Cruzaron el Gran Canal el veinticuatro de marzo del año del Señor de 1043, y tocaron tierra a última hora de la tarde, en Queen's Hythe. Quizá si hubiesen llegado a la ciudad de Londres un cálido día de verano, el resto de su vida habría sido diferente, pero Mary pisó tierra bajo un aguanieve primaveral llevando a su hijo menor que, al igual que su padre, había vomitado sin parar desde Francia hasta el final del viaje. Le disgustó la ciudad y desconfió de ella por su desapacible humedad del primer momento.
Apenas había lugar para desembarcar. Rob contó más de una veintena de temibles naves de guerra negras ancladas y meciéndose en la marejada, y había embarcaciones mercantes por todos lados. Los cuatro estaban exhaustos por el viaje. Se encaminaron a una de las posadas cercanas al mercado de Southwark, que Rob recordaba, pero resultó ser una pocilga infame plagada de bichos, lo que volvió más desdichada aún su primera noche en Londres.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, Rob salió solo a buscar un alojamiento mejor. Bajó el talud y cruzó el Puente de Londres, que se mantenía en buen estado y era el detalle que menos había cambiado en la ciudad. Londres se había expandido; donde antes había praderas y huertos, vio edificios desconocidos y calles que serpenteaban tan delirantemente como las del Yehuddiyyeh. La zona norte le resultó del todo extraña, pues cuando era niño había sido el barrio de casas solariegas rodeadas de campos y jardines, propiedades de las familias antiguas. Evidentemente, algunas habían sido vendidas, y la tierra se usaba para oficios más sucios. Había una fundición de hierro, los orfebres tenían su propio grupo de casas y tiendas, lo mismo que los plateros y los trabajadores del cobre. No era un lugar para vivir, con su velo de humo brumoso, el hedor de las curtidurías, los constantes martillazos sobre los yunques, el rugido de los hornos, los golpeteos, golpes y golpazos de manufacturas e industrias.
A sus ojos, en todos los barrios faltaba algo. Cripplegate había que desecharlo a causa del terreno pantanoso no desecado, Halborn y Fleet se hallaban demasiado alejadas del centro de Londres, y Cheapside estaba abarrotada de tiendas minoristas. Los bajos de la ciudad se encontraban aún más congestionados, pero habían sido parte fundamental de su infancia y se sintió atraído por el puerto.
La calle del Támesis era la más importante de Londres. En la mugre de las estrechas callejuelas que corrían desde Puddle Dock en un extremo y Tower Hill en el otro, vivían porteadores, estibadores, sirvientes y otros desgraciados, pero la larga franja de la calle del Támesis propiamente dicha y sus embarcaderos y desembarcaderos eran un próspero centro de las exportaciones, importaciones y comercios mayoristas. En el lado sur de la calle, el malecón y los muelles obligaban a cierta alineación, pero el lado norte era un disparate a veces estrecho y por momentos ancho. En algunos lugares, de las casonas asomaban fachadas abultadas como vientres de embarazadas. De vez en cuando sobresalía un jardincillo vallado o un almacén se alzaba a cierta distancia de la calle. Este era casi todo el tiempo un hervidero de seres humanos y animales cuyos efluvios vitales y sonidos recordaba muy bien.
En una taberna preguntó por una casa desocupada y le hablaron de una no muy lejos del Walbrook. De hecho, la casa estaba junto a la pequeña iglesia de St. Asaph, y Rob se dijo que a Mary le gustaría. En la planta baja vivía el propietario, Peter Lound. El piso de arriba estaba en alquiler, y consistía en una pequeña habitación y una sala grande de uso general, que se comunicaban con la bulliciosa calle por una escalera empinada.
No había huellas de ningún tipo de parásitos, y el precio parecía correcto. El emplazamiento era bueno, pues en las calles laterales de la pendiente que subía hacia el norte vivían y tenían sus tiendas comerciantes ricos. Rob no perdió un instante en ir a buscar a su familia a Southwark.
– Todavía no es un hogar digno, pero servirá, ¿verdad? -preguntó a su mujer.
La mirada de Mary era tímida y su respuesta se perdió por el repentino tañido de las campanas de St. Asaph, que resultó excesivamente audible.
En cuanto estuvieron instalados, Rob se apresuró a ir a ver a un fabricante de carteles y le pidió que tallara una tabla de roble y pintara las letras de negro. Cuando la placa estuvo lista, la clavó en la puerta de su casa de la calle del Támesis, para que todos supieran que allí vivía "Robert Jeremy Cole, médico".
Al principio, para Mary fue agradable encontrarse entre británicos y hablar inglés, aunque seguía dirigiéndose a sus hijos en gaélico, pues quería que dominaran la lengua de los escoceses. La posibilidad de comprar en Londres era embriagadora. Buscó a una costurera y le encargó un vestido de buen paño marrón. Habría preferido un azul como el de la tintura que una vez le había regalado su padre, un azul cielo estival, que naturalmente era imposible. No obstante, el vestido resultó atractivo: largo y ceñido, de alto cuello redondo y mangas tan holgadas que bajaban hasta sus muñecas en voluptuosos pliegues.
Para Rob encargaron unos buenos pantalones grises y una capa. Aunque él protestó por la extravagancia, Mary le compró dos batas negras de médico, una de paño ligero y sin forro y la otra más pesada, con una capucha ribeteada de piel de zorro.
Hacía tiempo que necesitaba ropa nueva, pues seguía usando la que habían comprado en Constantinopla después de completar las etapas de las seguras aldeas judías como quien sigue una cadena eslabón a eslabón. Él se había recortado la tupida barba hasta convertirla en una perilla de chivo, se vistió a la usanza occidental y cuando se unieron a una caravana, Jesse ben Benjamín había desaparecido. Ocupó su lugar Robert Jeremy Cole, un inglés que volvía a su tierra con su familia.
Siempre práctica, Mary había conservado el caftán y usó la tela para hacer prendas a sus hijos. También guardaba las ropas de Rob J. para Tam, tarea que se vio dificultada porque el mayor estaba muy desarrollado para su edad y Tam era algo más pequeño que la mayoría de los niños de su edad, porque había estado gravemente enfermo durante el viaje. En la ciudad franca de Freising los dos niños contrajeron anginas y tenían los ojos llorosos, y después padecieron fiebres altas que afligieron a Mary con la idea de que perdería a sus hijos. Los niños estuvieron febriles días enteros. A Rob J. no le quedaron secuelas visibles, pero la enfermedad se había asentado en la pierna izquierda de Tam, que se volvió pálida y parecía sin vida.
La familia Cole llegó a Freising con una caravana que tenía previsto partir en breve, y el amo dijo que no esperaría a los enfermos.
– Vete y maldito seas -le había dicho Rob, porque el niño necesitaba tratamiento y lo recibiría.
Mantuvo vendajes húmedos y calientes sobre el miembro de Tam, quedándose sin dormir para cambiarlos constantemente y rodear la pequeña pierna con sus grandes manos, doblar la rodilla y hacer trabajar los músculos una y otra vez, pellizcar, retorcer y masajear la pierna con grasa de oso. Tam se recuperó, aunque lentamente. Llevaba menos de un año caminando cuando lo atacó la enfermedad. Tuvo que aprender de nuevo a arrastrarse y gatear, y cuando dio los primeros pasos no mantenía bien el equilibrio, pues la pierna izquierda era ligeramente más corta que la otra.
Estuvieron en Freising casi doce meses aguardando la recuperación de Tam y luego una caravana adecuada. Aunque nunca llegó a querer a los francos, Rob se mostró algo más comprensivo con sus costumbres. La gente iba a consultarle a pesar de la ignorancia de su idioma, pues habían notado con cuánto cuidado y ternura trataba a su propio hijo. Nunca dejó de atender la pierna de Tam, y aunque a veces el niño arrastraba un poco el pie izquierdo al andar, se encontraba entre los niños más activos de Londres.
Por cierto, sus dos hijos se encontraban más a gusto en Londres que la madre, la cual no lograba adaptarse. Encontró que el tiempo era húmedo y los ingleses, fríos. Cuando iba al mercado tenía que reprimirse para no deslizarse en el animado regateo oriental al que se había acostumbrado afectuosamente. Los londinenses, en general, eran menos amables de lo que esperaba. Hasta Rob dijo que echaba de menos el efusivo fluir de la conversación persa.
– Aunque rara vez la adulación era algo más que una palabrería hueca, resultaba agradable -le dijo con tono melancólico.
Mary se encontraba en un atolladero con respecto a él. Algo estaba ausente en el lecho matrimonial, se palpaba una falta de júbilo que no sabía definir. Compró un espejo y estudió su imagen, notando que su cutis había perdido brillo debido al cruel sol del largo viaje. Tenía la cara más delgada que antes y los pómulos más pronunciados. Sabía que sus pechos se habían alterado por la lactancia. En las calles de la ciudad pululaban las furcias de mirada dura y algunas eran bellas. ¿Recurriría Rob a ellas tarde o temprano?
Lo imaginó diciéndole a una prostituta lo que había aprendido del amor en Persia y sufrió viéndolos rodar y muertos de risa, como en otros tiempos hacían ella y Rob.
Para Mary, Londres era una ciénaga negra en la que ya estaban hundidos hasta los tobillos. La comparación no era casual, pues la ciudad olía peor que cualquier pantano encontrado durante sus viajes. Las cloacas abiertas y la tierra no eran peores que las cloacas abiertas y el polvo de Ispahán, pero aquí se multiplicaba el numero de habitantes y en algunos lugares vivían hacinados, de modo que la fetidez acumulada de sus desechos corporales y de la basura era abominable.
Al llegar a Constantinopla y encontrarse otra vez entre una mayoría cristiana, se dedicó a frecuentar con gran asiduidad las iglesias, pero ahora su fervor se había templado porque los templos londinenses la abrumaban. En Londres había muchas más iglesias que mezquitas en Ispahán: más de un centenar de ellas descollaban de los demás edificios -era una ciudad construida entre iglesias- y "hablaban" con una constante voz atronadora que la hacia temblar. A veces sentía que estaba a punto de ser levantada y arrastrada por un gran viento agitado por las campanas. Aunque la iglesia de St. Asaph era pequeña, sus campanas eran grandes y retumbaban en la casa de la calle del Támesis, repicaban en vertiginoso concierto con los campanarios de las otras iglesias, comunicándose más eficazmente que un ejército de muecines. Las campanas llamaban a los fieles a la oración, las campanas estaban presentes en la consagración de la misa, las campanas advertían del toque de queda a los rezagados; las campanas anunciaban bodas y bautizos, y sonaban en un tañido fúnebre y solemne por cada alma que pasaba a mejor vida; las campanas era la alerta de incendios y disturbios, daban la bienvenida a los visitantes distinguidos, sonaban para anunciar los días festivos y doblaban con tonos apagados para señalar los desastres. Para Mary, las campanas eran la ciudad.
Y odiaba las condenadas campanas.
La primera persona atraída a su puerta por el nuevo cartel no era un paciente. Quien había llamado era un hombre menudo y cargado de espaldas, que parpadeaba y miraba a través de sus ojos siempre entornados.
– Nicholas Hunne, médico -se presentó e inclinó su cabeza calva a la manera de un gorrión, esperando la reacción-. De la calle del Támesis -agregó significativamente.
– He visto vuestra placa -dijo Rob y sonrió-. Vos estáis en un extremo de la calle, maestro Hunne, y ahora yo me establezco en el otro. Entre ambos hay suficientes londinenses enfermos para una docena de ajetreados médicos.
Hunne arrugó la nariz.
– No tantos enfermos como creéis. Y no tantos médicos ajetreados. Londres ya está abarrotada de profesionales de la medicina, y opino que una población alejada sería mejor elección para un médico que se inicia.
Cuando el maestro preguntó dónde había estudiado, Rob mintió como un mercader de tapices y dijo que había aprendido durante seis años en el reino franco oriental.
– ¿Y cuánto cobrareis?
– ¿Cobrar?
– Sí. ¡Vuestros honorarios, hombre!
– Todavía no lo he pensado.
– Pues hacedlo cuanto antes. Os diré cual es la costumbre, porque no sería justo que un recién llegado rebajara las cuotas establecidas por los demás. Los honorarios varían según la riqueza del paciente… y el cielo es el límite, por supuesto. Pero nunca debéis bajar de cuarenta peniques por una flebotomía, dado que la sangría es el elemento básico de nuestra profesión, y no menos de treinta y seis peniques por el examen de la orina.
Rob lo observó pensativo, pues los precios mencionados eran inhumanamente altos.
– No debéis molestaros con la chusma que se apiña en las barriadas de los extremos de la calle del Támesis. Ya hay cirujanos barberos para atenderla. Tampoco obtendréis frutos si vais en pos de la nobleza, pues la atiende un grupo reducido de médicos como Dryfield, Hudson, Simpson y otros como ellos. Pero la calle del Támesis es un jardín maduro de comerciantes ricos, aunque yo he aprendido a hacerme pagar antes de iniciar el tratamiento, momento en que la angustia del paciente es mayor.-Dedicó a Rob una mirada astuta-. Que seamos competidores no debe convertirse en una desventaja, pues he descubierto que impresiona bien llamar a consulta cuando el enfermo es próspero, y podremos usarnos mutuamente con lucrativa frecuencia, ¿no os parece?
Rob dio unos pasos hacia la puerta, indicándole la salida.
– Prefiero trabajar solo -dijo finalmente.
El otro se puso de todos los colores por el tajante rechazo.
– Entonces estaréis contento, maestro Cole, pues haré correr el rumor y ningún otro médico se acercara a vos.
Inclinó la cabeza y desapareció de la vista.
Se presentaron pacientes, aunque no a menudo.
"Es lo que cabe esperar", se dijo Rob; él era nuevo en la plaza y le llevaría cierto tiempo darse a conocer. Mejor sentarse a esperar que entrar en juegos sucios y prósperos con gente de la calaña de Hunne.
Entretanto, se instalaron. Llevó a su mujer e hijos a visitar las tumbas de la familia y los niños retozaron en el cementerio de St. Botolph. Ahora Rob aceptaba, en el rincón más hondo y secreto de sí mismo, que nunca encontraría a sus hermanos; pero recibía consuelo y orgullo de la nueva familia que había formado, y abrigaba la esperanza de que, de alguna manera, su hermano Samuel, mamá y papá se enteraran de su existencia.
En Cornhill encontró una taberna que le gustó. Se llamaba El Zorro, un bodegón de trabajadores semejante a aquellos en los que su padre buscaba refugio cuando él era pequeño. Volvió a evitar el hidromiel y sólo bebió cerveza negra. Allí conoció a un contratista de la construcción, George Markham, que había pertenecido al gremio de carpinteros al mismo tiempo que su padre. Markham era un hombre robusto, de cara colorada, con las sienes y la punta de la barba canosas. Había pertenecido a una Centena distinta de la de Nathanael Cole, pero lo recordaba, y por último Rob descubrió que era sobrino de Richard Bukerel, que en aquel entonces era carpintero jefe.
Había sido amigo de Turner Horne, el maestro carpintero con quien vivió Samuel antes de ser atropellado por un carro en los muelles. A Turner y a su mujer se los había llevado la fiebre de los pantanos cinco años antes, lo mismo que a su hijo pequeño. Fue un invierno terrible, concluyó Markham.
Rob contó a los hombres de El Zorro que había estado unos años en el extranjero, estudiando medicina en el reino franco de Oriente.
– ¿Conoces al aprendiz de carpintero Anthony Tite? -preguntó a Markham.
– Era jornalero cuando murió, el año pasado, de la enfermedad del pecho.
Rob asintió y bebieron un rato en silencio.
Por Markham y los demás parroquianos, Rob se enteró de lo que había ocurrido en el trono de Inglaterra. Parte de la historia la había conocido en Ispahán, de labios de Bostock. Ahora descubrió que después de suceder a Canuto, Haroldo Pie de Liebre demostró ser un rey débil aunque con un guardián fuerte: Godwine, conde de Wessex. Su medio hermano Alfredo, que se hacía llamar príncipe heredero, llegó a Normandía, y las fuerzas de Haroldo hicieron una carnicería con sus hombres, le arrancaron los ojos y lo mantuvieron en una celda hasta que le sobrevino una muerte horrible a causa de la supuración de sus torturadas cuencas oculares.
Poco después, Haroldo murió como consecuencia de sus excesos en la comida y la bebida, y otro de sus medio hermanos, Hardeknud, regresó de librar una guerra en Dinamarca y lo sucedió.
– Hardeknud ordenó que desenterraran el cadáver de Haroldo del camposanto de Westminster y lo arrojaran en una marisma pantanosa, cerca de la isla de Thorney -explicó George Markham, con la lengua desatada a causa del alcohol-. ¡El cadáver de su propio hermano! ¡Como si fuera un saco de mierda o un perro muerto!
Markham le contó que el cadáver del que había sido rey de Inglaterra yacía entre las cañas, a merced de las mareas.
– Por último, algunos nos escabullimos hasta allí en secreto. Era una noche fría, con una bruma espesa que prácticamente ocultaba la luz de la luna.
"Subimos el cadáver a un bote y lo llevamos Támesis abajo. Enterramos los restos decentemente, en el pequeño cementerio de St. Clement. Era lo menos que podían hacer unos buenos cristianos.
Hizo la señal de la cruz y se echó un buen trago al coleto.
Hardeknud fue rey sólo dos años, pues un día cayó muerto durante un banquete de boda. Por fin le tocó el turno a Eduardo, que para entonces estaba casado con la hija de Godwine, y también totalmente dominado por el conde sajón, pero el pueblo lo quería.
– Eduardo es un buen rey -dijo Markham a Rob-. Ha botado una flota adecuada de naves negras.
Rob asintió.
– Las he visto. ¿Son veloces?
– Lo bastante para mantener las rutas marítimas libres de piratas.
Toda esta historia real, embellecida con anécdotas y recuerdos tabernarios, provocó una sed que era necesario aplacar y exigió muchos brindis por los hermanos muertos y varios por Eduardo, monarca del reino, que estaba vivito y coleando. Así, varias noches seguidas Rob olvidó su incapacidad para asimilar el alcohol y volvió haciendo eses a la casa de la calle del Támesis. En todos los casos Mary no tuvo más remedio que desnudar a un borrachín hosco y meterlo en la cama.
Se profundizó la tristeza de su expresión.
– Amor, vayámonos de aquí -le dijo un día.
– ¿Por qué? ¿Adónde iríamos?
– Podríamos vivir en Kilmarnock. Allí esta mi propiedad y un círculo de parientes a quienes alegraría conocer a mi marido y mis hijos.
– Debemos darle una oportunidad a Londres -respondió Rob cariñosamente.
No era ningún tonto: prometió refrenarse en El Zorro y visitarla con menos frecuencia. Lo que no le dijo fue que Londres se había convertido en una visión para él, en algo más que la oportunidad de vivir como médico.
En Persia había asimilado cosas que ahora formaban parte de su ser y que allí no se conocían. Deseaba el intercambio abierto de ideas clínicas que existía en Ispahán. Para ello hacía falta un hospital, y Londres era un emplazamiento excelente para una institución semejante al maristán.
Ese año, la larga y fría primavera dio paso a un verano húmedo. Una espesa bruma ocultaba todas las mañanas las dársenas. A media mañana, cuando no llovía, el sol atravesaba la neblina gris y la ciudad cobraba vida instantáneamente. Ese renacimiento vital era el momento predilecto de Rob para pasear, y un día especialmente encantador la bruma se disipó cuando pasaba por un muelle comercial en el que un numeroso grupo de esclavos amontonaba lingotes para su embarque.
Había una docena de pilas de pesadas barras de metal, algunas demasiado altas e irregulares.
Rob estaba disfrutando de la caricia del sol sobre el metal húmedo, cuando un carretero, vociferando órdenes, haciendo restallar el látigo y tironeando de las riendas, echó hacia atrás sus sucios caballos blancos a demasiada velocidad, de modo que la parte de atrás del pesado carro chocó contra una pila.
Rob se había jurado tiempo atrás que sus hijos nunca jugarían en los muelles. Odiaba los carros de carga. Nunca había visto uno, pero le bastaba pensar en su hermano Samuel aplastado bajo aquellas ruedas. Ahora observó horrorizado cómo se desarrollaba otro accidente.
La barra de hierro de lo alto de la pila resbaló hacia adelante, se inclinó en el borde y comenzó a deslizarse sobre el reborde de la pila, seguida por otras dos.
Se oyó un grito de advertencia y una desesperada dispersión humana, pero dos esclavos tenían otras delante que cayeron mientras ellos se arrastraban por el suelo, de modo que todo el peso de los lingotes cayó sobre uno de ellos, que quedó aplastado debajo. Un extremo de otra barra cayó sobre la parte inferior de la pierna del otro y su chillido movió a Rob a la acción.
– Venga, hay que quitárselas de encima. Rápido, con mucho cuidado. ¡Ahora! -gritó, y media docena de esclavos levantaron las barras de hierro.
Los hizo alejarse de la gran pila, llevando a los accidentados. Le bastó una mirada para saber que el primero había muerto. Tenía el pecho triturado y había perecido por asfixia al partírsele la traquea; su cara ya estaba oscura y congestionada.
El otro esclavo había dejado de gritar, pues se había desmayado mientras lo trasladaban. Mejor así; tenía el pie y el tobillo destrozados y Rob no podía hacer nada para repararlos. Envió a un esclavo a su casa para que le pidiera a Mary el equipo quirúrgico. Mientras el herido estaba inconsciente, practicó una incisión en la piel sana, por encima de la herida, y comenzó a despellejar para hacer un colgajo y luego abrir a través de la carne y el músculo.
El hombre despedía un hedor que asustó y puso nervioso a Rob: era el olor de un animal humano que había sudado permanentemente trabajando duro, hasta que sus harapos sucios absorbieron su maloliente exudación, y la recompusieron hasta convertirla en una parte casi tangible de su cuerpo, como su cabeza afeitada de esclavo o el pie a cuya amputación procedía.
Rob recordó a los dos hediondos esclavos estibadores que habían llevado a su padre a casa desde los muelles.
– ¿Qué estáis haciendo?
Levantó la vista y tuvo que esforzarse para dominar su expresión, pues a su lado estaba una persona a la que había visto por última vez en Persia, en el hogar de Jesse ben Benjamín.
– Estoy asistiendo a un hombre.
– Pero dicen que sois médico.
– Así es.
– Soy Charles Bostock, mercader e importador, propietario de este almacén y de este muelle. Y no soy tan tonto, Dios no lo permita, como para pagarle a un médico por atender a un esclavo.
Rob se encogió de hombros. Llegó su equipo quirúrgico y ya lo había preparado todo para usarlo. Cogió la sierra para huesos, aserró el pie estropeado y cosió el colgajo por encima del muñón sangrante, con tanta pulcritud como habría exigido al-Juzjani. Bostock seguía allí.
– He dicho exactamente lo que quería decir. No pienso pagaros. De mí no sacareis ni medio penique.
Rob asintió. Tamborileó suavemente dos dedos sobre la cara del esclavo, hasta que lo oyó refunfuñar.
– ¿Quién sois vos?
– Robert Cole, médico de la calle del Támesis.
– ¿No nos conocemos, señor?
– Que yo sepa no, señor mercader.
Recogió sus pertenencias, inclinó la cabeza y se marchó. En el extremo del muelle se arriesgó a volver la mirada y vio a Bostock de pie, transfigurado o profundamente desconcertado, sin quitarle el ojo de encima.
Se dijo a sí mismo que Bostock había visto a un judío con turbante en Ispahán, un judío de barba espesa y atuendo persa, el exótico hebreo Jesse ben Benjamín. Y en el muelle el mercader había hablado con Robert Jeremy Cole, un londinense libre con sencillas vestimentas inglesas y la cara transformada -¿transformada?- por una perilla de chivo bien recortada.
Con toda probabilidad, Bostock no lo recordaría. Y era igualmente posible que lo recordara.
Rob rumió la cuestión como un perro royendo un hueso. No estaba tan asustado por él, aunque lo estaba, pero le inquietaba lo que pudiera ocurrirles a su mujer y a sus hijos en el caso de tener problemas.
De modo que esa noche, cuando Mary empezó a hablar de Kilmarnock, la escuchó y fue comprendiendo dónde estaba la solución.
– ¡Me gustaría tanto ir allá! -dijo Mary-. Ansío pisar mis tierras, volver a estar entre mis parientes y rodeada de escoceses.
– Yo tengo que hacer muchas cosas aquí -dijo Rob lentamente y le cogió las manos-. Pero creo que tú y los niños deberíais ir a Kilmarnock sin mí.
– ¿Sin ti?
– Sí.
Mary permaneció inmóvil. La palidez parecía elevar sus altos pómulos y arrojar nuevas sombras en su rostro delgado, agrandando sus ojos mientras lo miraba fijamente. Las comisuras de los labios, aquellas líneas sensibles que siempre delataban sus emociones, informaron a Rob de lo mal acogida que era su sugerencia.
– Si eso es lo que quieres, nos iremos -dijo tranquilamente.
En los días siguientes, Rob cambió de idea infinidad de veces. No hubo citaciones ni alarma. Ningún hombre armado fue a arrestarlo. Era obvio que, aunque el mercader lo había mirado con curiosidad, no lo había identificado como Jesse ben Benjamín.
"No te vayas", quería decirle a Mary.
Y varias veces estuvo a punto de decirlo, pero siempre había algo que le impedía pronunciar esas palabras; en su interior llevaba una pesada carga de miedo y no estaría mal que ella y los niños estuvieran en otro sitio, a buen resguardo, por un tiempo. De modo que volvieron sobre el tema.
– Si pudieras llevarnos al puerto de Dunbar… -dijo Mary.
– ¿Qué hay en Dunbar?
– Los MacPhee, parientes de los Cullen. Ellos se ocuparán de que lleguemos bien a Kilmarnock.
Ir a Dunbar no era ningún problema. El verano tocaba a su fin y había un frenesí de salidas, pues los propietarios de embarcaciones trataban de meter a la mayor cantidad posible de gente en los viajes cortos, antes de que las tempestades bloquearan el mar del Norte durante todo el invierno. En El Zorro, Rob oyó hablar de un paquebote que paraba en Dunbar. La embarcación se llamaba Aelfgifu, en honor de la madre de Haroldo, y su capitán era un danés entrecano que se puso contento al ver que le pagaban por tres pasajeros que no comerían mucho.
El Aelfgifu zarparía antes de dos semanas, y los preparativos fueron presurosos: había que remendar ropa, tomar decisiones acerca de lo que Mary llevaría y de lo que dejaría en Londres.
En un abrir y cerrar de ojos, la partida les cayó encima.
– En cuanto pueda iré a buscarte a Kilmarnock.
– ¿Lo harás?
– Por supuesto.
La noche antes de la separación, Mary dijo:
– Si no puedes…
– Podré.
– Pero… si no puedes, si por alguna razón la vida nos separa, quiero que sepas que los míos criaran a los niños hasta que sean hombres.
Más que tranquilizarlo, las palabras de Mary lo fastidiaron y alimentaron su pesar por haber sugerido que se marcharan.
Se tocaron lentamente todos los lugares conocidos del cuerpo, como dos ciegos que quieren guardar la memoria en sus manos. Fue una unión triste, como si supieran que lo hacían por ultima vez. Después, ella se durmió sin decir nada y él la abrazó sin pronunciar palabra. Había muchas cosas que deseaba decirle, pero no pudo.
Al filo del amanecer los dejó a bordo del Aelfgifu, una nave con la estructura estable de un barco vikingo, aunque de apenas sesenta pies de eslora y una cubierta al aire libre. Tenía un mástil de treinta pies de altura, una gran vela cuadrada y el casco de gruesas planchas de roble superpuestas. Las naves negras del rey mantenían a los piratas en alta mar y el Aelfgifu costearía tocando tierra para descargar y cargar, y también a la primera señal de tempestad. Era el tipo de embarcación más seguro.
Rob permaneció en el muelle. Mary mostraba su expresión inflexible, la armadura que usaba cuando se acorazaba contra el mundo amenazador.
Aunque el barco apenas se mecía en la marejada, el pobre Tam ya estaba verde y acongojado.
– ¡Debes seguir trabajándole la pierna! -gritó Rob, haciendo al mismo tiempo movimientos de masaje.
Ella asintió, para que supiera que lo había entendido. Un tripulante levantó la guindaleza del amarre y la nave se soltó. Veinte remeros hicieron un movimiento simultaneo y el Aelfgifu se dejó llevar hacia la potente pleamar.
Como buena madre que era, Mary había acomodado a sus hijos en el mismo centro del barco, donde no podían caer por la borda.
Se inclinó y le dijo algo a Rob J. mientras izaban la vela.
– ¡Buena suerte, papá! -gritó la vocecilla, obediente.
– ¡Ve con Dios! -respondió Rob.
Y en breve desaparecieron, aunque Rob no se movió y forzó la vista para verlos. No quería irse del muelle, pues tenía la impresión de haber llegado de nuevo a un lugar en el que había estado a los nueve anos, sin familia ni amigos.
Ese año, el nueve de noviembre, una mujer llamada Julia Swane se convirtió en el principal tema de conversación de la ciudad al ser arrestada por brujería. Se la acusaba de haber transformado a su hija Glynna, de dieciséis años, en un caballo volador, para después montarla tan brutalmente que la chica quedó permanentemente lisiada.
– De ser verdad, es algo atroz y malvado hacerle eso a la propia hija -dijo el patrón de la casa a Rob.
Rob echaba terriblemente de menos a sus propios hijos, y también a la madre. La primera tempestad marina se presentó más de cuatro semanas después de su partida. Seguramente para entonces habían tocado tierra en Dunbar, y Rob rezó para que, estuvieran donde estuviesen, esperaran a que pasaran los temporales en lugar seguro.
Otra vez volvió a vagar solo, visitando de nuevo todas las partes de Londres que conocía y los nuevos panoramas que habían surgido desde su niñez. Cuando se detuvo delante de la Casa Real -que en otros tiempos le parecía la imagen perfecta de la munificencia regia-, se maravilló de la diferencia entre su sencillez inglesa y la estridente exquisitez de la Casa del Paraíso. El rey Eduardo pasaba la mayor parte del tiempo en su castillo de Winchester, pero una mañana, desde fuera de la Casa Real, Rob lo vio caminar en silencio entre sus hombres de confianza, pensativo y en actitud meditabunda. Eduardo representaba más de los cuarenta y un años que tenía. Se comentaba que su pelo se había vuelto blanco cuando era joven, al oír lo que Haroldo Pie de Liebre le había hecho a su hermano Alfredo. A Rob le pareció que Eduardo no era ni remotamente una figura tan majestuosa como Alá, pero recordó que el sha estaba muerto y el rey Eduardo seguía vivo.
A partir del día de San Miguel, el otoño fue frío y constantemente azotado por los vientos. El invierno prematuro se presentó cálido y lluvioso.
Pensaba en los suyos, lamentando no saber en qué momento exacto habían llegado a Kilmarnock. Por pura soledad pasaba muchas noches en El Zorro, aunque trataba de dominar la sed, pues no quería meterse en pendencias, como había hecho en su juventud. Claro que la bebida le producía más melancolía que alivio, porque sentía que se estaba convirtiendo en su padre, un hombre de tabernas. Eso lo obligaba a resistirse a las rameras, aunque las mujeres disponibles le parecían más atrayentes por la coraza con que se revestía. Rob se decía, amargamente, que a pesar de la bebida no debía transformarse enteramente en Nathanael Cole, el adúltero putañero.
Las Navidades señalaron un momento difícil, pues se trataba de una festividad que debía pasarse en familia. El día de Navidad comió en El Zorro: queso con grasa de cerdo y pastel de carnero rociado con una copiosa cantidad de hidromiel. Camino de casa encontró a dos marineros dando una soberana paliza a un hombre cuyo sombrero de cuero estaba en el barro. Rob vio que llevaba puesto un caftán negro. Uno de los marineros sujetaba los brazos del judío a la espalda mientras el otro le propinaba terribles puñetazos.
– ¡Basta, condenados!
El que pegaba interrumpió la tarea.
– Vete, que todavía estás a tiempo.
– ¿Qué ha hecho?
– Cometió un crimen hace mil años, y ahora devolveremos a Normandía el cadáver de un apestoso hebreo franchute.
– Dejadlo en paz.
– Ya que te gusta tanto, veremos cómo le chupas la polla.
El alcohol siempre le producía una furia agresiva y estaba preparado. Su puño se estrelló en la cara dura y fea. El cómplice soltó al judío y se alejó de un salto mientras el marinero derribado se ponía en pie.
– ¡Hijo de mala madre! ¡Beberás la sangre del Salvador en la copa de este puñetero judío!
Rob no los persiguió cuando se dieron a la fuga. Al judío, un hombre alto y de edad mediana, le temblaban los hombros. Su nariz sangraba y tenía los labios aplastados, y parecía llorar más por humillación que por dolor.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó un recién llegado, un hombre de barba y cabellos crespos, pelirrojo Y con una red de venitas moradas en la nariz.
– No demasiado. Tendieron una emboscada a este hombre.
– Mmm. ¿Estás seguro de que no fue él el instigador?
– Sí.
El judío recuperó el dominio de sí mismo y el habla. Era evidente que expresaba gratitud, pero habló en rápido francés.
– ¿Entiendes ese idioma? -preguntó Rob al pelirrojo, que meneó despectivamente la cabeza. Rob quería hablarle al judío en la Lengua y desearle un Festival de Luces más pacifico, pero no se atrevió a hacerlo en presencia de un testigo. De inmediato, el judío levantó su sombrero del barro y se alejó, lo mismo que el transeúnte.
A orillas del río Rob encontró una pequeña taberna y se recompensó con vino tinto. Como el lugar era oscuro y estaba mal ventilado, se llevó la botella a un muelle, para beber sentado en un pilote que acaso hiciera su padre, mientras la lluvia lo empapaba y el viento lo abofeteaba y las amenazadoras olas grises se encrespaban en las aguas que corrían a sus pies.
Estaba satisfecho. ¿Qué día mejor que aquel para haber evitado una crucifixión?
El vino no era de una buena cosecha y le picó la garganta al tragarlo, pero le gustó.
Era el hijo de su padre y sabía gozar de la bebida cuando se entregaba a ella.
No; la transformación ya había tenido lugar: era Nathanael Cole. Era papá. Y de alguna extraña manera sabía que también era Mirdin y era Karim.
Y Alá y Dhan Vangalil. Y Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, oh, sí, era sobre todo Ibn sina. Pero también era el gordo salteador de caminos al que matara años atrás y aquel hombre piadoso e insignificante, el hadji Davout Hosein…
Con una claridad que lo entumeció más que el vino, supo que era todos los hombres y que todos los hombres eran él, y que cada vez que combatía al maldito Caballero Negro estaba combatiendo por su propia supervivencia, sencillamente. Solo y borracho, se percató de ello por primera vez.
En cuanto terminó el vino se levantó del pilote. Con la botella vacía en la mano, que en breve contendría medicamentos o quizá los orines de alguien para ser analizados a cambio de unos honorarios justos, él y los demás, se alejaron del muelle con pasos vacilantes hacia la seguridad de la calle del Támesis.
No se había quedado sin mujer e hijos para volverse alcohólico, se dijo severamente al día siguiente, con la cabeza despejada.
Decidido a ocuparse de todos los pormenores de la curación, fue a un herbolario de los bajos de la calle del Támesis para renovar su provisión de hierbas medicinales, pues en Londres era más fácil comprar ciertas hierbas que tratar de encontrarlas en la naturaleza. Ya había conocido al propietario, un hombre menudo y remilgado, Rolf Pollard, que parecía un boticario único.
– ¿Adónde puedo ir para encontrar a otros médicos? -le preguntó Rob.
– Yo diría que al Liceo, maestro Cole. Se trata de una reunión que celebran regularmente los médicos de esta ciudad. No conozco los detalles, pero sin duda el maestro Rufus está al tanto de todo.
Señaló al otro extremo de la tienda, donde un hombre olía una rama de verdolaga seca para probar su volatilidad.
Pollard acompañó a Rob y le presentó a Aubrey Rufus, médico de la calle Fenchurch.
– Le he hablado al maestro Cole del Liceo, pero no recuerdo los detalles.
Rufus, un hombre sereno y unos diez años mayor que Rob, se pasó la mano por su ralo pelo rubio y asintió amablemente.
– Se celebra la tarde del primer lunes de cada mes, con una cena en la sala situada encima de la taberna de Illingsworth, en Cornhill. Es principalmente una excusa para dar rienda suelta a nuestra glotonería. Cada uno paga su comida y su bebida.
– ¿Es necesario ser invitado?
– No, nada de eso. Está abierto a todos los médicos de Londres. Pero si preferís una invitación, en este mismo momento os estoy invitando -dijo Rufus afablemente. Rob sonrió, le dio las gracias y se despidió.
Así fue como el primer lunes de aquel nuevo año fangoso, entró en la taberna de Illingsworth y se encontró en compañía de una veintena de médicos.
Estaban sentados alrededor de diversas mesas, charlando, riendo y bebiendo, y al verlo llegar lo inspeccionaron con la furtiva curiosidad que siempre dedica un grupo a cualquier recién llegado.
El primero al que reconoció fue Hunne, que frunció el entrecejo al verlo y murmuró algo a sus compañeros. Pero sentado a otra mesa estaba Aubrey Rufus y le hizo señas de que se sentara allí. Le presentó a los otros cuatro comensales, mencionando que Rob acababa de llegar a la ciudad y había instalado su consulta en la calle del Támesis.
Las miradas de los demás contenían dosis variables de la cautela ceñuda con que lo había observado Hunne.
– ¿Con quién hicisteis el aprendizaje? -le preguntó un tal Brace.
– Fui aprendiz del médico Heppmann, en la ciudad franca de Freising.
Heppmann era el propietario de la casa donde pararon en Freising mientras Tam estuvo enfermo.
– Hmmm -dijo Brace, emitiendo sin duda la opinión que le merecían los médicos formados en el extranjero-. ¿Cuánto tiempo duró el aprendizaje?
– Seis años.
El interrogatorio se vio desviado por la llegada de las vituallas, consistentes en aves demasiado hechas, con nabos asados y cerveza, que Rob apenas probó porque prefería mantenerse sereno. Después de comer se enteró de que aquel día el conferenciante era Brace. El hombre habló sobre la aplicación de ventosas, advirtiendo a sus colegas que debían calentar bien la copa, pues era el calor del cristal lo que atraía los malos humores de la sangre a la superficie de la piel, donde podían extraerse mediante una sangría.
– Debéis demostrar a los pacientes vuestra confianza en que la repetición de ventosas y sangrías producirán la curación, para que puedan compartir vuestro optimismo -concluyó Brace.
La conferencia estaba mal preparada, y por la conversación que siguió Rob supo que cuando él tenía once años, Barber le había enseñado más de lo que aquellos médicos sabían sobre sangrías y ventosas, y el momento apropiado para apelar a ellas.
De modo que el Liceo lo decepcionó en seguida.
Parecían obsesionados por los honorarios y los ingresos. Incluso con cierta envidia, Rufus le tomó el pelo al presidente, el médico de la realeza Dryfield, porque cada año recibía el complemento de un estipendio y trajes nuevos.
– Es posible curar por un estipendio sin servir al rey -dijo Rob.
Sus palabras llamaron la atención de todos los presentes.
– ¿Cómo es posible? -inquirió Dryfield.
– El médico puede trabajar para un hospital, un centro curativo dedicado a los pacientes y a la comprensión de las enfermedades.
Algunos lo miraron con los ojos en blanco, pero Dryfield asintió.
– Una idea oriental que se está extendiendo. He oído hablar de un hospital recién creado en Salerno, y hace tiempo que funciona el Hotel Dieu en París. Pero permitidme advertir que los pacientes van a morir al Hotel Dieu, un lugar infernal donde se los ingresa y luego se los olvida.
– Los hospitales no tienen por qué ser como el Hotel Dieu -afirmó Rob, molesto porque no podía hablarles del maristán.
En ese momento intervino Hunne.
– Tal vez ese sistema funcione para las razas inferiores, pero los médicos ingleses son de espíritu más independiente y deben tener la libertad de orientar como quieran su propio negocio.
– Pero sin duda la medicina es algo más que un negocio -objetó Rob suavemente.
– Es algo menos que un negocio -le contradijo Hunne-, dados los honorarios bajos que se perciben, y con cretinos recién llegados que se instalan en Londres. ¿Cómo decís y cómo interpretáis eso de que es algo más que un negocio?
– Es una vocación, maestro Hunne. Igual que se dice que algunos hombres reciben la divina llamada de la Iglesia.
Brace rompió a reír. Pero el presidente carraspeó, pues estaba harto de rencillas.
– ¿Quién pronunciará el discurso el mes próximo? -preguntó.
Nadie respondió.
– Vamos, cada uno debe poner su parte -insistió Dryfield, impaciente.
Rob sabía que era un error ofrecerse como conferenciante en la primera reunión. Pero nadie abrió la boca, y por último se decidió.
– Yo, si nadie se opone.
Dryfield enarcó las cejas.
– ¿Sobre qué tema?
– Hablaré sobre la enfermedad abdominal.
– ¿Sobre la enfermedad abdominal, maestro… Crowe, no?
– Cole.
– Maestro Cole, sí. Una charla sobre la enfermedad abdominal será estupenda -dijo el presidente, y sonrió.
Julia Swane, acusada de brujería, había confesado. Encontraron la mancha de la brujería en la suave carne blanca de la parte interior del brazo, inmediatamente debajo del hombro izquierdo. Su hija Glynna testimonió que Julia la había sujetado y se reía mientras alguien que por lo que sabía era el demonio, la usaba sexualmente. Varias víctimas la acusaron de hacer hechizos. La bruja había decidido confesar todo mientras la tenían atada en el taburete mojado, antes de sumergirla en el helado Támesis, y ahora cooperaba con los eclesiásticos resueltos a arrancar el mal de raíz y que, según se rumoreaba, la estaban entrevistando a fondo sobre todo tipo de temas relacionados con la brujería. Rob trató de no pensar en ella.
Compró una gorda yegua gris y la alojó en los que habían sido establos de Egglestan, ahora de propiedad de un tal Thorne. Estaba envejecida y era delgada, se dijo Rob, pero no pensaba jugar con ella a pelota y palo. Cuando lo llamaban, iba a caballo a ver a los pacientes, y había otros que llegaban a su puerta.
Era la época del crup. Aunque le habría gustado contar con medicinas persas como el tamarindo, la granada y el higo en polvo, preparaba pociones con lo que tenía a mano: verdolaga remojada en agua de rosas para hacer gárgaras en los casos de gargantas inflamadas, una infusión de violetas secas para tratar los dolores de cabeza y la fiebre, resina de pino mezclada con miel para combatir las flemas y la tos…
Un día fue a verlo un hombre que se presentó como Thomas Hood. Tenía la barba y el pelo de color zanahoria y la nariz descolorida. A Rob le pareció un rostro conocido, y al cabo de poco se dio cuenta de que era el transeúnte que presenció el incidente entre el judío y los dos marineros. Hood se quejó de síntomas de aftas, pero no tenía pústulas en la boca, ni fiebre, ni la garganta enrojecida, y era demasiado vital para estar enfermo. De hecho, fue una constante fuente de preguntas personales. ¿Con quién había aprendido Rob? ¿Vivía solo? ¿No tenía esposa ni hijos? ¿Cuánto tiempo llevaba en Londres? ¿De dónde había venido?
Hasta un ciego vería que aquel no era un paciente sino un fisgón. Rob no respondió, le recetó un poderoso purgante que sabía que no tomaría y lo acompañó a la puerta en medio de más preguntas de las que no hizo el menor caso.
Pero la visita lo fastidió desmesuradamente. ¿Quién había enviado a Hood? ¿Para quién hacía averiguaciones? ¿Y era mera coincidencia que hubiese observado cómo Rob había puesto en fuga a los dos marineros?
Al día siguiente, conoció algunas posibles respuestas cuando fue al herbolario a comprar ingredientes para sus medicinas y volvió a encontrarse con Aubrey Rufus.
– Hunne habla mal de vos cada vez que tiene la oportunidad -le contó Rufus-. Dice que sois demasiado impertinente. Que tenéis la apariencia de un rufián y un sinvergüenza, y que duda de que seáis médico. Intenta impedir la entrada al Liceo a quienes no hayan hecho el aprendizaje con médicos ingleses.
– ¿Qué me aconsejáis?
– Nada -dijo Rufus-. Es evidente que no se resigna a compartir la calle del Támesis con vos. Todos sabemos que Hunne sería capaz de vender los cojones de su abuelo por una moneda. Nadie le hará caso.
Reconfortado, Rob volvió a su casa.
Disiparía las dudas de esa gente con erudición, resolvió, y se dedicó a preparar el discurso acerca de la enfermedad abdominal como si tuviera que pronunciarlo en la madraza. El Liceo original, cerca de la antigua Atenas, era el ámbito donde Aristóteles pronunciaba sus discursos; él no era Aristóteles, pero había sido instruido por Ibn Sina y enseñaría a aquellos médicos londinenses cómo podía ser una clase de medicina.
Mostraron interés, indudablemente, porque todos los que asistían al Liceo habían perdido pacientes que padecieron la enfermedad del lado derecho del bajo vientre. Pero también hubo un desdén generalizado.
– ¿Un gusanito? -dijo arrastrando la voz un médico estrábico, apellidado Sargent. ¿Una pequeña lombriz rosa en la barriga?
– Un apéndice en forma de lombriz, maestro -dijo bruscamente Rob-. Adherido al ciego. Y supurante.
– Los dibujos de Galeno muestran que no hay ningún apéndice en forma de gusano en el ciego -objetó Dryfield-. Celso, Rhazes, Aristóteles, Dioscorides… ¿alguno de ellos ha escrito sobre ese apéndice?
– Ninguno. Lo que no significa que no exista.
– ¿Alguna vez habéis hecho la disección de un cerdo, maestro Cole? -preguntó Hunne.
– Sí.
– Bien, entonces sabréis que las interioridades del cerdo son idénticas a las del hombre. ¿Alguna vez habéis observado un apéndice rosa en el ciego de un cerdo?
– ¡Era una pequeña salchicha de cerdo! -gritó un gracioso, y la carcajada fue general.
– Interiormente el cerdo parece igual al hombre -dijo Rob con su tono más paciente-, pero hay sutiles diferencias. Una de ellas es ese pequeño apéndice en el ciego humano. -Desenrolló la lamina de El hombre transparente y la fijó en la pared con alfileres de hierro-. A esto me refiero. Aquí esta representado el apéndice en las primeras etapas de la irritación.
– Supongamos que la enfermedad abdominal se desarrolle precisamente de la forma que habéis descrito -dijo un médico con fuerte acento danés-. ¿Sugerís alguna cura?
– No conozco ninguna cura.
Se oyeron protestas.
– Entonces, ¿Qué importancia puede tener un gusanito si no conocemos el origen de la enfermedad? -vocearon otros, olvidando cuánto odiaban a los daneses, con tal de unirse en su oposición al recién llegado.
– La medicina es como una lenta obra de albañilería -razonó Rob-. Somos afortunados si en el plazo de una vida podemos poner un solo ladrillo. Y si podemos explicar la enfermedad, alguien que aún no ha nacido estará en condiciones de conseguir su curación.
Más protestas.
Se apiñaron para estudiar la ilustración.
– ¿Lo habéis dibujado vos, Master Cole? -preguntó Dryfield al ver la firma.
– Sí.
– Un trabajo excelente -dijo el presidente-. ¿Cuál fue su modelo?
– Un hombre al que le rajaron el vientre.
– Entonces sólo habéis visto uno de esos apéndices -terció Hunne-. Y sin duda la voz omnipotente que os dio a conocer vuestra vocación también os dijo que la pequeña lombriz rosa en las tripas es universal, ¿verdad?
Las palabras de Hunne provocaron nuevas risas y Rob sintió la afrenta de una provocación.
– Estoy convencido de que el apéndice del ciego es universal. Lo he visto en más de una persona.
– ¿Digamos que en… cuatro?
– Digamos que en media docena.
Lo contemplaban a él y no al dibujo.
– ¿Media docena, maestro Cole? ¿Y como es que llegasteis a ver el interior del cuerpo de seis seres humanos? -lo aguijoneó Dryfield.
– Algunos vientres quedaron expuestos en el curso de accidentes. Otros en peleas. No todos eran pacientes míos y los incidentes se produjeron a lo largo de cierto periodo de tiempo.
Aquello sonó inverosímil incluso para sus oídos.
– ¿Mujeres además de hombres? -preguntó Dryfield.
– Varias eran mujeres, en efecto -dijo Rob a regañadientes.
– Hmmm -murmuró el presidente, dejando bien claro que lo consideraba un mentiroso.
– Entonces, ¿las mujeres se habían batido en duelo? -inquirió Hunne con la suavidad de la seda, y esta vez hasta Rufus rió-. Me parece una coincidencia excesiva que hayáis podido observar el interior de tantos cadáveres de esa manera.
Al ver un feroz destello de alegría en los ojos de Hunne, Rob comprendió que haberse ofrecido voluntariamente a dar una conferencia en el Liceo había sido un error garrafal.
Julia Swane no se salvó del Támesis. El último día de febrero, más de dos mil personas se reunieron al alba para ver el espectáculo y aplaudir mientras la metían en su asco -junto con un gallo, una víbora y una roca-, cuyos bordes cosieron y luego arrojaron en la profunda charca de St. Giles.
Rob no asistió a la ejecución. Se dirigió al muelle de Bostock en busca del esclavo al que había amputado el pie. Pero no lo vio por allí, y un adusto vigilante le informó que habían trasladado al esclavo llevándoselo de Londres. Rob temía por él, pues sabía que la existencia de un esclavo dependía de su capacidad de trabajo. En el embarcadero vio la espalda de otro esclavo con las huellas en cruz de múltiples y brutales latigazos, que parecían roerle el cuerpo. Rob volvió a su casa y preparó un bálsamo de grasa de cabra, grasa de cerdo, aceite, olíbano y óxido de cobre; volvió al muelle y untó la carne inflamada.
– Vaya. ¿Qué demonios significa esto?
Otro vigilante se acercó a ellos, y aunque Rob no había terminado de extender el bálsamo, el esclavo huyó.
– Este es el muelle del maestro Bostock. ¿Sabe él que estáis aquí?
– No tiene la menor importancia.
El vigilante lo miró con malos ojos pero no lo siguió, y Rob se alegró de abandonar el muelle de Bostock sin más dificultades.
Recibía pacientes de pago. Curó a una mujer pálida del flujo, medicándola con leche de vaca hervida. Un día entró en el consultorio un próspero carpintero de ribera, con la capa empapada de sangre que manaba de su muñeca, con un corte tan profundo que la mano parecía separada del antebrazo. El hombre reconoció que se lo había hecho con su propia navaja, intentando poner fin a su vida mientras estaba terriblemente descorazonado por lo mucho que había bebido.
Casi había logrado sus propósitos, pues la herida terminaba inmediatamente antes de entrar en el hueso. Por los cortes que había hecho en el depósito del maristán, Rob sabía que la arteria de la muñeca estaba junto al hueso. Si el hombre hubiese cortado un pelo más adentro, su sueño de borracho se habría cumplido. Pero sólo había separado los cordones que gobiernan el movimiento y el control del pulgar y el índice. Cuando Rob terminó de coser y vendar la muñeca, los dedos estaban rígidos y paralizados.
– ¿Recuperarán el movimiento y las sensaciones?
– Está en manos de Dios. Habéis hecho un trabajo concienzudo. Si lo intentáis de nuevo, lograreis daros muerte. Por tanto, si queréis vivir, huid de las bebidas fuertes.
Rob temía que volviera a intentarlo. Era la época del año en que se necesitaban purgantes porque no había habido verduras en todo el invierno, y preparó una tintura de ruibarbo que se le agotó en una semana. Trató a un hombre mordido en el cuello por un burro, hizo punciones en un par de forúnculos, vendó una muñeca torcida, encajó en su sitio un dedo quebrado.
Una medianoche, una mujer asustada lo hizo bajar por la calle del Támesis hasta un sitio que él consideraba tierra de nadie, la zona intermedia entre su casa y la de Hunne. Habría sido afortunado si la mujer hubiera llamado al otro médico, pues su marido estaba gravemente enfermo. Era un mozo de los establos de Thorne, que se había cortado el pulgar tres días antes y esa noche se acostó con terribles dolores en los riñones. Ahora tenía las mandíbulas bloqueadas y echaba espuma por la boca, pero apenas pasaba por entre sus dientes apretados. Su cuerpo adoptó la forma de un arco cuando levantó el estomago y se apoyó únicamente en los tobillos y la parte superior de la cabeza. Rob nunca había visto antes esa enfermedad, pero la reconoció por las descripciones escritas de Ibn Sina: era "el espasmo hacia atrás". No se conocía ningún método de curación, y el hombre murió antes de que llegara la mañana.
La experiencia en el Liceo le había dejado mal sabor de boca. Aquel lunes Rob se obligó a asistir a la reunión de marzo como espectador y mordiéndose la lengua, pero el mal ya estaba hecho, y notó que lo observaban como a un estúpido fanfarrón que había dejado volar su imaginación. Algunos le sonrieron con mofa, mientras otros lo miraron fríamente. Aubrey Rufus no lo invitó a compartir su mesa y desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron. Rob se sentó a una mesa con unos desconocidos, que no le dirigieron la palabra.
La conferencia trataba de fracturas del brazo, antebrazo y costillas, dislocaciones de la mandíbula, hombro y codo. En labios de Tyler, un hombre bajo y gordinflón, fue una lección paupérrima, con tantos errores de método y datos que, de haberla escuchado, Jalal se habría subido por las paredes.
Rob permaneció sentado y sin pronunciar palabra.
En cuanto el orador puso punto final a su discurso, todos empezaron a hablar de la ejecución por ahogamiento de la bruja Julia Swane.
– Y atraparán a otros, recordad lo que os digo, pues los hechiceros practican su oficio en grupos -dijo Sargent-. Al examinar cadáveres tenemos que tratar de descubrir los puntos del diablo e informar de ellos.
– Nosotros tenemos que estar por encima de todo reproche -dijo reflexivamente Dryfield-, porque muchos piensan que los médicos están próximos a la hechicería. He oído decir que un médico-brujo puede hacer que los pacientes echen espuma por la boca y se pongan rígidos como si estuvieran muertos.
Rob pensó, incómodo, en el mozo de establos, pero nadie lo encaró ni lo acusó.
– ¿De qué otra manera se reconoce a un brujo del sexo masculino? -preguntó Hunne.
– Se asemejan a los demás hombres -dijo Dryfield-, aunque hay quien dice que se circuncidan como los paganos.
A Rob se le encogió el escroto del susto. En cuanto pudo se fue, sabiendo que nunca volvería, porque no era prudente asistir a un lugar donde pondría la vida en juego si un colega lo veía orinar.
Si bien su experiencia en el Liceo sólo había sido una decepción y una mancha en su reputación, al menos tenía esperanzas en su trabajo y en su salud de hierro. Eso se repetía a sí mismo una y otra vez.
Pero a la mañana siguiente apareció en su casa de la calle del Támesis Thomas E Hood, el entrometido pelirrojo, con dos compañeros armados.
– ¿Qué deseáis? -preguntó Rob fríamente.
Hood sonrió.
– Los tres venimos en representación del obispado.
– ¿Por qué? -preguntó Rob, aunque ya lo sabía.
Hood se dio el lujo de carraspear y escupir en el suelo impecable.
– Hemos venido a arrestaros, Robert Jeremy Cole, para presentaros ante la justicia de Dios.
– ¿Adónde me llevan? -preguntó cuando estuvieron en camino.
– La audiencia se celebrará en el porche sur de San Pablo.
– ¿De qué se me acusa?
Hood se encogió de hombros y meneó la cabeza.
En San Pablo, lo dejaron en una salita llena de gente que esperaba. Había guardias en la puerta.
Rob tenía la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad.
Toda la mañana en el limbo, en un banco duro, oyendo la cháchara de un puñado de hombres con hábitos religiosos. Era lo mismo que estar otra vez en el reino del imán Qandrasseh, aunque en esta ocasión no estaba allí como médico del tribunal. Sentía que ahora era más digno que nunca, pero sabía que según las pautas eclesiales era tan culpable como cualquiera sometido a juicio ese día.
Pero no era un brujo.
Agradeció a Dios que Mary y sus hijos no estuvieran con él. Quería solicitar permiso para ir a rezar a la capilla, pero sabía que no se lo concederían, de modo que oró en silencio donde estaba, pidiendo a Dios que no lo metieran en un saco con un gallo, una serpiente y una piedra, para arrojarlo a las profundidades.
Le preocupaban los testigos a los que pudiesen haber citado: los médicos que le habían oído decir que había hurgado cadáveres humanos, o la mujer que lo vio tratar a su marido, rígido y echando espuma por la boca antes de morir. O el pérfido Hunne, que inventaría cualquier mentira para hacerlo pasar por brujo y librarse de él.
Aunque sabía que si ya habían tomado una decisión, los testigos serían lo de menos. Lo desnudarían y considerarían como prueba su circuncisión, registrarían su cuerpo hasta resolver que habían hallado la mancha de los brujos.
Indudablemente, contaban con tantos métodos como el imán para arrancar una confesión.
"Dios mío…”
Tuvo tiempo más que suficiente para que sus temores se incrementaran.
Lo llamaron a presencia de los religiosos a primera hora de la tarde. Sentado en un trono de roble estaba un obispo anciano y bizco, con alba, estola y casulla desteñidas, de lana marrón. Rob había oído a los que esperaban con él y sabía que ese hombre era Aelfsige, ordinario de San Pablo y gran castigador. A la derecha del obispo estaban dos sacerdotes de edad mediana, ataviados de negro, y a su izquierda un joven benedictino de austero gris oscuro.
Un asistente se acercó con las Sagradas Escrituras, que Rob tuvo que besar y luego jurar solemnemente que su testimonio sería veraz. Empezaron de inmediato.
Aelfsige lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Cómo os llamáis?
– Robert Jeremy Cole, ilustrísima.
– ¿Residencia y ocupación?
– Médico de la calle del Támesis.
El obispo movió la cabeza afirmativamente en dirección al sacerdote que tenía a la derecha.
– ¿El día veinticinco de diciembre pasado os unisteis a un hebreo extranjero en un ataque que no fue provocado, y juntos caísteis sobre Edgar Burstan y William Symesson, cristianos londinenses libres de la parroquia de St. Olave?
Por un instante, Rob se quedó desconcertado y en seguida sintió un enorme alivio, al comprender que no los juzgaban por hechicería. ¡Los marineros lo habían denunciado por haber salido en ayuda del judío! Una acusación menor, aunque lo declararan culpable.
– Un judío normando llamado David ben Aharon -dijo el obispo, parpadeando rápidamente.
Parecía que su visión era muy mala.
– Nunca he oído el nombre del judío ni de los demandantes. Pero los marineros no han dicho la verdad. Eran ellos quienes estaban golpeando injustamente al judío. Por eso intervine.
– ¿Sois cristiano?
– Estoy bautizado.
– ¿Asistís regularmente a misa?
– No, ilustrísima.
El obispo arrugó la nariz y asintió severamente.
– Buscad al declarante -ordenó al monje gris.
La sensación de alivio de Rob se disipó en cuanto vio al testigo.
Charles Bostock iba ricamente engalanado, llevaba una pesada cadena de oro al cuello y un gran anillo de sello. Durante su identificación informó al tribunal que el rey Hardeknud le había concedido un titulo nobiliario en recompensa por tres viajes como mercader-aventurero, y que era canónigo honorario de San Pablo. Los clérigos lo trataron con deferencia.
– Bien, maestro Bostock. ¿Conocéis a este hombre?
– Es Jesse ben Benjamín, judío y médico -dijo Bostock lisa y llanamente.
Los ojos miopes se fijaron en el mercader.
– ¿Estáis seguro de que es judío?
– Excelencia, cuatro o cinco años atrás viajaba yo por el patriarcado bizantino, comprando mercancías y sirviendo como enviado de Su Santidad en Roma. En la ciudad de Ispahán me enteré de que una mujer cristiana, que había quedado sola y desconsolada en Persia por la muerte de su padre, un escocés, se había casado con un judío. Al recibir la invitación, no pude resistirme a ir a su casa para investigar los rumores. Allí, para mi consternación y disgusto, comprobé la veracidad de los relatos. Era la esposa de este hombre.
El monje habló por primera vez.
– ¿Estáis seguro de que es el mismo hombre?
– Completamente seguro, hermano. Apareció hace unas semanas en mi muelle e intentó cobrarme un precio altísimo por hacer de carnicero con uno de mis esclavos, y naturalmente no le pagué. Al ver su rostro supe que lo conocía de algún lado y me devané los sesos hasta recordarlo. Es el médico judío de Ispahán, sin la menor duda. Un expoliador de mujeres cristianas. En Persia, la mujer cristiana ya tenía un hijo de este judío y él ya la había preñado por segunda vez.
El obispo se inclinó hacia Rob.
– Bajo solemne juramento, ¿cuál es vuestro nombre?
– Robert Jeremy Cole.
– El judío miente -aseguró Bostock.
– Maestro mercader -dijo el monje-. ¿Lo visteis en Persia en una sola ocasión?
– Sí, en una ocasión -contesto Bostock a regañadientes.
– ¿Y no volvisteis a verlo durante casi cinco años?
– Más cerca de cuatro que de cinco. Pero así es.
– ¿Y sin embargo estáis seguro?
– Sí. Ya he declarado que no tengo la menor duda.
El obispo asintió.
– Muy bien, señor Bostock. Os agradecemos vuestra presencia en el tribunal -dijo.
Mientras acompañaban al mercader a la puerta, los clérigos observaron a Rob, que se esforzó por mantener la calma.
– Si sois un cristiano nacido libre -dijo en voz baja el obispo-, ¿no os parece extraño que os traigan ante nosotros por dos acusaciones separadas, una por haber ayudado a un judío y otra según la cual vos mismo sois judío?
– Soy Robert Jeremy Cole. Me bautizaron a media milla de este lugar, en St. Botolph. En el libro de la parroquia debe figurar mi nombre. Mi padre era Nathanael, jornalero de la Corporación de Carpinteros. Está enterrado en el cementerio de St. Botolph, lo mismo que mi madre, Agnes, que en vida era costurera y bordadora.
El monje se dirigió a él fríamente.
– ¿Asististeis a la escuela parroquial de St. Botolph?
– Sólo dos años.
– ¿Quién os enseñó allí las Sagradas Escrituras?
Rob cerro los ojos y arrugó la frente.
– El padre… Philibert. Sí, el padre Philibert.
El monje miró inquisitivamente al obispo, que se encogió de hombros y meneó la cabeza.
– El nombre Philibert no me es conocido.
– ¿Y latín? ¿Quién os dio clases de latín?
– El hermano Hugolin.
– Sí -intervino el obispo-. El hermano Hugolin enseñaba latín en la escuela de St. Botolph. Lo recuerdo muy bien. Ha muerto hace muchos años. -Se tironeó de la nariz y observó a Rob con los párpados semicerrados. Finalmente suspiró-. Verificaremos el libro parroquial, naturalmente.
– Y allí verá su Ilustrísima que todo es tal como lo he declarado.
– Bien, os permitiré demostrar que sois la persona que decís ser. Debéis presentaros ante este tribunal dentro de tres semanas. Con vos deben venir doce hombres libres como cotestigos, dispuestos a declarar bajo juramento que sois Robert Jeremy Cole, cristiano y libre. ¿Me comprendéis?
Rob asintió y lo despidieron.
Minutos después estaba de pie frente a San Pablo, sin poder creer que ya no estaba expuesto a sus palabras ásperas y punzantes.
– ¡Maestro Cole! -gritó alguien, y al volverse vio que el benedictino corría tras él.
– ¿Querréis reuniros conmigo en la taberna? Me gustaría que habláramos.
"Y ahora, ¿Qué?", pensó Rob.
Pero siguió al otro por la calle embarrada y entró en la taberna, donde ocuparon un rincón tranquilo. El monje le informó que era el hermano Paulinus, y los dos pidieron cerveza.
– Me pareció que al final el proceso fue beneficioso para ti.
Rob no respondió, y su silencio hizo enarcar las cejas al monje.
– ¡Venga! Un hombre honrado puede encontrar a otros doce hombres honrados.
– Nací en la parroquia de St. Botolph. La abandoné muy joven -dijo Rob con la voz cargada de tristeza- para deambular por Inglaterra como ayudante de cirujano barbero. Me sería prácticamente imposible encontrar a doce hombres, honrados o no, que me recordaran y estuvieran dispuestos a viajar a Londres para declararlo.
El hermano Paulinus dio un sorbo a su cerveza.
– Si no encuentras a los doce, se pondrá en tela de juicio la veracidad de lo que dices, en cuyo caso te darán la oportunidad de demostrar tu inocencia mediante una ordalía.
La cerveza sabía a desesperación.
– ¿Qué son las ordalías?
– La Iglesia utiliza cuatro: agua fría, agua caliente, hierro caliente y pan consagrado. Te diré que el obispo Aelfsige prefiere el hierro caliente. Te darán a beber agua bendita, que también salpicarán en la mano que utilizarás en la ordalía. Tú puedes elegir cual de las dos manos. Cogerás del fuego un hierro al rojo vivo y lo llevarás en la mano a una distancia de nueve pies que habrás de recorrer en tres pasos, luego lo dejarás caer e irás deprisa hasta el altar, donde te vendarán la mano y cerrarán la venda con un sello. Tres días después te quitaran el vendaje. Si tienes la mano blanca y pura, te declararán inocente. Si la mano no esta limpia, serás excomulgado y te entregarán a la autoridad civil.
Rob intentó ocultar sus emociones, pero tenía la certeza de que en su cara no había color.
– A menos que tu conciencia sea mejor que la de la mayoría de los hombres nacidos de mujer, opino que debes abandonar Londres -dijo secamente Paulinus.
– ¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué me ofreces tus consejos?
Se estudiaron mutuamente. El monje tenía la barba muy rizada, cabello tonsurado castaño claro, como de paja vieja, ojos de color pizarra e igualmente duros… aunque reservados. Los ojos revelaban a un hombre con una gran vida interior. La boca era un tajo de rectitud. Rob tenía la seguridad de no haberlo visto nunca antes de entrar a San Pablo aquella mañana.
– Yo sé que eres Robert Jeremy Cole.
– ¿Cómo lo sabes?
– Antes de transformarme en Paulinus en la comunidad benedictina, yo también me llamaba Cole. Casi sin la menor duda, soy tu hermano.
Rob aceptó sus palabras de inmediato. Había estado dispuesto a aceptarlas durante veintidós años y ahora sintió un júbilo creciente que se vio ahogado por una cautela culposa, una sensación de que algo marchaba mal. Comenzó a incorporarse, pero el otro siguió sentado, observándolo con un cálculo vigilante que llevó a Rob a sentarse de nuevo.
Oyó su propia respiración.
– Eres mayor de lo que sería el bebé Roger -dijo-. Samuel está muerto. ¿Lo sabías?
– Sí.
– Por lo tanto eres… Jonathan o…
– No, yo era William.
– William.
El monje seguía contemplándolo.
– Después de la muerte de papá te llevó un sacerdote que se llamaba Lovell.
– El padre Ranald Lovell. Él me dejó en el monasterio de San Benito, en Jarrow. Murió cuatro años más tarde y entonces decidí hacerme oblato.
Paulinus contó sucintamente su historia.
– El abad de Jarrow era Edmund, amoroso guardián de mi juventud.
"Me tomó a su cargo y me moldeó, con el resultado de que fui novicio, monje y preboste a muy temprana edad. Fui mucho más que su fuerte brazo derecho. El era abbas et presbyter, dedicado plena y continuamente a recitar el opus dei y a aprender, enseñar y escribir. Yo era su severo administrador, el mayordomo de Edmund. Como preboste no fui popular. -Sonrió tiesamente-. A su muerte, hace dos años, no me eligieron para reemplazarlo, pero el arzobispo había puesto los ojos en Jarrow y me pidió que abandonara la comunidad que había sido mi familia. Estoy a punto de ordenarme para ser obispo auxiliar de Worcester.
Un discurso de reencuentro curioso y desamorado, pensó Rob; el recitado monótono de una carrera con su reconocimiento implícito de expectativas y ambiciones.
– Grandes responsabilidades deben estar esperándote -dijo, apesadumbrado.
Paulinus se encogió de hombros.
– Es Su voluntad.
– Al menos ahora sólo me falta encontrar a otros once testigos -dijo Rob-. Quizá el obispo permita que el testimonio de mi hermano valga por varios.
Paulinus no sonrió.
– Cuando vi tu nombre en la denuncia, hice averiguaciones. Si lo estimulan, el mercader Bostock puede testimoniar aportando detalles muy interesantes. ¿Qué ocurrirá en el caso de que te pregunten si has fingido ser judío con el propósito de asistir a una academia pagana en desafío a las leyes de la Iglesia?
La tabernera se acercó a ellos y Rob la despidió con un ademán
– Respondería que en Su sabiduría Dios me ha permitido hacerme sanador porque Él no creo al hombre y a la mujer sólo para que sufrieran y murieran.
– Dios tiene un ejército ungido que interpreta lo que Él pretende del cuerpo y el alma del hombre. Ni los cirujanos barberos ni los médicos formados en el paganismo están ungidos, y hemos puesto en vigor leyes eclesiales para acabar con los que son como tú.
– Lo habéis puesto difícil para nosotros. En algunos momentos nos habéis obligado a aminorar el paso. Pero creo, Willum, que no han acabado con nosotros.
– Te irás de Londres.
– ¿Lo haces por amor fraterno o por miedo a que el próximo obispo auxiliar de Worcester sea estorbado por un hermano excomulgado al que ejecutaron por paganismo?
Ninguno de los dos habló durante largo rato.
– Te he buscado a lo largo de toda mi vida. Siempre soñaba con encontrar a los chicos -dijo por fin Rob, amargamente.
– Ya no somos chicos. Y los sueños no son la realidad -declaró Paulinus.
Rob asintió. Empujó la silla hacia atrás.
– ¿Conoces a alguno de los demás?
– Sólo a la chica.
– ¿Dónde está?
– Murió hace seis años.
– ¡Oh!- Ahora se puso decididamente de pie-. ¿Dónde encontraré su tumba?
– No hay tumba. Falleció en un gran incendio.
Rob salió de la taberna sin volver la vista para mirar al monje gris.
Ahora tenía menos miedo del arresto que de unos asesinos contratados por un hombre poderoso para aliviarse de un estorbo. Fue deprisa a los establos de Thorne, pagó la cuenta y se llevó su caballo. En la casa de la calle del Támesis sólo se detuvo el tiempo suficiente para recoger las cosas que se habían vuelto partes esenciales de su vida. Estaba harto de abandonar lugares con prisa desesperada para después viajar vastas distancias, pero actuó veloz y expertamente.
Cuando el hermano Paulinus estaba sentado para la cena en la refectoría de San Pablo, su hermano de sangre abandonaba la ciudad de Londres. Rob cabalgó en el pesado caballo por el camino lodoso de Lincoln que llevaba al norte, perseguido por furias pero sin lograr escapar a ellas, porque algunas moraban en su interior.
La primera noche durmió blandamente sobre una pila de heno, a la vera del camino. Era el heno del último otoño, maduro y podrido bajo la superficie, por lo que no cavó para hacer un hueco, aunque despedía algo de calor y el aire era templado. Al despertar con el amanecer, lo primero que pensó, amargamente, fue que había dejado en su casa de la calle del Támesis el juego del sha que había sido de Mirdin. Tan precioso era para él que lo llevó a través del mundo desde Persia, y comprender que lo había perdido para siempre fue una puñalada.
Tenía hambre, pero no quería buscar comida en una granja, donde lo recordarían si alguien que lo perseguía preguntaba por él. Cabalgó media mañana con el estómago vacío, hasta llegar a un pueblo con mercado, donde compró pan y queso suficiente para satisfacer su hambre y llevarse algunas porciones.
No dejaba de pensar en lo ocurrido. Haber encontrado a un hermano de esa ralea era peor que no encontrarlo, y se sintió engañado y repudiado.
Pero se dijo que había llorado a Willum cuando la vida los separó de niños, y que sería feliz si no tenía que volver a ver a ese Paulinus de ojos duros como el acero.
– ¡Vete a la mierda, obispo auxiliar de Worcester! -vociferó.
Su gritó ahuyentó a los pájaros de los árboles e hizo aguzar los oídos y acobardar a su montura. Para que nadie creyera que estaban atacando el campo, hizo sonar el cuerno sajón y el musical lamento lo retrotrajo a la infancia y la primera juventud, lo que fue un consuelo para él.
Si lo perseguían, registrarían las rutas principales, de manera que se desvió del camino de Lincoln y siguió las sendas costeras que comunicaban los pueblos marítimos. Era un viaje que había hecho muchas veces con Barber.
Ahora no tocaba el tambor ni montaba espectáculos, ni tampoco trató de atraer pacientes por temor a que hubiesen puesto en marcha la búsqueda de un médico fugitivo. En ninguno de los pueblos reconocieron al joven cirujano barbero de tiempos idos. Habría sido absolutamente imposible, pues, encontrar testigos en esos lugares. Y en Londres lo habían condenado. Sabía que era una bendición haber escapado, y el pesar lo abandonó al comprender que la vida todavía estaba llena de infinitas posibilidades.
Reconoció a medias algunos lugares, notando allá una casa o una iglesia quemada hasta los cimientos, o aquí un nuevo edificio, levantado después de despejar el monte. Avanzaba con dolorosa lentitud, pues en algunos sitios las sendas eran lodazales, y en breve el caballo se sintió debilitado. Había sido perfecto para llevarlo a atender las llamadas medicas nocturnas a un paso digno, pero resultaba inadecuado para viajar a campo través o por caminos embarrados… Estaba viejo y cansado, y no era nada fogoso. Rob hizo todo lo que pudo por el bien de la bestia, deteniéndose con frecuencia y tumbándose en la orilla del río mientras el animal daba cuenta de las nuevas hierbas de la primavera y descansaba. Pero nada podía rejuvenecerlo ni volverlo apto para montar.
Rob escatimaba el dinero. Cada vez que lo autorizaban dormía en abrigados graneros sobre la paja, eludiendo a la gente, pero si era inevitable, paraba en posadas. Una noche, en una taberna de la ciudad portuaria de Middlesbrough vio a dos lobos de mar bebiendo cantidades exageradas de cerveza.
Uno de ellos, bajo y ancho, de pelo negro semioculto por una gorra de punto, golpeó la mesa.
– Necesitamos un tripulante. Costearemos hasta el puerto de Eyemouth, en Escocia. A la pesca del arenque todo el camino. ¿Hay algún hombre en esta taberna?
El lugar estaba casi lleno, pero se produjo un hondo silencio y algunas risillas, y nadie se movió.
"¿Me atreveré? -se preguntó Rob-. Llegaría mucho más rápido."
Hasta el mar era preferible a avanzar a duras penas por el lodo, decidió.
Se levantó y se acercó a ellos.
– ¿La embarcación es tuya?
– Sí, soy el capitán. Me llamo Nee. Este es Aldus.
– Yo soy Jonsson -dijo Rob: era un nombre tan bueno como cualquiera.
Nee lo estudió.
– Un corpachón imponente.
Cogió la mano de Rob y la dio vuelta, tocando desdeñosamente su palma suave.
– Sé trabajar.
– Veremos -replicó Nee.
Esa noche Rob regaló el caballo a un desconocido, en la taberna, porque no habría tiempo para venderlo por la mañana, y de todos modos no le habría sacado mucho. Cuando vio la destartalada barca de pesca de arenques pensó que era tan vieja y tan pobre como el caballo, pero Nee y Aldus habían empleado bien el invierno. Las juntas estaban calafateadas con estopa y brea, y navegaba con ligereza sobre el oleaje.
A poco de zarpar se presentaron los problemas. Rob se inclinó por encima de la borda y vomitó, mientras los dos pescadores lo maldecían y amenazaban con arrojarlo al mar. Pese a las náuseas y los vómitos, se obligó a trabajar. Una hora después soltaron la red, arrastrándola detrás de la barca mientras navegaban, y luego izándola los tres juntos para cobrarla, siempre vacía y chorreante. La arrojaron y recuperaron varias veces, pero sólo sacaban alevines. Nee se puso de mal humor y muy desagradable. Rob estaba seguro de que sólo su enorme talla impedía que lo maltrataran.
Aquella noche comieron pan duro, pescado ahumado lleno de espinas y agua con sabor a arenque. Rob intentó tragar unos bocados, pero lo vomitó todo. Para colmo de males, Aldus tenía flojedad de vientre y en seguida convirtió el cubo de los desechos en una ofensa para los ojos y las narices. Aunque eso no era nada para alguien que había trabajado en un hospital. Rob vació el cubo y lo lavó en agua de mar hasta dejarlo completamente limpio.
Tal vez su desempeño de esa faena doméstica cogió a los otros dos por sorpresa, pues a partir de ese momento dejaron de insultarlo.
Aquella noche, frío y desesperado mientras la barca ascendía y descendía en la oscuridad, Rob se acercó varias veces a la borda, hasta que no le quedó nada que vomitar. Por la mañana, reanudó la rutina, pero la sexta vez que echaron la red, algo cambió. Cuando tironearon, parecía anclada. Lenta y laboriosamente la recuperaron, con un bulto plateado que se retorcía.
– ¡Estos sí que son arenques! -se regocijó Nee.
La red salió tres veces llena y luego con menos cantidades de peces.
Cuando no quedó lugar para almacenarlo viraron a tierra con el viento en popa.
A la mañana siguiente, los mercaderes les compraron la captura, que venderían por piezas frescas, secas y ahumadas. En cuanto la barca de Nee fue descargada, volvieron a hacerse a la mar.
Rob tenía las manos ampolladas, doloridas y ásperas. La red se rompía, y aprendió a anudarla con el fin de repararla. El cuarto día, sin aviso previo, desaparecieron los mareos. No volvieron, sencillamente. "Tengo que decírselo a Tam", pensó agradecido.
Siguieron costeando varios días, recalando siempre en puertos para vender la pesca antes de que se estropeara. A veces, en noches de luna, Nee veía un rocío de peces diminutos como gotas, que asomaban a la superficie para escapar a un cardumen en busca de alimento; dejaban caer la red y la arrastraban por un sendero de luz de luna, llevándose el regalo de la mar.
Nee empezó a sonreír mucho, y Rob le oyó decirle a Aldus que Jonsson les había traído buena suerte. A veces, cuando atracaban para pernoctar en un puerto, Nee invitaba a su tripulación con cerveza y comida caliente. Los tres se quedaban levantados hasta tarde y cantaban. Entre las cosas que aprendió Rob como tripulante figuraba una serie de canciones obscenas.
– Llegarías a ser un buen pescador -dijo Nee-. Estaremos cinco o seis días en Eyemouth, reparando las redes. Después volveremos a Middlesbrough, porque eso es lo nuestro, derivar entre Eyemouth y Middlesbrough pescando arenques, ida y vuelta. ¿Quieres quedarte con nosotros?
Rob le dio las gracias, contento por la oferta, pero dijo que se separarían en Eyemouth.
Llegaron unos días más tarde a un puerto bonito y abarrotado. Nee le pagó con unas pocas monedas y una palmada en la espalda. Cuando Rob mencionó que necesitaba un caballo, el patrón de la barca lo llevó a ver a un comerciante honrado, quien dijo que le recomendaba dos de sus caballos, una yegua y un castrado.
La yegua era, con mucho, un animal más hermoso.
– Una vez tuve buena suerte con un castrado -dijo Rob, y se decidió por el animal capado.
Este no era un caballo árabe, sino un nativo inglés achaparrado, de patas cortas y peludas, y crines enmarañadas. Tenía dos años, era fuerte y despabilado.
Acomodó sus pertenencias detrás de la silla y montó el animal. Él y Nee se despidieron.
– Que tengas buena pesca.
– Ve con Dios, Jonsson.
El fuerte y enjuto castrado le proporcionó placer. Era mejor de lo que parecía, y resolvió llamarlo AlBorak, como el caballo que según los musulmanes llevó a Mahoma desde la tierra hasta el séptimo cielo.
Todas las tardes, a la hora de más calor, Rob trataba de hacer una pausa en un lago o riachuelo para que AlBorak se bañara, y luego alisaba las crines enredadas con los dedos, lamentando no tener un fuerte peine de madera.
El caballo parecía infatigable, y los caminos se estaban secando, por lo que avanzó con más rapidez. La barca arenquera lo había llevado más allá de las tierras con las que estaba familiarizado, y ahora todo era más interesante por lo novedoso. Siguió cinco días una orilla del río Tweed, hasta que el cauce se desviaba al sur y él giró hacia el norte, internándose en las tierras altas y cabalgando entre cerros demasiado bajos para llamarse montañas. En algunos puntos los páramos ondulados se veían interrumpidos por peñascos rocosos.
En esa época del año las nieves derretidas aún bajaban por las laderas y cruzarlas era una proeza.
Las granjas eran pocas y dispersas. Algunas tenían grandes extensiones de tierras y otras eran modestos huertos arrendados. Notó que todos estaban bien cuidados y poseían la belleza del orden que sólo se alcanza con el trabajo arduo. Hacía sonar el cuerno a menudo. Los colonos vigilaban y cuidaban sus parcelas, pero nadie intentó hacerle daño. Observando el país y sus gentes, por primera vez comprendió algunas cosas de Mary.
Hacia largos meses que no la veía. ¿No se habría metido en una empresa descabellada? Quizá ahora tenía otro hombre, probablemente el condenado primo.
Era un terreno agradable para el hombre, aunque destinado a que lo recorrieran ovejas y vacas. Las cimas de las colinas eran en su mayoría terreno pelado, pero casi todas las laderas contaban en su parte baja con ricos pastos. Todos los pastores llevaban perros y Rob aprendió a temerles.
Medio día después de dejar atrás Cumnock, se detuvo en una granja con el fin de pedir permiso para dormir en el pajar. Entonces se enteró de que el día anterior un perro le había desgarrado de un mordisco el pecho a la mujer del granjero.
– ¡Alabado sea Jesús! -susurró el marido cuando Rob le dijo que era médico.
Era una mujer robusta y con ojos grandes, ahora enloquecida de dolor.
Había sido un ataque salvaje y las dentelladas parecían de un león.
– ¿Dónde está el perro?
– El perro ya no está -dijo el hombre con tono resentido.
La obligaron a beber aguardiente de cereales. La mujer se atragantó, pero la ayudó mientras Rob recortaba y cosía la carne destrozada. Rob pensó que de todas maneras habría vivido, pero sin duda estaba mejor gracias a él. Tendría que haberla atendido un día o dos, pero se quedó una semana, hasta que una mañana se dio cuenta de que seguía allí porque no estaba lejos de Kilmarnock y tenía miedo de enfrentarse al final del viaje.
Le dijo al marido adónde quería ir y este le indicó el mejor camino.
Todavía pensaba en las heridas de la mujer dos días después, cuando se vio acosado por un perrazo gruñón que bloqueó el camino a su caballo. Su espada estaba a medio desenvainar cuando una voz llamó al animal. El pastor que apareció le dijo algo que evidentemente era una protesta, en gaélico.
– No conozco su idioma.
– Estás en tierras de Cullen.
– Ahí es donde quiero estar.
– ¿Sí? ¿Por qué?
– Eso se lo diré a Mary Cullen. -Rob miró al hombre de hito en hito y vio que todavía era joven, aunque curtido y entrecano, y tan vigilante como el perro-. ¿Quién eres?
El escocés le devolvió la mirada, aparentemente vacilando entre responda o no.
– Craig Cullen -dijo finalmente.
– Me llamo Cole. Robert Cole.
El pastor asintió, sin dar muestras de sorpresa ni de bienvenida.
– Sígueme -dijo y echó a andar.
Rob no vio que le hiciera ninguna señal al perro, pero el animal se rezagó y luego siguió detrás del caballo, de modo que Rob quedó entre el hombre y el perro, como si estos llevaran algo perdido que habían encontrado en las montanas.
La casa y el establo eran de piedra, bien construidos mucho tiempo atrás. Unos niños lo miraron fijamente y murmuraron al verlo. Le llevó un momento darse cuenta que entre ellos estaban sus hijos. Tam le habló a su hermano en gaélico.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha preguntado: "¿Es nuestro papa?" Le he contestado que sí.
Rob sonrió y quiso alzarlos, pero los niños se encogieron y salieron corriendo con los demás cuando se inclinó en la silla.
Rob notó con alegría que Tam todavía cojeaba, pero corría velozmente.
– Son tímidos. Volverán -dijo ella desde el vano de la puerta.
Mantuvo la cara desviada y no quiso mirarlo. Rob pensó que no estaba contenta de verlo. Pero un segundo después cayó en sus brazos. ¡Oh, qué maravilla!
Besándola, descubrió que le faltaba un diente, a la derecha de la parte media de la mandíbula superior.
– Estaba peleando con una vaca para meterla en el establo y me caí contra sus cuernos. -Se echó a llorar-. Estoy vieja y fea.
– No tomé por esposa a un condenado diente. -Su tono era áspero, pero tocó el hueco suavemente con la yema del dedo, sintiendo la humedad, la tibia elasticidad de su boca cuando ella se lo chupó-. Y no me llevé un condenado diente a mi lecho -agregó Rob, y aunque sus ojos todavía brillaban por las lágrimas, Mary sonrió.
– A tu trigal -dijo-. En la tierra, junto a los ratones y los bichos que se arrastraban, como un carnero cubriendo a una oveja. -Se secó los ojos- Estarás cansado y con hambre.
Le cogió la mano y lo condujo a un edificio que era cocina. A Rob le resultó raro verla tan en su elemento. Mary le sirvió pasteles de harina de avena y leche. Rob le habló del hermano que había encontrado y perdido, y de cómo tuvo que huir de Londres.
– Qué extraño y triste para ti… Si eso no hubiese ocurrido, ¿habrías venido?
– Tarde o temprano. -Seguían sonriéndose-. Esta es una tierra hermosa -dijo Rob-. Pero dura.
– No tanto cuando el tiempo es cálido. Dentro de poco será el momento de sembrar.
Rob no pudo seguir tragando los pasteles.
– Ahora es el momento de sembrar.
Mary todavía se ruborizaba fácilmente. Era algo que nunca cambiaría, pensó Rob, satisfecho. Mientras lo llevaba a la casa principal, trataron de mantenerse abrazados, pero se les enredaron las piernas y sus caderas chocaron, y en seguida rieron tanto y sin parar, que Rob temió que las carcajadas estorbaran la consumación del acto amoroso, pero quedó demostrado que eso no era ningún obstáculo.
A la mañana siguiente, cada uno con un niño atrás, en su silla, atravesaron las enormes extensiones montañosas de propiedad de los Cullen. Había ovejas por todas partes, y al pasar los caballos levantaban sus cabezas negras, blancas y marrones de las hierbas nuevas en que pastaban. Había veintisiete pequeños huertos arrendados alrededor de la granja principal.
– Todos los arrendatarios son parientes míos.
– ¿Cuántos hombres hay?
– Cuarenta y uno.
– ¿Toda tu familia está reunida aquí?
– Aquí están los Cullen. Pero también son parientes nuestros los MacPhee y los Tedder. Los MacPhee viven a una mañana de cabalgata por las colinas bajas del este. Los Tedder viven a un día al norte, a través del barranco y del gran río.
– Y con las tres familias, ¿Cuántos hombres tienes?
– Unos ciento cincuenta.
Rob frunció los labios.
– Tu propio ejército.
– Sí. Es un consuelo.
Ante los ojos de Rob, había infinitos ríos de ovejas.
– Criamos los rebaños por la lana y la piel. La carne se estropea en seguida, de modo que la comemos. Te hartarás de comer carnero.
Aquella mañana lo introdujeron en el negocio familiar.
– Ya han comenzado las pariciones de primavera -dijo Mary- y día y noche todos debemos ayudar a las ovejas. También hay que matar algunos corderos entre el tercer y décimo día de vida, cuando los pellejos son más finos.
Lo dejó en manos de Craig y se marchó. A media mañana los pastores ya lo habían aceptado, al notar que se mantenía frío durante los partos problemáticos, y sabía afilar y usar los cuchillos. A Rob se le cayó el alma a los pies cuando observó el método empleado para alterar la naturaleza de los machos recién nacidos. De un mordisco les arrancaban sus tiernas gónadas y las escupían en un cubo.
– ¿Por qué hacéis eso? -quiso saber.
Craig le sonrió con los labios ensangrentados.
– Hay que quitarles los huevos. No se pueden tener demasiados carneros, ¿comprendes?
– ¿Y por qué no hacerlo con un cuchillo?
– Por que así es como siempre se ha hecho. Es el sistema más rápido y el que produce menos dolor.
Rob fue a buscar sus instrumentos y cogió el escalpelo de acero estampado. Poco después, Craig y los demás pastores reconocieron, a regañadientes, que su método también era eficaz. Rob no les contó que había aprendido a ser rápido y hábil con el propósito de ahorrarles dolor a los hombres que tuvo que convertir en eunucos.
Observó que los pastores se bastaban a sí mismos y contaban con la destreza indispensable para sus labores.
– No es de extrañar que quisieras tenerme aquí -le dijo a Mary más tarde-. En este puñetero campo todos los demás son parientes.
Mary le dedicó una sonrisa fatigada, porque habían estado desollando todo el día. La sala donde se despellejaba apestaba a oveja, pero también a sangre y carne, olores que no le resultaban desagradables, pues le recordaban el maristán y los hospitales de campaña en la India.
– Ahora que estoy aquí necesitarás un pastor menos -dijo Rob y la sonrisa de ella se apagó.
– ¡Cómo! -exclamo en tono áspero-. ¿Estás loco?
Le cogió la mano, y se lo llevó de la casa de despellejamiento a otra dependencia de piedra, con tres estancias encaladas. Una era un despacho.
Otra había sido instalada como dispensario, evidentemente, con mesas y armarios que doblaban en tamaño y comodidades al que tenía en Ispahán. En el tercer recinto había bancos de madera en los que los pacientes podrían esperar a que los atendiera el médico.
Rob comenzó a conocer personalmente a las gentes del lugar. El que se llamaba Ostric era el músico. Se le había resbalado de la mano un cuchillo de desollar, que se deslizó en la arteria de su antebrazo. Rob restañó la sangre y cerró la herida.
– ¿Podré tocar? -preguntó Ostric, ansioso-. Es el brazo que soporta el peso de la gaita.
– Dentro de unos días notarás la diferencia -le aseguró Rob.
Días después, andando por el cobertizo de curtidos, donde se curaban las pieles, vio al anciano Malcolm Cullen, padre de Craig y primo de Mary.
Interrumpió sus pasos, observó las yemas de sus dedos agarrotadas e hinchadas y notó que sus uñas se curvaban extrañamente al crecer.
– Durante largo tiempo has tenido mucha tos. Y fiebres frecuentes -dijo Rob al anciano.
– ¿Quién te lo ha contado? -preguntó Malcolm Cullen.
Era una dolencia que Ibn Sina denominaba "dedos hipocráticos" y siempre significaba la presencia de la enfermedad pulmonar.
– Lo veo en tus manos. Y en los dedos de los pies te ocurre lo mismo, ¿verdad?
Malcolm asintió.
– ¿Puedes hacer algo por mí?
– No sé.
Rob apoyó la oreja contra el pecho del anciano y oyó un ruido crujiente, semejante al que hace el vinagre hirviendo.
– Estás lleno de líquido. Ven por la mañana al dispensario. Te haré un pequeño agujero entre dos costillas y drenaré esa agua, un poco cada vez.
"Entretanto, analizaré tu orina y observaré los progresos de la curación; además te haré fumigaciones y te daré una dieta para secar tu cuerpo.
Esa noche Mary le sonrió.
– ¿Qué has hecho para hechizar al viejo Malcolm? Le está contando a todo el mundo que posees poderes curativos mágicos.
– Todavía no he hecho nada por él
A la mañana siguiente, estuvo solo en el dispensario; no apareció Malcolm ni ningún otro ser viviente. Ni tampoco el día siguiente.
Cuando se quejó, Mary meneó la cabeza.
– No aparecerán hasta después de las pariciones. Esa es su manera de hacer las cosas.
Era verdad. Nadie se presentó en el dispensario durante diez días. Entonces llegaba una época más tranquila, entre la parición y la esquila, y una mañana abrió la puerta del dispensario, vio los bancos llenos de gente y el viejo Malcolm le dio los buenos días.
Después, todas las mañanas tenía pacientes, porque en los valles y huertos se había corrido la voz de que el hombre de Mary Cullen era un autentico sanador. Nunca había habido médico en Kilmarnock, y Rob reconoció que le llevaría años remediar algunos males causados por la automedicación.
También llevaban a la consulta a sus animales enfermos o, si no podían, no se avergonzaban de llamarlo a sus establos. Llegó a conocer bien las mataduras bucales de los animales y la morriña de las ovejas. Cuando se le presentaba la oportunidad, hacia la disección de alguna vaca o una oveja, para conocer más a fondo lo que estaba haciendo. Descubrió que no se parecían en nada a un cerdo o a un hombre.
En la oscuridad de su alcoba, donde esas noches se dedicaban a la tarea de engendrar otro hijo, Rob intentó darle las gracias por el dispensario que, le habían dicho, fue lo primero que hizo Mary a su regreso a Kilmarnock.
Mary se inclinó sobre él.
– ¿Cuánto tiempo te quedarías conmigo si no te dedicaras a tu trabajo, Hakim?
No había mordacidad en sus palabras, y lo besó en cuanto las dijo.
Rob llevó a sus hijos al bosque y a las colinas, donde seleccionó las plantas y hierbas que necesitaba. Recolectaron todo entre los tres y lo llevaron a casa, donde secaron algunas hierbas y pulverizaron otras. Rob se sentaba con sus hijos y les enseñaba pacientemente, mostrándoles cada hoja y cada flor. Les habló de las hierbas: cuál se utilizaba para curar el dolor de cabeza y cuál los retortijones, cuál para la fiebre y cuál para los catarros, cuál para las hemorragias nasales y cuál para los sabañones, cuál para las anginas y cuál para los huesos doloridos.
Craig Cullen era fabricante de cucharas y ahora se dedicó a la confección de cajas de madera con tapa, donde podían conservarse secas las hierbas medicinales. Las cajas, como las cucharas, estaban decoradas con tallas de ninfas, duendes y animales salvajes de todo tipo. Al verlas, Rob tuvo una inspiración y dibujó algunas piezas del juego del sha.
– ¿Podrías hacer algo así?
Craig lo observó inquisitivamente.
– ¿Por qué no?
Rob dibujó la forma de cada pieza y el tablero a cuadros. Con muy pocas indicaciones, Craig talló todo, y poco después Rob y Mary volvían a pasar algunas horas con el pasatiempo que le había enseñado a Jesse un rey ya difunto.
Rob estaba decidido a aprender gaélico. Mary no tenía ningún libro, pero se dispuso a enseñarle, comenzando por el alfabeto de dieciocho letras.
A esas alturas, Rob sabía qué debía hacer para aprender una lengua extranjera, y trabajó todo el verano y el otoño, de modo que a principios del invierno escribía oraciones breves en gaélico e intentaba hablarlo, para gran diversión de sus hijos.
Tal como suponía, el invierno allí era crudo. El frío más riguroso llegó inmediatamente antes de la Candelaria. A continuación, llegó la época de los cazadores, porque el terreno nevado los ayudaba a rastrear venados y aves, y a acabar con los gatos monteses y los lobos que arrasaban los rebaños. Al anochecer, siempre había gente reunida en el salón, ante un gran fuego que chisporroteaba. Allí podía estar Craig con sus tallas, otros reparando arneses o cumpliendo cualquier tarea doméstica que fuera posible realizar junto al calor y en compañía. A veces, Ostric tocaba la gaita. En Kilmarnock producían un famoso paño de lana. Teñían sus mejores vellones con los colores del brezo, remojándolos con líquenes recogidos en las rocas. Tejían en la intimidad pero se congregaban en el salón para el encogimiento de la tela. El paño húmedo, que se había impregnado con agua jabonosa, pasaba alrededor de la mesa, y cada una de las mujeres lo golpeaba y frotaba. En ningún momento dejaban de cantar canciones alusivas a la tarea. Rob pensó que sus voces y las gaitas de Ostric se conjuntaban en un concierto singular.
La capilla más cercana estaba a tres horas de cabalgata y Rob creía que no sería difícil evitar a los sacerdotes, pero un día de la segunda primavera que pasó en Kilmarnock, se presentó en la puerta un hombre bajo y regordete, de sonrisa cansada.
– ¡Padre Domhnall! ¡Es el padre Domhnall! -gritó Mary, y se apresuró a darle la bienvenida.
Todos se apiñaron a su alrededor y lo saludaron cariñosamente. El hombre pasó un momento con cada uno, haciendo preguntas sin dejar de sonreír, palmeando un brazo, diciendo una palabra de estímulo…, como un conde bondadoso caminando entre sus palurdos, pensó Rob amargamente.
El padre Domhnall se acercó a Rob y lo miró de la cabeza a los pies.
– De modo que tú eres el hombre de Mary Cullen.
– Sí.
– ¿Sabes pescar?
La pregunta lo desconcertó.
– He pescado truchas.
– Habría apostado la cabeza a que así era. Mañana por la mañana te llevaré a buscar salmón -dijo y Rob aceptó la invitación.
Al día siguiente salieron cuando alboreaba, y fueron andando hasta un pequeño río impetuoso. Domhnall llevaba dos varas macizas que sin duda eran muy pesadas, líneas resistentes y cebos emplumados de largas astas, con lengüetas traicioneramente ocultas en sus atrayentes centros.
– Como algunos hombres que conozco -dijo Rob al sacerdote y este asintió, observándolo con curiosidad.
Domhnall le enseñó a lanzar el cebo y a recuperarlo con pequeñas tensiones que impresionaban como peces pequeños que salen disparados. Lo hicieron repetidas veces sin el menor resultado, pero a Rob le daba igual, porque estaba absorto en el torrente. Ahora el sol brillaba en lo alto. Muy por encima de sus cabezas vio flotar un águila en el aire, y en las cercanías oyó la queja de un urogallo.
El gran pez cogió el cebo en la superficie, con una salpicadura que hizo saltar un chorro de agua.
De inmediato salió disparado a contracorriente.
– ¡Debes ir a buscarlo si no quieres que rompa la línea o arranque el anzuelo! -gritó Domhnall.
Rob ya estaba chapoteando en el río, en pos del salmón. En el primer tirón de fuerza, el pez casi acabó con él, pues lo hizo caer varias veces en las aguas gélidas, siguiendo por encima del lecho pedregoso, entrando y saliendo de los pozos profundos.
El pez corría y corría, llevándolo río arriba y río abajo. Domhnall le daba instrucciones a gritos, pero en un momento dado Rob levantó la vista al oír un chapoteo y vio que ahora el sacerdote estaba sumido en sus propios problemas. Había enganchado un pez y también tuvo que meterse en el río.
Rob se debatió para mantener el salmón en medio de la corriente. Por último, pareció tenerlo bajo su control, aunque pesaba peligrosamente en el extremo de la línea.
En breve consiguió que el pez -¡tan grande!-, que ahora luchaba débilmente, se deslizara hacia bajos de guijarros. Cuando Rob aferró el asta del cebo, el salmón dio un ultimo tirón convulsivo y se soltó del anzuelo, donde quedó una franja de tejido sanguinolento del interior de su boca. Por un instante el salmón yació inmóvil y de costado; luego Rob vio surgir una densa bruma de sangre oscura de sus agallas, y ante sus ojos saltó a aguas profundas y desapareció.
Permaneció tembloroso y disgustado, pues la nube de sangre era indicativa de que había matado al pez, y sabía que perderlo era un desperdicio.
Moviéndose más por instinto que por esperanza, caminó aguas abajo, pero antes de dar seis pasos vio una mancha plateada adelante y se encaminó hacia ella. Perdió dos veces el pálido reflejo, cuando el pez nadaba o era movido por la corriente. Entonces se dio cuenta de que estaba prácticamente encima. El salmón agonizaba, pero aún no había muerto, apretado contra un canto rodado por el oleaje.
Rob tuvo que sumergirse en las aguas heladas para cogerlo entre ambos brazos y llevarlo a la orilla, donde puso fin a sus dolores con ayuda de una piedra. Pesaba como mínimo dos piedras. Domhnall estaba dejando en tierra su salmón, que no era ni remotamente tan grande como el de Rob.
– Con el tuyo tenemos carne suficiente para todos, ¿no?
Cuando Rob asintió, el cura devolvió el salmón al río. Lo retuvo cuidadosamente entre sus manos para permitir que el agua hiciera su trabajo. Las aletas se movían y aleteaban tan lánguidamente como si el pez no luchara por conservar la existencia, y las branquias comenzaron a bombear. Rob notó en el pez el estremecimiento de la vida, y mientras lo veía alejarse de ellos y desaparecer en la corriente, supo que ese sacerdote podía ser su amigo.
Se quitaron las ropas empapadas y las pusieron a secar; se tumbaron cerca, sobre una enorme roca bañada por el sol. Domhnall suspiró.
– No es como coger truchas -dijo.
– Es la misma diferencia que hay entre recoger una flor y talar un árbol.
Rob tenía media docena de cortes sangrantes en las piernas, por las muchas caídas en el río, e innumerables cardenales. Se sonrieron.
Domhnall se rascó la pequeña tripa redonda, blanca como la de un pez, y guardó silencio. Rob creía que le haría preguntas, pero percibió que el estilo del cura consistía en escuchar atentamente y esperar, con una paciencia valiosa que lo convertiría en un rival implacable si Rob le enseñaba el juego del sha.
– Mary y yo no estamos casados por la Iglesia. ¿Lo sabías?
– Había oído decir algo.
– Bien. Todos estos años vivimos como si estuviésemos auténticamente casados, pero fue una unión celebrada por acuerdo mutuo.
Domhnall masculló.
Rob le contó toda la historia. No omitió nada ni restó importancia a los problemas que tuvo en Londres.
– Me gustaría que nos casara; pero debo advertirle que es posible que me hayan excomulgado.
Se secaron ociosamente al sol, sopesando la cuestión.
– Si ese obispo auxiliar de Worcester tuvo la oportunidad, lo habrá encubierto -afirmó Domhnall-. Un hombre tan ambicioso prefiere tener un hermano ausente y olvidado antes que un pariente cercano escandalosamente alejado de la Iglesia.
Rob asintió.
– ¿Y si no logró encubrirlo?
El cura frunció el ceño.
– ¿Tienes pruebas fehacientes de la excomunión?
Rob meneó la cabeza.
– Pero es posible.
– ¿Posible? Yo no puedo ejercer mi ministerio según tus temores. ¡Hombre, hombre! ¿Qué tienen que ver tus miedos con Cristo? Yo nací en Prestwick. Desde mi ordenación no he salido de esta parroquia montañosa y espero que la muerte me encuentre aquí siendo pastor de almas. Con excepción de ti jamás he visto a nadie de Londres ni de Worcester. Nunca recibí ningún mensaje de un arzobispo ni de Su Santidad. Sólo he recibido mensajes de Jesús. ¿Crees que puede corresponder a la voluntad del Señor que no haga una familia cristiana de vosotros cuatro?
Rob le sonrió y volvió a menear la cabeza.
Durante toda la vida, los dos hijos recordarían la boda de sus padres y se la narrarían a sus propios nietos. La boda de esponsales en la casa solariega de Cullen fue tranquila y poco concurrida. Mary llevaba un vestido de paño gris claro, con un broche de plata, y un cinturón de piel de corzo tachonado también en plata. Fue una novia serena, pero sus ojos se iluminaron cuando el padre Domhnall declaró que para siempre y en santificada protección, ella y sus hijos estaban irreversiblemente unidos a Robert Jeremy Cole.
Después Mary envió invitaciones a toda la parentela, para que conocieran a su marido. El día señalado a través de las colinas bajas del oeste llegaron los MacPhee, y los Tedder cruzaron el gran río y la cañada hasta Kilmarnock. Todos llevaban regalos de boda, pasteles de fruta, budines de carne de caza, toneles con bebidas fuertes y los grandes budines de carne y avena que tanto éxito tenían. En la propiedad, un buey y un toro giraban lentamente en sus espetones sobre los fuegos al aire libre, además de ocho ovejas, una docena de corderos y numerosas aves de corral. Sonaba música de arpa, de gaita, viola y trompeta, y Mary se unió a las mujeres en los cantos.
A lo largo de toda la tarde, durante las competiciones atléticas, Rob conoció a un infinito numero de Cullen, Tedder y MacPhee. A algunos los admiró de inmediato; a otros no. Hizo un esfuerzo por no estudiar a fondo a los primos del sexo masculino, que eran legión. Por doquier los hombres empezaban a emborracharse, y algunos trataron de obligar al novio a sumarse a ellos. Pero Rob brindó con su recién desposada, sus hijos y su clan, y se deshizo del resto con una palabra amable y una sonrisa.
Esa noche, mientras la juerga continuaba, se alejó de los edificios, pasó por los cobertizos y siguió más allá. Era una noche estupenda, estrellada pero no calurosa. Olió el aroma picante del tojo y, mientras los sonidos de las celebraciones se perdían a sus espaldas, oyó los balidos de las ovejas, el relincho de un caballo, el viento en las montanas y el ímpetu de las aguas, y creyó que salían raíces de las plantas de sus pies y se hundían en el delgado suelo de pedernal.
El misterio perfecto era la razón por la que una mujer maduraba o no una nueva vida en su seno. Después de parir dos hijos y pasar cinco años en la esterilidad, Mary engendró inmediatamente después de la boda. Comenzó a cuidarse en el trabajo y era rápida en pedirle a algún hombre que la ayudara en las tareas. Sus dos hijos le seguían los pasos y la ayudaban con trabajos ligeros. Era fácil saber cuál de los niños sería ovejero; algunas veces a Rob J. parecía gustarle ese trabajo, pero Tam siempre se mostraba entusiasmado cuando alimentaba a los corderos, y rogaba que le permitieran esquilar. Había algo más en él, entrevisto por primera vez en los burdos trazos que hacía en la tierra con un palo, hasta que su padre le proporcionó carbón y una tabla de pino, y le enseñó como podían representarse las cosas y las gentes. Rob no tuvo necesidad de decirle que no omitiera los defectos.
En la pared que ocupaba la cama de Tam colgaron la alfombra de los Samanics y todos dieron por sentado que era suya, regalo de un amigo de la familia en Persia. En una sola ocasión Mary y Rob afrontaron el tema que habían comprimido y hundido en el fondo más recóndito de su mente.
Observándolo correr tras una oveja descarriada, Rob comprendió que no sería ninguna bendición para el niño enterarse de que tenía un ejército de desconocidos hermanos extranjeros a los que jamás vería.
– Nunca se lo diremos.
– Es tuyo -dijo Mary.
Se volvió, lo abrazó y entre ambos quedó la que sería Jura Agnes, su única hija.
Rob aprendió la nueva lengua porque todos la hablaban a su alrededor y también porque se empeñó en ello. El padre Domhnall le prestó una Biblia escrita en gaélico por los monjes de Irlanda, y así como había llegado a dominar el persa a partir del Corán, Rob aprendió el gaélico en las Sagradas Escrituras.
En su despacho colgó las laminas El hombre transparente y La mujer embarazada. Empezó a enseñar a sus hijos los esquemas anatómicos, y siempre respondía pacientemente a sus preguntas. A menudo, cuando lo llamaban para que atendiera a una persona o a un animal enfermo, alguno de sus hijos o ambos lo acompañaban. Un día Rob J. iba montado detrás de su padre a lomos de Al Borak. Llegaron a la casa de un huerto arrendado en la colina, en cuyo interior dominaba el olor a muerte de Ardis, la mujer de Ostric.
El niño lo observó mientras medía los ingredientes para preparar una infusión que luego le dio a beber. Rob volcó agua en un paño y se lo alcanzó a su hijo.
– Puedes mojarle la cara.
Rob J. lo hizo muy suavemente, tomándose mucho cuidado con los labios agrietados de la paciente. Cuando concluyó la tarea, Ardis buscó a tientas y le cogió la mano.
Rob notó que la tierna sonrisa de su hijo se transformaba en algo distinto. Presenció la confusión de la primera toma de conciencia, de la palidez.
La resolución con que el niño separó sus manos de las de la mujer.
– Está bien -dijo Rob mientras rodeaba los delgados hombros de su hijo con un brazo-. Está muy bien.
Rob J. sólo tenía siete años. Dos menos de los que tenía él la primera vez.
En ese momento supo, perplejo, que en su vida se había cerrado un círculo.
Reconfortó y atendió a Ardis. Una vez fuera de la casa, cogió las manos de Rob J. para que el niño sintiera la fuerza vital de su padre y se tranquilizara. Lo miró a los ojos.
– Lo que sentiste en las manos de Ardis y la vida que percibes ahora en mí… Sentir estas cosas es un don del Todopoderoso. Un don maravilloso. No es malo y no debes temerlo. Tampoco intentes comprenderlo ahora. Ya tendrás tiempo de entenderlo. No temas.
El color comenzó a volver al rostro de su hijo.
– Sí, papá.
Montó y alzó al niño para sentarlo detrás de su silla, y volvieron a casa.
Ardis murió ocho días más tarde. Durante meses, Rob J. no apareció en el dispensario ni pidió permiso a su padre para acompañarlo cuando iba a atender a los enfermos. Rob no lo presionó. Consideraba que mezclarse con el sufrimiento del mundo tenía que ser un acto voluntario, incluso en el caso de un niño.
Rob J. hizo todo lo posible a fin de interesarse por los rebaños con su hermano Tam. Cuando se le pasó el entusiasmo, salía solo a recoger hierbas durante largas horas. Era un niño desconcertado.
Pero tenía confianza plena en su padre y llegó el día en que salió corriendo tras él cuando montó para salir.
– ¡Papá! ¿Puedo ir contigo? Para atenderte el caballo y esas cosas.
Rob asintió y lo subió al caballo.
Poco después, Rob J. comenzó a ir esporádicamente al dispensario y reanudó su aprendizaje. A los nueve años, por propia solicitud, empezó a asistir a su padre todos los días.
Al año siguiente del nacimiento de Jura Agnes, Mary dio a luz a otro varón, Nathanael Robertsson. Un año después tuvo un hijo muerto, al que bautizaron con el nombre de Carrik Lyon Cole antes de enterrarlo; después experimentó dos difíciles abortos sucesivos. Aunque todavía estaba en edad fecunda, Mary nunca volvió a quedar embarazada. Rob sabía que eso la apenaba, porque habría querido darle muchos hijos, pero él se alegró de verla recuperar poco a poco las fuerzas y el ánimo.
Un día, cuando el hijo menor tenía cinco años, llegó a caballo a Kilmarnock un hombre con un caftán negro polvoriento y sombrero de cuero en forma de campana, llevando a rastras un saco cargado.
– La paz sea contigo -dijo Rob en la Lengua.
El judío se quedó boquiabierto, pero respondió.
– Contigo sea la paz.
Era un hombre musculoso, de gran barba castaña y sucia, el cutis quemado por los rigores del viaje, el agotamiento en la boca y marcadas patas de gallo. Se llamaba Dan ben Gamliel y era de Ruan, a gran distancia de donde se encontraba.
Rob se ocupó de sus bestias, le dio agua para que se lavara y luego dispuso ante él varios platos con alimentos no prohibidos. Notó que ya no entendía tan bien la Lengua, pues era mucho lo que había perdido a lo largo del tiempo, pero bendijo el pan y el vino.
– Entonces, ¿vosotros sois judíos? -preguntó Dan Ben Gamliel, con los ojos en blanco.
– No; somos cristianos.
– ¿Por qué hacéis esto?
– Porque tenemos una gran deuda -dijo Rob.
Sus hijos se sentaron a la mesa y contemplaron al hombre que no se parecía a nadie que hubiesen visto nunca, oyendo maravillados cómo su padre murmuraba con el extraño las bendiciones antes de comer.
– Cuando terminemos de comer, ¿te molestaría estudiar conmigo? -Rob sintió crecer en su interior una emoción casi olvidada-. Tal vez podamos sentarnos juntos a estudiar los mandamientos.
El extranjero lo observó atentamente.
– Lamento… ¡No, no puedo! -Dan ben Gamliel estaba pálido-. No soy un erudito -susurró.
Ocultando su decepción, Rob llevó al viajero a dormir a un sitio digno, como habrían hecho en cualquier aldea judía.
Al día siguiente se levantó temprano. Entre las cosas que se había llevado de Persia encontró el sombrero de judío, el taled y las filacterias. Fue a reunirse con Dan ben Gamliel en las devociones matinales.
El judío lo miró asombrado cuando se sujetó la pequeña caja negra en la frente y arrolló el cuero alrededor del brazo para formar las letras del nombre del Indecible. Lo vio balancearse y escuchó sus oraciones.
– Ya sé lo que eres -dijo con la voz poco clara-. Eras judío y te has hecho apóstata. Un hombre que ha vuelto la espalda a nuestro pueblo y a nuestro Dios, entregando su alma a la otra nación.
– No, no se trata de eso. -Rob notó con pesar que había interrumpido la oración de su huésped-. Te lo explicaré cuando hayas terminado -dijo, y se retiró.
Pero cuando volvió para llamarlo a desayunar, Dan ben Gamliel había desaparecido. El caballo había desaparecido. El asno había desaparecido. La pesada carga había sido recogida. El hombre prefirió huir antes que exponerse al terrible contagio de la apostasía.
Fue el ultimo judío de Rob: nunca vio a otro ni volvió a hablar en la Lengua.
Sentía que también se deslizaba de su mente la memoria del parsi, y un día decidió que antes de que lo abandonara del todo, debía traducir el Qanun al inglés para tener la posibilidad de seguir consultando al maestro médico. La tarea le llevó largo tiempo. Siempre se decía que Ibn Sina había escrito el Canon de medicina en menos tiempo del que a Robert Cole le llevó traducirlo.
Algunas veces lamentaba melancólicamente no haber estudiado todos los mandamientos al menos una vez. Con frecuencia pensaba en Jesse ben Benjamín, pero cada vez se reconciliaba más con su desaparición -¡era difícil ser judío!-, y casi nunca volvió a hablar de otros tiempos y otros lugares.
Una vez, cuando Tam y Rob J. participaron en la carrera que todos los años se celebraba en las montañas para festejar el día de San Kolumb, les habló de un corredor llamado Karim que había ganado una larga y maravillosa carrera denominada chatir. Y rara vez -en general cuando estaba inmerso en una de las tareas características de todo escocés, como limpiar establos y rediles o quitar nieve acumulada o cortar leña para el fuego- evocaba el calor refrescante del desierto por la noche, o recordaba a Fara Askari encendiendo los cirios en Sabbat, o el enfurecido toque de trompeta de un elefante que salía a la carga al campo de batalla, o la intensa sensación de volar posado en lo alto del tambaleo zanquilargo de un camello a la carrera. Llegó a tener la impresión de que toda su vida había estado en Kilmarnock, y que lo ocurrido con anterioridad era un relato oído alrededor del fuego mientras soplaba el viento frío.
Sus hijos crecieron y cambiaron. Su mujer se volvió más bella con los años. A medida que transcurrían las estaciones, un sólo detalle permaneció constante: el sentido complementario, la sensibilidad de sanador, nunca le abandonó. Tanto si cabalgaba en solitario en medio de la noche para acercarse al lecho de un enfermo, como si por la mañana entraba deprisa en el atestado dispensario, siempre sentía el dolor del prójimo. Sin detenerse ante nada para combatirlo, nunca dejó de sentir -como había sentido el primer día en el maristán- una oleada de prodigiosa gratitud por haber sido elegido, porque la mano de Dios se había acercado para tocarlo a él, y porque al aprendiz de Barber le hubiese sido dada la oportunidad de ayudar y servir.