Tras aquel «Tú no eres interesante (¿para mí?)», y el cese voluntario de mis actividades como agente de la Interpol, la opacidad se acentuó. Era opaco el patio del colegio; eran opacos los curas y los compañeros; opacos los libros de texto; opacos mis hermanos y los confesionarios y las absoluciones; opacas las misas; eran opacos Dios y el diablo y opacas las horas de la vigilia y el sueño; el frío era opaco y opacas las discusiones de mis padres; opacos los bultos de todos los pasillos y opacas las acelgas que se manifestaban cada noche en los opacos platos desportillados de la cena. Era opaco yo, entre las sábanas, y opacas las manos con las que me tapaba desesperadamente los oídos para no escuchar las peleas de los mayores. Eran opacas mis fantasías sexuales y opaco mi sexo. Eran también opacos los meses y los años, que pasaban unos detrás de otros, como la procesionaria. Era opaco el futuro.
Entonces estrené unas botas de color marrón. No sé cómo llegaron a casa ni por qué fueron directamente a mis pies, pero se trataba de la primera vez que estrenaba algo, por lo que cada minuto del día era consciente de ellas. Me llegaban hasta el tobillo, de forma que ceñían todo el pie, trasmitiendo una rara sensación de seguridad al resto del cuerpo. Proporcionaban a mis piernas una ligereza sorprendente, como si estuvieran impulsadas por un aliento invisible. En uno de los cromos de la colección sobre el FBI y la Interpol salía un zapato cuyo tacón se desplazaba hacia un lado dejando al descubierto un receptáculo secreto, donde se podían esconder un microfilm y una cápsula de cianuro. Los tacones de mis botas tenían un grosor semejante al del zapato del cromo, pero no eran móviles. A mí me gustaba imaginar que el interior contenía un pequeño motor que aminoraba la fuerza de la gravedad. ¿Cómo explicar, si no, la ligereza que adquiría cuando las llevaba puestas?
Se acoplaban al cuerpo como la masa al molde. En mi fantasía constituían una extensión de mi piel, de tal manera que por la noche, más que quitármelas, me las tenía que extirpar. Debido al uso intensivo al que las sometí y a su probable mala calidad, pronto se manifestó sobre su superficie un conjunto de grietas que yo intentaba aliviar aplicando sobre ellas, a modo de ungüento curativo, una capa de jabón de cocina. Pese a mis cuidados, las grietas no tardaron en convertirse en heridas abiertas por las que asomaban, a manera de vísceras, los calcetines. Guardo un recuerdo muy penoso de la agonía de aquellas botas fabulosas.
Un día nos echaron a un compañero y a mí de clase, por hablar. Salimos del aula y nos sentamos en el suelo, junto a la puerta, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas, como un par de cómplices. Me dijo que había en su casa una granada de mano de la guerra que le gustaría enseñarme, pero que su padre le tenía prohibido sacarla a la calle. Le indiqué que podía ir yo a verla. Entonces, observando críticamente mis botas, heridas ya de muerte, apuntó:
– Es que mi casa es de mucho lujo.
Con frecuencia, el enemigo de clase es tu compañero de pupitre. «Mi casa es de mucho lujo» parecía una variante del «Tú no eres interesante (para mí)». Si uno es capaz de imaginar a lo que se llamaba lujo en aquella época y en aquel suburbio, tampoco tendrá dificultades para hacerse cargo del estado alcanzado por mis heroicas botas, que morirían puestas, en acto de servicio, después de que se hubiera practicado sobre ellas una forma de encarnizamiento terapéutico que incluyó decenas de intervenciones quirúrgicas y varios trasplantes de órganos procedentes de otros zapatos muertos. Tengo desde aquella experiencia la convicción de que el calzado es, de todas las prendas de vestir, aquella que cuenta con una vida propia más activa. Le rendí homenaje en No mires debajo de la cama, novela sobre un matrimonio de zapatos a la que guardo un afecto especial.
Mi casa es de mucho lujo. Yo no era uno de ellos. Yo no era de allí. Pero de dónde era.
Entonces cayó en mis manos un ejemplar de la revista Selecciones del Reader's Digest, publicación de carácter popular que incluía novelas condensadas, para facilitar su lectura. La abrí en algún instante de aburrimiento y tropecé con el relato de un hombre que al vaciar la casa de su madre muerta tropieza con una carpeta llena de recortes de periódicos escondida en una especie de doble fondo de un armario. El hombre, sentado en el borde de la cama de su madre, comprueba que proceden de periódicos de hace cuarenta años y que se refieren a un suceso que, a juzgar por el tamaño de los titulares, debió de provocar en su día una gran conmoción social. Daban cuenta, en fin, del secuestro, llevado a cabo a plena luz del día y en una calle céntrica, de un recién nacido al que su cuidadora había dejado en la puerta de un comercio, dentro de su cochecito, mientras entraba a comprar el pan. Cuando instantes después volvió a salir, había desaparecido. El cochecito se encontraría más tarde abandonado en un callejón, sin rastro del bebé.
Los recortes estaban ordenados cronológicamente, de modo que la historia se leía casi como una novela por entregas. El bebé pertenecía a una familia adinerada cuyos padres, a través de la prensa, apelaban de manera periódica a los sentimientos de los secuestradores para que les devolvieran a la criatura. Pasado el primer mes, la policía empezaba a desconfiar de que apareciera, pues durante ese tiempo nadie se había dirigido a la familia pidiendo dinero, de donde se deducía que o bien no se trataba de un secuestro con fines económicos o bien los raptores, asustados por la repercusión del suceso, se habían deshecho del niño. Dadas las influencias de los padres y la alarma provocada por el caso, no se dejaba por investigar una sola vía, pero todas, unas detrás de otras, conducían a sucesivos callejones sin salida. Con el paso del tiempo, la noticia iba pasando a un segundo plano, aunque durante algunos años, coincidiendo con el aniversario del rapto, se entrevistaba de nuevo a los padres, que manifestaban la convicción de que su hijo continuaba vivo en algún sitio.
A medida que el protagonista de la novela lee aquellos recortes, va comprendiendo que el niño raptado era él. Y que la secuestradora fue la mujer a la que había tomado por madre, cuyo fallecimiento acababa de llorar.
Recuerdo las sensaciones físicas que sufría el personaje de la novela al descubrir el secreto de su vida, porque yo las padecía al mismo tiempo que él, como si al conocer su historia estuviera acercándome peligrosamente a la mía. No he olvidado el temblor de mis manos cada vez que pasaba una página ni las alteraciones que la emoción producía en la superficie de mi piel y en el ritmo de mi respiración. Aquella revista, que tenía por cierto la forma de un libro, se convirtió en el único objeto no opaco de cuanto me rodeaba. Más aún: estaba poseído por una extraña trasparencia, pues mientras leía me era dado ver físicamente al hombre que, sentado en el borde de la cama de su difunta madre, pasaba un recorte tras otro del periódico al tiempo que la sangre se retiraba de su rostro y la boca se le quedaba seca. Podía verlo leyendo una entrevista en la que su madre verdadera relataba cómo eran sus días hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, esperando que se produjera una llamada, rezando para que llegara una carta, implorando que apareciera una señal. La madre verdadera venía fotografiada en varias ocasiones. Era una mujer joven, guapa, bien vestida, serena y muy educada en su dolor. En algún momento, tomando como buena la hipótesis (una entre tantas) de que podía haber llevado a cabo el rapto una mujer sin hijos, se dirigía a la secuestradora pidiéndole que intentara imaginar su sufrimiento y asegurándole que serían generosos con ella si devolvía a la criatura. Podía ver las fotos del padre, un hombre mayor que la madre o quizá envejecido por la barba que ocultaba su mentón y por el sufrimiento de aquellos días. Me era dado asistir de un modo extraño a la llegada de la noche en aquella casa donde la herida provocada por la ausencia del bebé se manifestaba como un desgarrón insoportable. Podía contemplar a aquella mujer dando vueltas entre las sábanas, presa de una desesperación trágica, pero noble, con la dignidad que proporcionaban los muebles de estilo, profusamente descritos en las páginas de la novela, y las figuras de porcelana que velaban su insomnio. ¿Cómo era posible que, habiendo sólo letras, yo viera solamente imágenes?
Pero al mismo tiempo, arrastrado por el itinerario emocional del personaje del relato, veía también a la secuestradora (la falsa madre) pasar por delante del establecimiento a cuya puerta se encontraba el cochecito con el niño. La veía detenerse y contemplar embelesada al crío, que quizá en ese instante movía seductoramente los brazos en dirección a ella. La veía mirar al interior de la panadería, dudar unos instantes, y finalmente empujar el cochecito con naturalidad, como si fuera suyo. La veía ahora, una vez recorridos los primeros metros, apresurarse para alejarse de la zona. La veía tomando al niño en sus brazos y abandonando el cochecito en el callejón en el que más tarde lo hallaría la policía. La veía llegando al portal de su modesta casa, subir las escaleras corriendo, para evitar el encuentro con algún vecino. La veía entrar jadeando en su morada, un ático de una sola pieza con la pintura de las paredes desconchada y la cama revuelta. Veía a la secuestradora depositar al niño sobre esa cama. La veía desnudarlo para adorarlo entero y hacerse cargo de la posesión sentimental que acababa de adquirir. La veía comprando biberones con cara de sospechosa, cada día en una farmacia distinta, siempre muy alejadas del barrio donde se había producido el secuestro. La veía urdiendo planes sucesivos para inscribir el bebé a su nombre sin ser descubierta. La veía cambiando de barrio primero, de ciudad después, la veía fingiendo un embarazo, un parto. La veía sacando adelante al niño con un esfuerzo heroico, fregando escaleras, cosiendo prendas ajenas hasta altas horas de la noche. Podía ver al crío crecer alrededor del cesto de costura, de la máquina de coser. Podía verle preguntar a su madre por qué no tenía padre. Podía escuchar la explicación de la secuestradora, según la cual su padre había muerto en la guerra, en cualquier guerra, siempre había una a la que imputar las desapariciones de los hombres. Podía, en fin, hacerme cargo de aquellas vidas imaginarias como si fueran reales, pese a que trascurrían en un país y en un tiempo que yo no conocía. Pero podía, sobre todo, seguir el proceso mental por el que el personaje del relato va comprendiendo, a medida que lee aquellos recortes de prensa, por qué había tenido durante toda su vida aquella sensación de extrañeza respecto a cuanto le rodeaba. Él no era de allí, él pertenecía a otro mundo del que había sido arrebatado. No sé de qué forma misteriosa yo hacía mío aquel proceso cuando le veía levantarse atónito de la cama de su falsa madre y caminar con uno de los recortes del periódico en la mano para comparar, frente al espejo, las facciones de su rostro con las de sus verdaderos padres. Y es que, sorprendentemente, el que se levantaba de la cama y se acercaba al espejo era yo. Y yo el que en los días posteriores a aquel hallazgo viajaba hasta la ciudad en la que vivían los verdaderos padres del personaje (mis verdaderos padres) y merodeaba por los alrededores de su casa para verlos salir. Era yo el que me asombraba de la vida que podía haber llevado si las cosas no se hubieran torcido de aquel modo. Yo el que pensaba la manera de abordar a mi verdadera madre -ya una anciana- para decirle he regresado, madre, soy tu hijo. Sin dejar de vivir en un mundo completamente opaco, puesto que todo mi cuerpo permanecía en él, me había trasladado increíblemente a los espacios del relato. ¿Cómo era posible?
Fue una experiencia demoledora. Salí de la novela trasformado, salí, sin que nadie se hubiera dado cuenta, convertido en un lector. Y en un bastardo, pues seguramente tampoco yo era hijo de mis padres. Es cierto que me parecía a mi madre, pero entonces vino en mi ayuda una de las palabras que más influencia han tenido en mi vida: mimetismo. Había cerca de casa una mujer con el rostro idéntico al de su perro, lo que mis padres explicaban por un fenómeno según el cual las cosas próximas tendían a establecer semejanzas y que recibía el nombre de mimetismo. Quedaba el problema del secuestro, pues no resultaba verosímil imaginar a mi madre secuestrando un niño, cuando los tenía a pares, a menos que tenerlos a pares constituyera una enfermedad mental.
Aquél fue un relato fundacional en muchos sentidos, también en el de mi obsesión posterior por la paternidad (una variante de la autoría), de cuyo asunto me ocupé profusamente en Dos mujeres en Praga. Durante una época, además de acumular dudas sobre mi filiación, adapté el relato del Selecciones a mi propia historia, de manera que me convertí simultáneamente en su protagonista y en su autor, cosas ambas improbables si pensamos que por aquella época tendría doce o trece años y que el verdadero autor era de nacionalidad norteamericana (no recuerdo su nombre). A partir de ese instante, hacía mío cada relato que leía y que me cautivaba. En cierto modo, hacía con ellos, con los relatos, lo mismo que la mujer de la novela con el bebé: los raptaba, me los llevaba a casa y los alimentaba cada día con una pasión enfermiza, como si yo fuera su padre. Si había gente dispuesta a cualquier cosa por tener hijos, yo estaba dispuesto a pagar cualquier precio por tener relatos. Llegué a tener ocho o nueve en muy poco tiempo (los hijos, curiosamente, que tenía mi madre). Lo que quiere decir que pasé de no leer nada a leerlo absolutamente todo. Y la lectura se convirtió en una grieta por la que podía escapar de aquella familia, de aquella calle, de aquel barrio, de aquella opacidad.
También fantaseé con la idea de que mis padres, en vez de haber tenido nueve hijos, una cantidad a todas luces inviable, hubieran tenido sólo uno, que era yo. Entonces éramos una familia feliz, sin los problemas económicos que al parecer estaban en el origen de todos los demás (la infraestructura y la superestructura). Mis padres se amaban y me amaban y yo les correspondía a mi vez siendo un estudiante modelo, pues en esa situación de hijo único gozaba de una habitación propia y de una mesa propia, con un cajón para mí solo, donde no me costaba trabajo estudiar. El chico de la granada de mano («mi casa es de mucho lujo») era hijo único, lo que se percibía en su modo de vestir y de hablar y de andar y de sentarse. En aquella época el hijo único era una rareza, pero tampoco eran comunes las familias de nueve. Entre nueve y uno había estados intermedios que también exploré fantásticamente, aunque el hecho de tener que elegir a qué hermanos liquidar y a cuáles no, me creaba enormes problemas de conciencia. Cuando la culpa alcanzaba un nivel insoportable, le daba la vuelta a la situación e imaginaba que yo era el único de mis hermanos que no había nacido (una boca menos era una boca menos). Entonces me pensaba a mí mismo sin nacer, llevando una existencia fantasmal dentro de la familia. Me levantaba con ellos, iba al colegio con ellos, comía con ellos, pero desde una condición en la que los dramas familiares no me afectaban porque no había nacido. Mi hermano mayor y mi padre empezaron a tener por entonces discusiones muy violentas que me proporcionaban más pánico, si cabe, que las peleas entre mi padre y mi madre. Pero cuando lograba convencerme de que no había nacido, aquellas situaciones me daban igual. Las contemplaba con una neutralidad que ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me parece una neutralidad atroz, aunque normal en alguien sin nacer.
Con el tiempo, buscando las sucesivas variantes de esta idea, imaginé la historia de un matrimonio que había tenido un hijo y no había tenido ocho. De alguna manera que entonces me pareció verosímil, lograba que los ocho hijos que no habían nacido guardaran alguna relación entre sí y con el que había nacido. Creé de este modo una familia con nueve hijos, ocho de los cuales carecían de existencia, lo que resultaba muy beneficioso desde el punto de vista de la economía.
Recuerdo haber leído, en el Selecciones también, la historia de un tipo que un día, al volver del trabajo, sufre en medio de la calle un ataque de amnesia y olvida quién es. El hombre no lleva la documentación encima, por lo que acude, para solicitar ayuda, a una comisaría donde, tras un breve interrogatorio que no proporciona ningún resultado, lo conducen a un lugar lleno de gente con el mismo problema. Se trata de una especie de barrio por el que las personas deambulan sin saber quiénes son. Fuera de eso, llevan una vida normal, con intercambios económicos y sentimentales que reproducen el mundo del que proceden. En un momento dado el protagonista del relato recupera la memoria, pero no se lo dice a nadie, pues ha observado que a quienes la recuperan los dan de alta y los llevan al mundo anterior (y exterior), que era más áspero que el actual. Desde esta situación, en seguida descubre que hay más gente que finge continuar amnésica para no hacerse cargo de las servidumbres de su vida pasada. Me identifiqué mucho con aquel personaje, pues también para mí habría sido un privilegio olvidarme de quién era. Más de una vez, al pasar cerca de una comisaría, estuve a punto de entrar y decir que había perdido la memoria, pero me faltó valor.
Hubo todavía otro relato, también relacionado con la paternidad, que me marcó profundamente. Empezaba con la historia de un individuo que ha perdido a su único hijo en un accidente y cuya esposa ha enloquecido de dolor hasta el punto de acabar en el psiquiátrico. Un día, en el restaurante cercano a su trabajo, donde suele comer solo, se acerca a saludarlo una chica que se presenta como la novia del hijo muerto. El hombre tenía un conocimiento vago de la existencia de aquella joven por la que, dadas las relaciones más bien distantes que guardaba con su hijo, no había mostrado ningún interés. Ahora, al verla delante de sí, la identifica con una de las presencias dolorosas que le habían llamado la atención en el entierro y de la que más tarde, al ordenar las pertenencias del difunto, encontraría varias fotos con las que no supo qué hacer. El autor del relato, que describía profusamente el aspecto de la chica, decía de ella que tenía una nariz aguileña, por lo que busqué esta palabra en el diccionario, resultando significar «del águila o con algunas características de este animal». Al principio me costaba imaginar a una mujer con la nariz aguileña hasta que descubrí que precisamente la de mi madre era de este tipo. Entonces admiré la pertinencia con la que estaba utilizado el término, aunque siempre que recuerdo al personaje de aquel relato me viene a la memoria como si tuviera no sólo la nariz, sino todo el rostro de águila, quizá porque de los ojos decía el narrador que eran pequeños y perspicaces (también tuve que buscar esta palabra, perspicaz). El resto de la descripción proporcionaba la imagen de una chica voluntariosa, pero desvalida también, desamparada, sola… Estas contradicciones funcionaban increíblemente bien, pues trasmitían una imagen moral compleja de la que el lector quedaba prendido.
Y no sólo el lector, sino el protagonista de la novela, el padre del difunto, que invitaba a la chica a sentarse a tomar un café. La conversación con ella le da una idea de la magnitud del desencuentro permanente que había vivido con su hijo. En realidad no sabía nada de él, pero a través de su novia descubre a un joven lleno de vida, de intereses, repleto de inquietudes que en cierto modo le recuerdan las de su propia juventud. Siente entonces una nostalgia brutal de aquel hijo, lamentando no haberse acercado a él en vida y, antes de que la joven se despida, la invita a ir un día a su casa para recoger las fotos que de ella había allí y elegir, como recuerdo, algún objeto del que fuera su novio.
Pocos días más tarde, tal como habían quedado, la chica acude al domicilio del padre de su novio. Recuerdo aquel encuentro como si hubiera estado presente en él. Todavía puedo ver el vestíbulo de la casa del hombre, amueblado con «elegancia y rigor» (así se describía). Puedo ver el pasillo por el que el hombre maduro y la joven avanzan en dirección a una especie de biblioteca donde él ha dispuesto las pertenencias de su hijo para que la chica elija la que más le guste. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, el sillón orejero forrado en piel y las vitrinas con los libros ordenados por materias al otro lado del cristal. Veo la tensión sexual que hay en el ambiente como si la padeciera yo, como si yo fuera al mismo tiempo el hombre y la mujer. Yo la habría abordado, habría abordado sexualmente a la chica, sin ninguna duda, pero el personaje de la novela no, decepcionando de este modo al lector, que espera que lo haga. Comprendí que se trataba de una decepción estratégica y que la literatura, como leería años más tarde, era una «espera decepcionada» (la misma definición que da Bergson del humor). Lo mejor de la novela era que a partir de entonces el hombre comienza a velar por la chica sin que ésta se entere de que tiene un ángel de la guarda. A mí me habría gustado que alguien velara por mí de aquel modo.
Todo este mundo imaginario me alejó aún más de los estudios y de la realidad, pero me permitió llevar una doble vida, pues ahora era lector como antes había sido agente de la Interpol: de forma clandestina, y ese secreto me aliviaba de las penalidades de mi existencia oficial. Así llegó el verano y con él una abundante cosecha de suspensos, por lo que mis padres me matricularon en la misma academia de nuestra calle en la que Luz estudiaba mecanografía y taquigrafía. Fue entonces cuando averigüé que tales enseñanzas formaban parte de unos estudios más amplios (Secretariado) en los que había una materia -hecha de retales de las asignaturas del colegio- llamada Cultura General. Gracias a ella Luz y yo empezamos a coincidir en las clases de gramática, una de cuyas actividades principales era el dictado.
Milagrosamente, el profesor me colocó a su lado, en un banco de las últimas filas que parecía un híbrido entre mesa y pupitre. Yo llevaba pantalón corto y Luz falda. Mientras escribíamos, mi pierna izquierda y su derecha se aproximaban y permanecían juntas, en una suerte de caricia prolongada, sin que nada, por encima del mueble híbrido, delatara esta actividad subterránea. Actuábamos como si la parte inferior del cuerpo fuera autónoma respecto a la superior. Por arriba sucedían unas cosas y por abajo otras, así de simple.
Y así de complicado también, pues cuando en los descansos me acercaba a Luz, esperando reconocer en sus ojos o en sus labios la pasión que evidenciaban sus piernas, sólo encontraba indiferencia, cuando no un grado de hostilidad indudable. Me trataba con cierto desprecio, como a un crío pequeño. Llegué a pensar que su cabeza no era consciente de lo que hacían sus extremidades, lo que tampoco resultaba excepcional en un mundo tan compartimentado como el nuestro, un mundo en el que siempre había una vida oculta en el interior de la manifiesta. Comprendí oscuramente que la realidad estaba dividida en dos mitades (una de ellas invisible) que, pese a ser complementarias, estaban condenadas a no encontrarse.
Fue un verano raro, dominado por la extrañeza que me produjo esta división corporal (y sentimental) de la existencia. Era como si nuestras sombras se amasen y nuestros cuerpos se ignoraran. ¿Sería posible una situación semejante? Por las noches, en la cama, imaginaba que mi sombra y la de Luz se encontraban a escondidas en algún callejón del barrio, bajo aquellos faroles de gas que proporcionaban al mundo una dimensión moral inexplicable, y se amaban locamente con todo su cuerpo y no sólo con la mitad de él. El relato fue creciendo noche a noche, insomnio a insomnio, dentro de mi cabeza, hasta alcanzar un punto de delirio en el que nuestras sombras se casaban y tenían hijos. Y así ocurrió, en cierto modo, pues cuanto más se acercaban nuestras piernas más alejados estaban nuestros rostros. Más tarde, siempre que pensaba en Luz, imaginaba a su sombra y a la mía llevando una vida feliz y oculta en algún sótano de la ciudad, con sus hijos y nietos, protegidos por una red familiar que comenzó a tejerse entonces.
Un día, hace tres o cuatro años, estaba firmando en la Feria del Libro de Madrid, cuando se acercó una señora (digo «señora» en el peor sentido de la palabra) y me pidió que le dedicara un título.
– ¿Para quién es? -pregunté.
– Para Luz -dijo.
Yo escribí la fórmula habitual («con mi sincero afecto» o algo semejante) y se lo devolví.
– ¿No me has reconocido? -añadió ella entonces.
La observé y supe al instante, como en una revelación, que se trataba de la Luz de aquellos años, aunque ni en su cuerpo ni en su mirada quedaba nada de ella. Le faltaba un diente, a cuya oquedad, mientras hablábamos, se dirigían una y otra vez mis ojos de manera fatal. Pero a ella no parecía importarle, no era consciente de aquella ausencia ni de su desaliño general. Me contó que se había casado con un idiota del barrio del que me dio pelos y señales hasta que fingí saber de quién me hablaba. Luego, tras una pausa algo dramática, recordó los roces de nuestras piernas durante los dictados. Le rogué que se callara porque me parecía una profanación que viniera a reconocer con tantos años de retraso lo que había sucedido debajo del pupitre (en la otra mitad de la realidad o del mundo).
– Cállate -le pedí.
– Pues me callo -dijo ella con un punto de insensibilidad atroz. Luego, como había un grupo de personas aguardando su turno, anunció que se marchaba no sin antes preguntar si tenía que pagar el libro o se lo regalaba.
– Te lo regalo -dije haciendo una seña al librero.
La vi alejarse, bamboleándose un poco, como si tuviera un problema de caderas. Busqué en el suelo su sombra, pero no se la encontré, pese a que hacía mucho sol. Al llegar a casa, me encerré en el cuarto de baño y lloré no por Luz ni por mí, sino por las células. Eso es lo que me dije absurdamente frente al espejo. Lloro por todas y cada una de las células del cuerpo humano. Lo dije con la convicción de que la célula, en biología, es la unidad fundamental de los seres vivos; con el conocimiento de que está dotada de cierta individualidad funcional; con la conciencia de que sólo es visible al microscopio.
Y mientras el mundo de las sombras, o de las células, se organizaba a su manera, el mundo de la realidad evolucionaba hacia el desastre, pues tampoco en septiembre aprobé nada de lo suspendido en junio.
Entonces ocurrió algo que cambió mi vida. Como sucede en las catástrofes históricas (y en las grandes migrañas), todo empezó con un aura, con un rumor, con un movimiento telúrico apenas apreciable en la zona alta de la realidad. Unos meses antes, al otro lado de López de Hoyos (en Mantuano esquina a Pradillo), se había abierto una academia especializada en repetidores cuyos métodos, según decían, había hecho milagros en los exámenes de septiembre. Enterados mis padres, decidieron matricularme en ese centro cuyo propietario y director era un cura (el padre Braulio) de enorme barriga y rostro hinchado, recorrido por infinidad de líneas rojas y violetas que evocaban el abdomen de algunos insectos, un rostro que he vuelto a distinguir a lo largo de la vida en algún tipo de alcohólico, no en todos. Cuando fuimos mi madre y yo a verlo, nos recibió en medio de la calle y nos habló con las manos metidas en los bolsillos de la sotana, mostrando exageradamente la barriga, como si estuviera orgulloso de su volumen. Había en su actitud un punto de grosería consciente, una brutalidad intencionada. Tras intercambiar unas palabras con mi madre me observó de arriba abajo, como a una mercancía, y emitió un veredicto incomprensible:
– Tiene buen corte.
Lo diré rápido: aquello no era una academia, era un centro de tortura. El padre Braulio tenía dos secuaces -una mujer y un hombre- cuyos nombres no recuerdo: la mujer daba matemáticas y francés, creo; el hombre, el resto de las asignaturas. Bastaba cometer la mínima falta para que te pegaran, juntos o por separado. Los tres disponían de diversos elementos de tortura colocados amenazadoramente sobre su mesa. El más doloroso y degradante, al menos para mí, era una vara larga y flexible con la que, una vez puesto de rodillas, de cara a la pared y con los brazos en cruz, te azotaban los muslos y las nalgas. Yo me moría de vergüenza cuando me pegaba la mujer y de rabia cuando me pegaban el cura o el hombre. El dolor físico, atroz, se trasformaba, apenas regresaba al pupitre, en un malestar moral que me acompañaba todo el día. Y aunque intentaba no llorar, siempre acababa moqueando como un bebé, igual que el resto de mis compañeros, incluidos los más duros. Entre las formas de tortura aplicadas por la mujer, había una consistente en tirarte de las orejas hasta llegar al límite del desgarramiento. No podías levantar las manos, para protegerte, porque aumentaba la presión. Lo hacía atrayendo la cabeza hacia su cuerpo, de manera que te obligaba a rozar tu rostro con sus tetas, que eran grandes y bien formadas.
Supe en seguida, aunque de un modo oscuro, que la academia era para aquellos tres pervertidos un burdel cuya tapadera era la enseñanza. Al evocar las escenas de tortura en medio de la noche, comprendía de manera confusa que la rara expresión de aquellos rostros, mientras se empleaban contra nuestros frágiles cuerpos, era de goce sexual, de éxtasis venéreo. Nosotros éramos quebrantables, delgados y llevábamos pantalones cortos. La mirada de nuestros torturadores se perdía frecuentemente, mientras nos azotaban, en la zona de los muslos donde terminaban aquellos pantalones. A veces, jugaban a la generosidad y te pedían que eligieras el modo de tortura, que escogieras, como el que dice, entre la horca o el fusilamiento. Tú estabas de pie, frente al cura o frente a la doña (a veces frente a los dos, pues no era raro que organizaran orgías colectivas) y tenías que elegir entre ponerte de rodillas con los brazos en cruz y recibir una serie de azotes en los muslos, u ofrecerles primero una mano y después la otra, con todos los dedos reunidos apuntando hacia arriba, para ser golpeado en ellos con una regla especial que proporcionaba un dolor infinito sin dejar señal alguna. En estas ocasiones se permitía que los compañeros del torturado le aconsejaran a gritos una forma u otra de martirio.
Las sesiones de tortura constituían verdaderas clases de iniciación al sexo, por lo que tampoco era difícil percibir entre los rostros de los compañeros un reflejo de la excitación de origen venéreo que advertíamos en los profesores. Por decirlo de un modo humorístico, allí se practicaba realmente la disciplina inglesa que como representación se lleva a cabo en los burdeles. Algunos días el padre Braulio aparecía en el colegio ciñendo la sotana con unas correas que formaban parte del hábito y que más tarde veríamos también en las películas pornográficas. Era, hablando en términos de lupanar, un amo. El castigo físico, frecuente en la época, lo había sufrido en el colegio Claret, pero no en el grado con el que lo padecí en este centro. Además, en el Claret era prerrogativa exclusiva del prefecto de disciplina, que quizá porque era menos barrigón que Braulio se saciaba antes.
Un día, después de una clase en la que la doña había estado especialmente cruel con un chico enfermizo, que rogaba a gritos, sin ninguna dignidad, que no le pegaran más, uno de mis compañeros dijo:
– Pues a mí se me pone dura cuando me maltrata la doña.
Hubo alguna risita destinada a ocultar la turbación provocada por aquella confidencia, pero nadie comentó nada. Nadie comentó nada, deduje años más tarde, en el diván, porque aquel chico había acertado a verbalizar lo que ocurría: que nos estaban iniciando de una forma inmunda en el goce venéreo.
Empecé a estudiar bajo aquella presión. Me convertí en un ejemplo deleznable de que la letra con sangre entra. Descubrí que memorizar un vocabulario de francés o una relación de capitales europeas resultaba sorprendentemente sencillo y me pareció increíble no haberme dado cuenta antes. Pero aunque estudiaba para que no me pegaran, continuaban pegándome. Siempre había alguna imperfección merecedora de castigo. Por otro lado, las torturas que aplicaban a los demás me dolían casi tanto como las que ejercían sobre mí, pues lo que se me hacía insoportable era la atmósfera de humillación general en la que vivíamos. Pasaba las noches en vela, atormentado por el recuerdo de lo que ocurriría al día siguiente, ya que cada jornada era idéntica a la anterior, con breves intervalos de paz que guardaban alguna relación, supongo, con el agotamiento sexual de nuestros mentores.
Los fines de semana eran espantosos, pues cuanto más larga era la tregua, mayor era el miedo a la recaída. Yo solía ir los domingos por la tarde a un cine de sesión continua de López de Hoyos donde ponían dos películas. En el descanso entre una y otra, si mi economía me lo permitía, me compraba un cigarrillo suelto -un LM- y me lo fumaba con expresión de héroe cinematográfico en los servicios de la sala. Cuando cuatro o cinco horas más tarde (veía dos veces la misma película, para narcotizarme) era vomitado por las fauces del cine a la realidad, el miedo se instalaba en mi estómago como un zorro en su guarida.
Entonces deambulaba por las calles estrechas del barrio, dando rodeos para retrasar el momento de llegar a casa, donde sólo quedaba cenar, acostarse y despertar para volver al infierno o para que el infierno regresara a ti. Aunque intentaba guardar la entereza de los héroes de las películas, a medida que se acercaba la hora de la cena familiar el zorro agazapado en mis intestinos se revolvía y me arañaba y me obligaba a correr para entrar en el cuarto de baño, donde intentaba expulsarlo inútilmente por el culo.
Por aquellos días, un clavo de la suela de mi zapato derecho se había desplazado de sitio y me hería en la planta del pie al caminar. Se trataba de un problema bastante común en el calzado de la época y su arreglo era muy sencillo, pero yo llevaba semanas alimentando aquella herida con la esperanza de que me atacara el tétanos, para morirme. Caminaba, pues, cargando el peso del cuerpo en ese lado, apretando los dientes para soportar el dolor de la tachuela, que era un dolor dulce porque me iba a sacar de la academia, me iba a sacar del barrio, de la familia, de la vida. Por las noches, cuando me quitaba el áspero calcetín, veía la sangre coagulada, asombrado de aquella capacidad del cuerpo para producir líquidos. Me gustaba hurgar en la herida abierta que, milagrosamente, ni siquiera se infectó.
Qué difícil era morirse. Y qué fácil al mismo tiempo. Cada poco saltaba la noticia de que una familia entera se había ido al otro barrio por culpa de la mala combustión de un brasero como el que teníamos nosotros debajo de la mesa camilla. La llamaban la muerte dulce porque te quedabas dormido y pasabas de un lado a otro sin darte cuenta. Yo removía a veces las ascuas del brasero con el hierro de atizar la lumbre, preguntándome de qué dependería aquella emisión de gases salvadora, pero no ocurrió nada. Había otras formas de suicidio (arrojarse por la ventana de un piso alto, por ejemplo), pero ¿cómo reunir el valor preciso para llevarlas a cabo?
¿No eran conscientes mis padres de lo que sucedía en aquella academia? Mis padres vivían en otro mundo. Quizá lo sabían y les parecía bien. O no les parecía bien y miraban hacia otro lado, pues bastantes complicaciones tenían para sacar adelante a nueve hijos en aquellos años difíciles. Yo, por otra parte, no decía nada porque me habría dado una vergüenza atroz confesar aquellas torturas. Qué mecanismo psicológico tan raro, y tan común, el que provoca el sentimiento de culpa y de pudor en la víctima y no en el verdugo.
Una de aquellas atroces tardes de domingo tomé la decisión de no ir al día siguiente a la academia. Recuerdo aquel lunes como un conjunto de escenas de una película cuyo actor era yo. Me levanté con el cuerpo aterido, lo que era habitual, desayuné con el resto de mis hermanos (un confuso conjunto de sombras), me crucé la bufanda sobre el pecho, la sujeté con la chaqueta (una chaqueta heredada, que hacía también las veces de abrigo) y salí a la calle tomando la dirección opuesta a la del colegio. Caminaba pegado a la pared, como un prófugo, temiendo encontrarme con algún compañero o algún adulto que me hicieran desistir de aquella rara decisión, pues yo no era así, yo no era tan valiente, yo no había hecho novillos en la vida, aquello no formaba parte del repertorio de acciones que era capaz de llevar a cabo. Se trataba además de una decisión sin horizonte, pues qué pasaría cuando se dieran cuenta en la academia, cuando se lo comunicaran a mis padres, qué pasaría al día siguiente y al día siguiente del día siguiente… No creo que entonces conociera la expresión «huida hacia delante», pero aquello era una fuga de este tipo.
De modo que ahí estoy, con mis pantalones cortos y mis calcetines largos. Me he levantado las solapas de la chaqueta heredada, para ofrecer mayor resistencia al frío. Llevo unos guantes de lana rotos, por cuyos extremos asoma la punta de los dedos y cargo a la espalda con una mochila que ha hecho mi padre en su taller, una mochila que fue el regalo de Reyes del año pasado. Tiene remaches por todas partes. Los agujeros de las correas están hechos con una herramienta llamada sacabocados que a la muerte de mi padre llegó casualmente a mis manos. Sacabocados, parece el nombre de un personaje de cuento infantil. Un día estuve haciendo agujeros con ella en un cinturón de piel toda la tarde, lo que me proporcionaba un placer absurdo, semejante al de reventar burbujas. Tengo la herramienta ahí, guardada en un cajón situado encima del receptáculo donde conservo las cenizas de mis padres, de quienes eran mis padres aquel lunes en el que yo salí a la calle y tomé la dirección que no era. Cojeaba al revés, cargando el peso del cuerpo sobre la pierna mala, sobre el pie herido por el clavo de la suela del zapato, el clavo que tenía que haber acabado conmigo, pues decir tétanos era decir muerte.
Aunque ha pasado tanto tiempo, continúo corriendo calle abajo para huir de la vergüenza que me producían las palizas de la academia. Escribo estas líneas a la misma hora, más o menos, de la huida. Mientras el cursor de la pantalla se mueve de manera nerviosa (porque escribo deprisa, escribo como huyo, con la cabeza agachada y una expresión de sufrimiento infinito en el rostro), suena una música de violín (Bach) que he puesto en el reproductor de música. Habitualmente no escribo con música, porque me distrae, pero hoy la he puesto porque no me sentía con fuerzas para contar la historia de aquel lunes. La he puesto para que me distrajera, pero en lugar de eso está marcando el ritmo con el que golpeo las teclas, que suenan bajo mis dedos como las gotas de agua que empezaron a caer aquel lunes por la mañana sobre la calle, al poco de que emprendiera mi huida. Suenan como los clavos sobre el ataúd. Tuve que detenerme debajo de una cornisa por culpa de la lluvia y desde allí observé a la gente apresurarse. Había algún paraguas, no muchos, porque el paraguas era un artículo de lujo en aquella época, en aquel barrio al menos. De modo que escucho a Bach y oigo al mismo tiempo las gotas de lluvia, unas gotas muy gruesas que golpeaban contra el empedrado irregular de la calle, todo ello al ritmo con el que las yemas de mis dedos caen ahora sobre el empedrado del ordenador, fingiendo escribir, cuando en realidad están clavando los clavos de un ataúd en el que pretendo encerrar definitivamente aquellos años, los clavos de un libro que debería tener la forma de un féretro. Cuando lo acabe, cuando acabe este libro, o este sarcófago, arrojaré las cenizas de mis padres al mar y me desprenderé a la vez de los restos de mí mismo, de los detritos de aquel crío al que hemos abandonado debajo de una cornisa, con sus pantalones cortos, sus calcetines largos, su angustia masiva, su falta de futuro, un crío con toda su muerte a las espaldas. Un crío que me produce más rabia que lástima porque no me pertenece. Es imposible que este hombre mayor que escucha a Bach mientras golpea con furia el teclado del ordenador haya salido de aquel muchacho sin futuro. Podría presumir de haberme hecho a mí mismo y todo eso, pero lo cierto es que resulta imposible entender lo que soy a partir de lo que fui. O soy irreal yo o es irreal aquél. Me viene a la memoria la escena de Blade Runner en la que los replicantes observan las fotos de sus padres falsos, de sus hermanos falsos, de sus abuelos falsos, al tiempo que construyen una historia familiar falsa (todas lo son). Sospecho desde hace algún tiempo que todos nosotros, también usted, lector, somos replicantes que ignoramos nuestra condición. Nos han dotado de unos recuerdos falsos, de una biografía artificial, para que no nos demos cuenta de la simulación. En el reparto, me ha tocado la infancia de aquel niño al que hemos abandonado debajo de una cornisa, en los primeros y últimos novillos de su vida.
Lo misterioso es que ocurren las dos cosas a la vez. Estoy aquí escribiendo, con Bach al fondo, y estoy allí, debajo de la cornisa, observando la lluvia. A veces, sucede una cosa después de otra, pero en el orden que no es: primero soy mayor y estoy escuchando a Bach, y luego soy pequeño y me muero de frío debajo de la cornisa. El orden cronológico, por lo que a mí respecta, es tan arbitrario como el alfabético: una convención que en mi cabeza no funciona todos los días. Hoy no funciona. Por eso estoy aquí y allí de forma simultánea. Allí, para no llamar la atención, me he puesto a caminar debajo de las cornisas. De tanto en tanto, los días de lluvia, las cornisas se desprenden y matan a alguien. Si no funciona el clavo del zapato, si tampoco funciona el brasero, que funcione al menos la cornisa. Miro hacia arriba y veo un edificio húmedo, de ladrillo gastado y sucio, como la pared de un patio interior. Así era mi barrio entonces, como un patio interior, un patio interior por el que me muevo como un ratón ciego por un laberinto, buscando refugio en los portales.
Si me mojo, podría morirme de una pulmonía, pero les daré una oportunidad más a las cornisas. Si no se desprende ninguna, me mojaré. Cuento cien pasos buscando las casas más deterioradas, con los remates en peor situación. Después de esos cien, cuento otros cien más y luego otros cien (siempre hago los ritos en series de tres). Pero no pasa nada. Sigo vivo, vivo y sufriente. Entonces salgo a la calzada y comienzo a caminar debajo de la lluvia. Era noviembre, quizá primeros de diciembre, como ahora, mientras escribo este capítulo atrapado en el desorden cronológico. El agua caía helada y empapaba cruelmente la chaqueta. Algunas gotas se colaban por el cuello y bajaban por las paredes del patio interior de mi cuerpo. Todo era patio interior en aquel mundo, incluida mi espalda.
Atravesé el descampado donde hoy se encuentran las calles de Clara del Rey y Corazón de María y me dirigí hacia las cercanías del colegio Claret, donde había estudiado, es un decir, hasta el curso anterior. Tenía la esperanza de encontrar abierta la puerta del patio para colarme desde él en la iglesia, pero estaban todos los accesos cerrados, parecía una fortaleza. Vi las ventanas de las clases con las luces encendidas, pues la mañana estaba tan oscura que parecía la tarde. Entonces se me ocurrió buscar refugio en la parroquia, de modo que subí por Cartagena hacia López de Hoyos. Había comprendido que tampoco iba a ser sencillo matarse de aquel modo. De hecho, no podía mojarme más de lo que ya estaba. Ni podía tener más frío. No me era posible sufrir más. Lloraba de tanto sufrimiento, sorprendido de que las lágrimas y las gotas de lluvia se confundieran. La gente me miraba.
Estuve sentado en un banco de la parroquia una hora, quizá dos, no sé. Quizá estuve un cuarto de hora que parecieron siete. No tenía reloj. Los niños, en aquella época, preguntábamos la hora a los adultos, pero temía que si preguntaba la hora se extrañaran de que no estuviera en el colegio. Recé a Dios, a la Virgen, a los santos. Me arrodillé frente a un crucifijo extrañamente realista al que le pedí que hiciera algo para dar fin a aquella situación. Recuerdo, en medio de un contexto tan trágico, haberme preguntado irónicamente que a quién se me ocurría pedir ayuda: a un sujeto al que habían azotado, escupido y crucificado. Y eso que era hijo de Dios. Intuí que había en la situación algo cómico, pero lo censuré en seguida.
Luego anduve por esa red de calles que había alrededor del mercado, peligrosamente cerca de la academia. ¿Y si me presentara allí con toda naturalidad? Me he dormido, diría. ¿Se atreverían a pegar a un niño con las ropas mojadas, con el pelo chorreando, con todo el cuerpo temblando de frío y miedo? Quizá les diera pena. Pero la pena, ya lo había comprobado, excitaba más a nuestros torturadores.
Finalmente, mis pies decidieron volver a casa sin encontrar demasiada resistencia en mi cabeza. Mi madre, al verme entrar, preguntó espantada que de dónde venía:
– No he ido a la academia -dije sorbiéndome los mocos y las lágrimas y el agua de la lluvia.
– ¿Por qué?
– Porque me pegan.
Mamá me quitó la ropa, me envolvió en una manta y me secó el pelo con una toalla. Luego me dio una taza de algo caliente y encendió el brasero de la mesa camilla, a la que estuve sentado el resto de la mañana. En un momento dado apareció con el calcetín lleno de sangre coagulada.
– ¿Qué es esto? -dijo.
– Nada -dije yo.
Me pidió que le enseñara el pie.
– ¿Por qué no has dicho nada? -preguntó al ver la herida.
– Para que me diera el tétanos -dije y me puse a llorar.
Cuando me calmé, aseguró que hablaría con el padre Braulio, para que no me volvieran a pegar. Había en su voz un tono de condescendencia, como si yo exagerara o fuera demasiado sensible. Comprendí que aquello sólo era una tregua y tuve más miedo que antes.
Me habría gustado soñar este capítulo, escribirlo bajo hipnosis. Me lo he llevado días y días a la cama, dentro de la cabeza, para ver si lograba que atravesáramos juntos la frontera de la vigilia. Pero los guardianes del sueño lo detectaban al atravesar el arco de seguridad, como los vigilantes del aeropuerto detectaron en su día las cenizas de mis padres, y me lo arrebataban. No he podido soñarlo, en fin. Pero tampoco podía dejar de escribirlo. Me pongo a ello ahora. Son las cuatro de la madrugada y acaba de despertarme el timbre de la puerta. He bajado a abrir con precipitación, pensando que Alejandro o Juan habían salido de casa sin la llave, pero, como en otras ocasiones, el timbre sólo había sonado dentro de mi cabeza.
La casa, a estas horas, parece otra, quizá «la otra», la que hay oculta dentro de ella, su inconsciente. Es idéntica y distinta a la del día, como si fuera la casa que hay al otro lado del espejo grande que tenemos en el salón. Todo adquiere un significado diferente a estas horas, todo da miedo. También yo me doy miedo. ¿Por qué este sueño repetido de que el timbre suena en medio de la noche? ¿Por qué no soy capaz, al despertarme, de distinguir si ha sonado dentro o fuera de mi cabeza? ¿Acaso espero a alguien que no llega? En todo caso, sé que no volveré a dormirme, de modo que me pongo sobre el pijama un albornoz de baño y sin hacer ruido, para no despertar a Isabel, subo a la buhardilla. Mientras el ordenador se pone en marcha, observo con pánico los libros. Algunos, sobre todo los de poesía, llevan conmigo desde la adolescencia. Me han acompañado a lo largo de la vida de una casa a otra, hemos crecido juntos. Sus páginas dejan un tacto raro en la yema de los dedos porque están hechas de una pasta química que envejece mal. Quizá si pusiera un poco de música lograría aliviar la tensión. Pero la música no me dejaría escuchar los ruidos que salen de las habitaciones (de las habitaciones de mi cabeza) a estas horas en las que todo es excéntrico respecto a la norma.
Mi madre, lógicamente, debió de relatar el suceso de los novillos a mi padre. Pero éste no me dijo nada, quizá por indicación de ella. Sí noté que durante los siguientes días me observó con algo de piedad, de lástima, quizá de angustia, como si me considerara inhábil para la vida o se preguntara, al mirarme, qué iba a ser de mí con aquella sensibilidad enfermiza. Esto mismo me preguntaba yo, qué iba a ser de mí, pues si los primeros días después de este episodio los profesores me trataron como si fuera invisible (lo que constituía otro modo de tortura), poco a poco fui apareciendo de nuevo en su campo de visión y volvieron los malos tratos.
Un día mi madre me preguntó qué tal iban las cosas en la academia. Le dije que iban bien porque no soportaba la humillación de reconocer de nuevo que me pegaban, pero lo cierto era que sí, que habían vuelto donde solían, de modo que todos los días de mi vida me acostaba soñando con no despertar. Pero me despertaba para entrar en una vigilia alucinada, una vigilia en la que todo adquiría una relevancia especial, como la que debe adquirir el mundo para el condenado a muerte, mientras camina hacia el cadalso. Si durante el desayuno se posaba una mosca sobre el mantel, yo veía los movimientos de la mosca como a través de una lupa. Si se precipitaba una gota de leche al suelo, a mí me era dado observar la caída a cámara lenta. Si me cruzaba con un ciego por la calle, se me quedaban anormalmente grabados los movimientos de la punta de su bastón sobre el empedrado. Cuando llegaba a clase, tenía la cabeza llena de imágenes absurdas -la mosca, la gota de leche, la punta del bastón- que sin embargo funcionaban como un extraño modo de defensa frente a aquella realidad hostil. Había aceptado como algo irremediable que aquel curso lo pasaría en la academia, por lo que puse todas mis energías en encontrar el modo de librarme de ella al siguiente. Si no lo lograba, me suicidaría durante el verano.
Por aquellos días vino a vernos el hermano pequeño de mi madre, que era misionero y estaba destinado en África. Merendó con nosotros, nos hizo unos juegos de manos con cartas y monedas y desapareció. Esa noche le oí decir a mi madre que lo más grande que podía sucederle a una mujer era tener un hijo sacerdote (y misionero). Ya se lo había escuchado otras veces, pero en aquella ocasión adquirió un significado especial (como las moscas, las gotas de leche, los bastones de ciego). De súbito, vi una grieta por la que escapar de la academia, de la calle, de la familia, de la vida. No obstante, me tomé mi tiempo, de un lado para que no se notara que se trataba de una fuga; de otro, supongo, porque necesitaba digerirme como sacerdote. Nunca había tenido fantasías muy concretas sobre mi futuro y entre ellas no figuraba desde luego la de entregar mi vida a Dios. Pero si ingresaba en la orden del tío Camilo (los Oblatos del Corazón de María), quizá acabara también en África o en Sudamérica, lo que en cierto modo era estudiar para aventurero.
Comuniqué la decisión a mi padre (intentando darle el trato de una «conversación entre hombres») un día que se encontraba enfermo, lo que resultaba excepcional. Creo que fue la primera vez que lo vi postrado en la cama con fiebre. Había cogido una neumonía por ir en la vespa sin ponerse periódicos debajo de la chaqueta. Yo acababa de volver de la academia y era de noche, pues estábamos en pleno invierno. Me senté a los pies de la cama, como para hacerle un poco de compañía, y esperé a que salieran de mi boca las palabras que llevaba semanas preparando.
– Papá, quiero ser misionero, como el tío Camilo -me oí decir de súbito, mucho antes de lo previsto.
Mi padre se quitó el paño húmedo que tenía en la frente y se incorporó un poco.
– ¿Qué dices?
– Que quiero ser misionero. Como el tío Camilo.
Mi padre era religioso en un sentido más profundo que mi madre. Alternaba la lectura de publicaciones técnicas con la de la Biblia, obteniendo de ambas misteriosos beneficios espirituales. Nunca supe lo que pasaba por su cabeza, quizá ningún hijo lo sepa. Tampoco él sabía lo que pasaba por la mía. De hecho, parecía desconcertado.
– ¿Estás seguro? -acertó a preguntar.
– Sí -dije y en ese momento se fue la luz, como el día en el que solicité a Mateo, el padre del Vitaminas, mi ingreso en la Interpol. Quizá no era muy distinta una iniciativa de la otra.
Al poco llegó mi madre con una vela encendida que colocó sobre la mesilla de noche. Tras suspirar, se sentó al pie de la cama, en el lado contrario al mío. La escena adquirió unos tonos algo sombríos. La llama de la vela se reflejaba en el espejo del cuerpo central del armario del dormitorio. Todo el mundo tiene un espejo de referencia, un espejo que le gustaría atravesar para llegar al otro lado de la vida. El mío era éste. Quizá lo sea aún. Cuando me ponía enfermo y me permitían pasar el día en la cama de mis padres, fantaseaba durante horas con esa posibilidad. Creo que aquel día lo atravesé limpiamente, a la luz de la vela.
– ¿Sabes lo que me acaba de decir tu hijo? -dijo mi padre con un punto de emoción (y de fiebre, claro).
– ¿Qué?
– Que quiere ser misionero. Como tu hermano.
A partir de ese instante la escena empezó a discurrir al otro lado del espejo. Allí estábamos mi padre, mi madre, yo y el pabilo prendido de la vela, que daba una luz fantasmal al conjunto. Mamá se levantó y me abrazó emocionada.
– ¿Cómo es eso? -dijo.
– Lo he pensado -dije yo.
– ¿Y cuando te gusten las chicas? -preguntó ella.
– Ya me gustan -respondí yo.
Creo que ellos no se dieron cuenta de que la escena, lúgubre por la naturaleza de la luz que la alumbraba, sucedía al otro lado del espejo, al otro lado de la vida. Yo sí, yo sabía que misteriosamente habíamos atravesado la frontera. Yo supe que el resto de la vida transcurriría en ese lado falso que sin embargo me ponía a salvo de todo. Tardaría años en regresar de él, en construirme una vida real. Cuando a lo largo de mi análisis salía a relucir esta escena (y salió mil y una veces, como si hubiera sucedido también a lo largo de mil y una noches), siempre me quedaba con la impresión de que había ocurrido en ella algo que entonces no capté (el día que di con ello fui devuelto bruscamente a este lado del espejo), y lo que entonces no capté fue que mi madre supo desde el primer momento que aquello era una fuga. ¿Cómo no lo iba a advertir si lo sabía todo? ¿Por qué entonces no hizo nada para evitarlo? ¿Por qué entró conmigo en una complicidad que no le había solicitado? Quizá porque tampoco a ella se le ocurría otro modo de arreglar las cosas. Quizá porque comprendía oscuramente que teníamos que separarnos. Un día, al salir de la consulta de mi psicoanalista y para digerir antes de volver a casa algo que acababa de descubrir en el diván, me metí en una cafetería donde sonaba un bolero. Sentado a la barra, frente a una copa de coñá, comprendí como en una revelación que la receptora de ese género popular dedicado a los amores imposibles, desgraciados, quiméricos, jamás es la mujer: es la madre.
El resto fueron trámites. Se habló con mi tío. Se escribió a quien correspondía solicitando mi admisión en el seminario. Hubo una espera un poco angustiosa provocada por mi deficiente currículo académico. Pero se les hizo saber que me había trasformado de repente en un estudiante ejemplar, lo que venía a ser un modo de conversión en un mundo que tanto valoraba la figura del hijo pródigo. Finalmente me citaron para el siguiente curso, que empezaría en septiembre. La fuga estaba prácticamente consumada. Pasé los meses siguientes fantaseando acerca de un futuro cuyo dato principal sería el desarraigo, la separación, la pérdida, valores que aún tenían connotaciones literarias. Me convertiría en uno de aquellos héroes de las películas que veía en el cine López de Hoyos, un tipo de ninguna parte que huía de un pasado cruel (y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira). Me acostumbré a ver todo lo que sucedía en la academia como si ya hubiera ocurrido, pues pasaba más tiempo de mi vida en el futuro que en el presente. En ese futuro, vivía en medio de la selva, ocupándome de la construcción de vidas ajenas, pues aunque la mía había quedado inconclusa, tampoco disponía de materiales para continuar edificándola. Pensaba a menudo en María José e imaginaba que de mayor, por alguna circunstancia especial, me convertía en su director espiritual.
Pasó un siglo hasta que llegó el mes de junio. La academia no tenía capacidad para calificar a sus alumnos, por lo que nos examinábamos «por libre», en el instituto que correspondía a nuestro barrio. Obtuve unas notas excelentes y con ellas el pasaporte definitivo al seminario.
El verano fue desasosegante, pues a medida que se acercaba el momento de la partida un miedo que no había figurado entre mis cálculos se iba instalando en el estómago. Y aunque quería huir de mi familia, de mi barrio, de la academia, empecé a intuir que comenzar de nuevo no sería fácil. La información que tenía sobre los internados era muy escasa, pero sospechaba que eran espacios en los que no resultaba sencillo conquistar un lugar, ser alguien. Realizaba permanentemente ejercicios de visualización, imaginaba circunstancias, conversaciones, escenarios. Rezaba para que todo saliera bien, pues la idea de solicitar desesperadamente el regreso a las dos semanas de haberme ido me ponía los pelos de punta. Atrapado entre el deseo de huir y el pánico de llegar, averigüé que la mayoría de los compañeros del seminario procedían del medio rural, pues en aquella época la Iglesia se nutría de los vástagos más inteligentes de las familias más pobres. No imaginaba cómo se comportarían, cómo me mirarían, hasta qué punto yo sería allí, una vez más, un excéntrico. El estrés me hacía adelgazar y me provocaba dolores de cabeza. Mamá me llevó al médico y habló en un aparte con él. Luego nos dejó solos. El médico me preguntó si estaba preocupado por algo. Le respondí que no.
– Me ha dicho tu madre que en septiembre te vas al seminario. Si estás arrepentido, a mí puedes decírmelo.
– No estoy arrepentido -dije conteniendo el pánico.
Me recetó un complejo vitamínico. Era la primera vez que escuchaba aquella expresión, complejo vitamínico, y se me quedó grabada por extraña. La palabra «complejo», en mis redes lingüísticas, estaba asociada al término «inferioridad». Complejo de inferioridad. ¿Qué había visto en mí aquel médico para recomendarme tal medicina? Tomaba los comprimidos con ansia, deseando que se me quitara la inferioridad. Y así, entre unas cosas y otras, llegó el mes de septiembre.
Dio la casualidad de que unos días antes de la fecha señalada para mi viaje apareciera por casa un hermano de mi padre, el tío Francisco, que además era mi padrino. Vivía en Tánger y tenía entre nosotros el prestigio de los que residían en el extranjero (estamos hablando de una época en la que a lo más que se podía aspirar era a ser de otro sitio). Solía aparecer una vez a lo largo del verano con su mujer y sus hijas a bordo de un Mercedes. El coche constituía otro elemento de prestigio, pues era prácticamente el único que se veía a lo largo de toda la calle.
El tío Francisco era un tipo jovial, con una barbilla muy interesante, a la que no le faltaba el hoyuelo del que disfrutaban las de los grandes actores del cine norteamericano. Trasmitía una sensación de seguridad personal que tampoco era muy frecuente en nuestro mundo. Como el seminario se encontraba en un pueblo de Valladolid, a doscientos quilómetros de Madrid, se ofreció a llevarme en su coche. Mi única experiencia del tren era la del viaje entre Valencia y Madrid, que había resultado deprimente, por lo que se lo agradecí muchísimo. Era como dilatar unas horas la decisión. El único problema es que me tendría que dejar en el seminario un día antes de la llegada oficial, pero mi padre telefoneó y le dijeron que no había ningún problema.
Mamá preparó la maleta con la ropa que había estado marcando a lo largo de las últimas semanas. Se trataba de una maleta honda, gris, de tela, que tenía las esquinas reforzadas con una cantonera de metal (tal vez un añadido de mi padre). No sé de dónde había salido, ni qué fue de ella, pero ahora daría algo por asomarme a aquella hondura, por olería, para ver si las cantidades de miedo que se depositaron en sus entrañas habían dejado algún rastro olfativo. Se decidió, ignoro con qué criterio, que nos acompañaría mi padre. De modo que ahí estamos, a la puerta de casa, cargando la maleta en el único automóvil que hay en la calle. Ahí estamos expuestos a las miradas de los vecinos. Ahí estoy yo con un nudo en la garganta, pero sin soltar una lágrima, despidiéndome apresuradamente de mis hermanos, de la calle, de mamá, que dilata incómodamente el beso y el abrazo. Cuando por fin arrancamos, lanzo una mirada a la tienda del padre del Vitaminas. Hace meses que no coincido en la calle con María José, como si se la hubiera tragado la tierra. De todos modos, cuando coincidíamos, uno de los dos cambiaba de acera o se metía por la primera bocacalle que le salía al paso. Durante los primeros minutos del viaje, mientras escucho la conversación entre mi padre y mi tío, me ataca una fantasía estimulante: Ya soy sacerdote, pero, en vez de en la selva, trabajo en una parroquia de Madrid. Un día, confesando, aparece María José al otro lado de la celosía y sin saber quién soy comienza a relatarme su vida, que es un desastre del que me propongo rescatarla. Cuando la fantasía comienza a excitarme sexualmente, me pregunto si habré cometido un pecado mortal y regreso a la realidad.
Del viaje recuerdo sobre todo una extensión de terreno desoladora. Siempre que he atravesado Castilla en coche a lo largo de mi vida se ha reproducido en un grado u otro la angustia que sentí entonces. También recuerdo que a medio camino nos paró la Guardia Civil. Un agente, sin duda impresionado por el coche, se limitó a decir a mi tío que había pasado un cambio de rasante por en medio de la carretera, que era muy estrecha. Mi tío se disculpó y el agente nos permitió continuar. Yo pregunté qué significaba «cambio de rasante» y mi tío me lo explicó con precisión. Años más tarde, en el examen teórico del carné de conducir, me tocó una pregunta relacionada con esta figura y la memoria reprodujo, mientras realizaba el test, aquella escena. Siempre se reproduce ante tal expresión.
Llegamos al seminario de noche, por lo que el rector sugirió a mi tío y a mi padre que cenaran antes de emprender el regreso. Mientras hablaban al pie del automóvil, vi la sombra de un caserón inmenso colocado en medio de la nada. La oscuridad que circundaba el edificio era tal que la luna y las estrellas adquirían un protagonismo que jamás antes, en mi vida, había observado.
La cena, llevada a cabo en un refectorio muy oscuro (quizá se había ido la luz y estábamos alumbrados por velas, aunque no podría jurarlo) fue un espanto, pues todo en ella conducía al instante en el que mi padre y mi tío me abandonarían en aquel lugar sombrío, inhóspito, tan ajeno a mi vida. El rector, que era cojo y muy delgado, calzaba en el extremo de su pierna mala, mucho más corta que la otra, una bota enorme, pesada y negra, como un yunque, en la que parecía residir el centro de gravedad de todo su cuerpo (está minuciosamente descrito en mi novela Letra muerta). Cenó con nosotros, servidos por un hermano lego que entraba y salía de la habitación como un fantasma. En algún momento me pareció que atravesaba la puerta en vez de abrirla. Hablaron de los planes de estudio del seminario. El rector señaló que habían reducido el bachillerato un año respecto a los estudios oficiales tras considerar que en un internado se podía hacer en cinco años lo que en el siglo se hacía en seis. Me llamó la atención la expresión «el siglo», que entonces no comprendí. También recuerdo que mi estómago se había cerrado de forma literal y que aunque intentaba comer lo que me presentaban, me resultaba imposible. Mientras masticaba, ensayaba una vez más el instante de la despedida. Lo había hecho mil veces, pero tenía la impresión de que no me iba a servir de nada. Sobre todo, me decía, no llores, no llores, por favor. Dios mío, si no lloro, haré lo que me pidas el resto de mi vida. Me atacó el pánico a llorar como a otros les ataca el de mearse en la cama.
Los adultos, que sin duda habían advertido mi ataque de angustia, pues debía de estar pálido como el papel en medio de la penumbra reinante, procuraban ignorarme, para no desencadenar una situación incómoda. Hablaban y hablaban, unas veces de prisa, otras a cámara lenta, de vez en cuando se producía un silencio de un segundo o dos, quizá más corto todavía, que mi pánico alargaba como si hubiera llegado el momento de la ejecución, pues yo estaba a punto de ser ejecutado. Continuaría viviendo, evidentemente, porque se trataba de una ejecución limpia, incruenta, pero una vez que mi padre y mi tío partieran en medio de la noche a bordo del Mercedes, un Juanjo habría muerto, dejando como resultado de aquella combustión un Juanjo inerme, desvalido, un Juanjo huérfano, desamparado, solo.
Y así se fueron, en medio de la noche, tras unos besos de trámite, pues también ellos, mi padre y mi tío, tenían miedo de que me echara a llorar. No sucedió. Logré detener milagrosamente el llanto a la altura del pecho. Aún continúa ahí. Jamás he llorado aquel momento, ni siquiera cuando me quedé solo.
Me acompañó al dormitorio el hermano lego que nos había servido la cena. Dijo que al haber llegado un día antes que el resto de los alumnos tendría que dormir solo y me preguntó si me daba miedo. Le dije que no. El esfuerzo de arrastrar la maleta por aquellos pasillos infinitos, por aquellas escaleras que me digerían a medida que las subía y las bajaba, me ayudaba a disimular el resto de los sentimientos y de las sensaciones físicas que me embargaban. La arrastraba con la desesperación o el pánico del herido que en el campo de batalla reúne sus vísceras y corre con ellas en las manos al hospital de campaña.
El dormitorio era una enorme nave con cincuenta o cien camas, no habría podido calcularlo, dispuestas en batería, separadas por una breve mesilla de madera. Estaba también muy mal iluminado. Vaciamos la maleta encima de mi cama, situada hacia la mitad de la nave, y el lego me asignó una taquilla para que ordenara en ella mi ropa. La maleta se la llevó él, pues se guardaban todas juntas en algún lugar, como una colección de ataúdes. Cuando me quedé solo, tras cerrar la taquilla y visitar el cuarto de baño, que estaba situado en un extremo del dormitorio, pensé que iba a llorar, pero el mecanismo del llanto, quizá por la presión que había ejercido sobre él, se había roto. No podía. Me puse el pijama, me metí entre las sábanas, cerré los ojos y me dije: Qué va a ser de mí.