El problema de lo que es literatura trascendente se lo dejo a pelmas gordos como Edmund Wilson, un hombre de muchos méritos, entre los que personalmente me inclino con mayor reverencia ante el de haber logrado (en las Crónicas de Hecate County) hacer de un coito algo tan aburrido como un horario de ferrocarriles.

RAYMOND CHANDLER


Raymond Chandler nació en Chicago en 1888. Su padre, alcohólico, abandonó el hogar cuando Raymond contaba pocos años. Su madre, que había nacido en Inglaterra, se lo llevó con ella a Europa, donde Chandler recibió su instrucción. Cursó sus primeros estudios en el Dulwich College, una institución británica de sólo moderado prestigio, pero de la que hasta el final de su vida le enorgullecería haber sido alumno, porque siempre tuvo el convencimiento de que su educación europea le situaba un escalón por encima de sus compatriotas. Su opinión sobre el sistema educativo americano era simple y contundente: “es el hazmerreír del mundo”, llegó a escribir. En el Dulwich College cursó las dos modalidades entonces existentes, el plan clásico y el plan moderno, lo que le permitió adquirir a temprana edad una cultura amplia y versátil. Después pasó una temporada en Francia y otra en Alemania, donde aprendió los dos idiomas lo suficientemente bien como para hablarlos y escribirlos (otro rasgo infrecuente de apertura mental entre los estadounidenses). Vivió con su madre hasta que ella murió, cuando él tenía 36 años y ya habían regresado a los Estados Unidos. Poco después se casó con una mujer 18 años mayor que él, Cissy, con quien vivió hasta la muerte de ésta, en 1954, y de quien siempre dependió estrechamente, hasta el extremo de intentar suicidarse cuando ella desapareció. Al final, había de sobrevivirla escasamente un lustro. Murió en 1959 en La Jolla, California, donde había pasado una gran parte de su vida.

Raymond Chandler empezó a escribir a edad relativamente tardía, a los 45 años. Antes de eso tuvo múltiples trabajos. Fue contable, auditor de cuentas (como quien esto escribe, por señalar una quizá fútil coincidencia) y ejecutivo de varias compañías de petróleos. De esta experiencia profesional siempre guardaría un recuerdo favorable, aunque tuviera su lado incómodo (como la experiencia de tener que contratar a varios abogados a la vez o asumir la responsabilidad de despedir a algún empleado, según propia confesión). Trabajar durante años en el mundo de los negocios le permitió conocer la realidad social y no caer en las ingenuidades en que, por desconocimiento, caían en su opinión muchos escritores cuando se referían a la forma en que estaba organizada la vida de su época. Otra experiencia vital que le marcó, y le salvó de ciertas abstracciones, fue su participación en la Primera Guerra Mundial, sirviendo en el ejército canadiense. “Cuando uno encabeza un pelotón y les ordena a sus hombres que se lancen contra el fuego de ametralladora, nada vuelve a ser lo mismo”, escribió en cierta ocasión.

Las primeras publicaciones de Raymond Chandler fueron relatos breves que aparecieron en algunas revistas de género detectivesco (Black Mask y otras), entonces floreciente gracias a la obra de Dashiell Hammett y a los esfuerzos de una legión de imitadores más o menos afortunados. Los relatos breves de Chandler obtuvieron un razonable éxito y de ahí pasó a las novelas, que pronto fueron igualmente populares, sobre todo a raíz de la versión cinematográfica de El sueño eterno que realizara Howard Hawks. Escribió algunos guiones para Hollywood y siete novelas en total. Cuando publicó la penúltima y la más grande de todas ellas, El largo adiós, ya era un escritor consagrado, y Philip Marlowe, su detective protagonista, toda una referencia de la cultura norteamericana y me atrevería a decir que de Occidente.

Y ello a pesar de haberse mantenido siempre en un género considerado menor, el del relato policial. Parece que Chandler tuvo en todo momento una actitud ambigua respecto de la importancia verdadera de su obra. Por un lado se refería a ella de forma un tanto desdeñosa, como cuando aseguraba que si sus libros hubieran sido un poco peores no le habrían invitado a Hollywood, y si hubieran sido un poco mejores habría sido él quien se habría negado a ir. Pero por otra parte, escribió no poco acerca del valor de los relatos de misterio, distinguiendo entre las historias acartonadas y artificiales que inundaban las revistas y la verdadera literatura, que a su juicio podía igualmente hacerse y con la misma dignidad dentro del género policial o en cualquier otro. En su ensayo El sencillo arte del asesinato, se defiende de la acusación encerrada en la expresión frecuentemente usada literatura de evasión, sosteniendo (con incuestionable sentido común) que todo lo que se lee por placer es una evasión. Y en cuanto a una presunta dicotomía entre literatura de evasión y literatura de expresión (o literatura con mensaje, podríamos decir), argumenta que siendo indudable que a igualdad de condiciones un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa, también lo es que se han escrito libros muy aburridos sobre Dios y otros muy buenos sobre la manera de ganarse la vida y seguir siendo honrado. “Todo depende”, afirma, “de quién escribe y de qué tiene dentro para escribir”. En definitiva, añade en otro lugar, “no existen formas vitales e importantes del arte; sólo existe el arte, y en muy escasa proporción. El crecimiento de la población no aumentó en manera alguna esa proporción. No hizo más que acrecentar la destreza con que se producen y expenden los sustitutos”.

Hoy, superada ya la polémica, y habiéndose publicado las historias de Marlowe en ediciones con notas a pie de página (como registran un tanto estupefactos algunos detractores), estamos en condiciones de afirmar sin rubor y sin miedo que Raymond Chandler escribió una o dos de las mejores novelas del siglo, y que el resto, salvo alguna excepción, se sitúa a una altura difícilmente alcanzable. ¿Y cuáles son los valores que permiten hacer una afirmación semejante? Estoy seguro de que existe por ahí algún manual de literatura del siglo XX que proporciona una explicación técnica y apenas refutable al respecto. Quien compone estas líneas no puede más que aportar algunas modestas impresiones de lector.

A mi juicio, uno de los principales aciertos de la novela policial en general (y de las novelas de Chandler en particular), en el que en gran medida se justifica la enorme influencia que ha tenido en la narrativa reciente, es su elección del decorado urbano contemporáneo, donde de forma mayoritaria, dicho sea de paso, viven los hombres y mujeres que leen hoy libros. A partir de Chandler y de otros como él, ya no es necesario, para encontrar una aventura que merezca la pena narrar y leer, irse a lugares exóticos, a épocas remotas o mundos inexistentes. En la realidad cotidiana que nos rodea palpitan mil historias que pueden alimentar los más altos edificios literarios. Este reconocimiento ha expandido la literatura, tanto desde el lado de la creación como desde el de su recepción, y le ha permitido ser más crucial, menos un juego superfluo y más una respuesta valiosa a las necesidades profundas de las gentes. En contrapartida, se le ha permitido al creador producir un nuevo mito, el de la ciudad contemporánea, donde se dirime el destino del hombre lo mismo que antes se dirimía en los campos de batalla o en las tierras lejanas que aún estaban por descubrir.

Una segunda y fundamental virtud de estas novelas es la manera en que se nos cuentan las historias, una manera que ha tenido también no poco influjo posterior, hasta el extremo de impregnar incluso una conocida narración de ambientación medieval escrita por un profesor de semiótica para ilustrar algunas cuestiones filosóficas y estéticas (me refiero, naturalmente, a El nombre de la rosa, que en el fondo no es más que un relato policial, discípulo no especialmente aventajado de las historias de Hammett o Chandler). Cuatro elementos, a mi juicio, constituyen fundamentalmente el arte narrativo de Chandler (y por extensión el de la mejor novela policial norteamericana):


– El dinamismo de la acción: En los relatos de Chandler la acción, en forma latente o expresa, siempre está presente. Sus historias avanzan hacia algo y en todo momento se está avanzando, sin tener en ningún momento esa sensación de inmovilidad de la que a la postre acaba naciendo siempre el aburrimiento en la lectura, que es el monstruo del que deberían estar hechas las pesadillas de todo novelista (aunque para algunos sea un halago que sus libros se caigan de manos que juzgan plebeyas). El propio Chandler se refirió en alguna ocasión sarcásticamente a la necesidad de acción constante en la pulp fiction: “En caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en una puerta con una pistola en la mano. Esto podía llegar a resultar bastante tonto, pero no importaba. Un escritor que teme desbordarse es tan inútil como un general que teme equivocarse”.


– La tensión ejemplar de los diálogos: Sus personajes hablan con gran intensidad literaria, aunque Chandler, como Hammett, importase con astucia los giros coloquiales del habla cotidiana. “Todo lenguaje comienza en el lenguaje hablado”, escribió Chandler, a propósito del estilo de Hammett, y también vale para el suyo, “pero cuando se desarrolla hasta ser un medio literario, sólo es la apariencia lo que tiene del lenguaje hablado”. Esta tensión en los diálogos hace que lo que dicen los personajes nunca sea trivial, que siempre haya detrás una exigencia expresiva, incluso cuando la expresión se produce a través de exabruptos. La obsesión de Chandler por los diálogos queda patente en su juicio de Conan Doyle, a quien salva del holocausto al que arroja casi toda la literatura inglesa de misterio, y ello porque opina que “Sherlock Holmes es sobre todo una actitud y unas cuantas docenas de líneas de diálogo inolvidable”. Y aún queda más claro su talante en otra declaración, acaso un tanto exagerada, pero que no parece dejar de ser sentida: “Todo lo que busco es una excusa para ciertos experimentos sobre el lenguaje dramático. Para justificarlos, tengo que procurarme una trama y una situación, pero sustancialmente no me preocupa casi nada ninguna de las dos. Todo lo que realmente me preocupa es lo que Errol Flynn llama “la música”, las líneas de diálogo que tiene que decir”.


– El misterio: Chandler tiene un auténtico y profundo sentido del misterio, en la literatura y en la vida. Su misterio no es el de los huecos jeroglíficos de muchas novelas policiales, ni el artificio ventajista que siempre imputó a Agatha Christie. De ella llegó a escribir (en una carta compuesta en pulcro francés que dirigió a un crítico de este idioma) que a causa de su pereza e incapacidad consentía poco menos que en tender trampas al lector, sin renunciar si le hacía falta a alterar a posteriori las circunstancias iniciales de los personajes por mero afán de sorprender. “Agatha Christie puede seguir escribiendo indefinidamente”, escribió en otro lugar, con no menos dureza, “pero Chandler tiene que creer en algo”. Como avanzaba antes, esta inquina se extendía hacia buena parte de la literatura inglesa de misterio. En primer lugar, por la falta de interés de muchas de sus intrigas: “Es posible que los ingleses no sean siempre los mejores escritores del mundo”, anotó con ironía, “pero son, sin comparación alguna, los mejores escritores aburridos del mundo”. En segundo lugar, porque les consideraba demasiado alejados de la realidad, demasiado elaborados. Admitía que algunos trataban de ser honrados, pero, afirmaba, “la honradez es un arte”. Para entender su sentido del misterio, quizá nada mejor que dejarnos llevar por las propias palabras de Chandler, y quizá ningunas son mejores que las que cierran El sencillo arte del asesinato: “El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que asombra, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo al que vive.” Nada de acertijos triviales, de pasatiempos que no llevan o traen a ningún sitio. El misterio es esa verdad oculta que busca un hombre con conciencia y que siente el mundo que le rodea. Y en Chandler no se desvela siempre con la nitidez de la novela policial clásica, que se cierra como se termina un crucigrama. A menudo se queda más bien turbio, a medias, revoloteando en el alma del lector.


– El realismo: La narrativa de Chandler, sin renunciar a lo anterior, es profundamente realista. Por su experiencia vital al margen de la literatura y por su propia visión literaria. Pero no es el suyo un realismo ramplón. Contra el abuso del realismo, en el que sostenía que era fácil caer por prisa, por falta de conciencia o por ineptitud, prevenía vigorosamente. Su realismo es lírico y trascendente, porque se asienta no sólo en una mirada honda del mundo sino también en una mirada honda del arte. Volveremos sobre esa mirada un poco más adelante. En este punto, basta con mencionar el aprecio de Chandler por lo poético, por las metáforas y los detalles, en los que muestra una sensibilidad y unas dotes de observación que contribuyen poderosamente a su estilo. “Casi todo comienza en la poesía”, escribió. Junto al carácter a menudo sentimental de su visión del mundo, y me atrevo a defender que brotando de la misma fuente, surge su profundo sentido del humor, otro correctivo que impide que el realismo caiga en otra de sus más comunes degeneraciones, el tremendismo. Sus metáforas son a veces de una ironía demoledora: “Tenía menos posibilidades que una bailarina con una pierna de madera”, calcula Marlowe en cierta situación apurada. Y este recurso, convertido en sarcasmo, se pone también al servicio de una crítica implacable de la sociedad que le rodea, y en concreto del modo de vida estadounidense. Ejemplar e inolvidable es la conversación de Marlowe con el magnate Harlan Potter, en El largo adiós. En cierto momento, Potter observa: "Fabricamos los mejores envoltorios del mundo, señor Marlowe. Lo que hay dentro es principalmente basura”.


Otro de los valores incuestionables de Chandler es su construcción de los personajes. Él es acaso uno de los primeros, superando en esto a Hammett, que se preocupa de dar volumen y consistencia propia a todos los personajes que aparecen en sus ficciones, incluso a los secundarios. Me atrevo a aventurar aquí un juicio personal: en una novela, importa menos el protagonista que los personajes secundarios. El primero es casi un requisito, un mal inevitable. En los demás están las verdaderas posibilidades de construir un universo narrativo digno de ser visitado. En las mejores novelas, el protagonista es apenas un prisma por el que pasa la luz y se refracta en una gama compleja de colores, y es en esta gama de colores donde está el auténtico valor de la historia. Tal es el caso, por poner un conocido ejemplo, del Narrador en la Recherche de Proust.

En cuanto a Chandler, casi todos los seres en los que se detiene su foco son enjundiosos, pero siempre he apreciado especialmente la construcción de sus personajes femeninos. En un artículo reciente, Joyce Carol Oates se despacha a gusto acerca de esta faceta de Chandler, su retrato de la mujer, que reputa revelador de un machismo repugnante, cuando no de una abierta misoginia. En la obra de Chandler, anota, "las mujeres son malvadas y repulsivas cuando son seres sexuales; cuando no son seres sexuales, apenas existen". También se despacha acerca del hecho de que todas las mujeres terminen cayendo en los brazos de Marlowe, incluso Eileen Wade, la remota rubia de ensueño de El largo adiós.

Sin poder negar que hay algo sospechoso en la irresistible atracción que Marlowe provoca en las mujeres con que se tropieza, no puedo estar de acuerdo con el severo juicio de Oates. Es posible que Chandler fuera un tanto anticuado en su visión de la mujer, pero nunca un misógino, ni me parece que su interés prioritario por la mujer se cifrase en sus posibilidades como objeto sexual. Incluso se permitió alguna vez bromear al respecto: "Los enredos con rubias promiscuas pueden ser muy fatigosos cuando los describe un joven gotoso que no tiene en la cabeza otro objetivo que describir un enredo con rubias promiscuas". Pero la mejor refutación la encontramos en lo que sabemos de la propia vida de Chandler, y en particular de su relación con Cissy, por quien siguió profesando un amor apasionado cuando ella tenía más de ochenta años y estaba moribunda. Pueden encontrarse pocos testimonios de amor más estremecedores que los que aparecen en las cartas que escribió Chandler a diversos corresponsales después de la muerte de su esposa, en las que se refería a menudo a lo que había sentido por ella. Resulta difícil escoger un pasaje de aquellas cartas, pero yo escojo éste: "Durante treinta años, ella fue la luz de mi vida. Todas las demás cosas que hice fueron sólo la hoguera para que ella se calentase las manos”. Chandler siempre llamaba a la puerta antes de pasar a la habitación donde dormía Cissy, la ayudaba a subir o bajar del coche y nunca entró o salió de ninguna parte antes que ella. Todo ello es prueba tal vez de una actitud pasada de moda, como quizá lo sea también la singular obsesión de Chandler, documentada más de un lugar, de impedir que ninguna mujer que se relacionase con él pudiera sentirse degradada. Pero es difícil sostener que despreciara a las mujeres.

Hay una hermosa historia que Chandler narra en una carta a su agente literario, Helga Greene, a propósito de una camarera de 27 años a la que el autor, cuando ya tenía 70, un par de años después de la muerte de Cissy, invitó una noche a cenar y a bailar. Cometió el error de llevarla a un lugar de moda, que estaba atestado y en el que no pudieron bailar mucho. Durante la cena ella le contó su vida, algo accidentada, y cuando Chandler la acompañó esa noche a su casa pareció sentirse defraudada por el hecho de que él se negara a pasar. Al día siguiente el escritor la llamó para preguntarle de qué color quería las rosas. La chica se extrañó, a lo que Chandler dijo que ésa era su costumbre, regalar rosas a las mujeres que aceptaban cenar con él. Una vez averiguado el color, el rojo, la chica preguntó a Chandler si volverían a verse, y el escritor respondió que probablemente no, porque se iba de viaje a Europa y pasaría allí un largo tiempo. La mujer se despidió llorando, con una frase que Chandler consideró extraña: "Lamento que no pudiéramos bailar. Pero qué más puede hacer usted por una chica, aparte de lo que hizo”. Es verdad que en sus novelas, Marlowe es a veces más expeditivo, pero seguramente, de haber tenido en alguna 70 años y haber invitado a cenar a una camarera de 27, habría usado de la misma galantería desfasada de Chandler.

A mi parecer, uno de los pasajes más emocionantes de toda la obra de Chandler se encuentra precisamente en la carta que Eileen Wade, la rubia de ensueño de El largo adiós, deja antes de suicidarse. La carta termina así: "El tiempo lo vuelve todo mezquino, mugriento y arrugado. La tragedia de la vida no es que las cosas bellas mueran jóvenes, sino que envejezcan hasta hacerse despreciables. Eso no me ocurrirá a mí".

El último valor de la obra de Chandler al que quisiera referirme no es precisamente el que juzgo de menor importancia. Me refiero a su voz narrativa, encarnada en ese detective Philip Marlowe que relata en primera persona todas sus novelas. Para caracterizarlo, de nuevo conviene recurrir a lo que el propio Chandler dejó escrito: “Por estas calles ruines debe caminar un hombre que no es ruin él mismo”. Marlowe es un caballero andante de nuestra época, cáustico y sentimental, con un intenso y constante sentido ético a cuya luz encara a las gentes y las situaciones que le rodean. Joyce Carol Oates, en el artículo antes aludido, le imputa cierta inmadurez: “Se mantiene siempre como un adolescente sardónico entre adultos que le reprueban”. Y no le falta cierta razón. Todos aquellos que se establecen unas férreas pautas de comportamiento y las siguen a despecho de las circunstancias, incluso cuando ello redunda en su desventaja, como le ocurre a menudo a Marlowe, son probablemente ejemplos de una cierta inmadurez. Pero en todo caso se trata de una inmadurez consciente, y sospechamos que es en parte de ella de donde proviene la gran fuerza de esa voz que casi suena en nuestro oído, la voz de Philip Marlowe. Podría valerle la descripción general del detective que hace Chandler en El sencillo arte del asesinato: “Es un hombre solitario, que habla como habla el hombre de su época, con tosco ingenio, con un sentimiento vivaz de lo grotesco, odio al fingimiento y desprecio por la mezquindad”.

No quisiera terminar con Raymond Chandler sin mencionar un último aspecto, que es también (en mi creencia) el rasgo que contribuye más decisivamente a hacer de él un gran escritor: su idea del arte, como fin y como tarea. Es posible que haya excepciones, e incluso excepciones notables, pero no me resisto a creer que detrás de todo gran autor hay una idea del arte y de la creación, no simplemente recibida, sino propia y meditada, ya llegue a formularla expresamente o no.

Chandler, por lo que nos consta, tenía una idea del arte y además la formuló expresamente en diversos lugares. En cuanto al procedimiento, dejó una pauta sustanciosa: “Una buena obra no puede ser urdida, hay que destilarla”. Y en cuanto a los resultados, escribió en otra parte: “En la mayoría de las actividades mediante las que un hombre o una mujer gana dinero, hay un perdedor. Pero cuando un escritor escribe un libro, no toma nada de nadie. Añade algo a lo que existe”.

También meditó Raymond Chandler sobre la literatura como oficio, y es éste un asunto sobre el que sus palabras nos ofrecen una lección inolvidable: “Todo lo que un escritor aprende acerca del oficio le quita algo de la necesidad o el deseo de escribir. Al final conoce todas las tretas y no tiene nada que contar”. Y además de ello tenía una actitud, que podríamos llamar moral, ante el arte, lo que a mi juicio constituye otra de las señas que permiten identificar a los escritores realmente significativos: “Un escritor está siempre, en su propia sensación, apenas empezando. No importa lo que haya podido hacer en el pasado, lo que intenta hacer le convierte de nuevo en un adolescente, y nada le ayudará ahora salvo la pasión y la humildad”. Todo un aviso para los escritores infatuados, que siempre han abundado más de la cuenta (y desde luego, más que los escritores imprescindibles).

Y es que Chandler tenía, sobre todo, un sentimiento de la misión del arte. Un sentimiento que nos remite a Schopenhauer: “En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor”. En definitiva, el arte como salvación de todo lo que de insalvable tiene la vida.

Por esto pudo escribir, en una de sus últimas cartas (arrepintiéndose de haber insinuado en Playback, la última y peor de sus novelas, que Marlowe iba a casarse), que el verdadero desenlace de su detective sería el que sigue (es decir, ninguno): “Lo veo siempre en una calle solitaria, en habitaciones solitarias, perplejo pero nunca bastante derrotado”.

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