Cuando se me invitó a dar las conferencias de las que proceden estas páginas, alguien me sugirió que su tema podría ser algo así como mi obra. Al escuchar esta propuesta, sin duda bienintencionada, no pude reprimir un estremecimiento. Hace trece o catorce años que escribo novelas, y por tal o cual azar, tengo varias publicadas. También he publicado algunos cuentos, y hasta he enseñado por ahí algún poema. Pero de ahí a sopesar seriamente la posibilidad de estafar a unas personas benévolas una hora de su tiempo, hablando nada más que de mi obra, media un abismo que confío en no tener nunca el poco juicio de pretender abolir.
Con todo, y aun estando persuadido de que unas conferencias requieren preferiblemente algún asunto considerable e importante sobre el que versar, no podía olvidar que se me invitaba a darlas en mi condición de escritor. Así que, a pesar de mis escrúpulos, no debía evitar absolutamente hablar sobre lo que hago y sobre lo que me interesa. En definitiva, quizá sea ésa la única autoridad, por exigua que resulte, que he llegado a poseer.
De toda esta cavilación previa surgió una idea para aquellas conferencias, que es la que, ligeramente elaborada y ampliada, se desarrolla aquí. Decidí hablar sobre mi concepción de la novela: sobre lo que creo que es importante en ella y sobre lo que juzgo que debe perseguir. Pero para ello no quise referirme (o no directa o inicialmente) a mis libros, sino a algo que podía venir más a propósito para desarrollar una conferencia: elegí ocuparme de aquellos escritores donde aprendí mi visión como novelista.
Al llegar a este punto, sólo quedaba un escollo, cuya dificultad me cuidé mucho de menospreciar. ¿A quiénes, entre todos los que escribieron novelas que me conmovieron, podía designar como maestros? A nada que uno se aplique y tenga con la lectura una relación un poco intensa, siempre cabrá recordar un cierto número de escritores cruciales, que nunca es demasiado alto, pero quizá sí demasiado alto para tratarlos a todos debidamente en un par de conferencias. Por eso se impuso la selección, y la selección la afronté con ánimo de escoger a los más decisivos entre los decisivos y de no escoger más que a tres. Sobre estas premisas, mi elección, aunque difícil, fue clara, y seleccioné a éstos: Raymond Chandler, Marcel Proust y Franz Kafka.
No digo que sean los tres mejores novelistas de la literatura universal (a nadie impresionaría que yo lo dijera). Pero sí digo que probablemente son los tres que más han pesado en mi manera de hacer novelas. Eso, al menos, es una afirmación a mi alcance, aunque quizá convenga igualmente atenuarla. Como es natural, tampoco es que siga en todo a esos tres escritores, ni mucho menos que deba considerárseles a ellos responsables, siquiera mediatos, de mis desmanes. A mi modo de ver, cada uno es dueño de sus actos y desbroza su propio camino. Pero también me parece quien no mira de vez en cuando (o constantemente) a otros que lo hicieron mejor, tiene pocas posibilidades de mejorar él mismo. Sólo en este sentido debe entenderse que me refiera a ellos, aunque no oculto que en mi apego por la literatura, que he llevado hasta el extremo acaso calenturiento de practicarla, estos autores tienen una influencia indiscutible.
Lo que sigue son, mejor o peor organizadas, las ideas que acerté a reunir en un apresurado ejercicio a propósito de cada uno de ellos. Nadie debe esperar un análisis académico, ni un trabajo riguroso que signifique una aportación relevante respecto de la interpretación o el conocimiento de la obra de tres autores sobre los que ya se ha escrito mucho. Son unos apuntes al vuelo, que reúno en esta forma únicamente por si pudieran ser de utilidad para algún otro. Y sólo tengo una razón para confiar en tal posibilidad: el recuerdo claro y distinto de que fue leyendo lo que estos hombres habían escrito como se despertó y se construyó mi deseo de hacer novelas. Novelas y no cualquier otra cosa (poemas, cuentos, teatro), que era lo que yo mismo había venido escribiendo antes de conocerlos.
En estas páginas trato de explicar por qué, y se me antoja que eso podría interesar, en primer lugar, a esas pocas personas generosas que leen mis novelas. En segunda instancia, pienso en las muchas personas que leen novelas, en general, y le dan importancia (una importancia que no logra decrecer ante las aparatosas transformaciones de nuestro mundo) al hecho de leerlas, haciendo con ello posible que algunos mantengamos el impulso de escribirlas. Hasta me atrevo a esperar que alguno de los demás miembros de la cofradía novelesca, aunque no siempre resulte ser la cofradía más solidaria del mundo, dé algún valor a mis ociosas reflexiones. Pero, puestos a desear, preferiría ante todo interesar a los que aún no se han incorporado, a los que acogen en su alma la vocación todavía no desarrollada y pueden recibir de estos tres novelistas un estímulo que mi propia obra no es, sin duda, suficiente para producir. No soy un apóstol de la actividad literaria, ni enturbian mi mente vanos sueños de mejora de la humanidad. Simplemente opino que necesitamos seguir encontrando historias sólidas y bien construidas que nos ayuden a comprendernos y a aceptarnos, y está claro que para que esas historias existan es preciso que haya quien las escriba. Por eso tiene trascendencia el ejemplo de Raymond Chandler, Marcel Proust y Franz Kafka, y por eso me he autorizado la audacia de meditar acerca de ese ejemplo y de esforzarme por que esa meditación sea una contribución, incluso innecesaria (por intempestiva y por inexperta), para difundirlo.
Declarada la intención, tengo un reparo que debo confesar, porque afecta a la misma pertinencia de este libro. Siempre me ha dado la sensación de que entre la escritura de novelas y la crítica literaria existe una suerte de incompatibilidad. No pretendo dotar a esta afirmación de validez universal, ni siquiera que valga como una vaga generalización, porque a la vista hay numerosos ejemplos de novelistas admirables que supieron ser además finos críticos. Sin embargo, por lo que a mí respecta, siento que una vez que he optado por escribir novelas debo abstenerme de criticar las de otros. Desde luego, entre las novelas que leo unas pocas me cautivan, muchas me dejan frío y otras me resultan aborrecibles. Como a cualquiera. Pero no me parece educado manifestar mis juicios fuera de un círculo de cierta intimidad, y con ello no insinúo que los críticos novelistas sean unos groseros, sino que yo me sentiría grosero o más bien improcedente si escribiera crítica literaria. Como en cierta ocasión le dijo Kafka a Gustav Janouch, avergonzándose por emitir un juicio sobre los poemas que Janouch le había sometido, no soy juez, sino acusado, y me cuesta calificar ante la sala la conducta de otro acusado y pedir para él la cárcel o la absolución. Por eso me gustaría dejar claro que los juicios que en estas páginas vierto carecen por completo de pretensiones críticas y sólo atienden a entusiasmos personales.
Aun así, he procurado hacer un examen más o menos fundado, con lo que quiero decir que no me abandono sin más a mi antojo, sino que procuro tener en cuenta la realidad sobre la que trato. Al final, no obstante, sí que me he permitido alguna licencia notoria. En tal clave deberán leerse (si no se prefiere prescindir de ellos) los apuntes sobre la ciudad y el protagonista y el breve epílogo que cierra el libro.
Getafe, Navidad de 1997