Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina. Los reparaba, los inventaba, los deducía de publicaciones norteamericanas. No sabía inglés, pero era capaz de interpretar un esquema, un plano o un circuito con la facilidad con la que otros leen un síntoma. Por su taller pasaron aparatos de rayos X y pulmones de acero con los que mis hermanos y yo jugábamos, no siempre a los médicos. Entre los ingenios que más me impresionaron, recuerdo un aspirador de sangre perteneciente a la época anterior al bisturí eléctrico, cuando las heridas abiertas por el cirujano se inundaban, impidiendo la visión del órgano a operar. El aspirador dejaba la herida limpia en cuestión de segundos. La sangre se recogía en un recipiente de cristal de boca ancha, como los de las aceitunas a granel; probablemente fuera un frasco de aceitunas, pues en casa no se tiraba nada. Los tapones de los tubos de la pasta de dientes servían, por ejemplo, como mandos para los aparatos de radio. Más tarde, con la aparición del bisturí eléctrico, que cauterizaba la herida al tiempo de infligirla, los aspiradores, creo, pasaron a la historia.
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera. Recuerdo haberle visto inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes en un filete de vaca, asombrado por la precisión y la limpieza del tajo. No olvidaré nunca el momento en el que se volvió hacia mí, que le observaba un poco asustado, para pronunciar aquella frase fundacional:
– Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.
Cuando escribo a mano, sobre un cuaderno, como ahora, creo que me parezco un poco a mi padre en el acto de probar el bisturí eléctrico, pues la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
Mamá no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos ensayos. Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó en seguida. Nada como la textura de la carne, excepto, añado yo, la textura de la página.
Otro ingenio con el que alcanzó cierta celebridad fue el electroshock portátil, un aparato del tamaño de un bestseller con varios compartimientos, en uno de los cuales se guardaban los electrodos. Solía contar que un día, hablando en el jardín de un manicomio con su director, un loco lo reconoció como el proveedor de aquellos artilugios y le arrojó desde una ventana un tiesto que le rozó un hombro. El electroshock estuvo muy cuestionado en los años setenta del pasado siglo, pero creo que ha vuelto. En algún sitio he leído que Cabrera Infante, que era bipolar, pidió en alguna ocasión que se lo aplicaran.
Mi padre pasó sus últimos días en una residencia de ancianos adonde yo iba a verlo, no con mucha frecuencia pero sí de un modo regular. Se había vuelto bulímico, de manera que solía acercarme a la residencia sobre el mediodía, para invitarle a almorzar, y lo volvía a dejar a la hora de comer. De esta forma, los días que iba a verle comía dos veces, pero podría haberlo hecho tres o cuatro. Era insaciable. Y no estaba gordo. Fue siempre un hombre fibroso, menudo, ágil, incluso a los ochenta años (murió a los ochenta y dos). Solía llevarle a un Kentucky Fried Chicken, esa cadena de pollos fritos fundada por un coronel norteamericano al que mi padre adoraba por militar, por inventor y por haberse hecho rico gracias a una receta cuyos ingredientes, según me explicaba con admiración, eran secretos, como los de la coca cola.
Durante aquellas comidas me hablaba con frecuencia de los beneficios del electroshock y me contaba sus primeras experiencias con el aparato, que habían resultado desalentadoras. Me pareció entender que pudo llevarlas a cabo gracias a un médico de Valencia, un psiquiatra que le prestaba a los locos para que experimentara con ellos. Nunca lo expresó de un modo claro, pero daba la impresión de que se refería a esa época con sentimiento de culpa.
– El problema -decía- es que al principio aplicábamos a los locos corriente alterna. La corriente alterna cambiaba de dirección constantemente y dejaba el cerebro hecho polvo. Entonces, se me ocurrió que había que aplicarles corriente continua. La corriente continua es como un brisa que sopla siempre en la misma dirección, peinando, sin dañarlo, un campo de trigo.
Al decir lo del campo de trigo, hacía con la mano un gesto solemne. Parecía que estaba viendo las espigas (o las neuronas) inclinarse suavemente frente a la caricia del aire (o de la electricidad).
Cuando lo devolvía a la residencia, yo cogía el coche y regresaba a Iberia, donde entonces me ganaba la vida. Me metía en mi despacho, que era un cubículo con forma de ataúd, me hacía un porro y me perdía en ensoñaciones hasta que la gente volvía de comer. Recuerdo haber llorado un par de veces porque en aquella época estaba flojo, deprimido, y la obsesión de aquel hombre con el electroshock y el pollo frito me desasosegaba.
El taller de mi padre estaba situado en la parte de atrás de la casa, separado de ésta por un patio de cemento. La parte de delante daba a una especie de jardín comunicado con el patio de atrás por un callejón sombrío en el que crecía un árbol con la corteza negra. El taller tenía cuatro dependencias dispuestas en batería, dos de las cuales se utilizaban como almacén de material. La casa, por su parte, tenía dos pisos y un desván. En el piso de abajo se encontraban al principio los dormitorios, el cuarto de baño y una habitación multiusos que durante una época fue la alcoba de los chicos (llegamos a ser cuatro chicos y cinco chicas), además de una especie de despacho en el que mi padre llevaba su oficina. En el de arriba estaban el comedor, la cocina, un aseo minúsculo y otras dos o tres habitaciones. Más tarde, la cocina y el comedor se trasladaron al piso de abajo y los dormitorios se colocaron todos en el piso de arriba. Hacíamos continuamente cambios de este tipo sin encontrarnos a gusto con ninguno.
Encima de uno de los almacenes anexos al taller había un cuartito cerrado, al que se accedía por unas escaleras exteriores, de cemento. Se lo había reservado el dueño de la casa para guardar objetos y libros de su propiedad con los que no sabía qué hacer. Mis hermanos y yo acabamos forzando su puerta. El interior, iluminado por un ventanuco lleno de polvo y telarañas, estaba repleto de trastos y de libros. Había, entre las cosas que nos sorprendieron, un par de floretes, un cáliz, y también una edición entera de un libro en el que se pretendía demostrar que Cristóbal Colón era gallego. Probablemente, entre aquellos libros y aquellos objetos hubiera algo valioso. De ser así, el dueño de la casa no era consciente, pues lo que no destrozamos nosotros lo mearon los gatos o se lo comieron las ratas que entraron detrás de mí y de mis hermanos.
Pagábamos de alquiler mil pesetas al mes, que no era poco si añadimos que se trataba de una ruina. Tenía goteras. Las ventanas encajaban mal; el cemento del patio estaba roto; las paredes, desconchadas; las vigas, podridas… Entre la puerta que daba al jardín de delante y la que daba al patio de atrás había durante el invierno una corriente constante (y cortante) de aire frío, un punzón invisible que llegaba hasta la médula de la vivienda. No sé si es científicamente posible tener frío en la médula, pero ahí es donde se instaló, en el tuétano de cada uno de nosotros y en el tuétano del grupo familiar, cuando nos trasladamos desde Valencia a Madrid. Yo contaba seis años.
En el principio fue el frío. El que ha tenido frío de pequeño, tendrá frío el resto de su vida, porque el frío de la infancia no se va nunca. Si acaso, se enquista en los penetrales del cuerpo, desde donde se expande por todo el organismo cuando le son favorables las condiciones exteriores. Calculo que debe de ser durísimo proceder de un embrión congelado.
Recuerdo el tacto de las sábanas, heladas como mortajas, al introducirme entre ellas con mi sesenta por ciento de esqueleto, mi treinta o cuarenta por ciento de carne y mi cinco por ciento de pijama. Recuerdo la frialdad de las cucharas y de los tenedores hasta que se templaban al contacto con las manos. Recuerdo la insensibilidad de los pies, que parecían dos prótesis de hielo colocadas al final de las piernas. Recuerdo los sabañones, Dios Santo, que se ponían a picar en medio de la clase de francés o de matemáticas, y recuerdo que si caías en la tentación de rascártelos sentías un alivio inmediato, pero en seguida respondían al estímulo multiplicando la sensación de prurito. Recuerdo que aprendí esta palabra, prurito, a una edad absurda, de leerla en los prospectos de aquellas cremas que no servían para nada. Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningún lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, el techo, el pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frío el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heladas las caricias. Aquel frío de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días del invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria. Si se ha tenido frío de niño, se tendrá frío el resto de la vida.
Colocábamos en el alféizar de la ventana, antes de acostarnos, un vaso con agua que al día siguiente amanecía helada, lo que nos parecía un milagro. Tocábamos el hielo con la punta de los dedos para ver si comprendíamos con ellos, con los dedos, lo que no comprendíamos con la cabeza. Pero tampoco los dedos entendían aquel fenómeno explicable en términos científicos, no emocionales. Más complicado fue entender que el frío quemaba, pero lo cierto es que un día me abrasé los labios al llevarme a la boca un pedazo de cobre que encontré en el jardín, a primera hora de la mañana. Me gustaba el sabor del cobre; todavía, al pronunciar la palabra cobre, siento un cosquilleo eléctrico en la punta de la lengua. El cobre sabe a electricidad. Mi padre guardaba decenas de bobinas de cobre en la parte de su taller dedicada a almacén.
Nos colocábamos la chaqueta del pijama sobre la camiseta de tirantes, que era una segunda piel, y nos metíamos tiritando en la cama. A veces me masturbaba, no tanto por placer como por la curiosidad de que de un cuerpo yerto saliera un jugo caliente. Cuando las heladas alcanzaban una crueldad insoportable, se preparaban botellas de gaseosa con agua hirviendo para introducirlas entre las sábanas. A mí me daban pánico porque a veces estallaban. En el colegio circulaban leyendas según las cuales el estallido, si te masturbabas, coincidía con la eyaculación, de modo que durante unos instantes se confundía una cosa con otra. Para que no estallaran, metíamos dentro una alubia. Aunque de mayor averigüé que aquel remedio carecía de base científica, nadie recuerda que reventara una botella sometida a este tratamiento.
Una vez a la semana tocaba limpieza general del cuerpo. El cuarto de baño era una estancia destartalada y fría, fría, fría. Tenía una bañera con patas, pero nos lavábamos en un barreño que mamá colocaba en el centro de la habitación. He empezado a decir «mamá» ahora, tan mayor, pero siempre he dicho «mi madre». Mamá, pues, colocaba un barreño de agua hirviendo en el centro del cuarto de baño. Como era imposible desnudarse allí sin perecer, prendía un plato lleno de alcohol cuya llama, casi invisible, proporcionaba un calor tan intenso como fugaz. Aprendí entonces que el aire caliente tiene la propiedad de ascender hacia las capas altas de la atmósfera. El aire templado por el alcohol subía, pues, hacia el hondo techo y el frío procedente del suelo te envolvía de nuevo en seguida, como un sudario. Pero durante los segundos de calor el cuerpo era feliz.
Mi padre (todavía no me sale el «papá», pero estamos empezando) calentaba el taller con una de esas estufas redondas, de hierro fundido, como la que teníamos en el cuarto de estar y que, alimentada con carbón, se ponía al rojo vivo. Qué expresión, rojo vivo. Se llama así, supongo, porque es un rojo dinámico, agresivo, elocuente, vivaz. A veces, el hierro daba la impresión de trasparentarse, pero se trataba de una alucinación proporcionada por aquellas tonalidades violentas. Como las habitaciones eran grandes y los techos altos, sólo notabas el calor en la parte del cuerpo expuesta a la estufa. Se daba el caso de tener la cara ardiendo y la nuca helada, o al revés. Era un mundo hecho a la mitad: teníamos la mitad del calor que necesitábamos, la mitad de la ropa que necesitábamos, la mitad de la comida y el afecto que necesitábamos para gozar de un desarrollo normal, si hay desarrollos normales. De algunas cosas, sólo teníamos la cuarta parte, o menos.
Mi padre se pasaba las horas muertas en el taller, ensimismado sobre un circuito eléctrico, canturreando tangos. Se sentaba en un taburete muy alto, como los de aparejador, con la estufa colocada a su espalda. Un día, un hermano mío y yo nos encontrábamos allí, castigados por algo, cuando pasó cerca de nosotros un gato (había tantos como ratas) al que mi hermano cogió e introdujo en una media de nylon desechada que había ido a parar al taller. No sé cómo logró hacerlo sin que el animal se quejara. Pero lo cierto es que lo consiguió y remató la tarea con un nudo. Después arrojó aquel raro embutido debajo de la mesa, a los pies de mi padre, como si fuera una bomba que estalló, literalmente, pues al animal le dio un ataque de desesperación y se liberó de la media como una llama negra, colocándose en uno de los extremos del taller en posición de ataque. Mi padre hizo volar el circuito en el que trabajaba por los aires. Se asustó tanto que, en vez de reñirnos, todavía pálido, nos explicó que los gatos eran mucho más peligrosos que los perros. Saltaban, dijo, sobre la cabeza de sus víctimas, de donde no había forma de apearlos, y le arrancaban los ojos en un suspiro. El suelo del taller estaba roto, como todo lo demás, y lleno de limaduras frías.
Todo estaba roto. Cuando yo nací, el mundo no estaba roto todavía, pero no tardaría en estarlo. Soy el cuarto de una familia de nueve. Me preceden una chica y dos chicos. Cada uno se lleva con el anterior quince o dieciséis meses. Nací en Valencia, donde pasé los seis primeros años de mi vida, antes del traslado a Madrid. De Valencia recuerdo, el sol, la playa y algunas secuencias inconexas, como pedazos de película rescatados de un rollo roto:
• Me veo, por ejemplo, de la mano de mi madre. Estamos en un mercado donde ella adquiere algo que paga con las monedas que extrae de un monedero negro, con el cierre de clip. Pienso que en ese recipiente lleva el dinero que le han dado (¿el Gobierno?, ¿Dios?) para toda la vida y se me ocurre que es una irresponsabilidad sacarlo a la calle. Si lo perdiera o se lo robaran, qué sería de nosotros.
• Ahora estoy en un sitio alto, quizá en la cama de arriba de una litera. Hay a mi alcance unas cortinas que dividen el espacio en dos partes. Sé que no debo ver (ni oír) lo que ocurre al otro lado de las cortinas, pero no puedo dejar de hacerlo. Aunque no comprendo lo que veo (ni lo que oigo), me da miedo.
• En otro de esos trozos de película hay un pasillo en uno de cuyos extremos estoy yo con mi madre. Ella permanece agachada detrás de mí, cogiéndome de la cintura. Me pregunta al oído, riéndose, quién creo yo que es la persona que se encuentra al otro extremo del pasillo, detrás de las cortinas que limitan el recibidor. Las cortinas tiemblan ligeramente. Todo está oscuro, en blanco y negro. Yo sé que es mi padre el que las hace temblar, pero también sé que es un hombre. Hay ocasiones en las que papá es sólo papá y ocasiones en las que es sólo un hombre. Cuando sólo es un hombre, como ahora, me da miedo. Mi madre me empuja para que corra a abrazarle y yo me echo a llorar porque no quiero abrazar a aquel hombre.
No todo el caudal de esta época está formado por imágenes inconexas. Es verano, sábado o domingo, y mi madre, mamá, está preparando la comida para ir a la playa. Esa noche he soñado que al hacer un hoyo en la arena encontraba una peseta. Se lo cuento a mi madre, que va de un lado a otro de la cocina, colocando cosas, y no sé si me escucha. Luego estamos en la playa, debajo de una sombrilla. Mis hermanos han corrido al agua. Mi madre dice que por qué no hago un hoyo, a ver si encuentro la peseta del sueño. Me pongo a escarbar y al poco aparece, en efecto, la moneda, el tesoro. Todos los días de mi vida recordé esta historia que implicaba la realización de un sueño. Me la contaba a mí mismo una y otra vez, como si no comprendiera su sentido. Muchos años después, tumbado en el diván de una dulce psicoanalista, una mujer llamada Marta Lázaro, la volví a contar, volví a contarme la historia de aquel sueño realizado y de súbito, para no ahogarme por la emoción, tuve que incorporarme: acababa de descubrir que mi madre, mamá, había escondido aquella moneda en la arena antes de sugerirme que hiciera el hoyo. En el instante de este segundo descubrimiento, mi madre llevaba más de un año muerta y ocupaba casi todas las horas de mi análisis. La anécdota está atribuida a un personaje de La soledad era esto, publicada en 1990.
Otra imagen de la playa: voy por la arena solo, corriendo entre los cuerpos tumbados al sol. Uno de esos cuerpos reclama mi atención. Pertenece a un hombre vestido con pantalones y camisa blancos. Lleva unos zapatos, también blancos, de los de rejilla, y se tapa la cara con un sombrero del mismo color. Duerme. Me quedo mirándolo, extrañado. En esto, viene un poco de aire que le descoloca el sombrero y veo su rostro. Es mi padre, pero sobre todo es un hombre. Salgo corriendo, espantado, hacia donde se encuentra mi madre, pero no le digo que papá está allí a unos metros de nosotros, como si no nos perteneciera o no le perteneciéramos. No sé qué hacía allí.
Otro día, también en la playa, hemos alquilado un patín, esa embarcación rudimentaria compuesta por dos flotadores paralelos unidos por cuatro o cinco travesaños. Estamos sobre él, en equilibrio inestable, mis hermanos y yo, además de papá. De repente, al imaginar el abismo que se abre debajo de nosotros, tengo un ataque de pánico. Quiero volver a la orilla. Mi padre me coge del brazo, me aprieta muy fuerte y me mira como si me quisiera matar, como si me fuera a matar. Se ha convertido en un hombre. Esa noche, en la cama, tengo la fantasía de que me peleo con él y le venzo.
Todavía un poco más de Valencia: Voy al colegio de la mano de mi madre (la mano de mi madre, ¿cuántas veces ha de emplear esta expresión un hombre que relata su vida?). Voy, pues, de la mano de mi madre. Todos los días nos cruzamos con otra madre que lleva de la mano a su hijo ciego, quizá, pienso yo, a un colegio especial, de alumnos ciegos y profesores ciegos. Los imagino moviéndose como bultos por las estancias de ese centro especial. No sé por qué, me viene a la cabeza la idea de que entre todos esos niños hay uno que, aunque finge ser ciego, ve. Me estremece la idea. Todavía ahora, al imaginar a ese crío impostor en clase, en el comedor, en el recreo, siento una incomodidad inexplicable. El caso es que cuando nos cruzamos con el niño que no ve, yo cierro los ojos y camino algunos metros a ciegas para intentar averiguar qué siente el niño ciego, cómo es su universo, de qué manera percibe los peligros. Pero los abro en seguida, aterrado. Un día se me ocurre la idea de que mientras yo permanezco con los ojos cerrados, el niño ciego ve, de modo que empiezo a cerrarlos con frecuencia, en clase de matemáticas, de geografía, durante la comida, en el recreo, también en el pasillo de casa, en el cuarto de baño, en la cocina… Tengo la convicción absurda de que entre ese niño y yo hay un vínculo misterioso que nos obliga a compartir la vista. Llega así un momento en el que paso casi la mitad del día con los ojos cerrados. Las monjas empiezan a llamarme la atención; mi madre me pregunta si me ocurre algo; empiezo a producir inquietud a mi alrededor. Poco a poco, abandono esta costumbre. Un día, dejamos de cruzarnos con el niño ciego. Me olvido de él. Muchos años más tarde, ya convertido en escritor, me acuerdo de aquella historia y decido hacer un reportaje sobre los ciegos. Para ello, paso una jornada en su compañía, con los ojos tapados por un antifaz. Lo hago para que el niño ciego de mi infancia pueda ver el mundo, sin interrupciones, durante un día entero. Caso cerrado, deuda cancelada. Ya no debo sentirme culpable de ver.
El colegio, en Valencia, era de monjas. Dejábamos los abrigos, al llegar, dentro de un armario. Durante la jornada, pensaba a veces en él, en el abrigo dentro del armario. Me parecía que las prendas de vestir tenían un poco de vida y que estaban deseando que volviéramos a rescatarlas de la oscuridad. No recuerdo cómo aprendí a leer, me recuerdo leyendo en un libro de texto algo sobre don Pelayo. Se me quedó ese nombre, don Pelayo. Por lo demás, pronunciaba muy mal. En casa me llamaban lengua de trapo. A veces me miraba la lengua en el espejo, para comprobar que era de carne. Pero cuando dejaba de mirarla, la sentía realmente como un pedazo de fieltro. En más de una ocasión, la pasé por encima de las chaquetas, de los pantalones, de la ropa interior de mis hermanas y mi madre, convencido de que, al ser de trapo, poseía cualidades especiales para apreciar el sabor de aquellas prendas. Mi dificultad para pronunciar determinadas letras hacía gracia a los mayores. En las reuniones familiares me pedían que recitara poesías subido a una silla.
Cuando entraba en clase una monja determinada, cuyo nombre no recuerdo, yo notaba entre las ingles un movimiento anormal que sólo podía tratarse de una forma muy primaria de excitación venérea. El sexo.
El viaje de la familia a Madrid marcó un antes y un después, no sólo porque después fuimos pobres como ratas, o porque antes no hiciera frío, sino porque gracias a aquel corte sé perfectamente a qué etapa corresponde cada recuerdo. En la etapa de antes, una noche de Reyes vi, mientras me desnudaba, a un rey mago al otro lado de la ventana. Observé que mis hermanos no se habían dado cuenta y no dije nada.
Hay un momento en la etapa de antes de Madrid en el que se empieza a hablar del viaje. Parece que nos vamos de Valencia, pero la información se nos da de forma harto contradictoria. Las bocas de los adultos dicen cosas que sus ojos desmienten. Lo que aseguran las bocas es que se trata de mejorar. Madrid es la capital, un lugar en el que las oportunidades se multiplican, en el que hay de todo (pronto advertiría que no había playa, ni mar, ni calor, entre otras cosas esenciales), en el que uno puede llegar a ser lo que quiera… Estos mensajes van dirigidos sobre todo a mis hermanos mayores. Yo soy un oyente residual que escucha voces cuyos significados desconoce, aunque soy quizá el único capaz de advertir el contraste entre el mensaje de las bocas y el de los ojos.
Se trataba, en realidad, de un viaje desesperado. Una de las noches anteriores a la partida estoy en la cama, despierto. Se abre la puerta y entran mis padres. Me hago el dormido. Mis hermanos lo están. Mis padres nos dan un beso y vuelven a salir de la habitación, pero se dejan la puerta abierta. Están quitando los cuadros del pasillo. Mi madre, con un rencor inconcebible, pide a mi padre que arranque también las alcayatas, que no deje nada, aunque destroce la pared. Impresiona escuchar su rabia, su amargura, su desesperación. Quizá su miedo. El miedo de los mayores produce pavor en los pequeños.
Viajamos en un tren con los asientos de madera. Llegamos a Madrid muy tarde, por la noche, y dormimos en una pensión de Atocha. Mi padre, mis hermanos y yo ocupamos una habitación enorme, con camas muy altas, de hierro. En la habitación hay un lavabo en el que mi padre, antes de acostarse, orina. Al darse cuenta de que lo estoy observando con extrañeza, se vuelve y me dice:
– Todo el mundo hace esto en las pensiones.
Al día siguiente vamos a la casa, tomamos posesión de ella. Es verano, de manera que no tenemos frío, todavía no. La casa se encuentra lejos, en una calle llamada de Canillas, dentro de un barrio conocido por el nombre de Prosperidad. Se trata de un suburbio, pero todavía no sabemos qué es un suburbio, por lo que tampoco captamos la contradicción. Los críos nos entusiasmamos al ver aquel jardín, aquel patio, aquellos cuartos traseros llamados talleres. No nos cansamos de subir y bajar las escaleras, de abrir puertas, de descubrir rincones nuevos. La llegada, de momento, confirma lo que decían las bocas. No tardaría mucho en cumplirse lo que expresaban los ojos.
Durante el verano, para que no le molestáramos, nuestro padre nos obligaba a leer el Quijote por turnos, sentados en un banco del taller. Aquel modo de entrar en contacto con la obra de Cervantes fue un desastre. Cuando podíamos, nos escapábamos a la calle. Pero la calle era un territorio prohibido. Pronto se nos notificó un secreto: nosotros no pertenecíamos a la clase social de los chicos que jugaban en la calle. No debíamos mezclarnos con ellos. ¿Dónde estaban entonces los que pertenecían a la nuestra? En otros lugares, en otros barrios a los que no podíamos acudir porque carecíamos de la ropa adecuada, de los zapatos adecuados, del dinero preciso. Habíamos caído en una condición infernal. Valencia, desde la distancia, se convirtió entonces no sólo en un espacio luminoso, cálido y con mar, sino en el Paraíso Perdido.
Cuando empecé a crecer, ya estaba todo roto: rotas las vidas de mis padres, eso era evidente, y rotas las nuestras, que habíamos sido violentamente arrancados de la clase social y del lugar al que pertenecíamos. Cuando pasó el verano, nos dimos cuenta de que también la casa estaba rota. Si llovía, aparecían goteras que nos obligaban a desplazar las camas de sitio para colocar cubos que cada tanto era preciso vaciar. Si hacía viento, las corrientes de aire entraban de forma violenta en las habitaciones provocando estremecimientos sonoros en los bastidores de las ventanas, cuyos delgados cristales se agitaban como atacados por una embestida de pánico. No cerraban bien las puertas porque todo estaba fuera de quicio, de lugar, nada encajaba en su molde, tampoco las palabras con las que intentaban explicarnos por qué habíamos caído en aquella situación indeseable.
La calle de Canillas, por otro lado, era el límite de la realidad. Más allá se extendía una sucesión de vertederos y descampados amenazadores, una especie de nada sucia que flotaba hasta donde alcanzaba la vista.
Los chicos íbamos al colegio Claret, cuyos curas se establecieron en aquel barrio casi al mismo tiempo que nosotros, situándose en uno de sus bordes. Aunque he dedicado gran parte de mi vida a escapar de aquellas calles, no estoy seguro de haberlo conseguido. A veces, en la cama, pienso en ellas como en un laberinto en cuyo interior vivo aún atrapado. Quizá ese sentimiento explica las crisis claustrofóbicas de las que soy víctima con alguna regularidad. Lo cierto es que a pesar de haberme hecho mayor, todos los días, a las nueve de la mañana, cojo la cartera y voy al colegio, del que vuelvo al mediodía para regresar a él después de comer.
Y en cada uno de estos viajes compruebo que el mundo era un lugar extraño. Y misterioso. ¿Lo hacía eso atractivo? Desde luego que no, aunque también es cierto que dentro de la aspereza cotidiana se producían momentos de una dicha casi insoportable.
La presión del tópico me empuja a decir que mi padre se relacionaba con sus herramientas como si fueran prolongaciones de su cuerpo, un conjunto de prótesis. Del mismo modo que el lenguaje nos utiliza y nos moldea hasta el punto de que, más que hablar con él, somos hablados por él, mi padre parecía hablado por las herramientas que tenía siempre al alcance de sus manos. Cuando murió y lo incineramos y guardamos sus cenizas en el columbario en el que reposaban ya las de mi madre, nadie se ocupó de incluir también su nombre en la lápida. Parecía que sólo estaban allí las cenizas de mamá, cuya urna, por cierto, era también más grande y retórica que la de mi padre. Hace un par de meses decidí recoger las de los dos, pues en alguna ocasión habían expresado, de un modo más o menos vago, que les gustaría acabar en el mar. Tras una serie de penalidades burocráticas y el abono de una cantidad de dinero, me citaron en el cementerio un día de finales de diciembre, a las nueve de la mañana. Acudí en taxi, pues no me sentía con ánimos para conducir, y le pedí al conductor que me esperara. Los funcionarios llegaron puntuales y en compañía de ellos me dirigí a la instalación donde se encontraban los columbarios, una nave gigantesca, de techos muy altos, que parecía un congelador industrial.
Tras arrancar la lápida en la que sólo figuraba el nombre de mamá, rompieron a golpes de martillo un frágil tabique de rasilla al otro lado del cual aparecieron las urnas. Hacían su trabajo con respeto, pero de forma rutinaria, claro, mientras yo me preguntaba si debía darles al terminar una propina. De mi boca salía vapor, como cuando de pequeño iba al colegio con la nariz helada. Me facilitaron unas bolsas para guardar las urnas y tomaron nota de la matrícula del taxi en el que había acudido a recogerlas. Formalidades. La lápida de mármol con el nombre de mi madre se quedó en un rincón de la nave. ¿No habría sido una excentricidad cargar también con ella? Deposité las urnas en mi cuarto de trabajo, dentro de un armario situado a espaldas de la mesa en la que escribo, y en el que guardo también las agendas y los cuadernos usados. Ahí permanecen desde entonces, restableciéndose del frío de los años pasados en el columbario del cementerio de la Almudena. Telefoneé a mis hermanos para decirles que las había recuperado, por si alguno tuviera que viajar a Valencia y quisiera ocuparse de arrojarlas al mar. Mis hermanos me agradecieron que hubiera tomado la iniciativa, pero ninguno se ofreció a cumplir el encargo. Lo haré yo, aunque no sé cuándo, todavía no quiero. Su compañía alivia una culpa remota. Mira, papá, le digo, el bolígrafo me utiliza a mí como las herramientas te utilizaban a ti. Escribo en un cuaderno cuadriculado. Concibo la escritura como un trabajo manual. Cada frase es un circuito eléctrico. Cuando accionas el interruptor, la frase se tiene que encender. Un circuito no tiene que ser bello, sino eficaz. Su belleza reside en su eficacia.
Si la pasión de mi padre eran las herramientas, la de mi madre eran las medicinas. Las ferreterías y las farmacias han quedado asociadas en mi imaginación como instituciones complementarias. No hay nada comparable al manejo de unos alicates, sobre todo bajo la influencia de algún fármaco. Algunos prospectos advierten de que no se debe utilizar maquinaria bajo el efecto de determinadas medicinas. Para mí es al revés. Durante años fui incapaz de utilizar el bolígrafo, que es mi alicate, sino después de haber ingerido algún medicamento. Me gustaba el optalidón, que todavía existe, aunque con una composición distinta a la de entonces. Mi madre fue adicta a él como mi padre al destornillador. Su éxito se debía a que tenía en su composición una pequeña dosis de barbitúrico. El barbitúrico, además de sus bondades químicas, gozaba del prestigio de ser la sustancia elegida por las actrices norteamericanas para suicidarse. El mito. Nosotros, al ingerirlo, sólo nos suicidábamos un poco, como correspondía a una condición en la que todo se vivía a medias. La época durante la que más los consumí coincide con mi ingreso como auxiliar administrativo en la compañía Iberia. Llegaba a sus oficinas a las ocho de la mañana, me servía un café de los de máquina, me iba a mi mesa y me tomaba con el primer sorbo un par de optalidones (su eficacia era mayor si los ingerías con una bebida caliente). A los diez minutos se instalaba entre la realidad y yo una suerte de nebulosa que facilitaba nuestra relación. La realidad parecía menos afilada, perdía aristas, punta, agresividad… Hasta el tedio adquiría la blandura de un colchón de plumas. Bajo los efectos del optalidón, cuando el jefe no me miraba, escribía poemas con un bic negro de los de punta fina. He ahí la alianza entre la ferretería y la farmacia, dos universos morales condenados a entenderse.
¿Descubrí primero las herramientas o los fármacos? No estoy seguro. Las herramientas estaban, en apariencia, más a la vista que los fármacos, pero recuerdo ahora una noche en la que mi hermano mayor nos enseñó un frasco de éter que había descubierto en el taller de papá. Ignoro qué utilidad le daría a aquel anestésico y tampoco sé de qué forma había descubierto mi hermano sus efectos narcóticos. El caso es que un día, al poco de que mis padres se fueran al cine tras habernos dejado en la cama, mi hermano cruzó el patio, entró en el taller y regresó con el frasco, cuyo contenido empapó en un trapo que luego aplicó a nuestras narices. Empezó por Manolo, continuó por mí y, finalmente, se lo aplicó a sí mismo.
Sucedió que mis padres no encontraron entradas y regresaron en seguida. Al entrar en nuestro cuarto y percibir el olor se pusieron a dar gritos, muy alarmados. Los recuerdo despertándonos con violencia, abriendo las ventanas y moviendo el aire con las sábanas. Pero los recuerdo como si ellos se encontraran en una dimensión de la realidad y yo en otra, para lo que tampoco me era necesario el éter.
Mi madre me quiso. Quiero decir que me prefería. Eso me salvó. Tengo acerca de mí la idea, posiblemente absurda, de que me he salvado. ¿De qué? Del infierno, desde luego. La idea de la salvación, en nuestra cultura (en nuestro mundo) está asociada a evitar el infierno más que a conquistar el cielo. ¿En qué habría consistido el infierno? En ser un individuo opaco, intransitivo, sin intereses culturales, sin inquietudes filosóficas, sin ambiciones literarias, tal vez sin tendencias burguesas.
¿Mi madre me salvó? Quizá sí, pero en el instante mismo de perderme. Actuó, pues, como el bisturí eléctrico de mi padre, que hería y cauterizaba la herida al mismo tiempo. Sueño a veces con una escritura que me hunda y me eleve, que me enferme y me cure, que me mate y me dé la vida.
Al poco de nacer mi hermano pequeño, estaba yo un día viendo cómo mi madre le daba de mamar, cuando se volvió hacia mí y me ofreció el pezón.
– ¿Quieres tú también? -dijo.
Me quedé espantado. Tendría ocho o nueve años. Creo que salí corriendo del dormitorio. Trabajé esta escena durante horas en mi análisis, sin alcanzar ninguna conclusión. Hace poco leí en algún sitio que para entender una experiencia has de convertirla primero en una vivencia. De otro modo, se queda ahí, enquistada, como un tumor al que todos los días, al desnudarte, observas con perplejidad, sin saber qué debes hacer por él o él por ti. Quizá aquella experiencia, debidamente elaborada (transformada en vivencia), podría haberme sido de alguna utilidad. Pero continúa dentro de mí como una materia prima intratable.
Cuando digo que mi madre me prefería, quiero decir que estaba enamorada de mí. Por lo visto, me parecía mucho a ella; era, en palabras de la gente, su «vivo retrato». Vivo retrato, qué conjunción tan extraña de términos. Quizá fue la primera de una serie de expresiones del tipo de gas natural, penosa enfermedad, revestimiento cerámico, flema británica, envejecimiento prematuro, capilla ardiente, alivio sintomático, tiempo muerto, rojo vivo, etc., que empecé a almacenar, como un coleccionista, en la memoria.
Su vivo retrato, eso era yo. Tenía su nariz, su boca, sus dientes, su pelo. Cuando me veía a mí, se veía a sí misma, como Narciso en el reflejo del agua. Yo, en cambio, no me veía en ella. Yo no me veía a mí ni en el espejo. Pero parece que la deseaba, y mucho. A esa conclusión llegué en el diván. Mi vida ha estado determinada por aquel deseo que en el momento de manifestarse provocaba un gran rechazo (de nuevo la unión de contrarios). No me veía en el espejo porque cuando me asomaba a él descubría, en efecto, el rostro de mi madre sobre un cuerpo infantil. Era un espanto. Entonces tomé la decisión de no parecerme a ella y ése fue el proyecto más importante de mi vida. Me miraba en el espejo y ponía caras. «Poner caras» era un modo de buscar una identidad. Me pasaba las horas poniendo caras que no se parecieran a la de mi madre. Llegué a adquirir tal práctica que podía mantener durante horas las cejas en una posición antinatural. Corregí la forma de los labios, sobre todo la del superior, que se elevaba en el centro mostrando los dos dientes centrales, las dos palas, que eran idénticas en la boca de mamá y en la mía. Ignoro cuántos músculos tiene el rostro, pero creo que llegué a controlarlos todos y cada uno. Aún hoy, cuando me cruzo por la calle con alguien a quien no me apetece saludar, altero mis facciones de manera que no se me reconoce. Mi héroe de adolescencia sería, lógicamente, Fantomas.
Tras el rostro, le tocaba el turno al cabello, así que un día, en la peluquería, pedí que me cortaran el pelo a cepillo. El peluquero soltó una carcajada. Era imposible hacer ese corte en alguien con un cabello tan rizado como el mío (como el de mi madre, puesto que era suyo). Todo el mundo se rió de mi ocurrencia. Mientras la gente se reía, escuché el ladrido de un perro proveniente del patio interior al que daba el local. El animal pertenecía a uno de los peluqueros, que era cazador. Nunca he olvidado aquellas risas, ni aquel ladrido. Ni el patio interior, al que logré asomarme un día para ver al perro, cuya mirada mantuve durante unos segundos angustiosos.
No parecerme a mi madre. Comencé a comparar sus gestos y los míos, su entonación de voz y la mía, sus giros verbales y los míos… Me quedé espantado al comprobar que era, en efecto, una réplica suya. Hablaba como ella, movía los brazos como ella, intentaba imponer mis opiniones como ella. Durante años (durante toda la vida en realidad), estuve desmontándome y volviéndome a montar de otro modo. Hacía esto mientras crecía, mientras mis piernas y mis brazos se alargaban y me convertía en un adolescente. No desmontaba, pues, una materia inerte, una naturaleza muerta, sino un proceso. Cuando desmontas un proceso, al volver a montarlo, las piezas han cambiado de tamaño.
Los resultados, creo, fueron sorprendentes. En la actualidad me parezco más a mi padre que a mi madre. Un día, no hace mucho, al entrar en un hotel de una ciudad extranjera, me miré en el espejo de la recepción y vi a mi padre en el tránsito de la madurez a la vejez. Estuve observándome -observándolo- un buen rato con expresión de sorpresa. Mamá había perdido la batalla.
Pero no la había perdido. Mamá ganó todas las batallas, aunque perdió la guerra. Pobre.
Mi primera novela, Cerbero son las sombras, fue calificada por un crítico solvente como un extraño experimento «antiedípico». Creo, en efecto, que me convertí en una especie de antiedipo. Habría matado con gusto a mi madre para quedarme a vivir con mi padre…
En cuanto al asunto del pezón, durante una época lo olvidé, lo borré más bien, y no sólo el pezón de mi madre, sino todos los demás. Cuando veía un escote en el cine, deducía el pecho entero, claro, pero sin pezón. Llegué a creer que los pechos de las mujeres eran completamente lisos. Un día, mirando una revista pornográfica con un par de amigos, tuve un ataque de pánico al descubrir el pezón. Pensaba que algo tan brutal, tan biológico, no podía formar parte del diseño original del pecho. Le he dado muchas vueltas al pezón, más que a un nudo, como si el pezón no fuera más que eso: un nudo que venimos a la vida a desatar, a deshacer. Casi no tenemos otra función que la de deshacer el nudo del que nos alimentamos al venir al mundo y que luego encontramos en todas las mujeres. A veces lo deshacemos con los dientes.
A mamá siempre le dolía algo y siempre estaba embarazada. Sus hijos fuimos parte de sus enfermedades. No tuvo hijos, tuvo síntomas. Yo fui el síntoma preferido de mi madre. Cuando caía enfermo, me llevaba a su cama, a cuyos pies había un armario de tres cuerpos con un espejo en el del centro. En aquel espejo fue donde al mirarme la vi a ella.
La ventaja de ser tantos hermanos (nueve) es que llegó un momento en el que los mayores perdieron el control sobre nosotros. Podías desaparecer durante horas sin que nadie te echara de menos. En cierta ocasión, pasé una tarde entera dentro del cuerpo central de aquel armario: una tarde entera al otro lado del espejo. No hay mucho que añadir porque no vi nada. En el otro lado no hay nada, quizá en éste tampoco.
Pero no es cierto que en el otro lado no hubiera nada: estaba yo. ¿Qué hacía allí? Asomarme a éste. El otro lado, como el infierno, no era un lugar, sino una condición. Si ésa era tu condición, igual daba que estuvieras dentro o fuera del armario, delante o detrás del espejo, acompañado o solo. Sabías que no pertenecías, que no pertenecíamos, al mundo al que habíamos ido a parar. Y no porque fuéramos pobres como ratas, o porque el frío resultara insoportable, o porque siempre hubiera acelgas para cenar, sino porque había entre el mundo y tú una atmósfera de opacidad manifiesta. El mundo era opaco.
Mi madre tenía trastornos de carácter. Pasaba de la calma a la agitación en cuestión de segundos. Había dentro de ella algo que la impulsaba a estar mal. Cuando estaba muy mal, daba gritos y atravesaba como una furia las habitaciones de la casa quejándose de esto o de lo otro. Podía quejarse de una cosa y de la contraria al mismo tiempo. Cualquier comentario, por ingenuo o bienintencionado que fuera, hecho en su presencia, podía volverse contra ti. Era muy aficionada también a dar órdenes contradictorias, de las que conducen a la parálisis al que las recibe. Yo no sólo me quedaba paralizado, sino que deseaba ser una piedra, una mesa, un pedazo de cristal, un objeto inerte. Cuando mamá enloquecía, me daba pánico. Expresiones hechas como «estar fuera de sí» o «estar fuera de quicio» describían bastante bien su manera de ser. Su melena, cuando estaba fuera de sí, parecía una mancha de tinta que cambiaba de forma al agitar la cabeza. De tan espesa que era, los cabellos carecían de individualidad. Fue una mujer sumamente desdichada, pero también, de alguna forma incomprensible, sumamente feliz. Quizá en los momentos de mayor infelicidad alcanzaba un raro éxtasis de dicha. Padecía, en fin, de una infelicidad que la hacía feliz (el bisturí eléctrico).
Hace años escribí un reportaje sobre una maníaco-depresiva, una bipolar, que vivía en Madrid. A medida que me enumeraba sus síntomas, yo me acordaba de mi madre. Ese paso de la euforia a la depresión, del cielo al infierno, esa caída… Yo soy, creo, un poco maníaco-depresivo, aunque procuro no exteriorizar las alegrías excesivas ni las aflicciones exageradas. Tanto unas como otras se dan en un registro más mental que físico. Atravieso épocas de grandes ensoñaciones, donde me imagino llevando a cabo extrañas conquistas, y por instantes de gran abatimiento, de desánimo, que me ponen los pies en el suelo. En el abatimiento hay, curiosamente, momentos de enorme dicha (otra vez el bisturí que daña y cura al mismo tiempo): cuando comprendo que si no tengo nada que perder puedo arriesgarlo todo. Tales ensoñaciones guardan relación frecuentemente con proyectos narrativos. El placer, al imaginarlos, es tan intenso que elimina cualquier posibilidad de llevarlos a cabo. Siempre tengo que cuidarme de eso. Hay historias que me invaden, que llenan mis noches y mis días sin llegar a nada, sin transformarse en nada, sin sentido aparente.
No sé si mi madre tenía algo de esa patología maníaco-depresiva, quizá sí. Quizá si la vida o los fármacos la hubieran tratado de otro modo habría tenido más calma, habría medido más sus gestos, sus palabras. Cuando nació el pequeño de mis hermanos, ella estuvo a punto de morir. La noche anterior había habido mucho movimiento en las escaleras. En aquella época, el dormitorio de mis padres estaba en el piso de abajo, donde luego se instalaría el comedor. Aún no era costumbre que las mujeres parieran en el sanatorio, o quizá la costumbre no había llegado a mi familia. Por la mañana, a primera hora, apareció la comadrona y a los niños nos mandaron fuera de casa, con unos bocadillos y la orden de no regresar hasta media tarde. Sería julio, quizá agosto, porque hacía mucho calor. El premio consistía en que al regreso tendríamos en casa un hermanito. En una familia de ocho, eso no era ningún premio, pero quién discutía aquellas cosas.
Nos fuimos a la calle, pues, y anduvimos campo a través durante horas en dirección a lo que hoy es el aeropuerto de Barajas. Todo estaba seco. Comimos los bocadillos en silencio, sentados sobre unas piedras, e iniciamos el regreso. Nada más entrar en el jardín, percibimos una agitación preocupante. Había corros de personas hablando en voz baja, como en los funerales. La gente entraba en la habitación de mi madre y salía llorando. Vi a mi padre aterrado, que era como si te quitaran el suelo de los pies. Nosotros no preguntamos nada, no dijimos nada. Nos limitamos a contemplar desde nuestra estatura el espectáculo con la expresión de perplejidad propia de los niños asustados. De todos modos, yo estaba tan familiarizado con el miedo que aquello constituía un episodio más. La vida sin miedo resultaba inconcebible. Los días de paz nunca fueron días de paz, sino de tregua. El náufrago que logra subir unos segundos a la superficie y tomar aire antes de hundirse nuevamente no es más feliz en el momento de tomar el aire que en el de consumirlo.
Ignoro cuál fue el problema de mi madre, pero sobrevivió. Al día siguiente, pasado el susto, cuando me dejaron entrar en su habitación, me acerqué a la cabecera de la cama y me quedé mirándola. Ella me dijo:
– Creías que me moría, ¿eh?
Yo me eché a llorar. Entonces me acarició la cara, prometiéndome que nunca se moriría, cosa que creí. La promesa funcionó al principio como un bálsamo; más tarde, como una amenaza. Por aquellas fechas, falleció la madre de un compañero del colegio. Fue la primera vez que vi un huérfano. Yo lo miraba con cierta condescendencia, con la superioridad que proporciona el conocimiento de que tu madre es inmortal.
Ya de mayor, comprendí que la promesa era una amenaza. Comprendí que, en efecto, mi madre no moriría ni después de muerta. Las fuerzas de la naturaleza no mueren, se dispersan, y mi madre era una fuerza de la naturaleza. Muchas veces me he preguntado si en el momento de ofrecerme su inmortalidad estaba eufórica o deprimida. Lo lógico, dada la situación, es que estuviese deprimida, de modo que cabe imaginar cómo serían sus euforias.
Empleé gran parte de mi análisis en intentar verla como una mujer frágil, pues detrás de caracteres tan poderosos se oculta con frecuencia una debilidad insoportable. Creo que no lo conseguí. Mi madre murió, si es que murió, como una fuerza de la naturaleza. La operaron siete u ocho veces. No había parte de su cuerpo por la que no hubiera pasado el bisturí (el bisturí eléctrico) y de todas las operaciones salía adelante. Es cierto que caminaba con dificultad, pero como habría caminado con dificultad un ciclón, como se habría desplazado con dificultad un huracán, una tormenta… Estuvo varios días o varias semanas en coma. Pero se trataba de un coma de una intensidad desusada. Era un bloque de granito en coma. Mis hermanos y yo nos turnábamos para pasar la noche con ella. En aquella época, yo estaba convencido de haberme separado emocionalmente de mi madre. No sufría viéndola agonizar. Creía que para mí había fallecido hacía años y que su muerte real, física, no sería sino un trámite burocrático. En su habitación había una cama para el acompañante. Antes de acostarme, me fumaba fríamente un canuto y me perdía en ensoñaciones lúgubres asomado a la ventana. Algún día, antes de meterme entre las sábanas, me detenía frente a su cabecera y le observaba el rostro y las manos en busca de algún síntoma de vida, de algún intento de comunicación. Creo que la llamé -mamá, mamá- en un par de ocasiones.
Después de la muerte de mi madre, todo volvió aparentemente a la normalidad, pero pasados unos meses, quizá un año, empecé a enfermar. Fue un proceso lento, insidioso, invisible. La enfermedad se movía por el interior de mi cuerpo como un fantasma por el interior de una mansión abandonada. Unos días estaba en los pulmones; otros, en el estómago, en la garganta, en la cabeza… A veces, en los ojos.
Cuando la situación se agravó, fui a un médico que me recomendó un amigo. Era un hombre afable, mayor, que me explicó la importancia de llevar zapatos con cámara de aire. Nos pasamos -dijo- la vida caminando sobre superficies duras, dentro de unos zapatos rígidos. Cada paso supone un golpe que viaja a través de la columna vertebral al bulbo raquídeo. No era, pues, raro que acabáramos dementes, o con alzheimer, después de haber provocado miles, quizá millones, de golpes en un órgano tan esencial. No recuerdo a propósito de qué me ofreció esta explicación, pero yo deseaba que no terminara nunca de hablar, pues me daba pánico empezar a relatar mis síntomas. Eran tan escandalosos que sólo podían ocultar una enfermedad mortal. El nombre del doctor era Lozano, doctor Rafael Lozano. Desde entonces, me hago un chequeo anual con él. Mantiene que no hay que ir al médico cuando estás mal, sino, y sobre todo, cuando estás bien.
El doctor Lozano me escuchó sin alarmarse (yo observaba sus gestos como los de la azafata cuando el avión se mueve más de la cuenta). Tomó nota de todo y me hizo una exploración manual de la que no dedujo nada. Luego empezó a prescribirme análisis, electros, pruebas… Le dije que no sería capaz de ir de clínica en clínica, no me quedaban fuerzas, y dispuso las cosas de manera que me hicieran todas las pruebas en la consulta. A los pocos días volvió a convocarme y cuando yo -pálido como una pared- me disponía a escuchar el veredicto (que no podía ser otro que el de la pena capital), me dijo lo siguiente:
– No te voy a decir que hayamos explorado tu cuerpo milímetro a milímetro, pero sí centímetro a centímetro. Y no hemos encontrado nada que justifique este cuadro sintomático.
Isabel me buscó entonces una psicoanalista, de nombre Marta Lázaro (me gustó la idea de que llevara el apellido de un resucitado), también conocida entonces por Marta Spilka, por su marido (era argentina). Fantaseé a menudo con la posibilidad de que en algún momento me dijera: «Juanjo, levántate y anda», porque eso era lo que necesitaba yo, levantarme y andar. Pero la orden, entonces lo ignoraba, tenía que venir de dentro.
Se trataba de una mujer mayor, muy dulce, que fumaba mucho, como yo entonces. Las cuatro primeras entrevistas tuvieron un efecto sorprendente, pues los síntomas, sin desaparecer, se atenuaron de tal modo que me permitieron volver a la rutina. Y a la escritura. Realicé esas cuatro entrevistas cara a cara, para que ella hiciera su diagnóstico y decidiéramos si alcanzábamos el raro acuerdo que se establece entre el psicoanalista y el paciente. El día número cinco me tumbé en el diván, con ella a mis espaldas. Era muy silenciosa, hablaba muy poco, pero me hizo saber de alguna manera que una de las formas más comunes de negar la muerte de una persona consistía en convertirse en ella. En otras palabras, yo, con aquel escandaloso cuadro sintomático, me había convertido en mi madre, la reina de los síntomas. Te prometo que nunca moriré.