Y si el adulto soñaba con que se le aparecieran novelas, el niño soñaba con que se le apareciera Dios, lo que en principio no era tan difícil. Vivíamos en un mundo en el que Dios existía hora a hora, minuto a minuto. Rezábamos al comenzar las clases, al terminarlas; nos santiguábamos al atravesar la calle; besábamos las manos de los sacerdotes; orábamos al acostarnos, al levantarnos; al sentarnos a la mesa; al levantarnos de ella… Cada acto de nuestra vida era un sacrificio hecho a Dios, bien fuera para complacerle, bien para provocar su ira.
El infierno quedaba a la vuelta de la esquina, se podía ir dando un paseo, a veces bastaba tropezar en una piedra para caer en él. Si esa noche te habías masturbado y morías, ibas al infierno. Si habías chupado un caramelo antes de comulgar y morías, ibas al infierno. Si te atacaba en medio de la clase de Lengua un pensamiento impuro y morías, ibas al infierno… Era más fácil terminar en el infierno que en la prisión, pese al premonitorio «acabarás en la cárcel» de las madres de la época. Afortunadamente la confesión ponía el contador a cero.
La idea de la salvación (y la condena) contaminaría en el futuro cualquier actividad. Es probable que los conceptos de éxito y fracaso, entre nosotros, procedan aún de ese binomio. Dios era el dueño de nuestros días, de ahí que el año se ordenara de acuerdo a los sucesos más importantes de la vida de su hijo, que nacía durante las vacaciones de Navidad y fallecía en las de Semana Santa.
Los meses funcionaban, pues, a modo de capítulos de un relato cuyo argumento principal era la vida de Cristo. Si quitabas a Dios de la existencia, las vidas de los hombres se desagregaban como las cuentas de un collar desprovisto de su médula (en torno a lo irreal se articulaba lo real; siempre ha sido así). A mí me gustaban las Navidades, como a todos los niños, pero me interesaba la Cuaresma, ese tiempo litúrgico que iba desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua de Resurrección, caracterizado por ser un período de penitencia durante el que reproducíamos el ayuno que observó Cristo en el desierto antes de dar comienzo a su ministerio. Curiosamente, yo sólo doy valor a lo que escribo en ayunas. Me levanto pronto, sobre las seis de la mañana, y me siento a la mesa de trabajo sin tomar nada hasta las nueve. Considero como mío, y para mí, lo que escribo durante ese tiempo. Lo que escribo después del desayuno está contaminado por las miserias laborales, por el imperativo de ganarse la vida. Mis novelas, así como los trabajos periodísticos que más aprecio, están escritos entre las seis y las nueve de la mañana. El ayuno.
Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo. Por eso soñábamos con que se nos apareciera, con que se hiciera evidente, palpable. Soñábamos con un milagro.
El curso siguiente al fallecimiento del Vitaminas, por alguna razón que no recuerdo, fuimos mi madre y yo solos a que nos pusieran la ceniza. El Miércoles de Ceniza era un día normal, lectivo, por lo que lo único que se me ocurre es que yo estuviera lo suficientemente enfermo como para no ir a clase, aunque no tanto como para no ir a la iglesia. Salimos de casa a primera hora de la mañana. Yo iba de la mano de ella, de la mano de mi madre, que envolvía la mía con la sutileza con la que un papel de regalo envuelve un obsequio (¿era yo su obsequio?). Mi madre era alta y tenía el cuerpo lleno de formas, creo que era muy guapa, muy llamativa. Llevaba un chaquetón negro que debió de durarle muchos años, pues se lo he visto en fotografías de distintas épocas. En la parroquia, situada a dos o tres calles de la nuestra, había más gente que había acudido a recibir las cenizas, de modo que tuvimos que hacer cola. Cuando llegó mi turno, que aguardé temblando de emoción, el cura, más que ponerme las cenizas, me las imprimió: tal fue la violencia con la que dibujó la cruz sobre mi frente. De vuelta a mi banco, no me atrevía a mover la cabeza por miedo a que se me cayeran, pues mi idea era conservarlas al menos hasta que mis hermanos regresaran del colegio, para presumir de ellas. Y no es que a ellos no se las hubieran puesto, sino que en mí, eso creía yo, poseían un significado especial, como la cicatriz en un héroe. Recuerda, hombre, que eres polvo y que en polvo te has de convertir. Constituía un alivio saber que la vida no era más que un paréntesis. Un alivio terrorífico.
Cenizas.
Ya he dicho que detrás de mi escritorio, en un pequeño armario donde guardo las agendas y los cuadernos usados, se encuentran también desde hace algún tiempo las cenizas de mi madre. Y las de mi padre. Las recuperé con el objetivo de llevarlas a Valencia y arrojarlas al mar, tal como deseaban, de modo que hace un par de semanas, coincidiendo casualmente (¿casualmente?) con los primeros días de la Cuaresma, acepté dar una conferencia en un centro cultural valenciano que venía pidiéndomelo desde hacía un par de temporadas. Aprovecharía el viaje para desprenderme de las cenizas cuya posesión comenzaba a pesarme.
Para este tipo de desplazamientos de un día o dos suelo llevar una maleta pequeña, de las que no hay que facturar, en la que caben el ordenador, una muda y poco más. Pensé ocupar el sitio del «poco más» con las cenizas de mis padres. Pero las urnas abultaban demasiado, de modo que el día anterior a mi partida, en un momento en el que me encontraba solo en casa, las abrí muerto de miedo, sin saber con qué tropezaría allí dentro después de tantos años. Comprobé con alivio que las cenizas se encontraban a su vez dentro de una bolsa de plástico que me dispuse a extraer de las vasijas.
Empecé con las de mi madre, pero la boca de la urna era más estrecha que el cuerpo de la bolsa, por lo que se resistía a salir. La vasija tenía además un borde afilado que acabó haciendo un corte en el plástico. Parte de las cenizas se derramaron sobre la mesa, junto al ordenador. Traté de imaginar, sudando de angustia, qué les diría a mi mujer o a mis hijos si en ese momento aparecieran.
Logré sacar al fin la bolsa, que pesaba y abultaba más de lo previsto, y la coloqué a un lado. Después, con el borde de una cuartilla recogí los restos que se habían salido y los devolví a su sitio. Quedó un polvillo que soplé esparciéndolo por la atmósfera. Parte de las cenizas fueron a parar al teclado del ordenador. Supongo que se colarían por sus ranuras y que ahora formarán parte de sus vísceras, quizá de mi escritura. En cualquier caso, la bolsa original había quedado muy deteriorada, de manera que busqué otra en la que introducirla y encontré una de El Corte Inglés, lo que no dejaba de resultar irónico dado el gusto de mi madre por los grandes almacenes, a cuyas rebajas acudía cada año. Desde el punto de vista de los significados últimos de la sociedad de consumo, se trataba de una operación de alto contenido simbólico.
Con las cenizas de mi padre sufrí menos, fueron menos rebeldes (también eran más escasas), pero acabaron asimismo en otra bolsa de El Corte Inglés, pues la original tampoco estaba bien. En ambos casos, me sorprendió comprobar que las cenizas son algo más que cenizas. Son la osamenta del difunto triturada, reducida a fragmentos muy pequeños, pero en los que resulta reconocible el tejido del que proceden. Sellé las bolsas con cinta adhesiva, para evitar sorpresas, y las introduje en el maletín de viaje, con idea de dejarlo todo dispuesto para el día siguiente. Abultaban más de lo que había imaginado, por lo que prescindiría del ordenador, que en la mayoría de los casos me acompaña como un fetiche, más que como una herramienta: en viajes de ida y vuelta apenas tienes tiempo para trabajar. Mi idea era llegar a Valencia a primera hora de la mañana, tomar un taxi que me condujera a la playa, esparcir las cenizas, dar la conferencia, comer con los organizadores y regresar a Madrid a media tarde.
Aunque Isabel sabía que conservaba las cenizas, no le dije que me las llevaba en ese viaje para evitar que se ofreciera a acompañarme, pues se trataba de algo, creía yo, que debía hacer solo. Llamé a un taxi con mucha antelación, según mi costumbre, y llegué al aeropuerto con hora y media de anticipo sobre el vuelo. En el mostrador de facturación, presenté mi carné de identidad, pues se trataba de un billete electrónico, y me dieron la tarjeta de embarque. Luego me dirigí al control de policía con idea de pasar a la zona de embarque y hacer tiempo leyendo los periódicos.
Me puse, pues, a la cola del control de policía y al llegar mi turno coloqué la bolsa de viaje en la cinta transportadora. Entonces, justo en el instante en el que entraba en la boca del túnel, me di cuenta del disparate que acababa de hacer. Quizá me preguntaran qué rayos era aquello cuya textura se parecía tanto a la de la pólvora, y yo tendría que responder, delante de todo el mundo, que las cenizas de mis padres. Estuve a punto de meter la mano para intentar recuperar la bolsa, pero me pareció que resultaría más sospechoso, de modo que pasé por debajo del arco de seguridad intentando mantener la compostura. Siempre había tenido la fantasía de que un día me detendrían en uno de esos controles, pues soy un culpable nato. De hecho, me parecía mentira que después de haber viajado tanto aún no me hubieran descubierto nada sospechoso en las aduanas. Pero todo llega: cuando mi maleta y yo alcanzamos el otro lado, el guardia que se encontraba frente al monitor me preguntó qué contenían aquellas raras bolsas y me pidió que se las mostrara. Blanco como la pared comencé a abrir el maletín de viaje mientras pronunciaba en voz baja la palabra cenizas.
– ¿Cómo dice?
– Cenizas, las cenizas de mis padres -añadí sacando las bolsas de El Corte Inglés.
– Restos humanos -tradujo el guardia llamando la atención de un superior que se encontraba muy cerca de nosotros y de los otros viajeros, que empezaron a moverse despacio, a ver en qué terminaba aquello. Me dirigí al superior educadamente y le dije que se trataba de las cenizas de mi padre y de mi madre, cuyo deseo era que se esparcieran en el Mediterráneo. El superior me miró con desconfianza y habló con alguien a través de una especie de móvil. En seguida apareció un guardia civil. Le repetí lo mismo, en voz baja, para no dar ninguna satisfacción a los curiosos. El guardia civil sospechaba de mí.
– ¿Y dice que son los restos humanos de su padre y de su madre?
Me di cuenta de que utilizaban la expresión «restos humanos», en vez de cenizas, de un lado para asustarme y, de otro, para justificar el interrogatorio. Respondí que sí, que eran las cenizas de ambos, dándole el gusto de que en mi propia voz pareciera una excentricidad. Finalmente me dijo que esperara, pues tenía que consultar a un superior jerárquico. Yo estaba a punto de derrumbarme por la vergüenza y por el susto, no sé qué sentimiento dominaba sobre el otro. Me veía durmiendo en la comisaría. Mientras esperaba, atravesó el arco de seguridad un escritor al que detesto, pero con el que mantengo unas relaciones educadas. Me preguntó si tenía algún problema, por si necesitaba que me echara una mano, y le dije que no, que estaba a punto de arreglarse todo. Mientras se alejaba, lo vi hablar con uno de los curiosos, que sin duda le estaba contando que me habían sorprendido en el control con restos humanos.
Llegó un guardia civil con más galones, o con más estrellas, no recuerdo, y volví a explicarle la historia. Esta vez añadí que en realidad iba a dar una conferencia a la Universidad de Valencia, pero que como tenía pendiente la tarea de arrojar las cenizas al mar, había decidido llevarlas para matar dos pájaros de un tiro. Habría sido preferible que me saliera otra expresión, pero me salió la de matar dos pájaros de un tiro, que en presencia de aquellos restos humanos envueltos en bolsas de El Corte Inglés sonaba algo siniestra. Al guardia civil no le impresionó el hecho de que yo fuera conferenciante, de modo que ignoró esa parte de la información y me preguntó por los papeles.
– ¿Qué papeles? -dije yo.
– Los de los restos humanos. En el cementerio le darían una documentación.
Reconocí que me habían dado una documentación, en efecto, pero que no se me había ocurrido que fuera necesaria.
– Pues lo es -dijo-. Me temo que vamos a tener que tomarle los datos y retener los restos humanos hasta que demuestre su procedencia.
Las cenizas de mis padres quedaron requisadas en la comisaría del aeropuerto, donde antes de dejarme ir comprobaron que no era un psicópata en busca y captura. Naturalmente, suspendí el viaje a Valencia y regresé a casa pálido. Dije que me había sentido mal en el aeropuerto y me metí en la cama, donde permanecí tres días con sus noches. Al tercero, me resucitó una llamada de la comisaría. Querían saber cuándo pensaba recoger aquellos «restos humanos», de modo que me puse a buscar los papeles de las cenizas y di milagrosamente con ellos entre las páginas de un cuaderno donde había tomado apuntes para un cuento, quizá una novela corta, que no llegué a escribir y que contaba la historia de un libro que había nacido sin palabras, un libro mudo. El asunto era grave si pensamos que se trataba de un manual de gramática. Los padres de este libro, una gramática macho y otra hembra, lógicamente, eran muy apreciados en el mundo académico, por lo que no podían aceptar haber tenido un hijo con todas las páginas en blanco. El cuerpo central del relato estaría compuesto por el deambular de los padres de la gramática muda por las consultas de los mejores médicos de la época, que no se ponían de acuerdo, pues para unos se trataba de un problema físico y, para otros, de orden psicológico. Unos proponían soluciones quirúrgicas de efectos inmediatos y otros tratamientos farmacológicos muy prolongados. Lo que pretendía con aquel proyecto era escribir una gramática alternativa, para niños (para mí), una gramática en la que se explicaran las nociones de sustantivo y adjetivo y verbo y adverbio de un modo distinto a como lo hacen las gramáticas convencionales. Pues bien, entre las páginas de aquel proyecto se encontraba, por alguna misteriosa razón, la documentación de los restos humanos de mis padres, que recogí ese mismo día y volví a guardar en el armario que hay detrás de la mesa en la que escribo estas líneas. Ahí continúan.
Aquel Miércoles de Ceniza me acordé mucho del Vitaminas, cuya muerte había devenido en una mutilación. Yo continué andando sin sangrar, sin dolor aparente, como una mosca o una araña a la que arrancas una pata. Pero cualquier mirada atenta habría percibido que me faltaba algo. Ese año, en el colegio, me colocaron en las últimas filas, al lado de una de las ventanas que daban al patio. Delante de mí había un crío que tenía una protuberancia extraña en la nuca. Creo que se llamaba Jesús. Un día me contó que le habían quitado un trozo de piel del muslo para colocárselo dentro del oído, sustituyendo a un tímpano dañado. Como llevábamos pantalones cortos, se subió un poco los bordes para mostrarme la zona de donde habían tomado la piel. Se apreciaba, en efecto, un rectángulo de carne más vulnerable de lo normal. Más rosada.
Durante las clases, yo miraba por la ventana y me perdía en ensoñaciones. Mientras el profesor hablaba, imaginaba historias a las que cada día añadía nuevos ingredientes, prestándoles una solicitud artesanal. Las trabajaba con el cuidado con el que un carpintero repasa los bordes de un mueble o un electricista modifica un circuito. Imaginar historias se convirtió en una enfermedad. No hacía otra cosa. Por lo general, disponía de tres o cuatro argumentos a los que daba vueltas alternativamente para completarlos o perfeccionarlos. Y yo vivía dentro de cada uno de esos argumentos que en ocasiones se trenzaban para dar lugar a una historia de mayores dimensiones. Parecía que estaba en clase, en casa, en la calle, pero siempre me encontraba en una dimensión distinta, puliendo una fábula con el empeño con el que la termita construye túneles en la madera. Me movía dentro de esos túneles con la agilidad con la que el topo recorre el laberinto de galerías excavadas debajo de la tierra, aunque sin dejar de prestar atención a lo que ocurría en la superficie, pues más de una vez me sacó violentamente de mis ensoñaciones un grito del profesor. La comparación con la termita y el topo es oportuna porque yo abría realmente en la superficie de la existencia agujeros por los que me colaba para vivir dentro. Vivía en un hormiguero con un solo habitante, yo, que era el protagonista de las historias en las que me refugiaba. Pero las galerías subterráneas se construyen también para escapar de algún sitio. Yo huía, a través de ellas, del barrio, de la familia, de aquella vida que, incluso sin haber conocido otras, no valía la pena.
Por supuesto, suspendía todas las asignaturas, incluida la gimnasia. No podía estudiar, no era capaz de atender en clase ni de organizarme en casa. Había en los libros de texto, o en mí, una suerte de opacidad que nos hacía incompatibles. Dicho en términos actuales, teníamos problemas de conectividad. Aunque pasaba mucho tiempo delante de ellos, a los cinco minutos de haberlos abierto ya me había fugado a través de una trampilla imaginaria por la que se accedía al sótano, donde excavaba nuevas galerías narrativas, nuevas extensiones arguméntales por las que avanzaba a ciegas, como un animal sin ojos. Con frecuencia, al mismo tiempo de inventar historias, dibujaba rostros de manera mecánica en el margen de las páginas de los libros de texto. Rostros de perfil y rostros de frente, con barba o sin ella, con bigote o sin él. Siempre con los ojos abiertos y la boca entreabierta, con las cejas un poco fruncidas y con el pelo peinado hacia atrás. Siempre hombres. En cada página cabían quince o veinte rostros. Dibujé miles de ellos que se perdieron con los libros de texto, dónde estarán ahora. Soy muy mal dibujante, pero tengo un repertorio notable de rostros (todos procedentes de aquella época) que aún sería capaz de reproducir. No sé por qué hacía aquello. Nunca he logrado encontrarle una explicación.
En invierno, los días eran cortos. Cuando volvía a casa por las tardes ya era de noche. Desde el colegio a casa habría veinte minutos si regresaba por el borde del barrio, a través de los descampados, y unos quince si lo hacía por el interior, a través de una serie de calles cortas y torturadas, como los conductos de un sistema digestivo. De noche, el descampado daba miedo, de modo que elegía la segunda posibilidad. Con frecuencia, volvía solo, para continuar imaginando historias por el camino. A veces, sin darme cuenta, hablaba solo. Iba con una cartera de mano muy vieja, heredada de alguno de mis hermanos, y vestido con las ropas que se les quedaban pequeñas a los mayores. Era un niño de segunda mano prácticamente en todos los sentidos. Si cierro los ojos, puedo ver dentro de mi cabeza una calle iluminada por farolas de gas. La calle está dentro de mí, pero yo también estoy dentro de la calle y ambas cosas son posibles de forma simultánea. El cine ha reproducido muy bien la atmósfera moral de las farolas de gas, cuya luz, paradójicamente, es una gran generadora de tinieblas. Tu propia sombra, bajo aquellos fanales, se convertía en la sombra de Hyde, aunque entonces no sabíamos quién era Hyde. Es pleno invierno y llevo una camiseta de manga larga, una camisa, un jersey y una bufanda. Sobre todo ello, intentando contenerlo o someterlo a cierta unidad, me han puesto la chaqueta de uno de mis hermanos mayores, ligeramente arreglada para que se adapte a mi cuerpo. Se trata de una chaqueta de tres botones, ninguno igual a otro, pues se han ido sustituyendo a medida que se caían por el primero que se encontraba en el cesto de la costura. A lo mejor ha nevado y las aceras están llenas de nieve sucia. O ha llovido y el empedrado irregular de la calle brilla a la luz del gas.
Un día, volviendo del colegio, tropecé con una obra protegida por una valla de hierro. Los obreros, antes de irse, habían colgado un farol de carburo para avisar a los transeúntes del peligro. No había nadie más en ese instante en la calle, de modo que cogí una piedra y la arrojé contra la lámpara de carburo, que cayó al suelo rompiéndose con singular estrépito. En ese instante, se materializó frente a mí un señor que me preguntó por qué lo había hecho. Me quedé mirándolo sin responder. Durante unos instantes terribles el señor y yo nos miramos sin decirnos nada. Finalmente, él hizo un gesto de censura y desapareció.
¿Por qué hice aquello? Tal vez porque mis padres se pasaban la vida discutiendo. Tal vez porque era el último de la clase. Tal vez porque éramos pobres como ratas. Tal vez porque siempre cenábamos acelgas. Tal vez porque no tenía unos guantes con los que evitar los sabañones. Tal vez porque nunca, durante aquellos años, estrené una camisa, unos pantalones, una chaqueta, ni siquiera, creo, unos zapatos. Tal vez porque Dios no se me aparecía. Podría llenar una página de talveces. En la actualidad paseo todas las mañanas por un parque cercano a mi casa. A la entrada del parque hay una marquesina de autobús que los lunes, indefectiblemente, aparece rota a pedradas. La rompen durante el fin de semana los jóvenes que vuelven de divertirse. Es su último acto de afirmación antes meterse en la cama. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué destrozan al destrozar la marquesina? ¿Qué rompía yo al romper el farol de carburo?
Cuando llegué a casa me temblaban las piernas, pues si el señor que me había sorprendido me hubiera llevado a la comisaría, habría acabado en la cárcel, que era, por otra parte, mi destino. Bauticé a aquel individuo como el señor Tálvez por razones obvias, acentuando la «a» porque la palabra sonaba mejor como llana que como aguda. Tálvez. Durante unos ejercicios espirituales, en aquella época, un cura nos dijo que Dios se manifestaba sobre todo en las cuestiones aparentemente pequeñas de la vida cotidiana. Nada más escuchar aquello sentí un escalofrío. Comprendí que el señor Tálvez era Dios. Lo fuera o no, su curiosa actuación cambió mi vida. Nunca volví a cometer un acto incívico, no ya por miedo a que se me apareciera, sino por temor a decepcionarle. Un buen educador (también un buen padre) debería ser capaz de llevar a cabo intervenciones de este tipo, tan indoloras, pero tan eficaces, tan oportunas y precisas. Tálvez no ha dejado de aparecerse nunca. Aún hoy, cuando estoy a punto de hacer algo que no debo, se manifiesta dentro de mi cabeza preguntándome por qué. Hace años empecé a escribir una novela en la que convertí a este individuo en una especie de superhéroe que se aparecía a los jóvenes en momentos decisivos de su vida, pero la dejé a medias, en parte porque me dio la impresión de que lo devaluaba al presentarlo de ese modo; en parte, supongo, porque me molestaba compartirlo. Tálvez llevaba un sombrero de ala, un abrigo gris, una camisa blanca y una corbata negra.
En casa, hasta que llegaba la hora de meterse en la cama, nos reuníamos todos en el salón, pues el resto de las habitaciones estaban tomadas por el frío, y abríamos los libros sobre una gran mesa para fingir que estudiábamos. Mi madre cosía con la radio puesta, pero nos prohibía, incongruentemente, escucharla. El salón estaba en el piso de arriba o en el de abajo, indistintamente, según la época, pues ya he dicho que las habitaciones cambiaban de función con alguna frecuencia, en busca de un ordenamiento de tipo práctico o moral con el que nunca dimos. Yo abandonaba a veces la estancia, como si fuera al cuarto de baño, y acudía a una de las habitaciones que daban al patio, a través de cuya ventana, desde la oscuridad, podía observar a mi padre en su taller, iluminado por una luz amarilla. Allí estaba, él solo, trabajando en sus circuitos eléctricos con la misma tenacidad que yo en mis historias. Habría dado cualquier cosa por que fuera comunista o agente de la Interpol. De la Interpol no podía ser porque parecía inverosímil que hubiera dos agentes en la misma calle. Y comunista tampoco, eso era evidente. Si mi padre llevaba una doble vida, lo hacía al modo en que la llevaba yo con mis historias. En todo caso, al observarle a través de la ventana, mientras escuchaba discutir a mi madre o a mis hermanos por encima de las voces de la radio, comprendía que yo no era uno de ellos.
Yo no era uno de ellos. Empecé entonces a aproximarme al padre del Vitaminas, que vivía en nuestro mundo sin pertenecer a él, como un infiltrado. El padre del Vitaminas se llamaba Mateo, sin duda un nombre de guerra para pasar inadvertido, pues resultaba demasiado vulgar para un espía. Cuando mi madre me mandaba a «Casa Mateo» a comprar esto o lo otro, yo me hacía el remolón en la tienda, dejando que se me colara todo el mundo, con la esperanza de que en algún momento nos quedáramos solos él y yo. Quería decirle que sabía de su pertenencia a la Interpol, pero que no se preocupara porque mis labios estaban sellados. Le pediría también que me permitiera colaborar con él, sustituyendo a su hijo en las labores de información. Tenía preparado un discurso muy económico, casi telegráfico, para que me diera tiempo a soltarlo antes de que entrara en la tienda una mujer o, lo que era peor, otro niño con un recado. Tuve tres o cuatro oportunidades, pero llegado el momento se me secaba la garganta, se me bloqueaban los músculos del pecho, me quedaba pálido, de modo que apenas lograba balbucear, frente a la extrañeza del tendero, el encargo de mi madre.
Preparé entonces una hoja en la que, imitando el lenguaje seco y preciso del Vitaminas, describía los movimientos de la gente del barrio. Fulano entra los martes y los viernes a las siete y media en el número setenta y cinco de la calle y sale con un paquete debajo del brazo. El Vitaminas me había enseñado que en este tipo de informes era muy importante no especular, no opinar, no interpretar. Eso quedaba para los expertos. Un buen agente de información sólo relataba actitudes objetivas, hechos. No me estaba permitido aventurar si en ese paquete había un bocadillo o una bomba. Ya lo averiguarían los expertos enviados al barrio para tal fin. En la segunda cara de la hoja anoté las matrículas de los coches que habían pasado por la calle durante el tiempo que había dedicado a la vigilancia. Esto fue una iniciativa mía, pues al Vitaminas no se le había ocurrido o su padre no se lo había pedido. Hice varios borradores en hojas cuadriculadas, que arranqué del cuaderno de matemáticas, y pasé la versión definitiva a limpio sobre una cuartilla que tomé del despacho de mi padre. Jamás había presentado en el colegio un trabajo tan pulcro, tan ordenado, con una letra tan precisa. Doblé la cuartilla varias veces y la guardé en el bolsillo del pantalón, a la espera de una oportunidad.
En aquella época se producían apagones con frecuencia. En casi todas las habitaciones de las casas había una vela, erguida sobre su propia materia en un plato de postre o en el interior de una taza de café.
En la tienda de Mateo había varias, estratégicamente situadas para alumbrar el establecimiento cuando se iba la luz. Eran, al contrario de las de las casas particulares, anchas y altas, como las de las iglesias. Había una en cada extremo del mostrador y cuatro o cinco distribuidas por las estanterías del negocio. Un día me encontraba en la tienda cuando se fue la luz. Además de Mateo y yo mismo, sólo había dentro del establecimiento una señora. El apagón sucedió mientras atendía a la señora. Tras unos segundos de espera (a veces el apagón duraba lo que un parpadeo), escuché un arañazo y apareció un fósforo encendido entre los dedos del agente de la Interpol, que prendió con él las velas de los dos extremos del mostrador antes de continuar atendiendo a la señora, mientras hacía algún comentario sobre la frecuencia de aquellos apagones. La tienda se convirtió en un depósito de sombras en las que las llamas de las velas apenas abrían un par de grietas luminosas. A la luz de aquellas grietas, observé el rostro del tendero y calibré la habilidad con la que, en efecto, tenía recortado el lado derecho del bigote de manera que pareciera que sonreía permanentemente. Era sin duda el rostro de un seductor que contrastaba con el guardapolvo de color gris que constituía su disfraz de tendero. Sentí por él, en aquellos instantes, una admiración sin límites.
Cuando terminó de despachar a la señora y nos quedamos solos, le pedí un cuarto de galletas hojaldradas, tal como me había encargado mi madre. Mientras las preparaba, saqué del bolsillo mi informe y se lo pasé con un ataque de pánico, confiando en que la oscuridad reinante le impidiera apreciar los efectos calamitosos que el miedo y la vergüenza estaban provocando en todo mi organismo. Mateo debió de creer que se trataba de una lista de artículos preparada por mi madre, lo que no era infrecuente, de modo que desplegó el papel, se acercó a la luz de una de las velas, donde su rostro y su calva adquirieron un brillo diabólico, y comenzó a leer en voz baja. Al tiempo que leía iba digiriendo o tratando de digerir la sorpresa, porque tardó mucho en ver toda la hoja (para mí, una eternidad), como si intentara dilatar la respuesta a aquella acción que comprometía su trabajo de espía. Finalmente, sin mirarme, volvió a doblar la hoja en varias partes, como yo se la había entregado, abrió el cajón de la enorme caja registradora y la guardó en lo que a mí me pareció un compartimiento secreto.
– ¿Algo más? -me preguntó con una seriedad terrible desde las profundidades de las sombras.
– No -respondí a punto de llorar o de ponerme de rodillas. Pensé que no tenía derecho a participar de aquel secreto, por lo que quizá la Interpol se viera en la obligación de quitarme de en medio.
– Está bien -dijo.
Yo me di la vuelta, pero cuando estaba a punto de salir me llamó.
– No me has pagado las galletas.
Saqué torpemente las monedas que me había dado mi madre y se las entregué. Cuando emprendía la huida, volvió detenerme.
– Espera -dijo.
Entonces sacó diez céntimos de la caja y tomó de detrás del mostrador una golosina envuelta en papel de celofán.
– Ahora puedes irte -añadió-. Y gracias por la información.
Yo gané la calle en un estado deplorable del que me recuperé en cuestión de segundos gracias a un ataque de euforia como no he vuelto a sentir, creo, jamás. Ni cuando publiqué mi primer libro, ni cuando obtuve mi primer premio literario, ni cuando me contrataron la primera traducción de una de mis novelas… Nunca he vuelto a gozar de un escape de adrenalina (o lo que fuera aquella sustancia estupefaciente) que se liberó dentro de mí. El apagón no había afectado a las farolas, que eran de gas, pero el hecho de que las ventanas de las casas permanecieran oscuras, mudas, o con el leve resplandor de las velas al otro lado de los cristales, otorgaba a la calle un tono hiperreal, muy semejante al que tenía vista desde el sótano de Mateo. En medio de aquella atmósfera invernal (cómo me gustaría, años después, aquella película, El espía que surgió del frío, basada en una novela no menos notable de Le Carré), avanzaba yo convertido al fin en un agente de la Interpol.
Al llegar a casa, tras dejar las galletas en la cocina, tomé el cabo de una vela, lo prendí, y me encerré en el cuarto de baño para cerciorarme de que los diez céntimos que me había dado Mateo eran de verdad diez céntimos. Y lo eran. Se podía vivir de espiar, te pagaban por ello. ¿Qué más daban entonces las malas notas, los suspensos? Nunca más volvería a preguntarme qué iba a ser de mí porque ya lo estaba siendo: era un espía de la Interpol que se encontraba, en calidad de infiltrado, en un mundo al que no pertenecía.
En cuanto a la golosina, se trataba de un «pan de higo», un dulce de forma rectangular con una porción de la pulpa de esta fruta entre dos galletas muy delgadas. Costaban dos reales (cincuenta céntimos), pero a veces llevaban dentro, de regalo, una moneda que tenía un agujero en el centro y cuyo valor equivalía al precio de la golosina. Creo que aquellas monedas adquirieron tras su desaparición cierto valor numismático. Pues bien, nada más desenvolver el pan de higo y morderlo, mis dientes tropezaron con una dureza que era, en efecto, el premio de dos reales protegido por un papel de celofán. Di por supuesto que Mateo me había dado aquella golosina sabiendo que tenía premio. Cuando sucedió lo de la peseta de mamá, en la playa, no advertí que había sido ella. Ahora, en cambio, atribuía lo que sin duda no pasaba de ser una casualidad a la intencionalidad del espía. Todo al revés.
En esto, vino la luz, pero no desapareció con ella el encantamiento. Salí del cuarto de baño y me incorporé a la vida familiar fingiendo ser uno de ellos, aunque mi madre, que era adivina, me preguntó si me pasaba algo.
A partir de aquel día, y con una periodicidad semanal, entregué a Mateo un informe minuciosamente elaborado que él escondía en el compartimiento secreto de la caja registradora y a cambio del que me entregaba diez céntimos. Nunca más volvió a darme un pan de higos, lo que de un lado me decepcionó y de otro me gustó. No se podía ser al mismo tiempo un agente de la Interpol y un crío que suspirara por aquellas golosinas. Nuestra relación como espías se limitaba a este intercambio de informes y dinero. Jamás cruzamos una palabra sobre nuestra actividad clandestina. Las paredes oyen, decía un refrán muy utilizado en aquella época por nuestros padres. Y las paredes oían, en efecto, pues de acuerdo con mi colección de cromos sobre el FBI y la Interpol, el mundo (ya entonces) estaba sembrado de micrófonos ocultos.
Pero Mateo tenía otra cosa que me interesaba: su hija María José, aquella especie de fantasma que atravesaba la calle sin que nadie reparara en su presencia. Era tal su levedad, su ligereza, quizá su insignificancia, que fantaseé a menudo con la idea de que se tratara de un fantasma al que sólo a mí, por alguna misteriosa razón, me estaba permitido distinguir. A diferencia de Luz, la belleza oficial, pero vacía, de la calle, María José daba la impresión de estar habitada por alguien (y por alguien que sabía cosas de mí).
Pero si a María José no la veía nadie, tampoco ella nos veía a nosotros. Pasaba a nuestro lado y sólo yo volvía la vista disimuladamente para aprenderme su rostro como el que se aprende una canción. Tenía unos ojos un poco saltones en los que, si querías (o si lo necesitabas, como seguramente era mi caso), podías advertir un movimiento de asombro, quizá de pánico. Sobre ellos, había unas cejas muy anchas y muy negras que oscurecían esa zona de la cara provocando la impresión de que observaba la vida desde un callejón lóbrego. Sus labios, finos y un poco torturados (especialmente el superior), sugerían la existencia de un malestar permanente, pero aceptado con una forma de sumisión perturbadora. Y llevaba una cola de caballo (muy común entre las chicas de la época) que en vez de arrancar de la nuca, como la de Luz, salía absurdamente de la coronilla, como un manantial, desembocando casi al nivel de la cintura. Todos estos accidentes físicos se daban en el territorio de una línea, pues su delgadez era tal que parecía haber sido hecha sin levantar el lápiz del papel. Resultaba sorprendente que aquella raya llamada María José pudiera soportar el peso de un uniforme colegial tan abundante como espeso.
Aquella primavera, cuando cambió el uniforme de invierno por el de verano, advertí en su cuerpo una trasformación portentosa: tenía pechos. Quizá resulte exagerado llamar pechos a aquellas dos provocaciones que aparecieron debajo de su blusa, pero en un cuerpo tan lineal parecían, si no una calamidad natural, un acontecimiento extraño. Nadie reparó tampoco en la aparición de sus pechos, excepto yo, que comencé a desfallecer por ellos. Resultaba del todo incomprensible que siendo míos (de quién si no) aparecieran en un cuerpo distinto, ajeno, impracticable. De hecho, me costó más contactar con ella que con su padre, en cuyas manos reposaba la seguridad del universo.
En clase, mientras el profesor decía no sé qué cosas junto al encerado, imaginaba que María José y yo nos casábamos, convirtiéndome de este modo en el hijo de Mateo (en aquella época, los yernos llamaban padre o papá a sus suegros, lo que los convertía, en cierto modo, en hermanos de sus mujeres: el incesto siempre al acecho). En mis sueños, me acogían entre ellos y con el tiempo me ocupaba de la tienda de ultramarinos (de la tapadera). Durante el verano fingíamos que nos íbamos a la casa del pueblo, pero viajábamos en realidad a Estados Unidos para hacer cursos de espionaje. María José y yo tendríamos varios pasaportes de diferentes nacionalidades y utilizaríamos unos u otros en función de cómo estuvieran las cosas o adonde nos dirigiéramos, pues no sería raro que con el tiempo me encargaran la realización de algún trabajo al otro lado del Telón de Acero.
Conocía perfectamente sus horarios, sus hábitos, sus rutinas, de modo que un día, haciéndome el encontradizo, la abordé cuando salía del colegio. Puesto que los dos nos dirigíamos a casa, fingí que me parecía normal acompañarla, así que me coloqué a su lado intentando ajustar mis pasos a su ritmo y empecé a hablar de cualquier cosa. Como ella, más que andar, se deslizaba, mi trote, a su lado, resultaba algo grotesco. Yo era consciente de esto, también de que mis zapatos estaban torcidos, que mis calcetines no se sostenían sobre las piernas, que mis pantalones cortos eran demasiado largos (un gracioso de mi clase decía que resultaba imposible saber si eran largos que me estaban cortos o cortos que me estaban largos), que mi camisa era un desastre. De todos modos, balbuceé, creo, alguna frase inconexa a la que ella no respondió. En un par de ocasiones, dada nuestra proximidad (la acera era muy estrecha), el envés de mi mano derecha rozó el de su mano izquierda, de la que sostenía la cartera, provocando en mis extremidades una serie de desórdenes motores que intenté ocultar con palabras atropelladas sobre esto o aquello. Poco antes de alcanzar nuestra calle, María José se detuvo y sacó de la cartera un lápiz y un pedazo de papel en el que escribió con la mano izquierda (¡con la mano izquierda!): «No puedo hablar, estoy de ejercicios espirituales.»
Se trataba de una salida completamente inesperada para mí, por lo que me limité a asentir firmemente con la cabeza, dando a entender que me hacía cargo de la gravedad de la situación y que solicitaba sus disculpas, no había estado en mi ánimo interrumpir su recogimiento espiritual. Por otra parte, María José daba siempre la impresión de estar de ejercicios espirituales, lo que convenía mucho a sus formas físicas, incluso a su fondo inmaterial. La acompañé, pues, sin pronunciar una sola palabra, hasta la tienda, donde hice con las cejas un gesto de despedida.
Dios aparecía cuando menos lo esperabas, ya fuera en forma de hombre que te preguntaba por qué rompías un farol, ya en forma de chica realizando ejercicios espirituales. Desde que era agente de la Interpol me había olvidado de Él, como si la religión ya no formara parte de mi proyecto existencial. Eso no quiere decir que hubiera dejado la confesión, la comunión o la misa (habría sido imposible: eran obligatorias), sino que las practicaba también como tapadera de mi actividad clandestina. En alguna ocasión, por cierto, estuve tentado de incluir en mis informes semanales los movimientos llevados a cabo por los curas del colegio, pero el instinto me señalaba acertadamente que no debía hacerlo. Llegué a escribir un par de borradores sobre el prefecto de disciplina, al que le gustaba pegar a los niños; no hacía otra cosa a lo largo de la jornada. Pegaba en horario de jornada partida, de nueve a catorce y de quince treinta a diecinueve. Por fortuna, el colegio era muy grande y, de no ser que le atrajeras mucho, podías pasar sin que te pegara quince o veinte días. Yo no era uno de sus preferidos, por lo que apenas abusaba de mí.
Me había olvidado de Dios, decía, pero Él había regresado a mí utilizando a María José como vehículo. El misticismo de aquella chica fantasmal me señaló una dirección hacia la que dirigir (o con la que sublimar) los primeros ataques de la testosterona. Creo que comprendí oscuramente la relación entre las expresiones de dolor de las estatuas de la Virgen y aquellos desórdenes biológicos que ponían todo patas arriba. María José pertenecía a ese mundo de vírgenes dolorosas en el que todo estaba patas arriba y controlado al mismo tiempo.
No puedo hablar, estoy de ejercicios espirituales.
Guardé la nota entre las páginas del álbum de cromos sobre el FBI y la Interpol. Y cada vez que volvía a ella para saborear cada letra, cada palabra, evocaba el gesto de María José al escribirla. El hecho de que fuera zurda me pareció una señal. Significaba que también ella se encontraba en un mundo al que no pertenecía. Durante las siguientes semanas intenté actuar a ratos, por identificación, como un zurdo, descubriendo de este modo mi lado izquierdo. Quedé admirado de la poca atención que le prestamos. En casa, la única persona que advirtió que cogía la cuchara con la mano izquierda fue mi madre, que, sin decirme nada, me observaba con preocupación, quizá con curiosidad. Durante estos días remotos de mi infancia se fraguó, sin que yo lo supiera entonces, el argumento de Dos mujeres en Praga, una novela que publiqué en 2002 y que constituyó mi último homenaje a María José. En ella hay un personaje homónimo que pretende, siendo diestro, escribir una novela con la mano izquierda. Lo que persigue, en realidad, es escribir un relato zurdo, de izquierdas. A veces nos preguntan cómo surge el argumento de una novela y tenemos que callar o mentir porque la justificación real es demasiado inverosímil. ¿Cómo explicar que el de Dos mujeres en Praga comenzó a nacer entonces, cuando ni siquiera sabía que iba a ser novelista? Curiosamente, nadie me preguntó por qué aquel personaje se llamaba María José, cuando resulta evidente que no es un nombre de personaje de novela. A veces, en las novelas se filtran fragmentos de realidad que dejan manchas de humedad, como una gotera en la pared de una habitación.
Al día siguiente volví a hacerme el encontradizo con María José y le pasé una nota en la que le preguntaba cuándo terminaría los ejercicios espirituales.
Ella dejó la cartera en el suelo, entre las piernas, y sacó del bolsillo de la falda una pluma estilográfica con la que escribió «Mañana» en la palma de su mano derecha. Hice un gesto de asentimiento y la acompañé de nuevo hasta su casa en silencio absoluto, maravillado en esta ocasión por la pluma estilográfica. Podría contar con los dedos de una mano los compañeros que tenían pluma estilográfica. Mateo no sólo era espía, era rico también. Si algo faltaba para que me enamorara perdidamente de aquella chica, aquí estaba este dato económico que añadía un ingrediente de lucha de clases a una historia de amor.
María José terminó los ejercicios espirituales el viernes. Durante el fin de semana siguiente aceché la tienda de ultramarinos y sus alrededores, pero no salió o yo no la vi salir. Tenía, de la época en la que me relacionaba con su hermano, la experiencia de que podía disgregarse como una columna de humo ante tus propios ojos. Pero en esta ocasión ni siquiera llegó a manifestarse. Tuve, pues, que esperar al lunes, y hacerme una vez más el encontradizo.
– ¿Eres zurda? -le pregunté nada más abordarla, pues no se me ocurrió de qué otra cosa hablar.
– Sí -dijo deslizándose un poco más de prisa de lo normal, lo que me obligó a acelerar el paso.
Luego, mirando a un lado y a otro, como si estuviéramos vigilados, me explicó que al principio, en el colegio, habían intentado obligarla a escribir con la derecha, pero que su padre, tras consultar a un médico, fue al colegio y organizó un escándalo para que la dejaran trabajar con la izquierda. Eso era un padre, pensé yo suspirando por convertirme en su hijo. Le confesé que llevaba varios días intentando hacer las cosas con la izquierda (vivía con el lado izquierdo en realidad), pero que resultaba muy difícil.
– Tiene mucho mérito -añadí- hacerlo todo con ese lado del cuerpo.
– Si eres zurdo -respondió ella con una lógica aplastante-, no.
– Aun así -insistí yo.
Ella reconoció entonces parte de su mérito explicándome que el mundo estaba pensado «por un diestro y para un diestro». Me señaló, por ejemplo, que las tijeras no se podían utilizar con la mano izquierda, porque no cortaban, que los interruptores de la luz estaban situados en lugares donde la mano derecha llegaba antes que la izquierda, lo mismo que los pomos de las puertas, los utensilios de cocina y la cadena del retrete (alusión que no me gustó). Me lo explicó de tal modo que comprendí que vivía realmente en otro mundo, en otra dimensión a la que yo quería pertenecer también, a la que quizá pertenecía sin saberlo, pues me pregunté entonces si no sería un zurdo al que habían obligado desde la cuna a hacer las cosas con la mano derecha, de tal modo que había olvidado su verdadera condición. Si no pertenecía al mundo en el que me encontraba, y eso era evidente, tenía que pertenecer a otro, y ese otro podía ser el de los zurdos.
– ¿A ti qué es lo que más te cuesta hacer con la mano izquierda? -me preguntó ella de súbito.
– Abrocharme los botones de la camisa -dije, aunque estaba pensando en los de la bragueta, por lo que me puse colorado.
Ella asintió como si hubiera dado la respuesta correcta, lo que me llenó de seguridad. Nunca en mi vida me he sentido tan seguro de mí como en aquel instante. Los botones de mi camisa me hicieron pensar en los de su blusa y me la imaginé abrochándoselos, lo que hizo que mis pies tropezaran y diera un traspiés.
El trato con María José provocaba una acumulación continuada de excitación sin descarga, de ardor sin bálsamo, de exaltación sin caída. Me acostumbré a encontrarme con ella por las tardes, pues salía del colegio media hora después que yo. Supe, desde la tercera tarde, que estaba haciendo las cosas mal, pues si bien ella se dejaba querer (es un modo de decir que no me rechazaba abiertamente), tampoco aportaba nada a la relación. Un sexto sentido me decía que debía espaciar mis encuentros, disimular mi pasión, añadir a mi trato con ella una porción de indiferencia. Pero un instinto de destrucción más poderoso que el sexto sentido me empujaba a perseverar en el error. Lo cultivé con tanta minuciosidad que la historia apenas duró un par de semanas (en realidad duraría toda la vida, pero de mala manera, como veremos).
Un día, mientras caminábamos hacia nuestra calle, intenté tocar su mano derecha. Tomé la decisión de empezar por la derecha pensando que al ser zurda se trataba de una mano periférica, menos sensible o importante que la izquierda. Se opuso, como era lógico, asegurándome que lo que yo intentaba hacer con ella era pecado mortal. Añadió, para desconcierto mío, que desde los últimos ejercicios espirituales había aprendido a vivir como si fuera a morir al minuto siguiente. Se trataba de una recomendación hecha por el cura que los había impartido. Si te acostumbrabas a vivir como si fueras a morir al minuto siguiente, cambiaban todas tus preferencias (ahora habríamos dicho prioridades).
– Si me dejara tocar -añadió- y me muriera al minuto siguiente, iría al infierno por toda la eternidad.
Volví a casa perplejo, tratando de imaginar qué haría yo en aquel instante si fuera a morir al minuto siguiente. Desde luego, lo último que se me ocurriría sería masturbarme, que era lo primero que se me venía a la cabeza cuando no me iba a morir al minuto siguiente. Era cierto, pues, que las prioridades cambiaban. Y no sólo cambiaban, sino que se invertían. Cuando entré en casa, escuché a mi madre dando gritos a alguno de mis hermanos. Si supiera, pensé, que se iba a morir al minuto siguiente, lo abrazaría en vez de reñirle. Conté hasta sesenta, pero no se murió nadie. Por mi parte, viví varios días fingiendo ser zurdo y fingiendo que me iba a morir al minuto siguiente, de modo que acabé agotado física y psíquicamente.
Uno de aquellos días, al acudir al encuentro con María José, me preguntó por qué la perseguía. Le aseguré que se trataba de lo que haría si fuera a morir al minuto siguiente. Continuamos caminando en silencio hasta que ella se volvió y dijo con crueldad:
– Tú no eres interesante para mí.
Yo continué caminando a su lado, pero al modo en que un pollo sin cabeza continúa volando, o sea, muerto. Aquella frase me había roto literalmente el corazón. Un cuchillo oxidado no habría tenido efectos más devastadores. Continué andando, pues, por pura inercia hasta su casa y luego seguí hasta la mía sabiendo que ya no era necesario imaginar que iba a morir al minuto siguiente porque ya estaba muerto. Entré muerto en casa y logré alcanzar, muerto, el cuarto de baño para ocultar la trágica situación a la familia. Al mirarme en el espejo reconocí en mi rostro todos los atributos de un cadáver. Tenía la nariz afilada y el rostro pálido como la cera. Sabía que la nariz afilada era un síntoma cadavérico porque se lo había escuchado a mi madre a propósito de una foto del cadáver de Pío XII en el periódico. Ella dijo «nariz afilada» y «rostro cerúleo». Así estaba yo delante del espejo, con la nariz afilada y el rostro cerúleo. No era que la vida hubiera perdido sentido, es que ya no había vida.
Estar muerto era en mi situación un consuelo, pues cómo soportar vivo, no ya aquel rechazo, sino aquella humillación. Tú no eres interesante para mí. En una de las miles de veces que repetí la frase, reconstruyendo la situación para ver si le encontraba una salida, pensé que entre el «tú no eres interesante» y el «para mí» había habido una pequeña pausa, una cesura, que dejaba una vía de escape. Quizá había dicho: «Tú no eres interesante, para mí.» La coma entre el «interesante» y el «para» venía a significar que podía ser interesante para otros, incluso para el mundo en general. Era la primera vez que le encontraba utilidad práctica a un signo ortográfico, la primera vez que le encontraba sentido a la gramática. Quizá al colocar aquella coma perpetré un acto fundacional, quizá me hice escritor en ese instante. Tal vez descubrimos la literatura en el mismo acto de fallecer.
Y bien, ¿podía salir del cuarto de baño e incorporarme a la vida familiar confesando que me había muerto (de amor)? Era evidente que no, de modo que tenía que fingir que continuaba vivo, ya veríamos durante cuánto tiempo. Si llevaba meses ocultando mi condición de espía, ¿por qué no ocultar ahora mi condición de finado? Por unas cosas o por otras, nunca pertenecía al mundo en el que me hallaba, ahora porque ellos estaban vivos y yo no. Me lavé la cara, abrí la puerta y me mezclé con la familia fingiendo que era uno de ellos. Años más tarde aproveché este suceso para construir una de las líneas arguméntales de mi novela Tonto, muerto, bastardo e invisible, donde relataba la historia de un individuo que fallece de pequeño en el patio del colegio, aunque, por no dar un disgusto a sus padres, finge que continúa vivo. Yo también fingí que continuaba vivo. Y hasta hoy.
Una vez rotas mis relaciones con María José, perdí el gusto por los informes para la Interpol, de manera que fui espaciándolos hasta suprimirlos sin que Mateo mostrara algún tipo de extrañeza. Me dio la impresión de que se había dejado querer, como su hija. Pero al poco, cuando comprendí que seguramente todo aquello no había sido más que un juego en el que el tendero me había seguido la corriente en memoria de su hijo, me morí por segunda vez (ahora de vergüenza), al pensar que podía haberlo comentado en su casa, delante de María José. Por supuesto, dejé de hacerle a mi madre recados que exigieran ir a Casa Mateo. Ella lo entendió porque ya he dicho que lo sabía todo.
Pese a todo, mi relación con María José se prolongaría de un modo absurdo a través del tiempo, atravesando (¿debería decir ensartando?) distintas épocas de mi vida. En el barrio nos volvimos a ver en contadas ocasiones, pues ella continuó llevando una existencia fantasmal y yo empecé a dar rodeos para no pasar cerca de la tienda de su padre. Nos encontramos de nuevo en 1968, al desplomarme yo sobre su espalda en el autobús que iba desde Moncloa a la Facultad de Filosofía y Letras, como consecuencia de un frenazo que me cogió distraído mientras leía La náusea, de Sartre (qué, si no). Ella se volvió con expresión de fastidio y nos reconocimos.
– Hola -articulé.
– Hola -dijo ella alternando el primer gesto de irritación con otro de sorpresa-. ¿Adónde vas?
– A Filosofía.
– ¿Desde cuándo?
– Desde este año, estoy en primero.
– Ah -añadió-, yo estoy en quinto.
Y eso fue todo porque en ese momento la reclamó alguien más interesante (para ella).
Yo estudiaba en el nocturno porque trabajaba por las mañanas en la Caja Postal de Ahorros, pero acudía a primera hora de la tarde a la facultad para coincidir con los grupos diurnos y hacerme la ilusión de que era un verdadero universitario, un hijo de papá. De hecho, establecí más relaciones e hice más amistades con la gente de los diurnos (mis enemigos de clase) que con la del nocturno (personas trabajadoras, como yo). Durante aquel curso vi muchas veces, por lo general de lejos, a María José. Era una dirigente estudiantil con prestigio entre los círculos más politizados de la universidad. A veces coincidíamos en la biblioteca o en el comedor del SEU, adonde yo iba con frecuencia tras salir de la oficina, pero ella siempre miraba hacia otro lado. Si no tenía más remedio, intercambiaba conmigo cuatro o cinco palabras, acertando a hacerme daño con una o dos.
La última vez que la vi durante aquel curso fue en el célebre recital de Raimon, en la Facultad de Económicas. Ella estaba en la primera fila, junto a otros líderes estudiantiles. Yo me encontraba cerca de la salida porque había padecido ya algún leve episodio de claustrofobia y en la sala no cabía un alfiler. La descubrí en seguida, hablando con el cantautor y con personas de su círculo antes de que comenzara el acto, en cuya organización daba la impresión de tener alguna responsabilidad. No la perdí de vista un solo instante. Llevaba una falda escocesa, de cuadros rojos y verdes, cerrada a la altura del muslo con un gran alfiler dorado, y una blusa blanca con el escote en pico, muy parecida, sorprendentemente, a la del uniforme del colegio. Se sabía las letras de todas las canciones, que seguía con el movimiento de los labios. Continuaba siendo muy delgada, pero la línea de su cuerpo se había ensanchado de un modo algo brutal en la cadera. En cuanto al rostro, no había perdido la expresión de perplejidad de la infancia. Continuaba trasmitiendo la impresión de estar habitada por alguien con quien quizá no había llegado a un acuerdo.
Tras el recital salimos en manifestación hacia Moncloa por el centro de la Avenida Complutense. Apenas habíamos recorrido quinientos metros, cuando apareció delante de nosotros un grupo de policías a caballo. Los manifestantes más osados se acercaron a los animales arrojando bolas de acero entre sus cascos. No se cayó ningún caballo, como aseguraba la teoría, pero algunos de los manifestantes rodaron peligrosamente entre las patas de los animales. La carga, brutal, rompió el cuerpo de la manifestación, que se dividió en varios grupos que corrieron, ciegos, en todas las direcciones.
Yo huí hacia el lateral de la derecha, encontrando refugio entre los arbustos que crecían en un terraplén desde el que podía divisar a cubierto lo que sucedía en el centro de la avenida. Estaba paralizado por la posibilidad de que me detuvieran, porque eso significaría la expulsión inmediata de la Caja Postal de Ahorros, de cuyo sueldo dependía absolutamente. Mientras jadeaba oculto entre las ramas de un arbusto, escuché voces y sirenas y asistí a la llegada de las «lecheras» de la policía. Intentando controlar el pánico, continué avanzando de arbusto en arbusto por aquel terraplén desde el que a la altura de la Facultad de Medicina, donde me detuve a tomar aire, vi a María José arrastrada en medio de la avenida por un gris que la metió a golpes en un furgón, junto a otros detenidos. Permanecí unos segundos allí y volví a verla en seguida al otro lado de una de las ventanillas. Su expresión no era de miedo, sino de cálculo, como si estuviera evaluando la situación.
En esto, pasó junto a mí un grupo de cuatro o cinco manifestantes con los que cambié impresiones. Me dijeron que ni se me ocurriera ir hacia Moncloa, que a esas horas se habría convertido en una ratonera, así que alcancé con ellos la carretera de La Corana, donde tras separarnos me puse a correr absurdamente, yo solo, hacia Puerta de Hierro. Corrí hasta que se dejó de escuchar el ruido de las sirenas y aún luego continué andando desorganizadamente por el borde de la carretera hasta la altura del hipódromo, donde permanecí sentado en una piedra sabiendo que en ese instante era el hombre más solo del universo. Cada poco, venían a mi cabeza las imágenes de María José siendo arrastrada de los pelos hasta el furgón de la policía. ¿Acaso podía yo haber hecho algo?
Más tarde encontré el modo de regresar a Madrid por Reina Victoria, atravesando la zona de los colegios mayores, que permanecía en calma. Cuando de madrugada llegué al barrio, observé que salía una luz del ventanuco que daba al sótano de la tienda de Mateo, el lugar desde el que en otro tiempo había visto la Calle. Me agaché sobre la acera, para asomarme discretamente, y vi al padre de María José con expresión de pánico, rodeado por tres o cuatro individuos con aspecto inequívoco de policías. Habían puesto la bodega patas arriba y la estaban registrando palmo a palmo. Al día siguiente nos enteramos de que María José pertenecía al Partido Comunista y que escondía en aquel sótano, camuflada entre el género de la tienda de su padre, abundante propaganda subversiva. Resultaba irónico que Mateo buscara el comunismo fuera de casa teniéndolo dentro.
Tendrían que pasar otros doce o trece años para encontrarme (o desencontrarme) una vez más con María José. Fue en el 79, quizá en el 80. Para entonces, yo había publicado dos novelas, Cerbero son las sombras y Visión del ahogado. Gracias a las críticas obtenidas por esta última, me invitaban a dar charlas de vez en cuando en instituciones culturales, actividad que compatibilizaba sin problemas con mi trabajo en Iberia, de donde no me despedirían hasta el 93. En este caso la invitación procedía de la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde daba clases Gonzalo Sobejano, un reputado hispanista que había tenido la generosidad de dedicar un extenso trabajo a estos dos libros.
Se trataba de la primera vez que recibía una invitación de una universidad y la primera que viajaba a Nueva York, por lo que llegué a la ciudad de los rascacielos en un estado de excitación y de pánico comprensibles. Cuando me senté a la mesa desde la que tenía que impartir la charla (yo la llamaba charla para relajarme y los organizadores, para atribularme, conferencia), vi delante de mí un público de profesores y alumnos de español que me observaba con curiosidad. Me presentó un docente con barba leninista que contó de arriba abajo el argumento de Cerbero son las sombras. Minutos más tarde, cuando empezaba a destripar el de Visión del ahogado, distinguí a María José entre el público. Ocupaba un lugar situado hacia la mitad de la sala, al lado del pasillo. Naturalmente, me morí de la impresión, pero hice como que continuaba vivo para no dar el espectáculo (tenía experiencia en las dos cosas: en que ella me matara y en disimular que estaba muerto).
Había imaginado tantas veces que María José asistía a una de mis intervenciones públicas que creí encontrarme dentro de una de aquellas fantasías que elaboraba y modificaba de forma minuciosa durante días y semanas enteros, a veces con sus noches. Continuaba, de adulto, imaginando historias con el mismo tesón que de niño. Y las que imaginaba ahora no eran menos delirantes que las de entonces. Y bien, el caso es que me encontraba a punto de impartir una conferencia en una universidad de Nueva York (un sueño) y que entre el público se encontraba María José (una quimera). Volví a mirar a la mujer situada hacia la mitad de la sala, junto al pasillo, y comprendí entonces que se parecía a María José, pero que no era ella. Para ser exactos, unas veces era ella y otras no. Ahora, me decía, la miraré de nuevo y no será ella. Pero sí lo era. Ahora dejará de serlo. Y a lo mejor dejaba de serlo, pero sólo durante unos instantes. Si fuera ella, pensaba, buscaría mis ojos como yo buscaba los suyos. Sin embargo, estaba atenta a lo que decía mi presentador, al que yo, por cierto, había dejado de escuchar hacía rato. Al fin, para atenuar la impresión, decidí que se trataba de una alucinación discontinua.
Aunque me había comprometido absurdamente a hablar de la relación entre mis dos novelas publicadas y la agonía del franquismo (tema muy de la época), al abrir la boca me salieron las primeras palabras de una charla que había pronunciado mil veces de forma imaginaria en el interior de esa fantasía en la que María José asistía a una de mis intervenciones públicas. Diserté, en fin, sobre la importancia de lo irreal en la construcción de lo real, ilustrando mi exposición con un relato según el cual en mi barrio, cuando yo era pequeño, había un ferretero cuyo hijo iba a mi colegio. Como éramos amigos, un día me confesó en secreto, y tras hacerme jurar que no se lo contaría a nadie, que su padre era en realidad un agente de la Interpol. La ferretería constituía, pues, una tapadera bajo la que llevaba a cabo su verdadera actividad. Que en un barrio del extrarradio de Madrid, en aquellos años de plomo, hubiera un agente de la Interpol, nos redimía del sarampión y de las ratas y de los piojos y de la sífilis y del hambre y de la poliomielitis… Naturalmente, a partir de aquel instante empecé a dirigirme al padre de mi amigo con un respeto y una admiración sin límites.
Pasaron los años, continué mi relato dirigiéndome a la mujer que se parecía a María José y que me observaba con el mismo punto de indiferencia con el que había escuchado a mi presentador, y nos hicimos mayores sin que yo hubiera echado en cara nunca a mi amigo aquella mentira infantil.
– Pero hace poco -añadí- volvimos a encontrarnos y le invité a comer para recordar viejos tiempos. En realidad quería preguntarle cuál de aquellos dos padres -el imaginario o el real- había sido más importante en su formación. Me dijo que el irreal, sin duda alguna, es decir, el agente de la Interpol. De él había recibido los mejores consejos, las mejores orientaciones, él había sido su verdadero ejemplo de conducta, el modelo que había que seguir, mientras que del padre real -el ferretero- tenía pocos recuerdos, casi todos malos.
El hecho de que la expresión de la mujer no mostrara ninguna emoción frente a mi historia, pese a que a esas alturas me dirigía a ella como si no hubiera más gente en la sala, me confirmó en la idea de que no se trataba de María José.
Cuando terminé de hablar, algunas personas se acercaron a la mesa para saludarme o para que les firmara un libro. Entre ellas, vi avanzar por el pasillo a aquella quimera. Y a cada paso que daba se iba convirtiendo un poco más en la María José real, de modo que cuando estuvo frente a mí resultó que era completamente ella. Nos dimos un beso y le pedí que me esperara unos instantes, mientras atendía a las personas que se habían acercado a saludarme. Me dijo que no me preocupara, que iba a asistir a la cena que la universidad había organizado a continuación en mi honor.
Y bien, resultó que daba clases en la Universidad de Columbia, donde preparaba también un trabajo sobre la novela española de los 50. Me había seguido, dijo, desde la publicación de mi primer libro, sorprendida de que aquel chico de su calle se hubiera convertido en novelista.
– Gracias a ti en parte -le dije.
– ¿Y eso?
– Si luego me acompañas al hotel, te lo digo.
– De acuerdo.
Con aquella perspectiva, la cena y su sobremesa se convirtieron en una tortura. Pero llegó a su fin, como todo en la vida, y me encontré caminando al lado de María José con idéntica torpeza a la de cuando era niño, sólo que entonces nos encontrábamos en un suburbio de Madrid y ahora en el centro de Nueva York. Cada uno por su lado había logrado fugarse de aquella condición infernal, de aquel barrio espeso, de aquella calle húmeda.
La cena había tenido lugar en un restaurante situado en los alrededores del MOMA y mi hotel se encontraba en la 42, cerca de Grand Central, la célebre estación a la que me he referido en otro momento. Estábamos en primavera y la temperatura era agradable, por lo que decidimos caminar por la Quinta Avenida hasta la altura de mi calle. La conversación y los cuerpos fluían con dificultad hasta que le conté el deslumbramiento que supuso para mí descubrir que era zurda. Le dije que durante mucho tiempo, después de aquella revelación, quise ser zurdo, horizonte al que aún no había renunciado del todo. También le relaté mi sueño de escribir una novela zurda.
– ¿Qué es una novela zurda? -preguntó.
– No sé -dije-, una novela escrita con el lado izquierdo, una novela que resulte tan difícil de leer con el lado derecho como cortar un papel con unas tijeras de diestro utilizando la mano izquierda.
Rió cortésmente, pero me aseguró que estaba lejos de alcanzar ese objetivo. Había leído mis novelas, a las que se refirió como si no hubieran logrado estar a la altura de ella como lectora. No lo dijo de un modo brutal, pero sí de un modo claro. Tal como lo entendí, le parecían dos novelas bienintencionadas, pero pequeño-burguesas, sin ambiciones formales, sin instinto de cambio. Advertí que también ella había imaginado en más de una ocasión un encuentro como el que estábamos protagonizando y para el que tenía preparado un discurso demoledor. Comprendí también que ahora creía en la crítica literaria como en otras épocas había creído en Dios o en la lucha de clases. Yo regresaba a Madrid al día siguiente, quizá no nos volviéramos a ver en otros doce o trece años, de modo que podía haber dicho cuatro cosas amables sobre mis libros y aquí paz y después gloria, pero parecía dominada aún por una necesidad feroz de hacerme daño. Tuve la impresión de que al escribir y publicar con cierto éxito aquellas dos novelas pequeño-burguesas, poco ambiciosas formalmente, etcétera, había alterado de forma intolerable el orden de un escalafón imaginario (todos lo son) en el que María José, hasta que mis libros irrumpieran en las librerías, había ocupado uno de los primeros puestos. Le pregunté si escribía y dejó entrever que sí, aunque lo hacía para un lector todavía inexistente, por lo que no podía ni soñar en encontrar editor. Mientras la Historia alumbraba a aquel lector superior, y para colaborar a su advenimiento, había decidido dedicarse a la crítica literaria.
Todo aquello me producía una pena sin límites. El destino nos proporcionaba la oportunidad de cerrar una herida y nosotros hurgábamos en ella en busca del hueso. Me callé dispuesto a no alimentar su rencor ni mi lástima. Entonces me preguntó por qué le había dicho que yo era novelista gracias, en parte, a ella y le recordé aquella frase (tú no eres interesante para mí), así como la coma que había colocado entre el «interesante» y el «para mí» a fin de no suicidarme.
– Siempre quise -añadí- preguntarte si aquella coma la había puesto yo o la habías puesto tú. De modo que te lo estoy preguntando ahora.
– Si la hubiera puesto yo -dijo-, no serías escritor. Eres escritor porque la pusiste tú, porque generaste recursos para contarte la realidad modificándola al mismo tiempo que te la contabas.
Me pareció que se ablandaba un poco y desistí de mi mutismo anterior, aunque explorando zonas conversacionales poco comprometidas o neutras. Le pregunté por sus padres, de quienes me dijo que seguían más o menos bien.
– Siempre soñaron -añadió- que estudiara Económicas para ayudarlos a crecer. Mi padre llamaba crecer a hacerse rico.
– ¿Y tú?
– ¿Yo qué?
– ¿A qué llamas crecer?
Se detuvo un momento observándome como a un marciano.
– ¿De verdad no sabes a lo que llamo yo crecer?
– Quizá sí, pero quiero que pongas palabras a lo que creo.
Y le puso palabras sin pudor a lo que ella llamaba crecer, que resultó consistir en un conjunto de ambiciones de manual de izquierdas expresadas con un lenguaje parecido al que años más tarde descubriríamos en los libros de autoayuda. En eso, al menos (en llevar unos años de ventaja a la explosión de la auto-ayuda), sí parecía una adelantada.
Entretanto, llegamos a mi hotel, frente a cuya puerta nos detuvimos y nos miramos a la cara. Ella peinaba la cola de caballo de toda la vida, quizá sujeta con la misma goma. Por lo demás, llevaba unos pantalones vaqueros y una chaqueta del mismo tejido sobre una camiseta roja. Las cejas, tan anchas y tan negras, parecían ocultar a alguien que no era ella y que sin embargo me miraba desde sus ojos. Continuaba habitada, pero no parecía ser consciente de ello. Tuve la fantasía de que todavía podía ocurrir algo entre nosotros (entre quien la ocupaba y yo, quiero decir), de modo que la invité a tomar una copa en el bar del hotel. Eran casi las dos de la mañana. El bar, tal como yo había previsto, estaba cerrado, por lo que sugerí que subiéramos a mi habitación. Dudó unos instantes, pero al fin me siguió hasta el ascensor.
Me habían dado una habitación doble, de modo que ella se sentó en el borde de una de las camas y yo, tras sacar las bebidas de la nevera y servirlas en un par de vasos, en el de la otra. Me pareció que la situación, violenta como todas las nuestras, resultaba por primera vez más difícil para ella que para mí. Entonces sacó del bolso una caja de metal de la que tomó un canuto de hierba que encendió con naturalidad, pasándomelo tras un par de caladas. Yo tenía una relación complicada con la hierba. Me hacía un efecto exagerado, no siempre en la misma dirección. Cuando me caía bien, volaba. Cuando no, me provocaba ataques de pánico que se prolongaban tanto como duraban sus efectos (he relatado, en parte, mis relaciones con esta droga en La soledad era esto). Di una calada cautelosa y otra un poco más decidida, evitando beber del whisky que me había servido, para no mezclar. Me cayeron bien, muy bien incluso, relajándome de la tensión de todo el día (de toda la vida para hablar con exactitud). Me eché hacia atrás, apoyando los codos sobre el colchón, y observé a María José con una sonrisa.
– ¿De qué te ríes? -dijo ella.
– No me río. Es la cara que pongo cuando me sale bien una frase. Esta frase me ha salido bien. Llevo horas imaginando que acabaríamos así, en mi habitación, solos.
– ¿Llevas horas imaginando esto?
– En realidad -respondí-, llevo toda la vida imaginando esto.
– ¿Y cuál es el siguiente paso, la siguiente frase?
Con la seguridad que me proporcionaba la hierba me incorporé como si me encontrara en el interior de un sueño y acerqué mi rostro al de ella, buscando sus labios. Pero me detuve unos centímetros antes de alcanzarlos, sin dejar de observarla, y en ese instante descubrí que quien me miraba desde sus ojos era el Vitaminas, que estaba dentro de ella.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Me he acordado de tu hermano -dije regresando a mi posición inicial-. Fui muy amigo suyo. A veces me he preguntado -añadí como si se tratara de una idea antigua, aunque se me acababa de ocurrir en ese instante- si le buscaba a él en ti.
– Pues lo puedes buscar en otra parte -dijo con frialdad pasándome el canuto de nuevo-, porque apenas tuvimos relación. Seguramente lo conociste tú mejor que yo.
Sería por los efectos de la hierba, pero lo cierto es que al otro lado de los ojos de María José se encontraba mi amigo de la infancia. Se asomaba a ellos como a un balcón, haciéndome guiños, buscando mi complicidad, quizá invitándome de nuevo a ver la Calle, esta vez desde la cabeza de su hermana, que tenía también algo de sótano. Intenté, tras dar otra calada, entrar en ella, en la cabeza, con idénticas precauciones con las que en otra época bajaba al sótano. La cabeza de María José era más oscura que la bodega de su padre, pero imaginé que llevaba una vela con la que me iba alumbrando a través de las galerías que componían su pensamiento, sus contradicciones, sus miedos, sus convicciones de manual marxista de autoayuda. Y de este modo, paso a paso, llegué a la zona de los ojos y me coloqué junto al Vitaminas, para ver qué había al otro lado. Y al otro lado estaba yo, recostado sobre la cama de enfrente, coqueteando con mi historia. Observado desde los ojos de María José, veía en mí a un novelista joven que se encontraba en un hotel de la calle 42, en Nueva York, en Manhattan, en el centro del mundo como el que dice. Quizá un novelista equivocado, un tipo que acertaba en las cuestiones periféricas, pero al que se le escapaba la médula. Un tipo bien intencionado, de izquierdas desde luego, pero de una izquierda floja, uno de esos compañeros de viaje, un tonto útil, aprovechable en los estadios anteriores a la Revolución, pero a los que convenía fusilar al día siguiente de tomar el poder. Un tipo, por qué no, con el que se podía follar, incluso al que se podía leer para hacer tiempo, mientras las condiciones objetivas hacían su trabajo y las contradicciones internas del sistema aceleraban la llegada de la Historia.
Pero al tipo se le habían acabado de repente las ganas de follar. El tonto útil sólo quería continuar asomado a los ojos de María José, dándole algún que otro codazo cómplice al Vitaminas. Fíjate adonde he llegado, amigo, casi al cuartel general de la Interpol, que debe de andar por una de estas calles. Mírame en el centro mismo del universo, teniendo al alcance de la mano, de los labios, quizá de la polla, a la chica que nunca me hizo caso. Entonces comprendí de súbito que uno se enamora del habitante secreto de la persona amada, que la persona amada es el vehículo de otras presencias de las que ella ni siquiera es consciente. ¿Por quién tendría que haber estado habitado yo para despertar el deseo de María José?
– ¿Por quién tendría que haber estado habitado yo -dije en voz alta- para despertar tu deseo?
– ¿Qué dices?
– Te lo preguntaré de otro modo: ¿Por quién estoy habitado desde que nos conocemos para haber provocado tu rechazo? ¿A quién ves en mí que tanto te disgusta?
María José se tomó su tiempo. Apuró el canuto hasta el filtro, se tragó el humo, lo mantuvo en los pulmones, expulsó los restos de la combustión y mató la colilla sobre el cristal de la mesilla de noche (el cenicero le caía lejos). Después me observó largamente y dijo:
– Estabas habitado por mi hermano, todavía lo estás. Por eso te tenía aversión, pero también amor. Si no te hubiera tenido aversión, no te habría rechazado como lo he hecho a lo largo de todos estos años. Pero si no te hubiera tenido amor no estaría, a las tres de la madrugada, en la habitación de tu hotel, no habría ido a verte a la universidad, no habría leído tus novelas, no te habría seguido desde tu primera aparición pública, no habría recortado las noticias, por pequeñas que fueran, que leía en los suplementos literarios o en las revistas especializadas, no habría conspirado para que la universidad te invitara a dar una conferencia, que vaya mierda de conferencia, por cierto, que nos has dado.
– Pues ha gustado mucho -dije yo sonriendo.
– Y qué esperabas. El hispanismo es un consumidor voraz de sentimentalismo barato y tú has estado barato; eficaz, no lo niego, pero barato y vagamente zen, por eso les has gustado tanto.
Le pregunté si no le había conmovido ni poco ni mucho la historia del ferretero y me confesó que no la había entendido.
– El ferretero -añadí- era en realidad un tendero de ultramarinos, un tal Mateo, o sea, tu padre.
– ¿Y qué tenía que ver mi padre con la Interpol?
Entonces le conté que el Vitaminas, su hermano, me había revelado un día que su padre pertenecía a la Interpol. Le hablé de los informes que sobre la gente del barrio escribía para él. Le relaté cómo tras la muerte del Vitaminas yo me había ofrecido a Mateo para continuar aquella labor de información. Le narré cómo le pasaba de forma clandestina un informe semanal y cómo, a cambio de él, su padre me entregaba diez céntimos. Le describí cómo esa fantasía se había hecho añicos al poco de que ella me rechazara. Y mientras la ponía al corriente de aquella infancia miserable, me veía desde los ojos de ella y juro que el tipo que contaba aquellas historias era un treintañero atractivo, al menos aquel día exacto y a aquellas horas de la madrugada en la que estaba llevando a cabo, sin saberlo, un arqueo de mi vida, un inventario de existencias. Siempre me había producido asombro la expresión «Cerrado por inventario» que las tiendas colgaban una vez al año sobre su entrada. Yo, aquella noche histórica, estaba cerrado por inventario.
Tras ponerla al corriente de todo, tras relatarle lo que yo imaginaba, es decir, que su padre había alimentado en mí la misma fantasía que en su hijo para retrasar su pérdida, le conté el gran secreto de mi infancia. Le dije que desde el sótano en el que su padre almacenaba el género, y en el que ella escondería años más tarde los ejemplares de Mundo Obrero, se veía la calle de un modo hiperreal, y que yo lo sabía porque me lo había enseñado el mismísimo Vitaminas. Y que si uno de los personajes principales de Visión del ahogado, mi segunda novela, se llamaba de este modo, el Vitaminas, era en homenaje a su hermano, de quien ni siquiera llegué a saber cómo se llamaba de verdad. También le revelé que su hermano fabricaba unos artefactos con los que se veía el ojo de Dios, el ojo de Dios, lo había olvidado, el ojo de Dios. Y con qué claridad se veía esa pupila al otro lado del tubo. Le relaté cómo el mismo verano de su muerte habíamos estado los dos, su hermano y yo, en un barrio de Madrid que era el Barrio de los Muertos, el lugar al que la gente acudía después de morir para llevar una muerte, por lo que pudimos apreciar, idéntica a la vida de los vivos. Si no hubieras sabido que estaban muertos, ni te habrías enterado. Le conté que yo estaba muerto porque ella me había matado con aquel tú no eres interesante (para mí), pero que decidí disimular para no dar un disgusto a mis padres. Le confesé que tenía notas para una novela que trataba de eso, de un tipo que se moría de pequeño, en el patio del colegio, pero que no decía nada a nadie por discreción, por delicadeza, por no joder, en suma, y fingía que continuaba vivo. Fingir que continúas vivo, le dije, es muy sencillo, no tiene dificultad alguna. A lo mejor los primeros días te equivocas en esto o en lo otro, pero la vida es una cuestión puramente mecánica, ni siquiera necesitas un talento especial para sacarla adelante. El tipo este de la novela sobre la que entonces tomaba notas y que escribiría años después, en el 94, creo, llega, fingiendo estar vivo, a adulto y como su muerte sucedió en el tiempo remoto de la infancia, cuando se hace mayor se olvida de que está muerto y actúa como si estuviera vivo de verdad hasta que un suceso, entonces aún no sabía cuál, le hace acordarse y entra en una crisis brutal, como en la que entraría yo por esos años. Quizá la estaba barruntando. Le expliqué que estamos rodeados de muertos, que hay casi tantos muertos como vivos a nuestro alrededor. Gente floja, sin voluntad, que se muere y no dice nada por pereza. En la cena de hoy, por ejemplo, y sin contarme a mí, había un par de muertos más, Fulano y Mengano. ¿A que no les notaste nada?
Le contaba todo esto muy despacio, con la lentitud minuciosa que en ocasiones proporciona el hachís, introduciendo la punta del estilo verbal en cada una de las ranuras de aquella infancia de mierda, para no dejar nada por saquear, nada por recordar, nada por hurgar. Le expliqué que mi vida no había tenido otro objetivo que el de huir de aquel barrio (en el que más tarde, sin embargo, incurriría), de aquella calle, de aquella familia. Un proyecto poco marxista, sin duda, escasamente solidario, un proyecto que no se ajustaba a la dialéctica de la Historia, pero un proyecto, sobre todo, que lograría a medias, puesto que la novela en la que trabajaba en aquel momento (y que se publicaría en el 83 con el título de El jardín vacío) trataba del barrio. No era una novela propiamente dicha, sino una digestión, un proceso metabólico, una asimilación.
Tan metido me encontraba en el relato que no me di cuenta de que María José estaba llorando. Ignoraba desde cuándo porque se trataba de un llanto mudo, que no provocaba alteraciones en su cuerpo. Lloraba con la naturalidad con la que se producen los fenómenos atmosféricos suaves, como esa lluvia que no se ve y que llaman calabobos porque moja igual que la de verdad, aunque sólo a la gente poco avisada. Así lloraba María José, creo que porque no se había enterado en su día de nada de lo que le estaba contando ahora. Era evidente que no había sabido que su padre pertenecía a la Interpol y que la tienda de ultramarinos, por lo tanto, era una tapadera. Estaba claro que no sabía tampoco que su hermano colaboraba con su padre en la tarea de descubrir comunistas en el barrio. Le expliqué cómo eran aquellos informes del Vitaminas (y después los míos): secos, sintéticos, sin juicios. El hijo del carbonero, por ejemplo, se detuvo a las diez en medio de la calle, se llevó un pañuelo a la boca, escupió sangre sobre él y continuó andando. Tú no tenías que aventurar que estaba tuberculoso, aunque lo pensaras. Tú tenías que contar la verdad objetiva. Aquellos textos eran pequeños ensayos behavioristas, y aún no habíamos leído El Jarama, ni siquiera sabíamos de su existencia, tal vez ni siquiera se había escrito, tendría que comprobar las fechas. Qué casualidad, dije, que tu padre buscara comunistas fuera mientras los alimentaba dentro, como si hubierais tenido la necesidad de completaros. Tu padre estaba incompleto sin comunistas a los que perseguir y tú no estabas entera si no te perseguían. Quiero decir que, aparte de la función histórica que cumplió tu comunismo, también tenía una dimensión de orden personal. Casi todo en la vida empieza por una necesidad de orden personal a la que luego encontramos motivaciones históricas. Primero hacemos las cosas y después las justificamos. Te levantas pronto porque te lo pide el cuerpo, pero con el tiempo encuentras una teoría sobre el levantarse pronto e inviertes las cosas, es decir, que te crees que te levantas pronto para seguir un programa, una religión, unos principios. No es mi caso, yo me levanto pronto porque sólo puedo escribir a primera hora de la mañana, antes de desayunar, creo en las virtudes del ayuno, mi época preferida del año es la Cuaresma…
María José se había recostado sobre la cama, para llorar más a gusto, y se había quedado dormida. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida como antes no había sabido cuánto tiempo llevaba llorando. Entonces me callé, exhausto, justo antes de decirle que qué casualidad también que yo me hubiera hecho novelista y que ella se hubiera hecho crítica literaria. Éramos, aparentemente, las dos partes de un todo. Lo que me habría gustado averiguar era si se había hecho crítica literaria después de saber que yo era novelista o antes, para deducir quién había empezado a perseguir a quién.
Pero estaba dormida y no era cosa de despertarla para preguntarle una cosa así. Yo, en cambio, estaba excitado, de modo que me levanté y registré su bolso en busca de otro canuto. Busqué la caja metálica de la que había sacado el primero como en otro tiempo buscaba el éter en el taller mi padre, también como en otro tiempo olía la gasolina del depósito de su vespa. Y allí estaba la cajita de metal, que abrí y en la que encontré tres o cuatro canutos más, una chica muy previsora, aunque quizá no muy marxista, no sé qué habría dicho Marx de esto de las drogas, de las drogas blandas, para más iniquidad. Seguramente la hierba era una droga pequeño-burguesa, una droga de clase media, de quiero y no puedo, una droga sin ambición formal ni instinto de cambio, una droga de mierda. Encendí el canuto, me senté en una butaca que había en un rincón de la habitación y me lo fui fumando yo solo, muy despacio, atento a sus efectos, no quería acabar mal la noche, aunque la noche se había acabado ya porque se percibía una claridad lechosa (claridad lechosa, qué expresión) al otro lado de la ventana. Me levanté para observar de cerca aquella claridad, para comprobar si de verdad era lechosa o se trataba de un tópico sin fundamento, pero en lugar de la claridad lechosa del amanecer vi la claridad lechosa de un edificio de oficinas de cristal que había delante del hotel y cuyos despachos estaban encendidos mientras un ejército de limpiadoras portorriqueñas, mexicanas, dominicanas y demás pasaba las fregonas por los suelos y las gamuzas por las mesas. Parecía que habían aplicado a la realidad un corte desde el que se podía apreciar la vida humana como en el corte de un hormiguero puedes apreciar la de las hormigas. En el piso tercero, un encargado blanco acosaba sexualmente a una limpiadora negra. El mundo.
María José se despertó a las nueve de la mañana.
– ¿Qué haces? -preguntó al verme sentado en la butaca, con los pies sobre el borde de la cama y los ojos abiertos al futuro.
– Se me ha aparecido una novela -dije-, una novela que escribiré dentro de unos años, todavía no estoy preparado, y que se titulará Tonto, muerto, bastardo e invisible.
– ¿Y qué hora es?
– Son las nueve.
Entró corriendo en el baño y salió al poco medio recompuesta. Le pregunté si quería desayunar, yo la invitaba en mi hotel de la calle 42 de Nueva York, todo pagado por la Universidad de Columbia, pero me dijo que no, que la acompañara si quería a la estación (Grand Central), que estaba allí mismo, a cuatro calles, porque se le había hecho tarde para algo. Estaba seca, desabrida, brusca, antipática, intratable, quizá se arrepentía de haber llorado o de haber dormido o de haberme escuchado, quizá se arrepentía de trabajar en Columbia.
Nos despedimos en la puerta de la estación, con dos besos por persona, y yo regresé al hotel despacio, mientras las aceras se llenaban de gente y revivían los escaparates de las tiendas. Fue entonces cuando noté que estaba ocurriendo algo que al principio no supe distinguir, algo como un murmullo, un rumor, un enjambre de abejas… Me detuve para poner todos mis sentidos al servicio de la percepción, miré a mi alrededor y comprendí que estaba viendo la Calle, o sea, el mundo, y que yo me encontraba dentro de él. Sin dejar de estar en Nueva York, lo que era evidente, estaba en mi calle, en la calle de Canillas del barrio de la Prosperidad, en Madrid, observando desde la bodega del padre del Vitaminas la realidad, que era exactamente así. Mi calle era todas las calles. Volví al hotel y estuve escribiendo tres o cuatro horas seguidas en la cafetería, mientras la gente pasaba por la calle. Al mediodía regresé a la estación, me coloqué en una parte alta del vestíbulo y vi el mundo. Entonces me acordé de que alguien me había recomendado que visitara el Oyster Bar, un establecimiento subterráneo que hay en esa estación donde se sirven las mejores ostras de Nueva York. Bajé y me quedé atónito. En aquella especie de refugio atómico, sentados en bancos corridos, una multitud subterránea consumía ostras y cerveza con una dedicación enfermiza. La escena me trajo a la memoria un día que arranqué la corteza de un árbol muerto y sorprendí a un grupo de escarabajos en plena actividad existencial. El Oyster Bar tenía algo profundamente biológico, pese a las carteras de piel colocadas al lado de sus dueños y las corbatas. Aquello era de nuevo el mundo, es decir, la Calle.
No volvería a tener noticias de María José hasta tres o cuatro años más tarde. Su padre había muerto y al hurgar entre sus pertenencias había encontrado el cuaderno de notas del Vitaminas, que me hizo llegar a través de mi editorial, junto a una carta en la que justificaba su envío asegurando que aquel cuaderno me pertenecía más a mí que a ella, lo que era evidente. Me decía también que, dada por finalizada su experiencia americana, impartía clases de literatura española para extranjeros en una universidad norteamericana con sede en Madrid. Finalmente, me pedía ayuda para conectar con el mundo editorial, que le interesaba más que el de la enseñanza.
Eché un vistazo al cuaderno del Vitaminas, cuya prosa me pareció admirable. Su capacidad de observación sólo estaba a la altura de su imparcialidad. Era preciso como un bisturí (eléctrico) y neutro como un atestado policial. «El hijo del droguero», decía una de sus notas, «se peina a veces con la raya a la izquierda y a veces con la raya a la derecha. A veces, con el pelo hacia atrás». O bien: «Cuando Ricardo, el de la Guzzi, vuelve de trabajar a las siete y media de la tarde, una mujer del tercer piso sacude una alfombra pequeña por la ventana.» O bien: «Siempre que el fontanero pasa en su moto con una taza de retrete en el sidecar, el carbonero coloca en la acera, frente a su tienda, una carretilla con leña menuda.»
Leídas despacio, tantos años después, aquellas notas formaban un tejido de coincidencias en las que habíamos vivido atrapados y cuyos hilos eran nuestras vidas. El lienzo se había deteriorado por sus bordes, como el cuaderno del Vitaminas, pero su trama, de la que yo formaba parte, permanecía intacta.
En aquellos momentos, yo coordinaba una colección de clásicos policíacos y de aventuras dirigida al público adolescente. Cada volumen incluía un epílogo que situaba la obra publicada en su contexto histórico y literario, ofreciendo asimismo una breve biografía del autor y una reseña que facilitaba la comprensión de la obra, orientando al estudiante de cara al comentario de texto. La iniciativa había sido un éxito, por lo que la demanda de personas capaces de escribir aquellos epílogos era creciente. María José aceptó ceñirse al formato que yo mismo le expliqué y se incorporó al grupo de colaboradores con resultados mediocres: entregaba siempre al borde de la fecha de cierre los textos, a los que yo tenía que colocar los acentos y las comas, signos de puntuación que quizá le parecían pequeño-burgueses, pues me lanzó una mirada de condescendencia cuando le rogué que pusiera más atención a estos aspectos. Sí demostró en cambio una habilidad especial para las relaciones públicas, pues sedujo a los directivos de la editorial y acabó dejando las clases para trabajar en el sector.
Durante esa época, y mientras consideró que me necesitaba, fue amable conmigo, incluso publicó una crítica sobre Letra muerta en la que calificaba aquella novela mía de excelente. Luego, a medida que sus relaciones editoriales se afianzaban, volvió a poner entre los dos la distancia habitual, que rubricó con una crítica demoledora sobre Papel mojado, otra novela mía de la época que, pese a su reseña, funcionó muy bien. En general, observaba frente a mí la actitud perdonavidas de los escritores que no escriben. La Historia, pese a sus esfuerzos, continuaba sin alumbrar al lector capaz de comprenderla, por lo que iba retrasando indefinidamente su proyecto de publicar (y quizá de escribir).
En la actualidad, y pese a sus sucesivos fracasos como responsable editorial, goza de la protección de un grupo en el que vegeta a la espera de la jubilación. Entretanto, publica críticas marxistas en medios marginales habiendo logrado crearse una pequeña reputación de intelectual perseguida. Predica un comunismo pintoresco, enemigo de la homosexualidad y adicto a los juicios sumarísimos, con el que se ha abierto un nicho de mercado en el que carece de competencia. Es, de todas las personas que he conocido, la que menos partido obtuvo del privilegio de ser zurda. No se casó ni tuvo hijos. Ya no hablamos nunca y cuando coincidimos en algún acto público, fingimos no reconocernos. Jamás me perdonó que la hubiera ayudado a salir adelante cuando volvió a Madrid. Tampoco que, más tarde, le prestara un dinero que me pidió para pagar el alquiler y que me devolvió, cuando me había olvidado de él, a través de una tercera persona.
Al poco de publicar Dos mujeres en Praga, mi agente me pidió un relato de ciencia ficción para una revista argentina cuyo director se lo había solicitado encarecidamente. Le dije que no era mi registro, pero arguyó que se trataba precisamente de que escritores que no guardaban relación con el género se acercaran por una vez a él. Accedí finalmente por razones de cortesía y escribí un cuento en el que se narraba la historia de un alpinista que se extravía en medio de una tormenta de nieve. Cuando anochece, y encontrándose ya a punto de perecer de frío, distingue en una de las paredes de la montaña una ventana de la que sale una luz amarilla. Aunque sólo puede tratarse de una alucinación, consigue ascender por las irregularidades de la pared, llena de placas de hielo, hasta alcanzar el espejismo y asomarse a él, distinguiendo al otro lado del cristal lo que parece el salón de una casa con una chimenea en la que arde un tronco de leña. También ve, sentada en una butaca de cuero, a una mujer que sostiene un libro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. A los pies de la mujer reposa un perro grande. A través de la ventana que separa el mundo del alpinista del de la mujer llegan las notas de un violín procedentes de lo que parece un aparato de alta fidelidad situado al lado de la chimenea.
El escalador, al borde ya del desfallecimiento, golpea el cristal para llamar la atención de la mujer, que levanta los ojos con expresión de extrañeza. Al poco, y dado que no distingue bien lo que ocurre, se levanta de la butaca, va hacia la ventana y la abre descubriendo con cierta sorpresa al hombre que se encuentra al borde del desfallecimiento. Impulsada por un movimiento reflejo, le ayuda a penetrar en el salón, cerrando la ventana tras él, pues el viento ha alcanzado tal violencia que amenaza con inundar de nieve la vivienda.
Tras ayudarle a despojarse de las prendas propias de un alpinista, le sirve un consomé caliente mientras el hombre le cuenta que había salido con idea de coronar una cumbre, cuando le sorprendió una tormenta que no habían anunciado los partes meteorológicos. En apenas unos minutos la nieve creció medio metro y tuvo que buscar amparo en una grieta. Tras ponerse el sol, las temperaturas habían caído en picado, sin darle tiempo a buscar un refugio para pasar la noche. Y en éstas, cuando daba por seguro que había llegado su fin, descubrió en medio de la montaña una ventana iluminada que logró alcanzar haciendo acopio de sus últimas energías.
Como es lógico, el hombre está seguro de encontrarse dentro de una alucinación que tiene lugar mientras agoniza de frío en la grieta en la que sin duda permanece encajado al modo de una cucaracha. Pero como la casa es tan acogedora, la mujer tan amable, el perro tan manso y el fuego tan caliente, decide fingir que se cree lo que le pasa. Después de todo, ¿qué tiene que perder? Le sorprende, no obstante, que a la mujer no le parezca extraña la situación, pues pasado el primer movimiento de asombro da la impresión de estar viviendo algo, si no completamente normal, posible.
Pasadas las horas, el hombre sospecha que al atravesar aquella ventana ha atravesado también una dimensión de la realidad. Se encuentra, en efecto, en una época que no es la suya. La casa parece estar situada en una especie de no-lugar. Lo advierte al darse cuenta de que la mujer no entiende determinadas referencias geográficas que él cita cuando le narra su aventura. La vivienda posee adelantos que si bien se intuían en la época de la que viene el hombre, aquí constituyen una realidad material. La sospecha de que ha ido a caer en una época más avanzada que la suya desde el punto de vista tecnológico se confirma cuando la mujer le invita a pasar la noche en la casa, ofreciéndole la habitación de invitados, cuya ventana, sorprendentemente, da a una playa del Caribe. Bastaba cambiar de habitación para cambiar de clima y de paisaje. Cuando el hombre se queda solo, abre la ventana y escucha el rumor del mar, que viene de allá abajo, junto a un olor muy intenso a algas y una humedad característica del trópico. Deduce entonces que se encuentra en el interior de una vivienda cuyos adelantos virtuales permiten que cada una de las habitaciones se asome a un panorama diferente, en función de los deseos del inquilino. No obstante, y agotado como está por la experiencia de la nieve, se acuesta y duerme ocho horas seguidas.
Al día siguiente, tras pasar por el cuarto de baño e incorporarse al desayuno, advierte que su presencia produce en la dueña de la casa una incomodidad que no había percibido la noche anterior. Tras investigar las causas con cautela, deduce que la mujer le había tomado por un elemento virtual más del paisaje que se apreciaba desde el salón. Pero al darse cuenta de que tenía verdaderas necesidades fisiológicas y que producía la misma suciedad que un hombre analógico, comprende que su presencia es el producto de un error, de un cruce de dimensiones, de un desajuste mecánico que no formaba parte del proyecto original de la vivienda, por lo que decide telefonear a sus constructores para informales sobre lo sucedido. Los constructores llegan, analizan al visitante y alcanzan en seguida la conclusión de que se trata, en efecto, de una anomalía que corrigen fumigándolo con un líquido que le hace desaparecer. El montañero se llamaba Juan José y la dueña de la casa María José. Pero podía haber sido al revés. Uno de los dos vivía en la dimensión equivocada.