilargo lo miró con ojos desorbitados, sorprendido, y sacó un puñal largo y estrecho del interior de su vestimenta. Dio un paso hacia ambos.
La fina daga de Rob dio la impresión de abandonar la vaina por cuenta propia y dirigirse al brazo del hombre. Rob no fue consciente del esfuerzo, pero la puñalada debió de ser vigorosa, porque sintió chocar la punta contra el hueso. En cuanto retiró la hoja, de la carne comenzó a manar sangre. A Rob le asombró que tanta sangre apareciera tan rápidamente en la herida de una persona tan canija.
El ratero retrocedió, apretándose el brazo herido.
– Vuelve -le dijo Barber-. Te vendaremos la herida. No queremos hacerte más daño.
Pero el hombre ya se había escabullido alrededor del carromato, y en un momento desapareció de la vista.
– Esa hemorragia llamará la atención. Si en la ciudad están los hombres del magistrado, se lo llevarán, y muy bien puede guiarlos hasta nosotros. Debemos marcharnos de inmediato -dijo Barber.
Huyeron como lo habían hecho cuando temían la muerte de los pacientes, sin detenerse hasta que tuvieron la certeza de que nadie los perseguía.
Rob preparó el fuego y se sentó, todavía con los ropajes del viejo, demasiado cansado para cambiarse. Comieron nabos fríos sobrantes del día anterior.
– Nosotros somos dos -dijo Barber, disgustado-. Podríamos habernos librado fácilmente de el.
– Necesitaba que le dieran una lección.
Barber lo enfrentó.
– Óyeme bien: te has convertido en un riesgo.
Rob se picó por la injusticia, pues había actuado para proteger a Barber.
Sintió que una nueva rabia borboteaba en su interior, acompañada de un viejo resentimiento.
– Nunca has arriesgado nada conmigo. Ya no eres el que gana dinero por los dos… Ahora ese papel lo desempeño yo. Gano para ti mucho más de lo que ese ladrón podría haber cosechado con sus dedos ágiles.
– Un riesgo y un incordio -dijo Barber con tono de hastío, y se volvió.
Llegaron a la etapa más norteña de su ruta e hicieron paradas en aldeas fronterizas donde los residentes no sabían exactamente si eran ingleses o escoceses. Cuando Rob y Barber montaban el espectáculo ante el público, bromeaban y trabajaban en aparente armonía, pero si no estaban en la tarima se instalaba entre ellos un frío silencio. Cuando intentaban conversar, la charla se convertía en una rencilla.
Habían quedado atrás los días en que Barber se atrevía a levantarle la mano, pero cuando empinaba el codo seguía siendo un deslenguado que profería insultos, desconocedor de la prudencia.
Una noche, en Lancaster, acamparon cerca de una charca de la que se elevaba una bruma teñida de rosa por la luna. Se vieron acosados por un ejército de pequeños insectos semejantes a moscas y buscaron refugio en la bebida.
– Siempre fuiste un bruto y un patán. -Rob suspiró-. Adopté un asno huérfano…, lo formé…; todo en balde.
Algún día, muy pronto, comenzaría a ejercer por su cuenta el oficio de cirujano barbero, decidió Rob; hacía largo tiempo que estaba llegando a la conclusión de que Barber y él debían seguir caminos separados.
Había encontrado a un mercader con existencias en vino agrio y le había comprado una buena cantidad; ahora intentaba tragarse el líquido abrasivo para que el otro guardara silencio. Pero no paraba.
– …mano larga y entendederas cortas. ¡Cuánto me esforcé por enseñarte a hacer malabarismos!
Rob entró a gatas en el carromato para rellenar su vaso, pero la voz terrible lo siguió hasta el interior.
– ¡Tráeme una condenada jarra!
“Búscatela tú mismo”, estuvo a punto de responder.
Pero, presa de una irresistible idea, se arrastró hasta donde estaban lo frascos de la Serie Especial.
Cogió uno y lo acercó a los ojos para ver si distinguía las marcas que identificaban su contenido. Salió a rastras del carromato, destapó la botella de barro y se la dio a su obeso amo.
“¡Qué malvado! -pensó, asustado-. Aunque no más malvado que Barber distribuyendo su Serie Especial entre tanta gente a través de los años.”
Observó fascinado cómo Barber cogía la botella, echaba la cabeza hacía atrás, abría la boca y acercaba la bebida a sus labios.
Todavía estaba a tiempo de redimirse. Casi oyó su voz gritándole a Barber que esperara. Le diría que la botella tenía un borde roto y la cambiaría por un frasco de hidromiel. Pero apretó los labios.
El cuello de la botella entró en la boca de Barber.
“Trágala”, lo apremió Rob cruelmente, para sus adentros.
La papada de Barber se movió al tiempo que bebía. Luego el hombre arrojó a lo lejos el frasco vacío y se quedó dormido.
¿Por qué no había sentido ningún regocijo? A lo largo de una noche de insomnio, Rob reflexionó sobre ello.
Cuando Barber estaba sobrio era dos hombres, uno de ellos bondadoso y de corazón alegre; el otro, un ser vil que no vacilaba en administrar su Serie Especial a diestro y siniestro. Y cuando estaba borracho emergía, sin la menor duda, el hombre despreciable.
Rob vio con repentina claridad, como una lanza de luz a través de un cielo oscuro, que él mismo se estaba transformando en el Barber degradado.
Se estremeció, y la desolación recorrió todo su cuerpo cuando en medio de un escalofrío se acercó al fuego.
A la mañana siguiente despertó con las primeras luces, buscó el frasco tirado y lo ocultó en la arboleda. Después reavivó el fuego, y cuando Barber abrió los ojos encontró que lo esperaba un desayuno abundante.
– No me he comportado bien -reconoció Rob cuando Barber terminó de comer. Titubeó, pero se obligó a seguir adelante-. Solicito tu perdón y tu absolución.
Barber asintió, atónito, en silencio.
Pusieron los arreos a Caballo y rodaron sin hablar hasta media mañana; en algunos momentos Rob sentía la mirada reflexiva del otro sobre él.
– Lo he meditado mucho -dijo por fin Barber-. La próxima temporada debes hacer de cirujano barbero sin mí.
Apesadumbrado porque el día anterior había llegado a la misma conclusión, Rob protestó.
– Es esa maldita bebida. El alcohol nos transforma cruelmente. Debemos abjurar de la bebida y volveremos a llevarnos como antes.
Barber se mostró conmovido, pero movió la cabeza negativamente.
– En parte es a causa de la bebida, y en parte se debe a que tú eres un cervatillo que necesita probar sus mogotes, mientras yo soy un viejo venado castrado. Más aún; para venado resulto excesivamente corpulento y jadeante -dijo secamente-. El mero hecho de encaramarme a la tarima exige todas mis fuerzas, y cada día me resulta más difícil llegar al final del espectáculo. Estaría encantado de quedarme para siempre en Exmouth, a disfrutar del verano y cultivar un huerto, para no hablar de los placeres de la cocina.
Cuando tú no estés prepararé una abundante provisión de panacea. También pagaré el mantenimiento del carromato y los gastos del Caballo, como hasta hora. Tú te guardarás las ganancias de cada paciente tratado, además de la quinta parte de los frascos de Panacea Universal vendidos al primer año y una cuarta parte de los vendidos a partir de entonces.
– La tercera parte el primer año -regateó Rob automáticamente-. Y la mitad a partir de entonces.
– Eso es excesivo para un joven de diecinueve años -dijo Barber, en tono severo pero con los ojos radiantes-. Hablemos y decidámoslo entre los dos, ya que ambos somos hombres razonables.
Finalmente acordaron la cuarta parte durante el primer año y la tercera en los siguientes. El trato tendría una validez de cinco años, momento en que lo reconsiderarían.
Barber no cabía en sí de jubilo, y Rob no podía creer en su buena fortuna, pues sus ganancias serían excepcionales para un mozo de su edad. Viajaron hacia el sur a través de Northumbria, muy animados, renovando los buenos sentimientos y la camaradería. En Leeds, después de trabajar, pasaron varias horas en el mercado. Barber compró generosamente y declaró que debía preparar una cena adecuada para celebrar el nuevo acuerdo.
Abandonaron Leeds por un sendero que discurría a la vera del río Aire, a través de millas y millas de árboles añosos que sobresalían por encima de verdes bosquecillos, retorcidas arboledas y claros con brezos. Acamparon temprano entre matas de alisos y sauces donde el río se ensanchaba, y durante horas ayudó a Barber a confeccionar un inmenso pastel de carne. En él puso Barber la carne picada y mezclada de una pata de corzo y un lomo de ternera, un gordo capón y un par de palomas, seis huevos duros y media libra de grasa, cubriéndolo todo con una pasta gruesa y hojaldrada que rezumaba aceite.
Comieron como tragaldabas, y a Barber no se le ocurrió nada mejor que empezar a beber hidromiel cuando el pastel despertó su sed. Rob, que no había olvidado su reciente juramento, se conformó con agua y observó cómo a Barber se le ponía colorada la cara y hosca la mirada.
En seguida Barber exigió a Rob que sacara dos cajas llenas de frascos del carromato y se las dejara cerca para poder servirse a voluntad. Rob lo hizo y contempló, desasosegado, la forma en que bebía Barber. Poco después, comenzó a murmurar palabras adversas acerca de los términos del acuerdo, pero antes de que las cosas se degradaran más cayó en un sueño embrutecido por el alcohol.
Por la mañana, que era brillante, soleada y animada por el canto de los pájaros, Barber estaba pálido y quejumbroso. No parecía recordar su conducta de la noche anterior.
– Vayamos a buscar truchas -dijo-. Me iría muy bien un desayuno de pescado crujiente, y las aguas del Aire parecen prometedoras. -Al levantarse de la cama se quejó de un tirón en el hombro izquierdo-. Cargaré el carromato -decidió-, pues a veces el trabajo duro opera maravillas para lubricar una coyuntura dolorida.
Transportó una de las cajas de hidromiel al carro, volvió sobre sus pasos y levantó la otra. Estaba a mitad de camino cuando se le cayó la caja con gran estrépito. Una mirada de desconcierto se reflejó en su semblante.
Se llevó una mano al pecho e hizo una mueca. Rob notó que el dolor le hacía meter la cabeza entre los hombros.
– Robert -dijo.
Era la primera vez que Rob oía a Barber pronunciar su nombre de pila.
Dio un paso hacia él, tendiéndole ambas manos.
Pero antes de que Rob llegara a su lado, dejó de respirar. A la manera de un árbol gigantesco -no; como un alud, como la muerte de una montaña- Barber se tambaleó y se desplomó, estrellándose en tierra.
Rob había descargado sus pertenencias del carro y las ocultó detrás de un saucedal, con el fin de hacer lugar para el cadáver de Barber. Condujo seis horas hasta llegar a la pequeña aldea de Aire's Cross, con su antigua iglesia. Ahora, aquel clérigo de ojos mezquinos hacía preguntas suspicaces y tercas, como si Barber sólo hubiese fingido morir con el único propósito de causarle inconvenientes.
El sacerdote hizo un gesto de desdén, en abierta desaprobación, cuando averiguó lo que en vida había sido Barber.
– No lo conocía.
– Era mi amigo.
– Tampoco te había visto nunca aquí -dijo el sacerdote secamente.
– Me estás viendo ahora.
– Medico, cirujano o barbero… Todos ofenden la obvia verdad de que sólo la Trinidad y los santos tienen auténtico poder para curar.
Rob estaba agobiado de intensas emociones y nada dispuesto a escuchar perorata. “¡Ya esta bien!”, refunfuñó en silencio. Experimentó la sensación de que Barber le aconsejaba contenerse. Habló al sacerdote en voz baja y complaciente e hizo una considerable contribución para la iglesia. Por último, el sacerdote sorbió las narices.
– El arzobispo Wulfstan ha prohibido a los sacerdotes que persuadan a los feligreses de otra parroquia con sus diezmos y derechos.
Él no era feligrés de otra parroquia.
Finalmente acordaron el entierro en sagrado. Por suerte, Rob había llevado la bolsa llena. La cuestión no podía demorarse, pues la atmósfera ya olía a muerte. El ebanista de la aldea se impresionó al imaginar el tamaño del cajón que tendría que construir. La fosa debía ser correspondientemente onerosa, y Rob la cavó en un rincón del camposanto.
Rob creía que Aire's Cross llevaba ese nombre porque marcaba un vado en el río Aire, pero el sacerdote aclaró que la aldea se llamaba así por un gran crucifijo de roble lustrado que había en el interior de la iglesia. Delante del altar, al pie de la enorme cruz, fue colocado el ataúd de Barber cubierto de romero. Por pura casualidad ese día era la fiesta de San Calixto, y la asistencia a la iglesia fue numerosa. Cuando llegaron el pequeño santuario estaba casi lleno.
– Señor ten piedad. Cristo ten piedad -salmodiaron.
Sólo había dos ventanas pequeñas. El incienso luchaba contra el hedor pero entraba algo de aire a través de los muros de árboles partidos y el techo de paja, haciendo que las velas de junco parpadearan en sus casquillos. Seis altos cirios se debatían contra las penumbras en un círculo que rodeaba el ataúd. Un paño mortuorio blanco cubría todo el cuerpo de Barber salvo la cara. Rob le había cerrado los ojos y parecía dormido, o tal vez muy borracho -¿Era tu padre?-susurró una anciana.
Rob vaciló, pero luego le pareció más fácil asentir. La mujer suspiró y le tocó el brazo.
Rob había pagado una misa de réquiem en la cual la gente participo con conmovedora solemnidad, y notó, satisfecho, que Barber no habría sido mejor atendido si hubiese pertenecido a un gremio, ni más respetuosamente despedido de este mundo si su mortaja hubiese sido del púrpura de la realeza.
Al concluir la misa, y cuando la gente se marchó, Rob se acercó al altar. Se arrodilló cuatro veces e hizo la señal de la cruz sobre su pecho tal como le había enseñado mamá tanto tiempo atrás, inclinando la cabeza por separado ante Dios, Su Hijo, Nuestra Señora y, finalmente, ante los apóstoles y todas las almas benditas.
El sacerdote recorrió la iglesia y apagó ahorrativamente las velas de junco; lo dejó sólo para que llorara a su muerto, junto al féretro.
Rob no salió a comer ni a beber; permaneció de rodillas, como suspendido entre la danzarina luz del cirio y la pesada negrura.
Pasó el tiempo sin que se diera cuenta.
Se sobresaltó cuando las campanas tocaron a maitines, se incorporó y avanzó por el pasillo dando bandazos sobre sus piernas entumecidas.
– Haz la reverencia -dijo fríamente el sacerdote.
Hizo la reverencia, y una vez fuera bajó por el camino. Debajo de un árbol orinó; volvió y se lavó la cara y las manos con agua del cubo que estaba junto a la puerta, mientras en la iglesia el sacerdote concluía el oficio de medianoche.
Poco después, el sacerdote sopló por segunda vez los cirios, dejando a Rob sólo en la oscuridad, con Barber.
Ahora Rob se permitió pensar en cómo lo había salvado aquel hombre en Londres, siendo él un crío. Recordó a Barber cuando era bonachón, cuando no lo era; su tierno placer para preparar y compartir la comida; su egoísmo; su paciencia para instruirlo y su crueldad; su natural libidinoso, sus atinados consejos; sus risas y sus iras; su talante afectuoso y sus borracheras.
Lo que habían intercambiado no era amor; Rob lo sabía. Sin embargo, había sido tan buen sustituto del amor, que cuando las primeras luces agrisaron el cerúleo rostro, Rob J. lloró con amargura, y no únicamente por Henry.
Barber fue enterrado con alabanzas. El sacerdote no pasó mucho tiempo ante la sepultura.
– Puedes rellenarla -dijo a Rob.
Mientras la piedra y los guijos resonaban en la tapa, Rob lo oyó murmurar en latín algo referente a la segura esperanza en la Resurrección.
Rob hizo lo que había hecho por su familia. Recordando sus tumbas perdidas, pagó al sacerdote para que se encargara una lapida y especificó cuál debía ser la inscripción:
“Henry Croft Cirujano barbero
Falleció el 11 de julio del año 1030"
– ¿Acaso Requiescat in pace o algo así? -preguntó el sacerdote.
El único epitafio que se le ocurrió sería fiel a Barber: Carpe diem, goza el momento. Sin embargo…
Entonces Rob sonrió.
El sacerdote evidenció fastidio cuando oyó lo que había decidido. Pero el formidable y joven forastero era el que pagaba la lápida e insistió, de modo que el clérigo tomó nota.
Fumum vendid, "vendía humo”.
Al advertir que ese sacerdote de mirada fría guardaba el dinero con expresión satisfecha, Rob pensó que no sería extraño que un barbero cirujano muerto se quedara sin su epitafio, al no tener a nadie en Aires's Cross que se ocupara de él.
– En breve volveré para ver si todo se ha hecho a mi entera satisfacción.
Un velo cubrió los ojos del sacerdote.
– Ve con Dios -dijo brevemente, y volvió a entrar en la iglesia.
Con los huesos molidos y hambriento, Rob condujo a Caballo hasta donde había dejado sus cosas, entre los sauces.
Todo estaba intacto. Volvió a cargarlo en el carromato, se sentó en la hierba y comió. Lo que quedaba del pastel de carne estaba estropeado, pero masticó y tragó un pan duro que Barber había horneado cuatro días antes.
Entonces se dio cuenta de que era el heredero. Aquella era su yegua y aquel su carromato. Había heredado los instrumentos y las técnicas, las gastadas mantas de piel, las pelotas para juegos malabares y los trucos mágicos, el deslumbramiento y el humo, la decisión en cuanto a dónde ir mañana y al día siguiente.
Lo primero que hizo fue coger los frascos de la Serie Especial y estrellarlos contra una roca, rompiéndolos uno por uno.
Vendería las armas de Barber: las suyas eran mejores. Pero se colgó al cuello el cuerno.
Trepó al pescante y allí se sentó, solemne y erguido, como si de un tronco se tratara.
Quizá -pensó- buscara un ayudante.
Viajó como siempre lo hicieran, “dando un paseo por el mundo”, según decía Barber. Durante los primeros días no logró obligarse a cargar el carromato ni a montar un espectáculo. En Lincoln se ofreció comida caliente en la taberna, pero nunca cocinaba; en general, se alimentaba de pan y queso hechos por otros. No probaba una gota de alcohol.
En los atardeceres se sentaba junto a la fogata y lo asaltaba una terrible soledad.
Estaba esperando que ocurriera algo. Pero nada ocurría y pasado un tiempo, llegó a comprender que debía vivir su vida.
En Stafford resolvió volver a trabajar. Caballo aguzó las orejas e hizo caso mientras él tocaba el tambor y anunciaba su presencia en la plaza.
Todo fue como si siempre hubiese trabajado sólo. La gente reunida ignoraba que tendría que haber estado allí un hombre mayor para señalarle en qué momento poner principio y fin a los juegos malabares; un hombre que contaba los mejores cuentos. Pero se apiñaron, escucharon y rieron, observaban cautivados cómo dibujaba retratos, compraron su licor medicinal y esperaron en fila para que les atendieran detrás del biombo. Cuando Rob les cogía las manos, descubrió que había recuperado el don. Un herrero fornido que parecía capaz de levantar el mundo con las manos, tenía algo que le estaba consumiendo la vida y no duraría mucho. Una chica delgada cuya palidez habría sugerido una grave enfermedad, poseía una reserva de fortaleza y vitalidad que llenó de alegría a Rob cuando le tocó las manos. Tal vez, como había dicho Barber, el don estaba ahogado por el alcohol, y se había liberado con la abstinencia. Cualquiera que fuese la razón de su retorno, Rob sintió una efervescencia de excitación y el ansia de volver a rozar las siguientes manos.
Aquella tarde, al dejar Stafford, se detuvo en una granja para comprar todo, y vio en el granero a la cazadora de ratones con una camada de gatitos.
– Escoged el que queráis -le dijo, esperanzado, el granjero-. Tendré que ahogarlos, pues los pequeños consumen comida.
Rob jugó con los mininos, sosteniendo una cuerda colgada delante sus hocicos; todos se mostraron encantadores salvo una desdeñosa gatita blanca que permaneció altanera y despreciativa.
– ¿Tú no quieres venirte conmigo, ¿eh?
La gatita estaba muy compuesta y era la más bonita, pero cuando Rob intentó cogerla le arañó la mano.
Curiosamente, el gesto lo decidió más aún a llevársela. Le susurró tranquilizadoramente y fue un triunfo alzarla y alisarle el pelaje con los dedos.
– Me quedo con esta -dijo, y dio las gracias al granjero.
A la mañana siguiente, preparó su desayuno y dio a la gatita pan empapado en leche. Al contemplar sus ojos verdosos reconoció cierta malicia felina y sonrió.
– Te llamaré Señora Buffington -le dijo.
Quizá alimentarla era la magia que faltaba.
Al cabo de unas horas ronroneaba, y se subió a su regazo cuando se sentó en el pescante.
Mediada la mañana, Rob apartó la gata al torcer una curva en Tettenl y encontrar a un hombre agachado junto a una mujer, al lado del camino.
– ¿Qué os ocurre? -gritó Rob, y refrenó a Caballo.
Notó que la mujer respiraba. Su cara brillaba por el esfuerzo y tenía una tripa enorme.
– Le ha llegado el momento -contestó el hombre.
En el huerto, a sus espaldas, había media docena de canastas llenas de manzanas. El hombre iba vestido con harapos y no parecía el dueño de una rica propiedad. Rob conjeturó que era un labrador; sin duda trabajaba una gran extensión para un terrateniente a cambio del arriendo de una pequeñísima parcela de la que podía sacar el sustento para su familia.
– Estábamos recogiendo las frutas tempranas cuando empezaron los dolores. Echó a andar en dirección a la casa, pero no pudo seguir. Aquí no hay comadrona, pues la única que había murió esta primavera. Mandé a un chico corriendo a buscar al medico cuando me di cuenta de que no se vería desde este lugar.
– Entonces está bien -dijo Rob, y volvió a coger las riendas.
Estaba dispuesto a seguir su camino, porque se trataba exactamente del tipo de situación que Barber le había enseñado a evitar: si podía ayudar a la mujer le pagarían una insignificancia, pero si no podía, lo culparían de lo que ocurriera.
– Ha pasado mucho tiempo y el médico no llega -dijo el hombre-. Es un doctor judío.
Mientras el hombre hablaba, Rob notó que la mujer ponía los ojos blanco y tenía convulsiones.
Por lo que Barber le había contado de los médicos judíos, pensó que muy probable el doctor no se presentara nunca. Se sintió atrapado por la espantosa desdicha de los ojos del labrador y por recuerdos que habría preferido olvidar.
Suspirando, se apeó del carromato.
Se arrodilló junto a la mujer sucia y agotada, y le tomó las manos.
– ¿Cuándo notó por ultima vez que el niño se movía?
– Hace semanas. Durante una quincena se ha sentido muy mal, como si estuviera intoxicada. Con anterioridad había tenido cuatro embarazos, pero los dos últimos bebes nacieron muertos.
Rob sintió que aquel también estaba muerto. Apoyó ligeramente la mano en el vientre distendido y tuvo la tentación de irse, pero vio mentalmente el rostro blanco de mamá tendida en las boñigas del suelo del establo, y estaba seguro de que la mujer moriría rápidamente si él no actuaba.
En el revoltijo de avíos de Barber encontró el espéculo de metal pulido, pero no lo usó como espejo. Cuando pasó la convulsión puso las piernas de la mujer en posición, y con el instrumento dilató el cuello del útero, como Barber le había explicado que se debía hacer. La masa interior se deslizó fácilmente, pero era más putrefacción que bebé. Rob apenas notó que el marido contenía el aliento y se apartaba.
Sus manos indicaron a su cabeza lo que debía hacer, en lugar de todo lo contrario.
Sacó la placenta y limpió a la mujer. Levantó la vista y se sorprendió al ver que había llegado el médico judío.
– Supongo que querréis haceros cargo -dijo Rob aliviado, pues la hemorragia no cesaba.
– No hay prisa -respondió el medico.
Pero escuchó al infinito su respiración y la examinó tan lenta y exhaustivamente, que su falta de confianza en Rob era manifiesta.
Por último, el judío pareció satisfecho.
– Apoya la palma de tu mano en su abdomen y fricciona firmemente, este movimiento.
Rob masajeó la tripa vacía, perplejo. Finalmente, a través del abdomen sintió que la esponjosa matriz se encajaba hasta hacerse una bola pequeña y la hemorragia cesó.
– Magia digna de Merlín y un truco que siempre recordare -dijo.
– No hay ninguna magia en lo que hacemos -lo contradijo el médico judío-. Veo que conoces mi nombre.
– Nos encontramos hace años, en Leicester.
Benjamín Merlín miró el llamativo carromato y sonrió.
– ¡Ah! Tú eras un crío; el aprendiz. El barbero era un tipo gordo que tragaba cintas de colores.
– Sí.
Rob no le dijo que Barber había muerto, ni Merlín le preguntó por él. Se estudiaron mutuamente. La cara de halcón del judío seguía enmarcada por una cabeza llena de pelo blanco y una barba canosa, pero no estaba tan densa como antes.
El escribiente con el que hablasteis aquel día en Leicester, ¿le operaste de cataratas?
– ¿Qué escribiente? -Merlín pareció confundido, pero en seguida recordó-. ¡Sí! Es Edgar Thorpe, del pueblo de Lucteburne, en Leicestershir. Si Rob había oído hablar de Edgar Thorpe, lo había olvidado. Esa era la diferencia entre ellos: casi nunca se enteraba del nombre de sus pacientes.
– Lo operé y le quité las cataratas.
– Y ahora ¿se encuentra bien?
Merlín sonrió tristemente.
– No puede decirse que esté bien porque cada día es más viejo y tiene achaques y dolencias. Pero ve con ambos ojos.
Rob había escondido el feto podrido en un trapo. Merlín lo desenvolvió, lo estudió, y a continuación lo roció con agua de un frasco.
– Yo te bautizo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo -dijo rápidamente el judío.
Volvió a envolver el pequeño bulto y se lo entregó al labrador.
– El bebé ha sido debidamente bautizado, y sin duda se le permitirá la entrada al Reino de los Cielos. Debes decírselo al padre Stigand o al otro cura de la iglesia.
El labrador sacó una bolsa polvorienta; en su rostro se mezclaba la de dicha con la aprensión.
– ¿Cuánto debo pagaros, maestro medico?
– Lo que puedas -dijo Merlín, y el hombre le dio un penique que sacó de la bolsa.
– ¿Era varón?
– No podemos saberlo -respondió amablemente el médico.
Dejó caer la moneda en el bolsillo grande de su capa y tanteó hasta encontrar medio penique, que le tendió a Rob.
Tuvieron que ayudar al labrador a llevar a la mujer a casa; un trabajo duro para medio penique de recompensa. Cuando quedaron libres, fueron a un arroyo cercano y se lavaron la sangre.
– ¿Has presenciado alumbramientos similares?
– No.
– ¿Cómo sabías lo que debías hacer?
Rob se encogió de hombros.
– Me lo habían descrito.
– Dicen que algunos nacen para sanadores. Unos pocos selectos. -el judío le sonrió-. Por supuesto, otros tienen suerte, sencillamente -precisó. El escrutinio del doctor puso incómodo a Rob.
– Si la madre hubiese estado muerta y el bebé vivo… -dijo Rob, arriesgándose a preguntarlo.
– Operación cesárea. -Rob abrió los ojos desmesuradamente-. ¿sabes de qué estoy hablando?
– No.
– Debes cortar el vientre y la pared uterina, y sacar al niño.
– ¿Abrir a la madre?
– Sí.
– ¿Vos lo habéis hecho?
– Varias veces. Cuando era ayudante vi a uno de mis maestros abrir una mujer viva para llegar a su hijo.
"¡Embustero!”, pensó Rob, avergonzado de escucharlo con tanto entusiasmo. Recordó lo que Barber le había contado sobre aquel hombre y los de su especie.
– ¿Qué ocurrió?
– Murió, pero de cualquier modo habría muerto. Yo no apruebo que se abra a mujeres vivas, pero me han hablado de quienes lo han hecho y lograron que sobrevivieran tanto la madre como el niño.
Rob se volvió antes de que el médico de acento francés se riera de él. Pero sólo había dado dos pasos cuando se sintió impulsado a volver.
– ¿Dónde hay que cortar?
En el polvo del camino, el judío dibujó un torso y mostró dos incisiones: una larga línea recta en el costado izquierdo, y la otra más arriba, en mitad del vientre.
– Cualquiera de las dos -dijo, y lanzó el palo a lo lejos.
Rob asintió y se marchó, imposibilitado de darle las gracias.
Se alejó inmediatamente de Tettenhall, pero ya le estaba ocurriendo algo.
Andaba escaso de Panacea Universal y al día siguiente compró un barril de licor, haciendo un alto para mezclar una nueva serie de medicina, de la que esa misma tarde comenzó a desprenderse en Ludlow.
La panacea se vendió tan bien como siempre, pero estaba preocupado y algo agotado.
Sostener un alma humana en la palma de tu mano, como si fuera un guijarro. ¡Sentir que a alguien se le escapa la vida pero que con tus actos puedes devolvérsela! Ni siquiera un rey tiene tanto poder.
¿Podría aprender más? ¿Cuánto era posible aprender? "¿Cómo será -se preguntó- aprender todo lo que puede enseñarse?” por vez primera reconoció el deseo de hacerse médico.
¡Luchar verdaderamente con la muerte! Albergaba nuevos y perturbadores pensamientos que por momentos lo embelesaban, y otras veces eran casi dolosos.
Por la mañana partió hacia Worcester, la siguiente población rumbo al sur, por el río Severn. No recordaba haber visto el río ni el sendero, ni haber conducido a Caballo, ni nada del trayecto. Llegó a Worcester y los pueblerinos quedaron boquiabiertos al ver el carromato rojo; rodó hasta la plaza, hizo un circuito completo sin detenerse y abandonó la ciudad por donde había entrado
El pueblo de Luctehurne, en Leicestershire, no era lo bastante grande para tener una taberna, pero estaba en marcha la siega del heno, y cuando se paró en una vega en la que había cuatro hombres con guadañas, el de la senda más cercana al camino interrumpió su rítmico balanceo el tiempo suficiente para indicarle cómo llegar a la casa de Edgar Thorpe.
Rob encontró al viejo a cuatro patas, en su pequeño huerto, cosechando puerros. Percibió de inmediato, con una extraña sensación de exaltación que Thorpe había recuperado la vista. Pero sufría terribles dolores reumáticos, y aunque Rob lo ayudó a incorporarse en medio de gruñidos y angustiosas exclamaciones, pasó un rato hasta que pudieron hablar en paz.
Rob bajó del carromato varios frascos de la panacea y abrió uno, contentando enormemente a su anfitrión.
– He venido a preguntarte por la operación que te devolvió la vista, Edgar Thorpe.
– ¿Sí? ¿Y cual es tu interés en esta cuestión?
Rob vaciló.
– Tengo un pariente que necesita un tratamiento semejante y estoy haciendo averiguaciones en su nombre.
Thorpe dio un buen trago de licor y suspiró.
– Espero que sea un hombre fuerte y de abundante coraje. Me encontraba atado de pies y manos a una silla. Crueles ataduras rodeaban mi cabeza, para fijarla contra el alto respaldo. Me habían dado a tomar más de un trago y estaba casi insensible por la bebida, pero los ayudantes me colocaron unos crueles ganchos debajo de los párpados, y me los levantaron para que no pudiera parpadear.
Cerró los ojos y se estremeció. Evidentemente, había contado la historia muchas veces, pues los pormenores estaban fijos en su memoria y los relataba sin dudar, pero no por eso Rob los encontró menos fascinantes.
– Era tal mi aflicción que sólo veía como a través de una niebla que tenía directamente ante mi. Nada había en mi campo de visión. Sostenía una hoja que se agrandaba a medida que descendía, hasta que me cortó el ojo.
¡Oh, el dolor me devolvió la sobriedad al instante! Tuve la seguridad de que me había cortado el ojo en lugar de quitarme la nube y le chillé, lo importuné, le grité que no me hiciera nada más. Como persistió, le arrojé una lluvia de maldiciones y le aseguré que por fin comprendía cómo su despreciable pueblo podía haber asesinado a nuestro bondadoso Señor.
“Cuando cortó el ojo, el dolor era tan atroz que perdí por completo el conocimiento. Desperté en la oscuridad de los ojos vendados, y durante un par de semanas sufrí espantosamente. Pero al final vi como no había visto en mucho tiempo. Tan grande fue la mejoría, que trabaje dos años más como escribiente antes de que el reuma me aconsejara reducir mis obligaciones.
Así que era verdad, pensó Rob, deslumbrado. Entonces quizá las cosas que le había contado Benjamín Merlín fuesen ciertas.
– El maestro Merlín es el mejor doctor que he visto en mi vida -dijo Edgar Thorpe-. Aunque -agregó malhumorado- para ser un médico competente encuentra demasiadas dificultades en liberar de pesadumbre mis huesos y articulaciones.
Volvió a Tettenhall, acampó en un pequeño valle y permaneció cerca de la ciudad tres días enteros, como un galán enamorado que carece de permiso para visitar a una damisela, pero tampoco se decide a dejarla en paz. El primer granjero al que compró provisiones le informó dónde vivía Benjamín Merlín, y varias veces condujo a Caballo hasta el lugar, una granja baja con el prado bien cuidado, dependencias, un campo, un huerto y una viña. No había ninguna señal exterior de que allí viviera un médico.
La tarde del tercer día, a unas millas de su casa, encontró al medico.
– ¿Cómo estás, joven barbero?
Rob respondió que bien y le preguntó por su salud. Hablaron del tiempo, y luego Merlín inclinó la cabeza a modo de despedida.
– No debo rezagarme, pues tengo que visitar a tres enfermos antes de que dé por terminado el día.
– ¿Me permitís acompañaros y observar? -se obligó a preguntar Rob.
El medico titubeó. Parecía menos que complacido por la solicitud. Pero dijo, aunque a regañadientes.
– Me gustaría que no te entrometieras.
El primer paciente no vivía lejos; ocupaba una casita junto a una charca de gansos. Era Edwin Griffith, un anciano de tos cavernosa. Rob notó que estaba debilitado por una enfermedad catarral avanzada y que tenía un pie en la tumba.
– ¿Cómo te encuentras hoy, Edwin Griffith? -preguntó Merlín.
El viejo se retorció en un paroxismo de toses, luego resolló y suspiró.
– Sigo igual y con pocos pesares, salvo que hoy no pude alimentar a mis aves.
Merlín sonrió.
– Es posible que mi joven amigo pueda atenderlos -dijo, y Rob no pudo negarse.
El anciano Griffith le dijo dónde guardaba el pienso y Rob se apresuró a ir a la charca cargado con un saco. Le preocupaba que esa visita fuera pérdida para él, pues sin duda Merlín no pasaría mucho tiempo entretenido con un agonizante. Se acercó cautelosamente a los gansos, pues sabía que podían ser muy traidores. Pero estaban hambrientos y sólo les interesaba la comida, por lo que se lanzaron a una rebatinga, dejándolo escapar rápidamente.
Para su sorpresa, Merlín seguía hablando con Edwin Griffith cuando le vio a entrar en la casita. Rob nunca había visto que un médico trabajara escrupulosamente. Merlín hizo una serie interminable de preguntas acerca de las costumbres y la dieta del paciente, su niñez, sus padres y sus abuelos, y la causa de la muerte de todos ellos. Le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello, apoyó la oreja contra su pecho y prestó atención. Rob estaba observando todo atentamente.
Cuando se fueron, el anciano le dio las gracias por alimentar a los gansos. Parecía un día destinado a atender a los condenados, porque Merlín lo llevó a dos millas de distancia, a una casa de la plaza de la ciudad, donde la ama del magistrado se consumía atenazada de dolor.
– ¿Cómo estáis hoy, Mary Sweyn?
La mujer no respondió; se limitó a mirarlo fijamente. La respuesta fue significativa y Merlín asintió. Se sentó, le cogió la mano y le habló serenamente. Como con el anciano, pasó con ella mucho tiempo.
– Puedes ayudarme a dar la vuelta a la señora Sweyn -dijo Merlín a Rob-. Suavemente. Ahora, muy suavemente.
Cuando Merlín le levantó la camisa de dormir para lavar su esquelético cuerpo notaron, en su lastimoso costado izquierdo, un forúnculo inflamado.
El médico lo rajó de inmediato con una lanceta para aliviar el dolor, y Rob observó, satisfecho, que actuó tal como lo habría hecho él. El médico dejó a la paciente un frasco lleno de una infusión calmante.
– Aún falta uno -dijo Merlín cuando cerraron la puerta de la casa de Mary Sweyn-. Se trata de Tancred Osbern, cuyo hijo me hizo saber esta mañana que se había hecho daño.
Merlín ató las riendas de su caballo al carromato y se sentó en el pescante, junto a Rob, para tener compañía.
– ¿Cómo van los ojos de tu pariente? -le preguntó con afabilidad.
Debió haber previsto que Edgar Thorpe mencionaría la conversación y sintió que la sangre le arrebataba las mejillas.
– No tuve la intención de engañaros. Quería ver por mí mismo los resultados de la extracción del cristalino, y me pareció la manera más sencilla para justificar mi interés.
Merlín sonrió y asintió. Mientras avanzaban, explicó el método quirúrgico que había empleado para operar de cataratas a Thorpe.
– Es una intervención que no recomendaría a nadie que la hiciera por su cuenta -dijo en tono significativo, y Rob movió la cabeza afirmativamente, porque no tenía la menor intención de operar los ojos a nadie.
Cada vez que llegaban a un cruce de caminos, Merlín señalaba la dirección que debía tomar, hasta que se aproximaron a una granja próspera que presentaba el aspecto ordenado propio de una atención constante, encontraron a un granjero macizo y musculoso despotricando en un jergón relleno de paja que hacía las veces de cama.
– Ah, Tancred, ¿qué te has hecho esta vez? -preguntó Merlín.
– Me herí la condenada pierna.
Merlín echó hacia atrás la manta y arrugó la frente: el miembro derecho estaba retorcido e hinchado a la altura del muslo.
– Debes de tener unos dolores terribles. Pero le has dicho a tu hijo que me avisara “cuando pudiera”. La próxima vez no debes ser tan estúpidamente valeroso; de haberlo sabido, habría venido al instante -dijo con tono áspero.
El hombre cerró los ojos y asintió.
– ¿Cómo te lo hiciste y cuándo?
– Ayer a mediodía. Me caí del condenado techo mientras aseguraba la maldita paja.
– Pues no asegurarás esa paja en mucho tiempo. -miró a Rob-. Necesitaré tu ayuda. Ve a buscar una tablilla un poco más larga que la pierna.
– No la arranques de las dependencias ni de las vallas -gruñó Osbern
Rob salió a ver qué encontraba. En el granero había bastantes troncos de haya y roble, además de un trozo de tronco de pino que había sido trabajado hasta convertirlo en una tabla. Era demasiado ancha, pero la madera era blanda y le llevó poco tiempo partirla a lo largo con las herramientas del granjero.
Osbern le lanzó una mirada furibunda cuando reconoció la tabla, pero no pronunció palabra. Merlín bajó la vista y suspiró.
– Tiene los muslos de un toro. Nos espera un buen trabajo, joven.
El médico cogió la pierna lesionada por el tobillo y la pantorrilla, trató de ejercer una presión estable, para al mismo tiempo hacer girar y enderezar el miembro retorcido. Se oyó un crujido, como el sonido que producen las hojas secas pisoteadas, y Osbern emitió un bramido ensordecedor.
– Es inútil -dijo Merlín poco después-. Sus músculos son colosales. Se han cerrado sobre sí mismos para proteger la pierna y yo no tengo la fuerza suficiente para dominarlos y reducir la fractura.
– Déjame probar a mí -dijo Rob.
Merlín asintió, pero antes dio una jarra llena de alcohol al granjero, que hablaba y sollozaba a causa del dolor inducido por el esfuerzo fracasado.
– Otra -jadeó Osbern.
Tras la segunda jarra, Rob cogió la pierna a imitación de Merlín. Cuidando de no tironear, ejerció una presión uniforme, y la voz estropajosa de Osbern se convirtió en un prolongado aullido. Merlín había cogido al hombre por debajo de las axilas y tiraba hacia el otro lado, con el rostro congestionado y los ojos desorbitados por el esfuerzo.
– ¡Creo que lo estamos logrando! -gritó Rob para que Merlín lo oyera por encima de los gritos angustiados del paciente-. ¡Allá vamos!
Entretanto, los extremos del hueso roto rechinaron entre si y se encajaron en su lugar.
El hombre cayó en un repentino silencio. Rob lo miró de soslayo para ver si se había desmayado, pero Osbern estaba fláccidamente tendido, con la cara empapada por las lágrimas.
– Mantén la tensión en la pierna -dijo Merlín en tono apremiante.
Confeccionó un cabestrillo con tiras de trapo y lo ciñó alrededor del pie y el tobillo. Ató un extremo de una cuerda al cabestrillo y el otro, bien tenso, al pomo de la puerta. A continuación, aplicó la tablilla al miembro extendido.
– Ahora puedes soltarlo -dijo a Rob.
Por añadidura, ataron la pierna sana a la entablillada.
En unos minutos confortaron al exhausto paciente, dejaron instrucciones a su empalidecida mujer y se despidieron del hermano, que haría los trabajos de la granja.
Se detuvieron en el corral y se miraron. Los dos tenían la camisa mojada de sudor y la cara tan húmeda como las mejillas de Osbern.
El médico sonrió y le palmeó el hombro.
– Ahora debes venir conmigo a casa para compartir la cena.
– Mi Deborah -dijo Benjamín Merlín.
La esposa del doctor era una mujer rolliza con figura de paloma, una delgada naricilla y mejillas coloradotas. Palideció cuando vio a Rob y se sometió rígidamente a la presentación. Merlín llevó al patio un cuenco con agua de manantial, para que Rob se refrescara. Mientras Rob se lavaba oyó que en el interior de la casa la mujer arengaba a su marido en una lengua que nunca había oído.
Cuando salió a lavarse a su vez, el médico sonreía.
– Debes disculparla. Tiene miedo. Las leyes dicen que no debemos recibir a cristianos en nuestros hogares durante las fiestas religiosas. Pero ésta no puede considerarse tal. Será una cena sencilla. -miró penetrantemente a Rob mientras se secaba-. No obstante, puedo traerte la comida afuera si prefieres no sentarte a la mesa.
– Estoy agradecido de que me permitáis comer con vos, maestro.
Merlín asintió.
Una cena extraña.
Estaban los padres y cuatro niños, tres de ellos varones. La pequeña se llamaba Leah y sus hermanos, Jonathan, Ruel y Zechariah. ¡Los niños y el padre se sentaron a la mesa con unos gorritos puestos! Cuando la mujer llevó a la mesa un pan caliente, Merlín hizo una señal a Zechariah, que partió un pedazo y comenzó a hablar en la lengua gutural que Rob había oído antes. Su padre lo interrumpió.
– Esta noche el brochot será en inglés, por cortesía hacia nuestro invitado.
– Bendito seas, Dios nuestro Señor, Rey del Universo -entonó dulcemente el niño-, que produces el pan de la tierra.
Entregó el pan a Rob, que lo encontró bueno y lo pasó a los demás.
Merlín sirvió vino tinto de una jarra. Rob siguió el ejemplo de los demás y levantó su copa cuando el padre hizo una señal a Ruel.
– Bendito seas, Dios nuestro Señor, Rey del Universo, que creaste el fruto de la vida.
La cena consistía en sopa de pescado hecha con leche, no como la preparaba Barber, sino picante y sabrosa. Luego comieron manzanas del huerto del judío. El niño pequeño, Jonathan, dijo indignado a su padre que los conejos estaban consumiendo las coles.
– Entonces tú debes consumir los conejos -dijo Rob-. Tienes que cazarlos para que tu madre pueda servir un delicioso estofado.
Se produjo un extraño silencio, pero en seguida Merlín sonrió.
– Nosotros no comemos conejo ni liebre, porque no son kosher.
Rob notó que la señora Merlín mostraba inquietud, como si temiera que él no comprendiera sus costumbres.
– Es un conjunto de leyes dietéticas, viejas como el mundo.
Merlín explicó que los judíos no podían comer animales no rumiantes que no tuvieran la pezuña hendida. Tampoco carne junto con leche. La Biblia advertía que el cordero no debía hervir en el flujo de la ubre materna Y no se les permitía beber sangre ni comer carne que no hubiese sido sangrada a fondo y salada.
Rob se quedó confuso, y se dijo que la señora Merlín tenía razón: no comprendía a los judíos. ¡Eran auténticos paganos!
Se le revolvió el estomago cuando el médico dio las gracias a Dios por alimentos exentos de sangre y de carne.
Preguntó si le permitían acampar en el huerto aquella noche. Benjamín insistió en que durmiera bajo techo, en el granero adjunto a la casa.
Poco después, Rob se tendió en la fragante paja y, a través de la delgada pared, oyó el agudo ascenso y descenso de la voz de la mujer. Sonrió tristemente en la oscuridad, pues conocía la esencia del mensaje a pesar de que las palabras eran ininteligibles.
– No conoces a ese sujeto de aspecto brutal, y lo traes aquí. ¿No has notado su nariz torcida y la cara magullada, y las costosas armas de criminal? ¡Nos asesinará cuando estemos durmiendo!
Al rato, Merlín entró en el granero con un frasco muy grande y dos copas de madera. Entregó una de ellas a Rob y suspiró.
– En cualquier otro sentido es una mujer excelente -dijo mientras llenaba las copas-. Para ella es difícil estar aquí, porque se siente separada de muchas cosas y seres queridos.
La bebida era buena y fuerte, descubrió Rob.
– ¿De qué parte de Francia sois?
– Como el vino que bebemos, mi mujer y yo somos originarios de la aldea de Falaise, donde viven nuestras familias bajo la benevolente guía de Alberto de Normandía. Mi padre y dos hermanos son vinateros y proveedores del comercio inglés.
Siete años atrás, prosiguió Merlín, había regresado a Falaise después de estudiar en Persia, en una academia para médicos.
– ¡Persia! -Rob no tenía la menor idea de dónde estaba Persia, pero sabía que era muy lejos-. ¿En qué dirección está Persia?
Merlín sonrió.
– En Oriente. Muy al este.
– ¿Y cómo vinisteis a Inglaterra?
Al retornar a Normandía como médico, dijo Merlín, descubrió que en el protectorado del duque Roberto había demasiados profesionales de la medicina. Fuera de Normandía los conflictos eran constantes, así como los inciertos peligros de la guerra y la política: duque contra conde, nobles contra rey.
– En mi juventud había estado dos veces en Londres con mi padre, el mercader en vinos. Recordaba la belleza del campo inglés, y en toda Europa es conocida la estabilidad que ha instaurado el rey Canuto. De modo que decidí asentarme en este lugar rodeado de paz y de verdores.
– ¿Y ha resultado acertada la elección de Tettenhall?
Merlín asintió.
– Pero existen dificultades. En ausencia de quienes comparten nuestra religión no podemos orar correctamente a Dios, y es harto difícil cumplir las prescripciones alimentarias. Hablamos a nuestros hijos en su propia lengua, pero ellos piensan en la de Inglaterra y, pese a nuestros esfuerzos, ignoran muchas costumbres de su pueblo. Ahora estoy intentando atraer aquí a otros judíos de Francia.
Se inclinó para servir más vino, pero Rob cubrió su copa con la mano.
– Me mareo si tomo más de un trago, y necesito tener la cabeza despejada.
– ¿Por qué me has buscado, joven barbero?
– Habladme de la escuela de Persia.
– Está en la ciudad de Ispahán, en la parte occidental del país.
– ¿Por qué fuisteis tan lejos?
– ¿A qué otro sitio podía ir? Mi familia no quería ponerme de aprendiz con un médico pues, aunque me duele reconocerlo, en casi toda Europa mis colegas forman una pandilla de parásitos y bribones. Hay un gran hospital en París, el Hotel Dieu, que sólo es un lazareto para pobres al que arrastran a los desesperados para que mueran allí. Hay una escuela de medicina en Salerno, un lugar lamentable. Por su relación con otros mercaderes judíos, padre se enteró de que en los países de Oriente los árabes habían hecho arte de la ciencia de la medicina. En Persia, los musulmanes tienen en Ispahán un hospital que es un auténtico centro curativo. En este hospital hay una pequeña academia del lugar. Avicena forma a sus doctores.
– ¿Quién?
– El medico más eminente del mundo, Avicena, cuyo nombre árabe Ahu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina.
Rob pidió a Merlín que repitiera la extraña melodía del nombre, hasta que lo memorizó.
– ¿Es difícil llegar a Persia?
– Varios años de peligroso trayecto. Viajes por mar, una larga travesía por tierra cruzando terribles montañas y vastos desiertos. -Merlín miró penetrantemente a su huésped-. Debes quitarte de la cabeza las academias persas. ¿Cuánto sabes de tu propia fe, joven barbero? ¿Estás familiarizado con los problemas de tu Papa ungido?
Rob se encogió de hombros.
– ¿Juan XIX?
En verdad, más allá del nombre del pontífice y del hecho de que regía la Santa Iglesia, Rob no sabía nada.
– Juan XIX. Es un Papa que está a horcajadas entre dos Iglesias gigantescas en lugar de una, a la manera de un hombre que intenta montar dos caballos. La Iglesia occidental siempre le muestra fidelidad, pero en la Iglesia oriental hay constantes rumores de descontento. Hace doscientos años, el patriarca Focio se rebeló al frente de los católicos orientales en Constantinopla, y desde entonces ha cobrado fuerza el movimiento hacia un cisma en Iglesia.
“En tus propios tratos con los sacerdotes habrás observado que desconfían de médicos, cirujanos y barberos, creyendo que por medio de la oración ellos son los únicos guardianes legítimos de los cuerpos de los hombres, además de sus almas.
Rob refunfuñó.
– La antipatía de los sacerdotes ingleses hacia quienes ejercen el arte es insignificante en comparación con el odio que sustentan los sacerdotes católicos orientales por las escuelas de medicina árabes y otras academias musulmanas. Viviendo codo con codo con los musulmanes, la Iglesia oriental está entregada a una guerra virulenta y constante con el Islam para atraer a los hombres hacia la gracia de la única fe verdadera. La jerarquía oriental ve en los centros de enseñanza árabes una incitación al paganismo y una terrible amenaza. Hace quince años, Sergio II, que entonces era Patriarca de la Iglesia oriental, declaró que todo cristiano que asistiera a una escuela musulmana situada al este de su patriarcado, era un sacrílego y un quebrantador de la fe, culpable de prácticas paganas. Ejerció presiones para que el Santo Padre de Roma se sumara a esta declaración. Benedicto VIII trataba de ser elevado a la Santa Sede. Un presagio le señala como el Papa que presenciaría la disolución de la Iglesia. Para apaciguar al descontento oriental, cumplimentó de buena gana la solicitud de Sergio. El castigo por paganismo es la excomunión.
Rob frunció los labios.
– Es un castigo severo.
El medico asintió.
– Más severo aún en el sentido de que conlleva terribles penas según las leyes seculares. Los códigos promulgados bajo los reinados de Ethelred y Canuto consideran que el paganismo es un delito mayor. Los convictos han sufrido espantosos castigos. Algunos fueron cubiertos con pesadas cadenas y enviados a deambular como peregrinos durante años, hasta que los grilletes se oxidaron y cayeron de sus cuerpos. Varios fueron quemados en la hoguera. A algunos los ahorcaron y otros fueron arrojados a la cárcel, donde permanecen.
Los musulmanes, por su parte, no desean educar a miembros de una religión hostil y amenazante, y hace años que las academias del califato oriente no admiten a estudiantes cristianos.
– Comprendo -dijo Rob, consternado.
– Una posibilidad para ti es España. Se encuentra en Europa, en la parte oeste del califato occidental. Allí conviven con facilidad ambas religiones. Hay unos cuantos estudiantes de Francia. Los musulmanes han establecido grandes universidades en ciudades como Córdoba, Toledo y Sevilla. Si te gradúas en una de ellas, serás reconocido como erudito. Y aunque es difícil llegar a España, no tiene punto de comparación con el viaje a Persia.
– ¿Y por que no fuisteis vos a España?
– Porque a los judíos se les permite estudiar en Persia. Y yo quería tocar el borde de la vestimenta de Ibn Sina.
Rob frunció el entrecejo.
– Yo no quiero atravesar el mundo para convertirme en un erudito. Sólo quiero llegar a ser un buen médico.
Merlín se sirvió más vino.
– Me confundes… Eres un joven corzo, pero usas un traje de fino paño cuyo lujo yo no puedo permitirme. La vida de un barbero tiene sus compensaciones. ¿Para qué quieres ser médico? ¿Qué significará un trabajo arduo que no tienes la seguridad de que te va a proporcionar riqueza?
– Me han enseñado a medicar varias dolencias. Sé cortar un dedo estropeado y dejar un muñón pulcro. Pero mucha gente va a verme y me paga, y no sé cómo ayudarla. Soy ignorante. Me digo a mí mismo que algunos pacientes podrían salvarse si yo supiera más.
– Y aunque estudiaras medicina durante más de una vida, acudiría la gente cuyas enfermedades son misterios, porque la angustia que mencionas es parte integrante de la profesión de curar, y hay que aprender a vivir con ella. Aunque es verdad que cuanto mejor sea la preparación, mejor doctor puedes ser. Me has dado la mejor razón posible de tu ambición. -Merlín vació su copa con expresión reflexiva-. Si las escuelas árabes no son para ti debes observar a los médicos de Inglaterra hasta que encuentres al mejor entre los que atienden a los pobres, y tal vez puedas convencerlo de que te tome como aprendiz.
– ¿Conocéis a algunos?
Si Merlín entendió la insinuación, no se dio por enterado. Meneó la cabeza y se puso en pie.
– Pero los dos nos hemos ganado un buen descanso, y mañana, debemos estar frescos, reanudaremos la cuestión. Que tengas buenas noches, joven barbero.
– Buenas noches, maestro médico.
Por la mañana había gachas calientes de guisantes y más bendiciones en hebreo. Todos los miembros de la familia se sentaron y rompieron juntos el ayuno nocturno, mirándolo furtivamente mientras él hacía lo mismo que ellos. La señora Merlín parecía enfadada como siempre, y bajo la cruel luz del día era visible una leve línea de vello oscuro sobre su labio superior. Rob vio unos flecos que asomaban por debajo de las chupas de Benjamín Merlín y de Ruel. Las gachas eran de buena calidad.
Merlín le preguntó amablemente si había pasado bien la noche.
– He pensado en nuestra conversación. Lamentablemente, no se me ocurre ningún médico al que pueda recomendar como maestro y ejemplo -La mujer llevó a la mesa un cesto lleno de grandes moras, y Merlín sonrió de oreja a oreja-. Sírvetelas tú mismo para acompañar las gachas; son exquisitas.
– Me gustaría que me aceptarais como aprendiz -dijo Rob.
Para su gran decepción, Merlín movió negativamente la cabeza. Rob se apresuró a decir que Barber le había enseñado muchas cosas.
– Ayer os fui útil. En breve podría ir sólo a visitar a vuestros pacientes cuando haga mal tiempo, facilitándoos así las cosas.
– No.
– Vos mismo habéis observado que tengo sentido de la curación -añadió obstinado-. Soy fuerte y también podría hacer trabajos pesados; lo que fuera necesario. Un aprendizaje de siete años. O más; tanto tiempo como digáis.
En su agitación se había incorporado y, sin querer, movió la mesa, tirando las gachas.
– Imposible -rechazó Merlín.
Rob estaba confundido. Tenía la certeza de que resultaba simpático a Merlín.
– ¿Carezco de las cualidades necesarias?
– Posees excelentes cualidades. Por lo que he visto, podrías ser un excelente médico.
– ¿Entonces?
– En esta, la más cristiana de las naciones, no soportarían que fuera tu maestro.
– ¿A quién puede importarle?
A los sacerdotes. Ya les ofende que haya sido forjado por los judíos de Francia y templado en una academia islámica, pues lo consideran como composición entre peligrosos elementos paganos. No me quitan ojo de encima, con el temor de que un día interpreten mis palabras como brujería u olvide de bautizar a un recién nacido.
– Si no queréis aceptarme -dijo Rob-, sugeridme al menos un médico que pueda presentarme.
– Ya te he dicho que no recomiendo a ninguno. Pero Inglaterra es vasta, hay muchos doctores que no conozco.
Rob apretó los labios y apoyó la mano en la empuñadura de la espada.
– Anoche dijisteis que seleccionara al mejor entre los que atienden a los pobres. ¿Cuál es el mejor entre los que conocéis?
Merlín suspiró y respondió al acoso.
– Arthur Giles, de Saint Ives -replicó fríamente, y volvió a concentrarse en el desayuno.
Rob no tenía la menor intención de desenvainar, pero los ojos de la mujer estaban fijos en su espada y no logró contener un gemido estremecedor, convencida de que se estaba cumpliendo su profecía. Ruel y Jonathan lo miraban fijamente, pero Zechariah se echó a llorar.
Estaba abrumado de vergüenza por la forma en que había correspondido a tanta hospitalidad. Intentó disculparse, pero no logró plasmarlo en palabras; finalmente, se apartó del hebreo francés, que metía la cuchara en sus khas, y abandonó la casa.
Semanas atrás habría tratado de librarse de la vergüenza y la cólera estudiando el fondo de una copa, pero había aprendido a ser cauto con el alcohol. Le constaba que cuanto más tiempo prescindía de la bebida, más fuertes eran las emanaciones que recibía de los pacientes cuando les cogía las manos, y cada vez adjudicaba mayor valor a ese don. Así, en lugar de entregarse a la bebida, pasó el día con una mujer en un claro, a orillas del Severn, unas millas más allá de Worcester. El sol había entibiado la hierba casi tanto como la sangre de la pareja. Ella era ayudante de una costurera, tenía los dedos estropeados por los pinchazos de la aguja, y un cuerpo menudo y firme que se volvió resbaladizo cuando nadaron en el río.
– ¡Mira, resbalas como una anguila! -gritó Rob, y se sintió mejor.
Ella fue rápida como una trucha, pero él muy torpe, como un gran monstruo marino, cuando bajaron juntos a través de las verdes aguas. Las manos de Myra le separaron las piernas, y mientras pasaba entre ellas nadando, Rob le palmeó los costados pálidos y tiesos. El agua estaba fría, pero hicieron dos veces el amor en la calidez de la orilla, y así Rob descargó su rabia, mientras a un centenar de yardas Caballo ramoneaba y Señora Buffington los observaba tranquilamente. Myra tenía diminutos pechos puntiagudos y un monte de sedoso vello castaño. "Más una planta que un monte”, pensó Rob irónicamente; era más niña que mujer, aunque sin duda había conocido otros hombres.
– ¿Cuántos años tienes, muñequita? -le preguntó ociosamente.
– Quince, me han dicho.
Tenía exactamente la edad de su hermanita Anne Mary, comprendió Rob, y se entristeció al pensar que en algún lugar la niña ya había crecido pero le era desconocida.
Súbitamente lo asaltó una idea tan monstruosa que lo debilitó y le dio la impresión de que se apagaba la luz del sol.
– ¿Siempre te has llamado Myra?
La pregunta fue recibida con una atónita sonrisa.
– Claro; siempre me he llamado Myra Felker. ¿Qué otro nombre podría tener?
– ¿Y has nacido por aquí, muñequita?
– Me parió mi madre en Worcester y aquí he vivido siempre -respondió alegremente.
Rob asintió y le acarició la mano.
Sin embargo -pensó muy consternado-, dada la situación, no era imposible que algún día se encamara con su propia hermana sin saberlo. Resolvió que en el futuro no tendría nada que ver con jovencitas de la edad de Anne Mary.
La deprimente idea dio al traste con su humor festivo y comenzó a reunir sus prendas de vestir.
– Entonces, ¿debemos irnos?-inquirió ella, compungida.
– Sí, porque me espera un largo camino hasta Saint Ives.
Arthur Giles, de Saint Ives, resultó decepcionante, aunque Rob no tenía derecho a albergar grandes expectativas, porque evidentemente Benjamín Merlín se lo había recomendado bajo coerción. El médico era un viejo gordo y mugriento que parecía estar como mínimo un poco loco. Criaba cabras y tenía que haberlas mantenido en el interior de la casa largo tiempo porque la estancia apestaba.
– Lo que cura es la sangría, joven forastero. Nunca lo olvides. Cuando todo fracasa, un purificador drenaje de la sangre, y otro y otro. ¡Eso es lo que cura a los cabrones! -gritó Giles.
Respondió a sus preguntas de buena gana, pero cuando hablaban de otro tratamiento distinto de la sangría, era evidente que Rob tenía mucho que enseñarle al viejo. Giles no poseía ningún saber de medicina, ningún bagaje de conocimientos que pudiera aprovechar un discípulo. El médico se ofreció a tomarlo como aprendiz y se puso furioso cuando Rob declinó amablemente su ofrecimiento. Rob se alejó dichoso de Saint Ives, pues más le valía seguir de barbero que convertirse en un ser como aquel.
Durante varias semanas creyó que había renunciado al poco práctico sueño de hacerse médico. Trabajó duramente en los espectáculos, vendió ingentes cantidades de Panacea Universal, y se sintió gratificado por lo abultado de su bolsa. Señora Buffington crecía con su prosperidad, del mismo modo que él se había beneficiado con la de Barber; la gata comía finos sobrantes y adquirió el tamaño adulto: una enorme felina blanca con insolentes ojos verdes. Se creía una leona y siempre buscaba camorra. En la ciudad de Rochester desapareció durante el espectáculo y volvió al campamento con el crepúsculo, mordida en la pata delantera derecha y con menos de media oreja izquierda; su pelaje blanco estaba salpicado de carmesí.
Rob lavó sus heridas y la atendió como a una amante.
– Ah, Señora. Tienes que aprender a evitar las rencillas, como he hecho yo, porque no te servirán de nada.
Le dio leche y la sostuvo en el regazo, delante del fuego. Ella le lamió la mano. Quizá Rob tenía una gota de leche entre los dedos, o tal vez olía a cocoa, pero prefirió interpretarlo como un mimo y acarició su suave pelaje, decido por su compañía.
– Si tuviera expedito el camino para asistir a la escuela musulmana -le dijo-, te llevaría en el carromato, enfilaría a Caballo hacia Persia y nada nos impediría llegar a ese pagano lugar.
“Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina”, pensó melancólicamente.
– ¡AI infierno con vosotros, árabes! -dijo en voz alta, y se acostó.
Las silabas hormigueaban en su mente como una letanía obsesionante y burlona. "Abu Ali at-Husain Ibn Abdullah Ibn Sina, Abu Ali at-Husain Ibn lullah Ibn Sina…”, hasta que la misteriosa repetición superó el hervor de la sangre, y se quedó dormido.
Soñó que estaba enzarzado en combate con un odioso y anciano caballero, cuerpo a cuerpo con sus dagas. El anciano caballero se tiró un pedo y se burló de el. Rob notó herrumbre y líquenes en la armadura negra. Sus cabezas estaban tan próximas que vio colgar los mocos y la corrupción de la huesuda nariz, se asomó a sus ojos terribles y percibió el hedor enfermizo del aliento del caballero. Lucharon desesperadamente. Pese a su juventud y su fuerza, Rob sabía que el puñal del espectro oscuro era despiadado y su armadura, indestructible. Más allá se veían las víctimas del caballero: mamá, papá, el dulce Sabel, Barber, incluso Incitatus y el oso Bartram. La cólera dio fuerzas a Rob, que ya sentía que la inexorable hoja penetraba su cuerpo.
Al despertar descubrió que la parte exterior de su ropa estaba húmeda por el rocío y la interior, húmeda del sudor del sueño. Echado bajo el sol matinal, mientras un petirrojo cantaba su regocijo en las cercanías, comprendió que aunque el sueño había acabado, él no lo estaba. Era incapaz de renunciar al combate.
Quienes se habían ido jamás volverían, y así eran las cosas. Pero ¿había algo mejor que pasarse la vida luchando contra el Caballero Negro? A su manera, el estudio de la medicina era algo que amar, a falta de una familia.
Decidió, cuando la gata se frotó contra él con la oreja sana, entregarse a ese problema era desalentador. Montó espectáculos sucesivamente en Northampton, Bedford y Hertford, y en cada uno de esos sitios buscó a los médicos y habló con ellos y comprobó que sus conocimientos combinados eran inferiores a los de Barber. En el pueblo de Maldon, la reputación de carnicero del médico era tal que cuando Rob J. pidió instrucciones a los transeúntes para llegar a su casa, todos palidecieron y se santiguaron.
No serviría de nada colocarse de aprendiz de uno de aquellos médicos.
Se le ocurrió que otro doctor hebreo podría estar más dispuesto a aceptarlo que Merlín. En la plaza de Maldon interrumpió sus pasos donde unos obreros estaban levantando una pared de ladrillos.
– ¿Conocéis a algún médico judío en este sitio? -preguntó al maestro.
El hombre lo miró fijamente, escupió y se volvió.
Preguntó a otros que estaban en la plaza, pero los resultados no fueron mejores. Por último, encontró a uno que lo examinó con curiosidad.
– ¿Por que buscas a los judíos?
– Busco a un médico judío.
El hombre asintió, comprensivamente.
– Tal vez Cristo sea misericordioso contigo. Hay judíos en la ciudad de Malmesbury, y tienen un medico que se llama Adolescentoli -dijo.
El trayecto desde Maldon hasta Malmesbury le llevó cinco días, con paradas en Oxford y Alveston para montar el espectáculo y vender la medicina. Rob creyó recordar que Barber le había hablado de Adolescentoli como un médico famoso, y se encaminó a Malmesbury cansado, al tiempo que la noche caía sobre la aldea pequeña e informe. En la posada le sirvieron una cena sencilla pero reconfortante. Barber habría encontrado insípido el guiso de cordero, pero tenía mucha carne; después pagó para que extendieran paja fresca en un rincón de la sala dormitorio.
A la mañana siguiente, al tiempo que desayunaba, pidió al posadero que le hablara de los judíos de Malmesbury. El hombre se encogió de hombros como diciendo: "¿Qué se puede decir?”
– Siento curiosidad, porque hasta hace muy poco no conocía a ningún judío.
– Eso se debe a que escasean en nuestra tierra. El marido de mi hermana, que es capitán de barco y ha viajado mucho, dice que abundan en Francia. Según él, se los encuentra en todos los países, y cuanto más al este se viaje, más numerosos son.
– ¿Aquí vive entre ellos Isaac Adolescentoli, el médico?
El posadero sonrió.
– No; claro que no. Son ellos los que viven alrededor de Isaac Adolescentoli, mamando de su sabiduría.
– Entonces, ¿es célebre?
– Es un gran medico. Muchos vienen desde lejos para consultarlo y se hospedan en esta posada -informó, orgulloso-. Los sacerdotes hablan mal de él; naturalmente, pero yo sé -se metió un dedo en la nariz y se inclinó- que como mínimo en dos ocasiones lo sacaron de la cama en medio de la noche y lo despacharon a Canterbury para atender al arzobispo Ethelnoth, quien el año pasado se creía agonizante.
Le indicó cómo llegar a la colonia judía, y poco después Rob cabalgaba junto a los muros de piedra gris de la abadía de Malmesbury, a través de montes y campos, y un escarpado viñedo en el que unos monjes recogían uvas. Un soto separaba las tierras de la abadía de las viviendas de los judíos, no más de una docena de casas apiñadas. Tenían que ser judíos: unos hombres como cuervos, con negros caftanes sueltos y sombreros de cuero forma de campana, serraban y martillaban, levantando un cobertizo. Rob llegó a un edificio más grande que los demás, cuyo amplio patio estaba lleno de caballos y carros atados.
– ¿Isaac Adolescentoli? -preguntó Rob a uno de los chicos que atendía a los animales.
– Está en el dispensario -dijo el chico, y cogió diestramente en el aire la rienda que Rob le arrojó para que atendiera bien a Caballo.
La puerta principal daba a una gran sala de espera llena de bancos de madera, todos ocupados por una humanidad doliente. Como las colas que esperaban junto a su biombo, pero en este caso muchas más personas. No había ningún asiento desocupado, pero encontró un lugar junto a la pared.
De vez en cuando, salía un hombre por la puertecilla que llevaba al resto de la casa, y se hacía acompañar por el paciente que ocupaba el extremo del banco. Entonces todos avanzaban un espacio. Al parecer, había cinco médicos. Cuatro eran jóvenes y el otro era un hombre mayor y menudo, de movimientos rápidos; Rob supuso que se trataba de Adolescentoli.
La espera fue larga. La sala seguía atiborrada, pues parecía que cada vez que alguien atravesaba la puertecilla con un médico, desde el exterior entraban otros por la puerta principal. Rob pasó todo el tiempo tratando de diagnosticar a los pacientes.
Cuando quedó primero en el banco de delante, promediaba la tarde.
Uno de los jóvenes cruzó la puerta.
– Puedes pasar conmigo -dijo con acento francés.
– Quiero ver a Isaac Adolescentoli.
– Soy Moses ben Abraham, aprendiz del maestro Adolescentoli. Estoy en condiciones de atenderle.
– Estoy seguro de que me tratarías sabiamente si estuviera enfermo, debo ver al maestro por otra cuestión.
El aprendiz asintió y se volvió hacia la siguiente persona que esperaba.
Adolescentoli salió poco después, hizo pasar a Rob por la puerta y avanzaron juntos por un corto pasillo. A través de una puerta entreabierta, Rob vislumbró una sala de cirugía con una cama para operaciones, cubos e instrumentos. Fueron a parar a una habitación diminuta, desprovista de muebles, salvo una pequeña mesa y dos sillas.
– ¿Cuál es tu problema? -preguntó Adolescentoli.
Lo escuchó sorprendido cuando, en lugar de describir síntomas, Rob habló nervioso de su deseo de estudiar medicina. El doctor tenía un rostro moreno y agraciado, y no sonreía. Sin duda la entrevista no habría terminado de manera diferente si Rob hubiese sido más sensato, pero fue incapaz de resistirse a hacerle una pregunta:
– ¿Habéis vivido mucho tiempo en Inglaterra, maestro médico?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Habláis muy bien nuestra lengua.
– Nací en esta casa -respondió serenamente Adolescentoli-. Cinco jóvenes prisioneros de guerra judíos fueron trasladados por Tito desde Jerusalén hasta Roma, con posterioridad a la destrucción del gran Templo. Los llamaban Adolescentoli, que en latín significa “los jóvenes”. Yo desciendo de uno de ellos, Joseph Adolescentoli, que ganó su libertad alistándose en la Segunda Legión Romana, la cual llegó a esta isla cuando sus habitantes eran unos oscuros hombres que hacían barquillas de cuero. Se trataba de los silurianos, que fueron los primeros en darse el nombre de britanos. ¿Tu familia ha sido inglesa durante tanto tiempo?
– Lo ignoro.
– Pero tú también hablas correctamente nuestra lengua -dijo Adolescentoli, suave como la seda.
Rob le habló de su encuentro con Merlín, mencionando únicamente que habían hablado de los estudios de medicina.
– ¿También vos estudiasteis con el gran medico persa en Ispahán?
Adolescentoli meneó la cabeza.
– Yo asistí a la universidad de Bagdad, una escuela de medicina más importante, con una biblioteca y un cuerpo facultativo mucho más grande. Claro que nosotros no teníamos a Avicena, al que llaman Ibn Sina.
Hablaron de sus aprendices. Tres eran judíos de Francia y el cuarto, un judío de Salerno.
– Mis aprendices me han elegido antes que a Avicena o a cualquier otro árabe -señaló con orgullo-. No cuentan con una biblioteca como la de los estudiantes de Bagdad, pero poseo la enciclopedia que enumera los remedios según el método de Alejandro de Tralles y nos enseña a preparar bálsamos, cataplasmas y emplastos. Se les pide que lo estudien con gran atención lo mismo que algunos escritos latinos de Pablo de Egina y ciertas obras de Plinio. Y antes de concluir el aprendizaje deben saber hacer una flebotomía, una cauterización, incisiones de las arterias y abatimientos de cataratas.
Rob experimentó un ansia arrolladora, no distinta a la emoción de un hombre que contempla a una mujer a la que instantáneamente desea.
– He venido a pediros que me aceptéis como aprendiz.
Adolescentoli inclinó la cabeza.
– Sospechaba que por eso estabas aquí. Pero no te aceptaré.
– ¿No puedo persuadiros de ninguna manera?
– No. Debes buscar como maestro a un medico cristiano o seguir siendo barbero -dijo Adolescentoli, no con crueldad pero sí con firmeza.
Quizá sus razones eran las mismas de Merlín, pero Rob nunca las conocería, porque el médico no dijo una sola palabra más. Se levantó, lo acompañó a la puerta e inclinó la cabeza sin el menor interés, cuando Rob abandonó el dispensario.
Dos ciudades más allá, en Devizes, montó el espectáculo y por primera vez desde que dominaba el arte se le cayó una pelota durante los juegos malabares. La gente rió de sus chistes y compró la medicina. Poco después pasó tras su biombo un joven pescador de Bristol, que rondaba su edad y que orinaba sangre, además de haber perdido casi toda la carne de su cuerpo, dijo a Rob que se estaba muriendo.
– ¿No puedes hacer nada por mí?
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rob, serenamente.
– Hamer.
– Quizá tengas una buba en las tripas, Hamer. Pero no estoy del todo seguro. No se cómo curarte ni como aliviar tu dolor. -Barber le habría vendido unos cuantos frascos del curalotodo-. Esto es sobre todo alcohol comprado barato y por barriles -explicó, sin saber por qué.
Nunca le había dicho algo semejante a un paciente. El pescador le dio las gracias y se fue.
Adolescentoli o Merlín habrían sabido hacer algo más por él, se dijo Rob amargamente. "¡Bastardos timoratos -pensó-, negarse a enseñarme mientras el maldito Caballero Negro sonríe!”
Esa noche se vio atrapado por una repentina tormenta, con feroces vientos y aguaceros. Era el segundo día de septiembre, o sea pronto para que cayeran tales lluvias, pero reinaban la humedad y el frío. Se abrió camino hasta el único albergue, la posada de Devizes, atando las riendas de Caballo al tronco de un gran roble del patio. Una vez dentro, descubrió que muchos lo habían precedido. Hasta el ultimo trozo de pavimento estaba ocupado.
En un rincón oscuro estaba acurrucado un hombre fatigado, que rodeaba con sus brazos un abultado paquete de los que suelen usar los mercaderes para llevar sus mercancías. De no haber estado en Malmesbury, Rob lo habría mirado por segunda vez, pero ahora sabía, por el caftán negro y gorra de cuero puntiaguda, que era judío.
– En una noche como esta fue asesinado nuestro Señor -dijo Rob en voz alta.
Las conversaciones en la posada menguaron a medida que hablaba de la religión, porque a los viajeros les gustan las historias y las diversiones. Alguien acercó una jarra. Cuando contó que el populacho había negado que Jesús el Rey de los judíos, el hombre acurrucado pareció encogerse.
Al llegar Rob al episodio del Calvario, el judío había cogido su paquete y se había escabullido hacia la noche y la tormenta. Rob interrumpió la historia y ocupó su lugar en el abrigado rincón.
Pero no encontró más placer en alejar al mercader que el que había encontrado dándole a beber la Serie Especial a Barber. El dormitorio común en la posada estaba cargado del tufo que despedían la ropa húmeda y los trapos sin lavar, y poco después sintió náuseas. Aun antes de que dejara de llover, salió a la intemperie, en busca de su carromato y sus animales.
Condujo a la yegua hasta un claro cercano y la desenganchó. En el carro había astillas secas y se las arregló para encender el fuego. Señora Buffington demasiado joven para criar, pero quizá ya exudaba aroma femenino, porque más allá de las sombras proyectadas por el fuego, maullaba un gato. Rob arrojó un palo para alejarlo y la gata blanca se frotó contra su cuerpo.
– Somos una estupenda pareja de solitarios -dijo Rob.
Aunque tardara la vida entera, investigaría hasta encontrar un médico con el que pudiera aprender, decidió.
En cuanto a los judíos, sólo había hablado con dos doctores. Tenía que haber muchos más.
– Quizá alguno me tome de aprendiz si finjo ser judío -comentó con la señora Buffington.
Y así empezó todo. Como algo menos que un sueño…, una fantasía durante una charla ociosa. Sabía que no podía ser un judío lo bastante convincente como para sufrir el escrutinio cotidiano de un maestro judío.
Sin embargo, se sentó ante el fuego y contempló las llamas, y la fantasía adquirió forma. La gata le ofreció su panza sedosa.
– ¿No podría ser lo bastante judío para satisfacer a los musulmanes -preguntó Rob a la gata, a sí mismo y a Dios.
¿Lo bastante para estudiar con “el medico más grande del mundo”?
Estupefacto por la enormidad de lo que acababa de pensar, dejó caer a Señora Buffington, que de un salto se metió en el carromato. Volvió al instante, arrastrando algo que parecía un animal peludo. Era la barba postiza que Rob había utilizado para representar la farsa del viejo. La recogió. Si podía ser un anciano para Barber, se preguntó, ¿por qué no podía ser un hebreo? Podía imitar al mercader de la posada de Devizes y a otros y…
– ¡Me convertiré en un falso judío! -gritó.
Fue una suerte que no pasara nadie y lo oyera hablar en voz alta y seriamente con una gata, pues lo habrían catalogado como un hechicero que habla con su súcubo. No temía a la Iglesia.
– Me cago en los sacerdotes que roban niños -informó a la gata.
Se podía dejar crecer barbas de judío, y ya tenía el pito que correspondía.
Le diría a la gente que, al igual que los hijos de Merlín, había crecido al lado de su pueblo e ignorante de su lengua y sus costumbres.
¡Se abriría camino hasta Persia!
¡Él tocaría el borde de la vestimenta de Ibn Sina!
Se sentía exaltado y aterrado, avergonzado de ser un adulto tan tembloroso. Fue algo semejante al momento en que supo que iría más allá de South por primera vez.
Decían que ellos estaban en todas partes, ¡condenados sean! En el viaje cultivaría su amistad y estudiaría sus costumbres. Cuando llegara a Ispahán estaría listo para hacer de judío, Ibn Sina lo acogería y compartiría con él los preciosos secretos de la escuela árabe.