7

Era tarde cuando regresaron a sus habitaciones en El Oasis. Ryana se quitó el talabarte y se dejó caer pesadamente en su cama. Sorak se quedó junto a la ventana, contemplando la noche pensativo.

—Valsavis va a resultar un problema —dijo Ryana como si leyera sus pensamientos.

—Sí, lo sé —replicó el elfling sin dejar de mirar por la ventana.

—Me quiere a mí —siguió ella en tono burlón.

—Eso también lo sé. —Su respuesta fue rotunda y carente de emoción, un simple reconocimiento de lo que ella acababa de decir.

La sacerdotisa le dirigió una rápida mirada, perpleja.

—Y eso ¿cómo hace que te sientas? —inquirió teniendo cuidado de no dar ninguna inflexión a su voz. No deseaba que nada en su tono dictara cómo debía ser la respuesta.

Él se volvió para mirarla.

—¿Quieres oírme decir que estoy celoso? —preguntó.

—Quiero oírte decir qué te hace sentir.

—Me hace sentir cautelosamente optimista.

Lo contempló boquiabierta de asombro, incapaz de creer lo que había oído. De todas las respuestas que hubiera podido darle, ésa era la última que podría haber esperado.

—¿Qué?

—Sigo sin estar completamente seguro —replicó Sorak, y se volvió de nuevo para mirar meditabundo por la ventana—, pero cada vez me convenzo más de que Valsavis es un agente del Rey Espectro. Y, si así es, entonces la atracción que siente por ti podría actuar como distracción a sus auténticos propósitos. Eso nos sería muy útil.

—¿Es eso todo lo que significo para ti? —preguntó Ryana con expresión afligida—. ¿Soy valiosa simplemente como una distracción y nada más?

—Perdóname —repuso él dándose la vuelta para mirarla—. No lo dije, en absoluto, en ese sentido —suspiró con fuerza—. Sabes muy bien lo que siento por ti y lo mucho que significas para mí. Pero no tengo motivos para sentir celos de Valsavis. Sé la clase de hombre que es, y te conozco a ti, Ryana. Sientas lo que sientas por mí, estoy segura de que nunca podrás sentir nada por un hombre así.

—Tal vez no le importen mis sentimientos —replicó ella con sorna—. En realidad, no creo que le preocupen mucho.

—A lo mejor no —dijo Sorak—. Un hombre como Valsavis acostumbra a tomar lo que quiere sin pensar en los deseos de los demás. Pero tú no eres precisamente una mujer indefensa, e incluso así no tengo ninguna intención de dejarte desprotegida. Creo que los dos hemos aprendido nuestras lecciones a ese respecto gracias a los forajidos. Pero sospecho que Valsavis no se había tropezado nunca con nadie como tú. —Sonrió—. Si, en realidad, existe alguien más como tú. Valsavis es un hombre que tiene muy buena opinión de sí mismo, y que no siente excesiva consideración, en el caso de que la sienta, por otras gentes. Yo diría que las mujeres, o bien se le han entregado con mucha facilidad en el pasado, o bien se limitó a tomarlas por la fuerza. Cualquiera de estas posibilidades representaría únicamente la satisfacción de sus deseos animales. Ninguna significaría un desafío, y esto, por encima de todo, es lo que realmente impulsa a Valsavis. Dudo de que le interesen muchas otras cosas.

—De modo que yo represento un desafío para él, ¿es eso? —inquirió la joven.

—Yo, desde luego, así lo pensaría —respondió él—. Eres hermosa, pero seguro que Valsavis ya ha tenido mujeres hermosas en el pasado. También eres muy inteligente, y aunque la mayoría de las mujeres inteligentes sabrían cómo mantenerse bien lejos de alguien como Valsavis, unas pocas podrían fácilmente haberse sentido tentadas por lo que percibirían como su aura de peligro e imprevisión. También ellas, por su parte, podrían considerarlo un desafío. Y los resultados, claro está, habrían sido previsibles, cualesquiera que hubieran sido las expectativas. Pero tú eres al mismo tiempo una luchadora, es posible que la guerrera más diestra que Valsavis jamás haya conocido. Las sacerdotisas villichis son famosas por ser expertas en las artes de la lucha, y tú eras la mejor allá en el convento.

—La segunda mejor —le corrigió ella—. Jamás pude derrotarte en el combate a espada.

—Sea como sea, dominas un arte al que Valsavis ha dedicado una vida de estudio. Aparte de cualquier otra cosa que pueda ser, es primero y ante todo un guerrero. Y tú no sólo le resultas inteligente y hermosa, sino que también eres una luchadora que posiblemente sea su igual en destreza. Creo que para alguien como Valsavis, esta circunstancia representa un desafío poco menos que irresistible. Supongo que existe la posibilidad de que intente hacerte suya por la fuerza, sólo para averiguar si puede hacerlo. Pero en ese caso, si tuviera éxito, éste reduciría la emoción. Mucho más estimulante sería comprobar si puede conquistarte, en especial cuando sabe que ya quieres a otra persona.

—Alguien que también es un guerrero y el objeto de su misión —dijo Ryana.

—Sí —asintió él—, en el caso de que sea un agente del Rey Espectro, como sospechamos.

—De todos modos, esto no me gusta nada —dijo ella—. Ya nos enfrentamos a suficientes peligros tal y como están las cosas sin tenerlo a él a nuestro alrededor.

Y una voz sonó de improviso dentro de sus mentes diciendo: Estoy de acuerdo.

Se miraron sorprendidos, y casi al instante, un pequeño remolino de arena del desierto penetró en la habitación a toda velocidad a través de la ventana abierta. Sorak se apartó raudo, sobresaltado al ver pasar junto a él y posarse sobre el suelo un pequeño torbellino de arena y polvo en forma de embudo que, inmediatamente, se alargó y ensanchó hasta transformarse en Kara, la pyreen conocida como el Silencioso.

—Perdonad la intrusión —se disculpó—, pero tenía que hablaros en privado. No confío en este hombre, este Valsavis. Se me dijo que vendrían dos, pero no él.

—¿Entonces es que os habéis comunicado con el Sabio? —inquirió Sorak mientras se recuperaba de la sorpresa producida por su repentina y teatral aparición.

—Digamos más bien que él se ha comunicado conmigo —replicó Kara—. Le prometí que os ayudaría, pero no prometí nada con respecto a Valsavis. Sus pensamientos me son inaccesibles, y considero eso como una advertencia. Existe una aureola de malevolencia a su alrededor, y de duplicidad. No lo quiero con nosotros. Así que nos vamos ahora en lugar de mañana por la tarde.

—Nosotros tampoco confiamos en él —le dijo Sorak—. Creemos que puede ser un agente del Rey Espectro. No obstante, pensábamos que sería más fácil vigilarlo si nos acompañaba que si nos seguía. Valsavis es un rastreador experto. No dudo que nos seguirá hasta Bodach. No se lo podemos impedir.

—Más motivo aún para iniciar la marcha ahora y poner tanta distancia de por medio como sea posible —respondió la pyreen.

—Coincido por completo con vuestra valoración sobre él —dijo Sorak—, pero deberíamos considerar que su espada podría sernos útil en la ciudad de los no muertos.

–Si no la utiliza contra nosotros —repuso ella—. Estaría dispuesta a correr ese riesgo si fuera por mí, pero no en lo que respecta al Sabio. Si Valsavis es un agente del Rey Espectro, sin duda posee algún medio de comunicarse con él. El Peto de Argentum es un poderoso talismán. El Rey Espectro debe saberlo y hará lo que sea para asegurarse de que el Sabio no lo obtiene. —Sacudió la cabeza—. No, no correré ese riesgo. Hemos de partir al momento sin que Valsavis se dé cuenta.

—Entonces estamos listos —anunció Sorak cogiendo su mochila y echándosela al hombro. Ryana se abrochó el talabarte y recogió también su mochila. Los dos se encaminaron hacia la puerta.

—No —indicó Kara—. Por ahí, no. Si os ven marchar, alguna persona podría avisarlo.

—Sí, tienes razón, desde luego —asintió Sorak—. No me extrañaría que hubiera sobornado a alguien para que vigile nuestras idas y venidas, y lo informe. Utilizaremos la ventana, como vos, y nos escabulliremos por encima del muro del jardín. ¿Dónde os encontraremos?

—Fuera de la puerta este del pueblo —respondió Kara.

—Muy bien —repuso él—. Nuestros kanks están en un establo en ese lugar. Podemos recogerlos y...

—No —lo interrumpió la pyreen—, que se queden. Los kanks dejarían un rastro fácil de seguir, especialmente para un rastreador experto.

—Pero, si vamos a pie, nos atrapará enseguida —protestó Ryana, sin añadir que no le atraía nada la idea de cruzar la mitad meridional de las Llanuras de Marfil y rodear las cuencas interiores de cieno yendo a pie.

—Perdemos un tiempo precioso —dijo Kara en un tono de voz que no toleraba desacuerdo—. Encontraos conmigo fuera de la puerta este lo antes posible.

Dicho esto, empezó a girar sobre sí misma —una, dos, tres veces– y se convirtió de nuevo en un remolino de arena que salió girando por la ventana y desapareció por encima de la tapia del jardín.

—A lo mejor conoce un atajo —sugirió Sorak.

—¿A Bodach? —replicó Ryana, e hizo una mueca—. He visto tu mapa. Es un viaje aun más largo que el que realizamos para venir de Nibenay a aquí.

—Bueno, recordarás que el mapa no era del todo exacto —dijo él, aunque sabía que era una respuesta más bien poco convincente—. En cualquier caso, ella es nuestra guía y debemos ponernos en sus manos.

Se descolgó por la ventana., Ryana lo siguió, y ambos cruzaron rápidamente el jardín, manteniéndose bien alejados del sendero principal que llevaba a la entrada. Llegaron al muro, y Ryana hizo una silla con las manos para ayudar a Sorak a subir; éste, una vez que hubo alcanzado la parte superior de la pared, le tendió las manos para que ella pudiera llegar hasta arriba. Desde allí, saltaron a la calle y se perdieron veloces en la oscuridad.

No tardaron mucho en alcanzar la puerta este del pueblo. Ryana echó una mirada nostálgica a los establos cuando pasaron junto a ellos, pensando en lo mucho más cómodo que habría sido montar en kank en lugar de volver a recorrer a pie kilómetros de sal ardiente. Habían llenado sus odres en un pozo público antes de abandonar el poblado, pero con un viaje tan largo como el que los aguardaba, Ryana sabía que no sería suficiente. Afortunadamente, sin embargo, en esta ocasión viajarían con una pyreen; y si alguien podía encontrar agua en el reseco erial situado entre Paraje Salado y Bodach, esa persona era Kara.

En la puerta no se veía ni rastro de la pyreen; pero Sorak recordó entonces que les había dicho que se encontraran con ella fuera de las puertas del poblado. Las cruzaron y se detuvieron para mirar en derredor, sin embargo la pyreen seguía sin aparecer.

—¿Ahora qué? —inquirió Ryana con expresión preocupada.

—Dijo que se encontraría con nosotros aquí —contestó el elfling.

—¿Y bien? ¿Dónde está?

—Vendrá —respondió él en tono confiado.

—Desde luego, eso espero —replicó ella dubitativa.

—Es pyreen —dijo Sorak con convicción—. Jamás le fallaría a otros protectores, en especial a aquellos que sirven al Sabio. A lo mejor, deberíamos empezar a andar un trecho.

—¿Y qué sucederá si aparece cuando nos hayamos ido y se queda esperándonos junto a la puerta? —inquirió Ryana.

—Alguien con poderes para transformarse no tendrá dificultad en encontrarnos —replicó él—. Supondrá que hemos seguido adelante.

—Muy bien, si tú lo dices —repuso ella, pero tenía sus dudas, y la perspectiva del largo viaje que les aguardaba, a pie y sin guía, no era agradable.

Empezaron a andar por el sendero que se alejaba del poblado y, poco después, se dieron cuenta de que algo se movía a su derecha. Escucharon el veloz repiqueteo de unas zarpas pequeñas, y Sorak, con su excelente visión nocturna, distinguió una criatura que corría a cuatro patas, a poca distancia de ellos, siguiendo una ruta paralela.

—¿Qué es? —preguntó Ryana.

—Un rasclinn —respondió él.

—¿Aquí? —exclamó ella, sorprendida—. ¿En los llanos?

—No sé por qué, pero no creo que éste sea un rasclinn corriente —replicó Sorak.

Y, efectivamente, la criatura trotó por delante de ellos y atravesó su camino, para enseguida detenerse en medio del sendero. Una voz resonó en sus cabezas: Por aquí. Seguidme.

Abandonaron el camino para ir detrás del rasclinn, que echó a correr por entre los matorrales, lo que los obligó a aumentar la velocidad para no perderlo de vista. Pasado un rato, además del sordo golpeteo del animal contra la maleza, en dirección al pie de las laderas inferiores de las Montañas Mekillot, se podían oír también otros sonidos: sonoros crujidos delante de ellos y a su izquierda en un pequeño bosquecillo de árboles de pagafa.

—¿Qué son esos extraños crujidos? —preguntó Ryana.

—No lo sé —respondió Sorak frunciendo el entrecejo.

—¿No pensarás que es una trampa?

—No puedo creer que una pyreen nos conduzca a una trampa —afirmó Sorak—. Ha jurado servir a la causa de los protectores.

Los crujidos aumentaban de tono a medida que ellos se acercaban.

—No me gusta esto, Sorak —repuso ella, inquieta.

A los pocos instantes, Sorak exclamó:

—¡Antloids!

—¿Antloids? —repitió Ryana un tanto asustada y se detuvo.

—No tenemos por qué tener miedo —repuso él—. Los antloids son nuestros amigos, ¿recuerdas?

Rememoró cómo Chillido había llamado en una ocasión a los antloids para que lo ayudaran a rescatarlas a ella y a la princesa Korahna de las garras de Torian y sus mercenarios. Su temor disminuyó un poco, aunque no desapareció por completo. Momentos después, llegaban al bosquecillo de árboles de pagafa, donde Kara los aguardaba tras haber recuperado su apariencia normal.

Al abrigo del bosque, una docena o más de antloids trabajaban con ahínco; arrancaban ramas de los árboles de pagafa y las llevaban a otro grupo de antloids, que utilizaban sus mandíbulas para entretejerlas con las gruesas y resistentes hojas fibrosas de las plantas puñal. Éstas llegaban a alcanzar una altura de tres o más metros; las hojas eran anchas y largas, en forma de cuchilla, y medían entre metro y medio y dos metros de longitud. Algunos de los antloids recogían las hojas, las arrancaban de las plantas que crecían allí mismo, al pie de las laderas, y las llevaban a sus compañeros, que utilizaban mandíbulas y pinzas para desgarrarlas en finas tiras estrechas. Estas tiras las usaban luego para sujetar las ramas de pagafa entre sí, de modo que formaran una especie de estera de unos dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho. Cuando llegaron cerca de ellos, los antloids finalizaban ya su tarea; tejían juntas las últimas tiras y las sujetaban con cuidado, sellando los extremos con su pegajosa saliva, que al endurecerse se transformaba en una sustancia parecida al caucho.

—Éste es el motivo por el que no necesitabais los kanks —explicó Kara mientras los antloids acababan la fabricación de la estera—. Y ahora comprenderéis por qué Valsavis, por muy rastreador experto que sea, no encontrará un rastro que seguir.

Ryana miró fijamente la estera sin entender.

—No comprendo —dijo—. ¿No pretenderéis que arrastremos esa cosa pesada detrás de nosotros para borrar el rastro?

—No —respondió Kara—. Mi intención es que os montéis encima.

—¿Arrastrados por antloids, queréis decir? —dijo Sorak, y meneó la cabeza—. Eso no funcionaría. Valsavis podría seguir ese rastro con la misma facilidad que seguiría la trayectoria de una ruta de caravanas bien conocida.

—¿Por el aire? —inquirió Kara con una sonrisa.

—¿Por el aire? —repitió Ryana abriendo los ojos de par en par.

—¿Por qué andar cuando se puede volar? .

–¿Volar? —exclamó la sacerdotisa—. ¿Sobre eso? Pero ¿cómo?

—Transportados por el viento —dijo Sorak, que comprendió de improviso lo que Kara había planeado—. El viento producido por un espíritu aéreo.

—¿Vos? —preguntó Ryana contemplando a Kara atónita—. Pero... perdonadme... no dudo de vuestros poderes, señora, pero sostenernos durante tal distancia... Incluso un pyreen encontraría eso superior a sus posibilidades.

—Si fuera a hacerlo yo sola, sin duda que así sería —respondió ella—. Pero un pyreen no sólo puede adoptar la forma de un espíritu, sino también convocar a las fuerzas elementales. Observad...

Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y extendió los brazos en cruz. Vieron cómo sus labios se movían en silencio y, aunque su rostro mostraba una expresión de tranquila serenidad, se dieron cuenta de que estaba concentrándose con todas sus energías. Ambos lo sentían.

Una quietud se adueñó del bosque de pagafa. Todo estaba en completo silencio. No se oía el chirriar de pequeño insectos, ni gritos de aves nocturnas, ni siquiera una leve brisa. Era como si todo el mundo se hubiera detenido repentinamente para contener la respiración. Al cabo de un instante, a lo lejos, en lo alto de las montañas que se alzaban ante ellos, se escuchó el retumbar del trueno. Era la calma que precede a una tormenta del desierto. Transcurrieron unos instantes más, y enseguida sintieron en sus rostros la frialdad de una fuerte brisa que descendía con violencia de las alturas. Volvió a retumbar el trueno, y negras nubes se apelotonaron en el cielo, iluminado por la luz de las lunas; la brisa se tornó más fuerte, y les echó los cabellos hacia atrás con violencia. A larga distancia, oyeron el silbido de los vientos al unirse.

—Ahora —anunció Kara indicándoles que fueran hacia la estera que los antloids habían construido—. Ocupad vuestros puestos.

Ryana echó una ojeada a la pequeña y toscamente tejida plataforma de ramas de pagafa y hojas de plantas puñal sujetada, literalmente, a base de escupitajos, y de pronto lo último que deseaba era sentarse en ella.

—Rápido —les instó Kara.

—Vamos —dijo Sorak mientras tomaba su mano y tiraba de ella hacia la plataforma.

—Sorak, tengo miedo.

—No hay nada que temer —repuso él—. Estaré a tu lado. Kara no nos dejará caer.

Su tranquilidad y total sensación de seguridad apaciguaron los temores de la villichi. Entró en la alfombra con él, se acomodó y se sentó con las piernas cruzadas. Tragó saliva y apretó con fuerza la mano del muchacho sin querer soltarse. Él le oprimió la mano en un gesto tranquilizador.

—Confía en el Sendero —dijo—. Tienes que creer en la Senda del Protector.

—Lo hago —musitó ella—. Creo en ella.

El viento arreció. Los truenos retumbaron. Relámpagos difusos centelleaban en el cielo del desierto sobre sus cabezas y ofrecían una espectacular exhibición de pirotecnia natural. El viento descendió aullando de las montañas y tiró de sus cabellos y ropas. Ryana cerró los ojos.

—¡Sorak! —chilló.

—Estoy aquí —respondió él en tanto apretaba su mano y con la voz transmitía tranquilidad.

El viento soplaba ahora con la fuerza de un huracán. Ryana se aferró a la mano de Sorak y agarró la estera con la otra. Consiguió abrir los ojos con un tremendo esfuerzo, y lo que vio era tan increíble que no habría podido volverlos a cerrar aunque lo hubiera intentado.

Kara se encontraba a varios metros de distancia, la cabeza echada hacia atrás, los brazos extendidos con la larga cabellera plateada y la blanca túnica ondeando a su alrededor agitada por el viento. Y, mientras Ryana observaba, el viento se tornó realmente visible, tomó forma y se arremolinó alrededor de la pyreen como un torbellino; luego, se solidificó bajo la apariencia de tres embudos diferentes, mayores que simples remolinos de arena y más parecidos a las nubes embudo de los tornados del desierto, sólo que más pequeños y tupidos. En esos torbellinos de nubes arremolinadas, que iban ganando más y más fuerza a medida que giraban y giraban y seguían girando, Ryana pudo distinguir de improviso facciones. Las contempló con incredulidad, ya que aunque había oído historias sobre espíritus de la naturaleza, nunca había visto uno, y mucho menos tres. En el interior de esos embudos rotatorios de viento tempestuoso, vislumbró confusamente una tosca semblanza de ojos y bocas que parecían aullar como almas en pena.

La muchacha apretó aún con más fuerza la mano de Sorak y se aferró a ella con todas sus energías. Súbitamente, sintió una opresión increíble en el pecho. Intentó respirar, pero no podía llevar aire a sus pulmones. Y mientras Ryana seguía observando, incapaz de apartar la mirada a pesar de lo mucho que lo deseaba, Kara empezó a girar sobre sí misma con los brazos extendidos, pivotando con salvaje abandono, como una danzarina elfa. Su figura se volvió confusa; pareció difuminarse a medida que daba vueltas cada vez a mayor velocidad. Su contorno se fue tornando más y más borroso hasta que, también ella, desapareció por completo de la vista y se convirtió en un torbellino, igual que los tres espíritus que flotaban a su alrededor.

Y entonces los cuatro minitornados se unieron y entrelazaron violentamente para introducirse debajo de la estera en la que ellos estaban sentados y elevarla por los aires.

Ryana sintió cómo la plataforma daba un bandazo bajo su cuerpo y que luego se alzaba y empezaba a girar poco a poco a medida que la fuerza de todo el viento se reunía bajo ella. Sin saber de qué manera, la muchacha encontró vigor para volver a cerrar los ojos; los apretó con todas sus energías y se aferró a la mano de Sorak con tanta tenacidad como fue capaz. Si él le dijo algo, ella no pudo oírlo en medio del rugir del enfurecido viento.

La plataforma se elevó más y más, hasta dejar atrás las copas de los árboles del bosque de pagafa, y siguió subiendo, dando vueltas mientras se levantaba a cinco metros del suelo, luego a diez, después a quince, y más aún, cada vez más alto, hasta que, por fin, Ryana se obligó a abrir los ojos otra vez y vio cómo el desierto se extendía, muy lejano, a sus pies.

Contempló el pueblo de Paraje Salado desde una altura de decenas de metros; los edificios aparecían pulcramente encalados, iluminados por la luz de las antorchas y los braseros de las calles, como si fuera un poblado diminuto y no muy real. Entonces, el viento bajo ellos cambió, y empezaron a avanzar, acelerando a medida que eran arrastrados sobre el blanco desierto de sal que se extendía a sus pies.

Volaban sostenidos por los vientos, los espíritus aéreos que Kara había convocado y a los que se había unido. La rudimentaria alfombra sobre la que estaban flotaba como una pluma a merced de fuertes vientos y se inclinaba ligeramente al frente mientras los empujaban lejos de Paraje Salado, a través de la zona meridional de las Llanuras de Marfil, en dirección a las lejanas cuencas interiores de cieno. A su alrededor, el cielo nocturno aparecía iluminado por una lluvia de relámpagos que alumbraba el camino, el trueno retumbaba con un rugido ensordecedor y la tormenta creada por los espíritus barría el desierto con creciente velocidad.

Ryana se soltó de repente de la mano de Sorak y alzó los brazos al aire, chillando de alegría. Sus temores habían desaparecido, reemplazados por un regocijo hasta ahora desconocido para ella. Echó hacia atrás la cabeza y rió con un alborozo sin cortapisas que impregnaba todas las fibras de su cuerpo. Se sentía maravillosamente libre. Se volvió hacia Sorak y le echó los brazos al cuello; él la apretó contra sí, y ella supo que cualesquiera que fueran las pruebas que los aguardaban las encararía junto a él, sin miedo y con determinación, ya que sabía, sin el menor asomo de duda, que el camino que había elegido era el correcto, aquél para el que había nacido.

Incapaz de contenerse, gritó por encima del aullido del viento:

—¡Te quiero!

Sintió cómo los brazos del joven la ceñían con más fuerza, y oyó que le decía al oído:

—Lo sé. Yo también te quiero.

Y eso era todo lo que importaba.

Valsavis despertó por la mañana, poco después del amanecer. Se incorporó en el lecho y contempló a la curvilínea jovencita que estaba tendida junto a él. Había venido a dar masaje a sus músculos con sus fuertes y hábiles manos después de que regresara del enfrentamiento con los forajidos en la avenida de los Sueños, y se había quedado para atender, también, sus otras necesidades, lo que hizo con vehemencia y destreza.

Apenas si tenía veinte años; era, por lo tanto, lo bastante joven como para ser su hija —no, más bien su nieta, en realidad—. Su joven cuerpo esbelto y delgado resultaba hermoso e incitador allí tumbado bajo los primeros rayos del sol, con las sábanas echadas hacia atrás. Durante unos instantes, Valsavis se limitó a observarla mientras dormía: una pierna extendida, la otra ligeramente doblada, la suave curva de las caderas acentuada por su posición tumbada sobre un costado, una leve sonrisa en los labios. Contempló la rotundidad de sus bien proporcionados y jóvenes pechos, la firmeza de su cuerpo juvenil, y la luminosidad y tersura de su piel, que había respondido con estremecido ardor a sus caricias mientras hacían el amor durante la noche.

Valsavis recordó el modo como la muchacha había gemido en voz baja, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos mientras jadeaba y repetía su nombre una y otra vez. Sin embargo, a pesar de toda su belleza, de toda la ardiente pasión de su juventud, de toda la ternura que ella le había prodigado, una ternura cuya intensidad le había dado a entender que esta vez era mucho más que un simple servicio que realizaba por dinero; a pesar de todos los besos con los que lo había cubierto, besos que poseían el fervor de una joven que despertaba realmente por primera vez a los placeres de la carne con un hombre que sabía, por larga experiencia, cómo sacar a relucir toda la intensidad de la pasión en una mujer; a pesar de todo ello, por inmediatas y poderosas que aquellas sensaciones habían sido, lo único en lo que Valsavis pudo pensar mientras copulaba con ella fue en Ryana.

Había imaginado a la sacerdotisa villichi contemplándolo con una expresión llena de pasión y anhelo. Era su cuerpo el que había creído apretado contra el suyo, su voz la que había oído pronunciando su nombre una y otra vez. La hermosa joven resultaba, inconscientemente, una simple sustituta de lo que en realidad él quería y, con una gran contrariedad por su parte, sabía que no podía obtener.

Y en tanto contemplaba a la joven ahora —cuyo nombre ni siquiera recordaba—, en tanto la contemplaba allí tendida apaciblemente como si se tratara de la personificación de la juventud y la pasión, un sueño por el que muchos hombres de su edad venderían el alma, el mercenario sintió una desilusión y un anhelo que nunca antes había experimentado. Intentó superponer sobre las facciones dormidas el rostro de la joven sacerdotisa villichi y comprendió que hasta que no poseyera el objeto real de sus deseos jamás sabría lo que significaba la satisfacción total. Por primera vez en su vida, Valsavis sintió la necesidad de tener a una mujer, a una mujer concreta.

Cualquier otra cosa era simplemente una fantasía. Esta joven atractiva no había sido más que una sustituta que, no obstante su genuina emoción, lo dejaba con una sensación de pérdida y deseo vehemente que exigían satisfacción. Ninguna simple suplente, por muy joven y bella y apasionada que fuera, por muy auténticos que pudieran haber sido sus sentimientos y reacciones, satisfaría esa necesidad.

Valsavis salió de la cama con cuidado y empezó a vestirse rápidamente. «Esta noche —se dijo– partiremos en dirección a Bodach.» Irían al encuentro del Silencioso, que los guiaría por la ciudad de los no muertos. Seguía sin creer que la mujer fuera quien decía ser, pero, en cualquier caso, no importaba demasiado. El aliciente era Bodach, tanto por las riquezas como por los terrores que contenía. Para muchos hombres, esto hubiera representado una fatalidad que les habría helado la sangre en las venas, pero para Valsavis sólo significaba un estímulo más, un desafío a su inteligencia y destreza, una aventura que le haría hervir la sangre y sentirse vivo. Estaba ansioso de que llegara el momento de iniciarla.

Intentó imaginar cómo sería combatir contra no muertos. Ningún guerrero podía enfrentarse a un adversario más peligroso y aterrador. Sería el examen definitivo de un hombre que había dedicado su vida a superar pruebas y supondría un desenlace en uno u otro sentido. Si Sorak encontraba el talismán conocido como el Peto de Argentum, Valsavis tendría que quitárselo. Habría de vencer a un maestro del Sendero; un elfling cuya capacidad de resistencia y energía rivalizaban con la de los mejores guerreros humanos; un adversario con una espada mágica capaz de abrirse paso por entre cualquier obstáculo o arma; un enemigo que poseía aquello que Valsavis más deseaba: la lealtad y el afecto de una sacerdotisa villichi que podía competir con cualquier hombre y por la que valía la pena hacer lo que fuera con tal de ganarse su devoción.

Valsavis bajó la mirada hacia la hermosa muchacha que dormía tranquilamente en su lecho y decidió que ninguna sustituta podría servir a partir de ahora. Había resultado agradable, pero el placer había sido efímero y, en el fondo, poco satisfactorio. Sólo conocía una mujer realmente digna de él, una mujer que podía desafiarlo en todos los niveles. No existía más que una mujer que valiera la pena obtener, y no importaba a qué precio. Su nombre era Ryana.

«Cuando llegue el momento —se dijo—, mataré al elfling; pero a la sacerdotisa la reclamaré como trofeo, tal y como el Rey Espectro prometió.» Y si no podía tenerla, entonces ella tendría que morir. «Serás mía, Ryana —pensó—, aunque nos cueste la vida a los dos. De uno u otro modo, vas a ser mía, bien en la cama o en el campo de batalla. Resígnate porque es inevitable.»

Terminó de vestirse y se abrochó el cinto del que colgaba su espada. No tardarían mucho en reunirse con el Silencioso e iniciar el viaje a través de las Llanuras de Marfil en dirección a la ciudad de los no muertos. Decidió, ir a su habitación e invitarlos a desayunar con él; tenían muchas cosas de que hablar.

Estaba seguro de que sospechaban de él, pero también sabía que no podían permitirse prescindir de sus conocimientos en lo tocante a sobrevivir en Bodach. «Sí, desde luego —pensó—, tanto si confían en mí como si no, me necesitan.» Y mientras ése fuera el caso, era él quien llevaba ventaja.

No obtuvo respuesta cuando llamó a la puerta. Vino a su mente la imagen de ambos en la cama, y sintió un acceso de cólera que controló con un gran esfuerzo. «No —se recordó—, aún no. Aún no. Ahora no es el momento. Pero pronto.» Volvió a llamar. Siguió sin haber contestación. Apoyó la oreja en la puerta. ¿Acaso no lo habrían oído? Parecía improbable. Ambos eran avezados viajeros del desierto, lo que significaba que tenían el sueño ligero. En el desierto, había que despertarse al instante, alerta y listo, si se quería sobrevivir.

Volvió a llamar.

—¡Sorak! —gritó—. ¡Ryana! ¡Abrid la puerta! ¡Soy yo, Valsavis!

No contestaron. Probó la puerta. El pestillo no estaba corrido, y la abrió de par en par. En la habitación no había nadie, y se dio cuenta de que los postigos de la ventana no estaban cerrados; fue entonces cuando advirtió que sus mochilas habían desaparecido y que nadie había dormido en las camas. Se encaminó a toda prisa al comedor, pero no había ni rastro de ellos entre los clientes que desayunaban. Regresó corriendo al vestíbulo.

—Mis dos compañeros —dijo al recepcionista—, los que te pagué para que vigilaras..., ¿los has visto?

—No, señor —respondió él—. No desde anoche, cuando llegaron con vos.

—¿No se han ido?

—Si lo hicieron, señor, no pasaron junto a mí, os lo aseguro. Pero podéis hablar con el portero.

Valsavis lo hizo, pero el hombre situado en la entrada tampoco los había visto. El mercenario recordó los postigos abiertos de la ventana de la habitación y volvió a entrar en el jardín. Abandonó el sendero y avanzó por entre las plantas hasta llegar al lugar al que daba la habitación de Sorak y Ryana. Examinó el suelo bajo la ventana y acto seguido lanzó un juramento en voz baja. Se habían marchado por la ventana; sin duda, durante la noche, mientras él se divertía estúpidamente con la muchacha. Siguió el rastro hasta la pared; eso explicaba por qué el portero no los había visto. Reconoció claramente el punto donde Ryana se había detenido para ayudar a Sorak a subir, y luego el lugar en el que había arañado con el pie en la tapia cuando él la ayudó a llegar hasta arriba.

Regresó a toda prisa a su habitación y reunió de cualquier manera sus cosas; después abandonó la posada y corrió hacia la avenida de los Sueños. Pasó junto a los emporios de bellayerba y atravesó la plazoleta donde se habían enfrentado a los bandidos; nada quedaba ahora que indicara que había habido una contienda, a excepción de un poco de sangre seca sobre los adoquines. Llegó a la tienda del boticario y abrió la puerta de golpe.

—¡Boticario! —llamó—. ¡Viejo! Maldito seas, cualquiera que sea tu nombre, ¿dónde estás?

Kallis salió de detrás de la cortina de cuentas.

—¡Ah! —exclamó el hombre de larga barba al ver a Valsavis—, ¿de regreso tan pronto? Oí que hubo un altercado anoche. ¿Fuisteis herido, quizás? ¿Buscáis una cataplasma curativa?

—¡Al infierno con vuestras cataplasmas y pociones! —rugió Valsavis—. ¿Dónde está esa mal llamada el Silencioso?

—Se ha ido —respondió el anciano boticario sacudiendo la cabeza.

—¿Ido? ¿Dónde?

—No lo sé. Ella no siempre me confía sus cosas, sabéis.

—Creo adivinar adónde ha ido —replicó Valsavis apretando los dientes—. ¿Cuándo se fue?

—En realidad, no lo sé —respondió el otro—. No la he visto desde anoche, cuando vos estuvisteis aquí con vuestros amigos.

—¿Y los otros? Los dos que me acompañaban anoche. ¿Regresaron?

—No. —Kallis volvió a negar con la cabeza—. Tampoco los he visto. Sin embargo, puedo notar que estáis bastante trastornado y nervioso. Eso no es bueno para el cuerpo. ¿Estáis seguro de que no puedo ofreceros algún...?

Pero el mercenario salía ya de la botica. Maldiciéndose por ser tan idiota, corrió a los establos de la puerta este. El encargado de los establos tampoco los había visto. Los kanks en los que habían llegado seguían en sus pesebres, y ninguno de los que habían vendido había salido tampoco de allí; sin duda, los bandidos pensaron en reclamarlos a la vuelta, pero no pudieron regresar. Valsavis comprobó rápidamente los otros establos de la zona, por si habían intentado engañarlo obteniendo montura en otro sitio; sin embargo, nadie había visto a Sorak y Ryana ni a persona alguna que respondiera a la descripción del Silencioso.

«¿Es posible? —se preguntó Sorak—. ¿Pueden realmente haber marchado a pie?» Debieron de pensar que los kanks dejarían un rastro demasiado fácil de seguir, pero, de todos modos, él ya sabía adónde iban y, montado, podría alcanzarlos enseguida si es que marchaban a pie. «Indudablemente, han debido pensarlo —se dijo—. ¿Por qué ir a pie? No tiene ningún sentido.»

Atravesó la puerta de la ciudad, pero con todo el tráfico que iba y venía, era imposible encontrar unas huellas concretas en el sendero que conducía hasta la entrada del poblado. «Sin embargo, en algún punto —se dijo—, han tenido que abandonar el sendero y encaminarse hacia el sur, a través de la llanura, en dirección a Bodach.» Regresó al establo a buscar su kank y los pertrechos que tenía allí guardados. Le costaría algo de tiempo reabastecerse y sacar suficiente agua del pozo para llenar los odres, pero si habían marchado a pie, como parecía ser el caso, atraparlos no sería un problema.

Se tardaba mucho más en ir de Paraje Salado a Bodach que de Nibenay a Paraje Salado. En dirección sur, no había que recorrer una extensión tan grande de las Llanuras de Marfil, pero al llegar a las cuencas interiores de cieno, como impedían el paso, había que girar al este o al oeste y rodearlas. No importaba mucho qué dirección escogieran, porque tanto una como otra tenían la misma distancia. Se verían obligados a dar toda la vuelta a las cuencas de cieno y a seguir la punta de tierra que separaba las cuencas del estuario de la Lengua Bífida, lo que significaba que tendrían que realizar un amplio y largo rodeo hasta llegar a la península que se adentraba en las cuencas. En el extremo de esa península, se encontraba Bodach. «Han de seguir esa ruta, yendo por un camino o por otro, a menos —se dijo Valsavis– que dispongan de algún medio para cruzar las cuencas de cieno.» Pero no se le ocurría cómo podían hacerlo.

Las cuencas de cieno eran profundas y anchas, con varias islas desiertas en el centro, donde todo lo que podía encontrarse era arena. No crecía nada en sus orillas, ni siquiera la vegetación más frugal del desierto, pues se trataba de una de las zonas más yermas y desoladas de Athas. No existía la posibilidad de construir una balsa y cruzar con la ayuda de una pértiga, porque no habría nada con lo que construir tal balsa. Y tampoco había nadie allí para transportarlos al otro lado. Ni un alma habitaba en las cuencas de cieno, ni en ningún sitio en un radio de varios kilómetros alrededor de Bodach.

La única posibilidad era que se dirigieran al pequeño pueblo de Ledópolus del Norte, en la orilla norte del estuario; quizás encontrarían allí una balsa con la que pudieran cruzar, pero en ese caso tendrían que arrastrarla hasta las cuencas de cieno, y el desvío hasta Ledópolus del Norte les representaría tardar lo mismo que si se dirigían a Bodach por tierra.

«No —pensó Valsavis—, tendrán que rodear las cuencas, y a pie, el viaje resultaría brutal y requeriría muchísimo tiempo.» ¿En qué estaban pensando? A menos, tal vez, que hubiera algo que él no sabía.

Se abasteció de provisiones y sacó más agua; luego, montó en su kank y atravesó la puerta. La carretera que salía de la puerta este del poblado conducía de vuelta al desfiladero que cruzaba las Montañas Mekillot. Ellos tendrían que abandonar el sendero en algún momento antes de llegar al desfiladero. No habían salido por la puerta oeste, pues los había descrito detalladamente al encargado de la puerta este, y el hombre recordaba haberlos visto salir justo después de iniciar su turno la noche anterior. El encargado insistió en que se habían marchado a pie.

Era aún muy temprano. El encargado de la puerta empezaba a prepararse para abandonar su turno cuando Valsavis lo interrogó, lo que quería decir que se habían ido bien entrada la noche. Como máximo, podían llevarle unas seis o siete horas de ventaja, y viajaban sin haber dormido. El mercenario sacudió la cabeza, perplejo. Debían haberse vuelto locos. Parecía increíble que pudieran ser tan insensatos. ¿Qué esperaban conseguir con esto? ¿Realmente pensaban que podían perderlo de este modo?

Siguió el camino que conducía hasta el desfiladero, cabalgando despacio y observando el suelo a ambos lados para ver por dónde se habían desviado. La lógica dictaba que debían haberse desviado a la izquierda, directamente hacia el sur, pero podrían haber intentado desviarse a la derecha y luego volver a dar la vuelta para despistarlo. Tras cabalgar un corto trecho, Valsavis encontró el lugar en el que habían abandonado la carretera. Y era hacia la derecha. Sonrió de oreja a oreja. Tal y como había esperado, habían vuelto sobre sus pasos. ¿Realmente esperaban engañarlo con esto?

Sin embargo, su sonrisa de superioridad no tardó en desvanecerse cuando vio que el rastro no conducía de vuelta al lugar del que venían, volviendo sobre sí mismo en una trayectoria paralela a la carretera, sino que iba hacia el norte, en dirección a las laderas de las estribaciones inferiores. Marchaban, en dirección opuesta, ¡hacia las montañas! ¿Por qué?

Al cabo de un rato, llegó a un bosquecillo de árboles de pagafa, y allí el rastro, sencillamente, desapareció. Desmontó y miró a su alrededor, perplejo; luego, con sumo cuidado, examinó toda la zona. Por todas partes se veían huellas de antloids. ¿Habrían sido víctimas de estos animales? Una vez más, aquello no parecía tener sentido. No eran inexpertos habitantes de la gran ciudad, sino todo lo contrario. No se habrían dado de bruces con un grupo de antloids, y, por otra parte, los antloids no acostumbraban a molestarse en atacar humanos... o elflings, que para el caso era lo mismo. Las obreras no atacaban en absoluto, y los antloids soldados sólo lo hacían si consideraban que su nido estaba siendo amenazado o si los acompañaba una reina.

Se decía que los pyreens poseían afinidad con las criaturas de la naturaleza, pero de todos modos las señales que había seguido mostraban únicamente dos pares de huellas: las de Sorak y las de Ryana. No se veía ni rastro de la mujer. Valsavis paseó la mirada en derredor. Las ramas de los árboles cercanos estaban arrancadas y a algunas de las plantas puñal también les faltaban hojas; por otra parte, el suelo de la zona, y en especial en el centro del bosque de pagafa, mostraba indicios de una frenética actividad. ¿Qué habían estado haciendo los antloids? ¿Por qué habían venido Sorak y Ryana aquí?

Además de las ramas limpiamente arrancadas por los antloids, se veían también señales de ramas arrancadas y desgarradas por una violenta tormenta, pero era una tormenta que parecía haber sido sumamente localizada. Tales cosas pasaban en el desierto, Valsavis lo sabía, pero resultaba curioso que hubiera sucedido aquí, junto con todas esas otras curiosas huellas. Frunció el entrecejo. Exactamente, ¿qué había sucedido aquí?

Recorrió a la inversa el rastro que Sorak y Ryana habían dejado. Habían estado corriendo. Eso quedaba claro. Lo sabía por la distribución del peso. Pero ¿por qué? ¿Para alcanzar el bosque? ¿Por qué esa prisa?

A menos, se dijo Valsavis, que hubieran corrido para mantenerse a la altura de alguien... o algo. Se agachó y examinó el rastro con suma atención. Sí, ahí estaba. Las huellas de un rasclinn. ¿Qué hacía un rasclinn aquí en las tierras llanas? Éste no era su hábitat normal, aunque, por otra parte, a lo mejor no era un rasclinn corriente. Quizás el Silencioso, o más bien la Silenciosa, era realmente una pyreen, un ser con poderes para transformarse.

Siguió las señales del rasclinn. Eran más difíciles de detectar que las huellas dejadas por Sorak y Ryana, pero no había duda sobre ellas. El rastro conducía directamente a los árboles y luego desaparecía, al igual que había desaparecido el rastro de Sorak y Ryana. Pero ¿adónde? ¿Cómo?

El mercenario sabía que debía existir una respuesta. Tenía que estar en los rastros. Antloids llevando a cabo una extraña y desconocida tarea y dejando tras ellos huellas que nada tenían que ver con su comportamiento normal; un rasclinn que conducía a Sorak y a Ryana hasta el bosquecillo, y que después se desvanecía sin dejar vestigio; y señales de una violenta tormenta, una tormenta muy intensa y muy localizada. O si no era eso...

—¿Un espíritu de la naturaleza? —inquirió Valsavis en voz alta y maldijo en voz baja. Todas las pruebas de que disponía parecían señalar la misma posibilidad. Aquella mujer era una pyreen, una transformista capaz de influir en el comportamiento de animales y convocar a los espíritus aéreos. Pero ¿con qué objetivo? ¿En qué habían estado trabajando los antloids?

Paseó por el lugar un poco más. El suelo estaba revuelto, pero no tan sólo por los antloids moviéndose de un lado a otro, sino por la violencia de la tormenta, como si hubiera aterrizado un pequeño tornado. O tal vez varios tornados. ¿Varios espíritus de la naturaleza? Era posible. ¿A cuántos había convocado la pyreen?

Algo en el suelo llamó su atención, y se inclinó para recogerlo. Era un pedazo de hoja de planta puñal desgarrado con sumo cuidado en sentido longitudinal y deshilado para convertirlo en un hilo. «Un hilo», se dijo. Resultaría un hilo muy resistente. Algo que podía usarse para sujetar las ramas que los antloids habían cortado a los árboles de pagafa...

—¿Una balsa? —exclamó en voz alta.

Y, de improviso, todo encajó. Sorak y Ryana habían venido al bosquecillo, y no se veía la menor señal de un rastro que lo abandonara. Era como si se hubieran evaporado en el aire. ¡O también como si se hubieran elevado por los aires! Levantados por espíritus conjurados por la pyreen.

Valsavis arrojó el trozo de hoja de planta puñal de nuevo al suelo con expresión de repugnancia. «Claro —pensó—. Ahora todo tiene sentido; ése es el motivo por el que dejaron los kanks en el pueblo.» No habían marchado a pie, después de todo, sino que habían dispuesto de un medio de transporte mucho más veloz, una balsa de madera construida por los antloids siguiendo las instrucciones de la pyreen y sostenida en el aire por los espíritus que ella misma había convocado. Eso solucionaba también a la perfección el problema del tiempo que se tardaba en circunvalar las cuencas de cieno porque ya no tenían que rodearlas; sencillamente, volarían por encima. Comprendió con amargura que de este modo no conseguiría alcanzarlos. Había fracasado, y sólo él tenía la culpa. Los había subestimado, había estado demasiado seguro de sí mismo, y ahora tendría que pagar por ello.

«Bien —pensó—, que no se diga nunca que Valsavis no acepta la responsabilidad de sus errores.» Alzó la mano para contemplar con fijeza el anillo de oro de su dedo y, concentrándose, clavó los ojos en él durante un buen rato. Entonces, empezó a sentir un cosquilleo en la mano y el párpado dorado se abrió.

¿Tienes algo que informar?, preguntó la voz del Rey Espectro dentro de su mente.

—Sí, mi señor. Me temo que os he fallado.

Se produjo un momentáneo silencio en su cerebro, pero enseguida la voz volvió a hablar:

¿Cómo?

El mercenario contó rápidamente al monarca lo que había descubierto, sin omitir su responsabilidad al permitir que escaparan. Cuando hubo finalizado, el Rey Espectro no contestó inmediatamente. El dorado ojo lo contempló durante un largo rato; luego, parpadeó una vez.

Has cometido un error, Valsavis, dijo Nibenay. Por fortuna, podría no ser irreparable. Ocúpate de que no vuelva a suceder. Quédate donde estás. Te haré llegar un modo de seguirlos.

El párpado se cerró.

¿Un modo de seguirlos? ¿Qué había querido decir Nibenay con aquello? ¿Cómo podía él ir tras ellos? ¿Podía el Rey Espectro concederle la facultad de volar? ¿Y a tanta distancia? Nibenay era un hechicero poderoso, pero sin duda ¡ni siquiera él podía lanzar un conjuro que atravesara las Llanuras de Marfil y las Montañas Mekillot! Era evidente, no obstante, que pensaba hacer alguna cosa. Y al parecer estaba dispuesto a perdonarle la equivocación. ¡Eso no era ninguna insignificancia! Aunque de algo sí que estaba seguro: Nibenay no lo perdonaría dos veces.

«Quédate donde estás», le había dicho. Bueno, eso sí podía hacerlo; en especial, porque no parecía que hubiera otra cosa que pudiera hacer. Pero ¿cuánto tiempo tenía que permanecer allí? Hasta que el soberano realizara lo que fuera que iba a hacer, sin duda alguna. Valsavis no había desayunado todavía, de modo que se encaminó hacia el kank y sacó unas cuantas provisiones, luego se sentó en el suelo y empezó a comer.

Una hora después, seguía aguardando. Había transcurrido ya gran parte de la segunda hora, cuando una sombra pasó por encima de Valsavis. Éste levantó la cabeza. La sombra volvió a sobrevolarlo. Era un roc. La enorme ave medía unos quince metros desde la cabeza a las plumas de la cola, con una envergadura de más de treinta metros. El pájaro describió un círculo, lanzó un único chillido y descendió en picado.

Valsavis echó mano de su espada, pero entonces se dio cuenta de que la criatura no se abatía sobre él. Planeaba para aterrizar. Éste era el modo de seguirlos que Nibenay había enviado desde las Montañas Barrera. Una sonrisa apareció en el rostro de Valsavis. El ave se posó en el suelo y permaneció allí inmóvil, ladeando la enorme y aterradora cabeza para mirarlo.

—Un momento, mi emplumado amigo —indicó el mercenario, mientras retiraba parte de las provisiones de su kank y se echaba las bolsas al hombro. Tendría que dejar el resto allí, junto con el kank, desde luego, sólo se podía llevar lo que podía cargar. De todos modos, sería suficiente ahora que ya no tenía que cruzar el desierto y rodear las cuencas interiores de cieno. Volaría por encima, igual que Sorak, Ryana y la pyreen.

Montó sobre el inmenso lomo del roc y cruzó las piernas alrededor de su grueso cuello. El enorme pájaro lanzó un chillido, agitó las gigantescas alas y se lanzó hacia lo alto. Los otros llegarían a Bodach pensando que lo habían dejado atrás, seguros de que nunca podría alcanzarlos a tiempo.

Valsavis sonrió. Se equivocaban.

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