Dejemos que se disgregue nuestro cuerpo, puesto que cada parcela que de él se desprende viene, ahora luminosa y legible, a incorporarse a nuestra obra para completarla a costa de sufrimientos que otros más capacitados no necesitan, para hacerla más sólida conforme las emociones desintegran nuestra vida.

MARCEL PROUST


Marcel Proust nació en París en 1871, en el seno de una familia burguesa. Su padre era un médico prestigioso y su madre procedía de una familia judía relativamente acomodada. Fue un niño, y después un adulto, sensible y enfermizo, con una gran dependencia de su madre hasta la muerte de ésta. También se ha destacado en él, quizá hasta el hartazgo, la faceta de su homosexualidad, siempre clandestina aunque parece que no reprimida. Un hecho curioso de su vida al respecto fue su experiencia en la milicia, a la que se incorporó voluntario muy joven para acortar el servicio de cinco años a uno, pero de la que al final no se quería licenciar porque se sentía a gusto y querido por todos. Aunque debió ser, por lo que sabemos, uno de los soldados más inverosímiles de que jamás haya dispuesto el ejército francés, parece que su fragilidad inspiró en sus jefes y compañeros un cierto afán de protección y que Proust disfrutaba gustoso de esa deferencia masculina. Tras su breve periodo militar, estudió Derecho (por indicar de nuevo una coincidencia caprichosa, como quien esto suscribe), y una vez terminada esta carrera se matriculó en Filosofía y obtuvo gracias a influencias familiares un puesto de archivero subalterno en el Ministerio de Asuntos Exteriores. De este puesto, que constituye su único trabajo conocido al margen de la literatura, no efectuaría otro desempeño notable que pedir bajas y excedencias. Sus medios económicos los obtuvo de la suculenta herencia paterna, que en parte despilfarró y administró siempre con gran impericia, pero que fue para su fortuna bastante para mantenerle hasta el final de sus días.

Desde relativamente joven, Marcel Proust se entregó febrilmente a dos tareas, en las que habría de condensarse toda su vida: escribir y adentrarse en los círculos escogidos de la alta sociedad parisina, desde sus satélites menos reputados hasta el verdadero centro del Faubourg Saint Germain. En esta segunda empresa trabó contacto con una variada gama de aristócratas, incluyendo nobles con título prenapoleónico, la nueva nobleza del Imperio y los nobles centroeuropeos, balcánicos o rusos que recalaban en París. Fue para ellos una especie de zalamero de lujo, a ratos un poco fastidioso, pero al que por una u otra razón toleraban con todas sus excentricidades. Una de las que han quedado registradas era llegar a las fiestas cuando estaban terminando, siempre demasiado abrigado para la estación y alegando sentirse pésimamente, y quedarse sin embargo hasta altas horas de la madrugada, es decir, hasta que los anfitriones se veían en la necesidad de echarle. Mientras mantenía esta intensa vida social, Proust recogía los materiales de los que habría de nutrir su obra, la verdadera y primordial empresa de su vida. Muy pocos escritores se han consagrado a su obra con tanta intensidad como hizo Proust. Puede llegarse al extremo de pensar, y aun de afirmar con fundamento, que su actividad en los círculos parisinos estaba ante todo justificada por la preparación de su futura obra. De hecho, cuando se sumergió de lleno en la escritura de En busca del tiempo perdido, disminuyó e incluso descuidó considerablemente sus relaciones. Ya tenía su botín.

Sus primeras obras, sin embargo, no recogían aún estas impresiones. A los veinticinco años publicó Los placeres y los días, una colección de escritos de aprendizaje que cosechó un sonoro fracaso. De 1.500 ejemplares, sólo se vendieron 329 en 22 años, de acuerdo con la singularmente precisa contabilidad que aporta Ghislain de Diesbach, uno de sus más recientes biógrafos. Aunque este resultado fuera poco alentador, la tozudez casi visionaria con que Proust se enfrentaba a la escritura le animó a seguir, y su siguiente publicación fue una traducción de La Biblia de Amiens, del inglés John Ruskin, un autor cuya visión estética tuvo una gran influencia en la formación de Proust como escritor. La Biblia de Amiens resultaba ser uno de los libros menos brillantes y más confusos de Ruskin, por lo que la traducción de Proust tampoco alcanzó gran repercusión. Sin embargo conviene anotar siquiera sea brevemente cuál era la idea del arte de Ruskin, por la huella que imprimiría en nuestro autor. Según Ruskin, desde la Edad Media se había producido un divorcio entre el arte y el pueblo, porque el arte había caído en manos de una casta de sacerdotes que lo habían desnaturalizado y especulaban con él en su propio provecho. Su intención, para regenerar el arte, pasaba por reconciliar, decía, la visión interna de cada hombre con la visión externa y el arte con la vida. Para ello recorrió Europa, señalando todos los ejemplos de la antigua belleza olvidada (singularmente, sus catedrales), denunciando el envaramiento de la tradición artística reciente y propugnando la necesidad de mirar la belleza con los propios ojos y no con las convenciones y prejuicios en boga. En pos de Ruskin, que murió demente y, dicho sea de paso, no demasiado respetado, Proust visitó catedrales e incluso, hazaña excepcional para él, viajó a Venecia, uno de los casos más conspicuos de esa belleza que había que volver a mirar con ojos inocentes, según Ruskin. También tradujo otra de las obras del escritor inglés, Sésamo y lirios (una traducción que igualmente pasó desapercibida), y aunque posteriormente se apartaría un tanto de sus tesis, el influjo que éstas tuvieron en el futuro novelista resulta innegable.

Proust superó la treintena sin haber conseguido nada que mereciese demasiado la pena, en opinión de sus contemporáneos y en la suya propia: “Hoy cumplo 30 años y aún no he hecho nada”, escribía el 10 de julio de 1901. Pero de ahí en adelante, lentamente, y a partir de otros esbozos e intentos, se fue gestando la que sería su gran obra, En busca del tiempo perdido. Refiere Philip Kolb, recopilador de sus cartas (que escribió en número ingente, y en número ingente se conservan), que ese esfuerzo de acumulación se mantuvo hasta la primavera de 1908, cuando Proust tuvo la iluminación que le permitiría desencadenar (éste podría ser el verbo apropiado) su obra. Fue entonces cuando se le ocurrió arrancar desde sus recuerdos de infancia y cuando entrevió a la vez el final de su libro, en cuya función está concebida toda la obra: la escena en la que merced a la memoria involuntaria se produce la resurrección del tiempo que parecía extraviado para siempre. Desde ese momento, desde esa iluminación, el libro brotó turbulentamente, y Proust escribió sin tregua, como si se liberase al fin del freno que lo había retenido el mundo prodigioso que había construido meticulosamente en su mente y en su corazón durante los años anteriores.

La publicación de En busca del tiempo perdido fue muy dificultosa en sus comienzos. El manuscrito de la primera parte, que terminaría titulándose Por el camino de Swann, fue rechazado por varias editoriales, entre ellas la editorial en que a la sazón trabajaba André Gide como lector (Gide siempre lamentaría haber aconsejado el rechazo). Al final Proust la publicó a sus expensas, en noviembre de 1913, cuando ya contaba 42 años. La reacción de la crítica fue tibia, y no le resultó fácil publicar la segunda parte, A la sombra de las muchachas en flor. Pero este segundo volumen, aparecido finalmente en 1919, le supuso el Premio Goncourt, y desde ahí la fama y el interés de los editores, que se pelearon por publicar el resto de la colosal obra (cuatro tomos y más de 3.000 apretadas páginas, sin contar otras tantas de notas y variantes, en la edición clásica de la Pléiade). Para su desdicha, Proust pudo disfrutar poco de la gloria y no llegó a ver todo su proyecto publicado, aunque llegase sustancialmente a concluirlo. Murió en 1922, del asma nerviosa que le había aquejado durante toda su vida. Fue el resultado lógico de los remedios absurdos que empleaba contra ella, el enclaustramiento en una atmósfera viciada por unas repugnantes inhalaciones y una dieta que al final constaba casi exclusivamente de café. Según Jacques Riviére, y puede valerle de epitafio, “murió con la misma inexperiencia que le permitió escribir su obra”.

Hay una frase de Remy de Gourmont que afirma: “No se escribe bien sino sobre aquello que no se ha vivido”. Dice Josep Pla, en las páginas que dedica a Proust en El cuaderno gris, que al escucharla, Proust exclamó que eso era toda su obra. Por otra parte, Proust escribió un opúsculo titulado Contra Sainte-Beuve, en el que criticaba la teoría de que la obra de un escritor pueda ser interpretada a través de su vida. Sin embargo, la aparentemente anodina vida de Proust ha despertado siempre un profundo interés, ha provocado multitud de voluminosas y hasta meritorias biografías, e incluso en estas palabras ejerce su extraño magnetismo como puede desprenderse de la longitud a que se extiende lo que no debería ser más que una breve noticia biográfica. El hecho es que muchos han indagado en la vida de Proust las claves de su obra, y que incluso se ha rastreado (y en algunos casos se ha podido encontrar) a la persona real, conocida de Proust, que inspira cada uno de los personajes de su novela. Es paradigmático el caso del barón de Charlus, trasunto literario del aristócrata, escritor y terrible esteta trasnochado Robert de Montesquiou, y en opinión de muchos (en la mía también), el más impresionante personaje construido por Proust. Pero a menudo este ejercicio se ha llevado demasiado lejos, y en algo debemos valorar las protestas del propio Proust, que se rebelaba contra el hecho de que se le identificara con el Narrador que en primera persona nos relata la historia. Hay quien afirma que en el libro (al hablar de Proust es casi inevitable centrarse en uno, o sea, en el principal) hay una confusión de cosas vividas por mucha gente, no sólo por Proust, y desde luego no le falta justeza a la afirmación. También es obvio que se trata de una ficción literaria, donde los elementos provenientes de la realidad han sido objeto de un tratamiento artístico que vuelve muy arriesgado cualquier ejercicio que tome el texto como documento de carácter notarial.

En todo caso, lo que parece claro es que el material básico y el andamiaje (pero un andamiaje insustituible) de la obra proustiana es ese mundo social parisino que frecuentó durante años. De ellos, de los aristócratas que le toleraron displicentes, se aprovecharon de su ingenio e incluso le humillaron o se burlaron de él, extrajo el escritor la arcilla con la que modeló su obra. Mientras asistía al monótono espectáculo de aquella sociedad, mientras se aburría o los demás se reían de sus rarezas, Proust iba anotando mentalmente hasta el último detalle, incorporándolo a la futura radiografía implacable con la que daría de aquel mundo, en gran parte ficticio en sí mismo, la imagen de ficción, pero poderosamente real, que prevalecería como definitiva sobre cualquier otra de las que de él se tomaron. El vigor de su retrato se basa, como observa Pla, en la minuciosidad de sus detalles, en los que como sostiene el escritor catalán, reiterando a Stendhal, se halla el interés de la obra literaria (la verdad, decía Stendhal, lo que aquí vale como sinónimo). Lo grande de este caso es que debía ser precisamente Proust, un plebeyo hipersensible y enfermizo, quien mostrara esa perspicacia. Como dijera Nabokov: “Un autor enfermo tejiendo una telaraña y atrapando en ella la vida que bordonea a su alrededor”. El papel de Proust nunca habría podido desempeñarlo un dandy exitoso, ni un aristócrata, porque, como bien señaló el padre Mugnier: “Un aristocrata jamás poseerá auténtico talento de escritor. Es demasiado como Dios manda. Median demasiados criados entre él y la realidad.” Entre Proust y la realidad no mediaban criados. Es más, según nos indica el duque de Clermont-Tonnére, que le vio desenvolverse en la alta sociedad, a Proust “le apasionaba estudiar a los sirvientes”, en quienes los aristócratas ni siquiera reparaban. No es pues casual un retrato de tanta fuerza como el de la criada Françoise, a quien Josep Pla reputa el máximo personaje de En busca del tiempo perdido, por encima incluso del barón de Charlus. Al final, el logro de Proust, al referirnos la vida de estos personajes, consiste en algo que su biógrafo Diesbach describe certeramente: “El arte de Proust es la habilidad para interpretar, a través de personajes portadores de fuerzas desconocidas o misteriosas prendas, un arte cuyo contenido ignoran ellos mismos y que no serían capaces de comprender.”

El asunto y la textura de la más representativa novela proustiana, como señala sarcásticamente Nabokov, no pueden aparecer a priori más desalentadores. Su extensión es del todo desmedida, y en ella, principalmente, se nos narran una serie de reuniones entre personajes del gran mundo o de sus aledaños inferiores. Algunas de estas reuniones ocupan ciento cincuenta páginas, y las frases son a menudo tan largas que se pierde la memoria de cuándo comenzaron. Sin embargo, como escribió precisamente Raymond Chandler, si cortáramos algo de lo mucho que parece sobrar en la obra de Proust, seguramente le quitaríamos también aquello que le da su singular valor. ¿Cuál es su secreto? ¿Qué es lo que hace de la obra de Proust una de las más influyentes (si no la más) de nuestro siglo?

Hablando como simple lector, sin otra investidura que la curiosidad y la coincidencia de haber probado también a escribir novelas (suponiendo que eso signifique algo), éstas son en mi opinión algunas de las claves que ayudan a comprender el fenómeno, o lo que es lo mismo, en las que se basa el atractivo de Proust:


– El realismo, del que Proust hace una completa reinvención: No sólo refleja los sucesos, con una fidelidad difícilmente igualable, sino que también muestra su espíritu, resolviendo una contradicción que parecía que no se podría resolver jamás. Por un lado, Proust es más realista que los escritores adscritos al naturalismo, que a fuerza de limitar su expresión literaria habían llegado a ofrecer un retrato bastante deficiente y hueco de la realidad. Por otro, sublima la realidad y la sitúa más cerca de su esencia, en un lugar donde no sólo desafía mejor el transcurso del tiempo sino donde su significado es más rico, porque está más depurado. “En mi libro”, escribió Proust a un crítico, “se omite lo que ocupa la mayor parte de las novelas, como no sea para hacer expresar a esos actos algo interior; jamás uno de mis personajes se levanta, abre una ventana, se pone un gabán”. Su concepto de la realidad, aunque nos resulta intenso y definido (“su obra es excepcionalmente clara y transparente”, dijo Vladimir Nabokov), resulta también inusitadamente sutil: “Lo que llamamos realidad es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que nos rodean a un tiempo”, puede leerse, a guisa de definición, en El tiempo recobrado. ¿Cuál es el resultado de todo esto? En una de las más perfectas descripciones que conozco del mundo proustiano, juzga al respecto Josep Pla: “La vida ya no es un esquema lineal; es un mundo de volúmenes, de dimensiones más altas y más hondas, de perspectivas más vastas y más ricas, y sobre todo de una necesidad permanente”.


– La vividez de sus imágenes: Su cuidado de los detalles, ya mencionado, la precisión de los adjetivos, su buen gusto (de infalible lo califica Pla) y también su vasta cultura, proporcionan a la obra de Proust una capacidad de sugerir y de comunicar sensaciones de veras incomparable. Nabokov (que consideraba, por cierto, que la literatura de los sentidos era el arte verdadero, y que la literatura de ideas sólo puede producir auténtico arte cuando procede de los sentidos), dijo de Proust que era un prisma, que su único objetivo era refractar la luz y ofrecernos las imágenes a través de su filtro. En tal sentido, en el que quizá sí pueda identificarse a Proust con su protagonista, éste es un ejemplo culminante de esos protagonistas a que me refería al hablar de Chandler, aquéllos cuya misión primordial es descomponer el rayo luminoso en una gama de colores, formando ese universo de la novela por el que queda fascinado el lector hasta el punto de olvidar al protagonista mismo. Lo importante es la creación de ese universo, a cuyo perfeccionamiento se consagró nuestro autor con una tenacidad obsesiva, reescribiendo una y otra vez, interpolando pasajes, precisiones, apostillas, a menudo sobre las mismas pruebas de imprenta, para desesperación de los tipógrafos que veían cómo las galeradas iban y volvían sin los fallos de imprenta revisados, pero repletas de nuevas acotaciones que ocupaban todos los márgenes. La misma antevíspera de su muerte, Proust estuvo trabajando hasta bien entrada la madrugada en esa labor de corrección y ampliación interminables.


– Su concepción de la memoria y del tiempo: Éste es el tema crucial de Proust, y sería preciso más espacio del disponible aquí para tratarlo debidamente. Baste decir que el tiempo es para Proust, ante todo, una percepción que se sitúa fuera de los dominios del intelecto, y que desde esta premisa, en la empresa primordial de su libro, la recuperación del tiempo perdido, no es al intelecto a quien puede recurrirse. El tiempo pasado queda almacenado en el interior en forma de sensaciones, y sólo mediante el mecanismo de la memoria involuntaria, suscitado por la reproducción de esas sensaciones (el famoso sabor de la magdalena, o el tintineo de la cucharilla que cobra un protagonismo decisivo en la evocación final que cierra y redondea la obra) puede volver con toda su frescura, como si hubiera estado guardado en un arca (el subconsciente) a salvo de toda degradación. El tiempo se erige así en la coordenada absoluta, por encima del espacio. “Los lugares que conocemos sólo son una capa delgada entre impresiones contiguas que formaban nuestra vida en un determinado momento, el recuerdo de una imagen no es más que la añoranza de un instante", asegura en cierto pasaje el Narrador.


– La idea de la profanación: Que parte como es obvio de una convicción previa, tácita o expresa, sentida o simplemente recibida, acerca de lo que es sagrado. Aquí se sitúa su tratamiento de la homosexualidad, masculina y femenina, que adquiere gran importancia en el desarrollo de la historia, hasta el extremo de que al final casi todos los personajes masculinos importantes caen en la una y casi todos los femeninos en la otra. Hay un texto primitivo de Proust, Confesión de una muchacha, en el que ya se apunta esta temática. En esa historia una muchacha se reúne en vísperas de su noche de bodas con un antiguo amante, al que seguramente no ama, pero con el que saborea el pecado de la infidelidad a su futuro marido. En un pasaje de En busca del tiempo perdido reaparece la idea, cuando la hija del músico Vinteuil se burla con su amante lesbiana del retrato del padre muerto. Y George Painter, acaso el biógrafo más reputado de Proust, ha señalado un episodio semejante en la vida real del escritor, en el que el objeto de la vejación eran fotografías de su propia madre muerta, a la que había adorado fuera de toda discusión. Esta faceta turbia atraviesa toda la obra, y es un contrapunto oscuro que adensa la humanidad de sus personajes.


– La comunión de inteligencia y sentimiento: Proust supera, satisfactoriamente, la dicotomía tradicional entre ambos conceptos, dando absoluta preeminencia al sentimiento, pero sin caer en la gratuidad o en burdos romanticismos, sino a partir de un juicio estrictamente racional que reconoce al intelecto toda su dignidad. Es un sentimiento inteligente y una inteligencia sentida, en recíproco beneficio y enriquecimiento de ambos. Proust lo expresa así, en Contra Sainte-Beuve: "Las verdades de la inteligencia, con ser menos preciosas que los secretos del sentimiento, tienen también su interés, porque esta inferioridad de la inteligencia es ella quien la establece, sólo ella es capaz de proclamar que el instinto es la primera virtud". La importancia concedida al sentimiento y al instinto es tal que se arremete contra aquellos que, no sintiéndose capaces de dejarse guiar por ellos, prefieren asumir mil tareas para renunciar a ejercitarlos, renunciando así a "lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final".


– Su asunción de la literatura como forma de expresión y de vida: En Proust la literatura alcanza rango de absoluto, y pocos han meditado con tanta clarividencia acerca del fenómeno literario. El efecto que nos produce su obra no es una casualidad, está buscado y se basa en una comprensión profunda de los mecanismos que producen la impresión del lector. "El valor de las cosas leídas o escuchadas es de menor importancia que el estado espiritual que pueden crear en nosotros, y que no puede ser profundo sino en esa soledad poblada que es la lectura", escribió en el prólogo a su traducción de Sésamo y lirios. Proust no se limita a reunir palabras o relatar una historia, busca en su libro reconstruir las sensaciones del pasado perdido y a través de ellas provocar las sensaciones del lector. Para ello sale a su encuentro, pero no para que se convierta en espectador, sino para que participe de su ceremonia, casi mística. En El tiempo recobrado hay un hermoso texto, que es toda una síntesis del pensamiento y la actitud estética y vital de Proust. Dice así: "Solamente la impresión, por mísera que parezca su materia, por inconsistente que sea su huella, es un criterio de verdad, y por eso sólo ella merece ser aprehendida por la mente, pues sólo ella es capaz de llevarla a una mayor perfección y de darle una pura alegría. La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y en el del escritor viene después. Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen".


Estas palabras demuestran que detrás de la obra hubo en todo momento un artista con conciencia y voluntad, abnegado y podría decirse que hasta ejemplar, aunque a primera vista pueda engañarnos el aspecto mundano de su relato y tengamos la irresistible propensión a creer que el autor no terminaba de ser una persona recomendable. Walter Benjamin dejó perfectamente formulada esta paradoja. Tras reconocer que En busca del tiempo perdido es acaso "la mayor realización poética de las últimas décadas", agrega que lo es "pese a fundarse en condiciones poco sanas: una dolencia extraña, gran riqueza y una predisposición anómala. Nada en esa vida es digno de imitación, pero todo en ella es un ejemplo".

Para quienes hemos caído víctimas del veneno de la literatura, Proust es una referencia insoslayable, aunque siempre permanezca en él algo incomprensible, que resiste todos los intentos de razonar su hechizo como los que quedan laboriosamente expuestos. Sea como fuere, los libros que se han escrito después de él son diferentes de los que se escribían antes, porque contribuyó a salvar a la literatura de la rutina y de los límites en que empezaba a ahogarse y le otorgó una soberanía nueva, la posibilidad de recobrar ciertas realidades ocultas de las que la comodidad de la convención invitaba a prescindir. Quizá fue necesario un ejemplo tan extremo, un ser tan desvalido con una peripecia tan insignificante, para que al desbordarla de manera tan formidable pulverizase todas las dudas que pudieran cabernos acerca de la potencia sublimadora del arte.

También dejó Proust una de las definiciones más contundentes y atinadas acerca del acto de la lectura, fin último al que en suma se encamina el esfuerzo de quien escribe libros. Una definición sucinta que sintetiza admirablemente dos conceptos opuestos: "comunicación en el seno de la soledad". Soledad habitada, que por ello no es una penalidad, y comunicación solitaria, que por ello no es palabrería, sino palabra que queda en el tiempo y que con el tiempo puede ser recobrada siempre.

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