La mentira necesita el fuego de la pasión. Sin embargo, con eso descubre más de lo que oculta y ése es un lujo que no me puedo permitir. Por eso, para mí sólo cabe un escondite: la verdad.

FRANZ KAFKA a Gustav Janouch


A la hora de hablar sobre Franz Kafka, debo comenzar consignando mis dificultades para cumplir la tarea. Por un lado porque de ningún otro escritor me he ocupado tanto y de ninguno me he reconocido tan deudor, hasta el extremo de haberle dedicado (podría ser ésa la palabra), en subrepticio homenaje, la más ambiciosa y extensa de las novelas que he sido capaz de escribir. Por otra parte, y uso aquí de la erudición y el ingenio de Vladimir Nabokov, a Kafka puede aplicarse la insolente frase con que Hegel replicó en cierta ocasión a un filósofo francés que le requería concisión y claridad al enunciar determinado problema filosófico: “Éstas son cuestiones que no pueden decirse concisamente ni en francés”. Y ello pese a que la obra de Kafka sea, en el terreno de la expresión, de las más espartanas que nos ofrece el siglo XX. Porque debajo de su sencilla exactitud se esconde una complejidad de ideas y sentimientos cuya turbulencia, al dejarse sólo entrever, nos apabulla.

Franz Kafka nació en 1881 en Praga, en una casa contigua a la plaza de la Ciudad Vieja, verdadero corazón de la ciudad. Su padre era un comerciante judío hecho a sí mismo con titánico esfuerzo, y su madre, también judía, una mujer de posición algo más desahogada que había seguido a su marido en los tiempos difíciles de su traslado a la capital checa. La infancia de Kafka transcurrió en diversos domicilios siempre cercanos a su casa natal. Desde pequeño demostró un carácter meditativo y frágil, y se sintió mediatizado por la presencia del padre, un hombre cuyo carácter era radicalmente antitético al suyo: expeditivo y a menudo brutal, con sus empleados y con su propia familia. Aunque se tratase de una brutalidad moral, no física, su huella, como el propio Franz dejaría escrito en su célebre Carta al Padre, sería permanente e irreversible. Kafka acudió al instituto alemán de la ciudad, y escribió toda su obra en esa lengua. A fines del siglo XIX, las clases influyentes de la sociedad praguense, vinculadas a la organización administrativa del Imperio Austrohúngaro, del que Checoslovaquia formaba parte, eran germanófonas, y también lo era la comunidad judía, que ocupaba una especie de escalón intermedio entre las clases superiores y el grueso de la población checa. La oligarquía alemana del Imperio se servía de los judíos para mantener alejados a los checos de ciertas actividades importantes aunque secundarias (el comercio, las profesiones liberales), y los judíos se amparaban en los alemanes, adoptando su idioma, para defenderse del antisemitismo más o menos generalizado de los checos. Un antisemitismo que hoy puede sorprender y que en parte estaba inspirado por la connivencia hebrea con el opresor, en una suerte de círculo vicioso. Conviene dejar reseñadas estas circunstancias no sólo para explicar la elección lingüística de Kafka, sino para apuntar de qué forma peculiar se insertaba en la ciudad a la que tan vinculada se mantendría su vida e incluso su obra, aunque muy rara vez haya en ella alusiones expresas (por ejemplo, es al monte Laurenzi, cercano a Praga, a donde suben los protagonistas de Descripción de una lucha). En cualquier caso, nos consta que Kafka no vivió absolutamente de espaldas a la realidad checa. Entendía el idioma y podía hablarlo, aunque no se sentía en él tan seguro como para utilizarlo a la hora de escribir. Tras completar su enseñanza secundaria, cursó estudios de Derecho (otro jurista metido a escritor, o escritor que se hace pasar por jurista) en la Universidad Carolina de Praga, donde se doctoró. Tras una serie de prácticas como pasante y en los juzgados (de las que sin duda recogió sus impresiones para la descripción de la organización judicial que se retrata en El proceso) se incorporó a la compañía de seguros Assicurazioni Generali, con la que confiaba en poder viajar a lugares exóticos y ver mundo, una obsesión que mantendría toda su vida mientras permanecía casi recluido en el perímetro delimitado por unas pocas calles de Praga. Sin embargo, la experiencia no fue favorable, y apenas un año después de obtenerlo abandonaba el empleo, en el que, según escribió, había sido objeto de más humillaciones de las que era capaz de soportar. Entró a trabajar en el Instituto de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, donde transcurrió el resto de su vida profesional y llegó a alcanzar cierta responsabilidad y el aprecio de sus superiores.

El principal obstáculo en su actividad profesional, de la que terminaría apartándole, y a la postre lo que marcó la brevedad de su vida, fue la tuberculosis de laringe que le fue diagnosticada a edad temprana y que le convirtió en un enfermo crónico, permanente solicitante de permisos y bajas y peregrino de sanatorio en sanatorio. Aun desde esta disminución, siempre estuvo obsesionado por tener una casa propia y formar una familia. Lo primero lo consiguió bastante después de la treintena, y lo segundo poco antes de morir, aunque su hijo nacería póstumo y no iba a vivir mucho. Antes de eso hubo varios compromisos matrimoniales rotos, y relaciones tormentosas con diversas mujeres, de las que han quedado como prueba copiosas y a veces obsesivas correspondencias. Sin embargo, los testimonios que nos han llegado permiten oponerse al tópico de que Kafka, con esta vida marcada por la frustración y las empresas fallidas, fuera un ser amargado e incluso siniestro. Era extraño, pero ejercía un poderoso magnetismo personal, el que sintieron las mujeres que se relacionaron con él o sus amigos. Entre éstos destaca de lejos el recuerdo de Gustav Janouch, que nos presenta a un Kafka opuesto al pesimismo, crítico pero a la vez capaz de una sincera fe “en la existencia de una conexión inteligente entre todas las cosas e instantes”. Janouch y otros dejan también constancia de su simpatía y de su sentido del humor. Un sentido del humor que también es perceptible en su obra, aunque quizá sea preciso deshacerse de algunos fáciles prejuicios para observarlo.

Kafka murió el 3 de junio de 1924 en el sanatorio de Kierling, en Klosterneuburg, cerca de Viena, donde había ido desde Berlín (ciudad en que, al fin fuera de Praga, acababa de fijar su residencia con su compañera Dora Dymant). Dejó ordenado a su amigo y albacea Max Brod que quemara todos sus escritos, pero éste, traicionando su amistad (salvo que sea cierto, como aseguraba Brod, que a Kafka le constaba que él nunca quemaría nada), los conservó y los dio a la imprenta. Gracias a esa traición han llegado hasta nosotros obras como El proceso, América o El castillo. El efecto de estas obras fue fulminante, y ya en la década de los 30 se valoraba en todo el mundo su importancia, verdaderamente universal. Kafka murió a tiempo. Su familia y amigos, en su gran mayoría, perecieron en los campos de exterminio, en los que el quebradizo Franz no habría tenido ninguna oportunidad.

En vida, Kafka publicó con moderado éxito algunos relatos y la novela breve La metamorfosis. Hay, aparte del rasgo común de la enfermedad, un curioso paralelismo temporal entre Kafka y Proust, pese a que éste era diez años mayor. Fue más o menos por la misma época que Proust cuando Kafka tuvo una iluminación literaria semejante a la del autor francés. Ocurrió la noche en que escribió, de una sola tirada, el relato titulado La condena. Había escrito algunas cosas antes, y no faltas de mérito. Pero fue al escribir ese relato, en una especie de enajenación, cuando dio con el tono y el universo narrativo que en adelante inundarían su escritura, permitiéndole componer sus obras mayores. También hay proximidad en las fechas de publicación de los primeros libros importantes de Proust y Kafka, los que marcaron la irrupción en escena de ambos fenómenos literarios. Era en 1915, año y medio después de que hubiera aparecido en París Por el camino de Swann, cuando se publicaba en Leipzig La metamorfosis. Ambas obras recibieron poca atención al principio. Rara vez una obra ruidosamente celebrada según surge tiene una repercusión duradera. Esto debe mover a reflexionar, como la ácida aserción de Raymond Chandler: “El crítico común jamás reconoce un mérito, cuando existe. Lo explica cuando se ha vuelto respetable”.

La obra de Kafka, fuertemente simbólica, ha sido objeto de muy diversas interpretaciones. Resulta algo arduo enfrentarse a ella con ojos limpios, bajo el peso de tantas lecturas, algunas de ellas desarrolladas por una legión de seguidores y profundizadas hasta la náusea y muy a menudo hasta la gratuidad. Lo más frecuente es leer a Kafka desde la religión o el psicoanálisis. Willy Haas, en el primer bando, ha señalado que sus tres grandes obras se corresponden con otros tres reinos: El castillo con el de la gracia, El proceso con el del juicio y la condenación y América con el reino terrenal. La lectura es indudablemente ingeniosa y hasta útil si se mantiene a su vez como un símbolo (valga la complicación) de lo que cada obra simboliza. Si pretende en erigirse en una síntesis del significado de estas tres novelas, a medida que profundizamos en ellas el expediente se vuelve más escaso e insostenible. Otro tanto vale para la interpretación psicoanalítica, que sostiene que toda la obra de Kafka es una sublimación de su inferioridad hacia la figura del padre. El escarabajo o chinche de La metamorfosis sería un símbolo de esta inferioridad. Nabokov, que como Walter Benjamin rechaza enérgicamente estas reducciones, confesaba sentirse interesado por las chinches (era un experto en insectos) pero no por los chismes, y tildaba lisa y llanamente de disparates los esfuerzos de quienes profesan tales teorías.

Hace algunos años, puestos a exprimir los escritos de Kafka, quien suscribe estas líneas probó a leerlos desde la perspectiva de la filosofía del derecho. Aunque era un ejercicio de aprendiz, más osado que solvente, pude comprobar que ciertos pasajes daban no poco juego al respecto. Como advirtió Albert Camus, la obra de Kafka, y ésta podría ser su grandeza, parece admitir todas las posibilidades, pero no satisface plenamente ninguna. Lo único que puede afirmarse con razonable seguridad es que la intención del escritor checo era fundamentalmente literaria, por su propia actitud, por la manera en que enfrentaba el acto de la escritura (ante todo, como creación) y porque nos consta que eran de carácter literario los ejemplos a los que reconocía mayor autoridad (Dostoievski, Flaubert). En segundo término, no parece descabellado atribuirle un valor metafísico, que posiblemente (no sería nunca taxativo) entrara en el propósito del escritor (entre otros, declaraba sentirse afín con matices a Kierkegaard). Como dice Walter Benjamin, acaso uno de los autores que más certera y tempranamente se percataron del valor de la obra de Kafka, éste escribió fábulas para dialécticos cuando quizá sólo se propusiera escribir leyendas.

A mi juicio, el máximo interés de Kafka, dando por establecida la finalidad estrictamente literaria de su obra, reside en la prodigiosa fidelidad y la rara exhaustividad con que en sus alegorías se disecciona el espíritu del siglo. Como algún otro escritor centroeuropeo (pienso en Robert Musil y en su novela El hombre sin atributos), el autor checo se aproxima a la esencia del hombre contemporáneo y la muestra en su más pasmosa integridad, sin hurtar todo el absurdo y toda la miseria de la civilización que ha conseguido casi al mismo tiempo, por poner algunos ejemplos, la penicilina y la bomba atómica, la declaración universal de los derechos del hombre y las más sistemáticas persecuciones raciales que la historia recuerda. Kafka viola con su bisturí afilado la superficie a veces altiva y desdeñosa de la modernidad satisfecha, desvelando que debajo de esa película se oculta la ruindad de siglos, la desidia, la insuficiencia, la crueldad. Quizá por eso su lectura no es cómoda, y muchos la rehúyen por encontrarla excesivamente truculenta, juicio a todas luces injusto, porque debe dejarse dicho con toda contundencia que Kafka jamás recurre al exceso. Nada más ajeno a esta obra que cargar las tintas, e incluso cuando mira de frente el horror se produce con una contención difícil de igualar.

Jorge Semprún, que ha conocido el horror del siglo y ha vivido para contarlo, dedica en su memoria de aquella indignidad suprema, La escritura o la vida, algunas páginas no casuales a Kafka. En ellas se contienen palabras inspiradas y hermosas sobre el realismo esencial de Kafka, sobre su privilegiada, casi visionaria comprensión de la sociedad que le rodeaba y sobre la sobriedad con que dio en expresarla: “La escritura de Kafka, por las sendas de lo imaginario menos enfático que pueda darse, más impenetrable a fuerza de transparencia, remite sin cesar al terreno de la realidad social, descubriéndola, desvelándola con una serenidad implacable”. Señala Semprún una notable coincidencia cronológica: Kafka nació el mismo año que murió Karl Marx, y murió el mismo año que Lenin. Pese a esta conexión casi fatídica con dos figuras cruciales de su época, es cierto que en sus diarios, en los que dejó comentarios relativos a los aspectos más insignificantes de su existencia, no hay referencias a las convulsiones de su tiempo (todo lo más, sabemos que simpatizaba vagamente con el socialismo, y que le maravillaba la docilidad con que los obreros accidentados acudían al Instituto en que trabajaba: “En lugar de quemar el edificio, vienen pidiendo por favor”, observaba). Sin embargo, anota Semprún “todos sus textos remiten a la espesura, a la opacidad, a la incertidumbre, a la crueldad del siglo, que iluminan de forma decisiva”.

Los personajes de Kafka, seres fantásticos en mundos fantásticos, sienten con una hondura que ahuyentaría a la mayoría de las personas de carne y hueso. Es lo más hondo de nuestra humanidad la que padece con esos personajes, en medio de un absurdo que no podemos despachar tranquilamente como si fuera algo ajeno. Las fantasías de Kafka establecen con la realidad una relación más estrecha que la que se establece entre esa misma realidad y las tenues apariencias asumidas con que traficamos cotidianamente, que a menudo no son más que el destilado inútil de un rebaño de subjetividades adormecidas o una imitación inconsciente de impresiones caducadas. “La vida es tan inconmensurablemente grande y profunda”, le dijo un día a Janouch, “como el abismo de estrellas que hay encima de nosotros. Sólo podemos mirarla a través de la pequeña mirilla de nuestra existencia, aunque con ella sentimos más de lo que vemos. Por eso es esencial mantenerla siempre bien limpia”. Y a la postre, esta vocación casi heroica de verdad, que no rehúye bajar al abismo de las peores pesadillas, viene asentada en un carácter compasivo (en el más alto sentido de la palabra, que excluye cualquier condescendencia). Ese carácter no sólo no admite cerrar los ojos a lo intolerable que apenas disimulado sucede alrededor, sino que tampoco puede evitar empaparse del sufrimiento que lo intolerable produce. “Lo único definitivo es el dolor”, proclamó Kafka ante Janouch el día que se conocieron, cuando apenas habían cambiado cuatro palabras. Por eso la mirada desciende al nivel del sufriente, con la convicción casi bíblica de que allí donde un hombre sufre, es el hijo del hombre, o lo que es lo mismo, cada hombre, quien sufre. Kafka representa, acaso como nadie, la ecuación del arte que dejó enunciada Vladimir Nabokov, al que ya tantas veces he debido citar: el arte es belleza más compasión. Quizá por eso el autor ruso-americano sostenía que Kafka era el más grande escritor alemán de su tiempo, y que a su lado Mann o Rilke eran enanos o santos de escayola.

La ventaja de Kafka es, como la de todos los grandes escritores, su percepción de la realidad. Su realismo integral, salvando las diferencias, se emparenta con el realismo de la novela de misterio representada por Chandler o con el realismo de las sutiles ficciones de Proust. Todos ellos confluyen en una sencilla afirmación: en el siglo XX, que aún sigue, y posiblemente siga vigente en literatura hasta más allá del año 2000 (como el XIX duró hasta después de 1900), el realismo ya no consiste en mirar la parte visible de la realidad y contarla como siempre se ha contado. El realismo es mirar toda la realidad, con preferencia la más tenazmente eludida u oculta, y la manera en que se cuente esa realidad ha de ser por fuerza misteriosa e insólita. En la medida en que no lo sea, el escritor estará copiando simplemente una estampa grosera, tan vieja como inservible. Por eso Kafka advierte también contra los peligros de la bibliomanía, de los que atienden más a los libros que al mundo que les rodea: “Un libro no puede sustituir al mundo. Es imposible. En la vida todo tiene un sentido y una finalidad que ninguna otra cosa puede cubrir plenamente. Por ejemplo, no se pueden vivir experiencias a través de un doble. Lo mismo sucede con el mundo y los libros. Los libros intentan encerrar la vida como se encierra a los pájaros cantores en una jaula. Pero eso no sale bien. ¡Al contrario! Partiendo de las abstracciones contenidas en los libros el hombre no hace sino construirse a sí mismo la jaula de un sistema”.

Podría hablarse mucho más del realismo de Kafka, o de la compasión, por utilizar la terminología de Nabokov. Pero la obra de Kafka es, además, un soberbio edificio estético, tan limpio y nítido como pocos, aunque su médula la constituyan un puñado de novelas inacabadas. Es hora de ocuparse un momento de la otra parte de la ecuación definida por el autor de Lolita, o lo que es lo mismo, de la belleza. Kafka aporta al arte de la novela, del que en definitiva se ocupan bien que desordenadamente estas páginas, hallazgos de inmenso valor. Expondré sólo algunos, los que a mi entender resultan más indiscutibles:

– El perfecto equilibrio entre forma y contenido: Como ya ha quedado apuntado, el tono de Kafka es en todo momento preciso y se mantiene férreamente, aunque se refiera a lo más terrible (y de ahí viene la eficacia de sus descripciones) o a lo más ridículo (y de ahí viene su soterrado humorismo). Utiliza a menudo términos extraídos del derecho y de la ciencia, no contaminados de la ambigüedad que el vago sentimentalismo a veces introduce en el lenguaje, y con esas palabras describe los sentimientos más extremados. Curiosamente, es este tono el que permite vivir y respirar en medio del aire de pesadilla. Por seguir una vez más a Nabokov: “La nitidez de su estilo subraya la riqueza tenebrosa de su fantasía. Contraste y unidad, estilo y sustancia, trama y forma, han alcanzado una cohesión perfecta”. Además utiliza un lenguaje llano, comprensible para todo el mundo, e incluso los que no somos especialmente duchos en la lengua germana, como ya descubriera Borges, podemos aventurarnos por sus páginas. Si se tiene en cuenta la riqueza de contenido de la obra kafkiana, he aquí una advertencia para los escritores que creen necesario exhumar fósiles de los diccionarios para referirse a los detalles más anecdóticos o contarnos las historias más banales.


– La minuciosidad del discurso narrativo: Los personajes de Kafka siempre buscan, obstinadamente, el significado de cada gesto, de cada palabra y circunstancia, como si todo el caos aparente pudiera explicarse y resolverse en virtud de un detalle que nunca estamos lo bastante atentos a descubrir. Cuando a sus protagonistas se les proporciona alguna clave, en su siempre inútil e interminable indagación del enigma, se les concede casi descuidadamente, como si fuera algo que se ha olvidado. Hay un pasaje de El castillo en el que un funcionario insinúa que el protagonista, que ha caído presa del sueño, estaba precisamente a punto de averiguar algo decisivo, justamente por su mediación, y concluye: “Decididamente, hay ocasiones demasiado buenas para ser aprovechadas”. De ahí la vigilia permanente, la tensión del detalle, intelectual o moral, porque de la mano de los olvidos, y aun de las omisiones, irrumpe lo funesto en la historia, que se desenvuelve en este territorio del fallo. Y así la historia, fatídicamente, justifica la culpa, que a los personajes de Kafka, como al hombre todas sus limitaciones, se les impone inapelablemente. A veces la meticulosidad del texto puede llegar a resultar obsesiva, pero con más frecuencia nos lleva a lugares inauditos, a un juego deslumbrante de la verdad que parece no notar, aunque lo nota, que la sustancia de la diversión es nuestro propio destino. Un destino que su palabra desmenuza como si fuéramos lo bastante fuertes como para aceptar cualquier resultado que el juego pueda arrojar.


– La construcción de los personajes: Los personajes de Kafka son seres singulares, casi siempre negligentes, incapaces, y sin embargo dotados de una generosidad y una nobleza de sentimientos que a veces produce estupor. Un ejemplo es el Gregor Samsa de La metamorfosis, el escarabajo más tierno de la historia de la literatura, que resulta indeciblemente más humano que las personas que le rodean. Otro ejemplo son sus personajes femeninos, como la formidable Frieda de El castillo, capaz de una entrega súbita e ilimitada, como apenas sucede en la vida. Lo mismo puede decirse del sentimental fogonero de América, cuya alma vemos casi al trasluz en su breve relación con el protagonista. Incluso, y esto es de lo más sobresaliente, cabe referirse a algunos de los funcionarios decrépitos y malvados que arrastran su sopor en las oscuras organizaciones kafkianas, que en ocasiones tienen destellos de una conmovedora piedad. Hay momentos, abundantísimos en la obra de Kafka, en los que los personajes se desnudan y quedan ante nuestros ojos como infantes indefensos, y como todos los indefensos, propenden casi desesperadamente a la bondad. Pero junto a esto, existe la capacidad de causar y extender el mal, que no sólo ejercitan los sórdidos funcionarios (a quienes en definitiva se les supone), sino también esos otros personajes esencialmente nobles y vulnerables. Porque el mal, que Kafka refleja con magnífica veracidad, es la indiferencia, y de la indiferencia todos son capaces cuando las circunstancias se conjuran en la forma adecuada.


– El símil y la paradoja: Pocos escritores han manejado con tanta maestría estos recursos expresivos. En la especial perspicacia de Kafka para establecer similitudes, se encuentra una buena parte de su inmensa capacidad de sugerir. Sus símbolos, como la muralla china, el castillo, el tribunal, constituidos en reflejo literario de tantas realidades semejantes, poseen a un tiempo simplicidad y riqueza de matices, espontaneidad y una infinita posibilidad de establecer correspondencias, sin agotarlas nunca. Como escribió Walter Benjamin: “Kafka disponía de una rara facultad para inventar similitudes. No obstante, jamás ahonda en lo que es susceptible de explicación y ha tomado incluso medidas contra la interpretación de sus textos”. Y en cuanto a la paradoja, con la que Kafka remata sus enigmas, se halla permanentemente a lo largo de su obra en esa naturalidad con que conviven el espanto y lo cotidiano, la lógica y el sinsentido. El mundo de las novelas de Kafka puede ser atroz en el fondo, pero cualquiera que después de leerlas viaje a Praga advierte sin dificultad que las calles y el paisaje que en ellas se describen son, sin nombrarla, los de esa ciudad, en la que transcurría su simple rutina diaria. Al final, en el tribunal de El proceso las partes van y vienen no para defender sus intereses, porque nadie atiende allí a argumentos, sino “para ensuciar la escalera”. Durante toda la novela el protagonista pierde su tiempo en estériles negociaciones que dan una apariencia de trivialidad a la historia, pero lo que al final sucede es que un par de sicarios del tribunal le ejecutan como a un animal. Y los funcionarios del castillo son seres lejanos y soberbios, pero se llega a afirmar que “las decisiones de la organización son tímidas como muchachitas”.


– La organización del misterio: O el misterio de la organización. Aunque sus obras mayores no llegó a terminarlas, Kafka nos legó, en ese tribunal o ese castillo por cuyos intestinos se mueven Josef K. y el agrimensor sin llegar nunca a averiguar lo que les interesa, dos construcciones ejemplares del misterio; tanto el que se encuentra en el fondo del texto, como el que se desarrolla en la misma narración. El protagonista explorador se acerca desde fuera, con ojos ingenuos, y a lo largo de sus pesquisas, mientras va perdiendo la inocencia y la esperanza, mientras se nos revelan facetas ocultas, se insinúan otras más recónditas. Siempre hay un plano inferior, en cuya persecución el lector acompaña al protagonista, y continúa en su pos incluso cuando comienza a intuir que aquél avanza hacia su perdición. Kafka poseía un sentido supremo de la intriga, una capacidad innata para desvelar inquietando, porque detrás de cada hallazgo hay otro hallazgo, cada realidad oculta otra realidad que puede alterarla, o incluso refutarla. Esta idea de los planos superpuestos era tan cara a Kafka que la aplicó a su propio lenguaje: “Escribo diferente de como hablo, hablo diferente de como debería pensar y así sucesivamente, hasta la más profunda oscuridad”. De paso, y al tiempo que daba un ejemplo de cómo organizar el misterio narrativo, nos dejó una misteriosa teoría de las organizaciones, de su vida propia, casi independiente del fin por el que se instituyen y de aquello a lo que presuntamente sirven (cuando dicen servir a algo). Una teoría sobre la casi inexorable tendencia a la perversión de los instrumentos sociales que conserva una estremecedora validez.


Llegado el instante de recapitular y ofrecer un resumen sucinto acerca de Kafka, hay algo que siempre me ha parecido especialmente destacable en su obra. Con un vigor artístico incuestionable, Kafka construyó, extrañamente, toda una mística de la fragilidad. La obra de Kafka es la conciencia inclemente de que todo se tambalea. “Tengo una experiencia, como un mareo de mar en tierra firme”, escribió. Su pensamiento, planteándolas todas, no acepta ninguna resolución, oscila pero no termina de comprometerse con nada ni con nadie, porque asume que nada ni nadie pueden ofrecer ninguna certidumbre.

Kafka no buscaba ninguna respuesta, quizá temía que no la hubiera. “Muchos señalan al sol para negar la aflicción, él señala la aflicción para negar el sol”, anotó en uno de sus cuadernos hacia 1920. Lo emocionante es que desde esa actitud se entregara con denuedo a su obra y asumiera una tarea que no podía remediar lo irremediable, o no podía remediar nada. “La literatura está indefensa. No vive por sí misma, es juego y desesperación”, afirmó. Acaso ninguna fuerza impresione más que la fuerza de los débiles. Desde la desesperación, Kafka supo enseñarnos a mirar más dentro y más rectamente las cosas, con ese optimismo inadvertido que consiste en creer que vale más escarbar en la verdad que esquivarla. Tuvo la fe de sacrificarse y contarlo todo a través de la palabra hecha arte, en lugar de retirarse al silencio y la estolidez. O al ruido, ese presuntuoso e irritante sucedáneo.


LAS CIUDADES, LA CIUDAD


Yo he nacido en una ciudad, he vivido en una ciudad, he escrito en una ciudad (o lo que es lo mismo, he vivido y escrito de ella). Ahora casi no sabría vivir donde no hubiera una ciudad ni escribir una historia que no transcurriera en una ciudad, siquiera parcialmente. Y en este último caso, la historia se vería con cierta frecuencia invadida en sus pasajes no urbanos por la añoranza de las calles, el ruido, la gente, la lluvia de la ciudad. Cada uno de los tres hombres a los que está dedicada esta divagación nació, vivió y escribió en una ciudad. Dos de ellos hicieron todo eso en una sola, siempre la misma. Otro se fue a escribir a miles de kilómetros de la ciudad en la que había nacido, pero conviene apuntar que el suyo es un país más joven en el que casi todas las grandes ciudades se parecen, al menos a ciertas distancias y desde ciertos ángulos.

He viajado a Chicago, a París y a Praga, donde estos tres hombres, respectivamente, nacieron. No he ido a Los Ángeles, donde (no lejos) escribía el americano. Puede, pese a la excusa que acabo de ofrecer, que eso sea una falta irremediable para seguir componiendo este apunte. Sin embargo, no tengo modo de desplazarme rápidamente a Los Ángeles y por tanto debo arreglarme sin ella.

Dejo flotar en mi mente ahora, libres, las imágenes y los recuerdos de las tres ciudades, a las que fui en parte buscando el rastro de los tres hombres. Dejo que se mezclen, con distintas intensidades de luz, bajo sus cielos normalmente grises pero también de ese azul limpio y duro que sólo se extiende sobre ciudades como ellas. Dejo que se toquen sus noches, en las que todos los hombres y todas las ciudades son hermanos y hermanas. Me quedo un instante en silencio, y aparece la Ciudad, donde puede suceder la novela.

Praga, París, Chicago. De sus calles, con la suavidad de una bruma que ha sido anunciada, surge una historia, que buscará los rincones más recónditos para esconder misterios y se asomará a las perspectivas más extendidas para dejar anudados a ellas recuerdos y ensoñaciones. Al novelista le corresponde ahora aceptar el juego, y seleccionar con exquisita atención.

Al misterio le conviene la oscuridad y por eso se arrastrará, por ejemplo, hasta las más estrechas calles del downtown de Chicago, donde la altura de los rascacielos no deja que llegue el sol. O se internará por las silenciosas calles del barrio judío de Praga, aunque ya no sean aquellas callejas que contemplaba el Golem desde una ventana a la que no se accedía a través de ningún portal. O podrá, en fin, descender hasta las profundidades del Bois de Boulogne, donde acampan las prostitutas obligadas a todos los arrojos. Será allí, en cualquiera de esos tres lugares, donde se cometa el crimen o se geste el plan de una infamia. Pero también puede ser allí, al contrario, donde alguien establezca el raro designio de favorecer a quien más odia. El misterio es el revés de nuestra razón, la lógica de quien no conocemos lo bastante. Muchos preferirán, por inercia o convención, que todo se desarrolle de madrugada, cuando sea vieja la noche o se vaya aproximando el día. Pero también podría ser a esa hora tenue del comienzo de la tarde, apta para el sigilo y la sorpresa. La ciudad, propicia, dará su amparo en todo caso.

Al sueño y al recuerdo, en cambio, les sienta bien la mirada iluminada y lejana: París desde las escaleras de Montmartre, el castillo de Praga desde la Ciudad Vieja, el perfil de Chicago desde la orilla del lago Michigan. Nunca puede descartarse que en la novela aparezca un hombre que regresa después de veinte años en otro país, o dos jóvenes o dos viejos que se encuentran, o que se separan y se despiden. Nunca puede excluirse, porque sería negar la novela, que llegue el momento en el que no importe lo que sucede, sino lo que sucedió, sucederá o debería haber sucedido. Entonces vendrá bien disponer de cualquiera de esos tres horizontes, y dibujar sobre ellos al hombre o a la mujer, solos o no. Será una tarde de invierno o una tarde de verano, en función de la circunstancia, pero nunca con el sol demasiado caído, porque a la novela no le preocupa más esa línea de rascacielos o ese mar de edificios o ese castillo sobre la colina, sino estos seres casi insignificantes que vuelven o recuerdan o se marchan. Podemos elegir la tarde de verano para que el hombre o la mujer lamenten ausencias; en el verano la vida es fuerte y es también más intensa la certidumbre de lo ido. La tarde de invierno, en cambio, servirá para que el hombre o la mujer intercambien proyectos sobre el futuro. Sostengamos, como postura o simplificación, que la fe es tener el coraje de seguir saliendo a la calle en las tardes de invierno.

Hasta aquí el juego no es difícil, aunque tampoco desdeñable. Lo que ocurre necesita de un paisaje, y el paisaje, aunque parezca accesorio, tiene su valor: ponemos siempre a los sucesos el nombre y la imagen del paisaje en que los vivimos. Pero a veces la ciudad tiene todavía más trascendencia: a veces el paisaje exige los sucesos, las historias que tienen lugar en él. A veces, incluso, el paisaje exige al escritor que le escriba esas historias. No es sencillo explicar las interioridades de ese proceso. Avanza durante meses y años, inadvertidamente, mientras al escritor se le va torciendo y enderezando la vida por las calles de la ciudad. Hasta que un buen día, la ciudad se ha convertido en el alma y el corazón del escritor.

Raymond Chandler sólo vivió en su Chicago natal hasta los siete años, pero sin duda volvió alguna vez, y entonces apuesto que bajaba al atardecer por Michigan Avenue, donde podía hallarse el hotel en que se hospedaba. Durante el paseo se cruzaba con la gente que iba de tiendas o volvía del trabajo, les observaba, y aunque le complacía observarles, a medida que avanzaba se iba quedando solo. Así, solo, llegaba al final de la avenida, donde se detenía seguramente con la mirada perdida en la falsa estampa marina del lago. Raymond Chandler fue un niño en Chicago, y por eso doy en suponer que esa estampa forjó su sensibilidad y hasta se imponía a la imagen del mar verdadero, el que hasta su muerte pudo contemplar en California. Cuando un escritor mira el agua, se agolpan en su conciencia todas las historias sublimes que nunca ha logrado escribir. De esa culpa nace el hambre que le permite escribir las que sí escribe.

Marcel Proust tuvo toda la vida para caminar por París, y resfriarse con sus lluvias, y agravarse el asma con sus primaveras. París fue las mañanas de su infancia en los Campos Elíseos, las tardes de su juventud como merodeador en el Faubourg Saint Germain, las noches de su madurez en las calles que se mantenían a oscuras para dificultar el bombardeo de los zepelines. Dicen que París es la ciudad de la luz y es notable que Marcel fuera un insigne fotófobo, que acabó enclaustrado en habitaciones protegidas por gruesos cortinajes y forradas de corcho para evitar los ruidos exteriores. Marcel quiso impedir que le llegara nada de París, mientras se consagraba a eternizarlo hasta en sus más irrisorias menudencias en las páginas de aquel ingobernable libro. No necesitaba oírlo ni verlo, porque París, la ciudad de su ilusión y su dolor, brotaba interminable de lo más profundo de su ser.

Franz Kafka siempre quiso marcharse de Praga, donde residió hasta pasados los cuarenta años. Vivió siempre en los aledaños de la Plaza de la Ciudad Vieja, durante algún tiempo en la casa que hacía esquina, precisamente, con la calle de París. Hay una fotografía en la que se le ve ante ese edificio, sonriente, con sombrero y abrigo. Franz Kafka, siempre envuelto en ese abrigo, recorría las calles de la Ciudad Vieja, o cruzaba el puente hacia el castillo, o bajaba por la orilla del Moldava. Cuando abandonó su trabajo, jubilado prematuramente, se dejó olvidado en su armario el abrigo de emergencia, el que tenía siempre en la oficina por si se ponía a llover de repente. Nadie le vio nunca usar paraguas, sólo ese abrigo. Era un abrigo gris, como el cielo de Praga en invierno. Franz Kafka era un enfermo y el frío era letal para él. En Praga hace mucho frío, incluso en primavera. Y aun así el escritor, con la escasa defensa de su abrigo, iba y venía por aquellas calles, en aquella ciudad donde había nacido y en la que a la vez se sentía extranjero, porque era judío y hablaba alemán. A veces las odiaba, las calles y la misma Praga. Pero cuando se sentaba ante las cuartillas y se ponía a construir el reino de su imaginación, Praga se iba derramando de su pluma como el símbolo imperecedero de ese lugar que nos acoge y nunca poseeremos en realidad. Porque la ciudad nos ve nacer y luego, día a día, nos ve morir, indiferente.

Para mí la ciudad es otra, donde el invierno es más breve y el sol menos perezoso. Pero a fuerza de haber conocido el lirismo con que Chandler salda su deuda con la ciudad americana (Chicago, Los Ángeles, qué importa), la meticulosidad con que Proust reproduce París o la mansedumbre fascinada con que Kafka acata Praga, también ellas componen la ciudad de mi novela. La componían antes de conocerlas, gracias a su huella escrita, y ahora lo hacen gracias a algunos de mis propios recuerdos. Chicago es, por ejemplo, una tarde tibia y brumosa de agosto, mientras veo a la gente nadar en las aguas grises del lago. París es un mediodía tormentoso de junio, mientras saboreo un bocadillo en la Plaza de los Vosgos frente a un grupo de parisinas pálidas, como las que pudieron inspirar a Proust el pasaje de Albertina desaparecida: “…esas semidiosas que, conversando no lejos de nosotros con sus compañeras, nos despiertan el ansia de penetrar en su existencia mitológica…” Y Praga será siempre el parque Chotkov, mientras camino sin prisa por sus praderas desiertas que se alzan casi clandestinamente sobre la ciudad.

Estoy seguro de que voy a describir algún día (o todos los días) esas ciudades (la ciudad) en mi novela. Todos lo hacemos. Todos somos leales a la ciudad, hasta el final. Lo fue Raymond muriendo en una mansión de California. Lo fue Marcel apagándose en su gruta deletérea del Boulevard Haussmann. Y lo fue Franz, despidiéndose en un pueblecito llamado Kierling, cerca de Viena, frente a un sol dulce bajo el que quizá zumbaban las avispas (zumbaban, al menos, cuando yo estuve allí). De los hombres que fueron no queda nada. No he visto la tumba de Chandler, pero sí la de Proust en el cementerio de Père Lachaise y la de Kafka en el de Straschnitz. Sólo son una lápida y un monolito que fotografían algunos turistas, no demasiados. Pero la ciudad que habitaron y recrearon pervive. Muchos hemos caminado y caminamos por ella.


SI HA DE HABER UN PROTAGONISTA


Si ha de haber un protagonista (y es posible que esto sea requisito para hacer la novela comprensible, lo que nunca debe avergonzar a quien la escribe y puede exigir el que la lee), pido que no sea uno de esos imbéciles que no miran, o uno de esos fatuos que sólo quieren ser mirados, o uno de esos miserables baratos a quienes es imposible ver si se les mira de perfil. Que no sea un héroe, ni tampoco un antihéroe, que no aleccione ni corrompa, que no se haga admirar ni aborrecer. Que no pida ser seguido cuando no va a ninguna parte, que no persiga él ninfas o vírgenes, ni sean ellas las que le busquen, movidas por la piedad, la sumisión o el horror. Si ha de haber un protagonista, que no estorbe la novela, que la sirva con decoro y ayude a construirla y no a convertirla en bostezo o en chiste. Si ha de haber un protagonista, que sea una mezcla de Philip Marlowe, el Narrador innominado y el indefenso K.

Con Philip Marlowe uno se iría tranquilo al fin del mundo, y cuando escribo fin del mundo, me refiero a la idea tradicional: alguno de esos lugares desamparados donde debe economizarse fraternalmente la comida o el combustible, y donde todavía pueden experimentarse desfallecimientos y percances rigurosamente fatales. El hombre occidental llega a creer, en su embotamiento intelectivo mayoritario, que esos lugares han dejado de existir. Un porcentaje pequeño, con singular lucidez, alcanza a imaginar que debe quedar aún algún fin del mundo, en alguna región lejana, y a esa intuición se superponen imágenes tópicas de la tundra o de la Tierra de Fuego. Pero el fin del mundo sigue existiendo y lo tenemos cerca, y en el fondo lo sabemos, aunque nos cuesta tanto mirarlo. Está en una calle de nuestra propia ciudad, donde alguien se juega la vida para poder comer o para impedir que la lluvia le caiga encima, o donde hay un hospital en el que agoniza sin promesas un anciano moribundo. A veces nuestro camino se tuerce incómodamente y aparecemos ahí, en la calle o en el hospital, y tenemos que enfrentar la mirada del desahuciado. Entonces nos apartamos, con un escalofrío, y nos damos prisa en cambiar sus ojos por alguno de los ojos gozosos y jóvenes que se nos despachan en alguno de los colmados de optimismo mercenario que proliferan a nuestro alrededor. En ellos olvidamos el único conocimiento que nos restituye nuestra condición en su radical integridad: al final, nosotros mismos seremos ese desahuciado, y nuestros ojos serán los rehuidos. Es en ese trance, por ejemplo, donde me gustaría contar con Philip Marlowe, porque Marlowe tendría el pundonor de seguir mirando, como tiene el de seguir recordando a su viejo amigo Terry Lennox al final de El largo adiós, justamente cuando está delante del canalla bronceado en que su viejo amigo Terry Lennox se ha convertido y en el que él se niega a reconocerle.

Philip Marlowe es un gran tipo y un gran protagonista, además, porque asistimos a todas sus vicisitudes interiores, lo mismo cuando sirven para enaltecerle que cuando contribuyen a rebajarle. Y le perdonamos que muchas mujeres (demasiadas) se enamoren de él, porque sus escarceos con ellas son en realidad torpes juegos de adolescencia impenitente, y porque la remota Eileen Wade, la única mujer que le fascina de veras, le deja atrás con insultante naturalidad. Pero lo que sobre todo nos ayuda a aceptarle, aun en su reprensible condición de entrometido a sueldo, es que sus pesquisas no tienen como finalidad primordial defender los intereses de quien le paga, ni siquiera el logro de la justicia, esa ficción dudosa a la que se consagran tantos burdos detectives. Philip Marlowe sólo pretende permanecer fiel a sus principios, a su personal y sentida ars boni et aequi. Por eso no duda en conspirar contra la policía, ni en destruir pruebas, ni en maniobrar al margen de los intereses de su cliente. Todos los hipócritas se espantan ante un hombre de principios, y por eso Marlowe acaba alguna vez en el calabozo, o le apalean, o se le retira el encargo. Nadie encaja con absoluta imperturbabilidad ese tipo de contrariedades, pero él nunca se amarga por eso. Siempre tiene a su alcance una reparación: sentarse ante el tablero para reconstruir una vieja partida de Capablanca, o enfrentarse al espejo bajo la luz débil de su cuarto de baño, y en ese silencio y esa soledad acertar a convencerse de que sus principios, aunque se haya dejado algún jirón por el camino (quién no), siguen aún en pie.

El caso del anónimo Narrador de la Recherche, el presunto y discutido alter ego de Proust, es en mucho diferente. Con él nadie iría ni a la vuelta de la esquina. En un naufragio sería el histérico por el que se ahoga el que ha saltado del bote para rescatarle, en una caravana en el desierto el que se bebe toda el agua, en una epidemia el que distrae para sí el escaso medicamento salvador. Desde el principio aprendemos que es un egocéntrico imposible, empeñado en absorber la existencia de su madre, sus amigos, las muchachas en flor que demasiado bien sospechamos que en el fondo no le preocupan gran cosa, salvo que decidan tomar la sensata resolución de poner la máxima cantidad de tierra de por medio. Sus inquietudes artísticas, sus urgencias sociales, incluso su misma ansia de saber resultan malsanos. A la postre, todo parece parte de la misma intriga febril, sin otro propósito que llevar a cabo una especie de pillaje sobre la vitalidad que percibe a su alrededor y de la que él, en su postración física y moral, involuntaria o buscada de propósito, carece. Todo esto no sería demasiado grave, con todo, si hubiera algo de equidad en su proceder. Pero al amor honrado que sólo unos pocos despistados o santos le profesan, corresponde con una actitud idiota de doncella antojadiza, y a la frialdad que los demás le dispensan opone un despecho risible, que no repara en gastos, hasta llegar a la más completa ignominia.

Y sin embargo, de esa alma despreciable, cuya mezquindad sólo es menos formidable que la desnudez con la que se nos muestra, nace como del estiércol la limpia flor de una sensibilidad de cristal y acero, minuciosa y vasta, valerosa y prudente, cálida y punzante. El que carece del mínimo sentido imprescindible para gobernarse a sí mismo, extrae de las pequeñas sensaciones furtivas de la vida una sabiduría que nos ilumina a todos, y la formula con sublime candor: La muerte de uno mismo no es imposible ni extraordinaria; se consuma sin que nos enteremos, si es preciso contra nuestra voluntad, cada día. Pero no es ésta su cualidad más extraordinaria. Si algo me mueve a quererle, es su suprema paradoja: egoísta y avaro por naturaleza, es él quien nos da, para pasmo general, la lección máxima de la mirada. Nadie hasta entonces había mirado como él, tanto y a tantos, en tantas direcciones, a tanta profundidad. Es como si en la mirada, practicada hasta el heroísmo, hasta el agotamiento y la muerte, estuviera la redención de sus faltas, la cruz infinita en la que ha de hacerse clavar los pies y las manos. Allí queda, a merced de todos los lanzazos del mundo que de otra forma no habría podido conquistar. Esa cruz, en fin, es el libro; porque no mira sólo, sino que mira y lo cuenta. Tan por encima de todo narra que deja de vivir y sólo narra interminablemente, lo que otros vivieron y lo que él mismo no ha vivido. Y de ese no suceder hace una historia increíble, que creíblemente puede ser nuestra propia historia, porque en la vida de casi nadie sucede al final mucho, si se examina sin pasión.

Por eso, más que ningún otro, merece el nombre de Narrador, y cuando damos vuelta a la última página y su voz se extingue, comprendemos con un estremecimiento el prodigio de aquella ruindad suya que tanto nos repelía al principio. El Narrador veleidoso, débil y casi exasperante, es a la vez el pintor y el cuadro; no estamos contemplando la fotografía que le han hecho a hurtadillas, sino el retrato que él, mirándose de frente con los ojos desorbitados, ha trazado sin clemencia de sí mismo. Quien llega a esa última página apocalíptica sabe que el libro no es la memoria ensimismada y rencorosa de un inadaptado. Es todo lo contrario: un ingente sacrificio.

Para el sacrificio nació también, por razones diferentes, el infructuoso raciocinador K., que es procesado bajo el nombre de Josef o llamado a un inaccesible castillo como agrimensor. Antes de que consiga comprender el proceso que se le instruye morirá de una cuchillada; antes de que consiga entrar en el castillo se desplomará extenuado sobre la nieve. Y él lo sabe y quienes seguimos sus pasos también lo sabemos. Sin embargo, él sigue y nosotros le secundamos, entre el estupor y las caricias de seres extravagantes que nunca le entienden y a quienes él percibe que nunca podrá llevar hasta el lugar al que se dirige. No se sabe que admirar más en este hombre: si la firmeza con que cree en su inocencia y en la iniquidad de las persecuciones que padece, o la docilidad y aun la convicción con que acaba aceptando los castigos que le están destinados, cuando dilucida que la única transacción que cabe ajustar con el verdugo es la dulzura con que se producirá el golpe de gracia.

Pero siempre es una deformación óptica inadmisible juzgar las historias por su punto final. En su estricto punto final, todas las historias son una sola historia, obvia, forzosa, inútil. No es recomendable la ceguera y la ceguera consiste tanto en no mirar como en mirar sólo el fondo del vaso. De hecho, las muertes de K. las conocemos sólo aproximadamente, porque el escritor no pudo o no quiso terminar las novelas en que suceden y se abstuvo de recorrer el último trecho, el que llevaba hasta ellas. De K., por tanto, son otras las cosas que deberán retenerse. Habrá que escoger, por ejemplo, su confianza en la razón y en los otros hombres, que le mueve a sostener, en las circunstancias más adversas, negociaciones y parlamentos incansables, incluso con quienes podemos advertir que no están dispuestos a hacer nada para favorecerle. Habrá que reconocer, también, su curiosidad heroica, como la del niño que se vuelca encima la olla llena de sopa hirviendo o la del gato que se desliza dentro de la lavadora. A menudo K. avanza sin titubear hacia aquello de lo que debería huir, y le tiende la mano y le pide, o le pregunta qué hacer.

K. no es un sujeto al que podamos terminar de admirar. Es meticuloso y tiene una inteligencia escrupulosa, pero no parece muy listo. Diríase que le anima una insólita fuerza interior, pero se permite negligencias y errores irreparables en los momentos más inoportunos. Podemos atribuirle un cierto sentido de la rectitud, pero en ocasiones es arbitrario y hasta despótico, lo que nunca puede llegar a alabarse, aunque no siempre le falten razones para perder los estribos. Incluso cabe recordar algunas pobres personas de las que se aprovecha desconsideradamente, sin que pase en ningún instante por su cabeza, o sólo de forma muy fugaz, la idea de ofrecerles una reparación adecuada. En general tiene un plan y una intención, que tiende a mantener más o menos constantes, pero fracasa sin paliativos a la hora de ejecutarlos. No podemos terminar de admirarle, en suma, porque es demasiado como nosotros mismos.

Habrá que decir, por si no consta, que K. es el infortunado campeón del hombre de nuestro siglo; mutatis mutandis, como Don Quijote es en su siglo el campeón desdichado de las bellas ilusiones de los siglos pasados. Todo hombre es derrotado en mayor o menor medida por su época, pero nuestro tiempo, y eso es lo que enseña el ejemplo de K., parece haber sido ingeniado especialmente para derrotarnos. Las máquinas que hemos ido afinando durante milenios nos han sitiado y ya no podemos escapar, como se escapaba (mal que bien) de la Inquisición, la Revolución Francesa o el telégrafo, por citar alguno de los rudimentarios ensayos que precedieron a los artificios invencibles que ahora nos gobiernan. K. sufre el descalabro y tiene la dignidad de reconocerlo, aun arriesgándose a ser archivado como prototipo de ave de mal agüero en el saco inmenso de los libros y los héroes olvidados. Y he aquí que sus congéneres no sólo no le archivan ni le olvidan, sino que sus peripecias son exhumadas de los papeles póstumos en que se alojaban por un amigo infiel con aspiraciones pseudoevangélicas, y en diez años se traduce a todas las lenguas y en cuarenta es conocido en todo el mundo. ¿Cómo se explica que un destructor, un apestado, alcance semejante popularidad en nuestro brillante mundo de esperanzas amañadas?

La verdad es un fuego que funde cualquier hielo y K. atina a ser un apóstol de la verdad. Pero en eso no se diferencia de muchos apóstoles que nos fastidian. Lo que cierra el círculo, lo que le concede su discreto encanto y su éxito (y él lo sabe, aunque finge no saberlo), es que por encima de todo K. es un seductor. Seduce sin provocar ningún estruendo, porque no gusta de la pirotecnia ni del alarde: es un seductor de la modestia. Aunque a los propios interesados les cueste notarlo, nadie quiere a los gritones, a los persuadidos de su propio mérito. Todo el mundo tiene el olfato suficiente para calarles, para saber que su aparato es una cortina de humo contra su propia poquedad. Por el contrario, todo nos inclina hacia los seres como K., que se resignan a no ser nadie para ganar el mundo, en la frágil e insegura manera en que el mundo puede ser ganado: No hay más remedio que aceptarlo todo con paciencia y sin miedo. El hombre está condenado a la vida y no a la muerte.

Si ha de haber un protagonista, en resumen, que sea como cualquiera de estos tres protagonistas: humilde como K., desnudo como el Narrador, cabal como Marlowe. Que no trate de apabullarnos con sus gestas, ni con exhibiciones inservibles. Que trate de ayudarnos a vivir y también a disfrutar de que los demás vivan.

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