SEGUNDA PARTE . LA CALLE

Un chico de mi calle tenía una enfermedad del corazón que le impedía ir al colegio. Durante los meses en los que el buen tiempo lo permitía, el Vitaminas -así le llamábamos, ironizando sobre su delicado aspecto- permanecía sentado a la puerta del establecimiento de su padre (una tienda de ultramarinos anexa a un bar también regentado por él) con una bicicleta de carreras al lado. Nunca montó en ella, pero a veces decía que de mayor sería ciclista. Su deseo, si tenemos en cuenta que se ahogaba al menor esfuerzo, resultaba un poco trágico. Pese a la crueldad del mote, el Vitaminas gozaba del respeto, cuando no de la indiferencia, de los chicos de la calle: sabíamos que cualquier alteración podía matarle. Componían su reino, además de la bicicleta, un sillón de mimbre con un par de almohadones en el que permanecía sentado la mayor parte del verano, y los tres o cuatro metros cuadrados que se extendían alrededor de ese sillón. Según mi madre, las personas que sufrían la enfermedad del Vitaminas morían al hacer el desarrollo. Dado su horizonte vital, no valía la pena hacer ninguna inversión en él, por eso no iba al colegio.

El Vitaminas tenía un paño con el que repasaba de manera obsesiva los cromados de la bicicleta. En ocasiones, la colocaba al revés, con el sillín y el manillar apoyados en el suelo, y accionaba los pedales, haciendo girar al aire la rueda de atrás, sobre cuyos engranajes dejaba caer, con mucho cuidado, unas gotas de aceite procedentes de una lata pequeña, provista de una cánula agudísima, que llegaba a los puntos más inaccesibles de la máquina. Yo me detenía a veces junto a él, sin decir nada, pues había observado que el hecho de tener espectadores le hacía sentirse importante. Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de una bicicleta de carreras falsa, construida a base de recortes. Pero no dije nada, ni siquiera le mencioné la incongruencia de que llevara timbre y espejo retrovisor, como las bicicletas de paseo.

El Vitaminas tenía también un cuaderno en el que apuntaba los movimientos de los vecinos. Un día, tras hacerme jurar que le guardaría el secreto, me confió que la tienda de ultramarinos servía de tapadera para ocultar la verdadera identidad de su padre, que era agente de la Interpol, revelación que, como se verá, alteraría gravemente mi existencia.

El padre del Vitaminas llevaba siempre una bata gris, muy limpia, con una camisa blanca debajo. Tenía un bigote fino, de actor americano, que recortaba de manera asimétrica, para producir (me diría su hijo) la impresión de que sonreía con un lado de la cara. De este modo, por lo visto, la gente se le confiaba. Y era cierto que la gente se le confiaba, pues había en aquel rostro, pese a la acusada calvicie del cráneo, una expresión muy seductora. Cuando le veía utilizar la bacaladera, que era lo más cercano a un arma que había en la tienda, se me ponían los pelos de punta. Tuve claro en seguida que quería ser como él, lo que significaba llevar una vida aparente y otra real. Quizá ya las llevaba, de otro modo no me habría impresionado tanto aquel descubrimiento.

Como el Vitaminas no podía ayudar a su padre en la tienda, le echaba una mano anotando las costumbres de la gente. «El fontanero», escribía en su cuaderno, «pasó a las once y media con un bidé en el sidecar de la moto». O bien: «Paca salió del portal de su casa a las cuatro y miró hacia los dos lados de la calle. Luego vino hacia aquí, pero en la esquina se detuvo unos momentos para hablar con Remedios, que le dio un papel con unas indicaciones. La perdí de vista al girar en Ros de Olano.» Todas las anotaciones eran claras, sintéticas, sin opiniones. No escribía jamás un «creo» ni un «me parece» ni un «quizá». Tales expresiones, le había dicho su padre, estaban prohibidas en los informes de los espías. Los espías sólo describían hechos. Las interpretaciones las hacían los superiores. Yo envidiaba aquella escritura seca, todavía la envidio. El objetivo de las notas, que cada noche leía con atención el padre del Vitaminas, era descubrir si había en el barrio alguien que llevara una doble vida, es decir, alguien cuya apariencia fuera la de cualquiera de nosotros, pero que en realidad fuera comunista.

Los padres del Vitaminas agradecían mucho que hiciera compañía a su hijo. De vez en cuando se asomaba uno de los dos para ofrecerme una galleta o, en ocasiones muy excepcionales, una onza de chocolate. El Vitaminas tenía una hermana, María José, que llevaba una existencia fantasmal. Flotaba dentro de un uniforme de colegio con la falda de tablas en cuyo interior se desplazaba de un lugar a otro. Era tal la discreción con la que movía las piernas que no se la veía caminar. La blusa blanca de su uniforme brillaba en el interior de la tienda, siempre muy oscuro, como si despidiera una luz propia. Y nunca decía nada. No la escuché pronunciar, durante aquella época, una sola palabra. Era tal su levedad que en ocasiones pensé que sólo la veía yo.

Un día, el Vitaminas me aseguró que desde una de las ventanas del establecimiento de su padre se veía la calle. La revelación me pareció una extravagancia, pues para ver la calle no hacía falta asomarse a ninguna ventana, vivíamos en ella. Pero lo dijo con tanto misterio que le pregunté si me la podía enseñar.

– Hay que esperar el momento adecuado -señaló.

Unos días más tarde, estaba yo sentado a la puerta de mi casa, raspando un hueso de melocotón contra el suelo, para fabricar un pito, cuando me hizo, desde su reino, señas de que me acercara. Serían las tres o las tres y media de la tarde de un día de julio o agosto. La calle estaba desierta, como siempre a esa hora, por el calor. Me levanté y fui a su encuentro.

– Vamos a ver la calle -dijo con expresión de complicidad.

La tienda tenía el cierre metálico a medio echar, lo que significaba que estaba cerrada al público. El padre del Vitaminas se encontraba en el bar y la madre en la trastienda, que hacía también las veces de domicilio. El Vitaminas entró agachándose en la tienda y yo le seguí.

– Espera un momento -dijo-, voy a ver qué hace mi madre.

Al poco volvió informándome de que dormía la siesta en el sillón de orejas (creo que fue la primera vez que escuché aquella expresión, sillón de orejas, y me impresionó mucho). En todo caso, y fuera lo que fuera el sillón de orejas, significaba que teníamos tiempo de sobra para actuar, así que me condujo detrás del mostrador y me pidió que tirara de la argolla de una trampilla que había en el suelo. Lo hice y apareció una escalera de madera prácticamente vertical que conducía a un sótano al que descendí detrás de él, cerrando de nuevo la trampilla a mis espaldas. Pronto me sentí sumergido en un universo de olores. Olía a chorizo, a queso, a salchichón, a aceite, a bacalao, porque aquello era un almacén oscuro y angosto por uno de cuyos extremos, en el que había un respiradero situado al nivel de la calle, se colaba una porción de luz. El respiradero se encontraba cubierto por una reja metálica muy tupida, la mayor parte de cuyos agujeros estaban cegados por una suciedad de siglos. Por lo demás, la estancia era húmeda y fresca en relación a la superficie.

El Vitaminas me señaló una caja de madera a la que nos subimos para asomarnos a la calle a través de aquel ventanuco.

– Mira -dijo.

Miré y vi una perspectiva lineal de mi calle, pues en la zona donde se encontraba la tienda la acera se ensanchaba, de forma que el edificio formaba un extraño recodo. Me pareció una tontería, al menos durante los primeros minutos, pasados los cuales tuve una auténtica visión. Era mi calle, sí, pero observada desde aquel lugar y a ras del suelo poseía calidades hiperreales, o subreales, quizá oníricas. Entonces no disponía de estas palabras para calificar aquella particularidad, pero sentí que me encontraba en el interior de un sueño en el que podía apreciar con increíble nitidez cada uno de los elementos que la componían, como si se tratara de una maqueta. Vi la puerta de mi casa, desde luego, pero también la fábrica de hielo, la mercería, la panadería, el taller del escayolista, el del recauchutador, la academia de mecanografía… Quizá debido a la hora, la calle despedía el fulgor que debe quedar tras un ataque nuclear. Más que mi calle, era una versión mística de mi calle.

No sé el tiempo que llevábamos allí, con el rostro pegado a la reja metálica, cuando aparecieron en nuestro campo de visión unas piernas que al avanzar hacia el fondo de la perspectiva resultaron pertenecer a Luz, una chica algo mayor que nosotros, muy guapa, que gustaba a todos los chicos de la calle, aunque a ella no le gustaba ninguno. Llevaba unas zapatillas rojas, sin cordones, y una falda blanca, de vuelo; sobre ella, un niqui, también blanco, sin mangas. Al andar, la cola de caballo de su pelo, muy larga, recorría de un lado a otro, como un péndulo, su espalda. Debía de sostener una carpeta contra el pecho, pues no se le veían los brazos. La visión duró los segundos que tardó en llegar a la puerta de la academia de mecanografía, donde desapareció. En todo caso, fueron unos segundos eternos tras los cuales el Vitaminas y yo nos miramos unos instantes, sin decir nada. Esa noche soñé con la visión de la calle desde el sótano. No me la podía quitar de la cabeza.

El Vitaminas me invitó a verla en varias ocasiones, a veces a última hora de la tarde, con la tienda ya cerrada, cuando cedía el calor y el barrio se ponía en movimiento. De este modo reparé en la fuente que había al lado de la puerta de mi casa, a la que jamás antes había prestado atención alguna. Me pareció un artilugio de otro mundo, un regalo de los extraterrestres, una rareza. También desde allí observé un día al repartidor de hielo, que transportaba en un carro de dos ruedas aquellas barras traslúcidas que al acariciarlas se deshacían dejando en la mano una lámina de agua. Lo vi partiendo con increíble precisión una de estas barras y llevándose al hombro, con la ayuda de un garfio, una de las porciones resultantes. También vi a mi madre en la puerta de nuestra casa, con el monedero en la mano, esperando al chico del hielo (nosotros comprábamos un cuarto de barra al día). Vi a mis hermanos jugar en medio de la calle. Vi a mi padre llegar o salir con la vespa, que siempre metía en el jardín. Vi a la pipera instalar su puesto y recogerlo. Volví a ver a Luz, esta vez saliendo de la academia y viniendo hacia nosotros sosteniendo contra su cuerpo, con los dos brazos, una carpeta grande, como si se tapara con ella los pechos que no tenía. Vi el bar con pretensiones de cafetería en el que tiempo después se instalaría el primer asador de pollos del barrio y se servirían los primeros platos combinados. Lo vi todo y cogí tal adicción a verlo desde el sótano que el Vitaminas comenzó a cobrarme, diez céntimos al principio; veinte, cuando comprendió que ya no podría vivir sin ver la calle.

Aquel verano hice cálculos acerca del tiempo que podía permanecer fuera de la circulación sin que mis padres me echaran de menos. Era más del que cabía imaginar. En realidad, sólo hacían dos recuentos al día: uno a la hora de la comida y otro a la de la cena. Las horas de la comida y de la cena, decía mi padre, eran sagradas. El término sagrado, aunque asociado a los ritos religiosos, no estaba del todo fuera de lugar, pues cada una de nuestras cenas tenía algo de última cena.

Mi padre, cuando estaba en casa o en el taller, colgaba su chaqueta de una percha clavada en la pared de un pasillo muy breve que había en el piso de abajo, cerca del hueco de la escalera en el que a veces me escondía (fue el lugar desde el que hice los cálculos del tiempo que podía permanecer fuera de la circulación sin que me echaran de menos). Un día descubrí que en uno de los bolsillos de esta chaqueta guardaba la calderilla. Dado que los cobros del Vitaminas habían introducido en mi vida un gasto inesperado, me aficioné a robarle, aunque con enorme sentimiento de culpa, pues sabía que se empezaba así, con pequeños hurtos, y se acababa asaltando bancos.

Aquel verano empezó a ocurrir otro fenómeno: me quedaba dormido en cualquier momento, en cualquier parte. Creí que era un secreto mío hasta que escuché que mi madre se lo comentaba a mi padre con preocupación. Mi padre dijo que necesitaba vitaminas y eso fue todo. Pero yo no necesitaba vitaminas. Al contrario, fuera cual fuera la causa de aquella debilidad, lejos de eliminarla, convenía aumentarla, pues el sueño se convirtió en una experiencia fabulosa. Ahora, desde la perspectiva confusa de la madurez, no sería capaz de establecer dónde se encontraba la frontera entre el sueño y la vigilia, ni siquiera qué me ocurrió a un lado y qué al otro de esa frontera. El sueño tenía mayor capacidad de contagio que la vigilia; lo contaminó todo, y para siempre. Estoy, por ejemplo, escondido en el hueco de debajo de la escalera, esperando a que llegue mi padre y cuelgue la chaqueta y desaparezca, para que yo pueda robar los céntimos que me cuesta ver la calle desde el observatorio del Vitaminas. Entonces oigo el ruido de una puerta, luego el de otra, y aparece papá, con cierta calidad de bulto, con cierta calidad de hombre. El hombre cuelga la chaqueta y desaparece en dirección al patio trasero, a los talleres. Yo salgo de entre las sombras y con el corazón en la garganta me acerco a la chaqueta…

Acabaré en la cárcel, si continúo haciendo aquello, si no logro curar aquella enfermedad, acabaré en la cárcel. Y aun sabiendo que acabaré en la cárcel introduzco la mano en el bolsillo de la chaqueta del hombre. El pasillo está oscuro, pero ya he aprendido a distinguir las monedas al tacto. Si tiene muchas, quizá me anime a hurtar cuatro, en vez de dos, para asegurarme una sesión doble de calle… Si me preguntaran si soñé o realicé esa escena, no sabría qué decir. La realicé, desde luego, y decenas de veces, pero cómo no tener en cuenta su calidad onírica…

Me quedaba dormido en cualquier parte, decía, lo que acabé aceptando como una facultad especial, como un don. De hecho, aunque fingía tragarme las vitaminas que me daban con el desayuno, las arrojaba por el retrete para que no me quitaran el sueño. Y empecé a dormir a escondidas, como los chicos mayores fumaban a escondidas, al objeto de no despertar la preocupación de mi madre. Después de comer, me echaba debajo del hueco de la escalera, que tenía también algo de nicho. Muchas veces, el tránsito del sueño a la vigilia era tan insensible como el paso del estado sólido al líquido en el hielo. ¿Tenía el agua memoria del hielo? ¿Guardaba yo memoria de los sueños? Quizá no, porque al despertar continuaba en ellos.

Muchos niños sueñan con ser invisibles. Yo era invisible en cierto modo. Jamás fui sorprendido mientras robaba dinero del bolsillo de mi padre ni mientras dormía en uno u otro de mis escondrijos. También entre mis hermanos parecía invisible, quizá porque, al estar en medio, los mayores me consideraban pequeño y los pequeños, mayor. La frontera, la tierra de nadie, la no pertenencia, el territorio de la escritura. Sólo mi madre me veía y me miraba con un gesto de preocupación que a mí me gustaba. Y me hacía daño. Quizá me gustaba porque me hacía daño. Tal vez ella sí sabía. Un día, en la comida, se refirió a una persona de la que dijo que era cleptómana. Cuando uno de mis hermanos le preguntó por el significado de aquella rara palabra, respondió dirigiéndose a mí, que me quedé sin sangre en el rostro durante unos segundos, hasta que, quizá por piedad, desvió la mirada. Mamá tenía capacidades adivinatorias.

Más adelante, animado por la impunidad de mis hurtos y en una carrera ya desenfrenada hacia la delincuencia, llevé a cabo una incursión en la cartera de mi padre, de la que cogí un billete de cinco pesetas (una fortuna). Con ese billete, convertido en monedas, podría ver la calle desde el sótano del Vitaminas durante el resto de mi vida (durante el resto de la suya, para ser exactos). Me temblaban las piernas cuando salí con el billete a la realidad, jadeando como un asmático. Realicé el hurto a la hora de la siesta y tuve el billete en mi bolsillo hasta las siete de la tarde. A esa hora comprendí que ni mi conciencia soportaría el peso de un delito de esa naturaleza ni la policía sería tan torpe como para no dar con el ladrón cuando mi padre denunciara la pérdida.

Pensé en restituirlo a la billetera, pero se trataba de una operación muy lenta, de enorme riesgo. Ni si quiera sabía cómo me había atrevido a robarlo. Decidí entonces destruirlo. Salí a la calle, dudando en esta ocasión de mi invisibilidad, pues tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, y a medida que caminaba iba triturando el billete con los dedos de la mano derecha, introducida en el bolsillo del pantalón, donde lo había ocultado. Cuando obtenía un pedazo lo suficientemente pequeño (minúsculo, en realidad), lo arrojaba al suelo y cambiaba de acera, para no dejar un reguero de pruebas… En un momento dado, no obstante, temiendo que la investigación se centrara en las calles del barrio, fui hasta López de Hoyos y cogí el tranvía para destruir las pruebas lejos del lugar del crimen. Era la primera vez que tomaba el tranvía yo solo, lo que constituía otra trasgresión importante en mi carrera hacia la delincuencia. Pagué, intentando aparentar naturalidad, con parte de los céntimos ahorrados cuando sólo era un ladrón de céntimos y ocupé el centro del vehículo, lleno de adultos entre cuyos cuerpos me oculté para continuar destruyendo el billete.

Ocurrió entonces un suceso extraordinario: desde el tranvía, a través de la ventanilla, cuando ya habíamos recorrido un buen trecho, vi detenida en la acera, esperando la oportunidad para cruzar la calle, a una mujer del barrio, una vecina que había muerto dos o tres semanas antes. Ahora es fácil deducir que se trataba de una mujer parecida a ella, qué otra explicación cabría dar, pero aquel día concreto en el que yo me hallaba empeñado en destruir las pruebas de mi crimen se trataba de la mujer muerta sin lugar a dudas. Los muertos vivían en otro barrio, pues. Había un barrio ocupado por ellos. La idea me sobrecogió, aunque no tanto como para olvidar mi empeño: la destrucción del billete y su dispersión lejos del lugar donde había llevado a cabo el delito.

No sé por cuántas paradas pasé antes de tomar la decisión de bajarme del tranvía, pero cuando descendí de él me pareció que había llegado al extranjero. Las calles, en aquel lugar, estaban empedradas (en mi barrio, la mayoría eran de tierra) y los edificios, altos y distinguidos, tenían en sus bajos tiendas cuyos escaparates no podías dejar de mirar. Caminé por una calle ancha (quizá el tramo de Fuencarral que va de Quevedo a Bilbao) sin dejar de triturar el billete con una sola mano (cómo llegaron a dolerme los dedos) y una vez terminada la operación empecé a diseminar los restos, con enorme disimulo, por la acera. Cuando no quedó en el fondo de mi bolsillo una sola migaja del billete, recuperé la respiración, pero fue por poco tiempo, pues tras preguntar la hora a un señor advertí que tenía los minutos contados para volver a casa antes de la hora sagrada de la cena. Al pasar de nuevo por el barrio en el que había visto a la mujer muerta, cerré los ojos y los mantuve así durante un buen rato para no ver a los difuntos.

Sería una casualidad -qué otra cosa, si no-, pero esa noche en la cena, uno de mis hermanos dijo que cuando él fuera millonario encendería los puros con billetes de cinco pesetas, tal como solía hacer el personaje de un tebeo. Mi madre le respondió secamente que la destrucción de dinero era un delito.

Aunque se lo dijo a mi hermano, yo sentí que la frase se dirigía a mí. Lo cierto es que recibí el disparo en la mitad del corazón. Así pues, había cometido dos crímenes: uno, el robo; otro, la eliminación física de lo robado. Quizá terminara en la cárcel antes de lo previsto. No obstante, y contra todo pronóstico, mi padre no echó nunca en falta aquella fortuna, por lo que la policía tampoco apareció por casa.

Entretanto, descubrí que mi padre escondía el frasco de éter en un armario del taller al que se suponía que no llegaba nadie. Pero yo llegué con la ayuda de una silla y de una banqueta que colocaba encima de la silla, en precario equilibrio. Y lo olía de vez en cuando, pues había llegado a descubrir y a apreciar sus propiedades narcóticas. Cuando la casa se quedaba en calma, después de comer, pasaba por el cuarto de baño, tomaba del botiquín un trozo de algodón y me iba con él al taller, donde lo empapaba en el éter. Luego me tumbaba en el hueco de debajo de la escalera, en posición fetal, la misma que utilizaba para dormir, y me lo aplicaba a modo de mascarilla, entrando de inmediato en un sopor tan profundo que, al despertar y levantarme a media tarde, era como si me incorporara en el interior de un sueño. Lo que hacía a partir de entonces tenía esa calidad alucinatoria en la que nada, por extraordinario o asombroso que sea, nos sorprende. Por eso quizá el recuerdo que guardo de aquella época es el que se conserva de un sueño muy vivido, uno de esos sueños que nos hacen dudar acerca del grado de realidad de la vigilia.

Un día, después de haber estado viendo la calle desde el sótano de la tienda de ultramarinos, el Vitaminas me preguntó si yo creía que había más muertos que vivos o al revés. Le dije lo que pensaba: que los muertos formaban una especie de océano mientras que los vivos apenas alcanzábamos el tamaño de una charca. Al notar que mi respuesta le tranquilizaba, pensé que quizá sabía que se iba a morir cuando hiciera el desarrollo (lo que no debía de estar lejos, pues a mí me habían empezado a aparecer unos pelillos en el pubis, y en el sobaco). Entonces añadí que yo sabía dónde estaban los muertos, pues había visto su barrio desde el tranvía.

– ¿Desde el tranvía? -preguntó incrédulo, pues no era normal que a mi edad se cogiera el tranvía.

Entonces, comprendiendo que se trataba del cómplice perfecto, porque tenía tantas razones como yo para callar, compartí con él mi aventura. Le dije que robaba dinero de la chaqueta de mi padre para ver la calle y que un día, habiendo robado más de la cuenta, decidí destruir las pruebas por miedo a ser descubierto. Que lo hice subiéndome al tranvía para alejarme de nuestro barrio, pues la policía tenía unas lupas gigantescas con las que habría descubierto los fragmentos del billete. Y que en ese trabajo de alejamiento atravesé un barrio por cuyas calles deambulaban los muertos. El Vitaminas me escuchaba entre la fascinación y la incredulidad. Pero antes de que se decidiera por la incredulidad apoyé mi afirmación en datos. No sólo aseguré haber visto a la vecina fallecida hacía algunas semanas, que él conocía tan bien como yo, sino a un par de familiares míos. Hablé con tanta convicción que se entregó completamente a la historia. Sólo me preguntó si en ese barrio al que iban los muertos había también vivos. Le dije que no lo sabía porque ésa era la verdad, no lo sabía. Entonces me pidió que le llevara, lo que era del todo imposible, pues vivía alrededor de su silla de mimbre y de su bicicleta de carreras, pero me aseguró que inventaría algo para ausentarse durante unas horas.

– ¿Y qué vas a inventar? -le pregunté.

– Que voy a pasar la tarde en tu casa, por ejemplo. Prácticamente, es sólo cruzar la calle.

Me atraía la idea de volver a ese barrio, pero yo solo no habría sido capaz. La posibilidad de hacerlo en compañía del Vitaminas, que se había convertido en un raro compañero de aventuras inmóviles, me gustó, aunque me pareció que estaba llena de dificultades prácticas.

– ¿Y si te mueres por el esfuerzo? -le pregunté.

– Si me muero -dijo riéndose- ya no tengo que cambiar de barrio.

Yo también me reí. Tenía gracia que uno entrara por su propio pie en el reino de los muertos. Quizá la frontera entre un reino y otro no fuera más difícil de atravesar que la que había entre el sueño y la vida.

– ¿Me llevarás o no? -insistió.

– Me tendrías que devolver todo el dinero que te he pagado por ver la calle -dije.

– ¿Todo?

– Todo, sí.

Tras una duda contable, fue a un rincón del sótano y extrajo de un hueco practicado en la pared un trozo de tubería de plomo con los extremos aplastados, en cuyo interior, dijo, se encontraban las monedas que le había ido entregando a cambio de que me dejara asomarme al ventanuco. Sorprendido por su habilidad para ocultarlas, regresé a casa con aquel raro tesoro. Pesaba tanto, pese a su tamaño, y resultaba tan manejable al mismo tiempo, que el simple hecho de sostenerlo en la mano proporcionaba una extraña sensación de poder. Lo escondí en el hueco de la escalera, dentro de un agujero que había descubierto detrás del rodapié.

El Vitaminas comenzó a convencer a su madre para que le dejara pasar una tarde en mi casa, lo que no fue tan difícil, pues yo, con mis frecuentes visitas, me había hecho querer y la pobre mujer confiaba en mí. No obstante, me dio un sinnúmero de recomendaciones, de reglas que debíamos seguir para que el Vitaminas sobreviviera a aquel corto viaje. El día señalado, fui a recogerlo nada más comer. Recuerdo que el último de los consejos de su madre fue que camináramos por la sombra, una extraña advertencia, muy de la época, que ahora sólo se pronuncia como broma. En cualquier caso, era como si nos hubiera recomendado ir por las piedras para atravesar el océano, pues a esa hora, y en esa época del año, no había en aquella calle de casas bajas una sola sombra.

Fuimos, pues, por el sol hasta López de Hoyos, donde al haber edificios de más de una planta sí podíamos seguir su consejo. El Vitaminas caminaba asombrado de que su cuerpo resistiera el esfuerzo. Afortunadamente, el tranvía no tardó en llegar y había asientos vacíos, por lo que pudimos sentarnos. En cuanto a los billetes, se los hice pagar a él, que quizá se arrepintió entonces de haberme enseñado a traducir en beneficios económicos cualquier situación de ventaja. Y así íbamos, el uno al lado del otro, dos almas en pena y en pantalón corto, buscando aquella especie de purgatorio descubierto casualmente por mí. Cuando reconocí el lugar en el que había visto a la vecina muerta, nos bajamos con la impresión cierta de que habíamos llegado a un sitio habitado por los difuntos. Quiero decir que fue una experiencia real como pocas de las que he tenido a lo largo de la vida. Recuerdo, a propósito de aquel estremecimiento, una confesión muy común entre los excombatientes del Vietnam, cuando no lograban adaptarse a la vida civil: «Aquello era real», decían a sus psicólogos, poniendo en entredicho la idea de realidad comúnmente aceptada.

Aquello era real, aquellas calles por las que el Vitaminas y yo comenzamos a caminar muertos de miedo (quizá por eso, porque también estábamos muertos, pasábamos inadvertidos) eran tan reales para nosotros como las acciones de guerra para los supervivientes del Vietnam. Y si yo me encontraba allí como un turista, puesto que todavía era inmortal, el Vitaminas, en cambio, había llegado a su sitio, lo que se le notaba en el modo en que miraba las cosas, como si quisiera familiarizarse con ellas antes de regresar convertido en cadáver.

– ¿Dónde viste a la muerta? -preguntó.

– En aquella esquina -le dije-, daba la impresión de que esperaba a alguien.

Estuvimos una hora, quizá más, dando vueltas por aquel laberinto de calles, observando los rostros de los muertos con los que nos cruzábamos, de las muertas que se asomaban a las ventanas. Nos detuvimos en el borde de un descampado donde había cuatro o cinco críos muertos jugando al fútbol. Resultaba asombrosa la agilidad cadavérica, así como el silencio fúnebre con el que se pasaban la pelota de trapo muerta. Eran delgados, como nosotros, y daba la impresión de que sus cuerpos, al encontrarse, en lugar de tropezar, se traspasaban. Salimos corriendo como alma que lleva el diablo cuando uno de los chicos se detuvo y nos hizo una seña, quizá invitándonos a que nos incorporáramos al juego. Yo corría más, lógicamente, de modo que cuando sentí que estaba solo y miré hacia atrás, vi al Vitaminas apoyado en una esquina, boqueando como un pez fuera del agua, en plena agonía. La sangre se le había retirado por completo del rostro y tenía alrededor de los ojos dos manchas oscuras, casi negras, como un antifaz. Comencé a rezar para que no se muriera allí mismo, Dios mío, haz que no se muera, si no se muere devolveré al bolsillo de la chaqueta de mi padre todas las monedas que le he hurtado; si no se muere, no volveré a tocarme la pilila; si no se muere, me comeré las acelgas y rebañaré el plato; si no se muere, me arrancaré diez pelos, uno a uno, de la cabeza; si no se muere, tampoco volveré a mirar a mis hermanas por el ojo de la cerradura del cuarto de baño; si no se muere… Lo cierto es que a medida que yo desgranaba mis promesas, el Vitaminas iba recuperando la respiración y el color regresaba a su cara. Había, en fin, una relación mágica entre mi oración y su restablecimiento.

Superada milagrosamente la crisis, y ya de regreso a la calle del tranvía, vimos a una chica muerta, de la edad de Luz, bellísima, pese a su palidez lúgubre, quizá gracias a ella. Estaba comprando golosinas extintas en un quiosco muerto, atendido por una difunta, que se cubría la cabeza con un velo negro cuyos bordes se confundían con las sombras del interior del puesto. El Vitaminas propuso que compráramos unas chucherías para comprobar su sabor («seguro que saben a esqueleto», dijo), pero ninguno de los dos nos atrevimos, por miedo a que la mujer se diera cuenta de que nuestro dinero estaba vivo y que éramos, por tanto, unos intrusos.

El problema era que nos habíamos extraviado y no encontrábamos la calle donde se tomaba el tranvía. Dimos dos vueltas, cuatro, seis, sin dar con ella. El Vitaminas no parecía asustado, pero yo, ahogado por la angustia, empecé a tener dificultades respiratorias. La idea de quedarme atrapado para siempre en aquel mundo fúnebre me dio tanto miedo que empecé a gemir, a balbucear palabras sin sentido, como un niño loco. Ésa era al menos la imagen que tenía de un niño loco.

– ¿Qué dices? -preguntó el Vitaminas.

– Que no tendríamos que haber venido -articulé al fin, entre lágrimas, sabiendo que nunca, hiciera lo que hiciese en la vida, lograría borrar de mi currículo aquel acto de cobardía. Mi miedo tenía efectos tan paralizantes que el Vitaminas, tomando las riendas de la situación, se acercó a un señor (muerto, evidentemente) para preguntarle dónde se tomaba el tranvía. El señor le dijo que estábamos al lado mismo, a tan sólo dos calles, y le dio las indicaciones pertinentes.

Ya en el tranvía, avergonzado por mi actuación, observé con disimulo el rostro de Vitaminas, para deducir si pensaba burlarse de mí, o echármelo en cara, pero viajaba abstraído, observando por la ventanilla algo que estaba más allá de las calles, quizá más allá de la vida. Lo recuerdo agarrado, con sus dedos de pájaro, a una de las barras verticales del vehículo, con todo su cuerpo bailando dentro de una camiseta desbocada, de rayas blancas y azules, con el pelo pegado por el sudor a la frente y la boca entreabierta, ansiosa, como esperando algo que no acababa de llegar… Se me ocurrió entonces la idea loca de que quizá había muerto tras la carrera. Tal vez lo que yo había tomado como una recuperación había sido en realidad el ingreso en una condición distinta. Desconfié de él quizá para desviar la atención de la desconfianza que acababa de adquirir en mí mismo, y al llegar al barrio, tras dejarlo en su casa, pues no había dimitido de mi tarea de cuidador, me fui a la mía y pasé el resto de la tarde leyendo tebeos, o fingiendo que los leía, mientras me hacía a la idea de que no era un héroe, quizá no lo sería jamás.

Al día siguiente me arranqué, uno a uno, diez pelos de la cabeza. Salían con una pequeña raíz en forma de bulbo que observé atentamente con una lupa, maravillado del parecido de estos bulbos con algunas raíces de los productos agrícolas. Abrí también la tubería de plomo, de la que extraje varias monedas que devolví al bolsillo de la chaqueta de mi padre. Por cierto, que estuve a punto de ser sorprendido en esta tarea de restitución de lo robado, lo que me hizo comprender el concepto de ironía aun sin conocer la palabra. También me comí las acelgas y rebañé el plato. Era, en fin, una persona completamente reformada. Quizá no terminara en la cárcel.

Con todo, la aventura en el barrio de los muertos había resultado excesiva. Durante algunos días apenas salí de casa y abusé del éter más de lo debido. Podía dormir en cualquier sitio, a cualquier hora. A veces me entraba el sueño mientras comía y se me cerraban los ojos llevando la cuchara del plato a la boca. Por la mañana, al levantarme, pensaba con enorme gratitud en la llegada de la noche. A menudo fantaseaba con que me atacara una de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos. Mi madre se acercaba a mí, y me tocaba la frente, para ver si tenía fiebre. A veces decía: «Este niño está incubando algo.» La frase sonaba a amenaza. Todavía hoy, esa expresión, incubar algo, me aterra, porque, visto con perspectiva, sí, estaba incubando una adolescencia aciaga, quizá una existencia fatal.

Finalmente no me atacó ninguna de esas enfermedades que te obligan a guardar cama un año o dos, sino unas anginas cuya fiebre asustó a mis padres y a mí me proporcionó instantes de verdadera dicha. La palabra fiebre es la más bella de la lengua (fiebre, fiebre, fiebre). Ninguna de las drogas que probé luego, a lo largo de la vida, me proporcionó las experiencias alucinógenas de la fiebre. Deberían vender pastillas productoras de fiebre. No mucha: esas ocho o nueve décimas que nos extrañan de la realidad. Recuerdo todas y cada una de las ocasiones en las que he visto el mundo a través de la fiebre. Todas y cada una de las ocasiones en las que el mundo me ha mirado a mí a través de la fiebre. Me han producido fiebre las anginas, desde luego, pero también la lectura de ciertos libros. Algunos capítulos de Crimen y castigo, por ejemplo, me producían fiebre. Todavía me la producen si los leo con la concentración adecuada. He tenido, en ocasiones, una experiencia rara: la de detectar la fiebre en la realidad. No hace mucho, una mañana, a los cinco minutos de sentarme a trabajar, me pareció que la habitación tenía fiebre. Y no sólo la habitación, sino cada uno de los objetos que había en ella. Toqué los libros y tenían fiebre, toqué mis fetiches y tenían fiebre, acaricié el respaldo de la silla y tenía fiebre. Me puse a escribir un artículo y me salió, claro, un artículo con fiebre.

La fiebre.

En cierta ocasión, alguien me señaló que los personajes de mis libros siempre estaban a punto de escribir o de enfermar. A veces, enfermaban en el momento de ponerse a escribir, o escribían en el momento de enfermar. Las mejores cosas que he escrito están tocadas por la fiebre, quiero decir que están febriles. Tienen una febrícula. Qué palabra también, febrícula. Empecé este libro con un pequeño ataque de fiebre que aún no me ha abandonado. La fiebre crea una red de dolor dulce que te conecta a la realidad, al mundo, a la tierra… La fiebre daña y cura, como el bisturí eléctrico de mi padre.

El caso es que había estado incubando unas anginas que me condujeron en pleno verano a la cama de mis padres, donde, como he señalado, fui muy feliz. Tuve, entre aquellas sábanas, una alucinación productora de extrañeza y de serenidad. Sucedió por la tarde, cuando me subía la fiebre. Mi madre había dicho varias veces que aquellas anginas me provocarían «un estirón». Yo, para comprobar la magnitud de aquel alargamiento corporal, me colocaba a veces boca arriba, cuan largo era, intentando alcanzar con la planta de los pies el extremo más meridional de aquella cama gigantesca. Un día, estaba realizando ese ejercicio cuando las plantas de mis pies chocaron con las plantas de otros pies idénticos a los míos, como si debajo de las sábanas hubiera otro niño colocado en espejo respecto a mí. Con más asombro que susto, retiré los pies y me quedé meditando unos instantes. Luego volví a estirarlos y mis plantas volvieron a encontrarse con las plantas del otro niño. Me quedé dormido sintiendo su contacto. El tiempo transcurrido no ha aminorado en absoluto el sentimiento de realidad respecto a aquel suceso que atribuí al protagonista de El orden alfabético. Ocurrió para mostrarme que hay otro lado. Quizá no he hecho otra cosa en la vida que intentar alcanzar ese otro lado. A veces, sin llegar a traspasarlo, he podido asomarme a él. De eso en parte tratan estas páginas.

La expresión «me duele la cabeza» es una de las más torpes de la lengua, al menos desde la perspectiva de un niño. La cabeza incluye la barbilla, la nariz, la nuca, los pómulos, las orejas… Si uno escucha «me duele la cabeza», ha de incluir todas esas partes en el dolor. Pero cuando la fiebre era muy alta, me dolía el cerebro:

– Me duele el cerebro -le dije a mi madre.

– No digas cerebro -corrigió ella asustada-, di cabeza.

Mi madre y yo nos quedamos observándonos unos instantes, cada uno al acecho del otro. Algo terrible, que no he logrado averiguar, ocurría en torno al cerebro.

En efecto, di un estirón. Cuando salí de la cama, una semana más tarde, los brazos y las piernas me habían crecido de un modo anormal. Además, estaba muy delgado. Tenía de mí la percepción de un insecto palo. En cuanto a la realidad, no dejaba de dar vueltas. Averigüé en seguida que aquel raro estado se llamaba convalecencia. La convalecencia tenía algunas de las virtudes de la fiebre, pues todo, desde ella, parecía nuevo, sin estrenar, incluido el propio cuerpo. Recuerdo la impresión que me produjo el sol cuando salí al jardín (a aquello que llamábamos jardín). No he olvidado tampoco el asombro que me proporcionaba el mero tacto de las cosas. Antes de abrir una puerta acariciaba el picaporte mientras repetía para mis adentros su nombre, picaporte, pues también el lenguaje había adquirido, durante la enfermedad, una consistencia extraña. Me encontraba, literalmente, inaugurando todo.

Sentado en los escalones que daban al patio trasero y al taller, viendo cómo trabajaba mi padre, dediqué unos minutos casi exclusivamente a respirar, pues me había quedado muy débil. Del mismo modo que era consciente de mis brazos, de mis piernas, de mi lengua, de mi cerebro, era consciente también de mis pulmones, a los que imaginaba como dos bolsas de papel de seda que se inflaban y se desinflaban cada vez que tomaba o expulsaba el aire. Con el aire, a veces, expulsaba palabras: bobina de cobre, por ejemplo. Pronunciaba dentro de mí, a la altura del pecho, la expresión bobina de cobre y sentía cómo atravesaba la garganta, cómo se humedecía al deslizarse por la lengua (donde dejaba un sabor a electricidad), cómo buscaba un hueco entre la empalizada de los dientes para salir al exterior, donde flotaba como el humo de los cigarrillos, deshilachándose hasta perder el sentido.

Las palabras adquirieron algunas cualidades de los objetos sólidos, de las cosas macizas. Podía tomar una palabra y darle vueltas dentro de la boca, como a un caramelo, antes de tragármela o escupirla. Me hacía preguntas locas sobre el lenguaje. ¿Por qué, por ejemplo, todo el mundo comía lentejas, cuando lo lógico era que los hombres comieran lentejos? Estoy hablando de un mundo en el que la frontera entre lo masculino y lo femenino era brutal (quizá sigue siéndolo). No es que no hubiera educación mixta, es que no había nada mixto. En un mundo así, resultaba contradictorio que ellas comieran garbanzos, en vez de garbanzas; que ellos se sentaran en sillas, en vez de en sillos; que ellas tuvieran cabello, o pelo, en vez de cabella, o pela; que ellos usaran camisas, en vez de camisos… Estaba todo patas arriba y así se lo dije a mi madre, con un hilo de voz, cuando salió a darme una yema de huevo batida con azúcar y vino dulce, que era el reconstituyente de la época. Mi madre me escuchó con perplejidad y me pidió que no le contara a nadie aquella reflexión, que ella se ocuparía de arreglarlo todo. Otra promesa falsa, como la de su inmortalidad. Mi madre no arregló la realidad, lo que tardé mucho tiempo en perdonarle. En cuanto a mí, caí en la obsesión de corregir, para mis adentros, todas las frases mal empleadas por los demás. Si uno de mis hermanos decía, por ejemplo, que se había hecho daño en una pierna, yo susurraba pierno, se ha hecho daño en un pierno. Si era una de mis hermanas, se había hecho daña en una pierna. Arreglar la realidad resultaba agotador, pero alguien se tenía que ocupar de ello.

No todo, en el lenguaje, resultaba así de imperfecto. Me asombraba, por ejemplo, la capacidad de las palabras para encontrarse con los objetos que nombraban. Así, una mesa no podía ser otra cosa que una mesa, la misma palabra lo decía, mesa. O caballo. Decías caballo y estabas viendo las crines del animal, su cola, sus ojos inquietos… ¿Acaso habríamos podido llamar caballo a la mesa y mesa al caballo? Imposible. ¿Cómo habría sido la operación por la que las palabras y las cosas, en un tiempo remoto, se habían encontrado? Había en el mundo tantas palabras, y tantas cosas, que podría haberse producido con facilidad alguna confusión, algún matrimonio equivocado. Pero no hallé ninguno. Cada cosa se llamaba como debía. Me parecía inexplicable en cambio que si al pronunciar la palabra gato aparecía un gato dentro de mi cabeza, al decir «ga» no apareciera medio gato. No le dije nada a mi madre para no preocuparla, pues me pareció que escuchaba mis reflexiones acerca de las palabras con cierta angustia.

La convalecencia de aquellas anginas duró mucho, toda la vida en realidad, pero a los dos o tres días de abandonar la cama dejé de ser objeto de preocupación para los mayores y regresé a mi invisibilidad anterior. Lo primero que hice fue visitar al Vitaminas, que al contemplar mi transformación corporal aseguró que parecía un niño araña. Él, por el contrario, había engordado de una forma rara. Cuando más tarde se lo comenté a mi madre, me dijo que no estaba gordo, sino hinchado. Me pareció una precisión asombrosa y me pregunté si algún día controlaría las palabras con aquella exactitud. Quizá fue entonces cuando empecé a aficionarme al diccionario, descubriendo que la definición era el resultado de aplicar el bisturí sobre la realidad (sobre la realidad verbal), pero ya he dicho que entonces no había ninguna diferencia entre la palabra y la cosa. ¿La hay ahora?

Mientras yo había sufrido un estiramiento, el Vitaminas se había encogido. Le daban medicinas para retrasar o atenuar el «estirón», que para él constituía una sentencia de muerte. Me habría gustado hablar de esto con él, pero no me atreví. Nunca supe hasta qué punto era consciente de su situación. Quizá había descubierto que si se enquistaba duraría más, incluso eternamente. Se decía entonces de las garrapatas que cuando las condiciones ambientales les eran desfavorables, se ensimismaban, creando una corteza dura alrededor de sí en cuyo interior permanecían hasta que llegaban tiempos mejores.

– Una garrapata -me explicó un día el Vitaminas- puede estar cincuenta años en la rama de un árbol esperando que pase un perro para dejarse caer.

Me pareció un ejercicio de paciencia increíble. ¿Y qué ocurriría si al dejarse caer cometía un error de cálculo y, en vez de posarse sobre el perro, se precipitaba en la tierra? No se lo pregunté, pero la imagen de aquella garrapata me ha acompañado durante toda la vida. Años más tarde, cuando conocí el budismo, la bauticé como la garrapata budista. Tengo pendiente escribir un relato con este título.

Aquel día, el Vitaminas me invitó a ver la calle. Debían de ser las tres de la tarde, la hora en la que el barrio parecía el producto de una explosión nuclear. Bajamos, pues, al sótano, y nos dirigimos excitados al observatorio. Al poco, y debido al contraste entre la oscuridad de dentro y la luz inclemente de fuera, el Vitaminas descubrió unos pelillos sobre mi labio superior.

– Tienes bigote -dijo.

– Y más cosas -añadí yo pensando en el vello púbico y en la pelusilla que comenzaba a aflorar en los sobacos.

El Vitaminas me miró nostálgico, con una nostalgia del futuro, pues resultaba evidente que, adondequiera que yo fuese, él no podría seguirme. Luego sacó del bolsillo un destornillador y comenzó a quitar los tornillos que sujetaban a la pared la rejilla que nos separaba de la calle.

– Vamos a salir a la calle por aquí, a ver qué pasa -dijo.

Intuí que salir a la calle por allí tendría consecuencias, pero no imaginé de qué tipo. Una vez fuera, comprobé con asombro que no perdía la calidad hiperreal que apreciábamos al mirarla desde el sótano. Todo estaba nuevo, por estrenar, lo mismo que mi cuerpo convaleciente. Incluso las esquinas más rotas emitían una suerte de resplandor que te obligaba a admirarlas. El Vitaminas era, evidentemente, un niño acabado, pero se percibía también en su acabamiento una perfección admirable. Recuerdo que pasó a nuestro lado un perro al que observé como si se tratara del primer perro de la Creación. Nunca un animal de esa especie había reclamado mi atención de aquel modo. Al detenerse para mear, levantando la pata, nos observó con el mismo asombro con el que nosotros lo observábamos a él. Quiero decir que se trataba de un asombro de ida y vuelta, un asombro que compartíamos con la normalidad con la que compartíamos la calle, como si el perro y nosotros fuésemos extensiones de la misma sustancia. El Vitaminas y yo nos miramos y nos echamos a reír, pero su risa y la mía eran también la misma. Se trataba de una risa colocada en el mundo para que la compartiéramos.

La puerta de la academia a la que iba Luz se encontraba abierta, de modo que nos asomamos y la vimos inclinada sobre una máquina de escribir, con los ojos tapados por una venda, practicando ejercicios de escritura ciega (así se llamaba, Dios mío, lo que aquella chica aprendía allí, escritura ciega). Al percibir nuestra presencia, se retiró la venda y nos miró, nos miramos, intercambiando algo que era de los tres, pero también del perro con el que nos acabábamos de cruzar. Fueron unos segundos de una intensidad irrepetible. Luz nos guiñó un ojo y sonrió. Luego, al ajustarse la falda debajo de los muslos, para evitar que se arrugara, nos mostró sin querer, durante unas décimas de segundo, el borde de sus bragas. Aquellas décimas de segundo no han dejado de durar, todavía estoy dentro de ellas. Si yo hubiera sabido dibujar, habría dibujado obsesivamente, durante el resto de mi vida, aquella visión. Al percibir nuestro desconcierto, nos sacó la lengua con gesto de burla cariñosa. Luego se colocó otra vez la venda y continuó practicando el método ciego mientras la adorábamos. Llevaba un niqui blanco y una falda blanca también, de las de vuelo, pero la venda con la que se tapaba los ojos, sin embargo, era negra. Negros eran también, para hacer juego, los golpes de los tipos que golpeaban la cuartilla al ritmo con el que sus dedos se deslizaban sobre el teclado de la máquina de escribir. Un día, un periodista me preguntó si me gustaba la música negra. Le dije que sí pensando en la que escuché aquel día remoto desde la puerta de la academia de mi calle.

La experiencia me agotó. Pero se trataba también de un agotamiento alucinatorio, repleto de detalles admirables tanto si los consideraba individualmente o en conjunto. La realidad había adquirido, además de aquel resplandor inédito, las propiedades de una construcción cuyas partes permanecían a la vista para que desde ellas pudiera viajar al todo. El Vitaminas reparó en mi palidez y me preguntó si me iba a desmayar. Le dije que no, pero le sugerí que regresáramos al sótano, por cuya abertura me colé de nuevo con la agilidad de una lagartija. Una vez dentro, el Vitaminas, que permanecía fuera, se agachó y me dijo que él entraría por la puerta de la tienda, como si no quisiera renunciar a la visión que nos había proporcionado salir al mundo por aquella trampilla secreta. Me preguntó si quería acompañarle, pero me faltó valor. No creí entonces que pudiera soportar una visión tan intensa durante mucho tiempo. Necesitaba recuperar el tacto gris de las cosas, sus calidades cotidianas, su vulgaridad habitual.

Cuando nos encontramos en el sótano, tras colocar de nuevo la rejilla sobre el vano, el Vitaminas, que tenía una mirada semejante a la de los santos en las estampas, me preguntó si quería ver «el ojo de Dios». Le pregunté cuánto me costaría y respondió que nada, que era un regalo. Entonces me llevó arriba, cogió algo de uno de los cajones del mostrador de la tienda y salimos a la calle, donde me enseñó el objeto. Se trataba del chasis de un carrete de hilo tapado por uno de sus extremos. Me dijo que mirara por el agujero libre y recibí una de las impresiones más fuertes de mi vida. En efecto, desde el fondo del tubo, un ojo me observaba. Tardé sólo unos instantes en comprender que se trataba de mi propio ojo, pues lo que había en el extremo del carrete era un espejo sujeto con un esparadrapo. Pero incluso después de haberlo comprendido continuó produciéndome impresión, si no miedo, mirar por el tubo (años más tarde recordaría este episodio al leer, creo que en un libro de Bataille, que el ojo por el que Dios nos ve es el mismo que por el que nosotros le miramos). El Vitaminas observaba mis reacciones con una sonrisa orgullosa, su rostro trasfigurado por un halo de santidad. Comprendí que, aun estando el uno al lado del otro, nos encontrábamos en dimensiones diferentes. A él, quizá porque no había regresado al sótano por el mismo sitio por el que había salido, no le había abandonado aquella visión alucinada de la calle a la que yo había renunciado por agotamiento.

Me regaló el tubo, para que viera el ojo de Dios cuantas veces me diera la gana en el futuro, pues él tenía varios de esos ojos. Había adquirido una gran destreza en su confección. Para darle al espejo la forma redondeada, lo raspaba pacientemente contra la pared. La construcción de un ojo, que en el fondo siempre era el mismo, le llevaba, me dijo, tres o cuatro días. Con el tiempo, yo mismo me convertí en un artesano de estas piezas. Cada vez que en casa se rompía un espejo, me hacía con los pedazos resultantes, que conservaba como un tesoro.

Aquella noche falleció el Vitaminas. Quizá mientras dormía su cuerpo había intentado desarrollarse un poco y su corazón había estallado. El caso es que era un muerto, estaba ya en el otro lado. Mi madre no me permitió ir a su casa (lo que le agradecí íntimamente), por lo que me pasé el día en la puerta de la mía, observando el movimiento fúnebre de la gente mayor en los alrededores de la tienda de ultramarinos, que permanecía «Cerrada por defunción», tal como rezaba el cartel que habían colocado sobre la persiana metálica. Entre aquellas personas, como un espectro, flotaba a ratos la hermana del Vitaminas. Tuve una revelación curiosa: aquella chica, sin ser guapa, me gustaba más que Luz, que era la belleza oficial. ¿Por qué me gustaba lo feo?

Al día siguiente apareció un coche de muertos con forma de carroza en cuyo interior introdujeron un ataúd blanco. Se suponía que mi amigo iba dentro. Eso fue por la mañana. A la hora de comer, mi madre criticó el color del ataúd, pues desde su punto de vista el Vitaminas era demasiado mayor para gozar de aquel privilegio. A mi pregunta de qué diferencia había, a efectos mortuorios, entre el blanco y el negro, respondió que el blanco simbolizaba la inocencia, la pureza. La impureza, por lógica, sólo podía guardar relación con aquello a lo que los adultos se referían como «tocamientos pecaminosos». El Vitaminas, en efecto, se «tocaba» con frecuencia, yo podía dar fe de ello. Inevitablemente, establecí una relación oscura entre la muerte y el sexo. Aprendía rápido.

Esa tarde salí a la calle y subí hasta López de Hoyos, donde había una pipera que vendía cigarrillos sueltos. Compré uno (un LM), lo encendí clandestinamente en el descampado y lo fui consumiendo con expresión de hombre duro, de hombre que ha sido golpeado por la vida. Aunque no me tragaba el humo, me mareé un poco, pero fue un mareo agradable, que me ayudó a evadirme. Quizá, pensé, esa misma noche el Vitaminas aparecería ya en el Barrio de los Muertos, como habíamos dado en llamarlo. Lo imaginé recorriendo las mismas calles que habíamos recorrido juntos. ¿Saldría a recibirle alguien? ¿Viviría (era un decir) con familiares muertos antes que él? ¿Reuniría yo algún día el valor suficiente para volver a ese barrio y buscar a mi amigo?

Muchos años más tarde, ya de mayor, sucedió algo que parecía un eco de la experiencia de la calle vivida desde el sótano de la tienda de ultramarinos, junto al Vitaminas. El caso es que un editor dio una fiesta en su casa para celebrar la salida de un libro mío. Por desgracia, era el único invitado que no podía faltar, aunque no me encontraba bien. Padecía desde hacía tiempo de una especie de gripe atenuada (quizá una convalecencia agravada) que me impedía respirar en lugares muy cerrados, o con demasiada gente. No iba al cine ni al teatro, o me colocaba junto a la puerta, para salir a tomar aire de vez en cuando. En los restaurantes, me situaba de tal modo que, llegado el caso, pudiera salir corriendo sin llamar la atención. Adquirí la costumbre, en los viajes, de meter en la maleta varios metros de un hilo de nailon muy resistente, por si el hotel se incendiaba y tenía que escapar por una ventana. La enfermedad (mental, a todas luces) me había convertido en un experto en fugas, en una autoridad en salidas de emergencia, en un loco a secas.

Tomé un ansiolítico antes de salir de casa y fui dando un paseo hasta la del editor para acumular la mayor cantidad de oxígeno en mi sangre. Llegué de los primeros, según mi costumbre, y me senté en una de las butacas del salón, fingiendo interesarme por un partido de fútbol que pasaban por la tele. El editor vivía en un ático con una gran terraza. Como hacía un tiempo excelente (era primavera), las puertas que daban a la terraza permanecían abiertas y por ellas entraban cantidades industriales de oxígeno.

Mientras saludaba a los que llegaban y fingía prestar atención a sus palabras, no hacía en realidad otra cosa que elaborar planes de fuga atendiendo a diversas emergencias imaginarias. Cada medio minuto, sonaba el timbre de la puerta y aparecían dos o tres personas más que iban ocupando los espacios libres de la sala. En un momento dado hubo que apagar el televisor (que permanecía sobre una mesa de ruedas) y colocarlo junto a la pared, para hacer sitio. La misma suerte corrieron las butacas y las sillas. Pero la gente no cesaba de llegar, y en unas cantidades desproporcionadas para el tamaño del piso. La mayoría de los invitados eran muy conocidos en su actividad. Había escritores, desde luego, pero también periodistas y actrices y jueces, y hasta un entrenador de fútbol. En seguida me di cuenta de que eran varios los escritores convencidos de que la fiesta se daba en su honor, pues el editor nos había dicho a todos lo mismo. Lejos de molestarme, me liberó de la presión del protagonismo. Podía angustiarme cuanto quisiera sin llamar la atención, ya que los niveles de fama de la mayoría de los invitados hacían de mí un perfecto desconocido.

Eso me llenó de un optimismo injustificado que me animó a hacer una excursión a la cocina, donde, según contaban los que venían de ella, había, además de toda clase de bebidas, un jamón excelente que tú mismo podías cortar con un cuchillo capaz de partir un cabello (longitudinalmente) en dos partes. Eso decían. Recuerdo haber emprendido el viaje de ida con espíritu aventurero, incluso con cierta carga de absurda alegría. Conviene añadir que la música de esta primera parte de la fiesta provocó en mí, por razones de orden personal, una suerte de euforia que me hizo pensar en el jamón como en el vellocino de oro. Ya en la mitad del pasillo, rodeado de cuerpos que iban y venían, me sentí como un explorador que debía llevar a cabo una misión peligrosa en un medio hostil, pero controlable. Me engañé: el medio no era controlable.

Tras un esfuerzo colosal alcancé la cocina, una pieza con forma de útero, o de pera, que había al final del pasillo. Una vez en ella, el instinto de conservación me hizo descubrir una ventana que daba a un patio interior y que permanecía abierta. Me asomé a ella y comprobé, todavía sin pánico, pero con preocupación, que apenas había en las paredes del patio elementos a los que aferrarse en el caso de emprender la huida por allí. La altura, un sexto piso, resultaba, por otro lado, disuasoria. Carraspeé un poco, aparentando naturalidad, y me hice un hueco entre la gente que había en la cola del jamón. En realidad, trataba de hacer tiempo para ver si era capaz de decidir algo, pues la euforia y el afán de aventura me habían abandonado. Por otra parte, el cálculo de posibilidades para regresar al salón arrojó un saldo negativo. Resultaba imposible atravesar aquella masa humana (y a contracorriente, pues eran más las personas que entraban que las que salían) sin perecer. Comparé la proeza con una situación que había visto recientemente en una película de aventuras, donde el protagonista, para escapar de un peligro, tenía que atravesar buceando una tubería de cincuenta metros, y comprendí que no sería capaz de aguantar la respiración durante tanto tiempo, así que permanecí en aquella especie de útero fingiendo que me apetecía probar aquel jamón tan elogiado. De vez en cuando, me asomaba a la ventana que daba al patio para tomar un poco del aire exterior, pues el de la cocina resultaba insuficiente para todos.

En esto, un joven escritor latinoamericano, que formaba parte del grupo en el que había logrado empotrarme tras obtener un par de lonchas de jamón, sacó un paquete de tabaco y ofreció un cigarrillo. En aquella época, yo fumaba compulsivamente o dejaba de fumar compulsivamente. Quiero decir que durante las temporadas de abstinencia era consciente de cada uno de los cigarrillos que no me fumaba. Ahora, me decía, no estoy fumándome el cigarrillo de después del café; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de media mañana; ahora no me estoy fumando el cigarrillo de las doce; ahora… Me hacía tanto daño fumar como no fumar, pero mi salud era tan frágil que procuraba llevar una vida convencionalmente saludable. Atravesaba, en fin, una época de no fumador compulsivo. Pero el cigarrillo que me acababan de ofrecer era un LM (un LM, Dios mío). Creía que aquella marca de tabaco con la que yo me había hecho un hombre había desaparecido. Y quizá había desaparecido, pero lo cierto es que ahí estaba de nuevo, repitiéndose como un eco de aquella voz lejana. Tomé uno, decidido a no tragarme el humo, por tener las manos ocupadas, y lo encendí con la llama de un mechero ajeno.

El humo explotó, más que dentro de mi boca o de mis pulmones (porque finalmente me lo tragué), dentro de mi cerebro, con toda la carga evocadora de aquel sabor remoto. Sentí un ligero mareo y me retiré a la ventana para tomar aire. Se había hecho de noche y el patio interior había devenido en un pozo cuya oscuridad amortiguaban los grumos de luz amarilla procedentes de las ventanas de las casas. Dejé caer el LM y conté los segundos que tardaba en perder de vista su brasa. Entonces comprendí que la situación era desesperada, pues aunque había hecho como que no me daba cuenta, lo cierto era que el pánico había subido de nivel mientras conversaba con el grupo del joven escritor latinoamericano y no quedaba prácticamente un solo resquicio de mi vaso corporal por ocupar. Giré la cabeza para ver cómo estaba la situación en la entrada del útero, pero no había mejorado. Calculé entonces mis posibilidades de supervivencia en la cocina si permanecía allí hasta que terminara la fiesta y la salida quedara expedita, pero eran muy pocas; en realidad, ninguna: el aire de la estancia resultaba ya irrespirable y el del patio interior se había estancado, corrompiéndose. Por alguna razón, yo necesitaba cantidades mayores de oxígeno que mis contemporáneos. Yo no era uno de ellos (Dios mío, yo no era uno de ellos).

Comprendí que la única solución consistía en tomar aire, aguantar la respiración, y abrirme paso entre aquel océano de cuerpos hasta alcanzar una zona habitable. Calculé la longitud del pasillo (de la tubería) y visualicé todo el recorrido hasta la terraza del salón, que era mi objetivo. Luego, empujado por la angustia más que por una decisión consciente, busqué la salida del útero y comencé a parirme a mí mismo. Las bocas con las que me cruzaba se reían al verme avanzar con aquella tenacidad y yo les devolvía una mueca algo trágica, supongo, sin dejar de contener la respiración. Recuerdo que el director de un periódico en el que había comenzado a colaborar hacía poco, y con el que tropecé hacia la mitad del pasillo, colocó su mano derecha sobre mi hombro, intentando detenerme para decirme algo, y yo le di un manotazo. Poco antes de alcanzar el salón se me acabó el aire y comprendí que no había logrado mi objetivo. Me moriría allí mismo. Quizá, pensé, al verme muerto, el director del periódico comprendiera mi grosera actitud de hacía unos instantes y no ordenara mi despido. Si hasta entonces enviaba las colaboraciones desde casa, ahora las enviaría desde el Barrio de los Muertos. Hacía mil años que no me acordaba de aquel barrio, ni del Vitaminas. Después de todo, había logrado escapar de allí, o eso creía. Todas estas conjeturas desviaron mi atención de la muerte y casi sin darme cuenta me encontré en la terraza de la vivienda. Exhausto, pero vivo.

La terraza estaba también llena de gente, pero allí había aire para todos. Se había levantado además una pequeña brisa que barría al instante el producto corrompido de las respiraciones ajenas. Logré alcanzar sin problemas la zona de la barandilla, donde descubrí un poyete en el que me senté para recuperarme. Entonces alguien me colocó la mano en el hombro y me preguntó si me encontraba bien. Era M., un escritor hipocondríaco con el que había coincidido en un viaje colectivo a París y con el que había intercambiado, durante una semana enloquecedora, información sobre los ataques de pánico y las lipotimias. Por aquella época yo había sufrido dos (acababa de estar a punto de sufrir la tercera).

– ¿Te encuentras bien? -preguntó con expresión solidaria.

– Sí, sí, he sentido un poco de claustrofobia ahí dentro.

– Y has entrado en fuga.

– He entrado en fuga, claro.

– Si quieres un ansiolítico…

– No…, bueno, sí, dámelo por si acaso.

– Es de última generación. Puedes mezclarlo con alcohol.

M. me dio una pastilla pequeña, que contemplé durante unos instantes en la palma de la mano.

– ¿Cómo es posible -dije por decir algo- que una cosa tan pequeña pueda resultar tan eficaz?

– Las conjunciones -respondió M. extrañamente- son también pequeñas y eficaces.

Acumulé un poco de saliva y me la llevé a la boca.

– Gracias -dije.

– De nada, voy a dar una vuelta.

Me quedé solo. Como era de noche, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida al resto de los bultos que hacían relaciones públicas en la terraza. El pánico se había retirado. Cuando se retiraba el pánico, regresaba el cálculo. Comencé a calcular los movimientos que sería preciso llevar a cabo para alcanzar, desde donde me encontraba, la puerta de la vivienda. No resultaría fácil, pues tendría que atravesar de nuevo la terraza, cruzar el salón en diagonal, y desde él conquistar el tramo de pasillo que conducía al vestíbulo, donde se encontraba la puerta. El número de cuerpos era infinito y aun llenando los pulmones hasta arriba de oxígeno, aparecerían sin duda obstáculos no previstos. Podía cruzarme, por ejemplo, otra vez con el director del periódico, con quien me tendría que detener para pedirle disculpas por el suceso del pasillo. Tampoco sería raro que me tropezara con el anfitrión, que estaba en todas partes, y tuviera que explicarle por qué me retiraba tan pronto…

Aunque con mayores reservas de oxígeno, me encontraba de nuevo en una situación semejante a la de la cocina. Y los efectos del ansiolítico no empezaban a manifestarse todavía. Me levanté para distraerme un poco y observé la calle seis pisos más abajo. La terraza estaba rematada, por la parte exterior, con una especie de cornisa que no conducía a ningún sitio. Para disimular la inquietud que había comenzado a alterar el funcionamiento de mis vísceras, me hice un hueco en un grupo de cuatro personas que criticaban a una quinta que, por suerte, no era yo. Llevaba allí medio minuto, sonriendo y diciendo que sí a todo, cuando la persona de mi izquierda me pasó un canuto. Guardaba en aquella época unas relaciones ambiguas con el hachís, pues unas veces me caía bien y otras mal, de manera azarosa. Di de todos modos una calada y al expulsar el humo recordé que acababa de tomarme un ansiolítico. Quizá no fuera una combinación adecuada. Entonces ocurrió lo siguiente: la angustia se concentró toda en el pecho y el cálculo, todo, en la cabeza. Podía estar simultáneamente muy calculador y muy angustiado, sin que la angustia acabara con el cálculo, gracias a que aquélla y éste se habían instalado en zonas estancas de mi cuerpo. Si lograba que permaneciese cada una en su sitio, pensé, mi parte calculadora encontraría una solución para mi parte angustiada.

Así fue: sin dejar de prestar una atención fingida a la conversación, comencé a mirar disimuladamente a mi alrededor para evaluar las posibilidades de fuga. Advertí entonces que la terraza en la que nos hallábamos se encontraba separada de la de la casa vecina por un tabique muy fácil de superar. En realidad, pasar de una casa a otra era un juego de niños, aunque había que exponerse, desde luego, durante unos segundos al vacío, cuya atracción, calculé, quedaría suavizada por la visión de la cornisa. Una vez alcanzada la terraza de la casa de al lado, y si la puerta que daba al salón se encontrara abierta (lo que sería normal en aquella época del año), resultaría muy fácil llegar a la entrada de la vivienda y escapar de aquel infierno. La condición indispensable era que no hubiera nadie en el salón.

Sin dejar de sonreír, me aparté del grupo, regresé a la zona de la barandilla y asomé la cabeza a la terraza de la casa de al lado. En efecto, la puerta que comunicaba con el salón -completamente vacío- estaba abierta. Si la disposición de la vivienda, como suele suceder, fuera idéntica, aunque en espejo, respecto a la del editor, no tendría más que saltar a la terraza, atravesar el salón, salir desde él al pasillo, y caminar tres o cuatro pasos hasta la puerta de la casa. Teniendo sus riesgos, la huida, por ese lado, era infinitamente más sencilla que por éste. ¿Sería capaz? Ante la posibilidad real de llevarla a cabo, creció el pánico en el pecho, pero también el cálculo en la cabeza.

En esto, nuestro anfitrión pidió silencio desde el interior del salón. Quería dirigir unas palabras a los presentes. Todo el mundo, en consecuencia, se volvió hacia allí, dándome la espalda. Ahora o nunca, me dije. Y fue ahora, porque me vi, de súbito, subir a la barandilla para dejarme caer en seguida en la terraza de la casa de al lado. Tres segundos, cuatro, no sé, menos de lo que se tarda en contar. Luego, con movimientos cautelosos, sorteando los muebles, que dada la oscuridad reinante habían devenido en bultos, atravesé el salón de la vivienda y me asomé al pasillo. A mi izquierda, a no más de dos metros, se encontraba el vestíbulo, con la puerta de entrada al piso. A mi derecha, como había previsto, el pasillo se prolongaba para dar paso a las habitaciones, muriendo en una cocina con forma de útero. De una de las habitaciones del fondo, que permanecía con la puerta abierta, salía el resplandor intermitente característico de una televisión encendida y el diálogo apagado de los personajes de una película. Quizá se trataba de una de esas viviendas con cuarto de estar. Como los segundos discurrían con cuentagotas y mis sentidos estaban muy despiertos, anoté que la casa olía a verduras hervidas, y no porque las estuvieran hirviendo en aquel instante, sino porque el olor formaba parte de la identidad del piso, lo que no era raro teniendo cuarto de estar.

Y bien, la libertad estaba a tres o cuatro pasos, pero antes de darlos estudié desde mi posición, a la escasísima luz ambiental, las características de la cerradura, para no dudar una vez que me encontrara frente a la puerta. Por suerte, para abrirla sólo tuve que liberarla del resbalón, pues un cerrojo que había en la parte de arriba estaba sin echar. Una vez en el descansillo de la escalera, volví a cerrarla despacio, para evitar el ruido, y emprendí una carrera loca de alegría escaleras abajo. Descendía con tal ligereza y a tal velocidad que en algún momento tuve la impresión de que me deslizaba por la rampa de un tobogán de feria. Y mientras caía y caía, las puertas de las casas pasaban ante mis ojos como construcciones fantásticas al otro lado de las cuales se repetían vidas idénticas, existencias clonadas, dificultades y rutinas semejantes a la de la vivienda de la que acababa de fugarme. Tuve en aquellos momentos de euforia la impresión de haber escapado no de un piso, sino de una forma de vivir, de una dimensión de la realidad. Como se trataba de uno de esos edificios antiguos en los que el hueco del ascensor ocupa el alma de la escalera, hacia el tercer piso me crucé con la cabina de madera y cristales, que subía, mientras yo bajaba, y saludé a las personas que iban dentro como si desde un avión hubiera dicho adiós a los ocupantes de otro avión.

Con todo, lo mejor estaba por llegar, pues al alcanzar la calle volví a tropezar, después de tantos años, con la Calle. Quiero decir que la calidad de las fachadas, de las farolas encendidas, de los bancos, de las cabinas de teléfono, incluso la calidad de los transeúntes, era idéntica a la que había contemplado años atrás desde el sótano del Vitaminas y a la experimentada el día que salimos a la Calle por el tragaluz desde el que habitualmente la observábamos. La realidad había adquirido la excelencia que otorgan unas décimas de fiebre a cualquier escenario. La realidad era un escenario febril en el que cada objeto tenía una función. Daba gusto levantar los ojos y observar las ventanas encendidas, apreciar el color amarillento de la luz y adivinar las vidas que discurrían al otro lado de los visillos. Todo estaba por estrenar, por ver, todo estaba por inaugurar. Incluso las esquinas más sucias, más rotas, más meadas por los perros, tenían esa calidad de representación, de parque temático, que producía asombro. Me pregunté qué habría ocurrido si aquel día lejano de mi infancia no hubiera regresado al sótano por el mismo agujero por el que había salido de él. Tal vez la vida hubiera mantenido siempre aquel brillo o aquella fiebre que ahora acababa de recuperar y que nunca más, me dije, perdería.

Tomé un taxi y pedí al conductor que me llevara a aquel barrio del que quizá no había salido. El taxista era un hombre antipático, sucio, resentido. Tales condiciones, en otras circunstancias, me habrían molestado. En las actuales, sentí que me daban la oportunidad de asomarme a la maquinaria del disgusto, pues el hombre era como uno de esos relojes con la carcasa de cristal que, además de dar la hora, te muestran el truco gracias al que son capaces de dártela. Aunque el taxi olía mal, dije:

– Qué bien huele este coche.

El taxista me observó a través del espejo en busca, sin duda, de una expresión irónica. Pero tropezó con un gesto de franqueza. Inmediatamente añadí:

– Me recuerda el olor del primer coche de mi padre.

Casualmente, el hombre tendría la edad de mi padre. Me contó que, aunque le quedaban unos meses para jubilarse, continuaría trabajando unos años más porque tenía un hijo con dificultades psicológicas cuyo tratamiento era muy caro. Me interesé por él, por el hijo, y me relató que había sido un chico normal, muy guapo, hasta que se peleó con un compañero del colegio que le había insultado.

– A partir de ahí -añadió- se convirtió en un crío muy violento, que pegaba a todo el mundo. Lo llevamos por recomendación de los profesores a un psiquiatra que le empezó a dar unas pastillas que le volvieron loco y hasta hoy, que tiene veintisiete años.

Aprovechando un semáforo en rojo, el hombre sacó de la cartera dos fotografías. En una de ellas se veía a un niño precioso, de siete u ocho años, que miraba hacia el objetivo de la cámara con expresión de sorpresa. Tenía los labios entreabiertos y las aletas de las narices ligeramente dilatadas. El pelo, muy liso y muy brillante, como si se lo acabaran de mojar, le caía sobre la frente de un modo en apariencia casual. Era, en efecto, un niño guapo, incluso turbadoramente guapo. En la otra fotografía había un muchacho de unos veinticinco años con la expresión característica de un desequilibrado. Los ojos, dirigidos a la cámara, no miraban en realidad a ningún sitio, al menos a ningún sitio que se encontrara en este mundo.

El hombre me mostraba aquellas fotos de su hijo utilizando, sin darse cuenta, las técnicas del «antes» y el «después» de la publicidad de los crecepelos. El antes y el después de la medicación psiquiátrica. Yo me había inclinado sobre el asiento de delante, para acercarme a las fotografías que el hombre había colocado bajo la débil luz del techo. Sentí que nos encontrábamos, el taxista y yo, dentro de una burbuja y que aunque aquello duraría unos segundos -lo que tardara el semáforo en cambiar de posición- permanecería toda la vida, como permanecía en mi existencia aquel guiño que Luz nos había dirigido el día que salimos a la calle desde el sótano, tras quitarse la venda negra con la que practicaba la escritura ciega. O como continuaba durando la mirada de Dios desde la primera vez que me asomé al tubo en uno de cuyos extremos se encontraba su ojo.

Me bastaba ver el antes y el después de aquel pobre crío para comprender el antes y el después de la vida del taxista, de todas las vidas en realidad. Supe que si en ese instante me pusiera a narrar la existencia de aquel conductor malhumorado, amargo, maloliente, levantaría una obra maestra porque aunque mi cuerpo estaba atrapado en el interior de aquellos segundos miserables que tardaba el semáforo en cambiar de color, mi cabeza trabajaba en una dimensión temporal distinta, tan distinta que se me apareció la novela de arriba abajo y se trataba de lo que llamábamos, Dios mío, una novela total. Con la precisión con la que se observa la maquinaria de un reloj abierto, vi todas y cada una de las piezas de las que estaría compuesto aquel relato, aquella vida por la que empezaba a sentir una piedad que no me hacía daño, pues se trataba de una pieza más del edificio narrativo. Sólo tenía que evaluar la calidad de la piedad con la mirada con la que el arquitecto efectúa un cálculo de resistencia de materiales. Pero alguien que veía las cosas con aquella lucidez, me dije inmediatamente, no podía perder el tiempo en contar una historia como la del taxista, por total que resultase. Yo estaba obligado a contar la historia del mundo, es decir, la historia de mi calle, pues comprendí en ese instante que mi calle era una imitación, un trasunto, una copia, quizá una metáfora del mundo. Intuí también que debería emplear, para sacarla adelante, un método de la familia de la escritura ciega, que era, paradójicamente, la escritura de Luz.

Durante aquellos instantes decisivos comprendí también que la suciedad y la antipatía del taxista no estaban colocadas en el mundo contra mí y porque no estaban en el mundo contra mí yo podía observarlas desde aquella distancia clínica en la que me había instalado. De esta revelación se dedujo que tampoco el mundo estaba mal hecho en contra mía. Quizá ni siquiera estaba mal hecho. El mundo era como era y había en él pulgas, chinches, ratas; había en él dolor y daño, desde luego, pero no se trataba de un dolor ni de un daño puestos ahí para amargarme, no, ni siquiera era correcto decir que había pulgas, chinches, ratas, dolor y daño como si fueran las partes de una totalidad. Lo que había era una lógica de la que se desprendían, entre otras cosas, las chinches y las ratas; una lógica de la que me desprendía yo y el conductor del taxi y su hijo loco… Recordé una entrevista que había leído, no hacía mucho, con Dios. Su autor era un conocido periodista norteamericano que se encerró durante meses en una habitación con una médium. Él le hacía preguntas a la médium y la médium se las trasladaba a Dios. A veces, Dios tardaba horas o días en responder (en el caso de que el silencio no fuera una respuesta), pero cuando hablaba decía, por increíble que parezca, cosas de una pertinencia demoledora, de una eficacia atroz. Así, a la pregunta del porqué de la muerte respondió que para él la muerte no era más que «un desplazamiento dentro de la vida». Dios nunca la había imaginado de otro modo y no entendía por qué nosotros, los usuarios de la muerte, nos la habíamos tomado como una agresión personal. Un desplazamiento dentro de la vida. Era evidente que nos habíamos equivocado al nombrarla, o al llenar de contenido su nombre. Ni la muerte ni los taxistas malolientes estaban en el mundo para hacerme daño a mí, a nosotros.

A medida que se me ocurrían estas cosas se las iba diciendo al taxista, que en un momento dado comenzó a llorar de gratitud. Era verdad, decía, su hijo no se había vuelto loco para amargarles a él y a su mujer la existencia. La locura no era más que un desplazamiento dentro de la vida, una manifestación de la lógica misteriosa de la que formábamos parte. El error era interiorizarla como un problema. Ocurrió dentro del taxi, entre aquel hombre maloliente y yo, algo inefable de verdad: un milagro, una revelación, una señal. Lo mejor, con todo, era el hecho de comprender que el milagro se repetía a cada instante, dentro de cada taxi, de cada hogar, de cada cuerpo. El problema era que no nos colocábamos en el lugar adecuado para observar la realidad. Por eso veíamos muertes donde sólo había desplazamientos de la vida.

Bajé del taxi transformado y recorrí mi calle, desde el principio al fin, en estado de trance. Ya no era la misma, desde luego. Todas las casas bajas de mi infancia habían sido sustituidas por edificios de seis y siete pisos. Pero yo era capaz de ver los fantasmas de las viviendas antiguas y de sus moradores dibujados sobre aquellas fachadas. Vi a mi padre, en el taller, inclinado sobre un filete de vaca en el que hacía cortes con su bisturí eléctrico; vi a Luz con los ojos tapados por una venda negra practicando el método ciego (¡el método ciego!) frente a la máquina de escribir, en la academia; vi a mi madre desenroscando con avaricia el tapón de un frasco de ansiolíticos; vi al Vitaminas, con su bicicleta al lado, fabricando un nuevo ojo de Dios, una nueva mirada con la que contemplarse a sí mismo; vi a su hermana flotando entre los edificios, dentro de su falda de tablas, como una aparición; vi las tardes muertas de mi adolescencia, las tardes muertas, nunca se ha dicho eso de las mañanas, ni de las noches, pues sólo la tarde, de entre todos los momentos del día, es mortal: al caer la tarde, se dice, al morir el día, que es la muerte también de la tarde. Las tardes muertas, con la perspectiva que da el tiempo, resultaron ser las más vivas de mi existencia. Ellas, para bien o para mal, me hicieron; de aquellas tardes por las que deambulé ocioso, como un fantasma, nací. Y pensé, en fin, en el Barrio de los Muertos que demostraba que la muerte no era más que un desplazamiento dentro de la vida… Pero lo que vi, sobre todo, fueron las conexiones invisibles que unían todo aquello, y eran tan sólidas, las conexiones, que en la realidad profunda todo era una manifestación de lo mismo. Aquella variedad, paradójicamente, estaba al servicio de la unidad, pues sólo había una cosa, mi calle, es decir, la Calle, o sea, el mundo, el mundo, del que Luz y yo éramos meros desplazamientos, meros lugares. Luz y yo y la hermana del Vitaminas y el Vitaminas muerto éramos lo mismo.

La revelación me convirtió durante unos instantes en el tipo más religioso del mundo (religión, como se ha dicho tantas veces, viene de religare, que significa unir). Pero de repente apareció en el cuerpo de la euforia, de la fiebre, una grieta, es decir, una pregunta: ¿Y si lo veía todo así porque había salido a la realidad por una puerta falsa (la de los vecinos de mi anfitrión), en vez de por la verdadera? Era lo que me había ocurrido cuando salí a la calle por el respiradero del sótano del Vitaminas. De hecho, la visión desapareció cuando regresé a él por el mismo lugar. ¿Sucedería lo mismo si deshiciera ahora lo andado, si entrara en la casa de los vecinos del editor y desde ella alcanzara la terraza y desde la terraza la vivienda de mi anfitrión para regresar a la calle por el lugar correcto? ¿Desaparecerían la fiebre, el aura, la relevancia de las cosas? ¿El mundo regresaría a la opacidad propia de las tardes de los domingos?

Decidido a comprobar la resistencia de aquellos materiales, tomé otro taxi para desandar lo andado y regresar a la realidad por la puerta verdadera. No sabía de qué modo lograría entrar de nuevo en la vivienda de los vecinos del editor y saltar otra vez de una terraza a otra, pero supuse que una vez allí se me ocurriría algo.

Con esta confianza entré en el edificio y me introduje en el ascensor de madera y cristal que me condujo al sexto piso. He aquí que al abandonar el ascensor observé que la puerta de los vecinos se encontraba entreabierta. Asomé la cabeza y vi el salón y el pasillo llenos de gente, formando corros en los que se debatía, con seriedad, algún asunto grave. Como mi presencia no resultaba extraña, entré, me confundí con uno de los grupos y comprendí en seguida que había muerto alguien. Por el flujo de las personas, deduje que la capilla ardiente se encontraba al final del pasillo, a la derecha, en la habitación que yo había tomado por un cuarto de estar en mi primer asalto y que resultó ser un dormitorio muy amplio, casi un estudio, en cuya cama descansaba un joven con bigote frente a cuyo cuerpo fingí meditar unos instantes. Si el bigote me llamó la atención, fue porque parecía postizo, aunque entonces no pensé en ello. Di un par de veces el pésame y luego regresé al pasillo, desde donde me incorporé al salón. En la terraza había gente también, pero deduje, dado el estado de recogimiento general, que no me sería difícil buscar el momento adecuado para saltar a la casa de al lado.

Inclinado sobre la barandilla, junto al muro que separaba las dos viviendas, y fingiendo que contemplaba la calle, me asomé a la casa del editor y comprobé que aunque había gente en el salón, los invitados no habían empezado a ocupar aún la terraza. Debido a una rareza inexplicable, parecía que la fiesta acabara de empezar, como si se me estuviera concediendo una segunda oportunidad para afrontarla. Pasar de un lado a otro no era más que un problema de oportunidad y decisión. Pensé en mí en términos de insecto. Imaginé que era una mosca. ¿Quién, en un velatorio o una fiesta, presta atención a una mosca? Entonces, con movimientos animales, tras comprobar que nadie me miraba por este lado ni por el otro, salté. Resultó asombrosamente fácil, pero todo era así de fácil con aquellas décimas de fiebre o de euforia en las que vivía instalado.

A los dos o tres segundos de encontrarme en el territorio del editor, salió a la terraza un grupo de cuatro o cinco personas a las que saludé, pues conocía a todas, aunque no tenía confianza con ninguna. Discutían con pasión acerca de una película que uno calificaba de obra maestra y los demás de basura. En un momento determinado me pasaron un porro al que di una calada. No era hachís, sino marihuana, y muy buena, porque bastó esa calada para hacerme flotar. Me pareció que nadie se daba cuenta de que me había levantado unos centímetros del suelo, lo que me hizo gracia y me reí. Todos me miraron, creo que con gesto de censura, pero yo puse una expresión como de qué queréis que os diga y continuaron con lo suyo.

La segunda calada reforzó la sensación de estar levitando. Entonces, un sexto sentido me advirtió de que debía retirarme de aquel grupo en el que no había caído bien. Comencé a caminar en dirección al salón con alguna dificultad, habida cuenta de que no tocaba el suelo. Por mucha voluntad que pusiera, mis pies se quedaban siempre a tres o cuatro centímetros del piso, como si hubiera un colchón invisible entre éste y aquéllos, lo que me obligaba a caminar haciendo un poco de equilibrio. Me iba riendo solo por la situación, pensando en el muerto con bigote de la casa de al lado… Nunca había visto un muerto con bigote. Fue entonces cuando me vino a la cabeza la idea de que quizá el bigote fuera falso. Y comprendí también que la incomodidad que había sentido frente al cadáver procedía del sentimiento, que verbalicé con retraso, de que el muerto era en realidad una mujer, una mujer a la que habían travestido con aquel postizo.

Rumiando la sorpresa, me senté en una especie de taburete que había frente al sofá, fingiendo que me incorporaba a una conversación cuya voz cantante llevaba el editor, que al reparar en mí dijo que no me había visto llegar.

– Es que he entrado por la terraza -respondí con naturalidad y todos se rieron.

Comprendí en seguida que hablaban de un jamón excelente que había en la cocina y del que uno se podía servir a su gusto. Nuestro anfitrión estaba explicando que lo había comprado por correo. En realidad, había comprado el cerdo entero, pero se lo enviaban por partes que describía con una minuciosidad un poco agobiante:

– Entre junio y julio -decía- me envían cuatro piezas de chorizo, cuatro de salchichón, un lomito, una panceta, una morcilla grande y una sobrasada. En octubre, dos chorizos culares curados en tripa natural, dos salchichones culares curados en tripa natural también, y un primer lomo. En diciembre, un segundo lomo, otro chorizo cular curado en tripa natural, un salchichón cular curado en tripa natural, un segundo lomito y un morcón extra en ciego natural…

Le pregunté qué significaba «en ciego natural» porque la expresión me dio miedo.

– El ciego -dijo satisfecho de mostrar su erudición porcina- es la parte del intestino grueso que termina en un fondo de saco.

– Un culdesac -tradujo alguien instintivamente.

– Eso -aprobó el editor, que continuó con la retahíla anterior-: En marzo, una paletilla; en septiembre, la otra. Los dos jamones te los envían en diciembre, por las Navidades.

– Yo -dijo un individuo que había a mi lado- compré hace un par de años las obras completas de Tolstoi del mismo modo. Es decir, compré a Tolstoi entero, pero me lo fueron enviando por piezas a lo largo de los doce meses siguientes. Pero donde ponía Tolstoi era Tolstoi, no era Dostoievski ni Zola ni Balzac. ¿Cómo sabes tú que las paletillas y los jamones y el morcón extra en ciego natural pertenecen al cerdo que has comprado y no a distintos animales?

– Te tienes que fiar -dijo el editor con expresión de franqueza-, porque tú no le ves la cara al cerdo. Ya digo que se hace todo por correo.

– Seguramente será un cerdo simbólico -añadió otro de los participantes-, no un cerdo concreto, con nombre y apellidos. Lo que estás comprando son dos paletillas, dos jamones, equis chorizos, salchichones y lomos, etcétera. Te lo venden como si pertenecieran al mismo cerdo para que te hagas la ilusión de poseer ganado.

– Es como cuando apadrinas a un niño en el Tercer Mundo -terció una escritora-; no quiere decir que el dinero que envías sea para ese niño concreto, porque la organización lo administra para la comunidad, pero lo personalizan para que tú tengas un rostro en el que volcar el afecto que te ha impulsado a suscribirte.

– Exacto -dijo el individuo de antes.

– ¿Y qué pasa con la piel? -intervine yo.

– ¿Con qué piel? -preguntó el editor.

– Con la del cerdo que has comprado. ¿No te la envían?

– Pues no -respondió un poco receloso.

– Con la piel encuadernan las obras completas de Tolstoi que compra éste -saltó un guionista de la tele.

Echamos una carcajada y el editor cambió de grupo no sin animarnos a hacer una excursión a la cocina, para que comprobáramos las excelencias del jamón.

– Y del cuchillo -añadió-, pues al hacer el pedido te regalan un cuchillo jamonero capaz de partir un cabello, longitudinalmente, en dos partes.

Emprendí el viaje de ida con espíritu aventurero, incluso con cierta carga de absurda alegría. Conviene añadir que la música de esta primera parte de la fiesta provocó en mí, por razones de orden personal, una suerte de euforia que me hizo pensar en el jamón como en el vellocino de oro. Ya en la mitad del pasillo, rodeado de cuerpos que iban y venían, me sentí como un explorador que debía llevar a cabo una misión peligrosa en un medio hostil, pero controlable. Me engañé: el medio no era controlable.

Quiero decir que se repitió todo de manera idéntica a la vez anterior. Alcancé, pues, la cocina con forma de útero que había al final del pasillo. Descubrí la ventana que daba a un patio interior, comprobé que sus paredes carecían de elementos a los que aferrarse en el caso de emprender la huida por allí. Partí un par de lonchas de jamón, acepté un LM (¡un LM!) de un joven escritor latinoamericano. El humo explotó dentro de mi cerebro. Sentí un ligero mareo. Arrojé el LM encendido por la ventana del patio y conté los segundos que tardaba en perder de vista su brasa, etcétera.

Sabía a cada instante lo que haría al siguiente y me entregaba sumisamente a la repetición con la esperanza de que en algún momento apareciera un recodo, un callejón, una grieta que me permitiera escapar de aquella situación duplicada. El recodo apareció cuando, decidido a alcanzar la terraza en busca de oxígeno, braceaba con desesperación por el pasillo, poco después de que el director del periódico me pusiera la mano sobre el hombro y yo me liberara de ella de un manotazo. De repente, vi, a mi derecha, la puerta de una habitación en la que me colé. Allí había una reserva de aire sin estrenar, una burbuja gigantesca de oxígeno. Había también una cama de matrimonio, una cómoda con un espejo redondo, dos mesillas de noche y una puerta que daba a un cuarto de baño al que entré ya agonizante y sobre cuyo retrete logré sentarme unos segundos antes de expirar, pues aunque lo que ocurrió en términos técnicos se llama lipotimia, a mí me pareció que era una muerte, una pequeña muerte, si me pidieran que lo rebajara, pero una muerte al fin, con su agonía, sus estremecimientos, incluso con su túnel. Al final del túnel, en vez de la aglomeración de luz a la que se refieren los que han pasado por experiencias semejantes, había un ojo: el ojo de Dios, quizá el mío, como si me encontrara dentro de uno de aquellos tubos fabricados por el Vitaminas. Recuerdo que unas décimas de segundo antes de perder el conocimiento dije: Ahí os quedáis. Y durante esas décimas (que quizá eran de fiebre, más que de tiempo) fui el hombre más feliz que jamás ha pisado la Tierra.

Pasó un tiempo indeterminado durante el que debí de soñar que lograba llegar a la terraza para alcanzar desde ella la casa vecina y salir a la calle, al mundo, por la puerta falsa. Alguien agitaba mi hombro y me llamaba por mi nombre. Abrí los ojos y vi al editor con expresión de susto. Dos metros más allá de él estaba su mujer con cara de asco. Yo me encontraba en el suelo, encogido en posición fetal. Mientras me incorporaba, reconstruí lo sucedido y casi me muero una vez más, en esta ocasión de vergüenza. La fiesta había terminado y, al ir a acostarse, el editor y su mujer habían dado con mi cadáver en el cuarto de baño de su dormitorio. Balbuceando una excusa, les expliqué que me había sentido mal y que buscando un cuarto de baño me había metido sin querer en el que no era. A todo esto, me observé fugazmente en el espejo y tenía, en efecto, una cara de resucitado de la que yo mismo me espanté. Al caer desde la taza del retrete debía de haberme golpeado, por lo que tenía en la frente un bulto de considerables proporciones. El editor se ofreció a llamar a un médico y su mujer a prepararme una infusión, pero yo les dije que no se preocuparan, que me encontraba bien, y salí a la calle, al mundo, a la realidad, esta vez por la puerta correcta. Eran casi las cinco de la madrugada y apenas había transeúntes, ni circulación, pero encontré abierto un bar en el que entré y pedí un té para reconstruir mi sueño, en el caso de que hubiera sido un sueño, pues lo recordaba todo, absolutamente todo, como real, incluso como hiperreal. Habría sido capaz, aun dentro del aturdimiento que implica toda resurrección, de repetir una a una las palabras del taxista que me había relatado la historia de su hijo, cuyas fotografías (el antes y el después de la locura) se me habían quedado grabadas de un modo indeleble. Recordaba también, segundo a segundo, mi paseo por el barrio, y la sensación de que los edificios y las farolas y los semáforos y los automóviles despedían un halo de singularidad inolvidable. Recordé asimismo la decisión de deshacer el camino para regresar al mundo por la puerta de verdad y me pregunté qué habría ocurrido si no lo hubiera hecho. Quizá, pensé con nostalgia, continuaría dentro, para siempre, de un mundo luminoso, diáfano, un mundo decente, en fin. Tal vez no me habría despertado.

He visto la Calle, es decir, una especie de versión platónica de mi calle, en otras ocasiones, después de haberla recorrido en aquel sueño, y siempre la Calle era una especie de maqueta del mundo. La vi una vez en Nueva York, caminando desde el edificio Grand Central, la extraña estación cuyo vestíbulo parece un hormiguero, hacia mi hotel. Los escaparates y las personas, mientras yo pasaba a su lado, comenzaron a resplandecer súbitamente como resplandecían las personas y las cosas observadas desde el sótano de la tienda del Vitaminas. Permanecí quieto en la acera, temiendo que la visión desapareciera en seguida, pero se prolongó durante varios minutos. Y aunque yo estaba en Nueva York, tan lejos de casa, me encontraba en realidad en mi calle, como si mi calle, mi mundo, estuviera en todas partes. He tenido experiencias semejantes en Quito, en Manchester, en México… Es muy frecuente, cuando viajo solo, que me encuentre con mi calle vaya donde vaya. Por eso, al llegar a una ciudad, sobre todo si se trata de una ciudad desconocida, lo primero que hago, tras dejar el equipaje en la habitación del hotel, es salir a pasear sin rumbo. Tarde o temprano, al torcer una esquina, se me aparece la calle. Y cada vez que se me aparece la calle me veo también a mí mismo e intento entenderme con una piedad a la que, con el paso del tiempo, he logrado despojar de lástima. No me doy lástima, sino curiosidad. ¿Cómo logró sobrevivir a todo aquello alguien tan frágil? ¿Cómo, me pregunto, logró salir adelante aquel conjunto de huesos, aquel puñado de carne que creció en el hueco de una escalera, en la oscuridad de un sótano…? Si hubiera muerto entonces, y quizá lo hice, cómo denominar todo lo que ha ocurrido después, todo lo que continúa ocurriendo cada día. A lo largo de la vida he ido encontrando sustitutos del sótano del Vitaminas, lugares desde los que de un modo u otro también se veía el mundo. El psicoanálisis fue uno de esos lugares. Los cincuenta minutos de sesión significaban cincuenta minutos de visión. No era raro que al abandonar la consulta tuviera que pasear durante una o dos horas para digerir lo que había visto desde el diván. La lectura y la escritura son también espacios desde los que no siempre, pero de vez en cuando, se ve la calle, quiero decir la Calle, o sea, el mundo.

No tomé nota de aquel sueño, si finalmente se trató de eso, de un sueño, en la casa del editor, pero cada vez que lo evoco regresa a mi memoria con la minuciosidad con la que lo he descrito. Y no ha perdido, como sucede habitualmente con los sueños, intensidad alguna, no ha perdido brío, ni violencia, no ha perdido textura ni sabor. Está ahí siempre, en medio de mi vida, como una novela que espera ser escrita. Una vez, por cierto, se me apareció una novela. Digo que se me apareció una novela porque tuvo los ingredientes de una experiencia mística. Fue a las pocas horas de la incineración del cuerpo de mi madre.

Al regresar a casa, y como no pudiera dormir pese al cansancio, me senté en una butaca a meditar y entré al poco en un estado de vigilia atenuada, de ensueño, en medio del cual se manifestó una novela entera, desde la primera hasta la última línea. Y se trataba de una obra maestra a la que sólo tendría que dedicar, si decidiera escribirla, trabajo, pues el talento, la intensidad, el vigor, todo eso, lo ponía ella, la novela. Al salir del ensueño, me senté a la mesa, dispuesto a comenzarla, pero había perdido toda su sustancia. Me he culpado a menudo de esa pérdida, como si se hubiera producido por algo que hice mal. Pero ignoro qué pudo ser.

Загрузка...