6

La avenida de los Sueños era una vía estrecha y sinuosa, poco más que un callejón que serpenteaba al sur de la calle Mayor. A diferencia de las construcciones pulcramente encaladas del centro de Paraje Salado, el enlucido de los edificios de esta zona era de un pálido tono terroso y ninguno de ellos superaba los dos pisos. Estaban bien conservados, pero mostraban su edad, y, si bien todas las ventanas tenían postigos de madera para protegerse del calor, no existían arcadas bajo las que pasear, aunque la mayoría de las casas tenía portales de acceso cubiertos.

La calle, prácticamente a oscuras, se iluminaba sólo por la luz de las lunas y algunas lámparas de aceite junto a los portales. También aquí la pavimentación era de ladrillos de color rojo oscuro, pero era una pavimentación vieja, y muchos de los ladrillos se habían hundido o elevado ligeramente, lo que daba a la calle una superficie irregular y un tanto ondulada.

Se acercaban a lo que en una ocasión debió de ser el centro del antiguo poblado, antes de que se convirtiera en la pequeña meca del juego y la diversión en el desierto que ahora era. A Sorak le recordó un poco los suburbios de Tyr, sólo que aquí no había chozas de madera a punto de derrumbarse en cualquier momento ni basura en las calles. Los edificios eran de viejos ladrillos de adobe secados al sol, con todas las esquinas suavemente redondeadas, y no se veían mendigos acurrucados contra las paredes de las casas, con las manos extendidas para pedir. Tampoco había prostitutas en esta zona del pueblo, lo que parecía insólito si se tenía en cuenta la cantidad que habían visto en la calle principal. Pero Sorak descubrió que la avenida de los Sueños ofrecía un tipo muy distinto de tentación.

—¿Qué es este extraño olor dulzón tan empalagoso? —preguntó Ryana olfateando el aire.

—Bellayerba —respondió Valsavis con una mueca.

—Pero yo he visto bellayerba —dijo ella, y le dirigió una sorprendida mirada—. Es una pequeña planta trepadora del desierto de diminutas hojas gruesas de color verde oscuro y grandes flores blancas acampanadas. Secas, poseen ciertas propiedades curativas, y además no huelen de esta forma en absoluto.

—Las flores en sí, no —coincidió Valsavis—. Pero la planta posee otros usos que la hermandad villichi, sin duda, conoce bien. Sin embargo, es evidente que a ti no te los habían enseñado todavía.

—¿Qué clase de usos? —preguntó ella, curiosa—. Pensaba que, a estas alturas, ya lo había aprendido todo sobre las propiedades medicinales y otras aplicaciones de la mayoría de las plantas que crecen en Athas.

—Una vez secas y finamente cortadas, las gruesas hojas de la bellayerba se mezclan con las semillas que la misma planta produce, previamente trituradas hasta haberlas convertido en polvo —explicó Valsavis—. La mezcla se empapa luego con vino y se almacena en toneles de madera. Por lo general, se utiliza la madera de pagafa, ya que proporciona un aroma especial a la mezcla. Se deja macerar durante un tiempo, y, cuando el proceso se ha completado, el producto final es una aromática mezcla para fumar. Entonces, se introduce en pequeñas cantidades en pipas de arcilla; una vez encendidas, el humo se inhala con fuerza hacia el interior de los pulmones y se mantiene allí tanto como sea posible antes de exhalarlo. Después de unas cuantas pipadas, el fumador empieza a experimentar una agradable sensación de euforia, y, al cabo de un rato, se inician las visiones.

—¿Así que se trata de una planta alucinógena? —inquirió Sorak.

—Una particularmente peligrosa —replicó Valsavis– porque sus efectos son engañosos.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Ryana mientras recorrían la serpenteante calle con el fuerte aroma de la bellayerba invadiendo el exterior desde los portales y las ventanas.

—La euforia que se siente al principio es sumamente agradable y dulce —siguió el mercenario—. La visión se nubla un poco y todo adquiere una especie de suavidad, como si se contemplara el mundo a través de una fina gasa transparente. Entonces, se experimenta un agradable calorcillo que, poco a poco, se apodera de todo el cuerpo y produce una embriagadora lasitud. La mayoría siente un cierto mareo al principio, pero esa sensación no tarda mucho en desaparecer. Te encuentras muy relajado e indiferente a lo que te rodea, y piensas que nunca antes habías experimentado una sensación de dicha tan dulce y pacífica.

—Eso no parece muy peligroso —objetó Sorak.

–Es mucho más peligroso de lo que crees —dijo Valsavis—, precisamente porque parece tan inofensivo y agradable. Si fumas una sola pipa, te detienes ahí y no vuelves a tocar nunca más la nociva mezcla, es probable que no salgas muy perjudicado; pero eso no se consigue con facilidad. Todo lo que hace falta es una única pipa. Ni siquiera eso: tan sólo dos o tres pipadas acostumbran a ser suficientes para producir un intenso deseo de más, un ansia que es sumamente difícil de resistir. Una segunda pipa no hará más que aumentar el grado de placer y empezar a crear visiones. Al principio, serán únicamente alucinaciones visuales de poca importancia. Si miras a alguien que esté sentado frente a ti, por ejemplo, de improviso te puede parecer que está flotando a pocos metros del suelo, y sus facciones quizás empiecen a alterarse; el efecto varía según el individuo. Tal vez veas a tu madre o a tu padre, o la persona puede adoptar el aspecto de la esposa o la amante, alguien que ha estado siempre en el pensamiento. Verás remolinos de colores en el aire, y las motas de polvo parecerán danzar y centellear con violencia. Y cuanto más fumes, más intensas se volverán las visiones. Tras una tercera pipa, a menos que tu voluntad sea muy fuerte, generalmente quedas por completo desconectado del mundo que te rodea.

—¿Cómo es eso? —preguntó Sorak—. ¿Te refieres a que entras en trance?

—Por decirlo así —contestó Valsavis—. Sigues despierto, pero penetras en un mundo de sueños poblado por creaciones de tu propia mente, a la que el pernicioso humo ha estimulado en demasía. Se ven cosas fantásticas que desafían la realidad. En este mundo irreal, puedes descubrir que eres capaz de volar, y pasar el tiempo planeando por el aire como un tajaplumas sobre un universo de maravillas indescriptibles. O puedes encontrarte con que sabes utilizar la magia como ningún mago lo ha hecho jamás, y sentirte omnipotente en tu mundo imaginario. No querrás que esa experiencia acabe y, cuando lo haga, no desearás otra cosa que repetirla una y otra vez. En comparación, tu vida normal parecerá de repente anodina, uniforme y sin brillo. Llegado ese punto, la droga habrá impregnado tu ser y resistirla será casi imposible. Cuanta más bellayerba fumes —continuó Valsavis—, más desconectado quedarás de la realidad de tu existencia. Serán las visiones las que te parezcan reales, y la vida sin bellayerba adquirirá el aspecto de una pesadilla, de la que te ves empujado a huir a cualquier precio. Venderás todas tus posesiones, te degradarás, realizarás cualquier tarea que te produzca dinero con tal de comprar más bellayerba y encontrar un agradable refugio en tus visiones. Sin embargo, si bien la droga estimula el cerebro para que cree esas visiones fabulosas, al mismo tiempo embota la inteligencia, y cuando no estás bajo sus efectos, a menudo, te resulta difícil realizar cualquier tipo de tarea que no sea de las más sencillas. Los movimientos se vuelven lentos y pesados, y pierdes incluso el ingenio para robar y así poder costearte el vicio.

»Y hay algunos —siguió contando el mercenario– que entran en sus mundos ficticios para no volver a salir jamás. Esas personas son, en muchos sentidos, las más afortunadas de entre las víctimas de esta terrible droga porque nunca se dan cuenta de lo que les ha sucedido. Para aquellos que han caído bajo la servidumbre de la bellayerba, la ignorancia puede ser, realmente, una bendición, porque el resto se vuelve tan por completo dependiente de ella que nada más parece importar. Con el tiempo, cuando sus fortunas se hayan agotado y hayan vendido todo lo que poseían, sólo les quedará el recurso de venderse a sí mismos y vivirán el resto de la vida como esclavos, sin resultar nada caros a sus amos, puesto que se les controla con facilidad y no necesitan gran cosa en lo referente a comida y alojamiento. En tanto tengan bellayerba para fumar, realizarán sus tareas con mansedumbre, soportando cualquier ultraje; mientras, se consumirán poco a poco.

—¡Qué horrible! —exclamó Ryana.

Miró a su alrededor con una sensación de inquietud nueva en ella. Los edificios ante los que pasaban eran pequeños emporios dedicados a la consecución de esta mortífera y virulentamente adictiva euforia. Entonces comprendieron por qué la poca gente que veían por la calle se movía con tanta apatía.

–Si permanecemos aquí el tiempo suficiente —indicó Valsavis—, el olor del humo que flota en el aire empezará a parecernos más y más agradable, y nos afectará de la misma forma en que el olor del pan recién hecho afecta al hambriento. Sentiremos un poderoso impulso de entrar en uno de estos emporios y probar un poco de este extrañamente irresistible humo. Y si somos tan estúpidos como para sucumbir a la tentación, nos recibirán calurosamente y nos conducirán a una cómoda salita, donde nos facilitarán pipas a un precio tan razonable que a nadie se le ocurriría rechazarlas, y eso sería el principio del fin. Descubriríamos que la segunda pipa nos costaría más cara, y la tercera aún más, y el precio iría subiendo. No tardarían mucho en sacarnos de la lujosa comodidad de la salita y conducirnos a unas diminutas habitaciones atestadas, que están situadas en la parte trasera, ocupadas por toscos lechos de listones de madera apilados hasta el techo para que puedan tumbarse hasta seis personas o más como si se tratara de mercancías amontonadas en las estanterías de un almacén. Cuando llegara ese momento, nosotros ya no podríamos protestar. Al final, diríamos cualquier cosa, haríamos cualquier cosa, firmaríamos cualquier pedazo de papel que nos concediera una pipa más. Y antes de que transcurriera demasiado tiempo, los traficantes de esclavos llegarían y nos comprarían por partidas.

—¿Cómo sabes todo esto? —inquirió Ryana dirigiendo una intranquila mirada al mercenario. Su relato resultaba demasiado desagradable, como si lo hubiera experimentado en sí mismo.

—Porque, en mi juventud, trabajé en una ocasión para uno de tales traficantes de esclavos —respondió él—. Esto fue suficiente para aniquilar en mí definitivamente cualquier tentación de introducir el odioso humo de bellayerba en mis pulmones. Antes que eso preferiría abrirme las venas y morir desangrado en la calle. Si hay algo que la experiencia me ha enseñado en todos estos años, es que cualquier intento de llevar la paz, la alegría o la satisfacción a nuestra vida por medios artificiales es seguir un camino equivocado. Estas cosas se encuentran contemplando la vida con mirada serena y clara, enfrentándote a las duras adversidades y superándolas mediante la voluntad, el esfuerzo y la determinación. Solamente ahí se encuentra la auténtica satisfacción. El resto es tan ilusorio como las visiones producidas por el humo dulzón de la bellayerba. Todo apariencias pero sin sustancia.

—Abandonemos este lugar terrible —indicó Ryana—. No deseo oler durante más tiempo el aroma de este humo letal. Empieza a parecerme agradable, y ahora ese solo pensamiento me da náuseas.

Siguieron adelante a toda prisa por la avenida de los Sueños, dejando atrás el nauseabundo olor, y no tardaron en llegar a una zona aún más antigua de la población, donde los edificios mostraban mayores señales de vejez. Atravesaron una pequeña plaza cuadrada con un pozo en el centro, y continuaron adelante por la serpenteante calleja. Aquí las casas eran más pequeñas y estaban más apiñadas, tenían un solo piso y casi todas parecían viviendas, aunque se veía alguna que otra tienda que vendía artículos diversos, como alfombras, ropas o carne fresca, y otros productos. A poco de dejar atrás una pequeña panadería, llegaron frente a un estrecho edificio de dos pisos, con un cartel de madera colgado sobre la entrada, en el que, con letras verdes, estaba pintado el rótulo El Sendero Benévolo. Debajo del nombre podía leerse la palabra botica.

Era tarde, pero ardía una lámpara en el escaparate, cuyos postigos estaban abiertos para dejar entrar la fresca brisa nocturna. Se acercaron a la puerta principal y descubrieron que no estaba cerrada. Cuando la abrieron, ésta rozó una ristra de trocitos de nervadura de cacto que colgaban sobre la puerta, los cuales emitieron un tintineo alertando al propietario de que alguien había entrado en el local.

La tienda era pequeña y tenía forma de rectángulo estrecho. A lo largo de una de las paredes, estaba el mostrador de madera, y sobre éste, había varios instrumentos para pesar, cortar, machacar y mezclar hierbas y polvos. Detrás del mostrador, se veían estanterías que contenían hileras de botellas de cristal y jarras de cerámica, todas bien etiquetadas y llenas de diferentes hierbas secas y polvos. Se distinguían otras estanterías parecidas por toda la habitación, desde el suelo al techo, y en muchas había botellas con distintos líquidos y pociones. Del techo pendían ristras de hierbas colgadas a secar; inundaban la tienda de un maravilloso aroma acre, que desterró por completo cualquier recuerdo del olor dulzón del humo de la bellayerba.

Un hombrecillo ataviado con una sencilla túnica marrón salió de detrás de una cortina de cuentas situada al fondo, en el otro extremo del mostrador. Se aproximó arrastrando los pies al andar y manteniendo las ancianas manos, llenas de manchas parduzcas, cruzadas delante de él. Estaba casi completamente calvo, y lucía una larga y fina barba blanca. Tenía el rostro surcado de arrugas, y los oscuros ojos castaños, enmarcados por profundas patas de gallo, mostraban una expresión amable.

—Bienvenidos y buenas noches, amigos —saludó—. Me llamo Kallis, el boticario. ¿En qué puedo serviros?

—Vuestro nombre y la situación de la tienda nos los dio el gerente de El Palacio del Desierto —indicó Sorak—, nos pidió que mencionáramos su nombre.

—¡Ah, sí! —respondió el anciano boticario y luego añadió–: Me envía muchos clientes. Es mi hijo, sabéis.

—¿Vuestro hijo? —se sorprendió Ryana.

El anciano hizo una mueca.

—Desgraciadamente, lo tuve cuando yo ya era mayor, y su madre murió al dar a luz. Eligió no seguir los pasos de su padre, lo que siempre ha sido una decepción para mí. Pero los hijos siempre escogen su propio camino, tanto si nos gusta como si no. Así son las cosas. Pero vosotros no habéis venido aquí a escuchar las divagaciones de un anciano parlanchín. ¿Cómo puedo ayudaros? ¿Hay alguna dolencia que deseéis curar, o quizá queréis un linimento para los músculos doloridos e inflamados? ¿Un filtro de amor, tal vez? ¿O deseáis que os prepare una provisión de cataplasmas de hierbas para llevaros en vuestro viaje?

—Hemos venido buscando al Silencioso, buen boticario —repuso Sorak.

—¡Ahhh! —exclamó el anciano—. Ya entiendo. Sí, supongo que debiera haberlo adivinado por vuestro aspecto. Tenéis todas las trazas de ser aventureros. Sí, desde luego que debiera haberlo sabido. Buscáis información sobre el legendario tesoro perdido de Bodach.

—Buscamos al Silencioso —repitió Sorak.

—El Silencioso no os recibirá —respondió Kallis tajante.

—¿Por qué? —inquirió el elfling.

—El Silencioso no recibe a nadie.

—¿Quién nos impedirá que veamos al Silencioso, viejo? ¿Acaso tú? —intervino Valsavis mirando al boticario con fijeza.

—No hay necesidad de amenazar —replicó el otro, y dijo exactamente lo mismo que Sorak había estado a punto de decir—. Desde luego no voy a impedir que vayáis allí donde deseéis. Sois grandes y fuertes, en tanto que yo soy menudo y débil. Pero si intentaseis entrar por la fuerza, no os haría ningún buen servicio, y descubriríais que abandonar Paraje Salado os resultaría mucho más difícil de lo que os costó llegar.

Sorak posó una mano sobre el hombro de Valsavis.

—Nadie utilizará la fuerza —aseguró al anciano—. Simplemente os pedimos que digáis al Silencioso que estamos aquí y que solicitamos una audiencia. Si el Silencioso se niega, nos iremos tranquilamente y no os molestaremos más.

El anciano vaciló.

—¿Y quién debo decir que solicita audiencia?

Sorak introdujo la mano en su mochila y extrajo el ejemplar dedicado de El diario del Nómada que había recibido de la hermana Dyona en el convento villichi.

—Decid al Silencioso que nos envía el autor de este libro —indicó mientras se lo entregaba al boticario.

Kallis bajó la mirada hacia el libro y leyó el título; luego, levantó la vista hacia Sorak. Era difícil adivinar nada por su expresión. Sorak se replegó y dejó que la Guardiana sondeara los pensamientos del anciano. Lo que ésta encontró allí era escepticismo y cautela.

—Muy bien —dijo Kallis—. Por favor, aguardad aquí.

Desapareció tras la cortina de cuentas.

—Todo esto parece inútil —observó Valsavis—. ¿Por qué no subir allí arriba y ver al viejo druida sin más preámbulos? ¿Qué puede detenernos?

—Los buenos modales —replicó Sorak—. Y ¿desde cuándo han empezado a concernirte nuestros asuntos particulares? Viniste a Paraje Salado sólo para divertirte, o al menos eso fue lo que dijiste.

–Si vais a ir en busca del tesoro perdido de Bodach, entonces estoy interesado... por los motivos que ya comprenderéis —repuso el mercenario—. He de admitir que no me habéis invitado a acompañaros, pero sin duda os daréis cuenta de que va en vuestro propio interés tener a vuestro lado en la ciudad de los no muertos a un luchador experimentado y diestro. Y si lo que dicen con respecto al tesoro es cierto, habrá más que suficiente para hacer tres partes y aun así ser más ricos de lo que jamás habríamos imaginado. Además, estáis en deuda conmigo, como vosotros mismos habéis admitido. Fui yo quien te encontró y se ocupó de tu herida cuando los forajidos te dejaron por muerto, y fui yo quien te ayudó a rescatar a Ryana de sus garras. Por si fuera poco, están todas las ganancias que me he visto obligado a dejar en la casa de juego.

—Nadie te obligó, Valsavis. Podrías muy bien haberte quedado con tus ganancias, aunque no las habrías obtenido sin mí —dijo Sorak—. El gerente dijo que no intentaría obligarte a devolverlas.

—Es posible, pero tras el noble ejemplo que disteis al devolver el dinero ganado, no podía dejar de hacer lo mismo, ¿no creéis?

—Creía que el dinero no te importaba —repuso Sorak—. ¿No dijiste que todo lo que un exceso de dinero acarreaba a un hombre eran problemas?

—Tal vez lo dijera —admitió Valsavis—, pero una cosa es no querer robar la espada de otro, por buena arma que ésta pueda ser, y otra muy diferente obtener un tesoro arriesgando la integridad física. Una acción es cobarde, mientras que la otra es heroica. Y a mi edad, debo pensar en cómo pasar los últimos años de mi vida, que cada vez están más próximos. Una parte del tesoro perdido de Bodach, aunque sea una parte pequeña, me aseguraría una vejez cómoda y tranquila. ¿O es que sois codiciosos y os lo queréis quedar todo para vosotros?

Pero en ese momento, antes de que Sorak pudiera contestar, Kallis regresó.

—El Silencioso os recibirá —anunció—. Por aquí, por favor.

Atravesaron la cortina de cuentas y lo siguieron a través de un pequeño almacén en la parte trasera de la tienda y por un tramo de escaleras de madera hasta el segundo piso. Estaba oscuro allí arriba, con una única lámpara encendida en lo alto de la escalera. Valsavis se puso en tensión; no sabía qué esperar. Recorrieron un corto pasillo oscuro y se detuvieron ante una puerta.

—Aquí —dijo Kallis al tiempo que les hacía una seña para que entraran.

—Ábrela y entra tú primero, viejo —ordenó Valsavis.

El boticario se limitó a dirigirle una rápida mirada, suspiró y sacudió la cabeza. Abrió la puerta de madera y entró en primer lugar. Ellos lo siguieron; Valsavis mantenía la mano cerca de la espada.

Tras la puerta apareció una habitación dividida en dos secciones por una arcada. La parte delantera de la estancia contenía una pequeña chimenea de ladrillos de forma cónica en la que ardía un pequeño fuego que calentaba una tetera. Las paredes estaban desnudas, y el suelo era de listones de madera. Racimos de hierbas colgaban, para secarse, del techo de vigas. La habitación estaba amueblada con dos pequeñas sillas de madera toscamente construidas y una pequeña mesa redonda hecha de listones; sobre esta última descansaba una vela en un candelero y varios utensilios para cortar y mezclar hierbas y polvos. Junto a la pared se veía un pequeño jergón y una estantería con algunos pergaminos y delgados tomos encuadernados. En la estancia no había más muebles ni otros objetos decorativos.

Al otro lado de la arcada, se distinguía un reducido estudio, con un escritorio y una silla apoyada en una pared desnuda. No había ventanas en la habitación. Ardía una solitaria lámpara de aceite, que iluminaba una figura vestida de blanco, con una larga y lisa cabellera gris, sentada ante el escritorio, de espaldas a ellos.

—El Silencioso —presentó Kallis antes de darse la vuelta y abandonar la habitación cerrando la puerta detrás de él.

La figura se incorporó y se dio la vuelta.

—¡Sangre de gith! —exclamó Valsavis—. ¡Es una mujer!

La plateada cabellera que descendía hasta casi llegar a la cintura era más propia de una mujer en el ocaso de su vida, pero la que tenían delante apenas parecía un poco mayor que Ryana. Su rostro era etéreo, de una frágil belleza, sin arrugas, con la piel como delicada porcelana, y sus ojos, de un fulgurante verde esmeralda, relucían tanto que casi parecían brillar. Era alta y delgada, y su porte erguido y firme. Cuando se movió para acercarse a ellos, lo hizo con movimientos llenos de elegancia. Daba la impresión de flotar sobre el suelo.

Les tendió la copia de El diario del Nómada que Sorak había entregado a Kallis.

—Creo que esto es vuestro —dijo con voz clara y melodiosa—. Venís con unas credenciales impecables.

—¡Pero... si puedes hablar! —profirió Valsavis.

—Cuando decido hacerlo —respondió ella con una sonrisa—. Es mucho más fácil evitar conversaciones no deseadas si la gente piensa que no tengo voz. Aquí se me conoce como el Silencioso, y todos excepto el viejo y fiel Kallis creen que no puedo hablar. Pero ahora vosotros sabéis la verdad y me podéis llamar por mi nombre, que es Kara.

—No, esto es una añagaza —protestó Valsavis—. No puedes ser de ninguna manera el Silencioso. El druida llamado el Silencioso fue a Bodach y regresó hace casi un siglo. El relato mismo tiene, al menos, todos esos años. Además siempre se habló de un hombre, no de una mujer. Y por si fuera poco tú eres demasiado joven. —Dirigió una rápida mirada a Sorak y a Ryana—. Esta mujer es una impostora.

—No —dijo Sorak—. Es una pyreen.

Valsavis le dirigió una mirada atónita.

—¿Quieres decir un miembro de los legendarios pacificadores? —Contempló a la mujer dubitativo—. ¿Uno de esos seres capaces de cambiar de forma?

—No soy tan joven como parezco —replicó Kara—. Tengo casi doscientos cincuenta años. No obstante, entre los míos, se considera que a esa edad uno es aún muy joven. En cuanto a mi sexo, el tiempo siempre acaba deformando las historias.

—He oído cosas sobre los pyreens —dijo el mercenario—, pero nunca había visto ninguno, y no conozco a nadie que lo haya hecho. Por lo que sé no son más que un mito, una leyenda. Si eres realmente una de los pyreens, demuéstralo.

Ella le miró unos instantes sin decir nada, luego respondió:

—No tengo necesidad de demostrarte nada. El Nómada sabe quién y qué soy. Y eso es todo lo que importa.

—Lo veremos —repuso él, amenazador, desenvainando la espada.

—Guarda tu arma, Valsavis —ordenó Sorak en tono seco—, a menos que desees cruzarla con la mía.

Sus miradas se encontraron durante un tenso instante. Luego, despacio, Valsavis devolvió la espada a su vaina. «No —se dijo—, ahora no es el momento. Pero pronto, muy pronto.» La pyreen se limitó a permanecer allí inmóvil, contemplándolos impávida.

—Permitidme —dijo Ryana; se acercó a la pyreen, tomó su mano, dobló una rodilla e inclinó la cabeza.

Kara posó una mano sobre su cabeza.

—Levántate, sacerdotisa —le dijo—. No hay necesidad de rendirme homenaje formal; más bien debería ser yo quien os lo rindiera a vosotros por la tarea que habéis emprendido.

—¿Sabéis por qué hemos venido? —inquirió Sorak.

—Os esperaba —respondió la pyreen, y su mirada se desvió hacia Valsavis —. Pero no a él.

—Viajo con ellos —repuso el mercenario.

Kara miró a Sorak y enarcó una ceja.

—Por el momento —respondió éste.

—Si así lo has decidido... —fue todo lo que le dijo ella.

—Dicen que sabes dónde se encuentra el tesoro perdido de Bodach —intervino Valsavis.

—Así es —respondió Kara—. En Bodach.

—No hemos venido aquí a oírte decir acertijos, mujer —masculló el mercenario, enojado.

—No vinisteis aquí a oírme hablar —replicó ella.

—¡Truenos y centellas, ya he tenido bastante! —vociferó Valsavis.

—Guarda silencio, Valsavis —medió Sorak con voz tranquila pero firme—. Nadie te ha nombrado portavoz aquí. Recuerda que fuiste tú quien quiso venir, y de momento no te hemos rechazado.

Valsavis lanzó a Sorak una mirada de soslayo, pero no dijo nada más. «Resultaría contraproducente enemistarse con el elfling ahora», decidió, controlando su genio con dificultad.

—Sé por qué habéis venido —afirmó Kara—, y sé lo que buscáis. Os acompañaré a Bodach. Reuníos conmigo aquí una hora antes de la puesta del sol de mañana. Es un viaje largo y caluroso por un terreno bastante difícil. Nos será más cómodo si viajamos de noche. —Y dicho esto, se dio la vuelta, regresó a su escritorio y se sentó dándoles la espalda. La audiencia había terminado.

—Gracias, Kara —se despidió Sorak. Abrió la puerta e hizo salir a los otros. Kallis les aguardaba abajo cuando cruzaron la cortina de cuentas.

—Buenas noches —fue todo lo que dijo.

—Buenas noches, Kallis —replicó Sorak—. Y gracias.

—Así pues —declaró Valsavis, cuando estuvieron de nuevo en la calle—, partimos mañana con el no tan Silencioso, o más bien Silenciosa, como guía.

—Por la forma en que actuaste allí dentro, tenemos suerte de que haya aceptado guiarnos —repuso Ryana, enojada—. No se amenaza a una pyreen, Valsavis. No, si se tiene un ápice de inteligencia.

—Creeré que es una de los pyreens cuando vea cómo cambia de forma, y no antes —contestó con sequedad el mercenario—. No tengo por costumbre creer las cosas como un acto de fe.

—Eso se debe a que careces de fe —repuso Ryana—. Así que tanto peor para ti.

–Tengo fe en lo que puedo ver, sentir y conseguir —declaró Valsavis—. Contrariamente a ti, sacerdotisa, yo no crecí refugiado en un convento, alimentado con una dieta de esperanzas y sueños descabellados.

—Sin esperanzas ni sueños, descabellados o no, no puede haber existencia —replicó ella.

—¡Ah, sí, claro! —continuó él—. Las vanas esperanzas y sueños de todos los protectores, que un día Athas volverá a ser verde y a renacer. —Hizo una mueca—. Mira a tu alrededor, sacerdotisa. Has atravesado de punta a punta la meseta desde tu convento en las Montañas Resonantes y has cruzado las Llanuras de Marfil. Has visto Athas por ti misma. Así que, dime, ¿qué posibilidades existen, según tú, de que este desolado mundo desértico vuelva a ser verde?

—En tanto que la gente opine como tú, Valsavis, y piense solamente en sí misma, las posibilidades son muy escasas —respondió Ryana.

—Bueno, al menos, has aprendido un poco de sentido práctico —dijo él—. A medida que aprendas más cosas, descubrirás que mucha gente piensa sólo en sí misma porque en un mundo tan duro como éste no hay tiempo ni es posible permitirse el lujo de pensar en los otros.

—En ese caso —dijo Sorak—, me pregunto cómo es que te detuviste a ayudarme.

—No me costó nada —contestó Valsavis, con un encogimiento de hombros. El elfling estaba siendo muy listo; utilizaba a la sacerdotisa para sonsacarlo. Tendría que poner más atención en sus palabras—. Tal y como dije antes, proporcionó una interesante distracción a lo que de otro modo habría resultado un viaje bastante aburrido. Así que como puedes ver, Nómada, resulta que en realidad no hacía más que pensar en mí mismo. Si hubiera significado una molestia para mí el detenerme a ayudarte, puedes estar seguro de que habría pasado de largo sin el menor remordimiento.

—Esa idea me consuela enormemente —replicó Sorak con sorna.

—Bueno, tal y como salieron las cosas —dijo Valsavis con una mueca burlona—, vuestra compañía me ha sido de utilidad. Una nueva aventura me llama con la promesa de una riqueza que me permitirá pasar la vejez sin estrecheces. Creo que me construiré un nuevo hogar; justo aquí, en Paraje Salado. O es posible que me aloje de modo permanente en El Oasis. No se está nada mal en ese lugar. Podré permitirme la constante compañía de hermosas jóvenes que cuiden de mí y nunca tendré que preocuparme por la cuestión de las comidas. Puede incluso que compre El Palacio del Desierto para divertirme dando órdenes a ese rasclinn astuto que tienen por gerente y así podré tener un lugar al que acudir para entretenerme gratis.

—Resultaría más prudente encontrar el tesoro antes de empezar a gastarlo —sugirió Ryana.

—¿Qué? —exclamó Valsavis enarcando las cejas con fingida sorpresa—. ¿Y renunciar a todas mis esperanzas y sueños?

—Puedes ser un hombre muy irritante, Valsavis —le recriminó ella con un movimiento de cabeza.

—Sí, las mujeres, a menudo, me encuentran irritante —replicó—. Al principio. Y luego, muy a pesar suyo, descubren que se sienten atraídas por mi persona.

—¿De verdad? No puedo imaginarme por qué —dijo la joven.

—Quizá lo descubrirás pronto —repuso él.

La sacerdotisa le lanzó una fría mirada.

—Eso sí que entraría en la categoría de esperanzas y sueños descabellados —le espetó.

El mercenario sonrió de oreja a oreja y le dedicó una reverencia.

—Buen golpe, mi señora. Una respuesta muy aguda. Pero el combate aún no ha finalizado.

—Para ti, terminó antes de empezar siquiera —replicó ella.

—¿Fue así? ¿Es eso cierto, Nómada? ¿Has reivindicado ya tus derechos?

—No tengo ningún derecho sobre Ryana —replicó éste—. Ni lo tiene ningún hombre sobre ninguna mujer.

—¿De veras? Conozco a muchos hombres que discutirían esa curiosa afirmación.

—No lo dudo. Pero tal vez deberías preguntar a las mujeres.

—Cuando se trata de mujeres —dijo Valsavis—, por lo general no acostumbro a preguntar.

—Eso sí que lo creo —apostilló Ryana.

De repente, Sorak se detuvo y extendió el brazo para impedir que sus compañeros siguieran andando.

—Esperad. Parece que tenemos compañía —dijo.

Habían entrado en la pequeña plaza del pozo y un poco más allá se encontraban los emporios de bellayerba. Cuatro figuras imprecisas les cerraban el paso en el otro extremo de la pequeña plaza. Ocho hombres más habían entrado en la plaza procedentes de los callejones situados a ambos lados, cuatro por la izquierda y cuatro por la derecha.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —comentó Valsavis—. Parece que las diversiones de esta noche no han finalizado todavía. —Desenvainó la espada.

—¿Fumadores en busca de los medios con que adquirir más bellayerba? —sugirió Sorak.

—No, no estos tipos —respondió Valsavis—. No hay nada apático en sus movimientos. Y parecen saber lo que hacen.

Los hombres se colocaron a su alrededor, y uno de los cuatro que tenían delante dijo:

—Una de nuestras partidas de caza no regresó al campamento —y dio así respuesta inmediata a la cuestión sobre su identidad—. Salimos en su busca y pronto descubrimos el motivo. Encontramos los cuerpos, y luego seguimos el rastro dejado por los asesinos. Nos condujo hasta aquí. También hallamos el establo en el que se vendieron los kanks. Al hombre que los compró se le... persuadió para que proporcionara una descripción detallada de los vendedores. Curiosamente, se parecían muchísimo a vosotros.

—¡Ah!, ¿así que eran amigos vuestros los que despachamos allá en las montañas? —inquirió Valsavis.

—¿Lo admitís? —se asombró el forajido.

—No estoy demasiado orgulloso de ello —repuso Valsavis con indiferencia—. Apenas si me hicieron sudar un poco.

—Bueno, creo que nosotros podremos conseguir que hagas un poco más de ejercicio —replicó el bandido, y desenvainó la espada de obsidiana con una mano y una daga con la otra—. Después de todo, nosotros no estamos dormidos.

—Ni lo estaban vuestros amigos cuando los matamos —dijo Valsavis—. Pero ahora duermen, y no tardaréis en reuniros con ellos.

—Matadlos —ordenó el forajido.

Los bandidos empezaron a converger hacia ellos, pero Valsavis se movió con la velocidad del rayo. Con una rapidez tal que el ojo apenas pudo apreciarlo, sacó una daga con cada mano y las arrojó a los lados. Dos de los facinerosos cayeron fulminados, uno a la izquierda y otro a la derecha, sin haber conseguido acabar de desenvainar sus armas; tenían el corazón atravesado por una daga. No pudieron siquiera lanzar un grito.

Pero aunque Valsavis actuó muy rápido, Sorak lo hizo aún más deprisa, excepto que ya no era Sorak. La Sombra había surgido como un vendaval de su subconsciente, siniestra, malévola y aterradora. Se lanzó sobre los cuatro hombres situados al otro extremo de la plaza.

Por un instante, los bandidos estuvieron demasiado desconcertados como para reaccionar. Eran una docena contra tres, y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, dos habían sido eliminados, y, en lugar de atacar, ellos eran los atacados.

De lo primero que los cuatro hombres del otro extremo de la plaza se dieron cuenta fue que una de sus proyectadas víctimas los atacaba. Y luego, en los segundos que precedieron a su llegada junto a ellos, también se percataron de algo más: comprendieron lo que significaba estar totalmente aterrado. La muerte caía sobre ellos. Fue una sensación repentina, inexplicable y devastadora; se quedaron helados, como si un puño gigantesco los hubiera atenazado a cada uno por las tripas y hubiera empezado a apretar.

No podían saber que la Sombra era una criatura única y horrenda, el básico y primitivo instinto animal que habita en el subconsciente de todo hombre, sólo que, en este caso, por completo desarrollado bajo la forma de un individuo concreto y capaz de una intensa proyección paranormal de emociones desatadas. La Sombra literalmente infundía terror.

Dos de los bandidos empezaron a retroceder involuntariamente mientras el ente atravesaba la plaza hacia ellos como una exhalación. Los desdichados se encontraban aún en aquel estado momentáneo que media entre la total comprensión de lo que se siente y la huida presa del pánico cuando el jefe los empujó al frente chillando:

—¡Acabad con él, idiotas! ¡Es sólo un hombre!

El hechizo se rompió por un instante, y luego, a pesar de que volvió a dominarlos, ya fue demasiado tarde para huir. El monstruo destructor que atravesaba la plaza cayó sobre ellos, y, de improviso, se encontraron luchando por sus vidas. El único problema era que sus armas de obsidiana se hacían añicos en cuanto tocaban la espada del desconocido.

Valsavis intentó adelantarse para proteger a Ryana, pero ésta lo empujó a un lado y dijo:

—¡Ocúpate de los de la derecha!

Mientras ella se dirigía hacia los tres bandidos situados a su izquierda, Valsavis volvió su atención hacia los tres de la derecha. Éstos se encontraban ya a su alcance y estaban enfurecidos por la muerte de dos de ellos. Como la proyección de la Sombra no se dirigía hacia ellos, atacaron a Valsavis sin vacilación.

El mercenario interceptó el primer mandoble con uno propio y tuvo la satisfacción de ver cómo la espada de obsidiana de su adversario se rompía contra su más resistente hoja de hierro. Una violenta cuchillada descendente acabó con el bandido, y ya sólo quedaban dos. Ambos atacaron al unísono, y Valsavis no podía detener los dos mandobles a la vez, de modo que bloqueó uno, giró sobre sí mismo y se escabulló hábilmente de la segunda estocada, al tiempo que asestaba una patada al bandido en la ingle. El hombre lanzó una especie de chillido ahogado y se dobló hacia adelante. Valsavis sintió cómo una daga arañaba su costado y golpeó el rostro del otro bandido con el codo. Mientras el forajido chillaba y se tambaleaba hacia atrás, el mercenario lo atravesó con su arma. Sólo quedaba el hombre al que había pateado en la ingle, y éste no estaba en condiciones de ofrecer ninguna resistencia; Valsavis levantó su espada, la descargó sobre él y acabó con la vida de aquel desgraciado. Luego, se volvió para auxiliar a Ryana, pero se encontró con que ésta no necesitaba ayuda.

Uno de los forajidos yacía ya en un charco de sangre; al segundo lo atravesó con la espada justo cuando Valsavis se volvía para ir a su lado, y no tardó mucho en despachar al tercero. El mercenario observó con franca admiración cómo el arma de la joven ejecutaba su delicada danza mortal. Los forajidos no eran rivales para ella: se había deshecho de dos en un instante y, ahora, el tercero retrocedía mientras intentaba desesperadamente interceptar la lluvia de golpes. No tenía escapatoria. Todo terminó con rapidez; una estocada, y se acabó.

Valsavis echó una ojeada en dirección al otro extremo de la plaza. Lo último que había visto de Sorak fue que éste cargaba de repente contra los cuatro hombres del otro extremo. Ahora sólo quedaba uno, el cabecilla. Valsavis oyó gritar al hombre una vez; luego el alarido se interrumpió bruscamente, y Sorak era el único que seguía en pie.

El mercenario oyó el sonido de pisadas apresuradas y se volvió, levantando la espada para enfrentarse al enemigo; pero no eran más bandidos. Se trataba de una patrulla de guardas de la ciudad, mercenarios a juzgar por su aspecto, y parecían saber lo que hacían. No se limitaron a entrar a la carrera, sino que mientras penetraban en la plaza desde una calle lateral, se fueron abriendo en abanico con rapidez y cubrieron la zona con sus ballestas. Valsavis envainó despacio la espada y apartó las manos de los costados.

Ryana se colocó a su lado e hizo lo mismo. Sorak se acercó a ellos desde el otro lado de la plaza, avanzando poco a poco, la espada envainada. Mantenía las manos bien visibles.

El capitán mercenario paseó rápidamente la mirada por el lugar para percatarse de la situación.

—¿Qué ha sucedido aquí? —exigió.

—Nos atacaron —explicó Ryana—. No tuvimos otra elección que defendernos.

El hombre miró a su alrededor.

—¿Vosotros tres hicisteis todo esto solos? —preguntó incrédulo.

—Yo lo vi todo —chilló una voz desde una ventana del segundo piso de un edificio que daba a la plaza—. ¡Sucedió tal y como ella dice!

Otra persona que al parecer había presenciado la lucha desde la seguridad de su edificio añadió su voz para confirmar lo dicho.

—¡Eran una docena contra tres! ¡Y nunca he visto algo parecido!

—Ni yo —dijo el capitán mercenario, convencido al parecer por los testigos. Algunas personas empezaron a salir a la calle, fascinadas por la escena que habían visto sus ojos, pero los mercenarios las mantuvieron a distancia.

—¿Tenéis alguna idea de por qué os atacaron esos hombres? —preguntó el capitán.

—Eran bandidos —dijo Sorak—. Algunos de sus camaradas nos atacaron de camino aquí y nos defendimos. Estos hombres nos siguieron y vinieron a vengarse.

—Parece que encontraron más de lo que esperaban —repuso el capitán mercenario, e hizo una señal a sus hombres para que bajaran los arcos—. Necesitaré vuestros nombres —siguió.

Se los dieron.

—¿Dónde os alojáis?

—En El Oasis —replico Sorak–; pero planeábamos abandonar Paraje Salado mañana. A menos, claro está, que haya alguna dificultad en cuanto a eso.

—Ninguna dificultad —contestó el capitán mercenario—. Hay testigos que confirman vuestra historia. Estoy convencido de que fue en defensa propia. Sería bastante insólito que tres intentaran tender una emboscada a doce —añadió con ironía—. Aunque me atrevo a decir que, a la vista de los resultados, no habríais tenido problemas para conseguirlo.

—¿Somos libres para irnos, entonces? —quiso saber el elfling.

—Sois libres de marchar —confirmó el capitán; luego se volvió e hizo una señal a uno de sus hombres—. Ve en busca de la carreta del enterrador para que se lleve estos cadáveres.

Mientras cruzaban la plaza, de regreso hacia la calle Mayor, Valsavis bajó la mirada hacia los cuerpos de los forajidos que Sorak había matado. Observó dos cosas curiosas: todas sus armas se habían hecho añicos como si fueran de cristal, y cada hombre lucía en el rostro una expresión de puro terror. Era sólo la segunda vez que el mercenario veía a Sorak en acción. En la primera ocasión, los bandidos habían sido cogidos por sorpresa y anteriormente habían estado bebiendo copiosamente. En ésta, en cambio, estaban sobrios y dispuestos para la lucha, aunque de poco les había servido. Empezaba a comprender por qué inquietaba tanto al Rey Espectro este elfling.

Había algo muy especial en aquella espada del joven, aparte de su evidente rareza. La primera vez que la vio, Valsavis se había fijado en la empuñadura, envuelta en precioso hilo de plata, y en la curiosa forma de la hoja, pero aunque sentía curiosidad por ver el acero elfo no la había sacado de su vaina. Había vivido mucho tiempo, y debía esta supervivencia no tan sólo a sus habilidades como luchador, sino también a su cautela. Se decía que era una espada mágica, y el mismo Nibenay lo creía así, de modo que Valsavis eligió la prudencia. Hasta averiguar más cosas sobre la naturaleza del hechizo, se había limitado a sostenerla con sumo cuidado por su vaina y a colocarla a un lado, sin examinarla. Quienquiera que hubiera hechizado la espada podía haberla protegido también con un conjuro para evitar que cayera en malas manos. Y, además, él no era un ladrón. Coger el arma de un hombre eliminado honrosamente en combate era una cosa; robársela mientras yacía impotente habría sido una cobardía.

¿Cuál era, entonces, la naturaleza precisa del hechizo de la espada? Las dos veces que había visto a Sorak utilizarla, las armas de sus adversarios se habían hecho añicos al entrar en contacto con la hoja. No era raro que la obsidiana se rompiera al chocar con el hierro o el acero, pero que se hiciera pedazos de aquel modo resultaba realmente muy insólito. Quizás ésta era su característica especial. Ninguna arma corriente podía enfrentarse a ella, y eso significaba que no podría luchar contra Sorak del mismo modo que lo hacía con otros hombres. Cuando llegara el momento, o bien tendría que asegurarse de que Sorak no tenía la espada, o bien que su propia espada no entraba en contacto con ella.

Luego estaban aquellas expresiones aterrorizadas en los rostros de los hombres que había matado. ¿A qué podía deberse eso? Los forajidos no eran hombres que se asustaran con facilidad, y mucho menos que se aterrorizaran. Veela le había dicho que el elfling era un maestro del Sendero. Si así era, entonces existía la posibilidad de que poseyera el don de proyectar terror mentalmente a sus adversarios, y ello, unido a la magia de la espada elfa, lo convertiría no tan sólo en un contrincante formidable, sino también en uno realmente indomable. Sin embargo, debía de tener un punto flaco, todos los hombres, sin excepción, lo tenían. Evidentemente, estaba la sacerdotisa, pero aparte de ella debía de haber algo inherente en el elfling mismo que lo hiciera vulnerable, y hasta que descubriera qué era, tendría que actuar con sumo cuidado.

En cuanto a la sacerdotisa... Valsavis no había visto nunca a una mujer que luchara de aquel modo, y había visto combatir a mujeres. Sabía bien que las sacerdotisas villichis se adiestraban en el arte de la lucha, pero por lo general preferían utilizar las técnicas paranormales para desarmar a sus enemigos o someterlos. Ryana había tomado parte en la lid sin siquiera utilizar sus poderes mentales, como si disfrutara con la idea de enfrentarse a los forajidos espada contra espada. La forma en que los había eliminado había sido magnífica. Él mismo no la habría superado. «Es una mujer digna de respeto —se dijo—. Hermosa, inteligente y letal.» Desde su punto de vista, una combinación excitante.

—Luchas bien —le comentó.

—Sí —respondió ella—, es cierto.

—Hacemos un buen equipo —siguió él con una sonrisa. Ella le dirigió una mirada penetrante, y él se apresuró a añadir–: Los tres, quiero decir. Si ésta es una señal de cómo van a ir las cosas en Bodach, no tardaremos mucho en ser ricos.

—Descubrirás que es bastante más fácil matar a los vivos que a los no muertos —repuso ella en tono tajante.

—Parece como si hablaras por experiencia —le dijo mirándola con interés.

—¿No has luchado nunca contra no muertos?

—No —respondió Valsavis—. He luchado contra hombres, elfos, gigantes, enanos, incluso halflings y thrikreens, pero aún no lo he hecho contra no muertos. Imagino que resultará una experiencia interesante. La espero con ansia.

—Pues yo no —repuso ella—. No es una experiencia que mucha gente en su sano juicio quisiera repetir.

—Y no obstante viajas con Sorak a Bodach —replicó él mientras miraba al elfling, que andaba un poco por delante de ellos—. Me resulta curioso. Siempre había pensado que las sacerdotisas villichis y los druidas llevaban una vida de austera sencillez y de dedicación a las cuestiones espirituales. Ir en busca de un tesoro resulta un poco desusado.

—Cada uno elige su camino —contestó Ryana—. Como tú has escogido el tuyo.

—¿Y qué hay de Sorak? ¿Este camino lo has elegido tú o él?

—¿Qué te puede importar eso a ti?

—Simplemente, sentía curiosidad.

—Entiendo. ¿Es el tesoro de Bodach lo que te interesa, o soy yo?

—¿Y si suponemos que contesto que ambas cosas? —inquirió Valsavis.

—Entonces, te respondería que sólo puedes esperar obtener una —dijo ella acelerando el paso para reunirse con Sorak.

—Es posible —murmuró Valsavis para sí—. Y, sin embargo, también puede ser que no sea así.

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