9

¿Por qué hemos de temer tanto a Valsavis? —preguntó Ryana, y su voz resonó en la oscuridad del enorme edificio. El sonido la sobresaltó un poco, y bajó la voz para añadir–: Quizá resulte hábil y peligroso, pero ¿es realmente capaz de vencernos a los tres?

—No es a Valsavis a quien debemos temer, sino a su amo, Nibenay —dijo la pyreen mientras los guiaba—. Que Valsavis nos haya podido seguir tan deprisa demuestra lo que he sospechado desde el principio. La magia que detecté en él es alguna especie de medio por el que se comunica con Nibenay. Y con Valsavis aquí, el Rey Espectro nunca ha estado tan cerca de descubrir el secreto del Sabio.

—¿Entonces el Sabio está aquí? —dijo Sorak con asombro—. ¿En Bodach?

—No —respondió Kara desde las sombras que había justo delante de ellos–; pero el secreto para encontrarlo se halla aquí.

Ryana no tenía ni idea de lo que aquello significaba. Apenas veía nada hacia el frente, pero permanecía bien agarrada del brazo de Sorak, sabedora de que éste podía ver fácilmente en la oscuridad, igual que le sucedía a Kara. Por su parte, la visión de que disfrutaba el elfling era muy diferente; seguía a la pyreen por un amplio corredor pavimentado con baldosas, pasando junto a acanaladas columnas de piedra que sostenían el elevado techo sobre sus cabezas. No tenía ni idea de la clase de edificio que era. Alguna especie de sala de reuniones, tal vez, o el palacio de un noble. Muchas de las baldosas sobre las que andaban estaban agrietadas, y algunas habían desaparecido. Aquí y allí, el suelo se había combado, y en más de una ocasión tuvieron que rodear cascotes en los puntos donde se habían desprendido pedazos del techo, lo que le hizo desear con fervor que el tejado no se les viniera encima de improviso. En la zona de la entrada se acumulaba algo de arena que el viento había arrastrado, pero después de penetrar más hacia el interior apenas se detectaba una capa de polvo sobre el suelo. Tras avanzar un poco más, oyó de repente el último sonido que hubiera esperado oír en un lugar así.

—¡Agua! —exclamó.

—¿Aquí? —inquirió Ryana con incredulidad. Pero al cabo de un instante también ella la oyó. Era el inconfundible y familiar sonido del agua al correr, como el murmullo de un arroyo.

Delante de ellos, Kara se detuvo y extendió los brazos en cruz, doblados por los codos y con las palmas vueltas hacía arriba. Murmuró un conjuro, y se escuchó el impetuoso sonido del aire en movimiento, seguido por un repentino centelleo que creció rápidamente hasta convertirse en una turbulenta bola de fuego del tamaño de un melón grande. Kara elevó los brazos y los movió hacia dentro y luego hacia afuera como un abanico. Entonces, la bola de fuego se dividió en cuatro bolas más pequeñas, que echaron a correr a toda velocidad por la habitación en direcciones diferentes hasta aterrizar en cuatro antiguos braseros de hierro, que se encendieron al instante e iluminaron la enorme estancia en la que se encontraban.

Sorak contuvo la respiración, y Ryana lanzó una exclamación ahogada ante lo que se ofrecía a sus ojos. Frente a ellos, ocupando casi todo el suelo de la sala, había un gran estanque rectangular, lleno de agua, que centelleaba a la luz de las llamas. En el centro del estanque, se alzaba una fuente de piedra que arrojaba agua a lo alto, recirculándola y filtrándola. No había forma de saber cuánto tiempo hacía que estaba allí. Siglos, por lo menos. Y probablemente mucho más que eso.

—Pero ¿cómo puede ser? —dijo Ryana incrédula; aquello parecía desafiar toda explicación racional—. ¡Es imposible!

—Lo ves con tus propios ojos, ¿no es así? —inquirió Kara volviéndose hacia ellos.

—Tiene que ser una especie de truco —interpuso Sorak—, una ilusión. No siempre se puede creer lo que ven los ojos. ¿Cómo puede haber agua todavía en este estanque después de tantos años? ¿Cómo puede seguir estando tan limpia? ¿De dónde procede?

—Viene de un arroyo subterráneo que discurre muy por debajo de nuestros pies —explicó Kara—, bajo muchas capas de roca. Los antiguos realmente habían conseguido maravillas en su época, durante la era de la ciencia. Este edificio fue un baño público. La fuente extrae el agua de las profundidades del suelo y la filtra mediante un sistema de rocas porosas que todavía cumple su propósito después de todos estos años. En apariencia, Bodach parece una ciudad muerta y en ruinas, pero se pueden encontrar muchas maravillas aquí si se sabe dónde mirar, y ésta forma parte de ellas.

Se acercó a la pared e introdujo la mano en uno de los nichos situados a intervalos alrededor del estanque y que contenían estatuas decorativas. Tiró de una palanca oculta, que debía poseer alguna clase de contrapeso porque se movió con facilidad, y el chorro de agua del surtidor se redujo y, al poco rato, se convirtió en un simple hilillo. Mientras observaban, el estanque de azulejos empezó a vaciarse. El agua descendió unos centímetros, luego casi un metro, después un poco más, y entonces distinguieron algo bajo la superficie que no habían visto antes debido a que la oscuridad de las baldosas del techo se reflejaba sobre aquélla. A medida que el nivel del agua descendía, algo metálico empezó a brillar, y de improviso tanto Sorak como Ryana comprendieron qué era lo que contemplaban mientras el agua desaparecía.

Se trataba del legendario tesoro de Bodach. En tanto el agua se retiraba, pudieron ver que el tesoro cubría todo el estanque. Era una fortuna incalculable. Boquiabiertos, contemplaron cómo miles y miles de monedas de oro y plata centelleaban bajo la suave luz de la llamas, entre rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes, amatistas y otras piedras preciosas. En medio de todo aquel montón de riquezas había esparcidas armas con incrustaciones de joyas, deslumbrantes collares, diademas y broches, brazaletes y pulseras, cadenas y medallones, armaduras de gala confeccionadas en metales preciosos, una fortuna que, en comparación, hacía palidecer a las de los reyes-hechiceros más ricos de Athas. En un mundo donde el metal de cualquier clase se había tornado tan escaso que las armas hechas de hierro se cotizaban a precios que pocos podían permitirse, se escondía aquí un monumental tesoro en metales preciosos y joyas que rivalizaba incluso con las más extravagantes descripciones que de él figuraban en las leyendas.

—No puedo creer lo que veo —dijo el elfling contemplando todo aquello con gran fascinación—. ¿Es real todo esto?

—Sí, es real —contestó la pyreen—. Recogido durante años por toda la ciudad y colocado aquí por los no muertos, que obran impelidos por algún vago instinto que les queda aún de cuando estaban entre los vivos, de cuando llegaron a Bodach en busca de riquezas y encontraron en su lugar una eterna muerte en vida. Cada noche, si no hallan una víctima a la que perseguir dentro de la ciudad, deambulan pesadamente entre los edificios, sótanos y almacenes en ruinas en busca de la fortuna que vinieron a encontrar aquí. Ya sea un viejo cofre de joyas en la residencia de un aristócrata muerto hace una eternidad, o una daga ceremonial de oro en una polvorienta sala del consejo, cuando uno de esos cadáveres en movimiento encuentra un objeto, lo limpia amorosamente, lo trae hasta aquí y lo arroja junto al resto. Poco a poco, el tesoro se va acumulando. Es mucho mayor ahora que cuando vine la primera vez.

—Pero ¿por qué lo traen aquí? —preguntó Sorak.

—No puedo decirlo. —Kara se encogió de hombros—. Los no muertos no son criaturas racionales. Sus cerebros, si no se han podrido, son incapaces de un pensamiento coherente. Funcionan como animales, impelidos por el hambre y por instintos que no pueden comprender del todo. Si no fueran tan horripilantes y peligrosos, resultarían patéticos.

—¿Y el Peto de Argentum está entre todo esto? —inquirió el elfling horrorizado—. ¿Cómo vamos a encontrarlo?

—No estaba aquí la primera vez que vine a Bodach —respondió Kara—. Claro está que entonces no era eso lo que buscaba, sino algo totalmente distinto. Sin embargo, cuando encontré este valioso tesoro no detecté nada mágico en el interior. Desde entonces, quizás han encontrado el talismán y lo han traído aquí. Ellos no sabrían lo que es. Para los no muertos no sería más que un peto de plata. Pero si está aquí, al menos no se encontrará en el fondo del montón. .

—¡Pero incluso así hallarlo entre todo esto nos puede llevar una eternidad! —protestó Ryana con una sensación de desaliento al darse cuenta de lo infructuoso que resultaría buscar entre todas las cosas amontonadas ante ellos—. Y solamente nos quedan unas horas antes de que oscurezca. —La tarea parecía por completo imposible e inútil—. Jamás lo encontraremos si está enterrado entre todo esto!

—A lo mejor no —dijo Kara—. Pero éste tenía que ser el primer lugar en el que mirásemos. Si hay un talismán mágico entre todas estas riquezas, lo sabré en un instante, aunque sólo puedo detectar el aura de su magia y, por lo tanto, no puedo estar absolutamente segura de que es el talismán que buscamos. De todos modos, debería poseer un poder enorme, y eso tendría que ayudarnos a identificarlo.

Cerró los ojos y extendió las manos en dirección al tesoro con las palmas hacia abajo. Sorak y Ryana contuvieron la respiración mientras Kara movía las manos despacio, realizando un lento barrido.

—Sí —indicó, poco después—. Hay algo, algo muy poderoso.

—¿Dónde? —inquirió Sorak escudriñando la pila con ansiedad.

—Un momento —replicó ella intentando localizar el aura que captaba. Abrió los ojos—. Ahí —señaló—. En aquel extremo del estanque, cerca de la esquina derecha.

Sorak y Ryana corrieron hacia la zona designada y clavaron los ojos en el montón de objetos que asomaban en la piscina, ahora casi vacía de agua.

—No veo nada que se parezca a la descripción que dan de él —anunció Sorak—. Podéis señalar el lugar con más precisión.

Kara se acercó a ellos.

—Lo intentaré. —Cerró los ojos y volvió a extender las manos—. Ahí —señaló indicando una zona situada aproximadamente a un metro de distancia del borde del estanque.

Sorak hizo intención de descender a la piscina, pero Ryana lo contuvo.

—No, así no —dijo—. Tardaríamos una barbaridad en examinar todo esto a mano, y podrías cortarte con algo que hubiera en el montón. Será mucho mejor que utilicemos el Sendero.

—Claro —repuso él con una sonrisa—. Qué estúpido soy. Estaba tan entusiasmado que me olvidé de pensar.

Los dos jóvenes se colocaron junto el borde de la piscina. Ryana cerró los ojos y se concentró, en tanto que Sorak se replegó y dejó salir a la Guardiana. Kara permaneció cerca, también en el aura mágica del talismán para que lo ayudara a guiar sus esfuerzos.

Durante unos segundos, nada sucedió, y luego, de improviso, varios de los objetos de encima del montón se agitaron ligeramente con un tintineo. Casi enseguida estos mismos objetos empezaron a elevarse en el aire, como si algo los impeliera hacia arriba desde abajo, y en unos instantes pareció como si otro surtidor se hubiera puesto en marcha, un surtidor invisible que arrojaba piezas del tesoro por los aires, y las desplazaba del lugar que Kara había indicado para luego depositarlas otra vez encima del montón de riquezas, pero varios metros más allá.

A medida que la Guardiana y Ryana combinaban sus poderes telequinésicos, joyas y monedas iban saliendo despedidas, centelleando a la luz de los braseros. Collares, anillos y brazaletes de oro y plata y tachonados con piedras preciosas saltaban hacia arriba y aterrizaban algo más lejos, lloviendo sobre la pila de objetos entre sonidos metálicos y tintineantes. Mientras una parte del tesoro salía por los aires, Sorak, Ryana y Kara no dejaban de vigilar en busca del destello de la cota de malla realizada en plata.

A Sorak aquello le recordó los ejercicios que habían practicado de niños en el convento villichi. Hacían levitar objetos con el poder de sus mentes para luego mantenerlos así todo el tiempo que pudieran, jugaban con pelotas y las obligaban a describir elegantes arabescos en el aire. De niño, había encontrado aquellos ejercicios difíciles, frustrantes y sin sentido, y nunca consiguió mover ni una pelota diminuta con el poder de su mente. Se esforzaba hasta que su rostro se congestionaba y el sudor empezaba a correr por su frente sin conseguir nada; luego, en cambio, en cuanto se daba por vencido, realizaba el ejercicio con toda precisión.

En aquellos días, no sabía que no era él sino la Guardiana quien lo conseguía, que él en sí mismo carecía de poderes paranormales, pero que otros miembros de la tribu sí los tenían. Entonces aún no conocía la existencia de la tribu; todo lo que sabía en aquella época era que existían períodos en los que parecía perder el conocimiento y que luego despertaba a menudo en otro lugar sin recordar en absoluto qué había hecho ni cómo había llegado hasta allí. Con la ayuda de Varanna, gran señora de la hermandad villichi, había por fin descubierto la verdad sobre sus otras personalidades, y la gran señora lo había ayudado a crear un vínculo con ellas para que todos pudieran trabajar en equipo en lugar de competir por el control del mismo cuerpo. La Guardiana, como poderosa fuerza maternal que mantenía el equilibrio del conjunto, había colaborado con Varanna para ayudar a la tribu a encontrar un sentido de unidad y cohesión.

Ahora, todo lo que Sorak tenía que hacer era replegarse ligeramente de modo que siguiera siendo consciente de lo que sucedía, pero como observador, sin un control real de su cuerpo, mientras la Guardiana salía a la palestra y ponía en juego sus poderosas facultades paranormales. Con Ryana añadiendo sus habilidades a las de la Guardiana, un objeto valioso tras otro volaba por los aires, como si un invisible e infatigable obrero lanzara a lo alto paletadas de riquezas, que revoloteaban centelleantes. Monedas de gran valor que no habían sido acuñadas en ninguna ciudad athasiana desde hacía innumerables generaciones debido a la escasez de metales tamborileaban a docenas en forma de lluvia de oro y plata; dagas realizadas en acero elfo, un proceso largo y complejo, olvidado desde hacía varios miles de años, saltaban del reluciente tesoro y volvían a caer para quedar enterradas otra vez bajo diademas de oro batido, cinturones de plata y piezas de armaduras de gala primorosamente cinceladas. Todo ello daba fe de una era en la que Athas había sido, ciertamente, un mundo muy distinto; entonces, abundaban los recursos naturales, que habían proporcionado, por ejemplo, los metales y las joyas para la creación de estos adornos por parte de artesanos expertos, cuyos descendientes ahora apenas tenían ocasión de verlos bajo la forma de antiguas y amadas herencias transmitidas durante generaciones entre las viejas familias de la aristocracia acaudalada.

Empezó a formarse un hueco en la zona del estanque que excavaban de este modo tan extraordinario, y piezas del tesoro resbalaban hacia el interior para acto seguido verse otra vez arrojadas a un lado. El continuo tintineo y entrechocar de objetos metálicos producía un curioso sonido etéreo, como un gigantesco carillón de muchos cabos zarandeado por el viento. Y, de improviso, Kara exclamó:

—¡Allí!

Una a una, las piezas que inundaban el aire cayeron sobre la pila hasta que quedó únicamente un objeto, que la energía de los poderes mentales de la Guardiana mantuvo en alto. En comparación con los otros objetos que componían el tesoro, éste en particular parecía insulso y corriente, a excepción de algo que lo diferenciaba de todas las otras piezas que habían visto.

Era un peto hecho a base de diminutos y elaborados eslabones de centelleante malla de plata, pero en realidad no se trataba de un peto auténtico, puesto que carecía de láminas de metal. Parecía un objeto peculiar y nada práctico, ya que estaba diseñado de tal modo que cubría tan sólo el pecho, dejando espalda, brazos y hombros desprotegidos. Tenía el aspecto de ser una armadura de gala, pues la espalda del que la llevaba quedaba cómodamente desnuda bajo una capa fina o un manto. El peto estaba hecho para atarse alrededor del cuello y la cintura y cubrir sólo la parte delantera del torso superior, desde la cintura hasta la clavícula. Pero había una cosa que lo distinguía del resto de objetos relucientes del tesoro: brillaba con una fantasmagórica luz azulada.

Al salir de entre el montón, su fulgor no resultó perceptible de inmediato, simplemente una débil aureola azul que podría muy bien haber sido un efecto visual provocado por la llameante luz procedente de los braseros. Sin embargo, mientras flotaba en el aire por encima de todo lo demás, pudieron distinguir que, realmente, relucía con una energía interior propia.

—El Peto de Argentum —murmuró Kara—. Había oído hablar de él en las leyendas, pero jamás creí que pudiera llegar a verlo con mis propios ojos.

El talismán flotó hasta Sorak, conducido por la Guardiana, y entonces ésta se replegó dejando que él volviera a tomar el control. El refulgente objeto fue a posarse sobre sus manos extendidas. Era más pesado de lo que aparentaba.

—¿Para qué sirve? —inquirió el elfling bajando la mirada hacia él—. ¿Qué magia contiene?

—Póntelo —indicó Kara con una sonrisa.

Sorak levantó los ojos hacia ella, dubitativo. Luego hizo lo que le había dicho. Lo sujetó primero alrededor del cuello y después también a la cintura; notó su peso... y algo más, también. En cuanto se lo hubo puesto, empezó a percibir un extraño cosquilleo en el pecho, como si se tratara de cientos de diminutos pinchazos; no era doloroso, pero resultaba una sensación parecida a la que se experimentaba cuando se había estado sentado mucho tiempo y las piernas se dormían. El cosquilleo se extendió rápidamente a sus brazos y piernas, y el resplandor azulado se intensificó por un instante, llameó unos segundos y luego se atenuó dando la impresión de desvanecerse dentro de su cuerpo. Cuando el resplandor azul del talismán desapareció de la vista... también lo hizo el elfling.

—¡Sorak! —gritó Ryana, asustada. Había sucedido tan deprisa. Un breve aumento de la intensidad del resplandor, y acto seguido el joven se desvaneció, desapareciendo por completo de la vista.

—¿Qué sucede? —preguntó su voz hablando desde el lugar donde había estado segundos antes, y donde al parecer seguía estando, aunque Ryana no veía nada. Era como si él no estuviera allí.

—¿Sorak? —inquirió la sacerdotisa entrecerrando los ojos por si podía vislumbrarlo de este modo. Por el sonido de su voz, sabía que su amigo se encontraba justo frente a ella, pero no veía nada en absoluto.

—¿Qué? —volvió a preguntar él—. ¿Qué sucede, Ryana? Pareces asustada. ¿Qué es lo que sucede?

La joven estiró la mano con cautela hasta entrar en contacto con el rostro de Sorak, y la retiró sobresaltada.

—¿Qué haces? —inquirió él en tono irritado. Y comprendiendo, entonces, que algo no iba bien a juzgar por la expresión de la muchacha, añadió nervioso–: ¿Me ha sucedido algo?

—¡No... no estás aquí! —repuso ella con asombro.

—¿Qué es lo que dices? Claro que estoy aquí. ¡Me encuentro justo delante de ti! ¿Es qué no me ves?

—No —replicó ella con un hilillo de voz—. ¡Te has vuelto invisible!

Sorak permaneció en silencio unos instantes y después levantó la mano hasta la altura del rostro. Podía verla con toda claridad, pero al parecer, Ryana no veía nada. Se colocó a su espalda sin hacer ruido, pero ella seguía observando el punto donde él se encontraba momentos antes. Le dio unos golpecitos en el hombro, y la sacerdotisa lanzó un grito ahogado, se dio la vuelta y lo buscó en vano con la mirada.

—¿De verdad no puedes verme? —preguntó el elfling.

Ella negó con la cabeza.

—No —dijo su voz, apenas un susurro.

—Kara —llamó él—. ¿Podéis verme?

—Te oigo —respondió ella, cuyos sentidos eran mucho más agudos que los de un humano—. Oigo tus suaves pisadas, y en el silencio, puedo oír cómo respiras. Pero no te veo. Nadie puede, Sorak, no mientras lleves puesto el Peto de Argentum.

—¡Un talismán de invisibilidad! —exclamó él, asombrado. Volvió a girar alrededor de Ryana de puntillas y una vez más le dio un golpecito en el hombro. La muchacha se giró al momento, sobresaltada.

—Deja de hacer eso —ordenó—. ¿Dónde estás?

—Esto es divertido —repuso él con una risita.

—Pues yo no creo que sea muy divertido —protestó ella, irritada—. ¡Sácatelo!

—Aún no —dijo él, y Ryana escuchó el débil sonido de las pisadas del elfling girando a su alrededor—. ¡Es una experiencia curiosa y fantástica! No me siento distinto, excepto por un momentáneo cosquilleo extraño que noté nada más ponérmelo. Lo veo todo con claridad, igual que antes. Me miro las piernas, y sigo viéndolas. Pongo la mano ante el rostro, y también la veo. ¿Y Kara y tú no veis nada? ¿Ni el más leve movimiento en el aire?

—No, nada —respondió Ryana, sacudiendo la cabeza—. Resulta muy inquietante. Ojalá te lo quites pronto.

—¿Qué pasa con los no muertos, Kara? —inquirió Sorak—. ¿Resultaré también invisible para ellos?

—La mayoría de no muertos ya no tienen ojos —respondió ésta–; sin embargo, siguen viendo, por así decirlo. Percibirán tu presencia. Por desgracia, el Peto de Argentum no te protegerá de ellos.

—Es una lástima. ¿Hace alguna otra cosa?

—No que yo sepa —replicó la pyreen—. Pero está imbuido con un antiguo poder que tal vez el Sabio utilizará de algún otro modo. No lo sé. Soy pyreen y druida, no hechicera. Sólo el Sabio podría decirte qué uso hará del hechizo.

—¿Dónde está el Sabio? —quiso saber Ryana—. ¿Lo sabéis? ¿Nos lo podéis decir? ¿Está cerca?

—No —respondió ella–; se encuentra a mucha distancia. Pero, por otra parte, está más cerca de lo que creéis.

Ryana lanzó un suspiro de exasperación.

—¿No respondéis nunca con nada que no sean acertijos, mi señora?

—En ocasiones —dijo Kara sonriendo—. Y hablando del tiempo, será mejor que nos pongamos en camino si no queremos que Valsavis nos encuentre.

—Ya os ha encontrado —dijo una voz conocida que resonó por la estancia.

Kara y Ryana se volvieron rápidamente justo cuando Valsavis penetraba en la sala con la espada en la mano.

—¿Realmente creíais que podríais despistar al viejo Valsavis dejando vuestra plataforma volante bien a la vista en el otro extremo de la ciudad? ¿Os olvidasteis que un roc puede divisar a su presa desde una gran distancia, a cientos de metros por encima de...? —y entonces las palabras se ahogaron en su garganta al descubrir el tesoro expuesto ante él dentro de la piscina—. ¡Sangre de gith! —exclamó.

Ryana lo contempló impasible desde el otro extremo de la habitación.

—Sí, Valsavis —dijo—. Has encontrado el legendario tesoro perdido de Bodach. Y puedes quedártelo todo. Te hará más rico de lo que jamás hayas podido imaginar; mucho más rico que cualquier aristócrata, más acaudalado que ningún rey-hechicero, incluido Nibenay, tu amo. Aunque, claro está, el transporte puede resultar algo problemático.

Mientras ella hablaba, Sorak, llevando aún el talismán mágico, empezó a rodear silenciosamente el estanque.

—¿Dónde está el elfling? —preguntó el mercenario una vez recuperado de su asombro.

—¿Quién? —inquirió Ryana con fingida inocencia.

Valsavis paseó una rápida mirada por la estancia.

—Está aquí, en alguna parte —anunció—. Si piensas engañarme, te... —y de repente calló, aguzando el oído.

Sorak bajó los ojos hasta sus pies y se maldijo en silencio. Con un pie había dado una patada a un brazalete que, después de haber ido a parar al borde del estanque, se había caído dentro. La pieza aterrizó sobre el montón con un tintineo.

—¿Te asusta la oscuridad, Valsavis? —preguntó Ryana en un intento de distraerlo. No sabía dónde estaba Sorak, pero imaginaba lo que hacía.

—¡Sorak! —gritó el mercenario—. ¡Sé que estás aquí! ¡Te he oído! ¡Sal donde pueda verte!

El elfling no contestó. Siguió avanzando hacia Valsavis, colocando los pies con sumo cuidado para no hacer ruido de nuevo.

—¿Por qué te ocultas, Sorak? —insistió Valsavis barriendo la estancia con la mirada—. ¿Qué tienes que temer de mí? Eres un maestro del Sendero, con una espada mágica a la que ninguna otra arma puede resistir. Y yo... yo soy sólo un anciano, sin talismanes ni armas mágicas. Sin poderes paranormales. ¿Soy una amenaza tan grande para ti?

—Tú, no, Valsavis, sino tu amo, el Rey Espectro —dijo Ryana esperando atraer su atención y ocultar cualquier débil ruido que Sorak pudiera hacer.

Valsavis sintió un hormigueo en la mano izquierda y el párpado del anillo se abrió.

Kara frunció el entrecejo y rápidamente extendió una mano hacia él.

—¡Nibenay está aquí! —exclamó alarmada—. Percibo su presencia.

Sorak desenvainó lentamente la espada. Y mientras lo hacía, Ryana lanzó una involuntaria exclamación ahogada, porque, si bien el elfling seguía siendo invisible, la hoja mágica de Galdra resultaba bien patente. La magia del Peto de Argentum no afectaba al hechizo del acero elfo, y Sorak no lo sabía.

Valsavis vio cómo se acercaba la espada, en apariencia flotando hacia él por voluntad propia, y se volvió veloz para enfrentarse a ella; tenía los ojos completamente desorbitados por la sorpresa, pero al instante adoptó una postura de combate.

—¡Sorak! —gritó Ryana—. ¡La espada! ¡Puede verla!

Sobresaltado, el elfling se detuvo a unos dos o tres metros de distancia del mercenario.

—Vaya —dijo Valsavis—, ése es el poder del talismán: confiere la invisibilidad. —Lanzó un bufido burlón—. ¿Tanto miedo tenías de enfrentarte a mí que tenías que aproximarte a hurtadillas?

Sorak se llevó la mano izquierda a la espalda y desabrochó el peto, primero en la cintura y luego en el cuello. El talismán cayó al suelo, a sus pies, y volvió a ser visible.

—Muy bien —dijo—. Ahora me ves. El siguiente movimiento es tuyo, Valsavis.

—Como desees —repuso éste, con una sonrisa. Y, ante su sorpresa, envainó la espada.

Sorak entrecerró los ojos con desconfianza.

—¿Ahora qué? —inquirió Valsavis, enarcando las cejas y cruzando los musculosos brazos sobre el pecho.

—¿Qué es lo que tramas, Valsavis? —preguntó el joven, vacilante.

—¿Yo? Nada. Simplemente permanezco aquí.

—¡Ten cuidado, Sorak! —advirtió Ryana—. ¡Nibenay lo utilizará como conductor de su poder!

–No —repuso el mercenario—. No lo hará. No soy un hechicero, pero incluso yo sé que tal acción requeriría un gran gasto de energía, y el Rey Espectro acapara todo su poder celosamente. La metamorfosis es siempre su principal prioridad, y, además, no tengo necesidad de depender del Rey Espectro. Como veis, he envainado mi espada. Me ha servido bien durante muchos años y no deseo ver cómo se rompe al contacto con esa mágica arma elfa.

—¡Vigila, Sorak! —volvió a gritar Ryana—. ¡Trama algo!

—Sin trucos —dijo él encogiéndose de hombros—. Vamos, elfling. Ahora tienes la oportunidad de deshacerte de mí de una vez para siempre. Así que... ataca.

—Maldito seas —masculló Sorak bajando el arma.

—¿Lo ves? —repuso Valsavis con una sonrisa—. Tengo una fe total en ti. No vacilarías en luchar si te atacara, pero no matarías a un hombre desarmado que no ofrece resistencia. Eso sería asesinato. Ser un protector tiene ciertas desventajas.

—¿Qué es lo que quieres? —inquirió Sorak con un tono mordaz.

Valsavis echó una mirada al talismán, que descansaba sobre las baldosas del suelo despidiendo un leve fulgor.

—Eso... para empezar.

—No lo conseguirás.

—Bueno, es posible que no en este momento, pero ya veremos. Conseguiste librarte de mí una vez, pero no lo conseguirás una segunda. Estaré siempre pegado a tus talones hasta que me conduzcas a tu amo. Y no hay nada en absoluto que puedas hacer para impedirlo.

—Yo no estaría tan seguro —replicó Sorak envainando la espada—. Tenías razón, Valsavis. No puedo matar a alguien que se queda ahí y no ofrece resistencia. Pero sí puedo dejarlo sin sentido.

Valsavis sonrió de oreja a oreja y descruzó los brazos llevándose las manos a las caderas.

—¿Tú? ¿Dejarme sin sentido? Eso es algo que me encantaría ver.

—Muy bien —dijo Sorak—. Observa.

Se replegó al interior y dejó salir a la Guardiana. De improviso, una pequeña moneda de plata se elevó del montón que formaba el tesoro y atravesó la estancia a toda velocidad con un suave siseo parecido al de una flecha hendiendo el aire. Golpeó a Valsavis con fuerza en un lado de la cabeza, justo encima de la oreja, y éste se encogió, retrocediendo, y se llevó la mano al lugar del impacto. Al retirarla, descubrió una pequeña mancha de sangre. Otra moneda siguió a la anterior, y luego otra, y otra, y otra. Brazaletes, joyas, platos de oro y copas de plata, amuletos y más monedas siguieron a la primera en rápida sucesión, en tanto que Valsavis retrocedía y alzaba los brazos para protegerse el rostro. Más y más piezas del tesoro salieron volando del estanque, se abalanzaron sobre él con gran velocidad y fuerza, y le golpearon en la cabeza y el cuerpo, lo que le produjo cortes y dolorosos verdugones y morados.

El mercenario retrocedió tambaleándose, gritando no tanto de dolor como de rabia y frustración, porque sus brazos no podían desviar todos los objetos que caían sobre él y que cada vez lo atizaban con más fuerza. Giró en redondo y se inclinó en un intento de acurrucarse para ofrecer un blanco menos fácil, pero sin resultado. La lluvia de riquezas continuó implacable mientras Ryana se unía a la Guardiana, y entre ambas arrojaban un objeto tras otro contra él, pero teniendo buen cuidado de que ninguno de ellos fuera una espada, una daga o cualquier otro utensilio que pudiera matar.

Entre rugidos de rabia, Valsavis se tambaleó hacia atrás, chocó contra uno de los pilares y quedó aturdido. Cayó a cuatro patas y dejó al descubierto la cabeza; la Guardiana aprovechó la oportunidad para que levitara una bandeja de plata y cayera con fuerza sobre la cabeza del mercenario. Valsavis se desplomó, inconsciente, sobre el suelo enlosado.

—Bien, dijiste que querías verlo —dijo Sorak, contemplándolo. Se adelantó, pasó por encima de los objetos desperdigados por el suelo y se agachó junto al desvanecido mercenario para examinarlo con atención—. ¡Humm! Ese anillo es muy curioso. —Tendió la mano para cogerlo.

—¡No lo toques! —chilló Kara de improviso.

Mientras Sorak retiraba la mano y volvía la cabeza hacia ella, sobresaltado por su grito, las dos mujeres corrieron a su lado.

Valsavis yacía, tumbado en el suelo, con el pesado anillo de oro claramente visible en la mano izquierda. Y desde éste un ojo amarillo con una pupila vertical los miraba con fijeza. Era la mirada llena de odio de Nibenay, el Rey Espectro.

—Si lo tocas, establecerás un vínculo con él —indicó Kara—. Y entonces estarás perdido.

—En ese caso, utilizaré el Sendero —dijo Sorak.

—No —replicó la pyreen posando una mano sobre el brazo del joven—. Sería lo mismo que entrar en contacto con él. Vamos. Será mejor que lo dejes. Tocarlo significa resultar profanado.

—Al menos, deberíamos atarlo para que no pueda seguirnos —intervino Ryana.

—¿Y dejarlo indefenso a merced de los no muertos? —protestó Sorak. Sacudió la cabeza—. No. No podemos hacer eso, hermanita, por muy tentador que sea. Sería lo mismo que matarlo aquí mismo, mientras está inconsciente.

—Eso no detendría a la Alianza del Velo —dijo Ryana, en tono seco—. No vacilarían en degollar a este bastardo.

—Nosotros no somos la Alianza del Velo —respondió el elfling—. Quizá sean protectores como nosotros, es cierto, pero no son druidas, y han comprometido la pureza de sus votos por la conveniencia de sus propósitos. Nosotros no somos así.

—No parece que el Sabio censure sus métodos —objetó Ryana.

—Tal vez no. El Sabio necesita todos los aliados que pueda conseguir. Pero ¿se mantiene uno fiel a sus principios por uno mismo, o por otra persona?

—Ésas son palabras de Varanna —dijo Ryana con una débil sonrisa—. He perdido la cuenta de todas las veces que las he oído.

—A menudo vale la pena repetirlas —repuso él.

—Tienes razón, desde luego —suspiró la sacerdotisa—. No sería más que un asesinato dejarlo aquí atado. Por muy tentador que resulte, no se diferenciaría de una ejecución.

—Exacto. Y, si lo pensamos bien, ¿qué ha hecho realmente para merecer que lo maten?

Ryana levantó los ojos hacia él sorprendida.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Está al servicio del Rey Espectro!

—Sí —replicó Sorak—, es cierto. Y también ha salvado nuestras vidas. Podría haber muerto con la flecha de los bandidos clavada en la espalda, o haber sido devorado por un depredador mientras me encontraba indefenso si él no me hubiera ayudado. Y me acompañó a rescatarte de los forajidos.

—Me habría escapado igualmente.

—Es posible. Pero eso no cambia lo que él hizo. Y no olvides lo que sucedió cuando nos emboscaron los bandidos en Paraje Salado.

—Sólo vino en nuestra ayuda porque nos necesitaba vivos para que lo condujéramos hasta el Sabio —objetó Ryana.

—Pero el hecho es que vino en nuestra ayuda, y en varias ocasiones —dijo Sorak—. Y todo lo que ha estado haciendo en realidad ha sido seguirnos.

—Una vez haya encontrado al Sabio, ¿qué hará entonces? —quiso saber ella.

—No puedo juzgar a un hombre en relación con lo que quizás o probablemente haga —replicó él—. Sólo lo puedo juzgar por lo que realmente ha hecho. Esto es todo lo que cualquiera de nosotros puede hacer, Ryana. Comportarse de otro modo sería desviarnos del Sendero mucho más, desde luego, de lo que yo estoy dispuesto a hacerlo.

—Eres muy sensato para ser alguien tan joven —intervino Kara.

—¿Lo soy? —inquirió Sorak. Meneó la cabeza—. No estoy tan seguro de ello. A veces pienso que la sensatez es simplemente miedo a actuar de forma estúpida.

—Saber que se puede ser estúpido es el primer paso en el camino a la sabiduría —dijo Kara—. Marchemos, deprisa. No tardará en oscurecer, y es hora de que veáis el auténtico tesoro perdido de Bodach.

Corrieron al exterior. Era ya bien entrada la tarde, y el sol estaba muy bajo en el horizonte. Las sombras se alargaban. Un enorme grupo de nubes negras se acercaba por el este, atravesando con rapidez el Mar de Cieno.

—Se aproxima una tormenta —observó Kara con aprensión.

—No es más que el monzón del desierto —respondió Ryana—. Sin duda, pasará con rapidez.

—No creo que sea la lluvia lo que la preocupa —dijo Sorak—. Aquellas nubes taparán el sol y oscurecerá más pronto.

Ryana comprendió de repente y se lamió los labios, nerviosa.

—Los no muertos se levantarán —dijo.

Kara se humedeció la punta del dedo y comprobó la dirección del viento, que había aumentado de modo significativo.

—Se acerca a gran velocidad —anunció—. Deprisa. No tenemos mucho tiempo.

Una sombra cayó bruscamente sobre ellos, y un chillido agudo y taladrante resonó por las calles desiertas. Se volvieron al punto. El roc estaba posado sobre el edificio del que acababan de salir y la enorme longitud de sus alas oscurecía la plaza. Tenía la gigantesca cabeza inclinada hacia ellos, al tiempo que alzaba las alas y hacía chasquear el poderoso pico con avidez.

—Nibenay —dijo Sorak desenvainando rápidamente la espada—, todavía controla al pájaro.

Ryana apenas tuvo tiempo de sacar su arma antes de que el roc saltara del tejado y se abalanzara sobre ellos, con las inmensas y poderosas garras extendidas. La joven se echó veloz a un lado y esquivó por muy poco la zarpa de la criatura; cayó al suelo, rodó por él y se incorporó de nuevo con la espada lista para atacar.

Sorak aguardó hasta el último instante. Luego se lanzó al frente como una flecha, bajo las garras extendidas del roc. Blandió a Galdra ejecutando un rápido golpe de arriba abajo que dirigió a la parte inferior de los cuartos traseros del animal. La hoja apenas rozó las plumas del roc, cortando algunas de ellas; con un chillido ensordecedor, el pájaro se posó justo a su espalda.

—¡Kara! —gritó el elfling por encima de los atronadores chillidos del ave—. ¡Haced que se detenga!

—¡No me obedecerá! —contestó ella, también a gritos—. ¡La voluntad de Nibenay es demasiado fuerte! ¡No puedo controlar a la criatura!

—¡Manteneos apartadas! —gritó Sorak. Mientras describía círculos alrededor del pájaro, éste se volvió hacia ellos con las alas dobladas hacia atrás y levantadas, y el enorme pico chasqueando, al tiempo que lanzaba la cabeza adelante y atrás entre el elfling y Ryana.

La criatura optó finalmente por la muchacha y se lanzó hacia ella. Ryana se inclinó bajo el chasqueante pico y blandió su espada con ambas manos. El arma golpeó contra el pico del roc, y la joven tuvo la impresión de haber golpeado un grueso tronco de agafari; la sacudida del impacto le recorrió los brazos hasta llegar a los hombros y, por unos instantes, quedó como paralizada. La cabeza del pájaro volvió a descender a toda velocidad hacia ella, y la sacerdotisa villichi dio un salto, se tiró al suelo y rodó lejos.

Sorak corrió hacia el ave, pero antes de que pudiera atacar, la criatura saltó a un lado, girando mientras lo hacía y se alzó en el aire. Una de las alas golpeó al elfling en el costado, lo derribó y a punto estuvo de soltar a Galdra. Pero, para entonces, Ryana se había incorporado ya; corrió hacia el roc desde el otro lado y le asestó una estocada en la ijada.

El gigantesco pájaro chilló al sentir cómo la espada penetraba en su carne, y se volvió hacia la muchacha, estirando el cuello para morderla. Ella retrocedió y evitó por muy poco que le arrancara la cabeza. Entretanto, Sorak se había incorporado de nuevo rápidamente. El elfling dio unas cuantas zancadas, saltó y estiró el brazo al tiempo que se introducía justo debajo de la criatura. Blandió a Galdra, y el acero elfo golpeó una de las patas del roc y la atravesó limpiamente y sin el menor esfuerzo.

El pájaro profirió un agudo chillido de dolor al serle cortada la pata y se desplomó en el suelo, justo encima de Sorak. Ryana se arrojó sobre el animal y volvió a hundir su espada, que en esta ocasión penetró en el pecho de la criatura justo cuando ésta echaba la cabeza hacia atrás para lanzar un chillido en dirección a las alturas. La cabeza del animal volvió a descender con violencia en un nuevo intento de morder a la joven, pero Ryana saltó a un lado y volvió a atacar; hundió profundamente la espada bajo el ala derecha del ave. El roc emitió un prolongado chillido ensordecedor y se derrumbó pesadamente sobre el costado con un fuerte estrépito. Tras unas cuantas convulsiones, la criatura se quedó definitivamente inmóvil.

—¡Sorak! —llamó Ryana—. ¡Sorak!

—Aquí —respondió él.

La muchacha rodeó corriendo el cuerpo inerte del pájaro, y vio a Sorak que se arrastraba fuera de la base del animal, liberado al caer el roc de costado. El elfling había quedado inmovilizado hasta ahora por el peso abrumador del ave, y Ryana lo ayudó a incorporarse. Estaba cubierto de sangre del animal.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Ryana preocupada.

—Sí —respondió él aspirando con fuerza—. Sólo sin aliento. No podía respirar ahí debajo.

—Recobra el aliento deprisa —indicó Kara acercándose a ellos. Señaló el cielo.

La tormenta se aproximaba con rapidez y sus negras nubes pasaban raudas sobre el sol poniente, lo que ocultaba su luz. Una nube enorme se deslizó sobre él, oscureció el cielo, y luego el sol volvió a asomar tímidamente unos instantes, hasta que otra nube ocupó el lugar de la anterior y lo ocultó una vez más. Todo se iluminó cuando hubo pasado. Poco después, él grueso del banco de nubes tapó el astro rey, y éste desapareció de la vista. Las calles se sumieron en la oscuridad.

La noche había llegado temprano a Bodach.

Durante unos instantes, los tres permanecieron allí, inmóviles, en medio de las repentinas tinieblas, contemplando las nubes que habían aparecido para tapar el sol. El viento arreció con la llegada de la tormenta, arrastraba remolinos de polvo y arena por las calles. Centellearon los relámpagos, que acuchillaban el suelo, y el trueno retumbó amenazador. Y, a lo lejos, escucharon otro sonido: un prolongado lamento sordo que aumentó de volumen para luego descender otra vez. Pareció reverberar hacia ellos desde las calles desiertas que confluían en la plaza, y al cabo de un momento, se repitió y a éste se unieron otros en un lúgubre y espeluznante coro de aullidos. Había anochecido, y la antigua ciudad en ruinas de Bodach, de repente, dejó de estar deshabitada.

—Se están alzando —anunció Kara.

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