TERCERA PARTE

ISPAHÁN

LA ULTIMA ETAPA

Pese a las apariencias, todavía se sentía Rob J. Cole cuando ese mediodía fue al caravasar. Estaba en proceso de organización una gran caravana a Jerusalén, y el inmenso espacio abierto era un confuso torbellino de conductores con camellos y asnos cargados, hombres que intentaban poner sus carros en fila, jinetes peligrosamente apiñados, mientras las bestias dejaban oír sus protestas y los apresurados viajeros vociferaban contra los animales y se insultaban unos a otros. Una partida de caballeros normandos se había apropiado del único lugar sombreado, en el lado norte de los almacenes, donde ganduleaban echados en el suelo y lanzaban sus insultos de borrachos a todo el que pasaba. Rob J. no sabía si eran los mismos que habían asesinado a Señora Buffington, pero podían serlo y los evitó con repugnancia.

Se sentó en un fardo de alfombras de oración y observó al jefe de caravanas. El kervanhashi era un robusto judío turco que usaba un turbante negro sobre un pelo entrecano que aún revelaba huellas de su anterior color rojo.

Simón le había dicho que ese hombre, de nombre Zevi, podía ser inestimable para ayudarlo a ultimar un viaje seguro. Por cierto, todos se acobardaban ante él.

– ¡Maldito seas! -rugió Zevi a un desafortunado conductor-. ¡Fuera de este lugar, torpe! Saca de aquí a tus animales. ¿Acaso no has de seguir a los tratantes de ganado del mar Negro? ¿No te lo he dicho dos veces? ¿Ni siquiera recuerdas cuál es tu lugar en la línea de marcha, desgraciado?

A Rob le parecía que Zevi estaba en todas partes, dirimiendo disputas entre mercaderes y transportistas, conferenciando con el amo de la caravana acerca de la ruta, verificando conocimientos de embarque.

Mientras Rob lo observaba todo, un persa se le acercó de puntillas: un hombre menudo, flaco y con las mejillas hundidas. A juzgar por su barba, de la que todavía colgaban restos de comida, era evidente que aquella mañana se había desayunado con gachas de mijo. Usaba un sucio turbante anaranjado excesivamente pequeño para su cabeza.

– ¿Adónde te diriges, hebreo?

– Espero salir pronto hacía Ispahán.

– ¡Ah, Persia! ¿Quieres un guía, effendi? Porque debes saber que yo nací en Qum, a una cacería de ciervos de distancia de Ispahán, y conozco todas las piedras y los arbustos a lo largo del camino.

Rob vaciló.

– Todos los demás te llevarán por la ruta larga y difícil, bordeando la costa. Luego te harán cruzar las montañas persas. Lo hacen para evitar el camino más corto, a través del Gran Desierto de Sal, porque lo temen. Pero yo puedo hacerte cruzar directamente el desierto hasta el agua, eludiendo a los ladrones.

Rob se sintió tentado a aceptar y partir de inmediato, recordando los buenos servicios prestados por Charbonneau. Pero había algo furtivo en ese hombre, y finalmente meneó la cabeza. El persa se encogió de hombros.

– Si cambias de idea, amo, recuerda que soy una ganga como guía; muy barato.

Poco después, uno de los linajudos peregrinos franceses pasó junto al fardo en el que Rob estaba sentado, tropezó y cayó contra él.

– ¡Mierda! -dijo y escupió-. ¡Judío de mierda!

A Rob se le subieron los colores a la cara y se levantó. Vio que el normando llevaba la mano a su espada. Imprevistamente, Zevi cayó sobre ellos.

– ¡Mil perdones, señor mío, mil perdones! Yo me ocuparé de este -dijo y empujó al atónito Rob.

Una vez lejos, Rob oyó el matraqueo de palabras que salían de labios de Zevi y meneó la cabeza.

– No hablo bien la Lengua. Y tampoco necesitaba tu ayuda con el francés -dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras en parsi.

– ¿De veras? Ya estarías muerto, joven buey.

– Era asunto mío.

– ¡No, nada de eso! En un lugar plagado de musulmanes y cristianos borrachos, matar a un sólo judío sería como comer un sólo dátil. Habrían matado a muchos de nosotros y, por lo tanto, era asunto mío. -Zevi lo miró echando chispas por los ojos-. ¿Qué clase de Yahud es el que habla persa como un camello, no entiende su propia Lengua y busca pendencia? ¿Cómo te llamas y de dónde eres?

– Soy Jesse, hijo de Benjamín. Un judío de Leeds.

– ¿Dónde cuernos está Leeds?

– Inglaterra.

– ¿Un Inghiliz? -dijo Zevi-. Nunca había visto a un judío Inghiliz.

– Éramos pocos y estábamos dispersos. Allá no hay comunidad. Ni rabbennu, ni shohet, ni mashgah. Ni casa de estudios ni sinagoga, de modo que rara vez oímos la Lengua. Por eso sé tan poco.

– Es una desgracia criar a los hijos en un lugar en el que no sienten a su propio Dios ni oyen su propio idioma. -Zevi suspiró-. Con frecuencia es difícil ser judío.

Cuando Rob le preguntó si conocía una caravana numerosa y protegida con destino a Ispahán, negó con la cabeza.

– Me abordó un guía -dijo Rob.

– ¿Un cagajón persa con turbante pequeño y barba repulsiva? -Zevi bufó-. Ese te llevaría directamente a las manos de los malhechores. Quedarías tendido en el desierto con el pescuezo abierto y tus pertenencias robadas. No; será mejor que salgas en una caravana de los nuestros. -Reflexionó un buen rato-. Reb Lonzano -dijo finalmente.

– ¿Reb Lonzano?

Zevi asintió.

– Sí, posiblemente Reb Lonzano sea la respuesta. -No muy lejos se produjo un altercado entre boyeros y alguien gritó su nombre. Zevi hizo una mueca-. ¡Esos hijos de camellos, esos chacales inmundos! Ahora no tengo tiempo; pero vuelve después de que haya salido esta caravana. Ve a mi oficina por la tarde, en la cabaña de atrás del hospital principal. Entonces decidiremos todo.

Volvió horas más tarde y encontró a Zevi en la cabaña que le servía de refugio en el caravasar. Con él había tres judíos.

– Este es Lonzano ben Ezra -dijo a Rob.

Reb Lonzano, un hombre de edad mediana y el mayor de los tres, era evidentemente el jefe de la partida. Tenía pelo y barba castaños que aún no habían encanecido, pero cualquier indicio de juventud en él quedaba descartado por su cara arrugada y sus ojos de mirada grave.

Loeb ben Kohen y Aryeh Askari eran unos diez años más jóvenes que Lonzano. Loeb era alto y desgarbado; Aryeh, más corpulento y de hombros cuadrados. Ambos tenían el cutis oscuro y curtido de los mercaderes viajeros, pero mantuvieron una actitud neutra, aguardando el veredicto de Lonzano.

– Son negociantes que vuelven a su hogar de Masqat, al otro lado del golfo Pérsico -dijo Zevi, y volviéndose hacia Lonzano prosiguió en tono severo-: A este lamentable ser lo han educado como un goy ignorante, en una remota tierra cristiana, y necesita que le demuestren que los judíos saben ser amables con los judíos.

– ¿Qué negocios tienes en Ispahán, Jesse ben Benjamín? -preguntó Reb Lonzano.

– Voy a estudiar para hacerme médico.

Lonzano movió la cabeza afirmativamente.

– La madraza de Ispahán. Reb Mirdin Askari, primo de Reb Aryeh, estudia medicina allí.

Rob se inclinó ansioso y lo habría bombardeado a preguntas, pero Reb Lonzano no estaba dispuesto a dejarse desviar del tema principal.

– ¿Eres solvente y estás en condiciones de pagar una parte justa de los gastos del viaje?

– Sí.

– ¿Estás dispuesto a compartir los trabajos y las responsabilidades en el camino?

– Más que dispuesto. ¿En qué comercias, Reb Lonzano?

Lonzano frunció el entrecejo. Evidentemente, consideraba que la entrevista debía ser dirigida por él y no al contrario.

– Perlas -respondió a regañadientes.

– ¿Hasta qué punto es nutrida la caravana en que viajas?

Lonzano permitió que un íntimo asomo de sonrisa le torciera la comisura de los labios.

– Nosotros mismos formamos la caravana.

Rob estaba confundido y se dirigió a Zevi.

– ¿Cómo pueden tres hombres ofrecerme protección de los bandidos y de otros peligros?

– Óyeme bien -dijo Zevi-. Estos tres son judíos ambulantes. Saben cuándo deben aventurarse y cuándo no. Cuándo deben esconderse. Cuándo buscar protección o ayuda en cualquier lugar a lo largo del camino. -volvió hacia Lonzano-. ¿Qué dices tú, amigo? ¿Lo llevarás o no?

Reb Lonzano miró a sus dos compañeros. Ellos guardaban silencio, y sus impenetrables expresiones no cambiaron, pero debieron de transmitirle algo porque cuando volvió a mirar a Rob, Lonzano asintió.

– De acuerdo; te damos la bienvenida. Zarparemos al amanecer desde un muelle del Bósforo.

– Allí estaré con mi caballo y mi carro.

Aryeh refunfuñó y Loeb suspiró.

– Ni caballo ni carro -sentenció Lonzano-. Navegaremos por el Mar Negro en embarcaciones pequeñas, con el fin de ahorrarnos un viaje largo y peligroso por tierra.

Zevi apoyó su manaza en la rodilla de Rob.

– Si están dispuestos a llevarte, es una oportunidad excelente. Vende el caballo y el carro.

Rob tomó una decisión inmediata y asintió.

– ¡Mazel! -dijo Zevi con serena satisfacción, y escanció vino tinto para formalizar el trato.

Desde el caravasar fue directamente al establo. Ghiz resolló al verlo.

– ¿Eres Yahud?

– Soy Yahud.

Ghiz asintió temeroso, convencido de que aquel mago era un djnni que podía alterar su identidad a voluntad.

– He cambiado de idea: te venderé el carro.

El persa le hizo una oferta miserable, apenas una fracción del valor carromato.

– No; me pagarás un precio justo.

– Puedes quedarte con tu endeble carro. Pero si quieres venderme la yegua…

– La yegua te la regalo.

Ghiz entrecerró los ojos, tratando de ver por dónde venía el peligro.

– Tienes que pagarme un precio justo por el carro, pero te regalo la yegua.

Se acercó a Caballo y le frotó el hocico por última vez, agradeciéndole en silencio los fieles servicios prestados.

– Hay algo que siempre debes tener en cuenta. Este animal trabaja con buena voluntad, pero debe estar bien y regularmente alimentado, y siempre limpio para que no le salgan llagas. Si cuando vuelvo está sano, nada te ocurrirá. Pero si lo has maltratado…

Sostuvo la mirada de Ghiz, que palideció y desvió la vista.

– La trataré bien, hebreo. ¡La tratare muy bien!

El carromato había sido su único hogar durante muchos años. Además, era como decirle adiós al último recuerdo de Barber.

Tuvo que dejar también la mayor parte de su contenido, lo que resultó una ganga para Ghiz. Rob cogió su instrumental quirúrgico y un surtido de hierbas medicinales; la cajita de pino para los saltamontes, con la tapa perforada; sus armas y unas pocas cosas más.

Pensó que había sido moderado, pero a la mañana siguiente, mientras acarreaba un gran saco de paño a través de las calles todavía oscuras, se sintió menos seguro. Llegó al muelle del Bósforo cuando la luz viraba al gris, y Reb Lonzano observó agriamente el bulto que le obligaba a encorvar la espalda.

Cruzaron el estrecho del Bósforo en un teimil, un esquife largo y bajo que era poco más que un tronco de árboles ahuecado, embreado y equipado con un sólo par de remos que accionaba un joven somnoliento. Desembarcaron en la otra orilla, en Uskudar, una población de chozas agrupadas junto al muelle, cuyos amarraderos estaban atestados de embarcaciones de todo tipo y tamaño. Rob se enteró, con gran consternación, que les esperaba una hora de caminata hasta la pequeña bahía donde anclaba la barca que los llevaría a través del Bósforo y luego costearía el mar Negro. Cargó sobre los hombros el pesado bulto y siguió a los otros tres.

De inmediato, se encontró andando al lado de Lonzano.

– Zevi me contó lo que ocurrió entre tú y el normando en el caravasar. No debes dar rienda suelta a tu temperamento si no quieres ponernos en peligro a todos.

– Sí, Reb Lonzano.

Exhaló un profundo suspiro cuando desplazó al otro lado el peso del saco.

– ¿Ocurre algo, Inghiltz?

Rob meneó la cabeza. Sosteniendo el bulto sobre el hombro dolorido, y mientras un sudor salado le corría por los ojos, pensó en Zevi y sonrió.

– Ser judío es muy difícil -comentó.

Por último, llegaron a una ensenada desierta y Rob vio, meciéndose en el oleaje, un carguero ancho y achaparrado, con un mástil y tres velas, una grande y dos pequeñas.

– ¿Qué clase de embarcación es esa? -preguntó a Reb Aryeh.

– Una chalana. Una buena embarcación.

– ¡Vamos! -gritó el capitán.

Era Ilias, un griego rubio y feúcho, con la tez bronceada por el sol y una cara en la que una sonrisa con pocos dientes exhibía su blancura. Rob pensó que era un comerciante insensato, pues a bordo aguardaban nueve esperpentos con la cabeza afeitada, sin cejas ni pestañas.

Lonzano gruñó.

– Derviches, monjes errantes musulmanes.

Sus capuchas eran harapos mugrientos. Del cordón atado alrededor de la cintura de cada uno, colgaban un jarro y una honda. Todos tenían en el centro de la frente una marca redonda y oscura semejante a un callo costroso; más adelante, Reb Lonzano le contó a Rob que esa marca era el zabiba, corriente entre los musulmanes devotos que apretaban la cabeza contra el suelo durante la oración, cinco veces por día.

Uno de ellos, probablemente el jefe, se llevó las manos al pecho y se inclinó ante los judíos.

– Salaam.

Lonzano devolvió el saludo con la correspondiente inclinación.

– Salaam aleikhem.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó el griego.

Vadearon hacia la acogedora frescura de la rompiente, donde la tripulación, compuesta por dos jóvenes con taparrabos, esperaba para ayudarlos a subir la escala de cuerda de la chalana, de escaso calado. No había cubierta ni estructura; sólo un espacio abierto ocupado por el cargamento de madera, resina y sal. Como Ilias insistió en que dejaran un pasillo central para que la tripulación pudiera manipular las velas, quedaba muy poco espacio para los pasajeros, y después de estibar sus bultos, judíos y musulmanes se vieron apretujados como arenques en salmuera.

Mientras levaban las dos anclas, los derviches comenzaron a aullar. Su jefe, que se llamaba Dedeh, tenía la cara envejecida y, además del zabiba, lucía tres marcas oscuras en la frente que semejaban quemaduras. Echó hacia atrás la cabeza y gritó a los cielos:

– Allah Ek-beeer.

El sonido alargado pareció quedar suspendido sobre el mar.

– La ilah illallah -coreó su congregación de discípulos.

– Allah Ek-beeer -La chalana derivó a la altura de la costa, encontró el viento con mucha ondulación de sus velas, y avanzó en derechura al este.

Rob estaba atascado entre Reb Lonzano y un derviche joven, muy flaco, con una sola quemadura en la frente. Poco después, el joven musulmán le sonrió y, hundiendo la mano en su bolsa, sacó cuatro trozos de pan seco, que distribuyó entre los judíos.

– Dale las gracias en mi nombre -dijo Rob-; yo no quiero.

– Tenemos que comerlo -objetó Lonzano-. De lo contrario, los ofenderemos gravemente.

– Está hecho con harina noble -aclaró tranquilamente el derviche, en persa-. Es un pan inmejorable.

Lonzano miró airado a Rob, sin duda enfadado porque no hablaba la Lengua. El joven derviche los observó comer pan, que sabía a sudor solidificado.

– Yo soy Melek abu Ishak -se presentó el derviche.

– Yo soy Jesse ben Benjamín.

El derviche asintió y cerro los ojos. En breve estaba roncando, lo que Rob consideró una muestra de sensatez, porque viajar en chalana era sumamente aburrido. Ni la vista del mar ni el paisaje terrestre cercano parecían cambiar. No obstante, tenía cosas en que pensar. Cuando preguntó a Ilias por qué no se despegaban de la línea de la costa, el griego sonrió.

– No pueden venir a cogernos en aguas poco profundas -explicó.

Rob siguió con la vista el dedo índice de Ilias y vio, a lo lejos, unas nubes de orillas blancas que, en realidad, eran las grandes velas de un barco.

– Piratas -dijo el griego-. Quizá albergan la esperanza de que el viento nos arrastre a alta mar, y en este caso nos matarían y se llevarían mi cargamento y vuestro dinero.

A medida que el sol se elevaba, un hedor a cuerpos que no se lavaban desde hacía tiempo comenzó a dominar la atmósfera en torno a la embarcación. Por lo general, lo disipaba la brisa marina, pero cuando no era así, resultaba muy desagradable. Rob decidió que emanaba de los derviches, y trató de apartarse de Melek abu Ishak, pero no había lugar. Sin embargo, el viajar con musulmanes tenía sus ventajas, porque cinco veces diarias Ilias atracaba para permitir que se postraran en dirección a la Meca. Estos intervalos representaban otras tantas oportunidades para que los judíos comieran deprisa en tierra o se ocultaran detrás de los arbustos y las dunas a fin de aliviar intestinos y vejigas.

Hacía tiempo que su piel inglesa se había bronceado en los caminos, pero ahora sentía que el sol y la sal la transformaban en cuero. Al caer la noche fue una bendición la ausencia de sol, pero pronto el sueño desvió de su posición perpendicular a los que iban sentados, y se vio atrapado entre los pesos muertos de un Melek ruidoso y adormecido, a la derecha, y un Lonzano inconsciente a la izquierda. Cuando no soportó más, apeló a los codos y recibió fervientes imprecaciones de ambos lados.

Los judíos oraban en la embarcación. Todas las mañanas Rob se ponía su tefillín cuando lo hacían los otros, y enroscaba la tira de cuero alrededor de su brazo izquierdo tal como había practicado con la cuerda en el establo de Tryavna. Envolvía la cuerda alrededor de un dedo sí y otro no, inclinaba la cabeza sobre su regazo y albergaba la esperanza de que nadie notara que no sabía lo que estaba haciendo.

Entre desembarco y desembarco, Dedeh dirigía las oraciones a bordo:

– ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande!

– ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios! ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios!

– ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios! ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios!

Eran derviches de la orden de Selman, el barbero del Profeta, juramentados para observar de por vida pobreza y piedad, según informó Melek a Rob. Los harapos que usaban significaban la renuncia a los lujos de este mundo. Lavarlos significaría abjurar de su fe, lo que explicaba el hedor. Llevar todo el vello del cuerpo afeitado simbolizaba que se quitaban el vello existente entre Dios y sus siervos. Los jarros que llevaban colgados de la cintura eran señal del profundo pozo de meditación, y las hondas estaban destinadas a ahuyentar al diablo. Las quemaduras en la frente eran de utilidad en la penitencia, y ofrecían trozos de pan a los desconocidos porque Gabriel había llevado pan a Adán en el Paraíso.

Estaban haciendo un zaret, un peregrinaje a los sagrados sepulcros de La Meca.

– ¿Por qué vosotros os atáis cuero alrededor de los brazos por la mañana? -le preguntó Melek.

– Por mandamiento del Señor -dijo y le contó a Melek cómo había sido dada la orden en el Libro del Deuteronomio.

– ¿Por qué os cubrís los hombros con chales cuando rezáis, aunque no siempre?

Rob conocía muy pocas respuestas; sólo había adquirido conocimientos superficiales durante su observación de los judíos de Tryavna. Luchó por ocultar la angustia de que lo interrogaran.

– Porque el Inefable, Bendito sea, nos ha instruido que así debemos hacerlo -respondió con tono grave. Melek asintió y sonrió.

Cuando Rob se volvió, notó que Reb Lonzano lo estudiaba con sus ojos de párpados pesados.

Los dos primeros días, el tiempo se mantuvo tranquilo y agradable, pero al tercero el viento refrescó y levantó mar gruesa. Ilias mantuvo diestramente la chalana entre los peligros de la nave pirata y el embate de la rompiente. Al atardecer, una figuras lisas y oscuras asomaron entre las aguas de color sangre, curvando y zambullendo su cuerpo alrededor y por debajo de la embarcación. Rob se estremeció y conoció el auténtico miedo, pero Ilias rió y le dijo que eran marsopas, unos seres inofensivos y juguetones.

Al amanecer, la marejada subía y caía en escarpadas vertientes, y el mareo volvió a Rob como un viejo amigo. Su vomitera resultó contagiosa incluso para los endurecidos marineros, y poco después la embarcación era un tumulto de hombres mareados y jadeantes que oraban a Dios en una variedad de idiomas, rogándole que pusiera fin a su desdicha.

En el peor momento, Rob suplicó que lo abandonaran en tierra, pero Reb Lonzano meneó la cabeza.

– Ilias ya no se detendrá para permitir que los musulmanes recen en tierra, porque aquí hay tribus turcomanas -dijo-. Al extranjero que no matan lo convierten en esclavo, y en cada una de sus tiendas hay uno o dos desgraciados maltratados y encadenados a perpetuidad.

Lonzano contó la historia de su primo, que con dos hijos robustos había intentado llevar una caravana de trigo a Persia.

– Los cogieron. Fueron atados y enterrados hasta el cuello en su propio trigo y los dejaron morir de hambre, que no es una buena muerte. Finalmente, los turcomanos vendieron los cadáveres descompuestos a nuestra familia, para que les diéramos sepultura según el rito judío.

Así pues, Rob se quedó en la embarcación y, de este modo, como una serie de años nefastos, pasaron cuatro días interminables.

Siete días después de haber dejado Constantinopla, Ilias maniobró la chalana hasta un diminuto puerto a cuyo alrededor había unas cuarenta casas apiñadas, algunas de ellas con estructuras de madera desvencijada, pero en su mayoría de adobe. Era un puerto de aspecto inhóspito, pero no para Rob, que siempre recordaría con gratitud la ciudad de Rize.

– ¡Imshallah! ¡Imshallah! -exclamaron los derviches cuando la barca tocó el muelle.

Reb Lonzano recitó una bendición. Con el cutis oscurecido, el cuerpo más delgado y el vientre cóncavo, Rob saltó de la embarcación y caminó con gran cuidado por la tierra ondulada, alejándose del odiado mar.

Dedeh se inclinó ante Lozano, Melek parpadeó ante Rob y sonrió, y los derviches siguieron su camino.

– Vamos -dijo Lonzano.

Los judíos echaron a andar con paso pesado, como si supieran adónde iban. Rize era un lugar lamentable. Unos perros amarillos salieron corriendo y les ladraron. Se cruzaron con unos niños que reían tontamente y tenían los ojos ulcerados; una mujer desaseada que cocinaba algo en un fuego al aire libre; dos hombres dormían a la sombra, tan próximos como amantes. Un viejo escupió al verlos pasar.

– Su principal negocio consiste en la venta de ganado a la gente que llega por mar y sigue el viaje a través de las montañas -explicó Lonzano-. Loeb tiene un conocimiento perfecto de las bestias y comprará para todos.

Rob dio dinero a Loeb. Poco después, llegaron a una pequeña choza, junto a un gran redil en el que había burros y mulas. El tratante era un hombre de ojos desviados hacia los lados. Le faltaban el tercero y cuarto dedos de la mano izquierda, y si bien el que se los cortó había hecho una chapuza grotesca, sus muñones fueron útiles como ganchos de tracción cuando separó los animales para que Loeb los inspeccionara.

Loeb no regateó ni mostró remilgos. A menudo miraba un instante y de soslayo un animal. A veces se detenía para examinar ojos, dentaduras, cruces y corvejones. Propuso comprar una sola de las mulas, y el vendedor protestó ante su oferta.

– ¡No es suficiente! -exclamó indignado, pero cuando Loeb se encogió de hombros y comenzó a alejarse, el hombre lo detuvo y aceptó su dinero.

Compraron tres animales a otro comerciante. El tercero al que visitaron echó una larga mirada a las bestias que conducían y asintió lentamente. Separó animales de su redil para ellos.

– Cada uno conoce el ganado de los demás y este ha visto que Loeb sólo acepta lo mejor -dijo Aryeh.

Poco después, cada uno de los cuatro miembros de la partida judía tenía un burrito resistente para montar, y una mula fuerte como animal de carga.

Lonzano dijo que si todo iba bien sólo faltaba un mes de viaje hasta Ispahán, y Rob cobró nuevas fuerzas. Tardaron un día en atravesar la llanura costera y tres en cruzar unas estribaciones montañosas. Después escalaron macizos más elevados. A Rob le gustaban las montañas, pero aquellas culminaban en picos áridos y rocosos, escasamente poblados de vegetación.

– Se debe a que la mayor parte del año no hay agua -explicó Lonzano-. En primavera se producen graves inundaciones, y el resto del tiempo hay sequía. Si vemos un lago, probablemente será de agua salada, pero nosotros sabemos dónde encontrar la potable.

Por la mañana rezaron. Después, Aryeh escupió y miró desdeñosamente a Rob.

– No sabes una mierda. Eres un estúpido goy.

– Tú eres el estúpido y te expresas como un cerdo -regañó Lonzano a Aryeh.

– ¡Ni siquiera sabe ponerse el tefillín! -dijo Aryeh con tono malhumorado.

– Se ha criado entre extranjeros, y si no sabe, esta es nuestra oportunidad de enseñarle. Yo, Reb Lonzano ben Ezra ah-Levi de Masqat, le transmitiré algunas costumbres de su pueblo.

Lonzano enseñó a Rob a ponerse correctamente las filacterias. El cuero se arrollaba tres veces alrededor del brazo, formando la letra hebrea shin, y luego se envolvía siete veces por el antebrazo, descendía a través de la palma y alrededor de los dedos, de manera que dibujaba otras dos letras, dalet y yud, componiendo así la palabra shaddai, uno de los siete Nombres Impronunciables.

Simultáneamente se decían oraciones, entre ellas un pasaje de Oseas, 2: 21-22: Y te desposaré conmigo para siempre en juicio y justicia, y misericordia, y miseraciones. Y te desposaré conmigo en fe, y conocerás al Señor.

Al repetirlas, Rob se echó a temblar, pues había prometido a Jesús que a pesar de mostrar la apariencia exterior de un judío, le seguiría siendo fiel.

Entonces recordó que Cristo había sido judío y que, sin duda, a lo largo de su vida se había puesto miles de veces las filacterias mientras decía esas mismas oraciones. Así se aliviaron su corazón y su miedo, y repitió las palabras que decía Lonzano mientras las tiras que rodeaban su brazo le enrojecieron la mano de una manera sumamente interesante, pues eso indicaba que la sangre había quedado bloqueada en los dedos por las ceñidas ataduras, y se encontró preguntándose de dónde venía la sangre, y adónde iría desde la mano cuando se quitara la tira de cuero.

– Algo más -dijo Lonzano mientras desenrollaban las filacterias-. No debes descuidar la búsqueda de la guía divina porque no sepas la Lengua. Está escrito que si una persona no puede decir una súplica prescrita, debe al menos pensar en el Todopoderoso. Eso también es rezar.

No eran unas figuras garbosas, pues si un hombre no es bajo, existe cierta desproporción cuando monta un asno. Los pies de Rob apenas se separaban del suelo, pero el burro soportaba fácilmente su peso durante largas distancias, y era una bestia ágil, perfectamente idónea para subir y bajar montanas.

A Rob no le gustaba el ritmo de Lonzano, que llevaba una fusta de espinos con la que constantemente golpeaba los flancos de su burro.

– ¿Para qué ir tan rápido? -refunfuñó finalmente, pero Lonzano no se molestó en volverse.

Fue Loeb quien respondió:

– En los alrededores vive una gentuza capaz de matar a cualquier viajero, y detesta especialmente a los judíos.

Conocían de memoria la ruta. Rob no sabía nada del camino, y si les ocurría algún percance a los otros tres, era dudoso que él sobreviviera en aquel entorno desolado y hostil. La senda subía y bajaba precipitadamente, serpenteando entre los oscuros y amenazadores picos del este de Turquía.

Entrada la tarde del quinto día, llegaron a un pequeño cauce que jugueteaba caprichosamente entre márgenes contorneadas de rocas.

– El río Coruh -informó Aryeh.

Casi no había agua en la bota de Rob, pero Aryeh movió la cabeza negativamente cuando lo vio dirigirse al río.

– Es agua salada -advirtió en tono cáustico, como si Rob tuviera la obligación de saberlo.

Siguieron cabalgando. Al doblar un recodo, al atardecer, vieron a un zagal que apacentaba cabras. El pastorcillo dio un salto y se alejó en cuanto los vio.

– ¿No deberíamos perseguirlo? -preguntó Rob-. Tal vez haya salido corriendo para informar a los bandidos de que estamos aquí.

Lonzano lo miró y sonrió. Rob notó que la tensión había desaparecido de su rostro.

– Era un niño judío. Estamos llegando a Bayburt.

La aldea tenía menos de cien habitantes, y aproximadamente la tercera parte eran judíos. Vivían protegidos por un muro alto y difícilmente expugnable, construido en la ladera de la montaña. Cuando llegaron a la puerta, la hallaron abierta. En cuanto la hubieron traspuesto, se cerró a cal y canto a sus espaldas, y al desmontar encontraron seguridad y hospitalidad en el barrio judío.

– Shalom -saludo el rabbenu de Bayburt, sin sorpresa.

Era un hombre menudo, que habría formado un conjunto perfectamente armonioso a horcajadas de un burro. Su barba era espesa y tenía una expresión melancólica alrededor de la boca.

– Shalom aleikhum -dijo Lonzano.

En Tryavna habían hablado a Rob del sistema judío de viajes, pero ahora lo vio con ojos de participante. Unos chicos se llevaron los animales para atenderlos, otros recogieron sus botas para lavarlas y llenarlas de agua dulce del pozo del lugar. Las mujeres les dieron trapos húmedos para que pudieran lavarse, y luego les sirvieron pan fresco, sopa y vino antes de que fueran a la sinagoga, a reunirse con los hombres del pueblo para el maariu. Después de las oraciones se sentaron con el rabbenu y algunas autoridades.

– Conozco tu cara, ¿no? -preguntó el rabbenu a Lonzano.

– He disfrutado anteriormente de vuestra hospitalidad. Estuve aquí hace seis años con mi hermano Abraham y nuestro padre, bendita sea su memoria, Jeremiah ben Label. Nuestro padre nos dejó hace cuatro años por voluntad del Altísimo, cuando un pequeño rasguño en el brazo se gangrenó y lo envenenó.

El rabbenu asintió y suspiró.

– Que en paz descanse.

Intervino entusiasmado un judío canoso que se rascaba el mentón.

– ¿No me recuerdas? Soy Yosel ben Samuel de Bayburt. Estuve con tu familia en Masqat, hace diez años esta primavera. Llevaba piritas de cobre en una caravana de cuarenta y tres camellos y tu tío… ¿Issachar?, tu tío Issachar le ayudó a venderle las piritas a un fundidor y a obtener un cargamento de esponjas marinas con buenos beneficios para mí.

Lonzano sonrió.

– Mi tío Jehiel. Jehiel ben Issachar.

– ¡Eso es, Jehiel! ¿Goza de buena salud?

– Estaba sano cuando salí de Masqat.

– Bien -dijo el rabbenu-. El camino a Erzurum está controlado por una calamidad de bandidos turcos, que la plaga se los lleve y toda forma de catástrofe siga sus pasos. Asesinan, cobran rescates, hacen lo que les da la gana. Tendréis que eludirlos por una pequeña senda que atraviesa las más altas montañas. No os perderéis porque uno de nuestros jóvenes os guiará.

Así, al día siguiente muy temprano, los animales se desviaron del camino transitado poco después de dejar Bayburt, y siguieron un sendero pedregoso que en algunos lugares era muy angosto, con pendientes cortadas a pico en la ladera de la montaña. El guía los acompañó hasta que regresaron sanos y salvos al camino principal.

La noche siguiente estaban en Karakose, donde sólo había una docena de familias judías, prósperos mercaderes que gozaban de la protección de Ili ul Hamid, un poderoso jefe militar. El castillo de Hamid estaba construido en forma de heptágono, en una elevada montaña que dominaba la aldea. Tenía la apariencia de un galeón de guerra desarbolado y desmantelado.

Subían agua desde la aldea hasta la fortaleza en asnos, y las cisternas siempre estaban llenas en previsión de un asedio. A cambio de la protección de Hamid, los judíos de Karakose tenían el compromiso de mantener llenos de mijo y arroz los almacenes del castillo. Rob y los tres judíos ni siquiera vislumbraron a Hamid, pero abandonaron Karakose de buena gana, pues no deseaban estar un minuto en un sitio donde la seguridad dependía del capricho de un solo hombre poderoso.

Estaban atravesando un territorio muy escabroso y lleno de peligros pero la red viajera funcionaba. Todas las noches renovaban la provisión de agua potable, recibían buena comida y techo, y consejo sobre lo que les esperaba más adelante. Las arrugas de preocupación casi habían desaparecido de la cara de Lonzano. Un viernes por la tarde llegaron a la minúscula aldea montañosa de Igdir y se quedaron un día de más en las casitas de piedra de los judíos, con el propósito de no viajar en sábado. Igdir era un pueblo frutícola y se saciaron, agradecidos, con cerezas negras y membrillo en conserva.

Hasta Aryeh estaba relajado, y Loeb se mostró amable con Rob, al que enseñó un idioma secreto por señas, con el que los judíos mercaderes de Oriente hacían sus negociaciones sin hablar.

– Se comunican con las manos -explicó Loeb-. El dedo recto significa diez; el dedo doblado, cinco. El dedo apretado dejando sólo la punta a vista es uno; toda la mano representa cien, y el puño significa mil.

La mañana que abandonaron Igdir, él y Loeb cabalgaron juntos, regateando en silencio con las manos, cerrando tratos de embarques inexistentes, comprando y vendiendo especias y oro y reinos para pasar el tiempo. La senda era rocosa y difícil.

– No estamos lejos del monte Ararat -dijo Aryeh.

Rob reflexionó acerca de las elevadas y poco airosas cumbres y el terreno marchito.

– ¿Por qué se le ocurriría a Noé abandonar el arca? -preguntó Rob, y Aryeh se encogió de hombros.

En Nazik, la siguiente población, se demoraron. La comunidad estaba construida a lo largo de un gran desfiladero rocoso, donde vivían ochenta y cuatro judíos y treinta veces más anatolios.

– Se celebrará una boda turca en esta aldea -les informó el rabbenu, un anciano delgado, de hombros caídos y ojos penetrantes-. Ya han comenzado las reuniones y su excitación es malsana y despreciable. No nos atrevemos a movernos de nuestro barrio.

Sus anfitriones los mantuvieron encerrados cuatro días en el sector judío. Había comida en abundancia y un buen pozo. Los judíos de Nazik eran simpáticos y afables, y aunque el sol brillaba con crueldad, los viajeros dormían en un fresco granero de piedra, sobre paja limpia. Desde la ciudad llegaba el alboroto de peleas, el jolgorio de las borracheras, el ruido de muebles rotos, y una vez cayó sobre los judíos una granizada de piedras desde el otro lado del muro, pero nadie resultó herido.

Cuatro días más tarde todo estaba sereno, y uno de los hijos del rabbenu se aventuró a salir. Tras las violentas celebraciones, los turcos estaban agotados y dóciles, y a la mañana siguiente Rob abandonó encantado Nazik, con sus tres compañeros de viaje.

Siguió una etapa a campo través, desprovista de colonias judías y de protección. Tres semanas después de dejar atrás Nazik, llegaron a una meseta que embalsaba una gran masa de agua bordeada por un ancho perímetro de barro blanco resquebrajado. Bajaron de sus burros.

– Estamos en Urmiya -dijo Lonzano a Rob-, un lago salado y poco profundo. En primavera, las corrientes de agua arrastran minerales desde las laderas hasta aquí. Pero el lago carece de drenaje, de forma que el sol estival evapora el agua y deja la sal en los bordes. Coge una pizca de sal y póntela en la lengua.

Lo obedeció cautelosamente e hizo una mueca.

Lonzano sonrió.

– Estas paladeando Persia.

Le llevó un momento comprender el significado de esas palabras.

– ¿Estamos en Persia?

– Sí. Esta es la frontera.

Rob se sintió decepcionado. "Tan largo camino para… esto". Lonzano era perspicaz.

– No padezcas; te enamorarás de Ispahán, te lo garantizo. Y ahora volvamos a montar, que todavía debemos cabalgar muchos días.

Pero antes Rob orinó en el lago Urmiya, efectuando así su personal aportación inglesa a la salobridad persa.

Aryeh puso de manifiesto su odio. Cuidaba sus palabras delante de Lonzano y Loeb, pero cuando estos estaban fuera del alcance del oído, sus comentarios a Rob solían ser hirientes. Pero incluso cuando hablaba con los otros dos judíos era, a menudo, menos que simpático.

Rob, más corpulento y más fuerte, a veces tenía que apelar a toda su voluntad para no golpearlo.

Lonzano era perspicaz.

– No debes hacerle caso -advirtió a Rob.

– Aryeh es un…

Rob no sabía cómo se decía cabrón en parsi.

– Ni siquiera en casa Aryeh era muy agradable, pero no tiene alma de viajero. Cuando partimos de Masqat llevaba casado menos de un año, acababa de tener un hijo y no quería irse. Desde entonces está avinagrado -suspiró-. Bien, todos tenemos familia y no es fácil estar lejos de casa, sobre todo en sábado o en un día santo.

– ¿Cuánto hace que salisteis de Masqat? -preguntó Rob.

– Hace ahora veintisiete meses.

– Si la vida de un mercader es tan dura y solitaria, ¿por qué os dedicáis a este trabajo?

Lonzano lo miró.

– Es así como sobrevive un judío.

Rodearon la ribera noreste del lago Urmiya y en breve volvieron a encontrarse escalando montañas altas y peladas. Pernoctaron con los judíos de Tabriz y de Takestan. Rob notó muy pocas diferencias entre la mayoría de esos pueblos y las aldeas que había visto en Turquía. Todas eran tristes poblaciones montañesas levantadas en pedregales, donde la gente dormía a la sombra y las cabras andaban dispersas cerca del pozo comunitario. Kashan era semejante a las demás localidades, pero tenía un león en la entrada.

Un auténtico león, enorme.

– Esta es una bestia famosa, que mide cuarenta y cinco palmos desde el hocico hasta el rabo -dijo Lonzano con orgullo, como si el león fuera suyo-. Lo mató hace veinte años el sha Abdallah, padre del actual soberano. Había hecho estragos en el ganado de estos campos durante siete años, y finalmente Abdallah lo rastreó y le dio muerte. En Kashan se celebra todos los años el aniversario de la cacería.

Ahora el león tenía albaricoques secos en lugar de ojos y un trozo de fieltro rojo en vez de la lengua. Aryeh comentó desdeñosamente que estaba relleno con trapos y hierbas secas. Muchas generaciones de polillas habían comido el pellejo endurecido por el sol hasta llegar al cuero en algunos puntos, pero sus patas parecían columnas y sus dientes seguían siendo los originales, grandes y afilados como cabezas de lanzas, por lo que Rob se estremeció al tocarlos.

– No me gustaría tener un encuentro con él.

Aryeh esbozo su sonrisa de superioridad.

– La mayoría de los hombres pasan toda su vida sin ver un león.

El rabbenu de Kashan era un hombre fornido, de barba y pelo rubios. Se llamaba David ben Sauli el Maestro, y Lonzano dijo que ya tenía fama de erudito pese a su juventud. Era el primer rabbenu que Rob veía con turbante en lugar del tradicional sombrero de cuero judío. Cuando habló, las arrugas de preocupación volvieron a surcar el rostro de Lonzano.

– No es prudente seguir la ruta hacía el sur a través de las montañas -les comunicó el rabbenu-. Hay una nutrida fuerza de seljucíes en vuestro camino.

– ¿Quiénes son los seljucíes? -quiso saber Rob.

– Una nación de pastores que viven en tiendas y no en ciudades o aldeas -aclaró Lonzano-. Asesinos y feroces luchadores. Suelen atacar las tierras que se encuentran a ambos lados de la frontera entre Persia y Turquía.

– No podéis atravesar las montañas -dijo el rabbenu en un tono que denotaba preocupación-. Los soldados seljucíes están más locos que los mismos bandidos.

Lonzano miró a Rob, a Loeb y a Aryeh.

– En ese caso, tenemos dos opciones. Podemos permanecer aquí aguardando que se resuelva por sí sólo el problema de los seljucíes, lo que puede significar muchos meses, tal vez un año. O podemos eludir las montañas y los seljucíes, aproximándonos a Ispahán a través del desierto y luego por el bosque. Nunca he viajado por ese desierto, el Dasht-i-Kavir, pero he cruzado otros y sé que son terribles. -Se volvió hacía el rabbenu-. ¿Es posible atravesarlo?

– No deberíais hacerlo. Que Dios no lo permita -dijo lentamente el rabbenu-. Bastará con que recorráis una parte: un viaje de tres días en dirección este y luego hacia el sur. Sí, no sería la primera vez que alguien sigue esa ruta. Podemos indicaros el camino.

Los cuatro se miraron. Por ultimo, Loeb, el que siempre permanecía callado, interrumpió el sofocante silencio:

– No quiero quedarme aquí un año -dijo, hablando por todos.

Cada uno compró un gran odre de piel de cabra para el agua y lo llenó antes de abandonar Kashan. Una vez lleno era muy pesado.

– ¿Necesitamos tanta agua para tres días? -preguntó Rob.

– A veces ocurren accidentes. Podríamos tener que pasar más tiempo en el desierto -contestó Lonzano-. Y debes compartir el agua con tus bestias, porque llevamos burros y mulas al Dasht-i-Kavir, no camellos.

Un guía de Kashan cabalgó con ellos en un viejo caballo blanco hasta el punto en que una senda casi invisible surgía del camino. El Dasht-i-Kavir comenzaba por un cerro arcilloso, más fácil de transitar que las montañas.

En principio, fueron a buen ritmo y por un rato se sintieron más animados. La naturaleza del terreno se modificaba tan gradualmente que los despistó, pero a mediodía, cuando el sol ardía sin piedad, avanzaban penosamente por arenas profundas, tan finas que los cascos de los animales se hundían. Los cuatro desmontaron, y hombres y bestias se arrastraron con dificultades.

Para Rob era una especie de ensueño, un océano de arena que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la mirada. Algunas veces formaba colinas, como las grandes olas del mar que tanto temía, pero en otros sitios era como las aguas sin relieve de un lago apacible, meramente onduladas por el viento del oeste. No advirtió ninguna señal de vida, ni pájaros en el aire, ni escarabajos o gusanos en la tierra, pero por la tarde pasaron junto a unos huesos blanquecinos amontonados como una pila de leña levantada al azar detrás de una casita inglesa. Lonzano explicó a Rob que los restos de los animales y hombres habían sido reunidos por tribus nómadas y amontonados allí como punto de referencia. Ese hito de pueblos que podían sentirse en su elemento en semejante lugar resultaba perturbador, y procuraron mantener tranquilos a sus animales, sabedores de lo lejos que podía llegar el rebuzno de un burro en el aire inmóvil.

Era un desierto de sal. Algunas veces la arena se curvaba entre marismas de fango salado, como las márgenes del lago Urmiya. Seis horas de marcha los agotaron, y al llegar a una pequeña colina de arena que proyectaba algo de sombra, hombres y bestias se apretujaron para encajar en esa fuente de relativa frescura. Después de una hora en la sombra reanudaron la andadura hasta el crepúsculo.

– Quizá sería mejor que viajáramos de noche y durmiéramos con el calor del día -sugirió Rob.

– No -se apresuró a decir Lonzano-. De joven, crucé una vez el Dasht-i-Lut con mi padre, dos tíos y cuatro primos. Que los muertos descansen en paz. Dasht-i-Lut es un desierto de sal, como este. Decidimos viajar de noche, y pronto tropezamos con dificultades. Durante la temporada calurosa, las ciénagas y lagos salados de la temporada húmeda se secan rápidamente, dejando en algunos lugares una costra en la superficie. Así descubrimos que los hombres y los animales atravesaban esa corteza. A veces había salmuera o arenas movedizas debajo. Es muy peligroso viajar de noche.

No quiso responder a ninguna pregunta sobre su experiencia juvenil en el Dasht-i-Lut y Rob no lo presionó, percibiendo que más valía no tocar ese tema.

Cuando cayó la oscuridad, se sentaron o se tumbaron en la arena salada.

El desierto que los había abrasado durante el día se volvió frío. No tenían con qué encender la lumbre, pero tampoco lo habrían hecho para que no los vieran ojos hostiles. Rob estaba tan cansado, que a pesar de la incomodidades cayó en un sueño profundo hasta las primeras luces.

Le sorprendió que el agua, en apariencia tan abundante en Kashan, se hubiera reducido tanto en el yermo seco. Él se limitaba a dar unos pequeños sorbos con el pan del desayuno y proporcionaba mucha más a sus dos animales. Volcaba sus porciones en el sombrero de cuero, que sostenía mientras las bestias bebían, y disfrutaba con la sensación de ponerse el sombrero húmedo en la cabeza cuando terminaban.

Fue un día de caminata tenaz. Cuando el sol estaba en su punto más alto, Lonzano empezó a entonar un fragmento de las Escrituras: Levántate, brilla, porque la luz ha llegado, y la gloria del Señor se eleva sobre ti. Uno a uno los otros repitieron el estribillo y pasaron el rato alabando a Dios, con las gargantas resecas.

En seguida se produjo una interrupción.

– ¡Hombres a caballo! -gritó Loeb.

En lontananza, al sur, vieron una nube semejante a la que podía levantar una hueste numerosa, y Rob temió que fuesen los trashumantes del desierto que habían dejado el montón de huesos. Pero a medida que se acercaba comprobaron que sólo se trataba de una nube.

Cuando el bochornoso viento desértico los alcanzó, los burros y las mulas le habían vuelto la espalda, con la sabiduría del instinto. Rob se acurrucó lo mejor que pudo detrás de las bestias, y el viento pasó estrepitosamente por encima de ellos. Los primeros efectos fueron semejantes a los de la fiebre. El viento arrastraba sales y arenas que ardían en la piel como cenizas calientes. El aire se volvió más pesado y opresivo que antes. Hombres y animales esperaron obstinadamente mientras la tormenta los convertía en parte de la tierra, cubriéndolos con una capa de sal y arena de dos dedos de espesor.

Aquella noche soñó con Mary Cullen. Estaba con ella y conoció la tranquilidad. Había felicidad en el rostro de Mary, quien sabía que su satisfacción provenía de él, lo que a su vez llenaba de alegría a Rob. Ella comenzó a bordar y, sin que él supiera cómo y por qué, resultó que era su madre, y Rob experimento una oleada de calidez y seguridad que no conocía desde hace nueve años.

Entonces despertó, carraspeando y escupiendo. Tenía arena y sal en la boca y las orejas. Cuando se incorporó y echó a andar, notó que le rozaban dolorosamente las nalgas.

Era la tercera mañana. El rabbenu David ben Sauli había dicho a Lonzano que fueran dos días en dirección este y luego un día hacia el sur. Siguieron la orientación que Lonzano creía era el este, y ahora torcieron hacía donde Lonzano creía que era el sur.

Rob nunca había sido capaz de distinguir los puntos cardinales, y se preguntó qué sería de ellos si Lonzano no conocía realmente la diferencia entre ellos, o si las instrucciones del rabbenu de Kashan no eran precisas.

El fragmento del Dasht-i-Kavir que se habían propuesto cruzar era como una pequeña ensenada en un gran océano. El desierto principal era vasto y, para ellos, insalvable.

¿Y si en lugar de atravesar la ensenada se encaminaban directamente al corazón del Dasht-i-Kavir?

En tal caso, estaban condenados.

Se le ocurrió preguntarse si el Dios de los judíos no lo estaría castigando por su impostura. Pero Aryeh, aunque menos que agradable, no era malo, y tanto Lonzano como Loeb eran hombres dignos; no resultaba lógico, pues, que su Dios los destruyera para castigar a un solo goy pecador.

No era el único que albergaba pensamientos de desesperación. Al percibir el humor reinante, Lonzano intentó que cantaran de nuevo. Pero la suya fue la única voz que entonó el estribillo y, finalmente, también él dejó de cantar.

Rob sirvió la última porción de agua a cada uno de sus animales y los dejó beber del sombrero.

Quedarían seis tragos en el odre. Razonó que si estaban cerca del fin del Dasht-i-Kavir daba igual, pero si viajaban en dirección equivocada, esa pequeña ración de agua sería insuficiente para salvarle la vida.

Se la bebió. Se obligó a tomarla a pequeños sorbos, pero en seguida se agotó.

En cuanto la piel de cabra estuvo vacía, le acometió una sed espantosa.

El agua ingerida parecía escaldarlo interiormente y comenzó a dolerle la cabeza.

Se obligó a andar, pero sintió que desfallecía. "No puedo", se dijo horrorizado. Lonzano batió palmas enérgicamente.

– Ai, di-di-di-di-di-di-di, ai, di-di-di, di -cantó, y emprendió una danza, sacudiendo la cabeza, girando, levantando los brazos y las rodillas al ritmo de la canción.

Los ojos de Loeb se llenaron de lagrimas de ira.

– ¡Basta, idiota!-gritó, pero un segundo después sonrió y se sumó al canto y las palmas, retozando detrás de Lonzano.

Después se les unió Rob. E incluso el desabrido Aryeh acabó danzando.

– Ai, di-di-di-di-di-di, ai, di-di di, di.

Cantaban con los labios resecos y bailaban sobre unos pies ya insensibles. Finalmente, guardaron silencio y pusieron fin a las delirantes cabriolas, pero siguieron andando, moviendo una pierna entumecida tras la otra, sin atreverse a encarar la posibilidad de que estaban perdidos.

A primera hora de la tarde empezaron a oír truenos. Resonaron en la distancia durante largo tiempo, antes de anunciar unas pocas gotas de lluvia, e inmediatamente después vieron una gacela y luego un par de asnos salvajes.

Sus propios animales apretaron repentinamente el paso. Las bestias movían las patas con más rapidez, y luego iniciaron un trote por voluntad propia, husmeando lo que les esperaba. Los hombres montaron en los burros y volvieron a cabalgar mientras abandonaban el límite extremo de la arena salobre en la que se habían esforzado durante tres días.

La tierra se convirtió en llanura, primero con vegetación escasa y luego cada vez más llena de verdores. Antes del ocaso llegaron a una charca en la que crecían juncos y donde las golondrinas se bañaban y revoloteaban. Aryeh probó el agua y asintió.

– Es buena.

– No debemos permitir que las bestias beban demasiado de una sola vez, para que no les dé una congestión -advirtió Loeb.

Dieron agua a los animales con mucho cuidado y los ataron a unos árboles; después bebieron ellos, se arrancaron la ropa y se tendieron en el agua empapándose entre los juncos.

– ¿Cuando estuviste en el Dasht-i-Lut perdiste a algunos hombres? -preguntó Rob.

– Perdimos a mi primo Calman -respondió Lonzano-. Un hombre de veintidós años.

– ¿Se hundió en la costra salina?

– No. Abandonó toda disciplina y bebió toda su agua. Después murió de sed.

– Que en paz descanse -dijo Loeb.

– ¿Cuáles son los síntomas de un hombre que muere de sed?

Lonzano se mostró evidentemente ofendido.

– No quiero pensar en eso.

– Lo pregunto porque voy a ser médico y no por simple curiosidad -dijo Rob, al notar que Aryeh lo observaba con disgusto.

Lonzano esperó un buen rato y luego habló:

– Mi primo Calman se mareó por el calor y bebió con abandono hasta quedarse sin agua. Estábamos perdidos y cada hombre debía ocuparse de su propia provisión de agua. No nos estaba permitido compartirla. Más tarde comenzó a vomitar débilmente, pero no devolvió una gota de líquido. La lengua se le puso negra, y el paladar, blanco grisáceo. Desvariaba, creía que estaba en casa de su madre. Tenía los labios apergaminados y encogidos, los dientes al descubierto y la boca abierta en una sonrisa lobuna. Jadeaba y roncaba alternativamente. Esa noche, protegido por la oscuridad, desobedecí, mojé un trapo con agua y se lo exprimí en la boca, pero era demasiado tarde. Al segundo día sin agua, murió.

Guardaron silencio, sin dejar de chapotear en el agua turbia.

– Ai, di-di-di-di-di-di, ai, di-di di, di -tarareó Rob finalmente.

Miró a Lonzano a los ojos y se sonrieron. Un mosquito se posó en la mejilla curtida de Loeb y este se abofeteó.

– Creo que las bestias pueden volver a tomar agua -decidió.

Salieron de la charca y terminaron de atender a sus animales.

Al amanecer del día siguiente, volvieron a montar en los burros, y para gran placer de Rob pronto pasaron por incontables lagos pequeños bordeados de guirnaldas de prados. Los lagos lo tonificaron. Las hierbas tenían unos cuantos palmos de altura y despedían un olor delicioso. Abundaban los saltamontes y los grillos, además de unas especies minúsculas de mosquitos cuya picadura ardía, y a Rob le salió inmediatamente una roncha que le producía comezón. Unos días antes se hubiera regocijado la vista de cualquier insecto, pero ahora hizo caso omiso de las mariposas grandes y brillantes de los prados, mientras se abofeteaba y lanzaba maldiciones a los cielos por los mosquitos.

– ¡Oh, dios! ¿Qué es eso? -gritó Aryeh.

Rob siguió la dirección del dedo que señalaba, y a plena luz del sol divisó una inmensa nube que se elevaba hacía el este. Observó con creciente alarma cómo se aproximaba, pues tenía el aspecto de la nube de polvo que habían visto cuando el viento caliente los azotó en el desierto.

Pero con esa nube llegó el inconfundible sonido de una galopada, como si un numeroso ejército se les echara encima.

– ¿Los seljucíes? -susurró, pero nadie respondió.

Pálidos y expectantes, aguardaron mientras la nube se acercaba y el sonido se volvía ensordecedor A una distancia de unos cincuenta pasos, se oyó un entrechocar de cascos, semejante al que pueden producir un millar de jinetes expertos que refrenan sus cabalgaduras a la voz de orden.

Al principió no vio nada. Después, el polvo fue depositándose y percibió una manada de asnos salvajes, en número incalculable y en perfecto estado, dispuestos en una fila bien formada. Los asnos observaron con intensa curiosidad a los hombres, y estos contemplaron a los asnos.

– ¡Hal! -gritó Lonzano y todas las bestias giraron como si fueran una sola y reanudaron su carrera hacía el norte, dejando atrás un mensaje acerca de la multiplicidad de la vida.

Se cruzaron con pequeñas manadas de asnos y otras numerosísimas de gacelas, que en ocasiones pastaban juntas y que, evidentemente, rara vez eran cazadas, pues no prestaron la más mínima atención a los hombres. Más amenazadores eran los jabalís, que abundaban en aquella región. De vez en cuando Rob vislumbraba una hembra peluda o un macho de colmillos feroces, y por todas partes oía los gruñidos de los animales que hociqueaban entre los altos pastos.

Ahora todos cantaban cuando Lonzano lo sugería, a fin de advertir de su proximidad a los jabalís y evitar sorprenderlos, provocando una embestida.

Rob sentía un hormigueo en todo el cuerpo, y se notaba expuesto y vulnerable, con sus largas piernas colgando a los costados del burro y arrastrando los pies entre la hierba, pero los jabalís cedían el paso ante la masculina sonoridad del canto y no les causaron ningún problema.

Llegaron a una corriente rápida, que era como una gran zanja de paredes casi verticales en las que proliferaba el hinojo, y aunque fueron aguas arriba y aguas abajo, no encontraron ningún vado; por último, decidieron cruzar de todos modos. Las cosas se pusieron difíciles cuando los burros y las mulas intentaron trepar por la abundante vegetación de la orilla opuesta y resbalaron varias veces. En el aire flotaban las palabrotas y el olor acre del hinojo aplastado. Les llevó un buen rato vadear la corriente. Más allá del río entraron en una espesura y siguieron un sendero semejante a los que Rob había conocido en Inglaterra. La región era más agreste que los bosques ingleses: el alto toldo de las copas entrecruzadas de los árboles no dejaba pasar la luz del sol, pero el monte bajo era de un verdor exuberante y tupido, y entre él pululaba una fauna variada. Identificó un ciervo, conejos y un puercoespín. En los árboles se posaban palomas y un ave que le recordó a una perdiz.

Era el tipo de senda que le habría gustado a Barber, pensó, y se preguntó cómo reaccionarían los judíos si se le ocurriera soplar el cuerno sajón.

Habían rodeado una curva del sendero y Rob cumplía su turno a la cabeza de la marcha cuando su burro se espantó. Por encima de ellos, en una rama gruesa, acechaba un leopardo.

El burro retrocedió y, detrás de ellos, la mula captó el olor y rebuznó. Tal vez el felino percibió el miedo sobrecogedor. Mientras Rob manoteaba en busca de un arma, el animal, que le pareció monstruoso, saltó sobre él.

Una saeta larga y pesada, disparada con tremenda fuerza, dio en el ojo derecho de la bestia.

Las grandes zarpas rasgaron al pobre burro mientras el leopardo chocaba contra Rob y lo desmontaba. En un instante quedó tendido en tierra, sofocado por el olor a almizcle de la fiera. Esta quedó tendida a través de su cuerpo, de modo que Rob estaba de cara a uno de sus cuartos traseros, donde notó el lustroso pelaje negro, las nalgas moteadas, y la gran pata derecha trasera que descansaba a centímetros de su cara, con las plantas groseramente grandes e hinchadas. Por alguna adversidad, el leopardo había perdido casi toda la garra, desde el segundo dedo de la pata, y estaba en carne viva y sanguinolenta, lo que le indicó que en el otro extremo había ojos que no eran albaricoques secos y una lengua que no era de fieltro rojo.

Salió gente de la arboleda, y entre ella el hombre que la mandaba, con el arco en la mano.

Aquel hombre iba vestido con una sencilla capa de cálico rojo, acolchado con algodón, calzas bastas, zapatos de zapa y un turbante arrollado a la ligera. Tendría unos cuarenta años, era de estructura fuerte y porte erguido. Su barba era corta y negra y su nariz, aguileña. Los ojos le brillaban con un fulgor asesino mientras observaba cómo arrastraban sus batidores al leopardo muerto, apartándolo de aquel joven de corpulencia desmesurada. Rob se puso en pie con dificultad, tembloroso, consiguiendo dominar sus tripas a fuerza de voluntad.

– Sujetad el condenado burro -pidió Rob, sin dirigirse a nadie en particular.

No lo entendieron ni los judíos ni los persas, porque lo había dicho inglés. En cualquier caso, el burro había retrocedido ante la maleza del bosque, en el que quizá acechaban otros peligros, pero ahora se volvió y se echó a temblar como su amo.

Lonzano se puso a su lado y gruñó algo a modo de reconocimiento.

A continuación todos se arrodillaron a fin de cumplir el rito de postración que más tarde fue descrito a Rob como ratizemin, "la cara en tierra”. Lonzano lo empujó de bruces sin la menor suavidad y se cercioró, con una mano sobre su nuca, de que bajara correctamente la cabeza.

La vista de semejante ceremonia llamó la atención del cazador. Rob oyó el sonido de sus pisadas y divisó los zapatos de zapa, detenidos a escasas pulgadas de su obediente cabeza.

– Aquí tenemos una gran pantera muerta y a un Dhimmi grandullón e ignorante -comentó una voz divertida, y los zapatos se alejaron.

El cazador y los sirvientes, cargados con la presa, se marcharon sin decir una palabra más, y poco después los hombres arrodillados se incorporaron.

– ¿Estás bien? -preguntó Lonzano.

– Sí. -Rob tenía el caftán desgarrado, pero estaba ileso-. ¿Quién era?

– Es Ala-al-Dawla, Shahanshah. Rey de Reyes.

Rob fijó la vista en el camino por el que se habían marchado -¿Qué es un Dhimmi?

– Significa “Hombre del Libro”. Es el nombre que se le da aquí a un judío -dijo Lonzano.

LA CIUDAD DE REB JESSE

Rob y los tres judíos se separaron dos días más tarde en un cruce de caminos de la aldea de Kupayeh, compuesta por una docena de desmoronadas casas de ladrillos. El desvío por el Dasht-i-Kavir los había llevado un poco al este, pero a Rob le quedaba menos de un día de viaje hacia el oeste para llegar a Ispahán, mientras que ellos debían afrontar tres semanas de laborioso camino hacia el sur y cruzar el estrecho de Ormuz antes de llegar a casa.

Rob sabía que sin esos hombres y los pueblos judíos que le habían dado albergue, nunca habría llegado a Persia.

Loeb y Rob se abrazaron.

– ¡Ve con Dios, Reb Jesse ben Benjamín!

– Ve con Dios, amigo.

Hasta el amargo Aryeh esbozó una sonrisa torcida mientras se deseaban mutuamente buen viaje, sin duda tan contento de despedirse como Rob.

– Cuando asistas a la escuela de médicos debes transmitir nuestro afecto a Reb Mirdin Askari, el pariente de Aryeh -dijo Lonzano.

– Sí. -cogió las manos de Lonzano entre las suyas-. Gracias, Reb Lonzano ben Ezra.

Lonzano sonrió.

– Tratándose de alguien que es casi otro, has sido un excelente compañero y un hombre digno. Ve en paz, Inghiliz.

– Ve en paz.

En un coro de buenos deseos salieron en direcciones opuestas.

Rob iba montado en la mula, porque después del ataque de la pantera había transferido la carga al lomo del pobre burro aterrado, que ahora iba detrás. Así tardaría más tiempo, pero la exaltación crecía en él y deseaba recorrer la última etapa pausadamente, con el propósito de saborearla.

Resultó mejor que no tuviera prisa, pues era un camino muy transitado.

Oyó el sonido que era música para sus oídos y al cabo de un rato alcanzó a una columna de camellos cargados con grandes canastos de arroz. Se puso detrás del último, disfrutando del melodioso tintineo de las campanillas.

La espesura ascendía hasta una meseta abierta, y donde había agua suficiente se veían arrozales con el cereal maduro y campos de adormideras, separados por dilatadas extensiones rocosas, chatas y secas. La meseta se convirtió, a su vez, en montañas de piedra caliza que vibraban en una diversidad de matices cambiantes por el sol y la sombra. En algunos sitios habían sido arrancados grandes trozos de piedra.

Entrada la tarde, la mula coronó una montaña y Rob bajo la vista hacia un pequeño valle ribereño, -¡veinte meses después de dejar Londres!- vio Ispahán.

La primera impresión que dominó en su ánimo fue de destellante blancura con toques de azul oscuro. Un lugar voluptuoso, hecho de hemisferios y cavidades, grandes edificios abovedados que relucían bajo la luz del sol, mezquitas con alminares como airosas lanzas, espacios verdes abiertos, cipreses y plátanos maduros. El distrito sur de la ciudad era de un rosa cálido, y allí los rayos del sol se reflejaban en colinas arenosas y no de piedra caliza.

Ya no podía retroceder.

– Hai -gritó, y taloneó los flancos de la mula.

El burro iba traqueteando detrás; se desviaron de la fila y adelantaron a los camellos al trote rápido.

A un cuarto de milla de la ciudad, la senda se transformó en una espectacular avenida empedrada, el primer camino pavimentado que veía desde Constantinopla. Era muy amplia, con cuatro vías anchas separadas entre sí por hileras de altos plátanos. La avenida cruzaba el río sobre un puente que era en realidad un dique arqueado para embalsar agua de regadío. Cerca de un cartel que proclamaba que ese cauce era el Zayandeh, el Río de la Vida, unos jóvenes morenos, desnudos, salpicaban y nadaban.

La avenida lo llevó a la gran muralla de piedra y a la singular puerta de la ciudad, rematada por un arco.

En el interior del recinto se alzaban las amplias viviendas de los ricos, con terrazas, huertos y viñedos. Por todas partes se veían arcos apuntados: en los portales, en las ventanas y en las puertas de los jardines. Más allá del barrio de los ricos había mezquitas y edificios más grandes con cúpulas blancas y redondas, rematadas con pequeñas puntas, como si sus arquitectos se hubieran enamorado locamente del pecho femenino. Era fácil saber adónde había ido a parar la roca extraída: todo era de piedra blanca adornada con azulejos de color azul oscuro dispuestos de manera tal que formaban diseños geométricos o citas del Corán:

No hay Dios salvo el más misericordioso.

Lucha por la religión de Dios.

Enemigo seas de quienes se muestran negligentes en sus oraciones.

En las calles hormigueaban hombres tocados con turbantes, pero no había ninguna mujer. Pasó por una vasta plaza abierta y luego por otra, una media milla más allá. Se deleitó con los sonidos y los olores. Era un municipium, inconfundiblemente; un gran enjambre de humanidad como el que conociera de pequeño en Londres, y por algún motivo sintió que era correcto y adecuado cabalgar lentamente a través de aquella ciudad de la orilla norte del Río de la Vida.

Desde los alminares, unas voces masculinas -algunas distantes y delgadas, otras cercanas y claras- comenzaron a llamar a los fieles a la oración.

Todo el tráfico se paralizó cuando los hombres se pusieron de cara a lo que parecía el suroeste, la dirección de La Meca. Todos los hombres de la ciudad se habían postrado; acariciaron el suelo con las palmas y se dejaron caer hacía adelante, de tal modo que sus frentes quedaran apretadas contra los adoquines.

Por respeto, Rob refrenó la mula y se apeó.

Una vez concluidas las preces, se acercó a un hombre de edad mediana que arrollaba enérgicamente una alfombra de oración, que había sacado de su carreta de bueyes. Rob le preguntó cómo podía llegar al barrio judío.

– Ah. Se llama Yehuddiyyeh. Debes seguir bajando la avenida de Yazdegerd, hasta que veas el mercado judío. En el otro extremo del mercado hay una puerta en arco y más allá encontraras tu barrio. No puedes perderte, Dkimmi.

El mercado estaba bordeado de puestos que vendían muebles, lámparas de aceite, panes, pasteles que despedían aroma a miel y a especias, ropa, utensilios de toda clase, frutas y verduras, carne, pescado, gallinas desplumadas y aderezadas, o vivas y cloqueando…; todo lo necesario para la vida material. Exponían taleds, camisetas orladas, filacterias. En una caseta, un anciano amanuense, con el rostro surcado por las arrugas, estaba encorvado sobre tinteros y plumas, y en una tienda abierta, una mujer decía la buenaventura. Rob supo que estaba en el barrio judío porque había vendedoras en los puestos y compradoras en el abarrotado mercado, con cestos en los brazos. Usaban vestidos negros holgados y llevaban el pelo atado con trozos de tela. Algunas tenían la cara cubierta por un velo, como las mujeres musulmanas, pero en su mayoría la llevaban al descubierto. Los hombres iban ataviados como Rob y todos lucían barbas largas y tupidas.

Deambuló lentamente, disfrutando de la vista y los sonidos. Se cruzó con dos hombres que discutían el precio de un par de zapatos tan agriamente como si fueran enemigos. Otros bromeaban y se gritaban. Allí era necesario hablar en voz muy alta para ser oído.

Al otro lado del mercado cruzó la puerta rematada en arco y vagó por callejuelas estrechas, luego descendió un declive sinuoso y escarpado hasta un distrito más vasto, de casas miserables, irregularmente construidas, divididas por calles estrechas sin el menor intento de uniformidad. Muchas casas estaban adosadas, pero de vez en cuando aparecía una separada, con un pequeño jardín; aunque estas últimas eran humildes para los niveles ingleses resaltaban como castillos entre las estructuras circundantes.

Ispahán era una ciudad vieja, pero el Yehuddiyyeh parecía más viejo aún. Las calles era sinuosas y de ellas salían callejones. Las casas y sinagogas habían sido levantadas con piedras o ladrillos antiguos que se habían desteñido hasta adquirir un tono rosa pálido. Unos niños pasaron a su lado llevando una cabra. Había gente reunida en grupos, riendo y charlando. Pronto sería la hora de cenar, y con los olores que salían de las casas se le hizo agua la boca.

Erró por el barrio hasta encontrar un establo, donde hizo arreglos para el cuidado de los animales. Antes de dejarlos, limpió los zarpazos del flanco del burro, que cicatrizaban muy bien.

No lejos del establo encontró una posada cuyo dueño era un anciano alto, de amable sonrisa y espalda encorvada, llamado Salman el Pequeño.

– ¿Por qué el Pequeño? -no pudo dejar de preguntarle Rob.

– En mi aldea natal de Razan, mi tío era Salman el Grande. Un famoso erudito -explicó el anciano.

Rob alquiló un jergón en un rincón de la gran sala dormitorio.

– ¿Quieres comer?

Le tentaron unos trocitos de carne asada en pinchos, acompañados por un arroz grueso al que Salman dio el nombre de pilah y cebolletas ennegrecidas por el fuego.

– ¿Es kosher? -se apresuró a preguntar.

– ¡Por supuesto es kosher; no temas comerla!

Después Salman le sirvió pasteles de miel y una deliciosa bebida a la que llamó sherbet.

– Vienes de lejos -dijo.

– Europa.

– ¡Europa! ¡Ah!

– ¿Cómo te diste cuenta?

El anciano sonrió.

– Por el acento. -Vio la expresión de Rob-. Aprenderás a hablarlo mejor, estoy seguro. ¿Cómo es ser judío en Europa?

Rob no sabía qué responder, pero en seguida se acordó de lo que decía Zevi.

– Es difícil ser judío.

Salman asintió sobriamente.

– ¿Cómo es ser judío en Ispahán? -inquirió Rob.

– No está mal. En el Corán la gente recibe instrucciones de injuriarnos y por lo tanto nos insultan. Pero están acostumbrados a nosotros y nosotros a ellos. Siempre hubo judíos en Ispahán -dijo Salman-. La ciudad fue fundada por Nabucodonosor, que según la leyenda instaló aquí a los judíos después de hacerlos prisioneros cuando conquistó Judea y destruyó Jerusalén. Novecientos años más tarde, un sha que se llamaba Yazdegerd se enamoró de una judía que vivía aquí, de nombre Shushan-Dukht, y la hizo su reina. Ella facilitó las cosas a su propio pueblo y se asentaron más judíos en este lugar.

Rob dijo que no podía haber escogido mejor disfraz; se mezclaría entre ellos como una hormiga en un hormiguero, en cuanto hubiese aprendido sus costumbres.

De modo que después de cenar acompañó al posadero a la Casa de Paz, una entre docenas de sinagogas. Era un edificio cuadrado, de piedra antigua, cuyas grietas estaban rellenas de un suave musgo pardo, aunque no había humedad. Tenía estrechas troneras en lugar de ventanas, y una puerta tan baja que Rob hubo de agacharse para entrar. Un pasillo oscuro conducía al interior, donde unas columnas sustentaban un techo demasiado alto y oscuro para que sus ojos lo distinguieran. Había hombres sentados en la parte principal, mientras las mujeres rendían culto detrás de una pared, en un pequeño recinto del costado del edificio. A Rob le resultó más fácil la oración en la sinagoga que en compañía de unos pocos judíos en el sendero. Allí había un hazzan que dirigía las oraciones y toda una congregación para murmurar o cantar según prefiriera cada individuo, de modo que se unió al balanceo con menos timidez por su mediocre hebreo y porque con frecuencia no podía seguir el ritmo de las oraciones.

En el camino de regreso a la posada, Salman le sonrió astutamente.

– Quizá quieras divertirte un poco, siendo tan joven como eres, ¿no? De noche cobran vida las madans, las plazas públicas de los barrios musulmanes de la ciudad. Hay mujeres y vino, música y entretenimientos inimaginables para ti, Reb Jesse.

Pero Rob meneó la cabeza.

– Me gustaría, pero iré en otro momento. Esta noche debo mantener la cabeza despejada porque mañana he de tramitar una cuestión de suma importancia.

Por la noche no durmió. Dio vueltas y más vueltas, preguntándose si Ibn Sina sería un hombre accesible.

A la mañana siguiente encontró un baño público, una estructura de ladrillos construida sobre un manantial natural de aguas termales. Con jabón fuerte y trapos limpios se frotó la mugre acumulada en el viaje; cuando se le secó el pelo cogió un bisturí y se recortó la barba, mirándose en el reflejo de la pulida caja metálica. La barba estaba más tupida y pensó que parecía un verdadero judío.

Se puso el mejor de sus dos caftanes. Se encasquetó firmemente el sombrero de cuero sobre la cabeza, salió a la calle y pidió a un lisiado que lo orientara para llegar a la escuela de médicos.

– ¿Te refieres a la madraza, el lugar de enseñanza? Está junto al hospital -respondió el pordiosero-. En la calle de Alí, cerca de la mezquita del Viernes, en el centro de la ciudad.

A cambió de una moneda, el tullido bendijo a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la décima generación. La caminata fue larga. Tuvo la oportunidad de observar que Ispahán era un centro comercial, pues vislumbró a hombres trabajando en sus oficios: zapateros y metalistas, alfareros y carreteros, sopladores de vidrió y sastres. Pasó junto a varios bazares en los que vendían mercancías de todo tipo. Finalmente, llegó a la mezquita del Viernes, una maciza estructura cuadrada con un espléndido alminar en el que aleteaban los pájaros. Más allá había una plaza de mercado, donde predominaban los puestos de libros y de comidas. En seguida vio la madraza.

En el exterior de la escuela, entre más librerías instaladas para servir a las necesidades de los estudiosos, había edificios bajos y alargados destinados a viviendas. Alrededor, unos niños corrían y jugaban. Había jóvenes por todas partes, en su mayoría con turbantes verdes. Los edificios de la madraza eran de sillares de piedra caliza blanca, al estilo de casi todas las mezquitas.

Estaban ampliamente espaciados, con jardines intermedios. Debajo de un castaño cargado de frutos erizados sin abrir, seis jóvenes sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, dedicaban toda su atención a un hombre de barba blanca que llevaba un turbante azul cielo.

Rob se deslizó hasta quedar cerca de ellos.

– …silogismos de Sócrates -estaba diciendo el profesor-. Se infiere que una proposición es lógicamente cierta del hecho de que las otras dos sean ciertas. Por ejemplo, del hecho de que: uno, todos los hombres son mortales, y dos, Sócrates es un hombre, se llega a la conclusión lógica de que, tres, Sócrates es mortal.

Rob hizo una mueca y siguió andando, atenazado por la duda: había mucho que ignoraba, mucho que no comprendía.

Se detuvo ante una construcción muy vieja, con una mezquita adjunta y un encantador alminar, para preguntarle a un estudiante de turbante verde en qué edificio enseñaban medicina.

– El tercero hacía abajo. Aquí dan teología. Al lado, leyes islámicas. Allá enseñan medicina -señaló un edificio abovedado de piedra blanca.

El edificio era idéntico a la arquitectura preponderante en Ispahán, y a partir de ese momento Rob siempre pensó en él como la Gran Teta. El cartel del edificio contiguo, grande y de una planta, decía que era el maristán, "el lugar de los enfermos”. Intrigado, en vez de entrar en la madraza, subió los tres peldaños de mármol del maristán y traspuso su portal de hierro forjado.

Había un patio central con un estanque en el que nadaban peces de colores, y bancos bajo los frutales. El patio irradiaba pasillos como si fueran rayos del sol, a los que se abrían vastas habitaciones, casi todas llenas. Nunca había visto tantos enfermos y lesionados juntos, y merodeó por allí, asombrado.

Los pacientes estaban agrupados según sus dolencias: aquí, una sala alargada ahíta de personas con huesos fracturados; allá, las víctimas de las fiebres; acullá… Arrugó la nariz, pues evidentemente era una sala reservada a los aquejados de diarrea y otros males del proceso excretor. Pero ni en esa sala la atmósfera era tan opresiva como podía haberlo sido, pues había grandes ventanas y la circulación del aire sólo se veía obstaculizada por los paños ligeros que habían extendido sobre las aberturas para que no entraran insectos. Rob notó que en la parte superior e inferior de los marcos había ranuras para encajar los postigos durante la temporada invernal.

Las paredes estaban encaladas y los suelos eran de piedra, lo que facilitaba la limpieza y volvía fresco el edificio, en comparación con el considerable calor que hacía al aire libre.

¡En cada sala, una pequeña fuente salpicaba agua!

Rob detuvo sus pasos ante una puerta cerrada, en la que un cartel decía:

Dar-ul-maraftan, "residencia de quienes necesitan estar encadenados”.

Cuando abrió la puerta vio a tres hombres desnudos, con la cabeza afeitada y los brazos atados, encadenados a ventanas altas desde bandas de hierro sujetas alrededor del cuello. Dos colgaban flojos, dormidos o inconscientes, pero el tercero fijó la vista y se puso a aullar como una bestia, mientras las lágrimas humedecían sus delgadas mejillas.

– Lo siento -dijo Rob educadamente, y se apartó de los perturbados.

Llegó a una sala de pacientes quirúrgicos y tuvo que resistirse a la tentación de parar en cada jergón y levantar los vendajes para observar los muñones de los amputados y las heridas de los demás.

¡Ver tantos pacientes interesantes todos los días y escuchar las lecciones de los grandes hombres! Sería como pasar la juventud en el Dasht-i-Kavir, pensó, y luego descubrir que eres dueño de un oasis.

Sus limitados conocimientos de parsi no le permitieron desentrañar el cartel de la puerta de la sala siguiente, pero en cuanto entró, notó que estaba dedicado a las enfermedades y lesiones de los ojos.

Un fornido enfermero estaba acobardado ante alguien que le echaba una bronca.

– Fue un error, maestro Karim Harun -se disculpó el enfermero- Creí que me habías dicho que quitara las vendas a Eswed Omar.

– Eres un inútil -dijo el otro, disgustado.

Era joven y atléticamente esbelto; Rob notó, sorprendido, que usaba el turbante verde de los estudiantes, pero sus modales eran tan desenvueltos y seguros como los de un médico propietario del suelo que pisaba. No era en modo alguno afeminado, pero sí aristocráticamente bello; el hombre más hermoso que Rob viera en su vida, de liso pelo negro y ojos castaños hundidos, que ahora centelleaban de cólera.

– Ha sido un error tuyo, Rumi. Te dije que cambiaras los vendajes de Kuru Yezidi, no los de Eswed Omar. Ustad Juzjani hizo personalmente el abatimiento de cataratas de Eswed Omar y me ordenó que me ocupara de que su vendaje no fuera movido de su sitio en cinco días. Te transmití la orden y no la obedeciste, enfermero de mierda. En consecuencia, si Eswed Omar no llega a ver con absoluta claridad y las iras de al-Juzjani caen sobre mí, abriré las carnes de tu gordo culo como si fueras un cordero asado.

Vio a Rob de pie, transfigurado, y lo miró echando chispas por los ojos.

– ¿Qué es lo que quieres tú?

– Hablar con Ibn Sina para ingresar en la escuela de médicos.

– Vaya. ¿Te espera el Príncipe de los Médicos?

– No.

– Entonces debes ir al segundo piso del edificio de al lado para ver al hadji Davout Hosein, vicerrector de la escuela. El rector es Rotun bin Nasr, primo lejano del sha y general del ejército, que acepta el honor y nunca aparece por la escuela. El hadji Davout Hosein administra y a él debes presentarte.-El estudiante llamado Karim Harun se volvió hacia el enfermero, ceñudo-. ¿Crees que ahora podrías cambiar los vendajes de Kuru Yezidi, oh verde objeto sobre la pezuña de un camello?

Al menos algunos estudiantes de medicina vivían en la Gran Teta, porque el sombreado pasillo del primer piso estaba bordeado de reducidas celdas. A través de una puerta abierta cerca del rellano, Rob vio a dos hombres que parecían estar cortando un perro amarillo que yacía en la mesa, probablemente muerto.

En el segundo piso preguntó a un hombre de turbante verde dónde debía ir para ver al hadji, y finalmente alguien lo acompañó al despacho de Davout Hosein.

El vicerrector era un hombre bajo y delgado que no llegaba a viejo, y se daba aires de importancia. Llevaba una túnica de buen paño gris y el turbante blanco de quien ha llegado a La Meca. Tenía ojillos oscuros y un marcado zabiba en su frente daba testimonio del fervor de su piedad.

Tras intercambiar los salaams escuchó la solicitud de Rob y lo estudió minuciosamente.

– ¿Has dicho que vienes de Inglaterra? ¿En Europa? ¿En qué parte de Europa esta Inglaterra?

– El norte.

– ¡El norte de Europa! ¿cuánto tiempo te llevó llegar hasta nosotros?

– Menos de dos años, hadji.

– ¡Dos años! Extraordinario. ¿Tu padre es médico, graduado en nuestra escuela?

– ¿Mi padre? No, hadji.

– Mmm. ¿Un tío, quizá?

– No. Seré el primer médico de mi familia.

Hosein arrugó el entrecejo.

– Aquí tenemos estudiantes que descienden de una larga estirpe de médicos. ¿Tienes cartas de presentación, Dhimmi?

– No, maestro Hosein. -Rob sentía que el pánico crecía en su interior-. Soy cirujano barbero y he adquirido cierta practica…

– ¿Ninguna referencia de alguno de nuestros distinguidos graduados? -preguntó Hosein, atónito.

– No.

– No aceptamos formar a persona alguna que se presente por su cuenta.

– No se trata de un capricho pasajero. He recorrido una distancia terrible movido por mi determinación de estudiar medicina. He aprendido vuestra lengua.

– Malamente, permíteme que lo diga. -El hadji lo observó con desdén-. Nosotros no nos limitamos a preparar médicos. No producimos mercachifles; formamos hombres cultos. Nuestros alumnos aprenden teología, filosofía, matemática, física, astrología y jurisprudencia además de medicina; después de graduarse como científicos e intelectuales completos, pueden elegir su carrera en la enseñanza, la medicina o el derecho.

Rob esperó, sintiendo que el alma se le caía a los pies.

– Estoy seguro de que lo comprenderás. Es absolutamente imposible.

Comprendía que había hecho un viaje de casi dos años.

Comprendía que le había vuelto la espalda a Mary Cullen.

Sudando bajo el sol abrasador, aterido en las nieves glaciales, azotado por la lluvia y las tormentas. A través de desiertos salados y montes traicioneros. Afanándose como una hormiga, montaña tras montaña.

– No me iré de aquí sin hablar con Ibn Sina -dijo con voz firme.

El hadji Devout Hosein abrió la boca, pero vio en los ojos de Rob algo que lo llevó a cerrarla. Empalideció y asintió deprisa.

– Por favor, espera aquí -dijo, y salió de su despacho.

Rob permaneció a solas.

Al cabo de un rato aparecieron cuatro soldados. Ninguno era tan alto como él, pero sí musculosos. Portaban porras cortas y pesadas, de madera.

Uno tenía la cara picada de viruela y golpeaba constantemente la porra contra la palma carnosa de su mano izquierda.

– ¿Cómo te llamas, judío? -preguntó el de las picaduras, no descortésmente.

– Soy Jesse ben Benjamín.

– Un extranjero, un europeo, según dijo el hadji.

– Sí, de Inglaterra. Un lugar que se encuentra a gran distancia.

El soldado asintió.

– ¿No te negaste a marcharte a solicitud del hadji?

– Es verdad, pero…

– Ahora debes irte, judío. Con nosotros.

– No me iré de aquí sin hablar con Ibn Sina.

El portavoz balanceó la porra.

"La nariz no”, pensó Rob, angustiado.

Pero de inmediato empezó a manar sangre; los cuatro sabían dónde y cómo usar los palos con economía y eficacia. Lo rodearon de manera tal que no pudiera mover los brazos.

– ¡Mierda! -gritó en inglés.

No podían haberlo entendido, pero el tono era inconfundible y aporrearon más fuerte. Uno de los golpes le dio encima de la sien, y de pronto se sintió mareado y nauseabundo. Procuró, como mínimo, vomitar en el despacho del hadji, pero el dolor era espantoso.

Conocían muy bien su trabajo. En cuanto dejó de ser una amenaza, abandonaron las porras a fin de golpearlo hábilmente a puñetazos.

Lo hicieron salir caminando de la escuela, cada uno sustentándolo de una axila. Tenían cuatro alazanes atados afuera y montaron mientras él se tambaleaba entre dos de las bestias. Cada vez que se caía, lo que ocurrió tres veces, alguno desmontaba y le pateaba las costillas hasta que se ponía en pie.

El camino le pareció largo, pero apenas fueron más allá de los terrenos de la madraza, hasta una pequeña construcción de ladrillos, destartalada y muy fea, que formaba parte de la ramificación más baja del sistema judicial islámico, como después se enteraría. Dentro sólo había una mesa de madera, detrás de la cual estaba sentado un hombre con expresión hostil, pelo espeso y barba poblada, que vestía la túnica negra correspondiente a su cargo, semejante al caftán de Rob. Estaba cortando un melón.

Los cuatro soldados llevaron a Rob ante la mesa y permanecieron respetuosamente firmes mientras el juez empleaba una uña sucia para retirar las semillas del melón y echarlas en un cuenco de barro. A renglón seguido, cortó la fruta y la comió lentamente. Cuando no quedaba nada, se secó primero las manos y después el cuchillo en la túnica, se volvió hacia La Meca y dio gracias a Alá por el alimento.

Cuando terminó de orar, suspiró y miró a los soldados.

– Un loco judío europeo que perturbó la tranquilidad pública, mufti -dijo el soldado picado de viruela-. Denunciado por el hadji Davout Hosein, al que amenazó con actos de violencia.

El mufti asintió y extrajo un trozo de melón de entre sus dientes con una uña. miró a Rob.

– No eres musulmán y has sido acusado por un musulmán. No se acepta la palabra de un descreído contra la de un fiel. ¿Tienes algún musulmán que pueda hablar en tu defensa?

Rob intentó hablar, pero no logró emitir ningún sonido; se le doblaron las rodillas por el esfuerzo. Los soldados lo incorporaron por la fuerza.

– ¿Por qué te comportas como un perro? Ah, claro. Al fin y al cabo, se trata de un infiel que desconoce nuestras costumbres. Por ende, debemos ser misericordiosos. Entregadlo para que permanezca en el carcán a discreción del kelonter -dijo el mufti a los soldados.

La experiencia sirvió para añadir dos palabras al vocabulario persa de Rob, en las que reflexionó mientras los soldados lo sacaban casi a rastras del tribunal y volvían a conducirlo entre sus cabalgaduras. Acertó correctamente una de las definiciones; aunque entonces no lo sabía, el kelonter, que supuso era una especie de carcelero, era el preboste de la ciudad.

Al llegar a una cárcel enorme y lúgubre, Rob pensó que carcán significaba, seguramente, prisión. Una vez dentro, el soldado picado de viruela se lo entregó a dos guardias, que lo llevaron por inhóspitas mazmorras de fétida humedad, pero finalmente salieron de la oscuridad sin ventanas para entrar en la brillantez abierta de un patio interior, donde dos largas filas de cepos estaban ocupadas por desechos humanos quejosos o inconscientes. Los guardias lo llevaron a paso de marcha junto a la fila, hasta que llegaron a un cepo vacío, que uno de ellos abrió.

– Mete la cabeza y el brazo derecho en el carcán -le ordenó.

El instinto y el miedo hicieron retroceder a Rob, pero técnicamente los guardias tuvieron razón al interpretarlo como resistencia.

Lo golpearon hasta que cayó, momento en que comenzaron a patearlo, como habían hecho los soldados. Lo único que pudo hacer Rob fue enroscarse en un ovillo para esconder la ingle, y levantar los brazos para proteger la cabeza.

Cuando terminaron de vapulearlo, lo empujaron y lo manejaron como a un saco de granos, hasta que su cuello y su brazo derecho quedaron en posición. Después cerraron de golpe la pesada mitad superior del carcán y la clavaron antes de abandonarlo, más inconsciente que consciente, desesperanzado e indefenso bajo un sol atroz.

Eran unos cepos peculiares, por cierto, hechos a partir de un rectángulo y dos cuadrados de madera sujetos en un triángulo, cuyo centro cogía la cabeza de Rob de manera tal que su cuerpo agachado quedaba semisuspendido. Su mano derecha, la de comer, había sido colocada sobre el extremo de la pieza más larga, y habían fijado un puño de madera alrededor de su muñeca, pues durante su estancia en el carcán los prisioneros no comían. La mano izquierda, la de limpiar, estaba suelta, porque el kelonter era un hombre civilizado.

A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.

En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras.

Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban.

El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacía el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.

Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de esas que no dejan los sueños.

Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.

Colgado del carcán, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.

Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; el joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.

Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca estropeada.

– ¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? -susurró.

El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.

– Esta Alá -dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.

– Pero ¿aquí no hay nadie?

– ¿Eres forastero, Dhimmi?

– Sí.

El hombre descargó todo su odio en Rob.

– Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.

Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.

Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.

– Está el sha, judío extranjero -dijo.

Rob esperó.

– Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.

Rob no logró contener un atisbo de esperanza.

– ¿Cualquiera?

– Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.

– ¡No, no lo hagas! -gritó una voz en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que carcán salía el sonido.

– Quítatelo de la cabeza -prosiguió la voz desconocida-. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.

El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.

– No existe ninguna esperanza -dijo la voz desde la oscuridad.

El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:

– Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.

No volvieron a hablar.

Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.

– Vamos -dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.

Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.

Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.

Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que, en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.

Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.

La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.

– ¿A dónde van? -preguntó al vendedor.

– A la audiencia del sha -contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó.

"¿Por qué no?”, se preguntó. ¿Acaso tenía otra opción?

Se sumó a la marea que bajaba por la avenida de Alí y Fátima, cruzó las cuatro vías de la avenida de los Mil Jardines, y torció hacia el inmaculado bulevar que llevaba por nombre Puertas del Paraíso. Había jóvenes y viejos, gentes de edades intermedias, hadjis de turbante blanco, estudiantes tocados con sus turbantes verdes, mullahs, pordioseros con el cuerpo entero y mutilados con harapos y turbantes de desecho de todos los colores, padres jóvenes con sus bebés, sirvientes que llevaban sillas de mano, hombres a caballo y a lomo de burro. Rob se encontró siguiendo los pasos a un corro de judíos de caftanes oscuros, y cojeó tras ellos como un ganso errante.

Atravesaron la breve frescura de un bosque artificial -los árboles no abundaban en Ispahán- y luego, aunque estaban adentrados en los muros de la ciudad, pasaron junto a numerosos campos en los que pastaban ovejas y cabras, separando la realeza de sus súbditos. Se acercaban a una gran extensión verde con dos columnas de piedra en sus extremos, a la manera de portales. Cuando apareció el primer edificio de la corte real, Rob creyó que se trataba del palacio, porque era más grande que el del rey, en Londres.

Pero se trataba de viviendas, a las que sucedieron otras del mismo tamaño, en su mayoría de ladrillo y piedra, muchas con torres y porches, todas con terrazas e inmensos jardines. Pasaron viñedos, establos y dos pistas de carreras, huertos y pabellones ajardinados de tal belleza que se sintió tentado a separarse de la muchedumbre y deambular por aquel perfumado esplendor, pero no le cabía la menor duda de que estaba prohibido.

Y después divisó una estructura tan formidable y al mismo tiempo tan arrebatadoramente graciosa, que no dio crédito a sus propios ojos: tejados en forma de pechos y almenas doradas entre las que se paseaban centinelas de yelmos y escudos relucientes, bajo largos pendones variopintos que ondeaban en la brisa.

Tironeó de la manga del que iba delante, un judío rechoncho cuya camiseta orlada asomaba por la camisa.

– ¿Qué es esa fortaleza?

– ¡La Casa del Paraíso, residencia del sha! -El hombre lo observó con mirada de preocupación-. Estás ensangrentado, amigo.

– No es nada; sólo un pequeño accidente.

Se volcaron por el largo camino de acceso; a medida que se acercaban, Rob notó que un ancho foso protegía el sector principal del palacio. El puente estaba levantado, pero en este lado del foso, junto a una plaza que hacía las veces de gran portal del palacio, había una sala por cuyas puertas entró la multitud.

El recinto ocupaba aproximadamente la mitad del espacio cubierto de la catedral de la Santa Sofía de Constantinopla. El suelo era de mármol, y las paredes y los altísimos techos de piedra, con ingeniosas rendijas para que la luz del sol iluminara tenuemente el interior. Se llamaba Sala de Columnas, porque junto a las cuatro paredes se alzaban columnas de piedra elegantemente talladas y acanaladas. La base de cada columna estaba esculpida en forma de patas y garras de diversos animales Cuando llegó Rob, la sala estaba llena a medias, pero detrás entró mucha gente que lo apretó entre los judíos. Unas secciones acordonadas dejaban pasillos abiertos a todo lo largo del recinto. Rob abrió bien los ojos, observándolo todo con renovada intensidad, porque las horas pasadas en el carcán lo habían terminado de convencer de su extranjería: actos que él consideraba naturales eran susceptibles de resultar extravagantes y amenazadores para la mentalidad persa, y ahora sabía que su vida podía depender de que percibiera correctamente cómo se comportaban y pensaban.

Observó que los hombres de la clase alta -con pantalones bordados, túnicas y turbantes de seda y zapatos con brocados- llegaban a caballo por otra entrada. A unos ciento cincuenta pasos del trono eran detenidos por unos sirvientes que se llevaban sus caballos a cambio de una moneda, y desde esa posición privilegiada proseguían su camino a pie, entre los pobres.

Unos funcionarios subalternos, de ropajes y turbantes grises, pasaron entre la muchedumbre y solicitaron la identidad de quienes querían hacer alguna petición. Rob se abrió paso hasta el pasillo, y con dificultad dio su nombre a uno de ellos, que lo apuntó en un pergamino curiosamente delgado y de aspecto endeble.

Un hombre alto había entrado en la porción elevada del frente de la sala, en la que había un gran trono. Rob estaba demasiado lejos para ver los detalles, pero el recién llegado no era el sha, pues se sentó en un trono más pequeño, debajo y a la derecha del asiento real.

– ¿Quién es ese? -preguntó Rob al judío con quien ya había hablado.

– El gran visir, el santo imán Mirza-aboul Qandrasseh.

El judío miró incómodo a Rob, pues había escuchado su propuesta como demandante. Ala-al-Dawla subió a la plataforma, desabrochó el talabarte y dejó la vaina en el suelo mientras se sentaba en el trono. Todos los presentes en la Sala de Columnas hicieron el razi zemen mientras el imán Qandrasseh invocaba el favor de Alá para quienes pedían justicia al León de Persia. La audiencia comenzó de inmediato. Rob no oía claramente a los suplicantes ni a los entronizados, pese al silencio que se hizo en la sala. Pero cada vez que hablaba un mandante, sus palabras eran repetidas en voz alta por otros estacionados en puntos estratégicos de la sala, y de esta forma las palabras de los participantes llegaban a todos.

El primer caso era el relativo a dos curtidos pastores de la aldea de Ardistan, que habían andado dos días para llegar a Ispahán y presentar su controversia al sha. Les enfrentaba un feroz desacuerdo sobre la propiedad de un cabrito recién nacido. Uno era el dueño de la madre, una hembra que llevaba mucho tiempo estéril y no era receptora. El otro afirmaba que la había preparado con el fin de que fuese montada con éxito por el macho cabrio, y por lo tanto reclamaba la mitad de la propiedad de la cría.

– ¿Apelaste a la magia? -preguntó el imán.

– Excelencia, lo único que hice fue acariciarla con una pluma para calentarla -respondió el aludido.

La multitud rugió y pataleó. En seguida el imán señaló que el sha se pronunciaba a favor del que había empuñado la pluma.

Para la mayoría de los presentes, aquello era un entretenimiento. El sha nunca hablaba. Tal vez transmitía sus deseos a Qandrasseh por señas, pero todas las preguntas y decisiones parecían provenir del visir, que no soportaba a los imbéciles.

Un severo maestro de escuela, con el pelo aceitado y una barbita cortada en una punta perfecta, vestido con una orlada túnica bordada, con aspecto de haber sido desechada por un hombre rico, solicitó el establecimiento de una nueva escuela en la población de Nain.

– ¿No hay dos escuelas en Nain? -inquirió con aspereza el imán.

– Escuelas muy pobres en las que enseñan hombres indignos, Excelencia -respondió suavemente el maestro.

Un leve murmullo de desaprobación se elevó entre la muchedumbre. El maestro continuó leyendo la petición, que aconsejaba para la escuela propuesta la contratación de un director con tan detallados requisitos, tan específicos e irrelevantes, que despertó risas disimuladas, pues era obvio que la descripción sólo se ajustaría al propio lector.

– Suficiente -dijo Qandrasseh-. Esta petición es maliciosa y egoísta, y en consecuencia un insulto al sha. Que el kelonter castigue a este hombre veinte veces con las varas, y que ello complazca a Alá.

Aparecieron unos soldados blandiendo porras, a cuya vista comenzaron a palpitar las contusiones de Rob. Se llevaron al maestro, que protestaba sin parar.

En el caso siguiente hubo poco regocijo. Dos nobles ancianos ataviados con costosas ropas de seda tenían una ínfima diferencia de opinión concerniente a derechos de pastoreo. A la presentación siguió una interminable disputa en voz baja sobre antiguos acuerdos concluidos por hombres ya difuntos, mientras el público bostezaba y se quejaba de la ventilación de la sala hacinada y de dolor en sus fatigadas piernas. No evidenciaron la menor emoción cuando se pronunció el veredicto.

– ¡Que pase Jesse ben Benjamín, judío de Inglaterra! -gritó alguien.

Su nombre flotó en el aire y luego resonó como un eco a través de la sala, mientras lo repetían una y otra vez. Bajó cojeando el largo pasillo alfombrado, conocedor de la mugre de su caftán arrugado y del estropeado sombrero de cuero, que hacían juego con su cara maltrecha.

Cerca del trono hizo tres veces el raiji zemin, pues había observado que eso era lo prescrito.

Cuando se enderezó vio al imán con la túnica negra de mullah y su nariz afilada en un rostro voluntarioso enmarcado por una barba entrecana.

El sha usaba el turbante blanco de los religiosos que han estado en La Meca, pero entre sus pliegues destacaba una delgada corona de oro. Su larga túnica blanca era de tela suave y ligera, trabajada con hebras azules y doradas. Unas perneras azul oscuro envolvían sus piernas y los zapatos en punta eran del mismo color, bordados con hilo rojo sangre. Parecía vacuo y perdido, la imagen de un hombre desatento porque estaba aburrido.

– Un Inghiliz -observó el imán-. Hasta el presente eres nuestro único Inghiliz, nuestro único europeo. ¿Por qué has venido a nuestra Persia?

– Para buscar la verdad.

– ¿Quieres abrazar la religión verdadera? -preguntó Qandrasseh afablemente.

– No, pues ya hemos aceptado que no hay Alá salvo Él, el más misericordioso -dijo Rob, bendiciendo las largas horas pasadas bajo la tutela de Simón ben ha-Levi, el comerciante erudito-. Está escrito en el Corán: "No adorare lo que adoras tú ni tú adoraras lo que yo adoro… Tú tienes tu religión y yo tengo mi religión.”

"Debo ser breve”, se recordó a sí mismo.

Sin emoción y con parquedad, relató que se encontraba en la jungla del occidente persa cuando una bestia saltó sobre él.

Tuvo la impresión de que el sha empezaba a prestar atención.

– En el lugar de mi nacimiento no existen las panteras. Yo no tenía armas ni sabía cómo enfrentar a esa bestia.

Contó cómo había sido salvada su vida por el sha Ala-al-Dawla, cazador de leopardos como su padre Abdallah, que había matado al león de Kashan.

Los más cercanos al trono comenzaron a aplaudir a su gobernante y a dar agudos grititos de aprobación. Los murmullos ondularon por la sala al tiempo que los repetidores transmitían la historia a las multitudes que estaban demasiado lejos del trono para haberla oído.

Qandrasseh permanecía impávido, pero por su mirada Rob dedujo que no estaba contento por el relato ni por la reacción que despertó en la multitud.

– Ahora date prisa, Inghiltz -dijo fríamente-, y declara qué solicitas a los pies del único sha verdadero.

Rob aspiró hondo para tranquilizarse.

– Como también está escrito que el que salva una vida es responsable de ella, solicito ayuda del sha para hacer que mi vida sea lo más valiosa posible.

A continuación, narró su vano intento de ser aceptado como estudiante en la escuela de médicos de Ibn Sina. La historia de la pantera se había divulgado hasta el último rincón, y el gran auditorio se sacudió bajo el constante atronar de un nutrido pataleo.

Sin duda el sha Alá estaba acostumbrado al temor y a la obediencia, pero quizás hacía mucho tiempo que no lo vitoreaban espontáneamente.

Bastaba ver su expresión para notar que el pataleo sonaba a música en sus oídos.

El único sha verdadero se inclinó hacía delante, con los ojos brillantes, y Rob percibió que recordaba el incidente de la matanza de la pantera. Su mirada sostuvo la de Rob un instante. Luego se volvió hacia el imán y habló por primera vez desde el inicio de la audiencia.

– Dadle al hebreo un calaat -dijo.

Por alguna razón, el público rió.

– Vendrás conmigo -dijo el oficial entrecano.

No tardaría muchos años en hacerse viejo, pero ahora era fuerte y poderoso. Usaba un yelmo corto de metal pulido, un jubón de cuero sobre una túnica marrón de militar, y sandalias con tiras de piel. Sus heridas hablaban por él: los surcos de estocadas cicatrizadas sobresalían blancos en sus brazos macizos y morenos, tenía la oreja izquierda aplastada, y su boca estaba permanentemente torcida a causa de una vieja herida punzante por debajo del pómulo derecho.

– Soy Khuff -se presentó el Capitán de la Puerta. -Posó su mirada en el cuello en carne viva de Rob y sonrió-. ¿El carcán?

– Sí.

– El carcán es un Cabrón -dijo Khuff, admirado.

Salieron de la Sala de las columnas y se encaminaron a los establos. En el alargado campo verde galopaban unos jinetes haciendo que sus caballos se enredaran entre sí, girando y esgrimiendo largas varas semejantes a cayados, pero ninguno cayó.

– ¿Tratan de golpearse?

– Tratan de golpear una pelota. Es un juego de pelota y palo, para caballistas. -Khuff lo observó-. Son muchas las cosas que no sabes. ¿Has entendido lo del calaat?

Rob meneó la cabeza.

– En tiempos antiguos, cuando alguien se ganaba el favor de un monarca persa, este se quitaba un calaat, un detalle de su vestimenta y lo concedía como símbolo de su agrado. A lo largo del tiempo la costumbre se ha convertido en una señal del favor real. Ahora la "prenda real” consiste en el mantenimiento, un conjunto de ropa, una casa y un caballo.

Rob estaba alelado.

– Entonces, ¿soy rico?

Khuff le sonrió como dándole a entender que era tonto.

– Un calaat es un honor singular, pero varía ampliamente en cuanto a suntuosidad. Un embajador de una nación que ha sido aliada fiel de Persia en guerra, recibiría las vestimentas más costosas, un palacio casi tan espléndido como la Casa del Paraíso, y un magnífico corcel con arreos y jaeces tachonados de piedras preciosas. Pero tú no eres un embajador.

Detrás de los establos había una cuadra que encerraba un turbulento mar de caballos. Barber siempre había dicho que para elegir un caballo había que buscar un animal con cabeza de princesa y trasero de puta gorda.

Rob vio un rucio que se ajustaba exactamente a esa descripción y, por añadidura, poseía soberanía en la mirada.

– ¿Puedo quedarme con esa yegua? preguntó, al tiempo que la señalaba.

Khuff no se molestó en responder que era un corcel para un príncipe, pero una sonrisa irónica hizo cosas raras en su boca retorcida. El capitán de la Puerta desenganchó un caballo ensillado y montó. Se entremezcló en la masa de animales arremolinados y, hábilmente, separó un castrado castaño, correcto aunque desanimado, de patas cortas y robustas y fuerte espaldar.

Khuff mostró a Rob un tulipán marcado a fuego en el muslo del animal.

– El sha Alá es el único criador de caballos de Persia y esta es su marca. Este caballo puede ser cambiado por otro que lleve un tulipán, pero nunca debe venderse. Si muere, córtale el pellejo con la marca y te lo cambiaré por otro.

Khuff le entregó una bolsa con menos monedas de las que Rob podía ganar vendiendo Panacea Universal en un solo espectáculo. En un depósito cercano, el capitán de la Puerta buscó hasta encontrar una silla servible entre las existencias del ejército. La ropa que le dio estaba bien hecha aunque era sencilla: pantalones holgados que se ajustaban en la cintura con una cuerda; perneras de lino que se envolvían alrededor de cada pierna por encima de los pantalones, a la manera de vendajes, desde el tobillo a la rodilla; una camisa suelta llamada khamtsa, que cuelga sobre los pantalones hasta la altura de la rodilla; una túnica o durra; dos casacas para las diferentes estaciones, una corta y ligera, la otra larga y forrada con piel de cordero; un soporte cónico para turbante, denominado kalansuwa, y un turbante marrón.

– ¿No lo hay verde?

– Este es mejor. El verde es ordinario, pesado; lo usan los estudiantes y los más pobres entre los pobres.

– Pero lo prefiero verde -insistió Rob, y Khuff le dio el turbante barato acompañado por una mirada de desprecio.

Paniaguados de ojos alertas saltaron a cumplir la orden del capitán cuando pidió su caballo personal, que resultó ser un semental árabe parecido a la yegua gris que Rob había codiciado. Montado en el plácido caballo castrado, y acarreando un saco de paño cargado de ropa, cabalgó detrás de Khuff como un escudero hasta entrar en el Yehuddiyyeh. Durante largo rato recorrieron las estrechas calles del barrio judío, hasta que Khuff sujetó las riendas ante una casita de viejos ladrillos rojo oscuro. Había un pequeño establo, meramente una techumbre sobre cuatro postes, y un diminuto jardín en el que una lagartija miró asombrada a Rob antes de desaparecer en una grieta de la pared de piedra. Cuatro albaricoqueros excesivamente crecidos arrojaban su sombra en los espinos que tendrían que ser arrancados. La casa tenía tres habitaciones, una con suelo de tierra y dos con los suelos del mismo ladrillo rojo que las paredes, desgastado por los pies de muchas generaciones, ahora convertidos en depresiones poco profundas. La momia reseca de un ratón ocupaba un rincón de la estancia con suelo de piedra, y el débil hedor empalagoso de su putrefacción flotaba en el aire.

– Es tuya -dijo Khuff, inclinó una vez la cabeza y se marchó.

Aun antes de que el sonido de su caballo se hubiese apagado, las rodillas de Rob cedieron. Se desplomó en el suelo de tierra, luego logró tenderse y no tuvo más conocimiento que el ratón muerto.

Durmió dieciocho horas seguidas. Al despertar estaba acalambrado y dolorido como un viejo con las coyunturas agarrotadas Se sentó en la casa silenciosa y contempló las motas de polvo en la luz del sol que brillaba a través del agujero para salida de humos del techo. La vivienda estaba algo deteriorada -había grietas en el enlucido de arcilla de las paredes y uno de los alféizares se estaba derrumbando-, pero era la primera morada auténticamente suya desde la muerte de sus padres.

En el pequeño establo vio, horrorizado, que su nuevo caballo estaba sin agua, sin comida y todavía ensillado. Después de quitarle la silla y llevarle agua en el sombrero desde un pozo público de las inmediaciones, fue a toda prisa al establo donde estaban alojados su burro y su mula. Compró cubos de madera, paja de mijo y una cesta llena de avena, cargó todo en el burro y volvió a casa con los dos animales.

Después de atenderlos, cogió su ropa nueva y se encaminó a los baños públicos, deteniéndose antes en la posada de Salman el Pequeño.

– He venido a buscar mis pertenencias -dijo al viejo posadero.

– Han estado a buen resguardo, aunque temí por tu vida cuando pasaron dos noches y no regresaste.-Salman lo observó, temeroso-. Circula la historia de un Dhimmi, un judío europeo que se presentó en la audiencia y a quien el sha de Persia le concedió un calaat.

Rob asintió.

– ¿De verdad eras tú? -susurró Salman.

Rob se dejó caer pesadamente en una silla.

– No he probado bocado desde que me diste de comer.

Salman no perdió ni un minuto en servirle. Rob puso a prueba su estómago cautelosamente, con pan y leche de cabra; al ver que no le ocurría nada, y que lo único que tenía era hambre, se permitió ingerir cuatro huevos duros, más pan en cantidad, un pequeño queso duro y un cuenco de pilah.

Sus miembros recuperaron las fuerzas.

En los baños se remojó largamente para aliviar las magulladuras. Cuando se puso la ropa nueva se sintió extraño, aunque no tanto como la primera vez que vistió el caftán. Logró ponerse las perneras con dificultad, pero atarse el turbante requeriría instrucciones, y por el momento se quedó con el sombrero de cuero.

Volvió a casa, se deshizo del ratón muerto y evaluó su situación Ahora gozaba de una modesta prosperidad, pero no era eso lo que había solicitado al sha, y sintió una vaga aprensión inmediatamente interrumpida por la llegada de Khuff, todavía arisco, que desenrolló un frágil pergamino y procedió a leerlo en voz alta. ALA Edicto del Rey del Mundo, Alto y Majestuoso Señor, Sublime y Honorable más allá de toda comparación; magnífico en Títulos, inquebrantable Base del Reino, Excelente, Noble y Magnánimo; León de Persia y Poderosísimo Amo del Universo. Dirigido al Gobernador, al Intendente y otros Funcionarios Reales de la Ciudad de Ispahán, Asiento de la Monarquía y Teatro de la Ciencia y la Medicina. Han de saber que Jesse hijo de Benjamín, Judío y Cirujano Barbero de la Ciudad de Leeds de Europa, ha llegado a nuestros Reinos, los mejores gobernados de toda la Tierra y conocido refugio de los oprimidos, y ha tenido la Facilidad y la Gloria de aparecer ante los Ojos del Más Alto, y mediante humilde petición rogó la ayuda del Auténtico Lugarteniente del Auténtico Profeta que está en el Paraíso, o sea nuestra más Noble Majestad. Han de saber que Jesse hijo de Benjamín de Leeds cuenta con el Favor y la Buena Voluntad Reales, y por este documento se le concede una Prenda Real con Honores y Beneficencias y se ordena que todos lo traten en consecuencia. También debéis saber que quien infrinja este Edicto se verá expuesto a la Pena Capital. Hecho el tercer Panj Shanbah del mes de Rejab en el nombre de nuestra más Alta Majestad por su Peregrino de los Nobles y Santos y Sagrados Lugares, y su Jefe y Superintendente del Palacio de Mujeres del Más Alto, el Imán Mirza-aboul Qandrasseh, Visir. Es necesario armarse con la Asistencia del Altísimo Dios en los Asuntos Temporales.

– ¿Y la escuela? -no pudo resistirse a preguntar Rob, con tono ronco.

– Yo no me ocupo de la escuela-replicó el capitán de la Puerta, y se marchó con tanta prisa como había llegado.

Al cabo de un rato, dos fornidos sirvientes llevaron ante la puerta de casa de Rob una silla de mano ocupada por el hadji Davout Hosein y una buena cantidad de higos como símbolo de una dulce fortuna en su nueva casa.

Rob y el visitante se sentaron entre las hormigas y las abejas, en el suelo en medio de las ruinas del pequeño jardín con albaricoqueros, y comieron los higos.

– Estos albaricoqueros aún son excelentes -dijo el hadji después de estudiarlos atentamente.

Explicó con todo detalle cómo podían recuperarse los cuatro árboles mediante podas e irrigaciones asiduas, y la aplicación de abono con estiércol del caballo.

Después Hosein guardó silencio.

– ¿Ocurre algo? -murmuró Rob.

– Tengo el honor de transmitirte los saludos y felicitaciones del honorable Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina.

El hajdi estaba sudando y se había puesto tan pálido que el zabiba de su frente se destacaba especialmente. Rob se apiadó de él, aunque no tanto como para restar importancia al exquisito placer del momento, más dulce y sabroso que la embriagadora fragancia de los pequeños albaricoques que cubrían el suelo debajo de los árboles. Hosein presentó a Jesse hijo de Benjamín una invitación para matricularse en la madraza y estudiar medicina en el maristán, donde podía aspirar a convertirse en médico.

CUARTA PARTE

EL MARISTÁN

La primera mañana de Rob J. como estudiante amaneció calurosa, con el cielo plomizo. Se vistió cuidadosamente con la ropa nueva, pero decidió que hacía mucho calor para ponerse las perneras. Se había esforzado infructuosamente para aprender el secreto de arrollar el turbante verde, y por último dio una moneda a un joven callejero que le enseñó a ceñir el paño plegado alrededor de qalansuwa y luego encajárselo hábilmente. Pero Khuff tenía razón en cuanto a la pesadez de la tela barata: el turbante verde pesaba casi una piedra, y finalmente se quitó la insólita carga de la cabeza y se puso el sombrero de judío, lo que fue un alivio.

Eso lo volvió instantáneamente identificable cuando se acercó a la Gran Teta, donde conversaba un grupo de jóvenes tocados con turbantes verdes.

– ¡Karim, aquí está tu judío! -gritó uno.

Un hombre que estaba sentado en los peldaños se levantó y se le aproximó. Reconoció al estudiante bello y larguirucho al que había visto castigando a un enfermero durante su primera visita al hospital.

– Soy Karim Harun. ¿Tú eres Jesse ben Benjamín?

– Sí.

– El hajdi me ha asignado la tarea de mostrarte la escuela y el hospital, y de responder a tus preguntas.

– ¡Lamentarás no estar de vuelta en el carcán, hebreo! -gritó alguien, y todos los estudiantes rieron.

Rob sonrió.

– No creo -dijo.

Era obvio que toda la escuela había oído hablar del judío europeo que estuvo en la cárcel y luego fue admitido en la escuela de medicina por mediación del sha.

Empezaron por el maristán, pero Karim caminaba deprisa; era un guía irritable y superficial, que evidentemente quería poner fin cuanto antes a una tarea indeseable. Pero Rob J. logró dilucidar que el hospital estaba dividido en secciones femeninas y masculinas. Los hombres tenían enfermeros, y las mujeres estaban a cargo de enfermeras y sirvientas. Los únicos hombres que podían acercarse a las mujeres eran los médicos y los maridos de las pacientes.

Había dos salas dedicadas a cirugía y una cámara alargada, de techo bajo, repleta de estantes con frascos y tarros pulcramente etiquetados.

– Este es el khazanat ul-sharaf, el "tesoro de medicinas.” -dijo Karim-.

Los lunes y jueves los médicos hacen dispensario en la escuela. Después que los pacientes son examinados y tratados, los farmacéuticos preparan el medicamento prescrito por el medico. Los farmacéuticos del maristán son precisos hasta el grano más ínfimo, y honrados. La mayoría de los boticarios de la ciudad son unos cabrones corruptos, capaces de vender un frasco de orines y jurar que es agua de rosas.

En el edificio contiguo, la escuela, Karim le mostró salas de exámenes, de clase y laboratorios, una cocina y un refectorio, así como un gran baño para uso de profesores y estudiantes.

– Hay cuarenta y ocho médicos y cirujanos, pero no todos son profesores. Incluyéndote a ti, hay veintisiete estudiantes de medicina. Cada estudiante es aprendiz de una serie de médicos. La duración del aprendizaje varía según los individuos, lo mismo que la condición de aprendiz. Eres candidato a un examen oral cada vez que el puñetero cuerpo docente resuelve que estas preparado. Si apruebas, te nombran hakim. Si fracasas, sigues siendo estudiante y debes trabajar con la esperanza de que te den otra oportunidad.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Karim frunció el ceño y Rob comprendió que había hecho una pregunta inoportuna.

– Siete años. Me he examinado dos veces. El año pasado fallé en filosofía. Mi segundo intento fue hace tres semanas, cuando no supe responder a unas preguntas sobre jurisprudencia. ¿Qué cuernos puede importarme la historia de la lógica y los precedentes de la ley? Ya soy un buen médico. -Suspiró amargamente-. Además de las clases de medicina, tienes que asistir a las de derecho, teología y filosofía. Puedes escoger los cursos. Lo mejor suele ser volver con los mismos profesores -reveló a regañadientes-, porque algunos son misericordiosos durante los exámenes orales si se han familiarizado contigo.

“En la madraza todos tienen que asistir a las clases matinales de cada disciplina. Pero por la tarde los estudiantes de leyes preparan informes o asisten a los tribunales, los aspirantes a teólogos se encierran en las mezquitas, los filósofos en perspectiva leen o escriben, y los futuros médicos hacen prácticas en el hospital. Los médicos visitan el hospital por la tarde y los estudiantes se pegan a ellos, lo que les permite examinar pacientes y proponer tratamientos. Los médicos hacen infinitas preguntas instructivas. Es una espléndida oportunidad para aprender o -sonrió agriamente- convertirte en un asno hecho y derecho.

Rob estudió el rostro elegante y desdichado. "Siete años -pensó, azorado-, y nada salvo perspectivas inciertas.” Y seguramente ese hombre haya iniciado los estudios de medicina con una preparación superior a la de mis vagos conocimientos.

Pero los temores y los sentimientos negativos se desvanecieron cuando entraron en la biblioteca, que llevaba el nombre de Casa de la Sabiduría.

Rob nunca había imaginado que pudiera haber tantos libros en un sólo lugar. Algunos manuscritos figuraban en vitelas de diversos animales, pero en su mayoría estaban hechos del mismo material ligero sobre el que habían escrito su calaat.

– Persia tiene pergaminos de muy mala calidad -observó.

Karim bufó.

– Aquí no hay ningún pergamino. Esto se llama papel y es un invento de “los ojos sesgados” del Este, unos infieles muy inteligentes. ¿En Europa tenéis papel?

– Nunca lo he visto.

– El papel sólo consiste en trapos viejos apaleados y aprestados con cola animal, y luego prensados. Es barato y hasta los estudiantes pueden permitirse el lujo de comprarlo.

La Casa de la Sabiduría deslumbró a Rob más que nada de lo que había visto hasta entonces. Se paseó calladamente por la sala, tocó los libros y miró los nombres de los autores, de los que sólo conocía unos pocos.

Hipócrates, Dioscórides, Ardígenes, Rufo de Efeso, el inmortal Galeno…

Oribasio, Filagrio, Alejandro de Tralles, Pablo de Egina…

– ¿Cuántos libros hay aquí?

– La madraza posee casi cien mil libros -dijo Karim con orgullo. Sonrió al notar incredulidad en los ojos de Rob-. En su mayoría fueron traducidos al persa en Bagdad. En la universidad de Bagdad hay una escuela de traductores donde se transcriben en papel libros escritos en todas las lenguas del Califato oriental. Bagdad tiene una universidad inmensa, con seiscientos mil libros en su biblioteca, y más de seis mil estudiantes y maestros famosos. Pero nuestra pequeña madraza posee algo de lo que ellos carecen.

– ¿Qué es ese algo?-inquirió Rob, y el estudiante más antiguo lo condujo a una pared de la Casa de la Sabiduría totalmente dedicada a las obras de un sólo autor.

– Él -dijo Karim.

Esa tarde Rob vio al hombre que los persas llamaban Jefe de Príncipes. A primera vista, Ibn Sina le resultó decepcionante. Su turbante rojo de médico estaba desteñido y lo llevaba atado con descuido; su durra presentaba un aspecto lastimoso y era sencilla. Bajo y de calva incipiente, tenía la nariz bulbosa y con venitas, y un principio de papada bajo su larga barba. Era igual a cualquier árabe envejecido, hasta que Rob vio sus penetrantes ojos pardos, tristes y observadores, severos y curiosamente vivos, y de inmediato sintió que Ibn Sina veía cosas que resultaban invisibles para el hombre corriente.

Rob era uno de los siete estudiantes que, con cuatro médicos, seguían los pasos de Ibn Sina mientras recorría el hospital. Ese día el médico jefe se detuvo a corta distancia del jergón en el que yacía un hombre hecho una pasa y de miembros flacos.

– ¿Quién es el estudiante aprendiz de esta sección?

– Yo, maestro. Mirdin Askari.

"De modo que este es el primo de Aryeh”, se dijo Rob. Observó con interés al joven judío atezado, cuya mandíbula larga y los dientes blancos y cuadrados lo dotaban de una cara sencilla y simpática, como la de un caballo inteligente.

Ibn Sina señaló al paciente.

– Háblanos de él, Askari.

– Es Amahl Rabin, un camellero que vino al hospital hace tres semanas, con intensos dolores en la región lumbar. Al principio sospechamos que se había lesionado la espina dorsal estando borracho, pero en breve el dolor se extendió al testículo y al muslo derechos.

– ¿La orina? -preguntó Ibn Sina.

– Hasta el tercer día la orina era transparente. De color amarillo, claro. La mañana del tercer día, presentaba sangre, y por la tarde expulsó seis cálculos: cuatro granitos de arena y dos piedras del tamaño de un guisante pequeño. Desde entonces no ha sufrido dolores y su orina es transparente, pero no acepta alimentos.

Ibn Sina arrugó la frente.

– ¿Qué le habéis ofrecido?

El estudiante se mostró desconcertado.

– La ración habitual. Pilah de varios tipos. Huevos de gallina. Cordero, cebollas, pan… No prueba bocado. Han dejado de funcionarle los intestinos, su pulso es más lento y se va debilitando progresivamente.

Ibn Sina asintió y los miró a todos.

– ¿Qué lo aqueja, entonces?

Otro asistente hizo acopió de coraje.

– Creo, maestro, que sus intestinos se han retorcido, bloqueando el paso de alimentos a través de su cuerpo. El paciente lo ha percibido y no permite que nada entre en su boca.

– Gracias, Fadil ibn Parviz -dijo cortésmente Ibn Sina-. Pero en el caso de una lesión de ese tipo, el paciente comería y después vomitaría.

Esperó. Como nadie hizo ninguna observación, se acercó al paciente.

– Amahl -dijo-, yo soy Husayn el Médico, hijo de Abdullah, que era hijo de al-Hasan, que era hijo de Ali, que era hijo de Sina. Estos son mis amigos y serán amigos tuyos. ¿De dónde eres?

– De la aldea de Shaini, maestro -susurró el hombre del jergón.

– ¡Ah, eres un hombre de Fars! He pasado días muy felices en Fars. Los dátiles del oasis de Shaini son grandes y dulces, ¿verdad?

A Amahl se le llenaron los ojos de lágrimas y asintió torpemente.

– Askari, ve a buscar dátiles y un cuenco de leche tibia para nuestro amigo.

Al instante trajeron lo que había pedido Ibn Sina; médicos y estudiantes observaron cómo el enfermo comía vorazmente.

– Despacio, Amahl. Despacio, amigo mío -le advirtió Ibn Sina-. Askari, ocúpate de que cambien la dieta de nuestro amigo.

– Sí, maestro -dijo el judío mientras se alejaban.

– Siempre debemos recordar este detalle acerca de los enfermos que están a nuestro cuidado. Acuden a nosotros pero no se convierten en nosotros. Y con mucha frecuencia no comen lo que nosotros comemos. Los leones no paladean el heno cuando visitan al ganado.

"Los habitantes del desierto subsisten principalmente gracias a cuajadas agrias y preparados de lácteos similares. Los habitantes del Dar-ul-Maraz comen arroz y frutos secos. Los jorasaníes sólo ingieren sopa espesada con harina. Los indios comen guisantes, legumbres, aceite y especias picantes. Los pueblos de la Transoxiana toman vino y carne, sobre todo de caballo. Los de Fars y Arabistán se alimentan principalmente de dátiles. Los beduinos están acostumbrados a la carne, la leche de camello y las algarrobas. Los de Gurgan, los georgianos, los armenios y los europeos suelen tomar bebidas espirituosas con las comidas, y comen carne de vacas y cerdos.

Ibn Sina observó a los hombres reunidos a su alrededor.

– Los aterrorizamos, jóvenes maestros. Algunas veces no podemos salvarlos y otras los mata nuestro tratamiento. No los matemos también de hambre.

El Jefe de Príncipes se alejó andando, con las manos a la espalda.

A la mañana siguiente, en un pequeño anfiteatro con gradas de piedra, Rob asistió a su primera clase en la madraza. Por puro nerviosismo llegó temprano y estaba sólo en la cuarta fila cuando media docena de aprendices entraron juntos. Al principio no le prestaron atención. Por su conversación era evidente que uno de ellos, Fadil ibn Parviz, había sido notificado de que examinarían su aptitud para convertirse en médico, y sus compañeros reaccionaban con burlona envidia.

– ¿Sólo falta una semana para que te examines, Fadil? -dijo un asistente bajo y rechoncho-. ¡Mearás verde de miedo!

– Cierra tu boca gorda, Abbas Sefi, nariz de judío, picha cristiana. Tú no tienes nada que temer de los exámenes porque serás aprendiz más tiempo aún que Karim Harun -respondió Fadil.

Todos rieron. De pronto, Fadil notó la presencia de Rob y dijo:

– Salaam ¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo te llamas, Dhimmi?

– Jesse ben Benjamín.

– ¡Ah, el preso famoso! El cirujano barbero judío con un calaat del sha. Aquí descubrirás que hace falta algo más que un decreto real para llegar a ser médico.

El anfiteatro se estaba llenando. Mirdin Askari se abría paso por las gradas de piedra en busca de un lugar desocupado y Fadil lo llamó.

– ¡Askari! Ha llegado otro hebreo que quiere ser matasanos. Pronto seréis más que nosotros.

Askari los miró fríamente y se desentendió de Fadil como quien no hace caso de un insecto fastidioso.

Nuevos comentarios fueron interrumpidos por la llegada del profesor de filosofía, un hombre de expresión preocupada, llamado Sayyid Sadi.

Rob tuvo un indicio de lo que sería afanarse por ser aprendiz de médico, pues Sayyid paseó la mirada por la sala y notó una cara que le era desconocida.

– Tú, Dhimmi, ¿cómo te llamas?

– Soy Jesse ben Benjamín, maestro.

– Jesse ben Benjamín, dinos cómo describió Aristóteles la relación entre el cuerpo y el espíritu.

Rob meneó la cabeza.

– Está en su obra Sobre el alma -dijo impaciente el profesor.

– No conozco Sobre el alma. Nunca he leído a Aristóteles.

Sayyid Sadi lo observó consternado.

– Debes empezar a leerlo de inmediato.

Rob entendió muy poco de lo que dijo Sayyid Sadi en el transcurso de su clase.

Al terminar la lección, mientras el anfiteatro se estaba vaciando, abordó a Mirdin Askari.

– Te transmito los mejores deseos de tres hombres de Nasuat, Reb Lonzano ben Ezra, Reb Loeb ben Kohen, y tu primo Reb Aryeh Askari.

– Ah. ¿Fue afortunado su viaje?

– Creo que lo fue.

Mirdin asintió.

– Bien. He oído decir que tú eres un judío europeo. Ispahán te parecerá rara, pero casi todos somos de otros sitios.

Entre sus colegas aprendices, dijo, había catorce musulmanes de países del Califato oriental, siete musulmanes del Califato occidental y cinco judíos orientales.

– Entonces, ¿soy el sexto judío? Por lo que dijo Fadil ibn Pardiz, pensé que éramos más numerosos.

– ¡Oh, Fadil! Un solo aprendiz de medicina judío sería demasiado para el gusto de Fadil. Él es Ispahání, y los nacidos aquí consideran que Persia es la única nación civilizada y el Islam, la única religión. Cuando los musulmanes intercambian insultos, se dicen "judíos o cristianos”. Si están de buen humor, consideran el máximo alarde de ingenio llamarse Dhimmi mahometano.

Rob asintió, recordando que cuando el sha lo llamó “hebreo” todos habían reído.

– ¿Y eso te enfada?

– Eso hace que mi mente y mi orgullo se esfuercen más, para poder sonreír cuando dejo muy atrás a los aprendices musulmanes en la madraza. -miró con curiosidad a Rob-. Dicen que tú eres cirujano barbero. ¿Es verdad?

– Sí.

– Yo no hablaría de eso -advirtió cautamente Mirdin-. Los médicos persas opinan que los cirujanos barberos son…

– ¿Menos que admirables?

– No son apreciados.

– Me da exactamente lo mismo. Yo no me disculpo por lo que soy.

Creyó notar un destello de aprobación en los ojos de Mirdin, pero si lo hubo desapareció en un instante.

– No tienes por qué hacerlo -dijo Mirdin, inclinó la cabeza fríamente y abandonó el anfiteatro.

Una lección de teología islámica impartida por un gordo mullah que se llamaba Abul Bakr sólo fue un poco mejor que la clase de filosofía. El Corán se dividía en ciento catorce capítulos llamados azoras. La longitud de las azoras variaba desde unas pocas líneas hasta varios centenares de versículos y Rob se enteró, con gran desaliento, de que no podría graduarse en la madraza hasta haber memorizado las azoras más importantes.

En la clase siguiente, a cargo de un cirujano maestro llamado Abu Ubayd al-Juzjani, este le ordenó que leyera Los diez tratados sobre el ojo, de Hunayn. Al-Juzjani era menudo, moreno y temible, de mirada pertinaz y el talante de un oso que acaba de despertarse. La rápida acumulación de tareas asignadas estremeció a Rob, pero estaba interesado en la clase de al-Juzjani acerca de la opacidad que cubría los ojos de tanta gente y la privaba de la visión.

– Se cree que tal ceguera es provocada por un derrame de humor corrupto en el ojo -dijo al-Juzjani-. Por esta razón los médicos persas primitivos dieron a esa dolencia el nombre de razul-i-ab, o "descenso de agua”, que se ha vulgarizado en cascada o catarata.

El cirujano agregó que la mayoría de las cataratas empezaban como un puntito en el cristalino, que apenas interfería la visión, pero que gradualmente se extendía hasta que todo el cristalino se volvía blanco lechoso y producía la ceguera.

Rob observó cómo extirpaba al-Juzjani las cataratas de un gato muerto.

Poco después sus ayudantes pasaron entre los aprendices distribuyendo cadáveres de animales para que repitieran el procedimiento en perros, gatos e incluso gallinas. A él le tocó un perro abigarrado de mirada fija, la expresión de un gruñido permanente, y sin patas delanteras. A Rob le temblaban las manos y no tenía idea de qué debía hacer. Pero cobró valor al recordar cómo Merlín había librado a Edgar Thorpe de su ceguera porque le habían enseñado la operación en aquella misma escuela, quizá en la misma aula.

De súbito, al-Juzjani se inclinó sobre él y observó de cerca el ojo de su perro muerto.

– Apoya la aguja en el punto en que tienes la intención de efectuar la extirpación, y haz una punción -dijo con tono áspero-. Luego mueve la punta hacia el ángulo exterior del ojo, al mismo nivel y ligeramente por encima de la pupila. Eso hará que la catarata se hunda por debajo. Cuando operes el ojo derecho, debes sostener la aguja en la mano izquierda y proceder en sentido contrario.

Rob siguió las instrucciones, pensando en los hombres y mujeres que a lo largo de los años habían pasado tras su biombo de cirujano barbero con los ojos opacos y por quienes no había podido hacer nada.

"¡Al diablo con Aristóteles y el Corán! Para esto he venido a Persia.”, se dijo, exultante.

Aquella tarde formaba parte del grupo de aprendices que seguían a al-Juzjani por el maristán como acólitos de un obispo. Al-Juzjani visitó pacientes, transmitió conocimientos, hizo comentarios e interrogó a los estudiantes mientras cambiaba vendajes y retiraba suturas. Rob vio que era un cirujano hábil y de variados conocimientos: ese día había en el hospital pacientes suyos que se recuperaban de operaciones de cataratas, de un brazo aplastado y amputado, de extirpación de bubas, de circuncisiones y del cierre de una herida en la cara de un chico, cuya mejilla había sido perforada por un palo puntiagudo.

Cuando al-Juzjani terminó la ronda, Rob volvió a recorrer el hospital, esta vez detrás del hakim Jalal-ul-Din, un médico cuyos pacientes llevaban complejos sistemas de retractores, empalmes, cuerdas y poleas que Rob contempló entusiasmado.

Había esperado nervioso que lo llamaran o interrogaran, pero ningún médico se dio por enterado de su existencia. Cuando Jalal terminó, Rob ayudó a los sirvientes a alimentar a los pacientes y a retirar lavazas.

Fue a buscar libros al salir del hospital. Había un gran número de ejemplares del Corán en la biblioteca de la madraza, y también encontró Sobre el alma. Pero le dijeron que el único ejemplar de Los diez tratados sobre el ojo de Hunayn había sido sacado por otro, y que media docena de estudiantes habían pedido el libro antes que él.

El guardián de la Casa de la Sabiduría era Yussuf-ul-Gamal, un amable calígrafo que pasaba el tiempo libre con la tinta y la pluma, haciendo copias de libros traídos de Bagdad.

– Has tardado demasiado. Transcurrirán algunas semanas hasta que puedas disponer de los diez tratados sobre el ojo -dijo-. Cuando un profesor aconseja un libro tienes que venir a verme rápidamente, antes de que lleguen otros.

Rob asintió, preocupado. Llevó los dos libros a casa, deteniéndose únicamente en el mercado judío para comprarle una lámpara de aceite a una mujer de mandíbulas fuertes y ojos grises.

– ¿Tú eres el europeo?

– Sí.

Ella sonrió de oreja a oreja.

– Somos vecinos. Yo soy Hinda, mujer de Tall Isak, y vivo tres casas al norte de la tuya. Debes visitarnos.

Rob le dio las gracias y sonrió, animado.

– Para ti, el precio más bajo. ¡Mi mejor precio para un judío que le arrancó un calaat a ese rey!

En la posada de Salman el Pequeño comió pilah, pero se incomodó cuando el posadero llevó a otros dos vecinos a que conocieran al judío que había conseguido el calaat. Eran jóvenes robustos, que oficiaban de picapedreros, Chofni y Shemuel hnai Chivi, hijos de la viuda Nitka la Partera, que vivían en el extremo de su calle. Los hermanos le palmearon la espalda, le dieron la bienvenida y trataron de invitarlo a beber vino.

– ¡Háblanos del calaat, háblanos de Europa! -gritó Chofni.

La camaradería era tentadora, pero escapó a la soledad de su casa. Después de atender a los animales leyó a Aristóteles en el jardín y lo encontró difícil; no llegaba a comprenderlo, y estaba acobardado por su ignorancia.

Cuando cayó la oscuridad entró, encendió la lámpara y se dedicó al Corán. Las azoras parecían organizadas según su longitud, con los capítulos más largos al principio. Pero ¿cuáles eran las azoras importantes que debía memorizar? No tenía la menor idea. Y había muchísimos pasajes introductorios: ¿eran importantes?

Estaba desesperado, y pensó que tenía que empezar por algún lado.

Gloria a Dios el Altísimo lleno de Gracia y Misericordia, Él creo Todo, incluido el hombre.

Leyó los párrafos repetidas veces, pero después de memorizar unos pocos versos, se le cerraron los párpados. Completamente vestido, cayó en un profundo sueño en el suelo iluminado por la lámpara, como quien intenta escapar a un desvelo doloroso y vejatorio.

LA INVITACIÓN

Todas las mañanas, Rob era despertado por el sol naciente que se colaba a través de la estrecha ventana de su habitación, arrancando reflejos dorados a los tejados de las casas delirantemente inclinadas del Yehuddiyyeh. La gente salía a la calle al amanecer: los hombres para asistir a las oraciones matinales en las sinagogas, las mujeres, presurosas, para atender los puestos del mercado o hacer las compras temprano, con el fin de conseguir los mejores productos del día.

En la casa vecina, al norte, vivía el zapatero Yaakob ben Rashi, su esposa Naoma y su hija Lea. Al otro lado habitaba el panadero Micah Halevi, su mujer Yudit y tres hijas pequeñas. Rob llevaba pocos días en el Yehuddiyyeh cuando Micah envió a Yudit a su casa con objeto de entregarle un pan redondo y chato para el desayuno, recién salido del horno. Fuera donde fuese en el Yehuddiyyeh, todos tenían una palabra amable para el judío extranjero que había ganado el calaat.

Era menos popular en la madraza, donde los estudiantes musulmanes nunca lo llamaban por su nombre y se complacían en tildarlo de Dhimmi, y donde hasta sus compañeros judíos lo llamaban europeo.

Si bien su experiencia como cirujano barbero no era admirada, le fue útil en el maristán, donde en tres días resultó evidente que sabía vendar, sangrar y entablillar fracturas sencillas con la misma habilidad que un graduado.

Lo aliviaron de la faena de juntar lavazas y le asignaron tareas más relacionadas con el cuidado de los enfermos, lo que volvió un poco más soportable su vida.

Cuando preguntó a Abul Bakr cuáles eran las azoras importantes entre las ciento catorce del Corán, no logró una respuesta concreta.

– Todas son importantes -dijo el gordo mullah-. Algunas son más importantes a juicio de un estudioso, y otras a juicio de otro estudioso.

– Pero no podré graduarme a menos que haya memorizado las azoras importantes. Si no me dices cuáles son, ¿cómo puedo saberlo?

– Ah -respondió el profesor de teología-. Tienes que estudiar el Corán y Alá (¡exaltado sea!) te las revelará.

Sentía el peso de Mahoma sobre sus espaldas, los ojos de Alá siempre puestos en él. En el último rincón de la escuela estaba, inevitablemente, el Islam. En todas las clases había un mullah para cerciorarse de que Alá (¡grande y poderoso sea!) no fuera profanado.

La primera clase de Rob con Ibn Sina fue una lección de anatomía en la que disecaron un enorme cerdo, prohibido a los musulmanes como alimento, pero permitido para su estudio.

– El cerdo es un sujeto anatómico especialmente apto, porque sus órganos internos son idénticos a los del hombre -dijo Ibn Sina mientras cortaba diestramente el pellejo.

El animal estaba lleno de tumores.

– Estos bultos de superficie lisa no causaran daño, con toda probabilidad. Pero algunos han crecido con gran rapidez…, como estos. -Ibn Sina inclinó la pesada res para que pudieran observarlos mejor-. Estos agrupamientos carnosos se han apiñado hasta semejar la cabeza de una coliflor, y los tumores en coliflor son mortales.

– ¿Aparecen en los seres humanos? -preguntó Rob.

– No lo sabemos.

– ¿No podemos buscarlos?

El mutismo fue general: los demás estudiantes enmudecieron, desdeñosos, ante el diablo extranjero e infiel, y los instructores adoptaron una actitud de alerta. El mullah que había sacrificado al cerdo levantó la cabeza de su libro de oraciones.

– Está escrito -contestó Ibn Sina con mucho cuidado- que los muertos se levantarán y serán saludados por el Profeta (¡que Dios lo bendiga y lo salude!) para volver a vivir. A la espera de ese día, sus cuerpos no deben estar mutilados.

Rob asintió. El mullah volvió a sus oraciones e Ibn Sina reanudó la lección.

Esa tarde estaba en el maristán el hakim Fadil Ibn Parviz, con el turbante rojo de médico, recibiendo las felicitaciones de los aprendices porque había aprobado el examen. Rob no tenía ningún motivo para simpatizar con Fadil, pero se alegró y se exaltó, porque el éxito de cualquier estudiante podía algún día ser el propio.

Fadil y al-Juzjani eran los médicos que ese día hacían las rondas, y Rob los siguió con otros cuatro aprendices: Abbas Sefi, Omar Nivahend, Suleiman-al-Gamal y Sabit ihn Qurra. En el último momento, Ibn Sina se unió a al-Juzjani y a Fadil, y Rob sintió el aumento general del nerviosismo, la leve excitación que siempre se producía en presencia del médico jefe.

En breve llegaron al recinto de los pacientes con tumores. En el jergón más próximo a la entrada yacía una figura inmóvil y con los ojos hundidos.

Hicieron un alto alejados del paciente.

– Jesse ben Benjamín, háblanos de este hombre -dijo al-Juzjani.

– Se llama Ismail Ghazali. No conoce su edad, pero dice que nació en Khur durante las grandes inundaciones de primavera. Me han dicho que eso ocurrió hace treinta y cuatro años.

Al-Juzjani asintió aprobadoramente.

– Tiene tumores en el cuello, debajo de los brazos y en la entrepierna, que le producen un terrible dolor. Su padre falleció de una enfermedad similar cuando Ismail Ghazali era pequeño. Le atormenta orinar. Sus aguas son de color amarillo oscuro, con matices semejantes a pequeñas hebras rojas. No puede comer más de una o dos cucharadas de gachas sin vomitar, de modo que se le administra una alimentación ligera tan a menudo como la tolera.

– ¿Lo has sangrado hoy? -preguntó al-Juzjani.

– No, hakim.

– ¿Por qué?

– Es innecesario causarle más dolor. -Si Rob no hubiese estado pensando en el cerdo y preguntándose si el cuerpo de Ismail Ghazali estaba siendo consumido por tumores en coliflor, probablemente no hubiera caído en la trampa-. Al caer la noche estará muerto.

Al-Juzjani lo miró atónito.

– ¿Por qué piensas eso? -inquirió Ibn Sina.

Todas las miradas confluyeron en Rob, pero él sabía que no debía intentar una explicación.

– Lo sé -dijo finalmente.

Fadil olvidó su nueva dignidad y soltó una carcajada. Al-Juzjani se puso rojo de indignación, pero Ibn Sina levantó la mano indicando a los otros médicos que debían seguir su camino.

El incidente puso fin a la exaltación optimista de Rob. Esa noche le resultó imposible estudiar. "Asistir a la escuela es una equivocación”, se dijo.

Nada podía hacer de él lo que no era, y tal vez había llegado la hora de reconocer que no estaba destinado a ser médico.

Pero a la mañana siguiente fue a la escuela y asistió a tres clases; por la tarde se obligó a ir detrás de al-Juzjani en su visita a los pacientes. Cuando iniciaron la ronda, Rob notó angustiado que Ibn Sina se unía a ellos, como había hecho el día anterior.

Al llegar a la sección de pacientes con tumores, un mozalbete ocupaba el jergón más cercano a la puerta.

– ¿Dónde está Ismail Ghazali? -preguntó al-Juzjani al enfermero.

– Se lo llevaron durante la noche, hakim.

Al-Juzjani no hizo ningún comentario.

Mientras seguían camino, trató a Rob con el gélido desprecio correspondiente a un Dhimmi extranjero que ha acertado una adivinanza.

Pero concluidas las visitas, Rob sintió una mano apoyada en el brazo, se volvió y encontró la mirada de los ojos inquietantes del Jefe de Príncipes.

– Esta noche compartirás mi cena -dijo Ibn Sina.

Rob estaba nervioso y expectante mientras seguía las instrucciones del médico jefe montado en su caballo por la avenida de los Mil Jardines hasta la senda que llevaba a la casa de Ibn Sina. Se encontró ante una gran residencia de piedra, con dos torres, enclavada entre huertos colgantes y viñedos. También Ibn Sina había recibido una "prenda real” del sha, pero su calaat le llegó cuando era famoso y venerado, por lo que el regalo había sido principesco.

Un guardia lo esperaba, se hizo cargo de su caballo y lo hizo pasar a la finca amurallada. El sendero hasta la casa era de grava tan triturada, que sus pisadas sonaban como susurros. Cuando estaba muy cerca de la entrada, se abrió una puerta lateral y por ella salió una mujer. Joven y garbosa, llevaba una casaca de terciopelo rojo hasta la cintura, con bordes de oropel, encima de un vestido holgado de algodón, con estampados floreados. Aunque menuda, su andar era el de una reina. Varios brazaletes de abalorios rodeaban sus tobillos en el punto en que sus pantalones carmesí se ceñían y terminaban en flecos de lana sobre sus suaves talones desnudos. La hija de Ibn Sina -si era su hija- lo escudriñó a fondo antes de apartar su cara, cubierta con un velo de la mirada de un hombre, según lo prescrito por el Islam.

Detrás había una figura con turbante, enorme como una pesadilla. El eunuco tenía la mano en la empuñadura alhajada de la daga que colgaba de su cinturón y no desvió los ojos, sino que observó siniestramente a Rob hasta que su señora atravesó sana y salva una puerta de la tapia que daba al jardín.

Rob seguía con la vista fija en ellos cuando se abrió la puerta delantera -una sola losa grande- sobre los goznes aceitados y un sirviente lo hizo pasar a una espaciosa frescura.

– Ah, joven amigo. Bienvenido seas a mi casa.

Ibn Sina lo condujo a través de una serie de vastas estancias cuyas paredes de azulejos estaban adornadas con ricas colgaduras tejidas, de los colores de la tierra y el cielo. Las alfombras de los suelos de piedra eran espesas como el césped. En un jardín en forma de atrio, en el centro de la casa, habían dispuesto una mesa cerca de una fuente.

Rob se sintió torpe, porque nunca un sirviente lo había ayudado a sentarse. Otro llevó una bandeja de barro con pan chato, e Ibn Sina entonó su oración islámica con desentonado desenfado.

– ¿Quieres decir tu bendición? -preguntó cortésmente.

Rob partió uno de los panes y todo fue fácil, pues se había acostumbrado a la acción de gracias hebrea: "Bendito seas Tu, oh Señor Dios nuestro, Rey del Universo, que produce el pan de la tierra.”

– Amén -dijo Ibn Sina.

La comida era sencilla y excelente: pepinos troceados con menta y una pesada leche agria, un pilah ligero preparado con trozos de cordero magro y pollo, cerezas y albaricoques cocidos, y un refrescante sherbel de zumo de frutas.

Después de comer, un hombre con un anillo en la nariz, particularidad que señalaba su condición de esclavo, llevó paños húmedos para las manos y las caras, en tanto otros esclavos limpiaban la mesa y encendían antorchas humeantes para ahuyentar a los insectos.

Les llevaron un cuenco con abundantes pistachos. Se sentaron, cascaron los frutos con los dientes y masticaron en sociable compañía.

– Bien. -Ibn Sina se inclinó y sus excepcionales ojos, que podían transmitir tantas cosas, brillaron atentos bajo la luz de las antorchas-. Hablemos de la razón por la que sabías que Ismail Hazali estaba a punto de morir.

Rob le contó que a los nueve años, cogiendo la mano de su madre supo que moriría, y que de la misma manera había conocido la muerte inminente de su padre.

Describió los otros casos de personas cuya mano en las suyas le había transmitido el penetrante pavor y la cruel revelación.

Ibn Sina lo interrogó pacientemente mientras le informaba de cada caso, sondeando su memoria para asegurarse de que no pasara por alto ningún detalle. Gradualmente, desapareció la reserva en la expresión del anciano.

– Muéstrame lo que haces.

Rob cogió las manos de Ibn Sina y lo miró a los ojos; poco después sonrió.

– Por ahora no tienes que temer la muerte.

– Tú tampoco -dijo tranquilamente el médico.

Pasaron unos segundos y Rob pensó: "¡Santo Cristo!”

– ¿Es en verdad algo que tú también sientes, médico jefe?

Ibn Sina meneó la cabeza.

– No del mismo modo que tú. En mí se manifiesta como una certeza en lo más profundo…, como un fuerte instinto de que el paciente morirá o vivirá. A lo largo de los años he hablado con otros médicos que comparten esta intuición, y somos una hermandad más numerosa de lo que tú imaginas. Pero nunca conocí a alguien en quien el don fuese tan potente como en ti. Es una responsabilidad, y para estar a su altura deberás convertirte en un excelente medico.

Esas palabras trajeron a Rob a la cruda realidad, y suspiró pesaroso.

– Es posible que no logre completar mis estudios de medicina, pues no soy un erudito. Vuestros estudiantes musulmanes han sido alimentados por la fuerza con el aprendizaje clásico durante toda su vida…, y los demás aprendices judíos fueron destetados en la feroz erudición de sus casas de estudios. Aquí, en la universidad, unos y otros cuentan con esa base, mientras yo sólo cuento con dos insignificantes años de escolaridad y una amplia ignorancia.

– Entonces debes trabajar más arduamente y a mayor velocidad que los demás -dijo Ibn Sina sin contemplaciones.

La desesperación volvió audaz a Rob:

– En la escuela se exige demasiado. Y hay cosas que no me interesan ni necesito. La filosofía, el Corán…

El Maestro lo interrumpió desdeñosamente.

– Estas cometiendo un error muy común. Si nunca has estudiado filosofía, ¿cómo puedes rechazarla? La ciencia y la medicina se ocupan del cuerpo, mientras la filosofía trata de la mente y del alma, tan necesarias para un médico como la comida y el aire. En cuanto a la teología, yo tenía memorizado todo el Corán a los diez años de edad. Es mi fe y no la tuya, pero no te hará ningún daño, y memorizar diez coranes sería un precio irrisorio si te sirviera para adquirir todos los conocimientos médicos.

"Tu mente es apta, porque vemos cómo aprendes una nueva lengua y advertimos que eres una persona de muchas otras formas. Pero no debes temer que el aprendizaje se convierta en una parte de ti mismo, de modo que te resulte tan natural como respirar. Tienes que expandir tu mente lo suficiente como para que asimile todo cuanto podemos transmitirte.

Rob estaba callado y atento.

– Yo tengo un don tan fuerte como el tuyo, Jesse ben Benjamín. Sé descubrir dónde hay un hombre que puede ser médico, y en ti percibo la necesidad de curar, una necesidad tan intensa que quema. Pero no es suficiente poseer esa necesidad. Un médico no se hace mediante un calaat. Por suerte, dado que ya hay demasiados médicos ignorantes. Por eso tenemos la escuela, para separar la paja del trigo. Y cuando encontramos un aprendiz meritorio, lo sometemos a pruebas especialmente rigurosas. Si nuestras pruebas son excesivas para ti, olvídanos y vuelve a tu oficio de cirujano barbero y a vender tus espurios ungüentos…

– Medicinas -corrigió Rob, airado.

– Tus espurias medicinas, entonces. Porque para ser hakim, hay que ganárselo. Si lo deseas, debes castigarte a ti mismo en beneficio del aprendizaje, buscar las ventajas que reporta alcanzar el nivel de los otros aprendices y sobrepasarlos. Tienes que estudiar con el fervor de los bendecidos o de los condenados.

Rob respiró hondo, con la mirada todavía clavada en Ibn Sina, y se dijo que no había hecho el esfuerzo de cruzar el mundo para fracasar.

Se levantó para retirarse y en ese preciso instante se le ocurrió una idea.

– Médico jefe, ¿tienes Los diez tratados del ojo, de Hunayn?

Ahora Ibn Sina sonrió.

– Lo tengo -dijo, y se apresuró a buscarlo para dárselo a su discípulo.

LA MAIDAN

A hora temprana de una mañana ajetreada, tres soldados fueron a buscarlo. Se puso tenso y se preparó para lo peor, aunque esta vez todos fueron amables y respetuosos, y no desenfundaron las porras. El principal, cuyo aliento delataba que se había desayunado con cebollas tiernas, hizo una profunda inclinación.

– Nos envían a informarte, maestro, que mañana, después de la Segunda Oración habrá una recepción en la corte. Se espera la asistencia de los receptores de calaats.

Así, a la mañana siguiente, Rob se encontró otra vez bajo la techumbre arqueada y dorada de la Sala de Columnas.

Esta vez las masas estaban ausentes, lo que lo apesadumbró, porque la Shahanshah resplandecía. Alá llevaba turbante, una túnica de ancho vuelo, zapatos puntiagudos de color púrpura, pantalones y perneras carmesí y una pesada corona de oro labrado. El imán Mirza-aboul Qandrasseh, el visir, ocupaba un trono cercano, más pequeño, y como de costumbre iba ataviado con la túnica negra de mullah.

Los beneficiarios del calaat permanecían apartados de los tronos, como observadores. Rob no vio a Ibn Sina y no reconoció a nadie salvo a Khuff, capitán de las Puertas.

Alrededor del sha se veían, en el suelo, brillantes alfombras con hebras de seda y oro. Acomodados en cojines, a ambos lados y dando frente al trono, había un grupo de hombres ricamente engalanados.

Rob se acercó a Khuff y le tocó el brazo.

– ¿Quiénes son? -susurró.

Khuff miró con desdén al hebreo extranjero pero respondió pacientemente, tal como le habían enseñado:

– El Imperio está dividido en catorce provincias, en las que hay quinientos cuarenta y cuatro Lugares Considerables: ciudades, recintos amurallados y castillos. Estos son los mirzes, chawns, sultanes y beglerbegs que gobiernan los principados sobre los que el sha Alá-al-Dawla ejerce su dominio.

Rob supuso que en breve se iniciarían las ceremonias, porque Khuff se alejó deprisa y se apostó junto a la puerta por la parte interior.

El embajador de Armenia fue el primero de los enviados que entró cabalgando en la sala. Todavía era joven, con barba y pelo negros, pero por lo demás una eminencia gris montada en una yegua gris y con rabos de zorro plateado sobre una túnica de seda gris. Khuff lo detuvo a ciento cincuenta pasos del trono, lo ayudó a desmontar y lo condujo hasta el trono para que besara los pies de Alá.

A continuación, el embajador presentó al sha lujosos regalos de su soberano, incluido un gran farol de cristal, nueve pequeños espejos en marcos de oro, ciento veinte varas de paño morado, veinte frascos de fina esencia y cincuenta cibelinas.

Apenas interesado, Alá dio la bienvenida al armenio, y por su intermedio, las gracias a su señor por los magníficos regalos.

Después entró el embajador de los jazaros, que fue recibido por Khuff.

Se repitieron idénticos gestos, salvo que el regalo del soberano consistía en tres finos caballos árabes y un cachorro de león encadenado, que no estaba domesticado, por lo que, en medio de su terror, defecó en la alfombra de seda y oro.

Reinó el más absoluto silencio y todos aguardaron la reacción del sha. Alá no arrugó el ceño ni sonrió; esperó a que los esclavos y sirvientes se llevaran sin dilaciones la ofensiva ofrenda, los regalos y al embajador. Los cortesanos que estaban sentados en sus cojines a los pies del sha, permanecieron como estatuas inanimadas, con los ojos fijos en el Rey de Reyes. Eran sombras dispuestas a moverse con los movimientos del cuerpo de Alá. Finalmente, hubo una señal imperceptible y un relajamiento general, cuando el siguiente enviado, del emir de Qarmatía, fue anunciado y entró en la sala montado en un caballo castaño cobrizo.

Rob siguió observando todo respetuosamente, pero en su interior se alejó de la corte y empezó a repasar sus lecciones en silencio. Los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire; las cualidades reconocidas por el tacto: frío, calor, sequedad y humedad; los temperamentos: sanguíneo, flemático, colérico y saturnino; las facultades: natural, animal y vital.

Imaginó las distintas partes del ojo tal como las había enumerado Hunayn, nombró siete hierbas y medicamentos recomendados para los escalofríos y dieciocho para las fiebres, e incluso recitó varias veces las nueve primeras estrofas de la tercera azora del Corán, titulada "La familia de Imran".

Se estaba complaciendo con estos pensamientos cuando fue interrumpido, pues vio a Khuff enzarzado en un tenso intercambio de palabras con un imperioso anciano de pelo cano que cabalgaba un semental castaño muy nervioso.

– ¡Me presentan en último lugar porque represento a los turcos seljucíes! ¡Esto es un desaire deliberado a mi pueblo!

– Alguien tiene que ser último, Hadad Khan, y hoy le ha tocado a Vuestra Excelencia -replicó serenamente el capitán de las Puertas.

Enfurecido, el embajador intentó adelantar a Khuff con su caballo y llegar cabalgando al trono. El viejo militar canoso fingió que el culpable era el corcel y no el jinete.

– ¡Eh!-gritó Khuff, que aferró la brida y golpeó repetida y bruscamente el hocico del animal con su porra, haciéndolo retroceder y gemir.

Los soldados controlaron al alazán mientras Khuff ayudaba a desmontar a Hadad Khan con manos no del todo suaves, y lo acompañaba al trono.

El seljucí hizo el razjiemin a la ligera, y con voz temblorosa transmitió los saludos de su jefe, Toghrul-Beg, sin presentar ningún regalo.

El sha Alá no le dirigió la palabra; lo despidió con ademán frío y así acabo la recepción.

Rob pensó que, con excepción del embajador seljucí y el episodio del león, todo había sido muy aburrido.

Le habría gustado mejorar la casita del Yehuddiyyeh. El trabajo no le habría llevado más de unos días, pero una hora se había convertido en un bien precioso, y los alféizares quedaron sin reparar, las paredes agrietadas sin enlucir, los albaricoqueros sin podar y el jardín se lleno de hierbajos.

Compró a Hinda, la vendedora del mercado judío, tres mezuzot, los pequeños tubitos de madera que contenían minúsculos pergaminos arrollados con fragmentos de la Escritura. Formaban parte de su disfraz. Los fijó en la jamba derecha de cada una de sus puertas, a no menos de un palmo de la parte superior, tal como recordaba que estaban colocados los mezuzot en las casas judías de Tryavna. Explicó lo que necesitaba a un carpintero indio, e hizo dibujos en la tierra. Sin la menor dificultad, el hombre le construyó una mesa de olivo bastamente cortada y una silla de pino al estilo europeo. También compró algunos utensilios de cocina a un calderero. Por lo demás, le preocupaba tan poco la casa, que podría haber vivido en una cueva.

Se acercaba el invierno. Las tardes seguían siendo calurosas, pero el aire nocturno que se filtraba por las ventanas era fresco, anunciando el cambio de clima. Encontró unas cuantas pieles de carnero baratas en el mercado armenio y comenzó a dormir envuelto en ellas, agradecido.

Un viernes por la noche, su vecino, el zapatero Yaakob ben Rashi, lo convenció para que fuera a su casa a compartir la comida del sábado. La casa era modesta pero cómoda, y al principio Rob disfrutó de la hospitalidad. Naoma, la mujer de Yaakob, se cubrió la cara y pronunció la bendición de las velas. La rolliza hija, Lea, sirvió una buena comida compuesta por pescado de río, gallina guisada, pilah y vino. Lea mantenía la vista pudorosamente baja, pero en varias ocasiones sonrió a Rob. Estaba en edad de casarse, y dos veces, durante la cena, su padre hizo algunas insinuaciones prudentes acerca de una dote considerable. La decepción fue general cuando Rob les dio las gracias y se marchó temprano, para retornar a sus libros.

En la vida de Rob se estableció una pauta. La observancia religiosa cotidiana era obligatoria para los estudiantes de la madraza, pero se permitía a los judíos asistir a sus propios servicios, de modo que todas las mañanas iba a la sinagoga Casa de Paz. El hebreo de las oraciones shaharit ya le resultaba familiar, pero muchas seguían siendo intraducibles, como sílabas sin sentido; no obstante, el balanceo y el cántico eran una forma serena de empezar el día.

Las mañanas estaban ocupadas por las clases de filosofía y de religión, a las que asistía con porfiada determinación, y por una serie de cursos médicos.

Mejoraban sus conocimientos de la lengua persa, pero a veces, durante una clase, no tenía más remedio que preguntar el significado de una palabra o de una expresión. Algunas veces otros estudiantes se la explicaban, pero a menudo nadie le contestaba.

Una mañana, el maestro de filosofía, Sayyid Sadi, mencionó los gashtagh-daftaran.

Rob se inclinó hacia Abbas Sefi, que estaba sentado a su lado.

– ¿Qué quiere decir gashtagh-daftaran?

Pero el rechoncho aprendiz de médico se limitó a dedicarle una mirada de enfado y meneó la cabeza.

Rob sintió que le tocaban la espalda. Se volvió y vio a Karim Harun en la grada de piedra superior. Karim sonrió.

– Una orden de antiguos escribas -le susurró-. Transcribieron la historia de la astrología y la ciencia persa primitiva.

El asiento de su lado estaba desocupado y lo señaló. Rob se trasladó a él. A partir de ese día, cuando llegaba a una clase miraba a su alrededor, y si estaba Karim se sentaban juntos.

La mejor hora del día era la tarde, cuando trabajaba en el maristán. Y resultó mejor aún cuando llevaba tres meses en la escuela y le correspondió examinar a los nuevos pacientes. El proceso de admisión lo asombró por su complejidad. Al-Juzjani le enseñó cómo se hacía.

– Escucha bien, porque esta es una tarea importante.

– Sí, Hakim.

Había aprendido a prestar mucha atención a al-Juzjani, porque a los pocos días de llegar supo que, junto con Ibn Sina, al-Juzjani era el mejor médico del maristán. Varios condiscípulos le habían contado que al-Juzjani había sido ayudante y segundo de Ibn Sina prácticamente durante toda su vida, pero al-Juzjani hablaba con autoridad propia.

– Debes tomar nota de la historia detallada del paciente, y a la primera oportunidad revisarla en todos sus pormenores con un médico.

Se preguntaba a cada enfermo sobre su ocupación, hábitos, exposición a enfermedades contagiosas, dolencias del pecho, el estómago y las vías urinarias. Se lo desnudaba por completo y se le sometía a un examen médico, que incluía una adecuada inspección del esputo, el vómito, la orina y las heces así como una evaluación del pulso y un intento por determinar fiebre según la temperatura de la piel.

Al-Juzjani le enseñó a pasar las manos sobre ambos brazos del paciente al mismo tiempo, luego sobre las dos piernas y después a cada costado de su cuerpo, porque cualquier defecto, hinchazón u otra irregularidad quedaría de manifiesto, pues al tacto se diferenciaría del miembro o costado sano.

También le indicó cómo se tocaba el cuerpo del paciente con golpes definidos y breves de las yemas de los dedos, con la intención de descubrir su mal oyendo algún sonido anormal. Casi todo ello era nuevo y extraño para Rob, pero no tardó en familiarizarse con la rutina, y le resultó fácil porque había trabajado muchos años con pacientes.

Los momentos difíciles comenzaban al atardecer, tras la llegada a su casa en el Yehuddiyyeh, porque entonces se iniciaba la batalla entre la necesidad de estudiar y la necesidad de dormir. Aristóteles resultó ser un viejo sabio griego, y Rob descubrió que si un tema resultaba cautivante, el estudio dejaba de ser una tarea pesada para transformarse en placer. Fue un descubrimiento trascendental, quizá lo único que le permitía trabajar tan obstinadamente como fuera necesario, pues Sayyid Sadi le encargó en seguida las lecturas de Platón y Heráclito. Al-Juzjani, con tanta indiferencia como si le pidiera que agregara un leño al fuego, le mandó que leyera los doce libros que abordaban la medicina en la Historia Naturalis de Plinio, "como preparación para leer todo Galeno el año que viene".

Y constantemente debía memorizar el Corán. Cuanto más guardaba en su memoria, más resentido se volvía. El Corán era la compilación oficial de las prédicas del Profeta, y el mensaje de Mahoma había sido esencialmente el mismo durante una infinidad de años. El libro era repetitivo y estaba plagado de calumnias contra judíos y cristianos.

Pero perseveró. Vendió el burro y la mula para no emplear un minuto atendiéndolos y alimentándolos. Comía deprisa y sin placer; la frivolidad no tenía lugar en su vida. Todas las noches leía hasta que no podía más y aprendió a poner cantidades ínfimas de aceite en sus lámparas, a fin de que se consumieran después de que su cabeza se hundiera entre sus brazos y él se durmiera sobre los libros. Ahora entendía por qué Dios le había dado un cuerpo grande y fuerte y buena vista, pues se exigía hasta el límite de su resistencia en su intento de formarse como erudito.

Una noche, consciente de que ya no podía estudiar más y debía evadirse, huyó de la casita del Yehuddiyyeh y se sumergió en la vida nocturna de las maidans.

Se había acostumbrado a las grandes plazas tal como se veían de día: espacios abiertos castigados por el sol, con pocos paseantes y algún hombre dormido hecho un ovillo en un fragmento de sombra. Descubrió que de noche las plazas rebosaban de gente y de vida, con bulliciosas celebraciones en las que se apiñaban los hombres del pueblo llano persa.

Todos parecían hablar y reír al mismo tiempo, produciendo un clamor más estruendoso que varias ferias de Glastonbury juntas. Un grupo de malabaristas cantores usaban cinco pelotas para sus juegos; eran divertidos y hábiles, y sintió la tentación de sumarse a ellos. Unos luchadores musculosos, con sus pesados cuerpos untados con grasa animal para dificultar que sus oponentes hicieran presa en ellos, se esforzaban mientras los mirones gritaban consejos y cruzaban apuestas. Los titiriteros representaron una obra de color subido, los acróbatas dieron saltos mortales, y vendedores de comidas y mercancías diversas competían entre sí para atraer a los compradores.

Rob interrumpió sus pasos en un puesto de libros iluminado por antorchas, donde el primer volumen que hojeó era una colección de dibujos.

Cada uno de estos mostraba al mismo hombre con la misma mujer, astutamente representados en una variedad de posturas amorosas que nunca había visto ni con la imaginación.

– Las sesenta y cuatro en imágenes, maestro -dijo el librero.

Rob no tenía la menor idea de qué eran las sesenta y cuatro. Sabía que iba contra la ley islámica vender o poseer dibujos de formas humanas, porque el Corán decía que ¡Alá exaltado sea! era el solo y único creador de vida. Pero el libro lo fascinó y lo compró.

Después entró en una especie de fonda, donde la atmósfera estaba cargada de cháchara y pidió vino.

– Nada de vino. Esto es una ai-khana, una casa de te -dijo el afeminado camarero-. Puedes tomar chai o sherbet, o agua de rosas hervida con cardamomo.

– ¿Qué es chai?

– Una bebida excelente. Viene de la India, creo. O tal vez nos llega por la Ruta de la Seda.

Rob pidió chai y un plato con caramelos.

– Tenemos un lugar íntimo. ¿Quieres un muchacho?

– No.

La bebida estaba muy caliente, era de color ámbar y con un sabor que le hizo arrugar los labios; Rob no supo decidir si le gustaba o no, pero los caramelos eran buenísimos. Desde las galerías altas de las arcadas cerca de la matdan, llegaba una resonante melodía, y cuando miró al otro lado de la plaza vio que la música era interpretada en unas trompetas de cobre reluciente, de más de dos varas y media de longitud. Permaneció en la chakhana tenuemente iluminada, observando a la multitud y bebiendo un chai tras otro, hasta que un cuentero entretuvo a los parroquianos con una anécdota de Jamshid, cuarto de los reyes héroes.

La mitología no atraía a Rob más que la pederastía, así que pagó al camarero y se abrió paso entre la muchedumbre, hasta llegar al extremo de la maidan. Se quedó un rato observando los coches tirados por mulas que daban vueltas a la plaza lentamente, porque otros estudiantes se los habían mencionado.

Finalmente, contrató un coche bien cuidado, con una lila pintada en la portezuela.

En el interior reinaba la oscuridad. La mujer esperó a que las mulas tiraran del carro para moverse.

Poco después, Rob la vio lo bastante bien como para saber que el cuerpo entrado en carnes tenía edad suficiente para ser su madre. Durante el acto, la mujer le gustó, porque era una prostituta que no pretendía engañar a nadie; así pues, no simuló pasión ni fingió goce: se limitó a complacerlo suavemente y con habilidad.

Después la mujer tiró de un cordón, lo que significaba que habían terminado, y el alcahuete del pescante refrenó las mulas.

– Llévame al Yehuddiyyeh -gritó Rob-. Te pagaré el tiempo de ella.

Viajaron en amable compañía en el coche que se balanceaba de un lado a otro.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Rob a la mujer.

– Lorna.

Bien entrenada, no le preguntó a él su nombre.

– Yo soy Jesse ben Benjamín.

– Estás bien hecho, Dhimmi -comentó ella tímidamente y le toco los músculos apretados de sus hombros-. ¿Por qué son como nudos de cuerda? ¿Qué temes, encontrarte con un joven robusto como tú?

– Temo ser un buey cuando tengo que ser un zorro -dijo Rob, sonriente en la oscuridad.

– Por lo que he visto, de buey no tienes nada -dijo la mujer secamente-. ¿Cuál es tu ocupación?

– Estudio en el maristán porque quiero ser médico.

– Ah. Como el Jefe de Príncipes. Mi prima ha sido cocinera de su primera esposa desde que Ibn Sina está en Ispahán.

– ¿Sabes cómo se llama su hija? -preguntó Rob segundos después.

– No tiene ninguna hija. Ibn Sina carece de prole. A sus dos esposas, Reza la Piadosa, que es vieja y achacosa, y Despina la Fea, que es joven y hermosa, ¡Alá exaltado sea! no las ha bendecido con descendencia.

– Comprendo -dijo Rob.

La usó cómodamente una vez más antes de que el carruaje llegara al Yehuddiyyeh. Una vez allí, orientó al conductor hasta su casa y pagó bien a ambos por haberle posibilitado llegar, encender las lámparas y enfrentarse a sus mejores amigos y peores enemigos: los libros.

LA DIVERSIÓN DEL SHA

Estaba en una ciudad y rodeado de gente, pero llevaba una existencia solitaria. Todas las mañanas se ponía en contacto con los otros aprendices y todas las tardes se separaba de ellos. Sabía que Karim, Abbas y otros vivían en celdas de la madraza, y suponía que Mirdin y los demás estudiantes judíos habitaban en casas del Yehuddiyyeh, pero ignoraba cómo era su existencia fuera de la escuela y del hospital. Suponía que, al igual que él mismo, se verían desbordados por estudios y lecturas. Estaba demasiado ocupado para sentirse sólo.

Sólo pasó doce semanas en la admisión de nuevos pacientes, y luego le asignaron un destino que detestaba: los aprendices de médico se turnaban prestando servicios en el tribunal islámico los días en que el kelonter ejecutaba las sentencias.

La primera vez que volvió a la cárcel y pasó cerca de los carcans se le revolvió el estómago.

Un guardia lo condujo hasta una mazmorra donde un hombre se revolcaba y gemía. En el sitio donde tendría que haber estado la mano derecha del preso, una cuerda de cáñamo ataba un áspero trapo azul a un muñón, por encima del cual el antebrazo aparecía terriblemente hinchado.

– ¿Me oyes? Soy Jesse.

– Sí, señor -musitó el hombre.

– ¿Cómo te llamas?

– Soy Djahel.

– Djahel, ¿Cuánto hace que te cortaron la mano?

El hombre movió la cabeza, desconcertado.

– Dos semanas -dijo el guardia.

Al quitar el trapo, Rob encontró un relleno de boñiga de caballo. En sus tiempos de cirujano barbero había visto a menudo usar para ese fin la boñiga, y sabía que no sólo rara vez resultaba beneficiosa, sino que, con toda probabilidad, era dañina. Así pues, la arrancó.

El extremo del antebrazo cercano a la amputación estaba ligado con otro trozo de cáñamo. Debido a la inflamación, las cuerdas se habían hundido en el tejido, y el brazo empezaba a ponerse negro. Rob cortó la venda y lavó con sumo cuidado y lentamente el muñón. Lo untó con una mezcla de sándalo y agua de rosas, y lo llenó de alcanfor en lugar de la boñiga. Dejó a Djahel refunfuñando, pero aliviado.

Esa fue la mejor parte del día, porque de los calabozos lo llevaron al patio de la cárcel para asistir al inicio de los castigos.

Era prácticamente lo mismo que había presenciado durante su propio confinamiento, salvo que, estando en el carcán, tenía la posibilidad de replegarse en la inconsciencia. Ahora permanecía petrificado entre los mullahs que entonaban sus preces mientras un guardia musculoso levantaba un alfanje de gran tamaño. El prisionero, un hombre de cara gris condenado por fomentar la traición y la sedición, fue obligado a arrodillarse y apoyar la mejilla contra el bloque.

– ¡Amo al sha! ¡Beso sus sagrados pies! -gritó el arrodillado en un vano intento por eludir la condena, pero nadie le respondió, y el alfanje ya silbaba en el aire.

El golpe fue limpio, la cabeza rodó y quedó apoyada contra un carcán, con los ojos todavía desorbitados de angustiado terror. Se llevaron los restos y, a continuación, le abrieron la barriga a un joven al que habían encontrado con la esposa de otro. Esta vez el mismo verdugo blandió una daga larga y delgada, y con un tajo de izquierda a derecha destripó eficazmente al adúltero.

Afortunadamente, ese día no había asesinos, a los que también habrían destripado y luego descuartizado para que fueran pasto de perros y aves carroñeras.

Después de los castigos menores, fueron requeridos los servicios de Rob.

Un ladrón que todavía no era hombre se ensució de miedo en los pantalones cuando le cortaron la mano. Había un cazo con resina caliente, pero Rob no la necesitó porque la fuerza de la amputación cerró a cal y canto el muñón, y sólo tuvo que lavarlo y vendarlo.

Lo pasó peor con una mujer gorda y plañidera a la que por segunda vez condenaron por mofarse del Corán: la privaron de la lengua. La sangre roja manaba a través de sus gritos roncos y mudos, hasta que Rob logró cerrar un vaso.

En el interior de Rob comenzó a abrirse paso el odio por la justicia musulmana y el tribunal de Qandrasseh.

– Esta es una de vuestras herramientas más importantes -dijo solemnemente Ibn Sina a los estudiantes.

Levantó un recipiente para la orina cuyo nombre correcto, les informó, era matula. Tenía forma de campana, con un pico ancho y curvo destinado al paso de la orina. Ibn Sina había dado instrucciones a un soplador de vidrió para que fabricara los matula de médicos y estudiantes.

Rob ya sabía que si la orina contenía sangre o pus, algo andaba mal. ¡Pero Ibn Sina llevaba dos semanas machacando con la orina! ¿Era poco densa o viscosa? Se sopesaban y discutían las sutilezas del olor. ¿Se presentaba el meloso indicio del azúcar? ¿El olor gredoso sugería la presencia de piedras? ¿La acidez revelaba una enfermedad consuntiva? ¿O meramente evidenciaba la rancia pastosidad de alguien que ha comido espárragos?

¿Era el flujo copioso -lo que significaba que el cuerpo estaba expulsando la enfermedad- o escaso, lo que podía significar que las fiebres internas secaban los líquidos del organismo?

En cuanto al color, Ibn Sina les enseñó a mirar la orina con los ojos de un artista de la paleta: veintiún matices desde el color más claro, pasando por el amarillo, el ocre oscuro, el rojo y el marrón hasta llegar al negro, ponían de manifiesto las diversas combinaciones de contenta o componentes no disueltos.

"¿Para qué tanto jaleo con la orina?", se preguntaba Rob, hastiado.

– ¿Por qué es tan importante la orina? -preguntó.

Ibn Sina sonrió.

– Proviene del interior del cuerpo, donde ocurren cosas importantes.

El médico maestro les leyó una selección de Galeno, indicativa de que los riñones eran los órganos encargados de filtrar la orina:

"Cualquier carnicero lo sabe porque todos los días ve la posición de los riñones y el conducto llamado uretero que va desde cada riñón hasta la vejiga, y estudiando esta anatomía comprende cuál es su uso y la naturaleza de sus funciones."

Esa clase encolerizó a Rob. Los médicos no deberían consultar a los carniceros, ni aprender de las ovejas y cerdos muertos la constitución de los seres humanos. Si era tan condenadamente importante saber qué ocurría en el interior de hombres y mujeres, ¿por qué no miraban, sin más, en el interior de hombres y mujeres? Si los mullahs de Qandrasseh podían salir bien librados de una cópula o de una borrachera, ¿por qué los médicos no se atrevían a hacer caso omiso de los religiosos para adquirir conocimientos? Nadie hablaba de mutilación eterna ni de aceleración de la muerte cuando un tribunal religioso le cercenaba a un prisionero la cabeza, la mano o la lengua o lo destripaba.

A primera hora de la mañana siguiente, llegaron dos guardias palaciegos de Khuff -en un carretón de mulas cargado de comestibles- hicieron un alto en el Yehuddiyyeh en busca de Rob.

– Su Majestad irá hoy de visita, maestro, y solicita tu compañía -dijo uno de los soldados.

"Y ahora, ¿qué?", se preguntó Rob.

– El capitán de las Puertas dice que te des prisa. -El soldado se aclaró discretamente la voz-. Quizá sería mejor que el maestro se pusiera sus mejores galas.

– Tengo puestas mis mejores galas -dijo Rob.

Lo sentaron en la parte de atrás del carro, encima de unos sacos de arroz. Salieron de la ciudad por una vía que transitaban cortesanos a caballo y en sillas de mano, mezclados con toda suerte de carros que transportaban equipos y provisiones.

Pese a su humilde posición en la carreta, Rob sentía que su situación era regia, pues jamás lo habían transportado por caminos con la capa de grava recién renovada ni recién regada. Un lado del camino, que según los soldados quedaba reservado al sha, estaba salpicado de flores.

El trayecto concluyó en casa de Rotun bin Nasr, general del ejercito, primo lejano del sha Alá y director honorario de la madraza.

– Es ese -dijo a Rob uno de los soldados, señalando a un hombre gordo sonriente, parlanchín y presumido.

La suntuosa finca tenía terrenos extensos. La fiesta comenzaría en un espacioso jardín adornado, en cuyo centro salpicaba agua una gran fuente de mármol. Alrededor se habían dispuesto tapices de seda y oro, y sobre ellos, cojines ricamente bordados. Los sirvientes iban de un lado a otro con bandejas de caramelos, pastas, vinos olorosos y aguas con esencias. Al otro lado de la puerta, en un lado del jardín, un eunuco con la espada desenvainada custodiaba la Tercera Puerta, que llevaba al harén. De acuerdo con la ley musulmana, sólo el amo de una casa podía entrar en los aposentos de las mujeres, y a los transgresores se los destripaba, de modo que Rob se apartó prestamente de la Tercera Puerta. Los soldados habían aclarado que no se esperaba que él descargara el carro ni trabajara en ningún sentido, de manera que salió del jardín y entró en una zona abierta, abarrotada de bestias, nobles, esclavos, sirvientes y un ejército de animadores que parecían estar ensayando al mismo tiempo.

Allí vio reunida a una nobleza de cuadrúpedos. Atados a veinte pasos de distancia entre sí, había una docena de sementales árabes blancos -los más hermosos que había visto en su vida-, nerviosos y ufanos, con ojos oscuros de expresión audaz. Sus arreos eran dignos de ser observados de cerca, pues cuatro bridas estaban adornadas con esmeraldas, dos con rubíes, tres con diamantes y tres con una combinación de piedras de colores que no logró identificar. Los caballos estaban cubiertos por largas colgaduras semejantes a mantas, con brocados de oro tachonados de perlas, y atados con trenzas de seda y oro a anillas sobresalientes de gruesos clavos dorados hundidos en el suelo.

A treinta pasos de los caballos había animales salvajes: dos leones, un tigre y un leopardo, espléndidos ejemplares que descansaban en sus propios tapices escarlata, atados con el mismo sistema que los caballos y con un cuenco dorado para el agua a su alcance.

Más allá, media docena de antílopes blancos con cuernos largos y rectos como flechas -¡distintos de los de cualquier ciervo de Inglaterra!- vigilaban nerviosos a los felinos, que a su vez los observaban adormilados.

Pero Rob pasó poco tiempo atento a estas bestias, y no prestó atención a gladiadores, luchadores, arqueros y semejantes; pasó junto a ellos hacia un objeto fenomenal que inmediatamente lo cautivó, hasta que finalmente se detuvo a corta distancia de su primer elefante vivo.

La estatura de la bestia superaba en medio cuerpo a la de un hombre alto. Cada pata era una columna gruesa que terminaba en un pie perfectamente redondo. Su piel arrugada parecía demasiado holgada para su cuerpo y era gris, con manchas rosadas parecidas a lunares de liquen en una roca. El lomo arqueado era más alto que la cruz y la grupa, de la que colgaba un rabo semejante a un cordón grueso con el extremo deshilachado. La cabeza era tan formidable que sus ojos rosados se veían comparativamente diminutos, aunque no eran más pequeños que los de un caballo. De la frente inclinada sobresalían dos pequeñas protuberancias, como si unos cuernos se esforzaran infructuosamente en asomar. Cada oreja ondulante era casi tan grande como el escudo de un guerrero, pero el rasgo más extraordinario de ese animal excepcional era su nariz, mucho más larga y gruesa que el rabo.

El elefante era atendido por un indio de osamenta pequeña, con túnica gris, turbante blanco, fajín y pantalones, que respondió a las preguntas de Rob diciendo que él era Harsha, un mahout o cuidador de elefantes. La bestia era la montura personal del sha Alá en los combates y se llamaba Zi; diminutivo de Zi-ul-Quarnayn o "el de los dos cuernos", en honor de las feroces protuberancias óseas, curvas y tan largas como alto era Rob, que se extendían desde la quijada superior del monstruo.

– Cuando vamos a combatir -dijo orgulloso el indio-, Zi usa su propia cota de malla y lleva afiladas espadas largas fijas en sus colmillos. Está entrenado para matar, de modo que la carga de Su Majestad en su elefante heraldo de la guerra basta para congelar la sangre del enemigo.

El mahout mantenía ocupados a varios sirvientes, que acarreaban cubos con agua. Estos cubos se vaciaban en una gran vasija de oro en la que el animal succionaba el agua con su nariz, desde la cual la salpicaba en la boca.

Rob permaneció junto al elefante hasta que un redoble de tambores y címbalos anunció la llegada del sha, momento en que regreso al jardín con los demás invitados.

El sha llevaba ropa blanca y sencilla, en contraste con los invitados, que parecían haberse ataviado para tratar asuntos de Estado. Respondió al ravi zemin con un asentimiento y ocupo su lugar en una suntuosa butaca, por encima de los cojines, cerca de la fuente.

Los entretenimientos comenzaron con una demostración de espadachines que esgrimían cimitarras con tal fuerza y gracia, que todos los asistentes guardaron silencio y prestaron atención al choque de los aceros y a los estilizados giros de un ejercicio de combate tan ritual como una danza. Rob notó que la cimitarra era más ligera que la espada inglesa y más pesada que la francesa; requería destreza del duelista en el empuje, y muñecas y brazos fuertes. Lamentó que la exhibición tocara a su fin.

Unos magos acróbatas presentaron un numero espectacular plantando una semilla en la tierra, regándola y cubriéndola con un paño. Detrás de una cortina de cuerpos en movimiento, en el punto culminante de sus acrobacias, uno de ellos levanto el paño, clavó en tierra una rama frondosa y volvió a cubrirla. Tanto la distracción como el engaño fueron patentes para Rob, que los estaba esperando; pero se divirtió cuando finalmente retiraron paño y el publico aplaudió el "árbol" que había crecido por arte de magia

El sha estaba visiblemente inquieto cuando comenzó la lucha.

– Mi arco -ordenó.

Cuando lo tuvo en sus manos, lo tendió y distendió, mostrando a sus cortesanos con cuanta facilidad doblaba un arma tan pesada. Los más próximos a él murmuraron, admirados de su fuerza, pero otros aprovecharon el ánimo relajado para conversar, y entonces Rob comprendió la razón por que había sido invitado: en su condición de europeo era una rareza exhibirlo como cualquiera de las bestias o los animadores, y los persas lo acribillaron con preguntas:

– ¿Hay un sha en tu país, ese lugar…?

– Inglaterra. Sí, tenemos un rey que se llama Canuto.

– ¿Los hombres de tu país son guerreros y caballistas? -preguntó un anciano de ojos sabios.

– Sí, sí, grandes guerreros y estupendos jinetes.

– ¿Qué puedes decirnos de la temperatura y el clima?

– Hace más frío y humedad que aquí.

– ¿Y la comida?

– Diferente de la vuestra, sin tantas especias. Allá, no hay pilah.

Eso los impresionó.

– ¡No conocen el pilah! -comentó el anciano en tono despectivo.

Lo rodearon, pero más por curiosidad que por amistad: se sintió aislado entre ellos.

El sha Alá se incorporó.

– ¡A los caballos! -exclamó impaciente, y la muchedumbre lo siguió hasta un campo cercano, dejando a los luchadores con sus llaves y sus gruñidos.

– ¡Pelota y palo, pelota y palo! -gritó alguien y, de inmediato, se oyeron fuertes aplausos.

– Entonces juguemos -aceptó el sha.

Escogió a tres hombres como compañeros de equipo y a otros cuatro como adversarios. Los equinos que unos mozos de cuadra llevaron al campo eran poneys duros, como mínimo un palmo más bajos que los mimados sementales blancos. Cuando todos los jugadores ocuparon sus cabalgaduras cada uno recibió un palo largo y flexible que terminaba en forma de cayado

En cada extremo del alargado campo había dos columnas de piedra, separadas unos ocho pasos entre sí. Cada equipo llevó a sus caballos a medio galope hasta esas áreas, donde formaron filas, enfrentados como ejército enemigos. Un oficial del ejército que haría de juez se paró a un lado e hizo rodar hacia el centro del campo una pelota de madera del tamaño de una manzana de Exmouth.

El público empezó a gritar. Los caballos se precipitaron al galope, y los jinetes chillaban y blandían sus palos.

– ¡Dios! -pensó Rob J., aterrorizado-. "¡Cuidado, cuidado!" Tres caballos chocaron con un sonido horrible; uno de ellos cayó y rodó, mientras su jinete salía disparado por el aire. El sha acercó su palo y golpeó sonoramente la pelota de madera; los caballos corrieron tras ella haciendo atronar sus cascos en el césped.

El caballo caído relinchaba estridentemente mientras intentaba levantarse sobre un corvejón quebrado. Una docena de mozos entraron corriendo en el campo, le cortaron el pescuezo y lo sacaron a rastras antes que su jinete estuviera en pie. Este se sostenía el brazo izquierdo y sonreía a través de los dientes apretados.

Rob pensó que tenía el brazo roto y se acercó al jugador lesionado.

– ¿Puedo ayudarte?

– ¿Eres médico?

– Cirujano barbero y estudiante del maristán.

El miembro de la nobleza lo observó con sorprendido disgusto.

– No, no. Debemos llamar a al-Juzjani -protestó mientras se lo llevaban.

Caballo y jinete fueron reemplazados de inmediato. Se diría que los ocho caballistas habían olvidado que estaban jugando y no librando una batalla.

Los unos golpeaban las monturas de los otros, y en sus intentos por impulsar la pelota para que cayera entre las columnas, la batían peligrosamente cerca de sus contrincantes y de las bestias. Ni siquiera sus propios poneys estaban a salvo de sus palos, pues el sha a menudo golpeaba la pelota casi detrás de sus cascos y debajo de la barriga.

Nadie daba cuartel al sha. Hombres que sin duda habrían sido asesinados si hubieran dedicado una mirada torcida a su soberano, ahora daban la impresión de hacer todo lo posible por dejarlo tullido, y a juzgar por los gruñidos y susurros de los espectadores, Rob J. pensó que no se habrían sentido descontentos si el sha Alá hubiera recibido un golpe o hubiera sido desmontado.

Pero no ocurrió nada de eso. Como los demás, el sha cabalgaba temerariamente pero con una habilidad pasmosa, orientando su poney sin usar las manos, que empuñaban el palo, y con movimientos casi imperceptibles de sus piernas. Alá mantenía una postura firme y confiada, y cabalgaba como si fuera una prolongación de su corcel. El que practicaba era un estilo de equitación que Rob desconocía y se acordó, avergonzado, del anciano que le había preguntado por las caballerías de Inglaterra y él se había jactado de su excelencia.

Los caballos eran una maravilla, pues seguían la pelota sin reducir la velocidad, sabían girar instantáneamente y salir al galope en dirección opuesta, lo que en muchos casos impidió que caballos y jinetes chocaran contra los postes de piedra.

El aire se llenó de polvo, y los espectadores gritaban roncamente.

Cuando alguien marcaba un tanto, sonaban los tambores y los címbalos.

Poco después, el juego terminó cuando el equipo del sha había introducido cinco veces la pelota, mientras el contrario sólo había logrado tres tantos.

Los ojos de Alá brillaban de satisfacción cuando desmontó, porque había marcado personalmente dos tantos. Para celebrarlo, mientras se llevaban los poneys, apostaron a dos toros en el centro del campo y soltaron a dos leones. La contienda fue decepcionantemente injusta, pues en cuanto los felinos estuvieron sueltos, los cuidadores derribaron a los toros y les partieron la crisma a hachazos, permitiendo que las fieras desgarraran la carne todavía estremecida.

Rob comprendió que la colaboración humana en el espectáculo se debía a que el sha Alá era el León de Persia. Habría sido indecoroso y de muy mal augurio que durante su propia fiesta un simple toro hubiera vencido al símbolo del vigoroso poder del Rey de Reyes.

En el jardín, cuatro mujeres cubiertas por velos se balanceaban y danzaban al son de las flautas, mientras un rapsoda cantaba a las huries, las tiernas y sensuales vírgenes del paraíso.

El imán Qandtasseh no habría puesto objeciones al espectáculo. En efecto, aunque ocasionalmente se adivinaba la curva de un trasero o el movimiento de un pecho entre los pliegues de los voluminosos vestidos negros, sólo se mostraban las manos, que no paraban de hacer gestos, y los pies, frotados con alheña roja. Los nobles contemplaban ávidamente unas y otros, imaginaban ciertos rincones también rojos, en el cuerpo oculto por las negras vestimentas.

El sha Alá se levantó de su silla y se alejó de quienes estaban en torno a la fuente, pasó junto al eunuco que sujetaba la espada desenvainada y entró en el harén.

Rob parecía el único que había seguido al rey con la mirada, mientras Khuff, el capitán de las Puertas, se adelantaba para custodiar la Tercera Puerta con el eunuco. El rumor de las conversaciones se elevó; cerca, el general Rotun bis Nasr -anfitrión del rey y amo de la casa- rió audiblemente de sus propios chistes, como si Alá no hubiese ido en busca de sus esposas a vista de casi toda la corte.

Rob se preguntó si ese era el comportamiento que cabía esperar del Poderosísimo Amo del Universo.

Una hora más tarde volvió el sha, con expresión bondadosa. Khuff se apartó de la Tercera Puerta, hizo una señal imperceptible y comenzó el banquete.

La más fina vajilla blanca estaba dispuesta en paños de brocado, sirvieron pan de cuatro variedades, once tipos de pilah en cuencos de plata tan grandes que uno solo habría sido suficiente. El arroz de cada cuenco era de distinto color y sabor, pues había sido preparado con azafrán, azúcar, pimienta, canela, clavo, ruibarbo, jugo de granadas o zumo de cidra. Cuatro inmensos tajaderos contenían doce aves de corral cada uno; otros dos perniles de antílope asados, en uno se veían pilas con trozos de carnero cocidos a fuego lento, y cuatro ostentaban corderos enteros asados hasta quedar tiernos, jugosos y curruscantes.

"¡Barber, Barber, qué pena que no estés aquí!"

Para ser alguien educado en la apreciación de sabrosos manjares por semejante maestro, en los últimos meses Rob había comido demasiado espartanamente, con el propósito de consagrarse a la vida erudita. Ahora probó todo con incontenible avidez.

En cuanto las sombras fueron crepúsculo, los esclavos fijaron grandes bujías al caparazón córneo de tortugas vivas y las encendieron. Cuatro descomunales ollas fueron acarreadas sobre palos desde la cocina; una estaba llena de huevos de gallina convertidos en un budín cremoso, otra contenía una sopa clara con hierbas, en la tercera abundaba un picadillo de carne con penetrante olor a especias, y la última rebosaba rodajas de un pescado frito que Rob no conocía, de carne blanca y escamosa como la de la platija, aunque con la delicadeza de la trucha.

Ahora reinaba la oscuridad. Aparte del grito de las aves nocturnas, sólo se oían suaves murmullos, eructos, despedazamiento de carnes y rumor de masticación. De vez en cuando, una tortuga parecía suspirar y se movía. La luz proyectada por su vela cambiaba de lugar y parpadeaba como el destello de la luna ondulando en las aguas.

Y siguieron engullendo.

Apareció una fuente con ensalada de invierno, tubérculos conservados en salmuera. Y un cuenco con ensalada de verano, que incluía lechuga y unas hojas verdes picantes y amargas que Rob nunca había probado.

Colocaron delante de cada asistente un plato muy hondo y lo llenaron con un sherbet agridulce. Y luego se presentaron los sirvientes con botas de piel de cabra llenas de vino, copas y platos con pastas y frutos secos endulzados con miel y semillas saladas.

Rob estaba solo y bebió a sorbos el buen vino, sin hablar ni ser interpelado por nadie, escuchando todo con la misma curiosidad con que había paladeado la comida.

Las botas se vaciaron de vino y fueron reemplazadas por otras llenas, provenientes de la inagotable bodega personal del sha. Algunos se levantaban y se apartaban para orinar, aliviar los intestinos o vomitar. Varios estaban embrutecidos y ausentes a causa de la bebida.

Las tortugas se movieron juntas, tal vez por nerviosismo, aunando toda la luz en un rincón y dejando el resto del jardín en la oscuridad. Un eunuco jovencito, acompañado por una lira, cantó con voz aguda y dulce a los guerreros y al amor, pasando por alto el hecho de que muy cerca dos hombres peleaban.

– ¡Cagarrajo de una meretriz! -dijo uno arrastrando la voz.

– ¡Cara de judío! -escupió el otro.

Se agarraron cuerpo a cuerpo hasta que alguien los separó y los sacaron a rastras.

Finalmente, el sha tuvo náuseas, perdió el conocimiento y lo llevaron a su carroza.

Rob se escabulló de inmediato. No había luna y le resulto difícil seguir el camino desde la finca de Rotun bin Nasr. Por un apremio profundo y amargo, ocupó el lado del camino reservado al sha, y en un momento dado interrumpió sus pasos para orinar larga y cálidamente sobre las flores desparramadas.

Lo adelantaron jinetes y diversos transportes, pero nadie se ofreció a llevarlo. Tardó horas en llegar a Ispahán. El centinela se había acostumbrado a los rezagados que volvían de la fiesta del sha y, fatigado, hizo ademán de que cruzara la puerta.

A mitad de camino, ya en el interior de Ispahán, Rob se detuvo y se sentó en una empalizada baja para contemplar aquella ciudad tan extraña donde todo estaba prohibido por el Corán y todo era objeto de infracción. Se permitía a un hombre tener cuatro esposas, pero casi todos parecían dispuestos a arriesgar la cabeza para acostarse con otras mujeres, mientras el sha Alá fornicaba abiertamente con quien le venía en gana. Beber vino estaba proscrito por el Profeta y era pecado; sin embargo, había un hambre nacional de vino, un gran porcentaje del populacho bebía en exceso y el sha poseía una vasta bodega de finísimos caldos.

Meditando acerca del enigma que era Persia, Rob entró en su casa sobre piernas inestables, bajo un firmamento enjoyado y el encantador sonido del muecín del alminar de la mezquita del Viernes.

LA COMISIÓN MÉDICA

Ibn Sina estaba acostumbrado a la piadosa sentencia del imán Qandrasseh, que no podía controlar al sha, aunque con creciente estridencia advertía a sus consejeros que la bebida y el libertinaje serían castigados por una fuerza superior a la del trono. Con este fin, el visir había estado reuniendo información del exterior y presentando ejemplos y pruebas de que Alá ¡poderoso sea! estaba furioso con los pecados de toda la tierra.

Los viajeros de la Ruta de la Seda habían hablado de desastrosos terremotos y brumas pestíferas en la zona de China regada por el Kiang y el Hoai. En la India, a un año de sequía habían seguido abundantes lluvias primaverales, pero las cosechas en desarrollo fueron devoradas por una plaga de langostas. Grandes tormentas habían azotado las costas del mar de Omán, provocando inundaciones que ahogaron a muchos, mientras en Egipto cundía la hambruna porque el Nilo no se había elevado hasta el nivel requerido. En Maluchistán se abrió una montaña humeante y vomitó un torrente de hirvientes rocas derretidas. Dos mullahs de Nain informaron que se les habían aparecido los demonios en sus sueños. Exactamente un mes antes del ayuno de Ramadan hubo un eclipse parcial del sol y luego los cielos parecieron arder: se observaron extraños incendios celestiales.

El peor presagio del disgusto de Alá lo interpretaron los astrólogos reales, quienes informaron con inocultable agitación que en el plazo de dos meses habría una gran conjunción de los tres planetas superiores -Saturno, Júpiter y Marte- en el signo de Acuario. Se plantearon discrepancias en cuanto a la fecha exacta en que se produciría, pero no hubo divergencias con respecto a su gravedad. Hasta Ibn Sina escuchó seriamente la noticia, pues sabia que Aristóteles había escrito sobre la amenaza inherente a la conjunción de Marte y Júpiter.

De modo que parecía predeterminado que Qandrasseh citara a Ibn Sina una brillante y terrible mañana, y le informara de que había estallado un brote de pestilencia en Shiraz, la ciudad más grande del territorio de Anshan.

– ¿Qué pestilencia?

– La peste -respondió el imán.

Ibn Sina palideció, abrigando la esperanza de que el imán se equivocara porque la peste llevaba trescientos años ausente de Persia. Pero su mente abordó el problema directamente.

– Debe ordenarse a los soldados que intercepten de inmediato la Ruta de las Especias para hacer retroceder a todas las caravanas y viajeros que vienen del sur. Y debemos enviar una comisión médica a Anshan.

– No obtenemos muchos beneficios con los impuestos de Anshan -dijo el imán, pero Ibn Sina meneó la cabeza.

– Debemos contener la enfermedad en nuestro propio beneficio, pues la peste pasa rápidamente de un lado a otro.

Cuando entró en su casa, Ibn Sina ya había decidido que no podía enviar a un grupo de colegas, pues si la plaga llegaba a Ispahán, los médicos serían necesarios en su propio territorio. Seleccionaría, en cambio, a un médico y una partida de aprendices.

La emergencia debía aprovecharse para templar a los mejores y más fuertes, resolvió. Tras algunas consideraciones, Ibn Sina cogió pluma, tinta y papel, y escribió:

Hakim Fadil ibn Parviz, jefe.

Suleiman-al-Gamal, aprendiz de tercer año.

Jesse ben Benjamín, aprendiz de primer año.

Mirdin Askari, aprendiz de segundo año.

La comisión también debía incluir a algunos candidatos más flojos, para darles una única oportunidad, enviada por Alá, de redimir sus antecedentes desfavorables y seguir estudiando hasta ser médicos. Con este fin, agregó a la lista los siguientes nombres:

Omar Nivahend, estudiante de tercer año.

Abbas Sefi, aprendiz de tercer año.

Alí Rashid, aprendiz de primer año.

Karim Harun, aprendiz de séptimo año.

Una vez reunidos los ocho jóvenes, el médico jefe les dijo que los enviaría a Anshan para combatir la peste, y ellos no pudieron mirarse a los ojos, en medio de una especie de malestar general.

– Cada uno debe llevar sus armas -advirtió Ibn Sina-, pues es imposible prever la actitud de la gente cuando hace erupción una plaga.

Alí Rashid exhaló un prolongado y estremecido suspiro. Tenía dieciséis años, mejillas redondeadas y ojos dulces. Experimentaba tanta nostalgia de su familia de Hamadhan, que lloraba día y noche y no podía aplicarse a los estudios.

Rob se obligó a concentrarse en lo que decía Ibn Sina.

.-…no podemos enseñaros a combatirla, porque nunca había hecho su aparición a lo largo de toda nuestra vida. Pero tenemos un libro compilado hace tres siglos por médicos que sobrevivieron a plagas en diferentes lugares.

"Os daremos ese libro. Sin duda contiene muchas teorías y remedios de escaso valor, pero también puede haber información eficaz. -Ibn Sina se hurgó la barba-. Ante la posibilidad de que la peste sea provocada por la contaminación atmosférica de efluvios pútridos, creo que debéis encender grandes fogatas de maderas aromáticas tanto cerca de los enfermos como de los sanos. Estos últimos deben lavarse con vino o vinagre y salpicar sus casas con vinagre, además de oler alcanfor y otras sustancias volátiles.

Os ocuparéis de que los enfermos también sigan estas instrucciones. Vosotros deberíais sostener esponjas empapadas en vinagre junto a la nariz cuando os aproximéis a los afectados, y hervir el agua antes de beberla, con el propósito de clarificarla y separar las impurezas. Y os debéis hacer la manicura diariamente, porque el Corán dice que el diablo se esconde debajo de las uñas.

Ibn Sina carraspeó.

– Los que sobrevivan a esta plaga no deben regresar inmediatamente a Ispahán, para no trasladarla aquí. Iréis a una casa que se alza en la Piedra de Ibrahim, a un día de distancia al este de la ciudad de Nain, y tres días al este de nuestra ciudad. Allí descansareis un mes antes de volver. ¿Comprendido?

Todos asintieron.

– Sí, maestro -dijo con tono trémulo Hakim Fadil ibn Parviz, hablando por todos desde su nueva categoría.

El joven Alí lloraba en silencio. El bello rostro de Karim Harun estaba ensombrecido de presagios. Por último, Mirdin Askari tomó la palabra:

– Mi mujer e hijos… Debo tomar disposiciones para cerciorarme de que estarán bien si…

Ibn Sina movió la cabeza afirmativamente.

– Aquellos de vosotros que tengáis responsabilidades, contáis con unas pocas horas para tomar esas disposiciones.

Rob no sabia que Mirdin estaba casado y tenía hijos. El aprendiz judío era reservado y autosuficiente, seguro de sí mismo en las aulas y en el maristán Pero ahora sus labios estaban exangües y se movían en muda oración.

Rob J. estaba tan asustado como cualquiera de que lo enviaran en una misión de la que quizá no regresaría, pero se esforzó por ser valiente. "Al menos ya no tendré que hacer de medicucho en la cárcel", se dijo.

– Algo más -dijo Ibn Sina, contemplándolos con ojos paternales-. Debéis tomar nota pormenorizada de todo, para instruir a quienes deban afrontar la próxima plaga. Y debéis dejar esas notas donde puedan ser encontradas si algo os ocurre.

A la mañana siguiente, mientras el sol ensangrentaba las copas de los árboles, cruzaron el puente del Río de la Vida, cada uno montado en un buen caballo y conduciendo otro caballo de carga o una mula.

Al cabo de un rato, Rob sugirió a Fadil que convenía destacar a un hombre como explorador y a otro que cabalgara a cierta distancia del último, ocupando la retaguardia. El joven Hakim fingió meditar y luego vociferó las órdenes.

Esa noche Fadil accedió de inmediato cuando Rob sugirió el mismo sistema de centinelas rotativos que se había impuesto en la caravana de Kerl Fritta.

Sentados en torno a un fuego de espinos, se mostraban alternativamente jocosos y sombríos.

– Sospecho que Galeno nunca fue tan sabio como cuando opinó sobre la mejor actitud de un médico durante una plaga -dijo Suleiman-al-Gamal con tono lúgubre-. Galeno dijo que el médico debe huir de la plaga para poder seguir curando, y eso es exactamente lo que hizo.

– Yo creo que el gran médico Rhazes lo expresa mejor -dijo Karim- la plaga te lanza rápido, lejos y tarde, estés donde estés. Empieza rápido, aléjate sin tardanza y demora al máximo el camino del regreso.

La carcajada sonó demasiado estrepitosa.

Suleiman fue el primer centinela. No tendrían que haberse sorprendido a la mañana siguiente, cuando despertaron y descubrieron que había desaparecido durante la noche llevándose sus caballos.

Esto los conmocionó y se extendió el pesimismo. Cuando acamparon la noche siguiente, Fadil nombró centinela a Mirdin Askari y fue una buena acción: los cuidó muy bien.

El centinela del tercer campamento fue Omar Nivahend, que emuló a Suleiman y huyó con sus caballos durante la noche.

Fadil convocó a sus compañeros en cuanto se descubrió la segunda deserción.

– No es pecado temerle a la peste, pues de lo contrario todos nosotros estaríamos eternamente condenados -dijo-. Tampoco, si estáis de acuerdo con Galeno y Rhazes, es pecado huir…, aunque me pongo de parte de Ibn Sina al pensar que un médico debe combatir la pestilencia y no poner pies en polvorosa.

"Lo que sí es pecado es dejar a los compañeros desprotegidos. Y peor aún llevarse a un animal cargado con elementos necesarios para los enfermos y moribundos. -miró a uno tras otro a los ojos-. Así pues, si alguien desea abandonar, debe hacerlo ahora. Y prometo por mi honor que se le permitirá alejarse sin vergüenza ni recriminaciones.

Todas las respiraciones eran audibles. Nadie dio un paso al frente. Rob habló:

– Sí, a cualquiera debe permitírsele que se vaya. Pero si su partida nos deja sin centinela y desprotegidos, o si se lleva elementos necesarios para los pacientes a cuyo socorro acudimos, digo que debemos perseguir al desertor y matarlo.

Volvió a reinar el silencio.

Mirdin se pasó la lengua por los labios.

– De acuerdo -dijo.

– Sí -coincidió Fadil.

– Yo también estoy de acuerdo -dijo Abbas Sefi.

– Y yo -susurró Alio.

– ¡Y yo! -exclamó Karim.

Todos y cada uno sabían que no era una promesa vacía, sino un solemne juramento.

Dos noches después le tocó a Rob hacer de centinela. Habían acampado en un desfiladero donde la luz de la luna convertía en monstruos acechantes las rocas. Fue una noche larga y solitaria, que le dio la oportunidad de pensar en cosas tristes que, en general, lograba apartar de su mente, y dedicó sus pensamientos a sus hermanos y a todos los demás que habían muerto. Meditó largamente en la mujer que había dejado escapar de sus manos.

De madrugada estaba de pie bajo una enorme roca, no lejos de los que dormían, cuando notó que uno de ellos estaba despierto, y tuvo la impresión de que hacía preparativos para marcharse.

Karim Harun se separó furtivamente del campamento, cuidándose de despertar a los que dormían. Algo más allá echó a correr senda abajo, y en breve quedó fuera del alcance de la vista. Karim no se había llevado provisiones ni había dejado desprotegida a la partida, y Rob no hizo ningún intento por detenerlo. Pero experimentó una amarga decepción, porque había empezado a simpatizar con el elegante y sardónico aprendiz que llevaba tantos años como estudiante de medicina.

Aproximadamente una hora más tarde desenvainó la espada, alertado por unas pisadas que avanzaban hacia él bajo la luz gris de la mañana. Ante sus ojos apareció Karim, que se detuvo delante de él y resolló al ver la hoja preparada; tenía el pecho palpitante, y la cara y la túnica húmedas de sudor.

– Te vi cuando te ibas. Creí que te habías largado corriendo.

– Es lo que hice -Karim se esforzaba por recuperar el aliento-. Me largué corriendo… y volví corriendo. Soy corredor -dijo y sonrió mientras Rob J. apartaba su espada.

Karim corría todas las mañanas y regresaba empapado en sudor. Abbas Sefi contaba chistes, cantaba canciones obscenas y era un imitador despiadado. Hakim Fadil era luchador, y en los campamentos, de noche, los volteaba a todos, aunque tuvo algunas dificultades con Rob y Karim. Mirdin era el mejor cocinero de la partida y aceptó alegremente la tarea de preparar todas las comidas nocturnas. El joven Alí, por cuyas venas corría sangre beduina, era un jinete deslumbrante y nada le gustaba tanto como hacer de explorador, cabalgando adelantado con respecto a los demás; a los pocos días sus ojos brillaban de entusiasmo y no a causa de las lágrimas, y desplegaba una energía juvenil que le granjeó el cariño de todos.

El creciente compañerismo era grato, y la larga cabalgata habría sido gozosa si cuando acampaban y se detenían para descansar, Hakim Fadil no le hubiese leído párrafos del Libro de la Plaga, que Ibn Sina le había confiado. El texto ofrecía cientos de sugerencias de diversas autoridades que afirmaban saber cómo combatir la plaga. Un tal Lamna del Cairo insistía en que un método infalible consistía en dar de beber al paciente su propia orina, recitando al mismo tiempo imprecaciones específicas a Alá ¡glorificado sea! Al Hajar de Bagdad sugería que se chupara una granada o ciruela astringente en tiempos de epidemia, e Ibn Mutillah de Jerusalén recomendaba vehementemente la ingestión de lentejas, guisantes indios, semillas de calabaza, arcilla roja. Había tantos consejos que en conjunto resultaban inútiles para la desconcertada misión médica. Ibn Sina había agregado un anexo, en el que enumeraba prácticas que le parecían razonables: encender fuego para crear un humo acre, lavar las paredes con agua de cal, salpicar vinagre y hacer beber zumos de fruta a las víctimas. En última instancia, acordaron seguir el régimen sugerido por su maestro y dejar de lado el resto de los consejos.

Durante una pausa en mitad del octavo día, Fadil leyó en voz alta un párrafo del libro que informaba que de cada cinco médicos que habían tratado la peste durante la epidemia del Cairo, cuatro habían muerto víctimas de la plaga. Una serena melancolía se apoderó de todos cuando volvieron a montar, como si les hubieran pronosticado que su destino estaba sellado.

A la mañana siguiente, llegaron a una pequeña aldea y se enteraron de que estaban en Nardiz, y por lo tanto en el distrito de Anshan.

Los aldeanos los trataron respetuosamente cuando Hakim Fadil anunció que eran médicos de Ispahán, enviados por el sha Alá para tratar a los afectados por la plaga.

– Nosotros no padecemos la pestilencia, Hakim -dijo agradecido el jefe de la aldea-, aunque nos han llegado rumores de muerte y sufrimiento en Shiraz.

Ahora viajaban expectantes, pero cruzaron aldea tras aldea y sólo vieron gente sana. En un valle montañoso de Naksh-i-Rustam hallaron unos grandes sepulcros tallados en la roca: la necrópolis de cuatro generaciones de reyes persas. Allí, de cara a su valle barrido por los vientos, Darío el Grande, Jerjes, Artajerjes y Darío yacían desde hacía mil quinientos años. Durante ese tiempo, guerras, pestilencias y conquistadores llegaron y se esfumaron en la nada.

Mientras los cuatro musulmanes se detenían para recitar la segunda oración, Rob y Mirdin se pararon ante uno de los sepulcros, maravillados, mientras leían la inscripción:YO SOY JERJES EL GRAN REY, REY DE REYES, REY DE PAÍSES DE MUCHAS RAZAS, REY DEL GRAN UNIVERSO, HIJO DE DARÍO EL REY, EL AQUEMENIDA.

Pasaron cerca de unas grandes ruinas de columnas acanaladas y piedras dispersas. Karim contó a Rob que aquello había sido Persépolis, destruida por Alejandro Magno novecientos años antes del nacimiento del Profeta ¡que Dios lo bendiga y lo salude!

A corta distancia de los restos de la ciudad, llegaron a una granja. Todo se encontraba en silencio, salvo el balido de unas pocas ovejas que pastaban más allá de la Itasa; un sonido agradable que se transmitía limpiamente a través del aire iluminado por el sol.

Un pastor sentado bajo un árbol parecía observarlos, y cuando se acercaron a él vieron que estaba muerto.

El Hakim permaneció en su silla como los demás, con la vista fija en el cadáver. Como Fadil no tomó la iniciativa, Rob desmontó y examinó el cuerpo, cuya carne era azul y ya estaba rígida. Llevaba demasiado tiempo muerto para cerrar sus párpados. Un animal le había roído las piernas y le había arrancado la mano derecha a mordiscos. El frente de la túnica estaba negra de sangre. Cuando Rob cogió su cuchillo y la cortó, no encontró huellas de la plaga: presentaba una herida de arma blanca en el corazón, lo bastante grande para haber sido inferida por una espada.

– Registremos -dijo Rob.

La casa estaba desierta.

En el campo encontraron restos de centenares de reses lanares sacrificadas, con muchos huesos limpios por los lobos. En derredor todo estaba pisoteado y era evidente que allí se había detenido un ejército el tiempo suficiente para matar al pastor y llevarse carne.

Fadil, con los ojos vidriosos, no dio instrucciones ni órdenes.

Rob tumbó el cuerpo de costado; lo cubrieron con grandes piedras y rocas para salvar lo que quedaba del ataque de las bestias, y se alejaron deprisa.

Finalmente, llegaron a una finca importante, consistente en una casa suntuosa rodeada de campos cultivados. También parecía desierta, pero desmontaron.

Karim llamó audible y largamente hasta que se abrió una mirilla en el centro de la puerta y un ojo los escrutó desde el interior.

– Fuera de aquí.

– Somos una comisión médica de Ispahán y nuestro destino es Shiraz -informó Karim.

– Yo soy Ismael el Mercader. Os diré que muy pocos siguen vivos en Shiraz. Hace siete semanas, un ejército de turcomanos seljucíes llegó a Anshan. Casi todos huimos a su llegada, llevando mujeres, niños y animales al interior de los muros de Shiraz. Los seljucíes nos sitiaron. La peste ya se había declarado entre ellos y abandonaron el asedio a los pocos días. Pero antes de marcharse catapultaron al interior de la ciudad dos cadáveres de soldados muertos por la plaga. En cuanto desaparecieron, nos apresuramos a llevar los dos cadáveres al otro lado del muro y quemarlos, pero era demasiado tarde: la peste brotó entre nosotros.

Hakim Fadil recuperó el habla:

– ¿Es una plaga temible?

– No se puede imaginar algo peor -dijo la voz desde atrás de la puerta-. Algunas personas parecen inmunes a la enfermedad, como yo, gracias a Alá ¡cuya merced abunde!, pero la mayoría de los que estuvieron dentro de las murallas han muerto o agonizan.

– ¿Y los médicos de Shiraz? -preguntó Rob.

– Había en la ciudad dos cirujanos barberos y cuatro médicos, pues los demás sanadores huyeron en cuanto partieron los seljucíes. Ambos barberos y dos médicos bregaron entre la gente hasta que también murieron, poco después. Otro médico se contagió, y quedaba uno sólo para atender a los dolientes cuando yo mismo abandoné la ciudad, hace un par de días.

– Entonces parece que somos muy necesarios en Shiraz -apuntó Karim.

– Yo tengo una casa grande y limpia -dijo el hombre-, con amplias provisiones de comida y vino, vinagre y cal, y abundantes existencias de cáñamo para ahuyentar cualquier problema. Os abriré esta casa, pues no existe mejor protección que dejar entrar a un grupo de sanadores. Dentro de poco, cuando la pestilencia haya pasado, podemos ir a Shiraz, en beneficio de todos nosotros. ¿Quién quiere compartir mi seguridad?

Reinó el silencio. Al cabo de unos segundos, Fadil dijo roncamente:

– Yo.

– No hagas eso, Hakim -advirtió Rob.

– Eres nuestro jefe y nuestro único médico -le recordó Karim.

Fadil no parecía haberlos oído.

– Entraré, mercader.

– Yo también -dijo Abbas Sefi.

Ambos desmontaron.

Se oyó el sonido de una pesada tranca lentamente movida. Vislumbraron una cara pálida y barbada mientras la puerta se abría apenas lo suficiente para que los dos hombres se deslizaran en el interior de la casa. Luego se oyó otro portazo y la tranca que volvía a ocupar su lugar.

Los que quedaron fuera parecían hombres a la deriva en alta mar. Karim miró a Rob.

– Tal vez tengan razón -musitó.

Mirdin no pronunció palabra; su expresión era de preocupación o incertidumbre.

El joven Alí estaba en un tris de echarse a llorar.

– El Libro de la plaga -dijo Rob al recordar que Fadil lo llevaba en una gran bolsa colgada de una tira alrededor de su cuello.

Se acercó a la puerta y la aporreó con sus puños como si diera martillazos.

– Idos -ordenó Fadil con voz aterrorizada, temiendo sin duda que abrieran la puerta y cayeran sobre él.

– ¡Óyeme bien, piltrafa, cobarde! -gritó Rob, arrebatado por la rabia-. Si no nos das el libro de Ibn Sina, reuniremos madera y brozas y las amontonaremos contra las paredes de esta casa. Para mí será un placer prenderles fuego personalmente, médico de pacotilla.

Al instante volvieron a oír el movimiento de la tranca. Se abrió la puerta y el libro cayó en el polvo, a sus pies.

Rob lo recogió y montó. Su furia se fue desvaneciendo a medida que cabalgaba, porque una parte de su ser anhelaba estar con Fadil y Abbas Sefi en la protegida casa del mercader.

Pasó un buen rato hasta que se decidiera a volverse en la silla. Mirdin y Karim iban muy atrás, pero lo seguían. El bisoño Alí Rashid ocupaba la retaguardia, llevando a rastras el caballo de carga de Fadil y la mula de Abbas Sefi.

El camino atravesaba un llano pantanoso casi en línea recta, y luego se volvía tortuoso en una cordillera rocosa de montanas peladas que recorrieron durante dos días. Finalmente, en el descenso hacia Shiraz, la tercera mañana, divisaron humo a lo lejos. A medida que se acercaban, veían hombres quemando cadáveres en el exterior del recinto amurallado. Más allá de Shiraz, distinguieron las estribaciones de su famosa garganta, Teng-i-Allahu Akbar, o Paso de Dios es Grandioso. Rob notó que docenas de grandes aves negras revoloteaban por encima del paso, y supo que por fin se habían encontrado con la pestilencia.

Ningún centinela guardaba las puertas cuando entraron en la ciudad.

– Entonces ¿los seljucíes estuvieron en el interior de los muros? -preguntó Karim, porque Shiraz parecía saqueada.

Era una ciudad primorosa, de piedra rosa, con muchos jardines, pero por todas partes se veían tocones indicativos de que otrora había habido grandes árboles majestuosos que daban sombra; incluso habían arrancado los rosales de los jardines para alimentar las piras funerarias. Como en un sueño, siguieron cabalgando por las calles desiertas.

Finalmente, divisaron a un hombre de andar bamboleante, pero en cuanto lo llamaron e intentaron aproximarse, se escondió detrás de unas casas.

En breve, encontraron a otro transeúnte, pero esta vez lo arrinconaron con sus caballos cuando intentó escapar. Rob J. desenvainó la espada.

– Responde y no te haremos daño. ¿dónde están los médicos?

El hombre estaba aterrorizado. Sostenía delante de la boca y la nariz un pequeño bulto, probablemente con hierbas aromáticas.

– Con el kelonter -jadeó, señalando calle abajo.

En el camino se cruzaron con una carreta dedicada a la recogida de cadáveres. Estaban a cargo de ella dos hombres robustos, con las caras más veladas que si hubiesen sido mujeres. En un momento dado, detuvieron su vehículo para cargar el cuerpo de un niño al que habían dejado tirado en la calle. La carreta ya transportaba tres cadáveres adultos: un hombre y dos mujeres.

En las oficinas municipales se presentaron como la misión médica de Ispahán. Los miraron con estupor un hombre duro de traza militar y un anciano achacoso; ambos tenían las caras demacradas y los ojos fijos de un largo insomnio.

– Yo soy Dehbid lafiz, kelonter de Shiraz -dijo el más joven-. Y este es Hakim Isfari Sanjar, nuestro último médico.

– ¿Por qué están las calles desiertas? -preguntó Karim.

– Éramos catorce mil almas -explicó Hafiz-. Con la llegada de los seljucíes se sumaron cuatro mil de este lado de la protección de nuestra muralla. Con la irrupción de la plaga, un tercio de los que estaban en Shiraz huyeron, incluidos -prosiguió amargamente- todos los ricos y la totalidad del gobierno, contentos con dejar a este kelonter y a sus soldados para que custodiaran sus propiedades. Aproximadamente seis mil han muerto. Los que aún no se han visto afectados se encierran en sus hogares y ruegan a Alá ¡misericordioso sea! que los mantenga así.

– ¿Cuál es tu tratamiento, Hakim? -preguntó Karim.

– Nada sirve contra la peste -dijo el anciano doctor-. El médico sólo puede abrigar la esperanza de proporcionar algún consuelo a los moribundos.

– Nosotros todavía no somos médicos -dijo Rob-, sino aprendices enviados por nuestro maestro Ibn Sina, y nos ponemos a tus órdenes.

– Yo no doy órdenes; vosotros haréis lo que podáis -dijo bruscamente Hakim Isfari Sanjar, e hizo un ademán-. Sólo os daré un consejo. Si seguís vivos como yo, todas las mañanas debéis tragar con el desayuno un trozo de pan tostado empapado en vinagre de vino, y antes de hablar con cualquier persona debéis beber un trago de vino.

Rob J. comprendió que lo que había confundido con los achaques de una edad avanzada, no era más que una borrachera.


Los registros de la misión médica de Ispahán.

Si este compendio se encuentra después de nuestra muerte, será generosamente recompensado su envío a Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, médico jefe del maristán, Ispahán. Redactado el día 19 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hegira.

Llevamos cuatro días en Shiraz, durante los cuales han muerto 243 personas. La pestilencia comienza como una fiebre leve seguida por dolor de cabeza, a veces intenso. La fiebre sube mucho inmediatamente antes de que aparezca una lesión en la ingle, en una axila o detrás de una oreja, corrientemente llamada buba. En el Libro de la plaga se mencionan esas bubas, que según Hakim Ibn al-Khatib de al-Andalus estaban inspiradas por el diablo y siempre tienen forma de serpiente. Las que observamos aquí no tienen forma de serpiente; son redondas y llenas, como la lesión de un tumor. Pueden ser grandes como una ciruela, pero en su mayoría presentan el tamaño de una lenteja. Suelen registrarse vómitos de sangre, lo que en todos los casos significa que la muerte es inminente.

La mayoría de las víctimas fallecen a los dos días de la aparición de una buba. En unos pocos afortunados, la buba supura. Cuando esto ocurre, es como si un humor maligno saliera del paciente, que entonces puede recuperarse.

Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz


Encontraron un lazareto establecido en la cárcel, de donde habían sido liberados los prisioneros. Estaba abarrotado de muertos, agonizantes y recién afectados, de modo que era imposible atender a alguien. El aire estaba cargado de gruñidos y gritos, y del hedor a vómitos sanguinolentos, cuerpos sin lavar y desperdicios humanos.

Después de ponerse de acuerdo con los otros tres aprendices, Rob fue a ver al kelonter y solicitó el uso de la ciudadela, que ahora albergaba a los soldados. Una vez concedida su petición, fue de paciente en paciente por toda la prisión, comprobando su estado, sosteniéndoles las manos.

El mensaje que se transmitía a sus propias manos solía ser fatal: la llama de la vida se extinguía.

Los moribundos fueron trasladados a la ciudadela, y como formaban una gran mayoría de los enfermos, los que aún no agonizaban serían atendidos en un sitio más limpió y menos hacinado.

Corría el invierno persa, y las noches eran frías y las tardes, cálidas. La nieve de las cumbres brillaba, y por las mañanas los aprendices de médicos necesitaban sus pieles de carnero. Por encima del desfiladero, los buitres negros planeaban en numero creciente.

– Tus hombres arrojan los cadáveres por el paso en lugar de incinerarlos -dijo Rob J. al kelonter.

Hafiz asintió.

– Lo he prohibido, aunque quizás tengan razón. La madera escasea.

– Todos los cadáveres deben ser incinerados -replicó Rob con tono firme, pues se trataba de algo en lo que Ibn Sina había sido inexorable-. Debes hacer lo necesario para cerciorarte de que se cumplan tus órdenes.

Aquella tarde decapitaron a tres hombres por arrojar cadáveres en el paso, sumando las muertes por ejecución a las que se cobraba la plaga. No era esa la intención de Rob, pero Hafiz se sentía agraviado.

– ¿Dónde van a conseguir madera mis hombres? Ya no quedan árboles.

– Envía soldados a las montañas para que los talen -sugirió Rob.

– No volverían.

De tal suerte, Rob delegó en el joven Alí la tarea de entrar con soldados en las casas abandonadas. Casi todas eran de piedra, pero tenían puertas y postigos de madera, así como sólidas vigas para sostener las techumbres. Alí indicó a los hombres que arrancaran y rompieran, y empezaron a chisporrotear las piras fuera de los muros de la ciudad.

En principio siguieron las instrucciones de Ibn Sina y respiraron a través de esponjas empapadas en vinagre, pero estas obstaculizaban su trabajo, y en seguida las descartaron. Siguiendo el ejemplo de Hakim Isfari Sanjar, todos los días se atragantaban con una tostada empapada en vinagre y bebían una buena cantidad de vino. A veces, al caer la noche, estaban tan ebrios como el viejo Hakim.

En medio de su borrachera, Mirdin les habló de su mujer, Fara, y de sus hijitos Dawwid e Issachar, que esperaban su regreso sano y salvo a Ispahán.

Habló con nostalgia de la casa de su padre a orillas del mar de Omán, donde su familia recorría la costa comprando aljofares.

– Me gustas -le dijo a Rob-. ¿Cómo puedes ser amigo de mi repugnante primo Aryeh?

Entonces Rob comprendió la frialdad inicial de Mirdin.

– ¿Yo amigo de Aryeh? Yo no soy amigo de Aryeh. ¡Aryeh es un idiota!

– ¡Eso es, es exactamente un idiota! -gritó Mirdin, y todos se desternillaron de risa.

El elegante Karim arrastraba las palabras contando historias de conquistas femeninas, y prometió que en cuanto regresaran a Ispahán encontraría para el joven Alí el par de tetas más hermoso de todo el Califato oriental.

Karim corría todos los días de un lado a otro de la ciudad de la muerte. A veces se mofaba de sus compañeros, que no tenían más remedio que correr con él, pasando por las calles desiertas junto a casas desocupadas, o cerca de otras en las que se acurrucaban los sanos con los nervios a flor de piel, o frente a cadáveres a la espera de la carreta. Con sus burlas, Karim pretendía huir de la espantosa vista de la realidad. Porque a todos los trastornaba algo más que el vino. Rodeados de muerte, eran jóvenes y estaban vivos, e intentaban enterrar su terror fingiéndose inmortales e inmunes.


Registros de la misión médica de Ispahán.

Día 28 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hegira.

Las sangrías, las ventosas y las purgas parecen dar pocos resultados.

La relación de las bubas con las muertes a causa de esta plaga resulta interesante, pues sigue observándose que si la buba estalla o evacua regularmente su hedionda supuración verde, es probable que el paciente sobreviva.

Tal vez muchos perecen por causa de la fiebre terriblemente alta que consume las grasas de sus cuerpos. Pero cuando la buba supura, la fiebre cae precipitadamente y comienza la recuperación.

Habiendo observado este fenómeno, nos hemos empeñado en madurar las bubas que podrían abrirse, aplicando cataplasmas de mostaza y bulbos de lila; cataplasmas de higos y cebollas hervidas, todo molido y o mezclado con mantequilla; además de una diversidad de emplastos que favorecen la exudación. En algunos casos, hemos abierto las bubas y las hemos tratado como úlceras, con escaso éxito. Con frecuencia estas inflamaciones, en parte afectadas por la destemplanza y en parte por ser violentamente maduradas, se vuelven tan duras que ningún instrumento puede cortarlas. En estos casos, hemos intentado quemarlas con cáusticos, también con malos resultados. Muchos murieron locos de atar por el tormento, y algunos durante la operación propiamente dicha, de modo que puede afirmarse que hemos torturado a estas pobres criaturas hasta matarlas. Pero algunas se salvan. Claro está que igual hubieran sobrevivido sin nuestra asistencia, pero nos consuela creer que hemos sido útiles a unos pocos.

Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz


– ¡Recolectores de huesos! -gritó el hombre.

Sus dos sirvientes lo dejaron caer sin ceremonias en el suelo del lazareto y salieron corriendo, sin duda para birlarle sus pertenencias, un robo corriente durante una plaga que parecía corromper las almas con la misma rapidez que los cuerpos.

Padres enloquecidos de terror abandonaban sin la menor vacilación a sus hijos aquejados de bubas. Aquella mañana habían sido decapitados tres hombres y una mujer por pillaje, y desollaron a un soldado por violar a una moribunda. Karim, que había llevado consigo a soldados armados y provistos de cubos con agua de cal para limpiar casas en las que había habido apestados, contó que se ofrecían en venta todo tipo de vicios, y que había sido testigo de tal depravación que resultaba evidente que muchos se aferraban a la vida a través del delirio de la carne.

Poco antes de mediodía, el kelonter, que nunca había entrado personalmente en el lazareto, envió a un soldado pálido y tembloroso a pedir a Rob y a Mirdin que salieran a la calle, donde encontraron a Kafiz olisqueando una manzana cubierta de especias para alejar el brote.

– Os informo de que el recuento de los fallecidos ayer descendió a treinta y siete -dijo con tono triunfal.

La mejora era espectacular, porque el día más virulento, en medio de la tercera semana posterior a la erupción, habían perecido 268 personas. Kafiz les dijo que, según sus cálculos, Shiraz había perdido 861 hombres, 565 mujeres, 3,193 niños, 566 esclavos, 141 esclavas, dos sirios cristianos y 32 judíos.

Rob y Mirdin intercambiaron una mirada significativa, pues a ninguno de los dos se les pasó por alto que el kelonter había enumerado a las víctimas en orden de importancia.

El joven Alí se aproximaba, andando calle abajo. Curiosamente, el muchacho habría pasado junto a ellos sin dar muestras de reconocerlos, si Rob no lo hubiese llamado por su nombre.

Rob se acercó a él y vio que su mirada era rara. Cuando le tocó la cabeza, el conocido ardor le heló el corazón.

"¡Ah, Dios!"

– Alí -dijo tiernamente-, debes entrar conmigo.

Habían visto morir a muchos, pero la rapidez con que la enfermedad se apoderó de Alí Rashi hizo sufrir en carne propia a Rob, Karim y Mirdin.

De vez en cuando, Alí se retorcía en un espasmo repentino, como si algo le mordiera el estómago. El dolor lo estremecía convulsivamente y arqueaba su cuerpo en extrañas contorsiones. Lo bañaron en vinagre, y a primera hora de la tarde albergaron esperanzas porque estaba casi frío al tacto. Pero fue como si la fiebre se hubiera acumulado, y con el nuevo ataque Alí estaba más caliente que antes, con los labios agrietados y los ojos en blanco.

Entre tantos gritos y quejidos, los suyos prácticamente se perdían, pero los otros tres aprendices los oían con claridad porque las circunstancias los habían convertido en la familia del muchacho.

Durante la noche se turnaron junto a su lecho.

El joven sufría atrozmente en su jergón revuelto, cuando Rob llegó para relevar a Mirdin antes del amanecer. Tenía los ojos opacos y apagados. La fiebre había consumido su cuerpo y transformado el redondo rostro adolescente, del que habían emergido unos pómulos altos y una nariz aguileña que permitían vislumbrar al beduino adulto que pudo llegar a ser.

Rob cogió las manos de Alí y recibió la nefasta noticia.

De vez en cuando, como fuga de la impotencia de no hacer nada, acercaba los dedos a la muñeca de Alí y sentía el pulso, débil y confuso como el aleteo de un pájaro con las alas rotas.

Cuando llegó Karim para relevar a Rob, Alí había muerto. Ya no podían seguir fingiendo la inmortalidad. Era evidente que alguno de los tres sería el próximo, y comenzaron a experimentar el auténtico significado del miedo.

Acompañaron el cadáver de Alí a la pira, y cada uno rezó a su manera mientras ardía.

Esa mañana comenzaron a percibir el cambio; era obvio que cada vez llevaban menos enfermos al lazareto. Tres días después, el kelonter, apenas capaz de contener la ilusión de su voz, informó que el día anterior sólo habían muerto once personas.

Andando cerca del lazareto, Rob vio un gran grupo de ratas muertas y agonizantes y notó algo singular al observarlas: los roedores sufrían la plaga, porque casi todos presentaban una buba pequeña pero inconfundible. Localizó a una que había muerto tan recientemente que en su pellejo pálido aún campaban las pulgas; la echó sobre una gran piedra plana y la abrió con su cuchilla tan pulcramente como si al-Juzjani u otro maestro de anatomía estuviese espiando por encima de su hombro.


Registros de la misión médica de Ispahán.

Día 5 del mes de Rabia, año 413 de la Hegira.

Diversos animales han muerto además de hombres, pues supimos que caballos, vacas, ovejas, camellos, perros, gatos y aves perecieron a causa de la pestilencia en Anshan.

La disección de seis ratas muertas por la plaga fue interesante. Los signos exteriores eran similares a los encontrados en víctimas humanas, con los ojos fijos, los músculos contorsionados, la boca abierta, la lengua ennegrecida y saliente, y bubas en la zona de la ingle o detrás de una oreja.

Con la disección de estas ratas quedó claro por qué la extirpación quirúrgica de la buba suele fracasar. Es probable que la lesión tenga raíces profundas semejantes a la zanahoria, y que después de quitar el cuerpo principal de la buba sigan impregnando a la víctima y haciendo estragos en ella.

Al abrir el abdomen de las ratas encontré que los orificios inferiores de los estómagos y los intestinos superiores, en los seis casos, estaban bastante descoloridos por una bilis verde. Los intestinos bajos se veían moteados. Los hígados de los seis roedores estaban arrugados, y en cuatro casos los corazones aparecían reducidos.

En una de las ratas el estómago estaba, por así decirlo, internamente pelado.

¿Se presentan estos efectos en los órganos de las víctimas humanas de esta plaga?

El aprendiz Karim Harun dice que Galeno dejó escrito que la anatomía interna del hombre es idéntica a la del cerdo y a la del mono, aunque distinta a la de las ratas.

Así, aunque no conocemos los hechos causales de la muerte por plaga en los humanos, podemos tener la amarga certeza de que ocurren internamente y están excluidos, por tanto, de nuestra exploración.

Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz


Dos días más tarde, mientras cumplía su trabajo en el lazareto, Rob sintió malestar, pesadez, debilidad en las rodillas, dificultad para respirar, y el ardor interior de quien se ha atiborrado de especias, aunque no las había ingerido.

Estas sensaciones lo acompañaron y aumentaron en el curso de la tarde.

Se esforzó por no hacerles caso, y mirando la cara de una víctima de la enfermedad -inflamada y distorsionada, los ojos brillantes y en blanco-, Rob sintió que se estaba mirando a sí mismo.

Fue a ver a Mirdin y a Karim.

Encontró la respuesta en sus ojos.

Antes de permitir que lo llevaran a un jergón, insistió en buscar el Libro de la plaga y sus notas, que entregó a Mirdin.

– Si ninguno de vosotros sobrevive, el último debe dejarlo donde alguien pueda encontrarlo y enviárselo a Ibn Sina.

– Sí, Jesse -dijo Karim.

Rob se tranquilizó. Le habían quitado una carga de los hombros: había ocurrido lo peor y, por ende, se había librado del terrible grillete del pánico

– Uno de nosotros se quedará contigo -dijo pesaroso el bondadoso Mirdin.

– No, aquí hay muchos que os necesitan.

Pero veía que lo rondaban y lo observaban.

Decidió tomar nota mentalmente de cada paso de la enfermedad, pero sólo llegó al inicio de la fiebre alta, pues se vio aquejado de un dolor de cabeza tan formidable que sensibilizó toda su piel. Las mantas se volvieron pesadas e irritantes y se las quitó de encima. Entonces lo venció el sueño.

Soñó que charlaba con el alto y flaco Dick Bukerel, el difunto carpintero jefe del gremio de su padre. Al despertar sintió que el calor era más opresivo y que aumentaba su frenesí interior.

Durante un noche espasmódica, se vio asaltado por sueños más violentos, en los que luchaba con un oso que gradualmente adelgazaba y crecía en estatura, hasta convertirse en el Caballero Negro, mientras todos los que habían sido llevados por la plaga presenciaban la descomunal paliza que se propinaban sin que ninguno de los dos lograra acabar con el otro.

Por la mañana lo despertaron los soldados que arrastraban su miserable carga desde el lazareto hasta la carreta. Era una visión familiar para él como aprendiz y practicante de la medicina, pero desde la perspectiva de un apestado, la escena se veía con otros ojos. Le palpitaba el corazón. Sentía un zumbido lejano en los oídos. La pesadez de todos sus miembros era peor que antes de dormirse, y un fuego quemaba en su interior.

– Agua.

Mirdin se apresuró a buscarla, pero cuando Rob cambió de posición para beber, contuvo el aliento, angustiado. Vaciló antes de mirar el lugar donde sentía dolor. Por último lo descubrió, y él y Mirdin intercambiaron una mirada de temor. Debajo de su brazo izquierdo había una horrorosa buba lívida. Cogió a Mirdin de la muñeca.

– ¡No la cortarás! ¡Y no debéis quemarla con cáusticos! ¿Me lo prometes?

Mirdin soltó la mano y volvió a empujar a Rob J. sobre su jergón.

– Te lo prometo, Jesse -dijo suavemente y se fue deprisa para llamar a Karim.

Mirdin y Karim le llevaron la mano detrás de la cabeza y se la ataron a un poste, dejando la buba a la vista. Calentaron agua de rosas y empaparon trapos para hacer compresas, cambiando sin falta las cataplasmas cada vez que se enfriaban.

Tenía más fiebre de la que nunca había visto en hombres o en niños, y todo el dolor de su cuerpo se concentraba en la buba, hasta que su mente se hartó del incesante dolor y comenzó a delirar.

Buscó frescura en la sombra de un trigal, y la besó, le tocó la boca, le besó la cara y la cabellera pelirroja que caía sobre él como la bruma oscura.

Oyó que Karim rezaba en parsi y Mirdin en hebreo. Cuando este llegó al Ihema, Rob siguió la oración. Oye, oh Israel, Señor Dios nuestro, el Señor es Uno.

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…

Temía morir con la escritura judía en los labios y procuró encontrar una oración cristiana. La única que se le ocurrió fue un cántico de los sacerdotes de su niñez.

Jesus Christus natus est.

Jesus Christus cruciftxus est

Jesus Chrtstus sepultus est.

Amén.

Su hermano Samuel estaba sentado en el suelo, cerca del jergón, y sin duda era un guía enviado a buscarlo. Samuel parecía el mismo de antes, incluida la expresión irónica y burlona de su rostro. Rob no sabía que decirle; él era un adulto, pero Samuel seguía siendo el crío que había sido en el momento de su muerte.

El dolor se intensificó. El dolor era insoportable.

– ¡Ven, Samuel! -dijo a grito pelado-. ¡Vayámonos!

Pero Samuel siguió sentado y con la vista fija en él.

Al cabo de poco, un dulce y repentino alivio del dolor en el brazo fue tan agudo como una herida recién inferida. No podía permitirse el lujo de alimentar falsas esperanzas, y se obligó a esperar pacientemente la llegada de alguno de sus compañeros.

Después de un tiempo que le pareció desmesuradamente prolongado, se dio cuenta de que Karim estaba inclinado sobre él.

– ¡Mirdin! ¡Mirdin! ¡Alabado sea Alá, la buba se ha abierto!

Dos caras sonrientes se cernieron sobre él, una bellamente oscura, la otra sencilla, reflejando la bondad de los santos.

– Pondré una mecha para drenarla -dijo Mirdin, y durante un buen rato tuvieron demasiado trajín para acordarse de las acciones de gracias.

Fue como si hubiese atravesado el mar más tormentoso y ahora derivara en el remanso más sereno y pacífico.

La recuperación fue tan rápida y falta de incidentes como la que había visto en otros sobrevivientes. Sentía debilidad y temblores, como era natural después de las altas fiebres; pero se le despejó la mente y dejó de mezclar acontecimientos pasados y actuales.

Empezó a quejarse, pues deseaba ser de alguna utilidad, pero sus cuidadores no quisieron saber nada y lo mantuvieron en posición supina sobre su jergón.

– ¡Para ti lo es todo la práctica de la medicina! -dijo entusiasmado Karim una mañana-. Yo lo sabía, y por eso no planteé objeciones cuando te hiciste con el mando de nuestra pequeña misión.

Rob abrió la boca para protestar, pero la cerró de inmediato, porque era verdad.

– Me puse furioso cuando nombraron jefe a Fadil ibn Parviz -prosiguió Karim-. Se luce en los exámenes y está muy bien considerado por el cuerpo docente, pero en medicina práctica es una calamidad. Ademas, inició su aprendizaje dos años después que yo y es hakim, mientras yo sigo siendo aprendiz.

– ¿Y cómo pudiste aceptarme como jefe, si aún no he cumplido un año de aprendizaje?

– Eres muy distinto y estás fuera de competición porque te ha esclavizado la curación de las enfermedades.

Rob sonrió.

– Te he observado durante estas arduas semanas. ¿Acaso no ha tomado posesión de ti el mismo amo?

– No -respondió Karim tranquilamente-. No me interpretes mal; quisiera ser el mejor médico del mundo. Pero con la misma pasión anhelo hacerme rico. La riqueza no es tu mayor ambición, ¿verdad, Jesse?

Rob meneó la cabeza.

– Cuando yo era niño, en la aldea de Carsh, que pertenece a la provincia de Hamadhan, el sha Abdallah, padre del sha Alá, condujo un gran ejército a través de nuestro territorio para combatir contra las bandas de turcos seljucíes. Cada vez que el ejército de Abdallah se detenía, llegaba la desgracia de una plaga de soldados. Se llevaban cosechas y animales, alimentos que significaban la supervivencia o el desastre para su propio pueblo. Cuando el ejército seguía su camino, nosotros nos moríamos de hambre.

"Yo tenía cinco años. Mi madre cogió por los pies a su hija recién nacida y le aplastó la cabeza contra las rocas. Dicen que muchos recurrieron al canibalismo y lo creo.

"Primero murió mi padre y luego mi madre. Durante un año viví en las calles con pordioseros, y yo mismo me hice mendigo. Finalmente, me adoptó Zaki-Omar, un hombre que había sido amigo de mi padre. Era un atleta famoso. Me educó y me enseñó a correr. Y durante nueve años me hizo objeto de prácticas sodomitas.

Karim calló un momento, y el silencio sólo era interrumpido por el suave gemido de algún paciente en el otro extremo de la sala.

– Cuando él murió, yo tenía quince años. Su familia me expulsó, pero Zaki-Omar había gestionado mi ingreso en la madraza y viajé a Ispahán, libre por primera vez. Tomé la decisión de que cuando tuviera hijos estarían protegidos, y sólo la riqueza da esa clase de seguridad.

De niños habían vivido catástrofes similares a medio mundo de distancia, pensó Rob. De haber sido el menos afortunado, o si Barber hubiera resultado un hombre distinto…

La conversación se vio interrumpida por la llegada de Mirdin, que se sentó en el suelo, al otro lado del jergón.

– Ayer no murió nadie en Shiraz.

– ¡Alá! -exclamo Karim.

– ¡Nadie murió ayer!

Rob los tomó de la mano.

De inmediato, Karim y Mirdin también unieron sus manos. Estaban más allá de la risa, más allá de las lágrimas, como ancianos que han compartido una vida entera. Así enlazados, se miraron, saboreando la supervivencia.

Dejaron pasar diez días hasta decidir que Rob estaba lo bastante fuerte para viajar. Se había divulgado la noticia del fin de la peste. Transcurrirían años hasta que volviera a haber árboles en Shiraz, pero la gente empezaba a volver, y algunas personas llegaban provistas de madera. Pasaron por una casa donde los carpinteros estaban colocando postigos y por otras donde ponían las puertas.

Era bueno dejar atrás la ciudad y dirigirse al norte.

Viajaron sin prisa. Al llegar a la casa de Ishmael el Mercader, desmontaron y llamaron, pero nadie respondió.

Mirdin arrugó la nariz.

– Se huele a muerte por aquí cerca-dijo, tranquilamente.

Entraron en la casa y encontraron los cadáveres de Ismael el Mercader y de hakim Fadil ibn Parviz, en estado de descomposición. No había huellas del aprendiz de tercer año Abbas Sefi, que sin duda había escapado del "refugio seguro" al ver que los otros eran azotados por la plaga.

De modo que debieron cumplir una última responsabilidad antes de abandonar la tierra azotada por la peste: rezaron sus oraciones e incineraron los dos cadáveres, haciendo una alta fogata con el lujoso mobiliario del mercader.

La misión médica había abandonado Ispahán con ocho hombres, tres salieron cabalgando de Shiraz.

LOS HUESOS DE UN ASESINADO

A su llegada, Ispahán le pareció una irrealidad desbordante de gente sana que reía o reñía. Durante un tiempo le resultó extraño caminar entre aquellas personas, como si el mundo estuviera achispado.

Ibn Sina se entristeció, pero no se sorprendió al enterarse de las deserciones y las muertes. Recibió ansioso el libro con las anotaciones de Rob. A lo largo del mes en que los tres aprendices esperaban en la casa de la Roca de Ibrahim para cerciorarse de no llevar la plaga a Ispahán, Rob escribió largamente un relato pormenorizado del trabajo en Shiraz. En sus informes puso de manifiesto que los otros dos aprendices le habían salvado la vida y los llenó de elogios.

– ¿También Karim? -le preguntó Ibn Sina sin rodeos, cuando quedaron a solas.

Rob vaciló, porque le parecía pretencioso de su parte evaluar las condiciones de un compañero de estudios. Pero respiró hondo y respondió:

– Es posible que tenga dificultades con los exámenes, pero ya es un consumado médico. Se mostró sereno y decidido durante el desastre, y tierno con los dolientes.

Ibn Sina pareció satisfecho.

– Ahora debes ir a la Casa del Paraíso a informar al sha Alá, que está ansioso por hablar sobre la presencia de un ejército de seljucíes en Shiraz -dijo.

El invierno agonizaba pero no estaba muerto, y hacía frío en el palacio

Las duras botas de Khuff resonaban en los pavimentos de piedra mientras Rob lo seguía por oscuros pasillos.

El sha estaba a solas ante una mesa de gran tamaño.

– ¡Jesse ben Benjamín!, Majestad.

El capitán de las Puertas se retiró mientras Rob hacia el ravizemin.

– Puedes sentarte conmigo, Dhimmi Debes ponerte el mantel sobre las piernas -le indicó el rey.

Para Rob fue una sorpresa agradable. La mesa estaba sobre una parrilla asentada en el suelo, a través de la cual subía el calor de los braseros. Sabía que no debía mirar demasiado tiempo ni muy directamente al monarca, pero ya había oído los cotilleos del mercado sobre la constante disipación del sha.

Los ojos de Alá quemaban como los de un lobo, y las facciones chatas de su delgada cara de halcón colgaban flojas, sin duda como resultado de un consumo excesivo y permanente de vino.

Ante el sha había un tablero dividido en cuadrados alternos claros y oscuros, con figuras de hueso bellamente talladas. Al lado había copas y una jarra de vino. Alá sirvió para ambos y tragó su parte rápidamente.

– Bebe, bebe; me gustaría hacer de ti un judío alegre.

Los ojos enrojecidos eran exigentes.

– Solicito tu permiso para dejarlo. El vino no me hace feliz, Majestad. Me pone mohíno y violento, de modo que no puedo gozar del alcohol como algunos, que son más afortunados.

Sus palabras habían despertado la curiosidad del sha.

– En mi caso hace que me despierte todas las mañanas con un terrible dolor detrás de los ojos y temblor en las manos. Tú eres médico. ¿Cuál es el remedio?

Rob sonrió.

– Menos vino, Majestad, y más cabalgatas en el diáfano aire persa.

Los ojos astutos recorrieron su rostro en busca de un atisbo de insolencia, pero no lo encontraron.

– Entonces debes salir a cabalgar conmigo, Dhimmi

– Estoy a tu servicio, Majestad.

Alá hizo un ademán indicativo de que aquello era un acuerdo.

– Ahora hablemos de los seljucíes en Shiraz. Cuéntamelo todo.

Escuchó atentamente mientras Rob hablaba largo y tendido acerca de la fuerza que había invadido Anshan. Finalmente, asintió.

– Nuestro enemigo del noroeste nos rodeó e intentó establecerse al sudeste. Si hubiese conquistado y ocupado la totalidad de Anshan, Ispahán habría sido un bocado entre las afiladas fauces de los seljucíes. -Golpeó la mesa-. Bendito sea Alá por haberles enviado la plaga. Cuando vuelvan, estaremos preparados.

Acomodó el gran tablero a cuadros para que quedara entre ambos.

– ¿Conoces este pasatiempo?

– No, Majestad.

– Es nuestro juego más antiguo. Si pierdes se dice que es shahtreng, la "angustia del rey". Pero en general se le conoce como juego del sha, porque se refiere a la guerra. -Sonrió, divertido-. Te enseñaré el juego del sha, Dhimmi

Entregó a Rob una de las figuras de elefantes y le dejó palpar su cremosa suavidad.

– Esta tallado de un colmillo de elefante. Como ves, los dos tenemos, en posición de servicio. A cada lado hay un elefante, que proyecta suaves sombras oscuras como el índigo alrededor del trono. Junto a los elefantes hay dos camellos montados por hombres de reflejos rápidos. Luego, dos caballos con sus jinetes, dispuestos a presentar batalla el día del combate. En cada extremo del frente de batalla vemos que un rukh o guerrero se lleva las manos ahuecadas a los labios y bebe la sangre de sus enemigos. Delante van los soldados de a pie, cuyo deber consiste en colaborar con los otros en la pelea. Si un soldado de a pie logra llegar al otro extremo del campo de batalla, se coloca a ese héroe junto al rey, como el general.

“El general valiente nunca se distancia más de un cuadrado de su rey durante la batalla. Los poderosos elefantes atraviesan tres cuadrados y observan todo el campo de batalla de dos millas de extensión. El camello se mueve por tres cuadrados bufando y pateando el suelo, así y así. Los caballos también atraviesan tres cuadrados, y al saltarlos uno de los cuadrados no se toca. Hacia todos los lados hacen estragos los vengadores rukhs, cruzando todo el campo de batalla.

"Cada pieza se mueve en su propia área y no hace ni más ni menos de lo que tiene asignado. Si alguien se aproxima al rey, grita: "Quitaos, oh sha", y el rey debe retroceder de su cuadrado. Si entre los adversarios, el rey, el caballo el rukh, el general, el elefante y el ejército, le bloquean el camino, el soberano debe mirar a su alrededor por los cuatro costados, con el entrecejo fruncido.

Si ve su ejército derrotado, el camino cerrado por el agua y el foso, el enemigo a izquierda y derecha, adelante y atrás, morirá de agotamiento y sed, que es el destino ordenado por el firmamento rotatorio para quien pierde la guerra. -Se sirvió más vino, se lo echó al coleto y miró a Rob con la frente arrugada-. ¿Comprendes?

– Eso creo, Majestad -dijo Rob prudentemente.

– Entonces, empecemos.

Rob cometió errores, movió algunas piezas incorrectamente, y cada vez que lo hacía el sha Alá lo corregía con un gruñido. El juego no duró mucho, porque en breve las fuerzas de Rob fueron exterminadas y su rey quedó preso.

– Otra -dijo satisfecho Alá.

La segunda contienda concluyó casi tan rápidamente como la primera, pero Rob había comenzado a ver que el sha se anticipaba a sus movimientos porque había establecido emboscadas, y lo atraía hacia las trampas, como si estuvieran librando una verdadera guerra.

Concluida la segunda partida, Alá lo despidió con un ademán.

– Un jugador competente puede evitar la derrota durante días enteros -dijo-. Quien gana el juego del sha es apto para gobernar el mundo. Sin embargo, para ser la primera vez no lo has hecho mal. Para ti no es ninguna desgracia sufrir la shahtreng, por que a fin de cuentas sólo eres un judío.

¡Que satisfactorio estar otra vez en la casita del Yehuddiyyeh y volver a la ardua rutina del maristán y las aulas!

Rob experimentó el gran placer de que no volvieran a enviarlo a la cárcel como cirujano, y durante un tiempo hizo de aprendiz en la sala de fracturados, y junto con Mirdin, a las órdenes de Hakim Jalal-ul-Din. Delgado y melancólico, Jalal parecía ser un jefe típico de la sociedad médica de Ispahán, respetado y próspero. Pero difería de la mayor parte de los médicos Ispaháníes en varios aspectos importantes.

– ¿De modo que tú eres Jesse, el cirujano barbero de quien he oído hablar? -preguntó cuando Rob se presentó ante él.

– Sí, maestro médico.

– No comparto el desprecio general por los cirujanos barberos. Muchos son ladrones y tontos, es verdad, pero también entre ellos hay hombres honrados e inteligentes. Antes de hacerme médico ejercí otra profesión desdeñada por los doctores persas: fui ensalmador, y después de hacerme Hakim sigo siendo el mismo de antes. Pero aunque no te condene por ser barbero, debes trabajar duramente para ganarte mi respeto. En caso contrario, te echaré de mi servicio de una patada en el culo europeo.

Tanto Rob como Mirdin eran felices trabajando intensamente. Jalal-ul-Din se había hecho famoso como especialista en huesos, y había inventado una amplia variedad de tablillas acolchadas y artilugios de tracción. Les enseñó a usar las yemas de los dedos como si fueran ojos para ver debajo de la carne amoratada y aplastada, visualizando la lesión a fin de encontrar el tratamiento más adecuado. Jalal era especialmente habilidoso en manipular astillas y fragmentos hasta que volvían a ocupar su lugar, donde la naturaleza volvería a soldarlos.

– Parece sentir un curioso interés por el crimen -refunfuñó Mirdin después de unos días como asistentes de Jalal.

Y era cierto, porque Rob había notado que el médico habló excesivamente acerca de un asesino que esa semana había confesado su culpa ante el tribunal del imán Qandrasseh.

En efecto, un tal Fakhr-i-Ayn, pastor, se reconoció culpable de haber sodomizado y luego asesinado a un colega llamado Qifti al-Ullah, dos años antes. Enterró a su víctima en una fosa poco profunda, fuera de los muros de la ciudad. El tribunal condenó al asesino, que fue inmediatamente ejecutado y descuartizado.

Días más tarde, cuando Rob y Mirdin se presentaron ante Jalal, este les dijo que el asesinado sería exhumado de su tosca fosa y vuelto a enterrar en un cementerio musulmán, donde recibiría el beneficio de la oración islámica para asegurar la admisión de su alma en el Paraíso.

– Vamos -dijo Jalal-, esta es una oportunidad excepcional. Hoy haremos de sepultureros.

No desveló a quien había sobornado, pero en breve los dos aprendices y el médico -que llevaba una mula cargada- acompañaron a un mullah y a un soldado del kelonter a la solitaria ladera que el difunto Fakhr-i-Ayn había indicado a las autoridades.

– Con cuidado -advirtió Jalal mientras cavaban.

En seguida vieron los huesos de una mano y, poco después, retiraron el esqueleto entero, tendiendo los huesos de Qifti-al-Ullah en una manta.

– Es hora de comer -anunció Jalal, y llevó al burro a la sombra de un árbol distante de la sepultura.

Abrió la carga que llevaba su jumento y presentó aves asadas, un pilah, grandes dátiles para postre, pasteles de miel y una botella de sheret. El soldado y el mullah, ansiosos, se hartaron mientras Jalal y sus aprendices aguardaban que durmieran la siesta que sin duda seguiría a la copiosa comida.

Los tres volvieron deprisa junto al esqueleto. La tierra había cumplido su tarea y los huesos estaban limpios, salvo una mancha herrumbrosa alrededor del sitio en que la daga de Fakhr había atravesado el esternón. Se arrodillaron sobre los huesos, murmurando, apenas conscientes de que un día esos restos habían sido un hombre llamado Qifti.

– Observad el fémur -dijo Jalal-, el hueso más largo y más fuerte del cuerpo. ¿No es evidente por qué resulta difícil soldar una fractura que se produce en el muslo?

"Contad los doce pares de costillas. ¿Notáis que forman una caja? Esa caja protege el corazón y los pulmones, ¿no es maravilloso?

Era absolutamente distinto estudiar huesos humanos en vez de ovinos, pensó Rob, pero esa sólo fue una parte de la historia.

– El corazón y los pulmones del ser humano… ¿los has visto? -preguntó a Jalal.

– No. Pero Galeno dice que son semejantes a los del cerdo, y todos hemos visto los del cerdo.

– ¿Y si no fueran idénticos?

– Lo son -replicó Jalal de mala manera-. No desperdiciemos esta oportunidad dorada de estudiar, que en breve volverán aquellos dos. ¿Veis cómo los siete pares superiores de costillas están adheridas al pecho mediante una materia conjuntiva flexible? Las otras tres están unidas por un tejido común y los dos últimos pares no están ligados en la parte frontal. ¿No es Alá ¡grande y poderoso sea! el diseñador más inteligente que haya habido, Dhimmis? ¿No ha construido Él a los suyos según una estructura extraordinaria?

Permanecieron en cuclillas bajo el sol abrasador, sobre su festín erudito, transformando al asesinado en una lección de anatomía.

Después, Rob y Mirdin fueron a los baños de la academia, donde se quitaron de encima la desagradable sensación producida por el contacto con la muerte, y aliviaron los músculos desacostumbrados a cavar. Allí los encontró Karim, y Rob notó, en su expresión, que algo andaba mal.

– Volverán a examinarme.

– ¡Pero si eso es lo que quieres!

Karim miró de reojo a los miembros del cuerpo docente que conversaban en el otro extremo de la sala y bajó la voz:

– Tengo miedo. Prácticamente había renunciado a la esperanza de otro examen. Este será el tercero… Si fallo, todo habrá terminado. -Los miró con expresión lúgubre-. Al menos ahora puedo ser aprendiz asistente.

– Pasarás el examen como un buen corredor -dijo Mirdin.

Karim descartó con un gesto todo intento de despreocupación.

– No me inquieta lo que corresponde a medicina, pero sí la filosofía y el derecho.

– ¿Cuándo? -preguntó Rob.

– Dentro de seis semanas.

– Eso nos da tiempo, entonces.

– Sí, estudiaré filosofía contigo -dijo tranquilamente Mirdin-. Jesse y tú trabajareis juntos con las leyes.

Rob protestó para sus adentros, pues ni remotamente se consideraba jurista. Pero habían sobrevivido juntos a la plaga y estaban vinculados por catástrofes similares sufridas en la infancia; sabía que debía intentarlo.

– Empezaremos esta noche -dijo mientras buscaba un paño para secarse el cuerpo.

– Nunca supe de nadie que fuera aprendiz durante siete años y luego lo hicieran médico -dijo Karim sin el menor intento de ocultarles su terror, en un nuevo nivel de intimidad.

– Aprobarás -dijo Mirdin, y Rob asintió.

– Tengo que aprobar -corroboró Karim.

Ibn Sina invitó a cenar a Rob dos semanas seguidas.

– Vaya, el maestro tiene un aprendiz favorito -se mofó Mirdin, pero apuntaba el orgullo en su sonrisa y no los celos.

– Es bueno que se interese por élv-dijo Karim-. Al-Juzjani ha contado con el patrocinio de Ibn Sina desde que era joven, y hoy al-Juzjani es un gran médico.

Rob frunció el ceño, poco dispuesto a compartir la experiencia, ni siquiera con ellos. No sabría describir lo que era pasar una velada entera como único beneficiario del cerebro de Ibn Sina. Una noche habían hablado de los cuerpos celestes… o, para ser precisos, Ibn Sina había hablado y Rob escuchado. En otra oportunidad, Ibn Sina se explayó durante horas sobre las teorías de los filósofos griegos. ¡Sabía tanto y lo sabía enseñar sin el menor esfuerzo…!

Por contraste, antes de enseñarle a Karim, Rob tenía que aprender. Resolvió que durante seis semanas dejaría de asistir a todas las clases salvo las de derecho, y de la Casa de la Sabiduría sacó libros de leyes y jurisprudencia. Ayudar a Karim no sería únicamente un acto generoso de amistad, pues Rob tenía bastante descuidada la esfera del derecho. Ayudando a Karim se estaría preparando para el día en que comenzaran sus propias pruebas.

En el Islam había dos ramas del derecho: Fiqh o ciencia legal y Shana, la ley divinamente revelada por Alá. A ellas hay que sumar la Sunna, la verdad y la justicia reveladas por la vida ejemplar y las máximas de Mahoma, con lo que el resultado era un complejo e intrincado cuerpo de aprendizaje que podía acobardar a cualquier estudioso.

Karim se esforzaba, pero era evidente que sufría.

– Es demasiado -decía.

El esfuerzo se hizo evidente. Por primera vez en siete años, excepto en el periodo en que habían combatido la plaga en Shiraz, no iba diariamente al maristán, y confesó a Rob que se sentía extraño y privado de su elemento sin la rutina cotidiana del cuidado de sus pacientes.

Todas las mañanas, antes de reunirse con Rob para estudiar leyes y luego con Mirdin para dedicarse a los filósofos y sus enseñanzas, Karim corría con las primeras luces del día. Una vez, Rob intentó correr con él, pero pronto quedó atrás; Karim corría como si intentara aventajar a sus temores. En varias ocasiones Rob montó su alazán y acompañó al corredor. Karim atravesaba a toda velocidad la ciudad ajetreada, pasaba junto a los sonrientes centinelas de la puerta principal de la muralla, salía al otro lado del Río de Vida y se internaba en el campo. Rob no creía que supiera o le importara por dónde corría. Sus pies subían y bajaban, sus piernas se movían a ritmo constante e inconsciente que parecía sosegarlo y reconfortarlo a la manera de una infusión de buing, el fuerte cañamón que daban a los pacientes desesperados de dolor. El gasto diario de energías preocupaba a Rob.

– Consume todas las fuerzas de Karim -se quejó a Mirdin-. Tendrá que reservar todas sus energías para el estudio.

Pero el sensato Mirdin se tironeó de la nariz, golpeteó su larga mandíbula equina y meneó la cabeza.

– No; sospecho que si no corriera no soportaría este periodo -dijo. Rob fue lo bastante juicioso para no insistir, confiando en que el criterio corriente de Mirdin fuera tan formidable como su erudición.

Una mañana fue llamado y recorrió a caballo la avenida de los Mil Jardines hasta llegar al sendero polvoriento que llevaba a la elegante casa de Ibn Sina. El guarda cogió su caballo, y cuando Rob se encaminó a la puerta de piedra, Ibn Sina salió a su encuentro.

– Se trata de mi esposa. Te agradecería que la examinaras.

Rob asintió confuso, pues a Ibn Sina no le faltaban distinguidos colegas que se sentirían honrados de examinarla. Pero siguió a su maestro hasta una puerta que daba a una escalera de piedra semejante al interior de un caracol y por ella ascendieron a la torre Norte de la casa.

La anciana yacía en un jergón y los miró con ojos opacos y ciegos. Ibn Sina se arrodilló a su lado.

– Oh, Reza…

Sus labios secos estaban agrietados. Ibn Sina mojó un trapo cuadrado en agua de rosas y le humedeció tiernamente la cara y la boca. Tenía una amplia experiencia en volver cómoda la habitación de un enfermo, pero ni siquiera el entorno limpio, la ropa recién cambiada y las fragantes volutas de humo que se elevaban de unos platos con incienso encubrían el hedor de la enfermedad de su esposa.

Los huesos daban la impresión de querer violar su piel transparente. Tenía la cara cerúlea, el pelo ralo y blanco. Probablemente su marido era el mejor médico del mundo, pero ella era una anciana en las últimas etapas de una enfermedad ósea. Se veían grades bubas en sus brazos, y sus piernas estaban extremadamente delgadas. Los tobillos y los pies se veían hinchados a causa de los fluidos acumulados. La mayor parte de su cadera derecha aparecía deteriorada, y Rob sabía que si le levantaba la camisa descubriría que otros bultos habían invadido las partes externas de su cuerpo, así como sabía, por el olor, que se habían extendido hasta sus intestinos. Ibn Sina no lo había llamado para confirmar un diagnostico obvio y terrible. Rob comprendió lo que esperaba de él y cogió las frágiles manos de la mujer entre las suyas, mientras le hablaba en voz baja y con dulzura. Se tomó más tiempo del necesario, mirándola a los ojos, que por un instante parecieron despejarse.

– ¿Daud? -susurró, y apretó con fuerza las manos de Rob.

Rob miró inquisitivamente a Ibn Sina.

– Su hermano, muerto hace muchísimos años.

Los ojos de la mujer volvieron a vaciarse, y los dedos se aflojaron. Rob volvió a apoyarle las manos en el jergón y se retiró de la torre con Ibn Sina.

– ¿Cuánto?

– No mucho, Hakim-hashi Creo que es cuestión de días. -Rob se sintió torpe; el otro era muy superior a él para transmitirle las acostumbradas condolencias-. Entonces ¿no es posible hacer nada por ella?

Ibn Sina torció el gesto.

– Sólo me resta expresarle mi amor con infusiones cada vez más fuertes.

Acompañó a su aprendiz hasta la puerta, le dio las gracias y volvió junto a su moribunda esposa.

– Amo -dijo alguien a Rob.

Al volverse, vio al descomunal eunuco que guardaba a la segunda esposa de Ibn Sina.

– Sígueme, por favor.

Atravesaron una puerta abierta en la tapia del jardín, de dimensiones tan reducidas que ambos tuvieron que agacharse para pasar a otro jardín, exterior a la torre Sur.

– ¿De qué se trata? -preguntó secamente al esclavo.

El eunuco no contestó. Algo atrajo la mirada de Rob, que desvió la vista hacia una ventanita desde la que lo observaba un rostro embozado.

Los dos sostuvieron la mirada y luego ella apartó la suya en un remolino de velos, dejando desierta la ventana.

Rob miró al esclavo, que sonrió levemente y se encogió de hombros.

– Me ordenó que te trajera aquí. Deseaba contemplarte, amo -dijo.

Tal vez Rob habría soñado con ella esa noche, pero no tuvo tiempo. Estudió las leyes de la propiedad, y mientras el aceite de su lámpara ardía lentamente, oyó el resonar de unos cascos que bajaban por su calle y, al parecer, se detuvieron ante su puerta. Llamaron. Alargó la mano hacia su espada, pensando en los ladrones, pues era demasiado tarde para que alguien fuera a visitarlo.

– ¿Quién anda ahí?

– Wasif, amo.

Rob no conocía a ningún Wasif, pero creyó reconocer la voz. Empuñando el arma, abrió la puerta y vio que había acertado. Allí estaba el eunuco sujetando las riendas de un burro.

– ¿Te ha enviado el Hakim?

– No, amo. Me ha enviado ella. Quiere que vayas.

No supo qué responder. El eunuco sabía que no debía sonreír, pero en el fondo de sus ojos surgió un destello indicativo de que había notado el asombro del Dhimmi

– Espera-dijo Rob secamente y cerró la puerta.

Salió después de lavarse deprisa y, montado a pelo en su alazán, recorrió las calles oscuras detrás del esclavo, cuyos pies planos y torcidos dejaban huellas en el polvo mientras cabalgaba a horcajadas del pobre burro. Pasaron junto a casas silenciosas en las que la gente dormía, giraron por el sendero cuyo polvo profundo amortiguaba los ruidos de los cascos de los animales, y entraron en un campo que se extendía más allá del muro de la finca de Ibn Sina.

Por una entrada de la empalizada se acercaron a la puerta de la torre Sur, que abrió el eunuco, quien a continuación se inclinó y, con un ademán, indicó a Rob que entrara sólo.

Todo era igual a las fantasías que había vivido un centenar de noches tendido en su jergón y excitado. El oscuro pasillo de piedra era gemelo a la escalera de la torre Norte, y daba vueltas como las espirales de un nautilo; a llegar a lo alto, se encontró en un espacioso harén.

A la luz de la lámpara, Rob vio que ella lo aguardaba en un inmenso jergón con cojines: era una mujer persa que se había preparado para hacer el amor, con las manos, los pies y el sexo rojos de alheña y resbaladizos de aceite. Sus pechos eran decepcionantes, apenas más voluminosos que los de un muchacho.

Rob le quitó el velo.

Tenía el pelo negro, también tratado con aceite y echado rígidamente hacia atrás, contra su cráneo redondeado. Rob había imaginado los rasgos prohibidos de una reina de Saba o de una Cleopatra, y se sobresaltó al encontrar a una jovencita al acecho, de boca temblorosa que ahora se lamió nerviosa, con el chasquido de su lengua rosa. Era un rostro encantador, en forma de corazón, con la barbilla en punta y la nariz corta y recta. De la delgada ventanilla derecha colgaba un pequeño anillo de metal por donde apenas cabria su dedo meñique.

Rob llevaba mucho tiempo en aquel país: las facciones al descubierto lo excitaron más que su cuerpo afeitado.

– ¿Por qué te llaman Despina la Fea?

– Lo ha decretado Ibn Sina, para desviar el mal de ojo -explicó mientras él se tumbaba a su lado.

A la mañana siguiente, Rob y Karim volvieron a estudiar el Fiqh, concretamente las leyes del matrimonio y el divorcio.

– ¿Quién suscribe el acuerdo matrimonial?

– El marido redacta el contrato y se lo presenta a la esposa; allí él escribe el mahr, el monto de la dote.

– ¿Cuántos testigos se necesitan?

– No sé. ¿Dos?

– Sí, dos. ¿Quién tiene más derechos en el harón, la segunda esposa o la cuarta?

– Todas las esposas tienen iguales derechos.

Pasaron a las leyes del divorcio y a sus causas: esterilidad, mal carácter, adulterio.

Según la Sharia, el castigo por adulterio era la lapidación, pero este método cayó en desuso dos siglos atrás. La adúltera de un hombre rico y poderoso podía ser ejecutada por decapitación en la cárcel del kelonter, pero las esposas adúlteras de los pobres solían ser golpeadas con palmetas y luego se divorciaban o no, según los deseos del marido.

Karim tenía pocas dificultades con la Sharia, pues había sido criado en un hogar devoto y conocía las leyes piadosas. Lo que lo abrumaba era el estudio del Fiqh. Había tantas leyes y sobre tantas cosas que estaba seguro de no poder recordarlas.

Rob reflexionó en ello.

– Si no recuerdas el texto exacto del Fiqh, debes pasar a la Sharia o a la Sunna. Toda la ley se basa en los sermones y escritos de Mahoma. Por ende, si no logras recordar las leyes, ofrece una respuesta desde el punto de vista religioso o de la vida del Profeta y tal vez los dejes contentos. -Suspiró-. Vale la pena intentarlo. Y entre tanto, oraremos y memorizaremos tantas leyes del Fiqh como podamos.

A la tarde siguiente, en el hospital, siguió a al-Juzjani por las salas y se detuvo con los demás junto al jergón de Bilal, un niño flacucho con cara de ratita. A su lado estaba un campesino de ojos atontados y resignados.

– Estupor -dijo al-Juzjani-. Un ejemplo de que el cólico puede absorber el alma. ¿Qué edad tiene?

Acobardado pero halagado de que le dirigieran la palabra, el padre bajó la cabeza.

– Está en la novena temporada, Señor.

– ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?

– Dos semanas. Es la enfermedad del costado que mató a dos de sus tíos y a mi padre. Un dolor espantoso. Viene y se va, viene y se va. Pero hace tres días vino y no se fue.

El enfermero, que se dirigía servilmente a al-Juzjani y sin duda deseaba que terminaran con el niño y siguieran su camino, dijo que sólo había sido alimentado con sherbets de jugos azucarados.

– Vomita o defeca inmediatamente cuanto traga -concluyó.

Al-Juzjani asintió.

– Examínalo, Jesse.

Rob bajó la manta. El chico tenía una herida bajo el mentón, pero estaba completamente cicatrizada y no tenía nada que ver con su dolencia. Le puso la palma de la mano en la mejilla, y Bilal intentó moverse pero no tuvo fuerzas. Rob le palmeó el hombro.

– Caliente. -Le pasó lentamente las yemas de los dedos por el cuerpo. Al llegar al estomago, el chico gritó.

– Tiene la barriga blanda a la izquierda y dura a la derecha.

– Alá trató de proteger el asiento de la enfermedad -dijo al-Juzjani.

Con la mayor delicadeza posible, Rob utilizó las yemas de los dedos para trazar la zona dolorida desde el ombligo y a través del lado derecho del abdomen, lamentando la tortura que producía cada vez que apretaba la barriga. Dio la vuelta a Bilal y vieron que el ano estaba rojo y tierno.

Rob volvió a taparlo con la manta, cogió sus pequeñas manos y oyó que el viejo Caballero Negro volvía a carcajearse de él.

– ¿Morirá, Señor? -preguntó el padre, en tono pragmático.

– Sí -respondió.

Nadie sonrió ante su opinión. Desde que regresaran de Shiraz, Mirdin Karim habían relatado algunas cosas que a su vez fueron repetidas. Rob había notado que ahora nadie se reía de él cuando se atrevía a decir que alguien moriría.

– Elo Cornelio Celso ha descrito la enfermedad del costado, y todos deben leerlo -dijo al-Juzjani mientras pasaba al siguiente jergón.

Después de visitar al último paciente, Rob fue a la Casa de la Sabiduría y pidió al bibliotecario Yussuf-ul-Gamal que lo ayudara a encontrar lo que había escrito el romano sobre la enfermedad del costado. Se sintió fascinado al descubrir que Celso había abierto cadáveres para perfeccionar sus conocimientos. Sin embargo, no era mucho lo que se sabía sobre esa enfermedad concreta, que el autor describía como malos humores en el intestino grueso, cerca del ciego, acompañados por una violenta inflamación y dolor en el costado derecho.

Terminó de leer y fue otra vez a ver a Bilal. El padre ya no estaba. Un severo mullah rondaba al niño como un cuervo, entonando estrofas del Corán, mientras aquel tenía la vista fija en su vestimenta negra, con ojos desolados. Rob movió un poco el jergón para que Bilal no viera al mullah. En una mesa baja, el enfermero había dejado tres granadas persas redondas como bolas, para que el chico las comiera por la noche. Rob las cogió y empezó a hacerlas girar de una en una, hasta que pasaban de mano en mano por encima de su cabeza. "Como en los viejos tiempos, Bilal." Ahora Rob era un malabarista con poca práctica, pero, tratándose de tres objetos, no tuvo dificultades y, además, hizo diversos trucos con la fruta.

Los ojos del chico estaban tan redondos como los propios objetos voladores.

– ¡Lo que necesitamos es acompañamiento musical!

No conocía ninguna canción persa, y quería encontrar algo vital. De su boca emergió la estridente canción de Barber sobre la muñeca.

Tus ojos me acariciaron una vez, tus brazos me abrazan ahora…

Rodaremos juntos una y otra vez, así que no hagas juramentos vanos.

No era una canción adecuada para que un niño muriera con ella en sus oídos, pero el mullah, que contemplaba incrédulo sus juegos de manos, proporcionó suficiente solemnidad y oración mientras Rob proporcionaba una pizca del goce de vivir. De todos modos, nadie podía entender aquellos versos, de modo que Rob no sería acusado de falta de respeto. Regaló a Bilal varios estribillos más, y luego vio cómo saltaba en una convulsión definitiva que arqueó su cuerpecillo. Sin dejar de cantar, Rob sintió el aleteo del pulso hasta que se esfumó en la nada en el cuello de Bilal.

Rob le cerró los ojos, limpió el moco que le colgaba de la nariz, enderezó el cuerpo y lo lavó. Le ató con un trapo las mandíbulas y, por último, lo peinó.

El mullah seguía con las piernas cruzadas, entonando el Corán. Sacaba chispas por los ojos: era capaz de rezar y odiar al mismo tiempo. Sin duda se quejaría de que el Dhimmi había cometido sacrilegio, pero Rob sabía que el informe omitiría que antes de morir Bilal había sonreído.

Cuatro noches de cada siete el eunuco Wasif iba a buscarlo, y Rob se quedaba en el harén de la torre hasta la madrugada.

Daban lecciones de lengua.

– Una polla.

Ella rió.

– No; eso es tu lingam, y esto, mi yoni.

Ella dijo que emparejaban bien.

– El hombre es lebrato, toro o caballo. Tú eres toro. La mujer es corza o yegua o elefanta. Yo soy corza. Eso es bueno. Sería difícil para un lebrato dar placer a una elefanta -explicó la joven seriamente.

Despina era la maestra y Rob el alumno, como si otra vez fuera niño y nunca hubiese hecho el amor. Ella hacía cosas que él había visto en las imágenes del libro comprado en la maidan, y otras que no aparecían allí. Le mostró el kshiraniraka, el abrazo de leche y agua. La posición de la mujer de Imdra. El congreso de bocas o auparishtaka.

Al principió Rob estaba intrigado y encantado, mientras hacían progresos en el Tiovivo, la Llamada a la Puerta o el Coito del Herrero. Se irritó cuando Despina quiso enseñarle los sonidos correctos que debía emitir al eyacular, la elección de sut o plat en sustitución del gemido.

– ¿Nunca te relajas y follas, sencillamente? Esto es peor que memorizar el Fiqh.

– El resultado es mejor después que se aprende -dijo ella, ofendida.

Rob no se sintió agraviado por el reproche implícito en su voz. Además había decidido que le gustaban las mujeres que supieran moderarse.

– ¿No es suficiente el anciano?

– Antes era más que suficiente. Su potencia era famosa. Era bebedor y mujeriego, y si estaba de humor hacía la víbora. Una víbora "femenina" -dijo ella, y los ojos se le llenaron de lagrimas al sonreír-. Pero hace dos años que no yace conmigo. Cuando ella enfermó, dejo de venir.

Despina le contó que toda su vida había pertenecido a Ibn Sina. Era hija de dos esclavos suyos, una india y un persa que fue su sirviente de confianza.

La madre había muerto cuando ella tenía seis años. El anciano se casó con ella a la muerte de su padre, cuando tenía doce, y nunca la había liberado.

Rob le tocó el anillo de la nariz, símbolo de su esclavitud.

– ¿Por qué?

– Porque como su propiedad y su segunda esposa estoy doblemente protegida.

– ¿Y si apareciera ahora? -dijo Rob, pensando en la única escalera existente.

– Wasif está de guardia abajo y lo distraería. Además, mi marido no se mueve del jergón de Reza y no le suelta la mano.

Rob miró a Despina y movió la cabeza, sintiendo toda la culpa que había crecido en su interior sin darse cuenta. Le gustaba la pequeña y bonita muchacha de tez aceitunada, con sus diminutos pechos, su pancita de ciruela y su boca caliente. Le daba pena la vida que llevaba, una vida de prisionera en una cárcel cómoda. Sabía que la tradición islámica la mantenía encerrada en la casa y los jardines casi todo el tiempo. No le reprochaba nada, pero se había encariñado con el anciano descuidado en el vestir, de mente excepcional y nariz grandota. Se levantó y empezó a vestirse.

– Sólo seré tu amigo.

Ella no era estúpida. Lo observó con interés.

– Has estado aquí casi todas las noches y te has hartado de mí. Si envío a Wasif a buscarte dentro de dos semanas, vendrás.

Rob le besó la nariz, encima del anillo.

Cabalgando lentamente en el caballo castaño bajo la luz de la luna, Rob se preguntó si no estaría haciendo el idiota.

Once noches más tarde, Wasif llamó a la puerta.

Despina había estado a punto de acertar: Rob se sintió profundamente tentado y estuvo a punto de correr a su lado. El antiguo Rob J. se habría precipitado a reafirmar una historia que por el resto de su vida podría repetir cuando los hombres empinaban el codo y fanfarroneaban: había visitado repetidamente a la joven esposa mientras el anciano marido permanecía en otra ala de la casa.

Rob meneó la cabeza.

– Dile que no puedo ir con ella nunca más.

A Wasif le brillaron los ojos bajo los grandes párpados teñidos de negro; sonrió despectivamente al tímido judío y se alejó a lomos del burro.

Reza la Piadosa murió tres mañanas después, mientras los muecines de la ciudad entonaban la primera oración, un momento adecuado para el fin de una vida religiosa.

En la madraza y en el maristán la gente comentaba que Ibn Sina había preparado el cadáver con sus propias manos, y hablaron del entierro sencillo, al que sólo había permitido asistir a unos pocos mullahs.

Ibn Sina no se presentó en la escuela ni en el hospital. Nadie sabía dónde estaba.

Una semana después de la muerte de Reza, Rob vio una noche a al-Juzjani bebiendo en la maidan central.

– Siéntate, Dhimmi -dijo al-Juzjani, y pidió más vino.

– Hakim, ¿cómo esta el médico jefe?

El hakim no respondió a su pregunta.

– Opina que tú eres diferente. Un aprendiz especial -dijo al-Juzjani con tono resentido.

Si no fuese aprendiz de medicina y al-Juzjani no fuese el gran al-Juzjani, Rob habría pensado que estaba celoso de él.

– Y si no eres un aprendiz especial, Dhimmi, tendrás que vértelas conmigo.

El cirujano fijó en él sus ojos brillantes, y Rob comprendió que estaba muy achispado. Guardaron silencio mientras les servían el vino.

– Yo tenía diecisiete años cuando nos conocimos en Jurjan. Ibn Sina era pocos años mayor, pero mirarlo era como contemplar directamente el sol. ¡Por Alá! Mi padre cerró el trato. Ibn Sina me instruiría en medicina y yo sería su factotum. -Bebió reflexivamente-. Lo asistí en todo. Me enseñó matemática usando como texto el Almagesto. Y me dictó varios libros, incluyendo la primera parte del Canon de la medicina, cincuenta páginas cada día.

"Cuando abandonó Jurjan lo seguí a media docena de sitios. En Hamadhan, el emir lo hizo visir, pero el ejército se rebeló e Ibn Sina dio con sus huesos en la cárcel. Al principio dijeron que lo matarían, pero finalmente lo soltaron… ¡Afortunado hijo de yegua! Poco después, el emir se vio atormentado por el cólico, Ibn Sina lo curó y por segunda vez le otorgaron el visirato.

Estuve con él mientras fue médico, recluso o visir. Era tanto mi amigo como mi maestro. Todas las noches los pupilos se reunían en su casa, donde yo leía en voz alta el libro llamado La curación u otro leía el Canon. Reza se aseguraba de que siempre tuviéramos buena comida a mano. Cuando terminábamos, bebíamos ingentes cantidades de vino y salíamos a buscar mujeres.

Era un compañero de alegría insuperable, y jugaba con el mismo empeño que trabajaba. Tenía docenas de bellos coitos…; quizá follaba notablemente como hacía todo lo demás, mejor que cualquier hombre. Reza siempre lo supo, pero de todos modos lo amaba.

Desvió la mirada.

– Ahora ella está enterrada y él, consumido. Por eso aleja de él a sus viejos amigos y todos los días camina a solas por la ciudad, haciendo regalos a los pobres.

– Hakim -dijo suavemente Rob.

Al-Juzjani fijó la mirada en el vacío.

– Hakim, ¿te acompaño a tu casa?

– Forastero, ahora quiero que me dejes en paz.

Rob asintió, le agradeció el vino y se marchó.

Esperó una semana, fue a la casa a plena luz del día y dejó su caballo en manos del guarda.

Ibn Sina estaba solo. Su mirada era serena. Él y Rob se sentaron cómodamente; a veces hablaban, a veces callaban.

– ¿Ya eras médico cuando contrajiste matrimonio con ella, maestro?

– Era Hakim a los dieciséis años. Nos casamos cuando yo tenía diez, año en el que memoricé el Corán, el año que inicié el estudio de las hierbas curativas.

Rob estaba pasmado.

– A esa edad yo me esforzaba por aprender trucos y el oficio de cirujano barbero.

Le contó a Ibn Sina cómo Barber lo había tomado de aprendiz al quedar huérfano.

– ¿En que trabajaba tu padre?

– Era carpintero.

– Conozco los gremios europeos -dijo Ibn Sina, y agregó lentamente- he oído decir que en Europa hay poquísimos judíos y que no se les permite el ingreso en los gremios.

"Lo sabe", pensó Rob angustiado.

– A unos pocos se les permite -tartamudeó.

Tuvo la impresión que la mirada de Ibn Sina lo penetraba bondadosamente. Rob no logró quitarse de encima la certeza de que lo había descubierto.

– Tú tienes un ansia desesperada por aprender el arte y la ciencia de la curación.

– Sí, maestro.

Ibn Sina suspiró, asintió y desvió la vista.

Sin duda no tenía nada que temer, pensó Rob aliviado, pues en seguida se pusieron a hablar de otras cosas. Ibn Sina recordó la primera vez que había visto a Reza, de niño.

– Ella era de Bujara y tenía cuatro años más que yo. Tanto su padre como el mío eran recaudadores de impuestos, y el matrimonio quedó amigablemente acordado salvo una leve dificultad, porque su abuelo opuso reparos aduciendo que mi padre era ismailí y usaba hachís durante el culto. Pero poco después, nos casamos. Reza ha sido inquebrantable durante toda mi vida.

El anciano observó atentamente a Rob.

– En ti todavía arde el fuego. ¿Qué pretendes?

– Ser un buen médico.

"Excepcional como tú", agregó mentalmente, aunque tuvo la convicción de que Ibn Sina lo comprendía.

– Ya eres un buen sanador. En cuanto al médico… -Ibn Sina se encogió de hombros-. Para ser un buen médico, tienes que estar en condiciones de responder a un acertijo que carece de respuesta.

– ¿Cuál es la pregunta? -inquirió Rob J. intrigado.

Pero el anciano sonrió en medio de su pesar.

– Tal vez algún día la descubras. También forma parte del acertijo -Concluyó.

La tarde del examen de Karim, Rob llevó a cabo sus actividades acostumbradas con especial energía y atención, procurando desviar de su mente la escena que, sabía, en breve tendría lugar en la sala de reuniones contigua a la Casa de la Sabiduría.

Él y Mirdin habían reclutado como cómplice y espía al amable bibliotecario Yussuf-ul-Gamal. Mientras atendía sus deberes en la biblioteca, Yussuf discernía la identidad de los examinadores. Mirdin esperaba fuera las noticias, e inmediatamente se las transmitía a Rob.

– En filosofía es Sayyid Sadi -había dicho Yussuf a Mirdin antes de volver a entrar deprisa.

No estaba mal; el hombre era difícil, pero no se empeñaría en frustrar las esperanzas de un candidato. Las siguientes novedades fueron aterradoras.

El intolerante Nadir Bukh, legalista con barba en forma de pala y que había suspendido a Karim en el primer examen, lo interrogaría en derecho. El mullah Abul Bakr sería el examinador en cuestiones de teología, y el Príncipe de los Médicos se ocuparía, personalmente, de lo relativo a su ciencia.

Rob abrigaba la esperanza de que Jalal formara parte de la junta en la especialidad de cirugía, pero lo vio, como todos los días, atendiendo a los pacientes; al cabo de un rato, Mirdin apareció corriendo y susurró que acababa de llegar el último miembro: Ibn al-Natheli, a quien ninguno de ellos conocía bien.

Rob se concentró en su trabajo, ayudando a Jalal a poner un aparato de tracción en un hombro dislocado, un astuto artilugio de cuerdas diseñado por el eminente cirujano. El paciente, un guardia de palacio que había sido desmontado de su poney durante una partida de pelota y palo, finalmente adquirió el aspecto de un animal salvaje con riendas de cuerda y sus ojos se desorbitaron al sentir el alivio súbito del dolor.

– Ahora descansarás varias semanas con toda comodidad, mientras los demás cumplen los pesados deberes de la soldadesca -dijo alegremente Jalal.

Ordenó a Rob que le administrara medicinas astringentes y que indicara una dieta ácida hasta que tuvieran la certeza de que el guardia no presentara inflamaciones ni hematomas. El último trabajo de Rob consistió en vendar el hombro con trapos, no muy ceñidos, pero sí lo suficiente para limitar sus movimientos. En cuanto terminó, fue a la Casa de la Sabiduría y se sentó a leer a Celso, tratando de oír las voces de la sala de exámenes, pero sólo llegaban a sus oídos murmullos ininteligibles. Por último, se decidió a esperar los peldaños de la escuela de medicina, donde en breve se le reunió Mirdi -Todavía están dentro.

– Espero que no se demoren -dijo Mirdin-. Karim no es de los que soportan una prueba prolongada.

– No sé si puede soportar algún tipo de prueba. Esta mañana vomitó una hora seguida.

Mirdin se sentó junto a Rob en los escalones. Conversaron sobre varios pacientes y luego guardaron silencio, Rob con el ceño fruncido y Mirdin suspirando.

Después de un lapso más prolongado de lo que creían posible, Rob se incorporó.

– Aquí esta -dijo.

Karim avanzó hacia ellos sorteando grupos de estudiantes.

– ¿No lo adivinas por su expresión? -preguntó Mirdin.

Rob no podía saberlo, pero mucho antes de llegar a su lado Karim gritó

– ¡Debéis llamarme hakim, aprendices!

Bajaron los peldaños a la carga.

Los tres se abrazaron, bailaron y gritaron, se aporrearon mutuamente y ocasionaron tal alboroto, que Hadji Davout Hosein, al pasar, les mostró un rostro pálido de indignación al ver que los estudiantes de su academia se comportaban de semejante manera.

El resto de su vida recordarían ese día y esa noche.

– Debéis venir a casa a tomar algo-propuso Mirdin.

Era la primera vez que los invitaba a su hogar, la primera vez que cada uno de ellos dejaba al descubierto su mundo personal ante los otros dos.

El alojamiento de Mirdin consistía en dos habitaciones alquiladas en una casa adjunta, cerca de la sinagoga Casa de Sión, en el extremo del Yehuddiyyeh opuesto a donde vivía Rob.

Su familia fue una dulce sorpresa. Una esposa tímida, Fara, de reducida estatura, morena, de trasero bajo y ojos serenos. Dos hijos de cara redonda, Dawwid e Issachar, que se aferraban a las faldas de su madre. Fara sirvió pasteles dulces y vino, obviamente preparados para la ocasión. Después de una serie de brindis, los tres amigos volvieron a salir y buscaron a un sastre, que tomó las medidas al novel hakim para confeccionarle su vestimenta negra de médico.

– ¡Esta es una noche adecuada para las maidans! -declaró Rob, y el anochecer los encontró cenando en un puesto con vista a la gran plaza central de la ciudad, dando cuenta de una fina comida persa y pidiendo más vino almizcleño, que Karim apenas necesitaba, ya que estaba borracho con su nueva condición de médico.

Se dedicaron a analizar cada pregunta y cada respuesta del examen.

– Ibn Sina me interrogó a fondo. ¿cuáles son los diversos signos que se tienen a partir del sudor, candidato? Muy bien, alumno Karim, una respuesta muy completa… ¿Y cuáles son los signos generales que usamos para el pronóstico?. Por favor, háblanos de la correcta higiene de un viajero que va por tierra y luego por mar. Casi parecía que Ibn Sina tenía conciencia de que la medicina era mi lado fuerte y las otras asignaturas, mi punto débil.

Sayyid Sadi me pidió que hablara del concepto platónico según el cual todos los hombres desean la felicidad, y te agradezco, Mirdin, que lo hayamos estudiado tan a fondo. Respondí con todo detalle, haciendo muchas referencias al concepto del Profeta en el sentido de que la felicidad es la recompensa de Alá por la obediencia y la fidelidad en la oración. Sorteé sin dificultad ese peligro.

– ¿Y Nadir Bukh? -inquirió Rob.

– ¡El abogado! -Karim se estremeció-. Me pidió que explicara lo que dice el Fiqh con respecto al castigo de los criminales. Me quedé en blanco. Entonces dije que todo castigo se basa en los escritos de Mahoma ¡bendecido sea!, que afirman que en este mundo todos dependemos del prójimo aunque nuestra dependencia definitiva siempre se refiere a Alá, ahora y por siempre jamás. El tiempo separa a los buenos y puros de los malos y rebeldes. Todo individuo que se extravía será castigado, y todo el que obedezca estará en absoluta consonancia con la Voluntad Universal de Dios, en la que se basa el Fiqh. Así, el mandato del alma reposa plenamente en Alá, que se ocupa de castigar a los pecadores.

Rob estaba atónito.

– ¿Y qué significa todo eso?

– Ahora no lo sé. Tampoco lo sabía entonces. Noté que Nadir Bukh rumiaba la respuesta para comprobar si contenía alguna carne que no reconocía. Estaba a punto de abrir la boca para pedirme aclaraciones o hacerme más preguntas, en cuyo caso me habría condenado al fracaso, pero Ibn Sina se apresuró a decirme que expusiera mis conocimientos sobre el humor de la sangre, momento en que repetí sus propias palabras de los dos libros que ha escrito sobre el tema. ¡Y se acabó el interrogatorio!

Rieron a carcajadas hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas, bebieron y siguieron bebiendo.

Cuando ya no podían más, salieron a tropezones hasta la calle de más allá de la matdat, y contrataron el coche con la lila en la puerta. Rob se sentó adelante, con el alcahuete. Mirdin se quedó dormido con la cabeza en el generoso regazo de la prostituta llamada Lorna, y Karim apoyó la suya en su pecho y cantó canciones tiernas.

Los serenos ojos de Fara se desorbitaron de inquietudes cuando entraron a su marido prácticamente a rastras.

– ¿Está enfermo?

– Está borracho como una cuba. Como todos -explicó Rob.

Volvieron al coche, que los llevó hasta la casita del Yehuddiyyeh, donde Rob y Karim se desplomaron en el suelo en cuanto cruzaron la puerta, y se quedaron dormidos como troncos, con toda la ropa puesta.

En el curso de la noche, a Rob le despertó un sonido áspero y comprendió que Karim estaba llorando.

Al amanecer volvió a despertarse, cuando su huésped se incorporó.

Rob gruñó. "Karim no debería beber una gota de alcohol", pensó, deprimido.

– Lamento haberte molestado. Tengo que ir a correr.

– ¿A correr? ¿Precisamente hoy? ¿Después de lo de anoche?

– Debo prepararme para el chatir.

– ¿Qué es el chatir?

– Una carrera pedestre.

Karim salió de la casa. Rob oyó sus fuertes pisadas cuando echó a correr y el sonido emprendió la retirada hasta que se perdió en el crepúsculo del alba.

Rob siguió echado en el suelo, oyendo los ladridos de los perros callejeros que señalaban el progreso del médico más flamante del mundo, que corría como un djinn a través de las estrechas callejuelas del Yehuddiyyeh

UNA CABALGATA POR EL CAMPO

– El chatir es nuestra carrera nacional, una tradición casi tan vieja como la misma Persia -explicó Karim a Rob-. Se celebra para festejar el fin del Ramadán, el mes de ayuno religioso. En su origen, tan lejos en la bruma del tiempo que hemos perdido el nombre del rey que patrocinó la primera carrera, era una competencia destinada a seleccionar al chatir o mayordomo del sha, pero a través de los siglos ha atraído a Ispahán a los mejores corredores de Persia y de otros sitios, hasta transformarse en un espectáculo grandioso.

La carrera se iniciaba en las puertas de la Casa del Paraíso, serpenteaba por las calles de Ispahán a lo largo de diez millas romanas y media, y terminaba ante una serie de postes en el patio del palacio. Unas bolsas colgadas de los postes contenían doce flechas, y cada bolsa estaba asignada a un corredor. Cada vez que un jugador llegaba a los postes, sacaba una flecha de su bolsa, la ponía en el carcaj que llevaba a la espalda y, a continuación, desandaba lo andado para completar la vuelta siguiente. La carrera comenzaba, tradicionalmente, con la llamada a la primera oración. Era una agotadora prueba de resistencia. Si reinaba un calor opresivo, declaraban ganador al participante que más aguantaba en la carrera. Si el tiempo era fresco, algunos cumplían las doce vueltas completas, o sea ciento veintiséis millas romanas por lo general recogiendo la última flecha poco después de la quinta oración. Aunque se rumoreaba que antiguos corredores habían alcanzado marcas mejores, la mayoría coronaba la carrera en unas catorce horas.

– Ningún ser vivo recuerda a un corredor que terminara en menos de trece horas -dijo Karim-. El sha Alá ha anunciado que si un hombre concluye la carrera en doce horas, le adjudicará un magnífico calaat. Además, obtendrá una recompensa de quinientas piezas de oro y el nombramiento honorario de jefe de los chatirs, lo que conlleva un bonito estipendio anual.

– ¿Por eso has trabajado tanto y corres distancias tan largas todos los días? ¿Piensas que puedes ganar esta carrera?

Karim sonrió y se encogió de hombros.

– Todos los corredores sueñan con ganar el chatir. Por supuesto, me gustaría ganar la carrera y el calaat. Sólo hay una cosa mejor que ser médico: ¡ser un médico rico en Ispahán!

La atmósfera se estaba poniendo tan perfectamente húmeda y templada, que Rob tuvo la sensación de que le besaba la piel cuando salió de casa. El mundo entero parecía gozar de la plena juventud, y el Río de la Vida vibraba día y noche a causa de la fusión de las nieves. Corría el brumoso abril en Londres, pero en Ispahán era el mes de Shabin, más suave y dulce que el mayo inglés. Los descuidados albaricoqueros estallaban en una blancura de sorprendente belleza, y una mañana Khuff fue a buscar a Rob, y le informó que el sha solicitaba su compañía para una cabalgata.

A Rob no le gustaba nada pasar tanto tiempo con el versátil monarca, y le sorprendió que recordara su promesa de cabalgar juntos.

En los establos de la Casa del Paraíso le dijeron que aguardara. La espera fue considerable, pero finalmente apareció Alá, seguido por un séquito tan nutrido que Rob no podía dar crédito a sus propios ojos.

– ¡Bien, Dhimmi!

– Majestad.

Impaciente, el sha restó importancia al ravizemin y montaron en seguida.

Se internaron en las montanas. El sha cabalgaba un semental árabe blanco que parecía volar con natural hermosura, y Rob iba detrás. Al cabo de poco, el sha adoptó un medio galope y, con un ademán, lo llamó a su lado.

– Demuestras ser un excelente médico recetando la equitación, Jesse, he estado con la mierda hasta el cuello en la corte. ¿No es agradable alejarse de la gente?

– Lo es, Majestad.

Rob echó una mirada furtiva hacia atrás. A lo lejos los seguía toda la comitiva: Khuff y sus guardias, que no le quitaba los ojos de encima al monarca, caballerizos de la casa real con monturas desocupadas y animales de carga, carros que resonaban sobre el terreno accidentado.

– ¿Quieres montar un animal más fogoso?

Rob sonrió.

– Eso sería desaprovechar la generosidad de Vuestra Majestad. Este caballo se corresponde con mi capacidad de jinete.

De hecho, le había tomado cariño al castrado castaño. Alá bufó.

– Es evidente que no eres persa, pues ningún persa dejaría pasar la oportunidad de mejorar su montura. Aquí la equitación lo es todo y los varones salen del vientre de sus madres con minúsculas sillas de montar entre las piernas.

Espoleó exageradamente al animal, que saltó por encima de un árbol caído. El sha se volvió en la silla y disparó su enorme arco por encima del hombro izquierdo, desternillándose de risa al ver que la gran saeta erraba el blanco.

– ¿Conoces la historia que hay detrás de este ejercicio?

– No, Majestad. Vi que lo ejecutaban unos jinetes en tu fiesta.

– Sí, lo practicamos a menudo, y algunos son excepcionalmente habilidosos. Se llama "flecha del parto". Hace ochocientos años, los partos eran un pueblo más entre los de nuestra tierra. Vivían al este de Media, en un territorio con infranqueables montañas y con un desierto más terrible aún, el Dasht-i-Kavir.

– Conozco el Dasht-i-Kavir. Atravesé una parte de él para llegar aquí.

– Entonces ya te consta la clase de gente que puede vivir allí -dijo Alá, sujetando firmemente las riendas de su cabalgadura para que no se separara de la de Rob-. Hubo una lucha por el poder en Roma. Uno de los contendientes era el anciano Craso, gobernador de Siria. Este necesitaba una conquista militar igual o superior a las hazañas de sus rivales César y Pompeyo, por lo que decidió desafiar a los partos.

El ejército parto, una cuarta parte de las temibles legiones romanas de Craso, iba al mando del general Suren. En su mayor parte estaba compuesto por arqueros montados en pequeños y rápidos corceles persas, y una exigua fuerza de jinetes armados con largas lanzas y armaduras hechas con chapas de metal en forma de escamas.

"Las legiones de Craso cayeron directamente sobre Suren, que retrocedió al Dasht-i-Kavir. En lugar de girar al norte e internarse en Armenia, Craso los persiguió y se metió en el desierto. Ocurrió algo maravilloso.

"Los lanceros atacaron a los romanos sin darles la oportunidad de reunirse en su clásico cuadrado defensivo. Después de la primera carga, se retiraron los lanceros y avanzaron los arqueros. Estos usaban arcos persas como el mío, de mayor alcance y penetración que los romanos. Sus flechas perforaron los escudos romanos, sus petos y gredas, y para gran asombro de los legionarios, los persas seguían lanzando flechas por encima de sus hombros, con implacable puntería a medida que se retiraban.

– La flecha del parto -dijo Rob.

– La flecha del parto. Al principio, los romanos mantuvieron alta la moral, esperando que se agotaran las flechas. Pero Suren recibió nuevas provisiones en camellos de carga, y los romanos no pudieron librar su acostumbrada guerra cuerpo a cuerpo. Craso envió a su hijo a realizar un ataque de diversión, y le devolvieron su cabeza en el extremo de una lanza persa. Los romanos se batieron en retirada bajo la cobertura de la noche. ¡El ejército más poderoso del mundo! Escaparon diez mil al mando de Casio, futuro asesino de César. Diez mil fueron capturados. Y veinte mil murieron, incluido Craso. El numero de víctimas entre los partos fue insignificante, y desde ese día todos los escolares persas practican la flecha del parto.

Alá dio rienda suelta a su semental y volvió a intentarlo: esta vez gritó encantado cuando la flecha se clavo sólidamente en el tronco de un árbol.

Luego sostuvo en alto el arco, que era la señal para que los demás miembros de la partida se acercaran.

Los soldados extendieron ante ellos una tupida alfombra, y en un instante levantaron la tienda del rey. Poco después, mientras tres músicos interpretaban suavemente sus dulcímeres, les llevaron comida.

Alá se sentó e hizo señas a Rob para que se reuniera con él. Les sirvieron pechugas de diversas aves de caza asadas con sabrosas especias, pilah agrio, pan, melones que seguramente estuvieron refrescándose en una caverna a lo largo de todo el invierno, y tres tipos de vino. Rob comió con gran placer mientras Alá apenas probaba bocado pero bebía copiosamente mezclando los vinos.

Alá pidió el juego del sha, y al instante les llevaron un tablero y dispusieron las piezas. Esta vez Rob recordó los diferentes movimientos, pero al monarca le resultó fácil derrotarlo tres veces seguidas, pese a haber pedido más vino y haberlo despachado con premura.

– Qandrasseh tendría que hacer cumplir el edicto referente a la ingestión de vino -dijo Alá.

Rob ignoraba cuál era la respuesta prudente.

– Te hablaré de Qandrasseh, Dhimmi. Qandrasseh entiende, equivocadamente, que el trono existe sobre todo para castigar a quienes faltan al Corán. Pero el trono existe para expandir la nación y volverla todopoderosa, no para preocuparse de los despreciables pecados de los aldeanos. No obstante, el imán está convencido de que es la terrible mano derecha de Alá. No le basta con haberse elevado de jefe de una diminuta mezquita de Media hasta el cargo de visir del sha de Persia. Es pariente lejano de los Abasies, y en sus venas corre la sangre de los califas de Bagdad. Algún día le gustaría gobernar Ispahán, arrojándome de mi trono de un puñetazo religioso.

Ahora Rob no habría podido contestar aunque conociera la respuesta prudente, porque estaba paralizado de terror. La lengua del sha, desatada por el alcohol, lo había puesto en una situación de alto riesgo, pues si una vez sobrio Alá se arrepentía de sus palabras, no le costaría nada mandar liquidar al testigo. Pero Alá no mostró la menor confusión. Cuando le llevaron una botella de vino cerrada, se la lanzó a Rob y volvieron a montar.

No intentaron cazar: cabalgaron ociosamente hasta quedar acalorados y un tanto cansados. Las montañas rebosaban de flores, capullos en forma de taza, rojos, amarillos y blancos, con altos tallos. Rob nunca había visto esas plantas en Inglaterra. Alá no supo decirle los nombres, pero afirmó que no crecían de una semilla, sino de un bulbo semejante a la cebolla.

– Te llevaré a un lugar que jamás debes mostrarle a hombre alguno -dijo, y a través de unos matorrales lo condujo hasta la entrada cubierta de helechos de una cueva.

En el interior, en una atmósfera hedionda que recordaba a huevos ligeramente podridos, el aire era cálido y había un pozo de agua parda rodeado de rocas grises salpicadas de líquenes color purpura. Alá se estaba desnudando.

– Vamos, no te quedes atrás. ¡Quítate la ropa, estúpido Dhimmi!

Rob le obedeció a regañadientes y nervioso, preguntándose si el sha sería de los que desean los cuerpos masculinos. Pero Alá ya estaba en el agua y lo contemplaba con descaro, aunque sin lujuria.

– Trae el vino. No estás particularmente bien dotado, europeo.

Rob comprendió que no sería político señalar que su órgano era más grande que el del monarca.

Pero el sha era más receptivo de lo que Rob suponía, pues le sonrió y dijo:

– Yo no necesito que sea como la de un caballo, porque puedo tener a cualquier mujer que me apetezca. Y nunca lo hago dos veces con la misma, ¿lo sabías? Por eso nunca un anfitrión puede ofrecerme más de una fiesta, a menos que disponga de otra esposa reciente.

Rob se metió cautelosamente en el agua cálida y fragante a causa de los depósitos minerales. Alá abrió la botella de vino y bebió, se echó hacia atrás y cerró los ojos. El sudor manaba de sus mejillas y su frente, hasta el punto de que la parte de su cuerpo que estaba fuera del agua quedó tan húmeda como la porción sumergida. Rob lo estudió, preguntándose qué se sentiría siendo el supremo soberano.

– ¿Cuándo perdiste la virginidad? -le preguntó Alá sin abrir los ojos.

Rob le habló de la viuda inglesa que lo había invitado a su lecho.

– Yo también tenía doce años. Mi padre ordenó a su hermana que durmiera conmigo, como es costumbre, muy sensata por cierto, cuando los príncipes son jóvenes. Mi tía fue tierna e instructiva, casi una madre para mí. Durante largos años creí que después de estar con una mujer, siempre aparecería un cuenco con leche tibia y un dulce.

Se empaparon contentos, en un breve periodo de silencio.

– Me gustaría ser Rey de Reyes, europeo -dijo finalmente Alá.

– Ya eres Rey de Reyes.

– Así es como me llaman.-Abrió sus ojos pardos y miró a Rob fijamente, sin parpadear-. Jerjes. Alejandro. Ciro. Darío. Todos fueron grandes, y aunque ninguno nació en Persia, fueron sus reyes hasta su muerte. Grandes reyes de grandes imperios.

"Ahora no hay ningún imperio. En Ispahán yo soy el rey. Al oeste, Toghrul-beg gobierna numerosas tribus de turcos seljucíes nómadas. Al este, Mahamud es sultán de las regiones montañosas de Ghazna. Más allá de Ghazna, dos docenas de débiles rajaes dominan la India, pero sólo se amenazan los unos a los otros. Los únicos reyes suficientemente fuertes para tener importancia somos Mahmud, Toghrul-beg y yo. Cuando paso a caballo, los chawns y los beglerbegs que gobiernan las ciudades y poblaciones se precipitan a salir de sus murallas para recibirme con tributos y serviles cumplidos.

"Pero sé que los mismos chawns y beglerbegs rendirían idéntico homenaje a Mahmud o a Toghrul-beg si pasaran por allí con sus ejércitos.

"Antaño hubo tiempos como el nuestro, en que pequeños reinos y reyes sin poder se disputaban el premio de un vasto imperio. Finalmente, sólo quedaron dos hombres: Ardashir y Ardewan, que libraron un combate personal mientras sus ejércitos los observaban. Dos grandes figuras con cotas de malla se enfrentaron en el desierto. El combate concluyó cuando Ardewan murió a manos de Ardashir y éste se convirtió en el primer hombre que adoptó el titulo de Shahanshah. ¿No te gustaría ser ese Rey de Reyes?

Rob meneó la cabeza.

– Yo sólo quiero ser médico.

Notó el desconcierto en la expresión del sha.

– ¡Eso sí que es extraño! En toda mi vida nadie ha desaprovechado la oportunidad de halagarme. Pero tú no cambiarías tu lugar por el mío, es evidente. He hecho averiguaciones. Dicen que como aprendiz eres notable. Se esperan grandes cosas de ti cuando seas hakim. Necesitaré hombres que sepan hacer grandes cosas y no lamerme el culo.

"Apelaré a la astucia y al poder del trono para apartar a Qandrasseh. El sha siempre ha tenido que luchar para conservar Persia. Utilizaré mis ejércitos y mi espada contra los otros reyes. Antes que yo esté acabado, Persia será otra vez un imperio y yo podré llamarme auténticamente Shahanshah.

Cogió la muñeca de Rob.

– ¿Serás mi amigo, Jesse ben Benjamín?

Rob comprendió que había sido atraído a una trampa tendida por un cazador inteligente. El sha Alá estaba comprometiendo su futura lealtad en beneficio propio. Y lo hacía fríamente y con premeditación; con toda evidencia, en ese monarca había algo más que un borrachín libertino.

Rob nunca habría aceptado un compromiso político y lamentó haber salido a cabalgar esa mañana. Pero ya estaba hecho y conocía muy bien sus deudas. Cogió al sha por la muñeca.

– Cuentas con mi lealtad, Majestad.

Alá asintió. Volvió a apoyar la espalda en el calor del pozo y se rascó el pecho

– Bien. ¿Te gusta mi lugar predilecto?

– Es sulfuroso como un pedo, Majestad.

Alá no era de los que ríen a carcajadas. Se limitó a abrir los ojos y sonrió.

Y luego volvió a hablar:

– Si quieres puedes traer aquí a una mujer, Dhimmi -dijo perezosamente.

– No me gusta -dijo Mirdin cuando se enteró de que Rob había cabalgado con Alá-. Es un hombre imprevisible y peligroso.

– Para ti es una gran oportunidad -apuntó Karim.

– Oportunidad que no deseo.

Con gran alivió por su parte, pasaron los días y el sha no volvió a llamarlo. Sentía la necesidad de amigos que no fuesen reyes, y pasaba la mayor parte del tiempo libre con Mirdin y Karim.

Karim se estaba amoldando a la vida de un médico joven; trabajaba en el maristán como antes, pero ahora al-Juzjani le pagaba un pequeño estipendio por el examen diario y el cuidado de sus pacientes. Con más tiempo para sí mismo y un poco de dinero, frecuentaba las maidans y los burdeles.

– Acompáñame -apremiaba a Rob-. Te traeré una puta de pelo negro como las alas de un cuervo y fino como la seda.

Rob sonreía y movía negativamente la cabeza.

– ¿Qué clase de mujer deseas?

– Una de pelo rojo como el fuego.

Karim sonreía.

– No las hacen así.

– Vosotros dos necesitáis esposa -les dijo un día Mirdin plácidamente, pero no le prestaron la menor atención.

Rob volcaba todas sus energías en los estudios. Karim continuaba su vida de mujeriego, y su apetito sexual se estaba convirtiendo en fuente de diversión para todo el hospital. Conociendo su historia, Rob sabía que detrás del rostro hermoso y el cuerpo atlético se escondía un niño sin amigos que buscaba el afecto femenino para borrar atroces recuerdos.

Ahora Karim corría más que nunca, al principio y al fin de cada día. Se entrenaba ardua y constantemente, y no sólo corriendo. Enseñó a Rob y a Mirdin a usar la espada curva de Persia -la cimitarra-, un arma con más peso del que estaba acostumbrado Rob, y que exigía muñecas fuertes y flexibles. Karim los hacía ejercitar con una piedra pesada en cada mano, haciendo que las volvieran del derecho y del revés, adelante y atrás, para fortalecer y dar velocidad a sus muñecas.

Mirdin no era un buen atleta y jamás sería espadachín. Pero aceptaba alegremente su torpeza y estaba tan dotado intelectualmente que no parecía tener la menor importancia su impericia con la espada.

Después de anochecer veían muy poco a Karim…, que bruscamente dejó de pedirle a Rob que lo acompañara a los burdeles, y confesó que había iniciado una aventura con una mujer casada y estaba enamorado. Pero cada vez con más frecuencia Rob era invitado a cenar en las habitaciones de Mirdin, cerca de la sinagoga Casa de Sión.

En casa de su amigo judío, Rob se sorprendió al ver sobre un mueble un tablero cuadriculado como el que sólo había visto dos veces con anterioridad.

– ¿Es el juego del sha?

– Sí. ¿Lo conoces? Mi familia lo ha jugado siempre.

Las piezas de Mirdin eran de madera, pero el juego era idéntico al que Rob había jugado con Alá, salvo que en lugar de empeñarse en una victoria rápida y sangrienta, Mirdin se dedicaba a enseñarle. En poco tiempo, y bajo su paciente tutela, Rob empezó a asimilar las sutilezas del juego.

Sencillo como siempre, Mirdin le dedicaba miradas de paz. Un atardecer cálido, después de cenar el pilah de verduras de Fara, siguió a Mirdin para darle las buenas noches a Issachar, su hijo de seis años.

– Abba. ¿Nuestro Padre me mira desde el Cielo?

– Sí, Issachar. Siempre te ve.

– ¿Y por qué yo no lo veo a Él?

– Porque es invisible.

El chico tenía mejillas morenas y regordetas y mirada seria. Sus dientes y sus mandíbulas ya eran enormes, y algún día tendría la inelegancia de su padre, pero también su dulzura.

– Si Él es invisible, ¿cómo sabe que aspecto tiene Él mismo?

Rob sonrió. "¡Que cosas dicen los niños! -pensó-. Responde a eso, oh Mirdin, erudito de la ley oral y escrita, maestro del juego del sha, filósofo y sanador…"

Pero Mirdin estuvo a la altura de las circunstancias.

– La Torá nos dice que Él ha hecho al hombre a Su imagen, que lo ha hecho a Su semejanza, y por lo tanto le basta mirarte, hijo mío, para verse a sí mismo. -Mirdin besó al niño-. Buenas noches, Issachar.

– Buenas noches, Abba. Buenas noches, Jesse.

– Descansa bien, Issachar -dijo Rob, besó al niño y salió del dormitorio detrás de su amigo.

CINCO DÍAS AL OESTE

Llegó una numerosa caravana de Anatolia, y un joven conductor se presentó en el maristán con un canasto de higos secos para un judío que se llamaba Jesse. El joven era Sadi, el hijo mayor de Dehbid Hafiz, kelonter de Shiraz. Los higos eran un objeto que simbolizaba el amor y la gratitud de su padre por la misión médica de Ispahán que luchó contra la plaga.

Sadi y Rob se sentaron, bebieron chai y comieron las deliciosas frutas, grandes y carnosas, llenas de cristalitos de azúcar. Sadi había comprado los higos en Midyat, a un arriero cuyos camellos los habían transportado desde Izmir, atravesando todo el territorio turco. Ahora volvería a conducir los camellos hacia el este, con rumbo a Shiraz, y estaba atrapado en la gran aventura del viaje. Se sintió orgulloso cuando el sanador Dhimmi le pidió que llevara el regalo de unos vinos Ispaháníes a su distinguido padre Dehbid Hafiz.

Las caravanas eran la única fuente de noticias, y Rob interrogó a fondo al joven.

No había nuevos indicios de plaga cuando la caravana partió de Shiraz.

Una vez, en la montañosa parte oriental de Media, habían sido avistadas unas tropas seljucíes, aunque la partida parecía poco numerosa y no atacó a la caravana ¡alabado sea Alá!. En Ghazna, la población estaba afectada por un curioso sarpullido que producía escozor, y el amo de la caravana no quiso detenerse para que los camelleros no se acostaran con las mujeres lugareñas y contrajeran la extraña dolencia. En Hamadhan no hubo plaga, pero un forastero cristiano había contagiado una fiebre europea en tierras del Islam, y los mullahs habían prohibido al populacho todo contacto con los diablos infieles.

– ¿Cuáles son los signos de esa enfermedad?

Sadi Ibn Dehbid titubeó: no era médico y no ocupaba su mente con esas cuestiones. Sólo sabía que nadie, salvo su propia hija, se acercaba al cristiano.

– ¿El cristiano tiene una hija?

Sadi no estaba en condiciones de describir al enfermo y a su hija, pero dijo que Boudi el Camellero, que estaba con la caravana, los había visto a ambos.

Juntos buscaron al tratante de camellos, un hombre arrugado y de mirada maliciosa, que escupía saliva roja entre sus dientes ennegrecidos de tanto mascar arecas.

Boudi apenas recordaba al cristiano, afirmó, pero cuando Rob le refrescó la memoria con una moneda fue acordándose de que los había visto a cinco jornadas de viaje al oeste, medio día más allá de la ciudad de Datur. El padre era de edad mediana, de largo pelo gris y sin barba. Usaba ropas negras extranjeras, parecidas a las túnicas de un mullah. La mujer era joven, alta y tenía una curiosa cabellera de color un poco más claro que la alheña. Rob lo miró, preocupado.

– ¿Parecía estar muy enfermo el europeo?

Boudi sonrió amablemente.

– No lo sé, amo. Enfermo.

– ¿Había servidumbre?

– No vi que nadie los atendiera.

Sin duda los mercenarios habían huido, se dijo Rob.

– ¿Ella tenía suficiente comida?

– Yo mismo le di una canasta con legumbres y tres hogazas de pan, amo.

Boudi se asustó con la mirada que le clavó Rob.

– ¿Por qué le diste alimentos?

El camellero se encogió de hombros. Se volvió, metió la mano en la bolsa y sacó un puñal, sujetándolo con el mango hacia delante. Se podían encontrar hojas mucho más bonitas en cualquier mercado persa, pero aquella era la prueba, pues la última vez que Rob vio esa daga, colgaba del cinto de James Geikie Cullen.

Sabía que si confiaba en Karim y en Mirdin, estos insistirían en acompañarlo y quería ir sólo. Pidió a Yussuf-ul-Gamal que les transmitiera un mensaje.

– Diles que me han llamado por una cuestión personal que les explicaré a mi regreso -dijo al bibliotecario.

Entre los demás, sólo se lo dijo a Jalal.

– ¿Que te vas por un tiempo? ¿Por qué?

– Es muy importante. Se trata de una mujer…

– Por supuesto -musitó Jalal.

El ensalmador se preocupó hasta descubrir que en la clínica había suficientes aprendices como para no ser molestado, y entonces movió la cabeza afirmativamente. Rob partió a la mañana siguiente. El trayecto era largo, y una prisa indebida le perjudicaría, pero no dio tregua a su castrado, pues no podía apartar de su mente la imagen de una mujer sola en un yermo extranjero, con su padre enfermo.

El clima era veraniego y las aguas que corrieron en la primavera se habían evaporado bajo el sol cobrizo, de modo que el polvo salado de Persia cubrió a Rob y se introdujo en su silla, lo ingirió con la comida y bebió una delgada película polvorienta con el agua. Por todas partes veía flores silvestres que viraban al marrón, pero también gente que labraba el suelo rocoso aprovechando la poca humedad que había para irrigar los viñedos y datileros, como habían hecho durante miles de años.

Avanzaba porfiadamente resuelto y nadie lo desafió ni lo entretuvo; al atardecer del cuarto día pasó por la ciudad de Datur. Nada podía hacer en la oscuridad, pero al día siguiente estaba cabalgando al rayar el alba. A media mañana, en la pequeña aldea de Gusheh, un mercader aceptó su moneda, la mordió y luego le transmitió todo lo que sabía de los cristianos. Estaban en una casa al otro lado del wadi Ahmad, a corta distancia hacia el oeste.

No encontró el wadi, pero se cruzó con dos cabreros, un viejo y un chico. Al preguntarles por el paradero del cristiano, el viejo escupió.

Rob desenvainó su espada, y sus rasgos adquirieron una fealdad largo tiempo olvidada. El viejo la percibió y, con los ojos fijos en el arma, levantó el brazo y señaló. Rob cabalgó en esa dirección. Cuando estuvo alejado, el cabrero joven colocó una piedra en su honda y la lanzó. Rob la oyó rechinar en las rocas, a sus espaldas.

De repente se encontró ante el wadi: El viejo lecho estaba prácticamente seco, pero se había inundado en esa misma temporada, pues en los lugares sombreados aún crecía la vegetación. Lo siguió un buen tramo, hasta que vio ante sus ojos la casita de barro y piedra. Ella estaba afuera, hirviendo la colada, y al verlo se metió en la casa de un salto, como un animalillo salvaje. Al desmontar, Rob descubrió que había arrastrado algo pesado contra la puerta.

– Mary.

– ¿Eres tú?

– Sí.

Hubo un silenció y a continuación un sonido chirriante, cuando ella movió la roca. La puerta se abrió una rendija, y luego de par en par.

Rob comprendió que Mary nunca lo había visto con la barba ni las vestiduras persas, aunque llevaba puesto el sombrero de judío que ya conocía.

Mary empuñaba la espada de su padre. En su cara, que ahora era delgada, destacaban sus ojos, los grandes pómulos y la nariz larga y afilada, y se reflejaban las duras pruebas a que se había visto sometida. Tenía ampollas en los labios y Rob recordó que siempre le salían cuando estaba agotada. Las mejillas quedaban ocultas por el hollín, salvo dos líneas lavadas por lágrimas arrancadas por el humo del fuego. Pero Mary parpadeó y Rob percibió que era tan sensata como la recordaba.

– Por favor, ayúdalo -dijo, e hizo entrar rápidamente a Rob.

Se le cayó el alma a los pies cuando vio a James Cullen. No necesitaba cogerle las manos para saber que estaba agonizando. Ella también debía saberlo, pero lo miró como si esperara que lo curara con sólo tocarlo.

Flotaba en la estancia el hedor fétido de las entrañas de Cullen.

– ¿Has tenido calenturas?

Ella asintió, fatigada, y recitó los pormenores con voz monocorde. La fiebre había comenzado semanas atrás, con vómitos y un terrible dolor en el costado derecho del abdomen. Mary lo había atendido con gran cuidado. Al cabo de unos días su temperatura disminuyó y ella sintió un gran alivio al ver que mejoraba. Durante unas semanas progresó establemente y estaba casi recuperado cuando recurrieron los síntomas, esta vez con más gravedad.

La cara de Cullen estaba pálida y hundida, y sus ojos carecían de brillo.

Su pulso era apenas perceptible. Lo atormentaban los escalofríos, y tenía diarrea y vómitos.

– Los sirvientes creyeron que era la plaga y huyeron -dijo Mary.

– No. No es la plaga.

El vómito no era negro y no había bubas. Pero esto no aportaba ningún consuelo. Se le había endurecido el lado derecho del abdomen hasta adquirir la consistencia de un madero. Rob apretó, y Cullen, aunque parecía perdido en la más profunda suavidad del coma, gritó.

Rob sabía qué era. La última vez que lo vio, había hecho juegos malabares y cantado para que un niño muriera sin miedo.

– Una destemplanza del intestino grueso. A veces llaman enfermedad del costado a esta dolencia. Es un veneno que empezó a obrar en sus entrañas y se ha extendido por todo el cuerpo.

– ¿Qué lo ha provocado?

Rob meneó la cabeza.

– Tal vez se le retorcieron las tripas o hubo una obstrucción.

Ambos reconocieron la desesperanza de la ignorancia de Rob.

Trabajaron arduamente en James Cullen, probando todo lo que pudiese ayudar. Rob le aplicó enemas de manzanilla lechosa, y como no le hicieron el menor efecto le administró dosis de ruibarbo y sales. También le aplicó compresas calientes en el estómago, pero ya sabía que todo era inútil.

Permaneció junto al lecho del escocés. Tendría que haber mandado a Mary a la otra habitación para que se proporcionara el reposo que hasta ese momento se había negado, pero sabía que el fin estaba i y pensó que ya tendría tiempo de descansar.

A medianoche, Cullen dio un brinco, un pequeño saltito.

– Todo está bien, padre -susurró Mary, frotándole las manos.

Emitió un estertor tan suave y sereno que por un rato ni ella ni Rob notaron que James Cullen había dejado de existir.

Mary había dejado de afeitarle unos días antes y fue necesario rasurarle la incipiente barba gris. Rob lo peinó y sostuvo su cuerpo entre los brazos mientras ella lo lavaba, con los ojos secos.

– Me satisface hacer esto. No me permitieron ayudar cuando murió mi madre -dijo.

Cullen tenía una cicatriz bastante larga en el muslo derecho.

– Se hirió persiguiendo un jabalí en la maleza, cuando yo tenía once; años. Tuvo que pasar todo el invierno sin salir de casa. Juntos hicimos un nacimiento para Pascuas y entonces llegué a conocerlo.

Cuando el padre estuvo preparado, Rob acarreó más agua del riachuelo y la calentó al fuego. Mientras ella se bañaba, él cavó una fosa, tarea que le resultó endiabladamente difícil porque el suelo era muy pedregoso y no contaba con la herramienta adecuada. Por fin se decidió a usar la espada de Cullen y una rama gruesa y afilada a modo de palanca, además de las manos.

Una vez dispuesta la sepultura, moldeó un crucifijo con dos palos que ató con el cinturón del difunto.

Ella se puso el mismo vestido negro del día que la conoció. Rob trasladó a Cullen con ayuda de una manta de lana de la que no se habían separado desde que salieran de Escocía, tan bella y abrigada que lamentó dejarla en la fosa.

Lo correcto habría sido una misa de réquiem, pero Rob ni siquiera sabía una oración fúnebre, pues no confiaba en su latín. Pero se acordó de un salmo que siempre estaba en labios de mamá.

El Señor es mi pastor, nada me faltará.

En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará.

Confortará mi alma, me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.

Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno porque Tú estarás conmigo. Tu vara y tu cayado me infundirán aliento.

Aderezarás la mesa delante de mí, en presencia de mis enemigos, ungiste mi cabeza con aceite, mi copa esta rebosando.

Eternamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida y en la casa del Señor moraré por largos días.

Cubrió la fosa y clavó la cruz. Se alejó y ella permaneció de rodillas, con los ojos cerrados, moviendo los labios con palabras que sólo su mente oía.

Rob le dio tiempo para estar a solas en la casa. Mary le contó que había soltado los dos caballos para que pastaran por su cuenta en la escasa vegetación del wadi, y Rob salió a buscarlos.

Al pasar vio que habían levantado un cobertizo con una cerca de espinos. Dentro encontró los huesos de cuatro ovejas, a las que probablemente otros animales habían dado muerte y devorado. Sin duda Cullen había comprado mucho más ganado lanar, que le fue robado.

– ¡Escocés delirante! Nunca habría podido llevar un rebaño a pie hasta Escocia. Y ahora tampoco él volvería, y su hija estaba sola en una tierra hostil.

En un extremo del pequeño valle salpicado de piedras, Rob descubrió los restos del caballo blanco de Cullen. Tal vez se había roto una pata y fue presa fácil de otras bestias; el esqueleto estaba casi consumido, pero reconoció la obra de los chacales, por lo que volvió hasta el sepulcro recién excavado y lo cubrió con pesadas piedras planas que impedirían que los animales desenterraran el cadáver.

Encontró la cabalgadura negra de Mary en el otro extremo del wadi, lejos del festín de los chacales como había podido llegar. No le resultó difícil ponerle un ronzal al caballo, que parecía ansioso de volver a la seguridad de la servidumbre.

Cuando volvió a la casa encontró a Mary sosegada pero pálida.

– ¿Qué habría hecho si tú no hubieses aparecido?

Rob le sonrió, recordando la barricada de la puerta y la espada en sus manos.

– Todo lo necesario.

Mary conservaba a duras penas el dominio de sí misma.

– Quisiera volver contigo a Ispahán.

– Eso es lo que yo quiero.

El corazón se le saltó del pecho, pero las siguientes palabras de Mary fueron un castigo:

– ¿Hay allí un caravasar?

– Sí. El tráfico es intenso.

– Entonces me sumaré a una caravana protegida que vaya hacia el oeste Y llegaré a un puerto donde pueda reservar un pasaje a mi tierra.

Rob se acercó y le cogió las manos, tocándola por primera vez desde su llegada. Mary tenía los dedos ásperos de tanto trabajar, muy distintos a los de la mujer de un harén, pero no la soltó.

– Mary, he cometido un error garrafal. No puedo dejarte ir otra vez.

Los ojos serenos lo contemplaron.

– Acompáñame a Ispahán, pero quédate a vivir conmigo.

Habría sido más fácil si Rob no se hubiese visto forzado a confesar la superchería de Jesse ben Benjamín y a justificar la necesidad de fingir.

Fue como si una corriente se transmitiera entre sus dedos, pero Rob vio la cólera en su mirada; una especie de horror.

– ¡Cuántas mentiras! -dijo Mary con tono tranquilo, se apartó y salió.

Rob fue a la puerta y vio que se alejaba andando por el terreno resquebrajado del lecho ribereño.

Desapareció el tiempo suficiente para que él se preocupara, pero volvió.

– Dime por qué vale la pena tanto engaño.

Rob se obligó a expresarlo en palabras, momento difícil que afrontó porque la amaba y sabía que merecía una respuesta veraz:

– Es como ser elegido. Como si Dios hubiera dicho: "En la creación de seres humanos he cometido equivocaciones y te encargo que trabajes para corregir algunos errores míos." No es algo que yo deseara, sino algo que me buscó.

Sus palabras asustaron a Mary.

– ¿No consideras una blasfemia pretender que te corresponde corregir los errores de Dios?

– No, no -dijo él suavemente-. Un buen médico sólo es Su instrumento.

Ella asintió, y ahora Rob creyó ver en sus ojos un destello de comprensión; hasta cierta envidia.

– Siempre tendré que compartirte con una amante.

De alguna manera había percibido la existencia de Despina, pensó Rob tontamente.

– Sólo te quiero a ti.

– No, tu quieres a tu trabajo y siempre ocupará el primer lugar, antes que la familia, antes que cualquier cosa. Pero te he amado mucho, Rob, y deseo ser tu esposa.

Él la rodeo con sus brazos.

– Los Cullen se casan por la Iglesia -advirtió Mary desde su hombro.

– Aunque encontráramos un sacerdote en Persia, no casaría a una cristiana con un judío. Tendremos que decirle a la gente que nos casamos en Constantinopla. Cuando termine mis estudios regresaremos a Inglaterra y contraeremos matrimonio como es debido.

– ¿Y entretanto? -inquirió ella fríamente.

– Un matrimonio celebrado de común acuerdo -le cogió las manos.

Se miraron a los ojos.

– Tendrían que pronunciarse unas palabras, incluso en un matrimonio de común acuerdo -dijo ella.

– Mary Cullen, te tomo por esposa -dijo Rob con voz poco clara-. Prometo cuidarte y protegerte, y cuentas con todo mi amor.

Lamentó que las palabras no fuesen mejores, pero estaba profundamente conmovido y no podía controlar la lengua.

– Robert Jeremy Cole, te tomo por esposo -dijo ella con la voz perfectamente clara-. Prometo ir adonde tu vayas y procurar siempre tu bienestar. Cuentas con mi amor desde la primera vez que te vi.

Le apretó tanto las manos que con el dolor Rob sintió toda su vitalidad, su palpitar. Sabía que la sepultura recién cubierta convertiría el placer en una indecencia, pero experimentó una desenfrenada mezcla de emociones y se dijo que sus votos eran mejores que muchos que había oído en una iglesia.

Rob cargó las pertenencias de Mary en el caballo castaño, y ella fue montada en el negro. Alternaría la carga entre los dos animales, cambiándola todas las mañanas. En las raras ocasiones que el camino era llano y suave, la pareja compartía un solo caballo, pero la mayor parte del tiempo ella iba montada y él a pie. Eso retardaba el viaje, pero Rob no tenía prisa.

Mary era más dada al silencio de lo que él recordaba. Rob no hizo la menor insinuación de tocarla, sensible a su pesadumbre. La segunda noche del trayecto a Ispahán, acamparon en un claro con brozas a un lado del camino.

Rob permaneció despierto y, finalmente, la oyó llorar.

– Si eres ayudante de Dios y corriges sus errores, ¿por qué no pudiste salvarlo?

– Porque no sé lo suficiente.

El llanto había sido largo tiempo contenido y ahora Mary no podía parar. Rob la abrazó. Tumbados y con la cabeza de ella en su hombro, comenzó a besar su rostro húmedo y después su boca, suave y acogedora, con el mismo sabor que recordaba. Le acarició la espalda y el encantador hueco de la base de su espina dorsal, y después, mientras sus besos se ahondaban, le tocó la lengua con su lengua y buscó a tientas bajo la ropa interior.

Mary lloraba otra vez, pero estaba abierta a sus dedos y extendió las piernas para aceptarlo.

Más que pasión, Rob sentía una abrumadora consideración por ella y un profundo agradecimiento. Su unión fue un tierno y delicado balanceo en el que apenas se movieron. Siguió y siguió, siguió y siguió, hasta que terminó exquisitamente para él; en el empeño de curarla se había curado a sí mismo, en el intento de consolarla se había consolado, mas para darle placer tuvo que ayudarse con la mano.

La mantuvo abrazada y le habló en voz baja, contándole cómo eran Ispahán y el Yehuddiyyeh, la madraza y el hospital Ibn Sina. Y le habló de sus amigos, el musulmán y el judío, Mirdin y Karim.

– ¿Están casados?

– Mirdin tiene esposa. Karim tiene montones de mujeres.

Se quedaron dormidos, absortos el uno en el otro.

Rob despertó con las luces grises del amanecer por el crujido de una silla de montar, el lento golpetear de cascos en el camino polvoriento, una tos, y hombres que hablaban mientras sus cabalgaduras iban al paso.

Por encima del hombro de Mary atisbó a través de los matorrales que separaban su escondrijo del camino y vio pasar una fuerza de soldados de caballería. Tenían un aspecto feroz, y llevaban las mismas espadas orientales que los hombres de Alá, aunque también portaban arcos más cortos que la variedad persa. Su ropa era andrajosa y los turbantes otrora blancos se veían oscuros de sudor y tierra; exudaban un hedor que Rob percibió desde donde estaba, aterrado, a la espera de que uno de sus caballos lo delatara o que uno de los jinetes desviara la vista hacia los matorrales y los descubriera.

Apareció ante sus ojos una cara conocida: Hadad Khan, el irascible embajador seljucí que se había presentado en la corte del sha Alá.

Por tanto, eran seljucíes. Y cabalgando junto al encanecido Hadad Khan apareció otra figura conocida, la del mullah Musa Ibn Abbas, edecán jefe del imán Mirza-aboul Qandrasseh, el visir persa.

Rob vio a otros seis mullahs y contó noventa y seis soldados a caballo.

No había manera de saber cuántos habían pasado mientras dormían.

Su caballo y el de Mary no relincharon ni produjeron ningún sonido que revelara su presencia. Finalmente, pasó el último seljucí, y Rob se atrevió a respirar, atento a la debilitación de los sonidos que producían.

Poco más tarde, despertó a su esposa con un beso, levantó el campamento en un santiamén y se pusieron en camino, porque ahora tenía una razón para darse prisa.

– ¿Casado? -se asombró Karim. Miró a Rob y sonrió.

– ¡Una esposa! No esperaba que siguieras mi consejo -dijo Mirdin, con la cara iluminada-. ¿Quién hizo los arreglos?

– Nadie. Es decir -se apresuró a agregar Rob-, en realidad hubo un acuerdo nupcial hace más de un año, pero se concretó ahora.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Karim.

– Mary Cullen. Es escocesa. La conocí con su padre en una caravana, en mi viaje al Este.

Contó algunas cosas sobre James Cullen, y habló de su enfermedad y su muerte. Mirdin no parecía escucharlo.

– Una escocesa. ¿Quiere decir que es europea?

– Sí. Originaria de un territorio que está al norte de mi país.

– ¿Es cristiana?

Rob asintió.

– Tengo que ver a esa europea -dijo Karim-. ¿Es una mujer bonita?

– ¡Es una beldad! -barbotó Rob, y Karim soltó una carcajada-. Pero quiero que la juzgues con tus propios ojos.

Rob se volvió para incluir a Mirdin en la invitación, pero vio que su amigo se había alejado.

A Rob no le atraía la idea de informar al sha lo que acababa de ver, pero había comprometido su lealtad y no tenía alternativa. Cuando se presentó en palacio y dijo que quería ver al rey, Khuff esbozó su habitual sonrisa dura.

– ¿Cuál es el recado?

El capitán de las Puertas puso cara de piedra cuando Rob meneó la cabeza y no abrió la boca.

Pero Khuff le dijo que esperara y fue a transmitirle a Alá que el Dhimmi extranjero Jesse quería verlo. Poco después, el anciano llevó a Rob a la presencia del sha.

Alá apestaba a bebida, pero escuchó con suficiente sobriedad el informe de Rob referente a que su visir había enviado a conferenciar con una partida de enemigos del sha a algunos de sus discípulos, entregados a la observancia estricta del Islam.

– No tenemos noticias de ningún ataque en Hammadhan -dijo lentamente Alá-. Por tanto, no era una partida atacante y, en consecuencia, se reunieron para urdir la traición. -Observó a Rob a través de sus ojos velados-. ¿Con quién has hablado de esto?

– Con nadie, Majestad.

– Dejemos las cosas así.

En lugar de seguir conversando, Alá acomodó el tablero del juego del sha entre ambos. Se mostró visiblemente complacido de encontrar en Rob a un adversario más difícil que antes.

– ¡Ah, Dhimmi, te estás volviendo habilidoso y astuto como un persa!

Rob logró mantenerlo a raya un rato. Finalmente, Alá le hizo besar el polvo y la partida terminó como siempre: shahtreng. Pero ambos reconocieron que se había producido un cambio. Ahora el juego era más igualado, y Rob habría sido capaz de mantenerse más tiempo de no haber estado tan ansioso por volver junto a su esposa.

Ispahán era la ciudad más hermosa que Mary había visto en su vida, o se lo parecía porque estaba con Rob. Le gustó la casita del Yehuddiyyeh, aunque reconoció que el barrio judío era pobretón. La casa era más pequeña que la que había habitado con su padre cerca del wadi de Hamadhan, aunque de construcción más sólida.

Insistió para que Rob comprara yeso y algunas herramientas sencillas, y juró que repararía la casa mientras él no estuviera, el primer día que se quedó sola. Todo el calor del verano persa flotaba en el aire, y en breve el vestido de luto de mangas largas quedó empapado de transpiración.

A media mañana llamó a la puerta el hombre más bello que hubiese visto nunca. Llevaba un canasto con ciruelas negras, que dejó en el suelo para tocarle el pelo rojo, con lo que le provocó un buen susto. El hombre reía entre dientes e inspiraba respeto; la deslumbró con sus dientes perfectamente blancos enmarcados por el rostro bronceado. Por fin habló largo y tendido; parecía elocuente y gracioso, pleno de sentimientos, pero se expresaba en parsi.

– Lo siento -dijo Mary.

– Ah.-Instantáneamente comprendió y se tocó el pecho-. Karim.

Ella perdió el miedo y se mostró encantada.

– Claro. Eres el amigo de mi marido. Me ha hablado de ti.

Karim sonrió de oreja a oreja y la llevó -mientras ella protestaba con palabras que el no entendía- a una silla donde la sentó y le hizo comer una ciruela dulce, mientras él mezclaba el yeso hasta obtener la consistencia adecuada y rellenaba tres resquebrajaduras de las paredes interiores. Luego reparó un alféizar. Descaradamente, Mary le permitió que la ayudara a cortar los grandes espinos del jardín.

Karim seguía allí cuando Rob volvió, y Mary insistió en que compartieran la cena, que tuvieron que demorar hasta que oscureció, porque estaban en el Ramadán, el noveno mes, el mes del ayuno.

– Me gusta Karim -dijo Mary después que se fue-. ¿Cuándo conoceré al otro…, a Mirdin?

Rob la besó y meneó la cabeza.

– No sé -dijo.

Para Mary, el Ramadán resultó una celebración muy peculiar. Era el segundo que Rob pasaba en Ispahán y le contó que en realidad se trataba de un mes sombrío, supuestamente consagrado a la oración y la contrición aunque la comida parecía ocupar el primer plano en la mente de todos, porque los musulmanes no podían ingerir alimentos sólidos ni líquidos desde el amanecer hasta la puesta del sol. Los vendedores ambulantes de comida estaban ausentes de los mercados y de las calles, y las matans permanecían a oscuras y en silencio todo el mes, aunque por la noche se reunían familias y amigos para comer y fortalecerse a la espera del ayuno del día siguiente.

– El año pasado estuvimos en Anatolia durante el Ramadán -dijo Mary con tono melancólico-. Papá le compró corderos a un pastor y ofreció un banquete a nuestros sirvientes musulmanes.

– Podríamos ofrecer una cena de Ramadán.

– Sería muy agradable, pero estoy de luto -le recordó su esposa.

Por cierto, la atormentaban emociones conflictivas y a veces el pesar la hacía sentir atolondrada por el dolor de la pérdida, mientras en otros momentos tenía clara conciencia de que no podía haber mujer más afortunada que ella en su matrimonio.

En las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir de la casa, tenía la impresión de que la gente la observaba con enemistad. Su vestido de luto no era distinto de la indumentaria de las demás mujeres del Yehuddiyyeh, pero sin duda su cabellera pelirroja al descubierto la señalaba como europea.

Probó a ponerse su sombrero de viaje de ala ancha, pero notó que lo mismo las mujeres la señalaban en la calle, y su frialdad hacia ella era constante.

En otras circunstancias se habría sentido muy sola, porque en medio de una ciudad repleta de gente sólo podía comunicarse con una persona, pero en lugar de aislamiento experimentaba una intimidad total, como si sólo ella y su reciente marido habitaran el mundo.

Durante el apagado mes de Ramadán, únicamente los visitó Karim Harun; varias veces vio correr al joven médico persa por las calles, espectáculo que le hacía contener el aliento, pues era como ver correr a un corzo. Rob le habló de la carrera, el chatir, que tendría lugar el primero de los tres días festivos, llamado Bairam, con que se celebraba el fin del largo ayuno.

– He prometido asistir a Karim durante la carrera.

– ¿Serás el único?

– También estará Mirdin. Pero creo que nos necesitará a los dos.

Su voz contenía un interrogante, y Mary comprendió que a Rob podía preocuparle que ella lo considerara una falta de respeto hacia su padre.

– Entonces debes ir -dijo ella con tono firme.

– La carrera propiamente dicha no es una celebración. No puede verse con malos ojos que alguien que está de luto vaya a presenciarla.

Ella lo pensó a medida que se aproximaba el Bairam y, por último, decidió que su marido tenía razón y que ella misma presenciaría el chatir.

A hora muy temprana de la primera mañana del mes de Shawwal flotaba una densa neblina que hizo abrigar a Karim la esperanza de que sería un buen día para un corredor. Había dormido a rachas, pero se dijo que sin duda los otros competidores habían pasado la noche como él, tratando de apartar la carrera de sus mentes.

Se levantó, cocinó un gran cazo de guisantes y arroz, y salpicó el pilah con semillas de apio que midió con gran atención. Comió más de lo que quería, y luego volvió a su jergón para descansar mientras el apio hacía su efecto, manteniendo su mente en blanco y conservando la serenidad mediante la oración:

Alá, hazme volar hoy seguro de mis pies Haz que mi pecho sea un fuelle infalible, mis piernas como un árbol joven, fuertes y flexibles Mantén mi mente despejada y mis sentidos aguzados, con mis ojos siempre fijos en Ti

No oró por la victoria. Cuando él era un niño, a menudo Zaki-Omar le había dicho: "Todos los cachorros inmaduros rezan por la victoria. ¡Qué confusión para Alá! Es mejor pedirle velocidad y resistencia, y usar estas para saber asumir la responsabilidad de la victoria o la derrota."

Cuando se sintió apremiado, se levantó y se fue hasta el cubo, donde permaneció en cuclillas largo rato y movió el vientre satisfactoriamente. La cantidad de semillas de apio había sido la precisa: al terminar se sentía vacío pero no débil, y ese día no lo demoraría ningún retortijón en medio de una etapa.

Calentó agua y se bañó a la luz de una vela, secándose rápidamente, porque en la penumbra hacía fresco. A renglón seguido, se untó con aceite de oliva para protegerse del sol, duplicando la operación en los puntos donde la fricción podía causar dolor: tetillas, axilas, ingle y pene, el pliegue de las nalgas y por último los pies, cuidando especialmente el aceitado de la parte de arriba de los dedos.

Se puso un taparrabos de lino y una camisa del mismo material, ligeros zapatos de cuero para corredores y una gorra estrafalaria, con plumas. Colgó de su cuello el carcaj y un amuleto encerrado en una bolsita de paño, y se echó una capa sobre los hombros para protegerse del frío. Entonces salió de la casa.

Caminó lentamente al principio y luego más rápido, sintiendo que la calidez comenzaba a aflojar sus músculos y coyunturas. Todavía había muy poca gente en la calle. Nadie lo vio cuando se introdujo en un soto frondoso para orinar. Pero cuando llegó al punto de partida, junto al puente levadizo de la Casa del Paraíso, ya se había reunido una multitud en la que pululaban centenares de hombres. Se abrió camino entre ellos hasta encontrar a Mirdin en la parte de atrás, tal como habían acordado, y en seguida se reunió con ellos Jesse ben Benjamín.

Karim notó que sus amigos se saludaban con cierto envaramiento, y pensó que algo ocurría entre ellos. Pero de inmediato apartó esta preocupación de su mente. En esos momentos sólo debía concentrarse en la carrera.

Jesse le sonrió y tocó inquisitivamente la bolsita que colgaba de su cuello.

– Mi amuleto de la buena suerte -dijo Karim-. De mi dama.

Pero no debía hablar antes de una carrera; no podía. Sonrió rápidamente a Jesse y a Mirdin para demostrar que no quería ofenderlos, cerró los ojos y dejó la mente en blanco, haciendo oídos sordos a las charlas y risas estruendosas que lo rodeaban. Le resultó mucho más difícil bloquear los olores a aceites y grasa animal, hedores corporales y ropas sudadas.

Repitió su oración.

Cuando abrió los ojos, la neblina era perlada. Escudriñó a través de la bruma y vio un disco rojo perfectamente redondo: el sol. El aire ya estaba pesado. Comprendió, angustiado, que sería un día brutalmente caluroso.

Se le escaparía de las manos. Imshallah. Se quitó la capa y se la dio a Jesse.

Mirdin estaba pálido.

– Alá sea contigo.

– Corre con Dios, Karim -dijo Jesse.

No respondió. Ahora reinaba el silencio. Corredores y espectadores fijaron la vista en el alminar más cercano, el de la mezquita del Viernes, donde Karim vio a una figura pequeña y vestida de negro que acababa de entrar en la torre.

Al cabo de un instante, la obsesiva llamada a la primera oración llegó a sus oídos y Karim se postró mirando al sudoeste, en dirección a La Meca.

Al concluir la oración, todos volvieron a gritar a voz en cuello, corredores y espectadores por igual. El ruido era ensordecedor e hizo temblar a Karim. Algunos gritaban palabras de aliento, otros invocaban a Alá y muchos aullaban, sencillamente, con el espeluznante sonido que pueden emitir los hombres cuando atacan las murallas del enemigo.

Desde donde estaba, sólo podía percibirse el movimiento de los corredores de delante, pero sabía por experiencia que algunos saltarían para ocupar la primera fila, peleando y empujándose, sin preocuparse de a quién pisoteaban ni qué lesiones infligían. Hasta los que no fueron lentos en incorporarse después de la oración corrían riesgos, porque en el turbulento torbellino de cuerpos, los brazos agitados golpearían caras, los pies patearían piernas, y habría tobillos dislocados y torcidos.

Por ese motivo, aguardó al fondo con desdeñosa paciencia, mientras ola tras ola de corredores pasaban ante él abrumándolo con su alboroto.

Pero finalmente echó a correr. El chatir había comenzado, y él estaba en la cola de una larga serpiente humana.

Corría muy lentamente. Le llevaría largo rato cubrir las primeras cinco millas romanas y cuarto, pero eso era parte de su estrategia. La alternativa habría consistido en estacionarse delante de la multitud y luego, si no salía lesionado de la refriega, arrancar a un ritmo que le permitiera colocarse a la cabeza. Pero ello habría significado consumir demasiada energía a la salida. Así pues, optó por el plan más seguro.

Bajaron por las amplias Puertas del Paraíso y giraron a la izquierda, recorriendo más de una milla romana por la avenida de los Mil Jardines, que descendía y luego se elevaba, componiendo una larga cuesta en la primera mitad de la etapa y otra corta, aunque más abrupta, al regreso. Luego, a la derecha por la calle de los Apóstoles, que sólo tenía un cuarto de milla de largo; pero la corta callecita bajaba en el itinerario de ida y era laboriosa en el de vuelta. Giraron una vez más a la izquierda por la avenida de Alí y Fátima, que siguieron hasta la madraza.

Había toda clase de gente entre los corredores. Estaba de moda que los nobles jóvenes recorrieran media etapa, y hombres con veraniegas ropas de seda corrían hombro a hombro con los harapientos. Karim permaneció rezagado, porque en ese punto aquello no era tanto una carrera como una turba que corría, muy animada por la conclusión del Ramadán. Y para él no era mal principio, pues el paso lento permitía que sus jugos fluyeran gradualmente.

Había espectadores, pero aún era temprano para que una densa muchedumbre bordeara las calles; la carrera iba a durar todo el día, y la mayor parte del público acudiría más tarde. Al pasar por la madraza, levantó la vista hacia el tejado alargado del maristán de una sola planta, donde la mujer que le había dado el amuleto -había un mechón de sus cabellos en la bolsita- estaría presenciando el chatir, pues su marido le había dicho que conseguiría acomodarla allí. No estaba, pero en la calle, delante del hospital, había dos enfermeras gritando "¡Hakim! ¡Hakim!”. Karim las saludó con la mano, sabiendo que para ellas era una decepción verlo ocupar el último puesto.

Siguieron a través de los terrenos de la madraza, en dirección a la maida central, donde habían levantado dos grandes tiendas abiertas. Una para los cortesanos, alfombrada y adornada con brocados, donde una serie de mesas contenían una gran diversidad de ricas vituallas y vinos. La otra tienda, destinada a los corredores plebeyos, ofrecía pan, pilah y sherbet, y no parecía menos acogedora, por lo que la carrera perdió casi la mitad de sus participantes, que cayeron sobre el tentempié, lanzando gritos de alegría.

Karim estaba entre los que siguieron corriendo al pasar por las tiendas. Rodearon los postes de piedra del juego de pelota y plato, y emprendieron el regreso a la Casa del Paraíso.

Ahora eran menos e iban más separados; Karim tenía lugar para fijar la pauta de su ritmo.

Había opciones y preferencias. Algunos seguían apretando el paso las primeras vueltas para aprovecharse del fresco matinal. Pero Zaki-Omar le había transmitido a Karim que el secreto para cubrir largas distancias consistía en seleccionar un ritmo que se llevaría su última chispa de energía en la culminación, y que había que atenerse a esa velocidad invariablemente. Karim logró ajustarlo a la regularidad y el ritmo perfectos de un caballo al trote. La milla romana abarcaba mil pasos de cinco pies, pero Karim daba unos mil doscientos pasos por milla, cubriendo aproximadamente poco más de cuatro pies en cada paso. Mantenía la columna vertebral perfectamente recta y la cabeza en alto. El plaf-plaf-plaf de sus pies contra el suelo, al ritmo elegido, era como la voz de un viejo amigo.

Ahora empezó a adelantar a algunos corredores, aunque sabía que en su mayoría no participaban en serio en la prueba, y corría cómodamente al llegar a las puertas del palacio y recoger la primera flecha para dejarla caer en su carcaj

Mirdin le ofreció bálsamo para que se frotara la piel como protección de los rayos del sol -que Karim rechazó- y también agua, que bebió agradecido aunque con moderación.

– Ocupas el puesto cuarenta y dos -dijo Jesse.

Karim asintió y volvió a partir.

Ahora corría a plena luz del día, y el sol estaba bajo, pero ya picaba, anunciando inconfundiblemente el calor que se avecinaba. No era inesperado. En ocasiones Alá era bondadoso con los corredores, pero casi todos los chatirs se convertían en autenticas ordalías bajo el rigor del sol persa. Los puntos culminantes de las proezas atléticas de Zaki-Omar habían sido dos segundos puestos en dos chatirs, uno cuando Karim tenía doce años y otro después de cumplir los catorce. Recordaba su propio terror al ver el agotamiento en la cara colorada de Zaki y sus ojos desorbitados. Zaki corría tanto tiempo y tan lejos como podía, pero en ambas carreras hubo un corredor que corrió más tiempo y más lejos que él.

Ceñudo, Karim apartó estos pensamientos de su mente.

Las elevaciones del terreno no presentaron más dificultades que en la primera vuelta, y las ascendió casi sin reparar en ellas. Las multitudes eran cada vez más densas en todas partes, pues aquella era una hermosa mañana soleada y día festivo en Ispahán. Casi todos los comercios estaban cerrados y había gente de pie o sentada a lo largo de la ruta: los armenios juntos, los indios juntos, los judíos juntos, las sociedades eruditas y las organizaciones religiosas, aglomeradas.

Cuando Karim llegó otra vez al hospital y no vio a la mujer que le había prometido estar allí, sintió una punzada. Tal vez en el último momento su marido le había prohibido asistir.

Había un núcleo compacto de espectadores delante de la escuela, y todos lo arengaron y vitorearon.

Cuando se acercó a la maidan, observó que el frenesí era semejante al de los jueves al atardecer. Músicos, malabaristas, esgrimidores, acróbatas, danzarines y magos actuaban ante un público nutrido, mientras los corredores rodeaban la parte exterior de la plaza prácticamente sin que nadie se fijara en ellos.

Karim empezó a adelantar a adversarios agotados que se habían echado o sentado al borde del camino.

Al recoger la segunda flecha, Mirdin intentó una vez más darle un ungüento para que se protegiera la piel, pero rehusó, aunque íntimamente se avergonzó, pues sabía que el ungüento era antiestético y quería que ella le viera a cuerpo descubierto. Se lo aplicaría él si lo necesitaba, pues había acordado que en esa vuelta Jesse comenzaría a seguirlo montado en su caballo castaño.

Karim se conocía: aquel era el momento en que su ánimo se veía sometido a prueba, pues invariablemente se acongojaba al superar las veinticinco millas romanas.

Los problemas se presentaron casi como si estuvieran programados.

A la mitad de la cuesta de la avenida de los Mil Jardines, notó que tenía un punto en carne viva en el tobillo derecho. Era imposible resistir tan larga carrera sin dañarse los pies, y sabía que no debía hacer caso de la incomodidad, pero poco después se le sumó el dolor de un agarrotamiento en el costado derecho, que creció hasta hacerlo resollar cada vez que su pie derecho tocaba el suelo.

Hizo una seña a Jesse, que llevaba detrás de su silla de montar una bota de piel de cabra con agua, pero el líquido tibio con sabor a pellejo caprino apenas alivió su molestia.

Pero cerca de la madraza divisó de inmediato, en el tejado del hospital, la mujer que esperaba, y fue como si todo lo que lo había perturbado se desvaneciera.

Rob, que cabalgaba detrás de Karim como un escudero que sigue a caballo, vio a Mary al acercarse al maristán e intercambiaron una sonrisa. Con su vestido negro de luto, no habría llamado la atención si no hubiera llevado la cara descubierta, pero las demás mujeres llevaban el pesado velo negro de salir a la calle. Las que estaban en el tejado se mantenían ligeramente apartadas de su esposa, como si temieran ser corrompidas por sus costumbres europeas.

Había esclavos con las mujeres, y Rob reconoció al eunuco Wasif tras una figura menuda que disimulaba su cuerpo con un informe vestido negro. Tenía puesto el velo de crines, pero Rob no pudo de dejar de notar los ojos de Despina ni hacia dónde se volvían.

Rob siguió su mirada, que se posó en Karim, y tuvo dificultades para respirar. Karim también había descubierto a Despina y sostuvo con firmeza su mirada. Al pasar cerca, levantó la mano y tocó la bolsita que pendía de su cuello.

A Rob le pareció una declaración lisa y llana a la vista de todos, pero el sonido de la ovación no se modificó. Y aunque buscó con la mirada a Ibn Sina, no lo vio entre los espectadores al pasar por la madraza.

Karim hizo caso omiso del dolor en el costado, hasta que disminuyó, y tampoco prestó atención a la rozadura de los pies. Había llegado el momento del desgaste, y a lo largo del camino había carros tirados por burros cuyos cocheros se ocupaban de recoger a los corredores que no podían seguir adelante.

Tras coger la tercera flecha, Karim permitió que Mirdin lo frotara con el ungüento preparado con aceite de rosas, aceite de nuez moscada y canela.

Volvió amarilla su piel morena clara, pero era una buena protección del sol.

Jesse le masajeó las piernas mientras Mirdin aplicaba el bálsamo, y luego acercó una taza a sus labios agrietados, haciéndole beber más agua de la que deseaba. Karim intentó protestar.

– ¡No quiero tener que orinar!

– Estás sudando demasiado para, además, tener que mear.

Karim sabía que era verdad y bebió. Al instante, estaba otra vez corriendo, corriendo, corriendo.

Esta vez, al pasar por la escuela tuvo conciencia de que ella veía una aparición: la grasa amarilla derretida, veteada por chorros de sudor y polvo fangoso.

Ahora el sol estaba alto y abrasaba el terreno, de modo que el calor del camino penetraba el cuero de sus zapatos y le quemaba las plantas de los pies. A lo largo de la ruta había hombres con recipientes de agua, y a veces Karim se detenía para empaparse la cabeza antes de salir disparado, sin dar las gracias ni decir una bendición.

Tras recoger la cuarta flecha, Jesse lo dejó, pero reapareció poco después montado en el caballo negro de su mujer; sin duda había dejado al castrado castaño para que tomara agua y descansara a la sombra. Mirdin aguardaba junto al poste del que colgaban las flechas, estudiando a los demás corredores, de acuerdo con el plan previsto.

Karim seguía corriendo y adelantando a los hombres que se habían derrumbado. Había uno con la cintura doblada en medio del camino, en la actitud de vomitar, aunque sin arrojar nada por la boca. Un indio que murmuraba cojeó hasta detenerse y se quitó los zapatos de una sacudida. Corrió media docena de pasos, dejando la estela roja de sus pies sangrantes, y abandonó serenamente, dispuesto a esperar un carro.

Cuando Karim pasó por el maristán en la quinta etapa, Despina ya no estaba en el tejado. Quizá le había asustado su aspecto. Daba igual, porque la había visto, y ahora, de vez en cuando, estiraba la mano y aferraba la bolsita que contenía el grueso mechón de pelo negro que le había cortado con sus propias manos.

En algunos sitios, los carros, los pies de los corredores y los cascos de los animales de los asistentes levantaban una temible polvareda que le cubría las narices y la garganta y lo obligaba a toser. Comenzó a bloquear su conciencia hasta convertirla en algo pequeño y remoto en su interior, que no asimilaba nada, permitiendo que su cuerpo siguiera haciendo lo que tantas veces había hecho.

La llamada a la segunda oración fue un sobresalto.

En toda la ruta, corredores y espectadores se postraron de cara a La Meca. Karim yació tembloroso, pues su cuerpo no podía creer que hubiera una pausa en sus demandas, por breve que fuese. Sintió ganas de quitarse los zapatos, pero sabía que no podía volver a ponérselos con los pies hinchados

Cuando terminaron las oraciones, permaneció inmóvil un momento.

– ¿Cuántos?

– Dieciocho. Ahora estamos en plena carrera -respondió Jesse.

Karim volvió a incorporarse, obligándose a correr a pesar del bochorno. Pero sabía que aún no estaba en plena carrera. Las cuestas presentaron dificultades durante la mañana, pero mantuvo el ritmo estable. Aquello era lo peor, con el sol directamente encima de la cabeza, y sabía que lo esperaba una dura prueba. Pensó en Zaki y supo que si no moría seguiría corriendo, como mínimo para conseguir el segundo puesto.

Hasta entonces no había pasado por esta experiencia, y un año más tarde quizá su cuerpo fuera demasiado viejo para semejante castigo. Tenía que ser aquel preciso día.

Esta idea le permitió llegar al fondo de sí mismo y encontrar fuerzas donde otros buscaban y no encontraban nada. Cuando deslizó la sexta flecha en su carcaj, se volvió de inmediato hacia Mirdin.

– ¿Cuántos?

– Quedan seis corredores -dijo Mirdin; Karim asintió y echó a correr otra vez.

Ahora estaba en plena carrera.

Vio a tres corredores más adelante, a dos de los cuales conocía. Estaba alcanzando a un indio menudo pero de buena planta. A unos ochenta pasos delante del indio iba un joven cuyo nombre Karim ignoraba, aunque lo reconoció como soldado de la guardia palaciega. Y mucho más adelante, aunque lo bastante cerca para identificarlo, había un corredor de nota, al-Harat de Hamadhan.

El indio había reducido la velocidad pero la aumentó cuando Karim se le puso a la par; siguieron avanzando juntos, zancada a zancada. Tenía la piel muy oscura, casi del color del ébano, bajo la que destellaban al sol músculos largos y lisos, mientras se movía.

La piel de Zaki también era oscura; una ventaja para correr bajo el sol ardiente. La de Karim necesitaba el ungüento amarillo: era del color de cuero claro y resultado -decía siempre Zaki- de que a una de sus antepasadas la había cubierto uno de los griegos rubios de Alejandro. Karim pensaba que no era improbable. Había habido una serie de invasiones griegas, conocía a hombres persas de piel clara y a mujeres de pechos blancos como la leche.

Un perro con manchas salió de la nada y corrió al lado de ellos, ladrando. Cuando pasaron por los predios de la avenida de los Mil Jardines, la gente ofrecía tajadas de melón y tazas de sherhet, pero Karim no tomó nada por miedo a los retortijones. Aceptó agua, que puso en su gorro antes de volver a calárselo en la cabeza. Sintió un alivió momentáneo hasta que el sol secó la humedad con asombrosa rapidez.

El indio cogió una tajada de melón, la engulló sin dejar de correr y tiro la cáscara por encima del hombro.

Juntos adelantaron al soldado, que ya estaba fuera de competición, pues llevaba una vuelta de retraso: sólo había cinco flechas en su carcaj. Dos líneas de color rojo oscuro bajaban por la pechera de su camisa, desde las tetillas, que ya estaban en carne viva a causa de la fricción. A cada paso, sus piernas se combaban ligeramente a la altura de las rodillas, y era evidente que no correría mucho más.

El indio miró a Karim y le dedicó una sonrisa, mostrando unos dientes muy blancos.

Karim se desalentó al ver que el indio corría cómodamente y que su cara estaba alerta, aunque no parecía exhausto. Su intuición de corredor le indicó que el otro era más fuerte y estaba menos fatigado. Y quizá era más rápido, incluso.

El perro que había corrido con ellos a lo largo de varias millas giró de sopetón y se atravesó en su camino. Karim saltó para esquivarlo y sintió la calidez de su pellejo, pero el perro chocó fuertemente con las piernas del corredor indio, que cayó al suelo.

Cuando Karim se volvió a mirarlo comenzaba a incorporarse, pero se sentó otra vez en el camino. Tenía el pie derecho retorcido; se contempló incrédulo el tobillo, imposibilitado de asimilar que para él la carrera había terminado.

– ¡Sigue! -gritó Jesse a Karim-. Yo me ocupare de él. ¡Tú sigue!

Karim giró sobre sus talones y corrió como si las fuerzas del indio se hubieran trasladado a sus propios miembros, como si Alá hubiese hablado con la voz del Dhimmi, porque comenzaba a creer sinceramente que había llegado su momento.

Fue detrás de al-Harat la mayor parte de la etapa. Una vez, en la calle de los Apóstoles, se acercó bastante y el otro corredor volvió la vista. Se habían conocido en lamadham, y en los ojos de al-Harat notó un antiguo desprecio que le era familiar: "Ah, es el culo donde la mete Zaki-Omar."

Al-Harat aceleró, y en breve lo aventajó otra vez en doscientos pasos.

Karim cogió la séptima flecha. Mirdin le habló de los otros corredores mientras le daba agua y lo untaba de amarillo.

– Eres el cuarto. El primer lugar lo ocupa un afgano cuyo nombre ignoro. El segundo es Mahdavi, un hombre de al-Rayy. Luego va al-Harat, y después tú.

A lo largo de una vuelta y medía siguió la pista de al-Harat, preguntándose en ocasiones por los otros dos, tan distanciados que no estaban a la vista. En Ghazna, un territorio de altísimas montañas, los afganos corrían por sendas tan altas que el aire era tenue, y se decía que cuando lo hacían en altitudes inferiores no se fatigaban. Y había oído decir que Mahdavi, de al-Rayy, también era un excelente corredor.

Pero mientras descendían la corta y empinada cuesta de la avenida de los Mil Jardines, vio a un corredor aturdido en la orilla del camino, que se sujetaba el costado derecho y sollozaba. Lo adelantaron, y en breve Jesse le dio la noticia de que se trataba de Mahdavi.

A Karim también había vuelto a molestarle el costado, y los dos pies le producían dolor. La llamada a la tercera oración llegó cuando iniciaba la novena etapa. Era un momento que lo tenía preocupado, pues el sol ya no estaba alto y temía que sus músculos se agarrotaran. Pero el calor seguía siendo implacable y lo apretó como una manta pesada mientras yacía rezando; aún sudaba cuando se levantó y echó a correr.

Esta vez, aunque mantuvo el mismo ritmo, tuvo la impresión de alcanzar a al-Harat como si este fuera andando. Cuando estuvieron cuerpo a cuerpo al-Harat intentó hacer una carrerilla, pero en seguida su respiración fue audible y desesperada, y Karim lo vio tambalearse. El calor lo había vencido. Como médico, Karim sabía que el hombre moriría si se trataba de la enfermedad que enrojecía la cara y resecaba la piel, pero el rostro de al-Harat estaba pálido y húmedo.

No obstante, Karim se detuvo cuando el otro pasó dando bandazos y abandonó la carrera.

A al-Harat todavía le quedaba bastante desprecio para poner gesto adusto, pero quería que ganara un persa.

– Corre, bastardo.

Karim lo dejó atrás, encantado.

Desde la alta pendiente del primer tramo descendente, con la vista fija en la extensión recta de camino blanco, distinguió a una figura pequeña que subía la larga cuesta a lo lejos.

Ante sus propios ojos, el afgano cayó, volvió a incorporarse y echó a correr para, finalmente, desaparecer en la calle de los Apóstoles. A Karim le costó refrenarse, pero conservó el ritmo escogido y no volvió a ver al otro corredor hasta pisar la avenida de Alí y Fátima.

Ahora estaba mucho más cerca. El afgano volvió a caer, se levantó y echó a correr con paso desigual. Estaba acostumbrado al aire enrarecido, pero las montañas de Ghazna eran frescas y el calor Ispahání favoreció a Karim, que siguió acortando distancias.

Al pasar por el maristán no vio ni oyó a la gente que conocía porque estaba concentrado en el otro corredor.

Karim lo alcanzó después de la cuarta y última caída. Habían llevado agua al afgano -un hombre achaparrado, de hombros anchos y tez cetrina- y le estaban aplicando paños húmedos en tanto jadeaba como un pez en tierra. Sus ojos pardos ligeramente rasgados, de mirar sereno, vieron pasar a Karim.

La victoria le proporcionó más angustia que sensación de triunfo, pues ahora debía tomar una decisión. Tenía ganada la carrera, pero ¿podía aspirar a obtener el calaat del sha? La "prenda real" consistía en quinientas piezas de oro y el nombramiento honorario, aunque muy bien pagado, de jefe de los chatirs, y todo eso pasaría a manos de quien cumpliera las ciento veintiséis millas en menos de doce horas.

Al rodear la maidan, Karim quedó de frente al sol y lo estudió detenidamente. A lo largo del día había corrido casi noventa y cinco millas. Tendría que considerarlo suficiente y deseaba entregar sus nueve flechas, cobrar el premio en monedas y reunirse con otros corredores que ahora chapoteaban en el Río de la Vida. Necesitaba empaparse en su envidia y admiración, y en el río propiamente dicho, hundiéndose en sus verdes aguas para obtener un reposo que se había ganado.

El sol se cernía sobre el horizonte. ¿Había tiempo? ¿Quedaban fuerzas en su cuerpo? ¿Era ese el deseo de Alá? El plazo resultaba exiguo y probablemente no cubriría otras treinta una millas antes de que la llamada a la cuarta oración indicara la puesta del sol.

Pero sabía que la victoria total liquidaría para siempre a Zaki-Omar de sus pesadillas, algo que no lograría ni acostándose con todas las mujeres del mundo.

Así, después de recoger otra flecha, en lugar de torcer hacia la tienda de las autoridades, emprendió la décima vuelta. El camino de polvo blanco estaba desierto ante sus ojos y ahora corría contra el oscuro djinn del hombre del que había ansiado ser un hijo y que había hecho de él un hardaje.

Cuando en la carrera quedó un solo hombre, ganador del chatir, los espectadores comenzaron a dispersarse; pero ahora, a lo largo del camino, la gente vio correr a Karim y volvió a reunirse en tropel cuando comprendieron que intentaría acceder al calaat del sha.

Los expertos en cuestiones del chatir anual sabían lo que significaba correr durante un día de agobiante calor, por lo que emitieron tal clamor amoroso que su sonido pareció empujar al corredor adelante, y fue una etapa casi gozosa. En el hospital logró descubrir rostros sonrientes de orgullo: al-Huzjani, el enfermero Rumi, el bibliotecario Yussuf el hadji Davout Hosein, incluso Ibn Sina. Al ver al anciano, de inmediato dirigió la mirada hacia el tejado del hospital, comprobó que ella había regresado, y supo que cuando volvieran a verse a solas, Despina sería el verdadero premio.

Pero comenzó a experimentar el problema más grave en la segunda mitad de la etapa. Aceptaba agua a menudo y la volcaba sobre su cabeza, ahora la fatiga lo volvió descuidado, y parte del agua se le volcó en el zapato izquierdo, donde al instante el cuero húmedo empezó a roerle la piel dañada del pie. Tal vez produjo una minúscula alteración en su paso, porque poco después sentía un calambre en el tendón de la corva.

Peor aún: al descender hacia las Puertas del Paraíso, el sol estaba más bajo de lo que esperaba caía directamente sobre las montañas distantes, y al iniciar la que -si acertaba en sus esperanzas -sería la penúltima vuelta, velozmente debilitado y temeroso de que no le alcanzara el tiempo, lo acometió una profunda desazón.

Todo se volvía pesado. Conservó el ritmo, pero sus pies se transformaron en piedras, el carcaj lleno de flechas le golpeaba la espalda a cada paso y hasta la bolsita que contenía el mechón le molestaba al correr. Se echaba agua con mayor frecuencia sobre la cabeza y sentía que decaía segundo a segundo.

Pero la gente de la ciudad parecía haber contraído una extraña fiebre.

Cada una de aquellas personas se había convertido en Karim Harun. Las mujeres gritaban al verlo pasar. Los hombres hacían mil promesas, gritaban sus alabanzas, invocaban a Alá, e imploraban al Profeta y a los doce imán martirizados. Previendo su llegada por los vítores, regaban la calle antes de verlo aparecer, esparcían flores, corrían junto a él y lo abanicaban o le rociaban con agua perfumada la cara, los muslos, los brazos, las piernas.

Los sintió entrar en su sangre y en sus huesos, aprendió esos fuegos, su zancada se fortaleció y estabilizó.

Sus pies subían y bajaban, subían y bajaban. Conservó el paso, pero ahora no soslayaba el dolor y, en cambio, buscaba traspasar la sofocante fatiga concentrándose en el dolor del costado, el dolor de los pies, el dolor de las piernas.

Cuando cogió la undécima flecha, el sol había empezado a deslizarse detrás de las montañas y tenía la forma de media moneda.

Corrió a través de la luz que declinaba en su última danza, subiendo la primera cuesta corta y bajando la pendiente empinada hasta la avenida de los Mil Jardines, a través del llano, la larga escalada, con el corazón palpitante.

Al alcanzar la avenida de Alí y Fátima, se echó agua en la cabeza y no la sintió.

El dolor menguaba en todas sus reacciones mientras corría sin parar. Cuando llegó a la escuela, no buscó a sus amigos con la mirada, pues le inquietaba más haber perdido la experiencia sensorial de sus miembros.

Pero los pies que no sentía seguían subiendo y bajando, impulsándolo hacia delante: plaf-plaf-plaf

Esta vez, en la maidan nadie atendía a los espectáculos, pero Karim no oyó el rugido ni vio a la gente, disparado en su mundo silencioso hacia el broche de oro de un día plenamente maduro.

En cuanto volvió a entrar en la avenida de los Mil Jardines, vio una informe luz roja y agonizante en las montañas. Karim tenía la impresión de avanzar lentamente, muy lentamente por el terreno llano y muy cuesta arriba. ¡La última colina!

Se dejó llevar cuesta abajo y este fue el momento de mayor riesgo, pues si sus piernas insensibles lo hacían tropezar y caer, no volvería a levantarse

Al doblar el recodo para entrar en las Puertas del Paraíso, no había sol. Vio borrosamente a la gente que parecía flotar en el aire y lo estimulaba en silencio, pero en la mente su visión fue clara cuando un mullah se internó en la escalera estrecha y sinuosa de la mezquita y trepó hasta la pequeña plataforma de la torre, aguardando que agonizara el último rayo mortecino…

Sabía que apenas le quedaban unos instantes.

Trató de obligar a sus piernas a dar zancadas más largas; se esforzó por apretar el paso ya arraigado.

Más adelante, un niño se apartó de su padre y entró en el camino, donde se quedó paralizado, con la vista fija en el gigante que caería sobre él.

Karim alzó al chico y se lo puso sobre los hombros sin dejar de correr; el estruendo vocinglero hizo temblar la tierra. Al llegar a los postes con el chico, vio que Alá lo estaba esperando, y en cuanto cogió la duodécima flecha, el sha se quitó su propio turbante y lo cambió por la gorra emplumada del corredor.

El fervor de la multitud quedó anulado por la llamada de los muecines desde los alminares de toda la ciudad. El público se volvió en dirección a La Meca y se postró parar orar. El niño, que seguía sobre sus hombros, empezó a lloriquear y Karim lo soltó. La oración concluyó. Cuando Karim se incorporó, el rey y los nobles lo rodearon como títeres parlanchines. Más allá, el populacho empezó a gritar y a empujar para aclamarlo, y para Karim Harun fue como si de pronto poseyera a Persia.

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