EPÍLOGO

Un día, meses después de terminar este libro, metí las cenizas de mis padres en el maletero del coche, y salí con ellas rumbo a Valencia, dispuesto a cumplir su última voluntad, tantas veces aplazada. Al poco de tomar la autopista, sufrí una especie de alucinación según la cual conducía en realidad por el interior del libro al que acababa de dar fin. La carretera se encontraba dentro de mi novela, formaba parte de ella. Como el ensueño me proporcionara una suerte de extrañeza sugestiva, que no afectaba a mis reflejos, procuré no hacer nada que pudiera acabar con él. Los estados delirantes, en mi experiencia, son frágiles como burbujas. A veces basta con cambiar de postura para que desaparezcan y la realidad se precipite bruscamente a la literalidad que le es habitual. Por eso no puse música ni encendí la radio. Conducía con suavidad, sin prisas, procurando no realizar movimientos bruscos. Resultaba fantástico que aquel viaje tantas veces aplazado formara parte de la trama de El mundo, pues así había decidido titular la novela.

Al contrario que en la mayoría de este tipo de experiencias, la alucinación se mantenía de forma milagrosa minuto a minuto, quilómetro a quilómetro, manteniendo su textura onírica, su calidad de ensueño. Así, sin dejar de avanzar por la carretera, progresaba al mismo tiempo por la superficie de mi libro, aunque en sentido inverso a su escritura, ya que lo recorría desde atrás hacia adelante, en dirección a sus orígenes, hacia el primer capítulo, en el que hablaba de Valencia, que era también mi destino geográfico. Partí, pues, del instante mismo en el que me quedaba solo en el dormitorio del seminario, atravesé la zona de la academia, pasé a cien por hora por los relatos del Reader's Digest y llegué al capítulo de Nueva York, donde me encontraba con María José en un hotel de la calle 42. De un modo inexplicable, como sucede en las alucinaciones y en los sueños, el paisaje que se veía a través de la ventanilla era de forma simultánea un paisaje real -con sus campos y sus colinas y sus nubes y sus gasolineras-, y un paisaje mental, imaginado, escrito, una quimera.

Al atravesar cada uno de los capítulos del libro, los revivía intensamente, esta vez como espectador, quizá como lector, pues lo que sucedía en sus páginas se veía desde el interior del coche con la misma lucidez con la que se apreciaban los automóviles, a los que adelantaba con la facilidad con la que el bolígrafo se desliza por la cuartilla uno de esos días felices en los que tienes la impresión de escribir al dictado. Escribir bien presupone escribir al dictado de aquella parte de ti que permanece dentro del delirio cuando la otra sale de él para comunicarse con los demás o para ganarse la vida. Pensé que mi padre, en sus últimos días, comía dos veces porque alimentaba a dos partes del mismo sujeto. Había en él un padre convencional, un hombre a secas, pero también una especie de místico empeñado en construir un circuito eléctrico capaz de alumbrar problemas de orden moral.

Con estos pensamientos atravesé las zonas de la novela en las que se describía el sótano del Vitaminas, mi relación con él y con su padre, mi encuentro con el ojo de Dios, mi etapa de espía al servicio de la Interpol, mi fracaso con Luz… Aunque no me atrevía a mover un músculo por miedo a que el delirio desapareciera, empezó de repente a llover y tuve que accionar el mecanismo del limpiaparabrisas sin que por ello, afortunadamente, cesara la atmósfera alucinatoria. Llovía dentro de la novela, en algunos instantes con la misma desesperación con la que había llovido dentro de mi vida. Ahora iba por mi calle, por la calle de Canillas, aquella calle húmeda de mi infancia, con su fuente de pistón y sus casas bajas y hasta con sus moscas, pues tal era el detalle con el que se expresaba el espejismo. Vi a mi padre dentro de su taller, inclinado sobre un filete de vaca en el que infligía cortes de una precisión asombrosa con su bisturí eléctrico. Volví a escuchar la frase fundacional de esta novela, quizá del resto de mi obra (cauteriza la herida al tiempo de abrirla), y supe con efectos retroactivos que aquella fascinación de mi padre había constituido para mí un programa de vida. Un programa que seguí al pie de la letra, pues es consustancial al hecho de escribir sentir daño y alivio al mismo tiempo. Quizá, después de todo, aquel niño frágil hubiera sido capaz de sacar adelante algo valioso, algo distinto al resto de los niños, algo que implicaba un grado de coraje que mi padre no imaginó jamás en mí.

Llegué a Valencia hacia el mediodía de un día muy nublado y frío, un día de invierno un poco amenazante, un día un poco triste, aunque no me di cuenta hasta que me vi fuera del delirio, del que había ido saliendo poco a poco, de un modo insensible, como se pasa de la vigilia al sueño. Creo que fue al atravesar el cauce del río seco cuando advertí que me había convertido en un hombre sin más, un mero individuo que conducía un automóvil en cuyo maletero llevaba las cenizas de sus padres. Nunca distinguí con tanta claridad aquellas dos versiones de mí mismo. La realidad había devenido en una extensión mostrenca, en una especie de cuadro de costumbres dentro del que la gente actuaba de un modo práctico, como si no existiera en su interior una dimensión onírica, una instancia delirante, como si la ciudad entera no fuese un delirio en sí misma. De súbito, me encontraba fuera de la novela, pero intentando llevar a cabo un acto (desprenderme de los restos de mis padres) que la completaría.

Así fue como Juanjo, es decir, yo, convertido en un hombre (a la manera en la que mi padre era a veces papá y a veces un hombre), alcanzó la playa de su infancia, aparcó el coche, salió de él, tomó las dos bolsas de El Corte Inglés y se dirigió con ellas a la orilla. Afortunadamente, sólo había un par de personas corriendo y tres o cuatro más paseando. Hacía un frío inusual para Valencia y el cielo estaba cubierto por un techo de nubes extrañamente próximo. Vacié primero las cenizas de mamá, sobre las que a continuación dejé caer las de mi padre, y permanecí allí, con las dos bolsas de plástico en las manos, esperando que una ola se las llevara. Pero no sucedió. Las olas eran muy débiles y cuando alcanzaban el montón se limitaban a humedecer su base.

Empecé a ponerme nervioso, pues me parecía mal dejarlas a la vista de todo el mundo, expuestas a que un perro las oliera o un paseante les diera una patada. Intenté entonces esparcirlas un poco, protegiéndome la mano con una de las bolsas de plástico, pero la humedad había convertido las cenizas en una especie de masa consistente sobre la que las olas pasaban sin ningún efecto. Me agaché de nuevo y extendí la masa sobre la arena fina para facilitar su disolución. Así logré que el mar se llevara una parte sustancial, pero la otra se quedó como impresa en la superficie de la arena, formando dibujos que parecían un alfabeto. Al final, siempre con la bolsa de plástico a modo de guante, tuve que tomar algunos puñados de aquellas cenizas mezcladas con la arena y arrojarlos lejos. Luego limpié minuciosamente las bolsas para desprenderme de ellas sin remordimientos.

Completada la operación, al abandonar la orilla con los zapatos mojados, advertí que un individuo me había estado observando desde un banco del paseo marítimo. Llevaba un chándal y una bolsa de deportes, por lo que lo primero que se me ocurrió fue que se trataba de un corredor. Luego noté que me seguía con la mirada mientras me dirigía inevitablemente hacia su posición, pero preferí no desviarme para no dar muestras de inseguridad (quizá también estaba prohibido arrojar restos humanos al mar). Cuando llegué a su altura, se dirigió a mí.

– Perdón -dijo.

– ¿Sí? -respondí en guardia.

– No he podido evitarlo. Le he visto y me parecía que estaba arrojando unas cenizas al mar.

– ¿Está prohibido? -pregunté con cierta carga agresiva.

– No es eso, es que, verá…

El hombre tragó saliva y comprendí que lo estaba pasando mal, aunque no lograba imaginar por qué.

– Es que, verá -continuó al fin-, yo vengo desde hace siete meses a este lugar con la idea de desprenderme de las cenizas de mi hija, pero aún no he sido capaz de hacerlo.

– ¿…?

– Las llevo en esta bolsa. Mi mujer cree que están en el mar desde hace mucho tiempo. Le prometí que lo haría yo porque a ella le faltaba valor. Como voy al gimnasio todos los días, las guardé en su momento en la taquilla de la ropa y cada día las saco para traerlas aquí con intención cumplir mi promesa, pero siempre regreso con ellas.

– ¿A qué tiene miedo? -pregunté.

– A abrir la urna -dijo-. Sé con la cabeza que dentro no hay más que cenizas. Pero como son las cenizas de mi hija…

– Las cenizas -le informé- están a su vez dentro de una bolsa de plástico que hay dentro de la urna.

– Ya.

Nos quedamos callados, evitando mirarnos a los ojos. Yo consulté el reloj con gesto de impaciencia, pues había decidido regresar ese mismo día a Madrid. Pero antes de que me diera tiempo a despedirme, el hombre empezó a contarme la historia de su hija, que se había matado en un accidente de tráfico, conduciendo una moto que le habían regalado cuando sacó el bachillerato. Repitió lo que hemos aprendido a decir en estas situaciones: que estamos preparados para la muerte de los padres, pero no para la de los hijos; que la muerte de un hijo implicaba un dolor con el que se podía pactar, pero no eliminar; señaló también que no era lo mismo no haber tenido hijos que haberlos tenido y perdido… No dijo nada que yo no hubiera escuchado en el cine o hubiera leído en las novelas, pero parecía que lo escuchaba por primera vez, pues su dolor, aunque repetido, parecía único. Después preguntó a quién habían pertenecido las cenizas de las que me había deshecho yo y le dije que a mis padres, pero no añadí nada más. No quería aumentar aquella intimidad que se estaba produciendo, a mi pesar, entre los dos. Le mostré mi solidaridad con la intención de fugarme de allí cuanto antes, pero él ya había empezado a decir que después de desprenderse de las cenizas de su hija se separaría probablemente de su mujer.

– Tal vez ésa es la verdadera razón de todos estos aplazamientos -añadió.

Le pregunté por qué asociaba una cosa a otra y dijo que no lo sabía, pero sentía que era así. Se me ocurrió, aunque no dije nada, que aquel hombre era capaz de convivir con el espectáculo de su propio dolor (quizá de su culpa), pero no con el de su mujer.

– Algunos días -continuó hablando- he pensado que si alguien me acompañara en el momento de arrojar las cenizas al mar, podría hacerlo. Pero no sé a quién pedírselo.

Comprendí adonde quería llegar y me disculpé asegurándole que tenía prisa. Después le tendí la mano, que apretó sin convicción, le deseé suerte y emprendí la retirada todavía con las bolsas de El Corte Inglés mojadas en las manos. Apenas había caminado unos pasos, cuando escuché su voz a mis espaldas. Me volví y dijo:

– Millas, écheme una mano.

Curiosamente, aunque Millas es también mi apellido, yo sólo escuché el de mi padre. Me vinieron a la memoria, de súbito, sus tarjetas de visita, los sobres que utilizaba para enviar sus facturas, el sello de caucho que estampaba junto a su firma… Millas. Fingiendo que yo también era Millas (pues en aquel instante el apellido se había desprendido de mí), lo acompañé hasta la orilla y le dije que debía destapar la urna con sus propias manos, él solo, que yo no podía ni debía ayudarle en eso. Le expliqué que al extraer la bolsa quizá se rasgara y parte de las cenizas escaparan a su control. Le señalé que no debía dejar los restos de su hija en la orilla, confiando en la violencia de las olas, porque las olas eran pacíficas. Le dije que si quería de verdad abandonarlas en el mar, tendría que avanzar un poco hacia el interior, tendría que mojarse. Tendría que mojarse. Me hizo gracia que una expresión utilizada por lo general en sentido figurado, para indicar que a veces en la vida es preciso correr riesgos, tuviera en aquellos instantes un valor literal.

El hombre seguía mis instrucciones dócilmente, como el neófito observa las advertencias del maestro. Quizá sólo necesitaba un narrador, una voz que al describir sus movimientos le empujara a ejecutarlos.

– ¿Y ahora qué hago con la urna? -preguntó absurdamente.

– Abandónela en la taquilla de la ropa y cambie de gimnasio -dije.

El hombre rió con franqueza. Noté que se había liberado de un peso, que había cerrado un capítulo de su vida, que había roto un encantamiento que lo mantenía atado a una situación indeseable. Mientras regresábamos hacia el paseo marítimo, le pregunté de quién había sido la decisión de comprarle una moto a su hija.

– De mi mujer -dijo-. Yo me oponía porque soy una persona llena de miedos. Me opuse en su día también a que naciera para evitarle sufrimientos. Soy ese tipo de enfermo, así que no le guardo rencor a mi mujer. Si hubiera que repartir culpas, mi pánico en relación a los peligros que acechaban a nuestra hija era más mortal que sus imprudencias. Sucedió y ya está.

Sucedió y ya está.

Mientras regresaba a Madrid, pensaba en ese sucedió y ya está. Recordé un día en el que paseando por el campo, en Asturias, me detuve frente a una vaca que estaba a punto de parir y comprendí que el embarazo había sucedido dentro de su cuerpo como el lenguaje sucede dentro del nuestro. Comprendí que yo, finalmente, no era más que un escenario en el que había ocurrido cuanto se relataba en El mundo. La idea resultó enormemente liberadora. Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario… Yo era el escenario en el que se había dado el apellido Millas como en otros se da el de López o García. ¿En qué momento comencé a ser Millas? ¿En qué instante empezamos a ser Hurtado, Gutiérrez o Medina? No, desde luego, en el momento de nacer. El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo, hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo. Pero tal vez del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millas o Menéndez u Ortega, otro día dejamos de serlo. Tampoco de golpe, poco a poco. Quizá desde el momento en el que me desprendí de las cenizas, que era un modo de poner el punto final a la novela, yo había empezado a dejar de ser Millas, incluso de ser Juanjo. Recordé una foto reciente, en la que aparecía García Márquez rodeado de admiradores jóvenes. Me llamó la atención la expresión de su rostro, como si se tratara de alguien que se estuviera haciendo pasar por el conocido escritor. García Márquez, pensé, ya no estaba del todo en aquel cuerpo. Me vinieron a la memoria también unas declaraciones de Francisco Ayala, pronunciadas en el contexto de las celebraciones de su centenario: «Qué raro», dijo, «me resulta escucharles a ustedes lo que dicen sobre mí». Tal extrañeza respecto a su propia vida sólo podía significar que él, en parte al menos, ya no estaba allí. Pero si no sabemos cuándo empezamos a ser Fulano de Tal, cómo averiguar en qué instante comenzamos a dejar de serlo.

No sé en qué momento comencé a ser Juan José Millas, pero sí tuve claro durante el viaje de vuelta (¿o el de vuelta había sido el de ida?) que aquel día había comenzado a dejar de serlo. Gracias a ese descubrimiento, el recorrido se me hizo corto.

Recuerdo que al llegar a casa estaba un poco triste, como cuando terminas un libro que quizá sea el último.

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