11

Sorak... La voz surgía de todas partes. Sorak, escúchame...

El joven flotaba en la oscuridad. Intentó abrir los ojos, pero descubrió que no podía; se sentía en cierto modo como separado de su cuerpo.

Sorak, no intentes resistirte. No hay necesidad de tener miedo, a menos que sea a la verdad a lo que temes. El largo viaje que te ha traído hasta aquí no ha sido más que el principio. Ahora, estás a punto de partir hacia un nuevo viaje, un viaje a las profundidades de tu mente. Las respuestas que buscas se encuentran todas allí.

Sorak se dio cuenta de que era la voz del Sabio la que le hablaba, una voz que venía de muy lejos, aunque distinguía cada palabra con claridad. No tenía sentido del tiempo ni del lugar, ni sensaciones físicas. Era casi como si hubiera abandonado su cuerpo y se encontrara flotando en algún punto del éter, desprovisto de materia y de sensaciones.

Dará la impresión de que mi voz se va apagando a medida que te adentres más en los lugares más recónditos de tu mente, indicó el Sabio. Déjate ir. Despréndete de todos los pensamientos y consideraciones, de todos los temores, de toda tu voluntad, y entrega todo tu ser a la experiencia que va a presentarse ante ti.

Dentro de su cerebro, Sorak oyó cómo la voz de Kivara chillaba: ¡Sorak! ¡Tengo miedo! ¡Haz que se detenga!

Calla, Kivara, le instó el Sabio, y a Sorak le sorprendió que el hechicero pudiera oírla. ¿Había hablado la entidad en voz alta a través de su cuerpo físico? ¿O se había fusionado acaso el Sabio con ellos para guiarlos en su viaje? Sin embargo, su voz era cada vez más débil, tal y como había advertido.

No te acompañaré, dijo el hechicero, confirmando lo que el joven pensaba, pero permaneceré aquí y velaré por ti. Éste es un viaje que debes realizar solo. Un viaje a las profundidades de tu propio ser, y más allá aún. A medida que te introduzcas en el interior de tu mente, irás retrocediendo a través de los años, de regreso a un tiempo anterior al de tu nacimiento...

Sorak sintió que caía muy despacio, del mismo modo como un cuerpo se hunde en el agua cuando sus pulmones se han quedado sin aire. La voz del Sabio cada vez era más débil...

Regresas a un tiempo en que esa parte de ti que era tu padre encontró a esa parte de ti que era tu madre... Regresas a descubrir quiénes eran y cómo se encontraron..., de vuelta al punto en que todo empezó...

La tribu elfa había estado viajando todo el invierno, y ahora los calurosos meses veraniegos se acercaban raudos. Habían venido al este desde las Regiones Interiores, en dirección a las estribaciones occidentales de las Montañas Resonantes, a través del largo y sinuoso desfiladero que los había conducido a las laderas orientales. No tenían ningún mapa que seguir, pero, en su lugar, los guiaban las visiones de su caudillo, que les había dicho que el viaje sería duro, pero que el esfuerzo se vería recompensado por lo que descubrirían al llegar a su término.

Myra y los otros sabían que las visiones de su caudillo eran auténticas, ya que les había hablado del desfiladero y los había conducido hasta él de manera certera, del mismo modo que les había hablado de la montaña humeante, que ahora podían ver a lo lejos desde las laderas. Cada noche, el jefe reunía a su pequeña tribu alrededor de la hoguera, relataba qué nuevos portentos habían revelado sus visiones, y les recordaba por qué se habían embarcado en aquel largo y penoso peregrinaje. Era una historia que Myra conocía de memoria, como le sucedía al resto de la tribu, que participaba en los puntos culminantes del relato mientras permanecían todos sentados en círculo alrededor del fuego. Era un modo de reafirmar su resolución, y de reforzar su unidad en una causa común.

–Y sucedió que el noble Alaron, último del largo y respetado linaje de los reyes elfos, fue maldecido por el diabólico Rajaat, que temía el poder de los elfos y deseaba sembrar la desunión entre ellos —empezó a relatar el caudillo mientras la tribu escuchaba en silencio, y muchos de ellos asentían para sí con la cabeza mientras aquél hablaba—. Con su magia profanadora, Rajaat lanzó un hechizo contra el noble Alaron para impedir que engendrara hijos y, de este modo, conseguir que su real linaje se extinguiera. Y el mal que abatió sobre nuestra gente sigue con nosotros todavía; que su nombre continúe siendo durante mucho tiempo símbolo de infamia.

—Que su nombre continúe siendo durante mucho tiempo símbolo de infamia —repitieron los miembros de la tribu en un solemne coro.

—Rajaat sembró luego la discordia entre las tribus mediante el soborno, el engaño y la magia, y con el tiempo, consiguió dividirlas en muchas facciones opuestas. Tan sólo el noble Alaron siguió resistiendo, pero no pudo volver a unir los distintos grupos, y de este modo el reino fue derrotado.

—Y de este modo el reino fue derrotado —repitió la tribu como una sola voz.

–Cuando esto sucedió, el noble Alaron se vio obligado a huir, perseguido por los maléficos servidores de Rajaat —continuó el caudillo—. Lo alcanzaron a él y al resto de su tribu en un lugar conocido como el Lago de los Sueños Dorados, y fue allí donde el sueño murió para los nuestros. Tuvo lugar una batalla terrible, y toda la tribu fue asesinada. Herido de muerte, el noble Alaron huyó solo al interior de los bosques de las Montañas Resonantes; en ese paraje, se desplomó lleno de desesperación y aguardó a que la muerte se presentara y se lo llevara. Había hecho todo lo que había podido, y había fracasado, pero no se había inclinado ante el enemigo. Que su valor sea recordado eternamente.

—Que su valor sea recordado eternamente —dijo Myra junto con los otros miembros de la tribu.

–Y sucedió que mientras yacía moribundo, una pyreen errante lo encontró y se detuvo para traerle la paz y hacerle más fáciles sus últimos momentos. Mis visiones no me han revelado su nombre, pero revelaron cómo el noble Alaron, con su último aliento, le entregó su espada, la poderosa Galdra, el arma mágica de los reyes elfos, y con este último hálito le suplicó un postrer favor. «Tomad esto, mi espada, el símbolo de mi en otro tiempo orgulloso pueblo», le dijo. «Mantenedla a salvo para que jamás pueda caer en manos de los profanadores, ya que la hoja se haría pedazos si éstos intentaran utilizarla. Se me maldijo con la imposibilidad de tener un hijo», siguió, «y una orgullosa tradición desaparece conmigo. Los elfos son ahora un pueblo derrotado. Tomad a Galdra y protegedla. Mi vida no es más que un parpadeo para una pyreen como vos, y es posible que algún día tengáis éxito allí donde yo he fracasado y encontréis a un elfo digno de esta espada. Si no es así, escondedla de los profanadores. Al menos podré negarles esto». Y con estas palabras murió. Y de este modo el reino de los elfos murió con él.

—Y de este modo el reino de los elfos murió con él —repitió la tribu elfa con tristeza.

–Nuestra raza se tornó decadente, y las tribus se desperdigaron por todas partes, la mayoría para vivir como nómadas en el desierto, asaltando y robando tanto a humanos como a sus propios compatriotas, renunciando a su honor; otros fueron a habitar dentro de las ciudades de los humanos, donde entraron en negocios con ellos y mezclaron su sangre y olvidaron la gloria de su otrora orgullosa estirpe. Y, sin embargo, una diminuta chispa de esperanza subsistía, alimentada en los corazones de nuestra gente. Esa chispa que brillaba tenuemente acabó siendo conocida como la leyenda de la Corona de los Elfos, y se fue transmitiendo durante generaciones, a pesar de que, para muchos, no era más que un mito, una historia que los bardos elfos contaban alrededor del fuego para ayudar a pasar las solitarias noches en el desierto y ofrecer un poco de consuelo en los sórdidos barrios elfos de las ciudades, donde nuestra gente habitaba en medio de la pobreza y la degradación. Y de este modo todos recordamos la leyenda.

—Y de este modo todos recordamos la leyenda —dijo Myra junto con todos los demás, que contemplaban a su caudillo con ensimismada fascinación y el rostro iluminado por el parpadeo de las llamas.

—Llegará un día, cuenta la leyenda —siguió él—, en que el séptimo hijo de un caudillo caerá y volverá a alzarse, y de su resurrección surgirá una nueva vida. De esta nueva vida brotará una nueva esperanza para nuestro pueblo, y será ésta la llamada Corona de los Elfos, mediante la cual será coronado un gobernante bueno y poderoso, uno que nos devolverá los bosques que eran la patria de los elfos. La Corona volverá a unir a nuestra gente, y un nuevo amanecer traerá el reverdecer del mundo. Así se cuenta, así será.

—Así se cuenta, así será —entonó la tribu.

–Y por lo tanto nos reunimos alrededor del fuego esta noche, como hacemos todas y cada una de las noches, para reafirmar nuestra determinación —indicó el caudillo—. Desde el día en que caí y me golpeé la cabeza contra una roca mientras practicaba el uso de las armas con mi padre, jefe de los Corredores de la Luna, empecé a tener las visiones. Me caí y volví a levantarme, y a partir de mi renacimiento, una nueva vida se inició para mí, una nueva vida en la que veía visiones que conducían a mi pueblo al nuevo amanecer prometido. Desde ese día supe que era mi destino buscar y encontrar la Corona de los Elfos, que únicamente puede ser la legendaria Galdra, espada de Alaron y símbolo de nuestro pueblo. Y sabía, porque mis visiones me lo contaron, que un día me convertiría en jefe de nuestra tribu y que yo, Kether, séptimo hijo de un caudillo, guiaría a mi pueblo hasta el encuentro de la pyreen que guardaba la fabulosa espada de Alaron. Hemos recorrido un gran trecho en nuestra búsqueda —continuó Kether—, y ahora percibo que nos encontramos cerca del final. Hemos dejado de lado todos los demás intereses, rivalidades y pasiones; nos hemos entregado a la pureza espiritual del Sendero del Protector, y hemos abrazado la Disciplina del Druida para deshacernos de emociones violentas, orgullos mezquinos y motivaciones egoístas. Para hallar a la pacificadora que nos entregará la Corona, hemos de encontrar primero la paz dentro de nosotros mismos y así hacernos dignos. Cada día, debemos reafirmar nuestra determinación y perseguirla con renovado celo. Hemos de reverenciar en nuestros corazones a todo ser viviente, y, también, a nuestro mundo agonizante para que algún día vuelva a vivir. A este noble fin hemos de dedicar nuestra existencia.

—A este noble fin hemos de dedicar nuestra existencia —dijeron todos mientras los ojos brillaban a la luz de la hoguera.

Kether paseó la mirada a su alrededor y vio cómo todos lo contemplaban llenos de emoción. Myra se preguntó qué se sentiría siendo el caudillo y sabiendo que los miembros de la tribu dependían de la sabiduría de tu mando. «Sin duda, es una gran carga —pensó—, pero Kether es sabio y fuerte, y lo soporta bien.» El caudillo descruzó las piernas y se puso en pie, alto y orgulloso, paseando la mirada por su gente. La larga cabellera plateada estaba sujeta a la espalda por una tira de cuero y le colgaba hasta la mitad de la espalda; el rostro, de facciones muy marcadas, con los altos y prominentes pómulos de su raza, resultaba muy atractivo. Todavía era joven, y aún no había elegido esposa. Myra estaba entre las jóvenes de la tribu que podían ser un buen partido, y se preguntaba si algún día él no podría tenerla en cuenta para ese puesto. Se sentiría orgullosa de poderle dar hijos fuertes, uno de los cuales podría en su momento hacerse cargo de la jefatura de la tribu.

–Hemos llegado muy lejos, pueblo mío —siguió diciendo Kether—. Esta noche nos reunimos en las laderas de las Montañas Resonantes, no lejos del lugar donde cayó el noble Alaron en tiempos remotos. Sé que todos habéis padecido muchas penalidades en este viaje, pero percibo que nos encontramos casi en el final. En algún sitio, aquí en las majestuosas Montañas Resonantes, se dice que la mística hermandad villichi tiene su convento. Viven muchos años, y siguen la auténtica Senda del Protector y la Disciplina del Druida. Si alguien sabe dónde puede hallarse la Corona de los Elfos, sin duda son ellas. Mañana descansaremos y reuniremos comida para continuar el viaje, y luego, al día siguiente, nos dirigiremos al sur, hacia los picos más altos, donde buscaremos el hogar de las villichis y les expondremos nuestra petición. Lo que hacemos no lo hacemos sólo por nosotros mismos, sino por todas las generaciones venideras. Dormid bien esta noche, y cuando soñéis, soñad con un nuevo amanecer para nuestro pueblo y para nuestro ignorante mundo. Os deseo felices sueños.

Muy despacio, la tribu se dispersó hacia sus tiendas, pero Myra permaneció un rato junto al fuego, contemplando pensativa las danzarinas llamas. Se preguntaba, como hacía a menudo, qué le reservaba el futuro. Era joven, aún no había cumplido dieciséis veranos, menuda y delicada para alguien de su raza, con largos cabellos plateados, facciones marcadas y ojos de color gris claro. Cada año, durante toda su infancia, había preguntado a su madre, Garda, cuándo llegaría a ser tan alta como los otros miembros de la tribu, y cada año su madre se había echado a reír y respondido que muy pronto empezaría a espigarse como si fuera una planta escoba del desierto después del monzón. Pero en los últimos años, su madre había dejado de reír al hacerle ella la pregunta, y la joven Myra no tardó en comprender que no crecería más de lo que ya había crecido. Se quedaría pequeña y poco atractiva, sería como una enana entre los de su raza; sin duda era bastante ridículo por su parte pensar que pudiera elegirla nadie como esposa, y mucho menos Kether. Y, si no la escogía nadie de su tribu, ¿qué otro lo podría hacer?

Su madre dormía ya cuando regresó a la tienda, pero aunque intentó no hacer ruido la despertó igualmente cuando entró.

—¿Myra?

—Sí, madre. Perdona, no era mi intención despertarte.

—¿Dónde has estado?

—Sentada junto al fuego, pensando.

—Pasas mucho tiempo sola últimamente, con tan sólo tus pensamientos por toda compañía —suspiró su madre—. Sé que ha sido duro para ti, criatura. Desde que tu padre marchó, he intentado criarte por mí misma del mejor modo posible, pero comprendo que te has sentido sola al serte negado el amor de un padre. Perdóname.

—No es culpa tuya, madre.

Garda volvió a suspirar mientras se tumbaba sobre su saco de dormir.

—Sí, lo es —dijo—. Tal vez debiera haberlo sabido. Tu padre no pertenecía a nuestra tribu, y yo sabía cuando lo conocí que no permanecería con nosotros. Era muy parecido a Kether: también él se sentía empujado a vagar, a ir en busca de un significado para su vida. Jamás me dijo que se quedaría, y yo nunca se lo pedí. El tiempo que estuvimos juntos fue muy corto, pero al menos siempre te tendré a ti para recordar el amor que compartimos.

—¿Crees que volverá algún día? —inquirió Myra.

—Eso acostumbraba a preguntármelo yo misma todo el tiempo.

—¿Y ahora?

Durante unos instantes, su madre permaneció en silencio. Luego, en voz baja, respondió:

—Y ahora, ya no me lo pregunto. Ve a dormir, hija.

Myra se quedó callada un buen rato después de la conversación, pero cuando la respiración pausada de su madre le indicó que ésta estaba dormida volvió a levantarse y salió al exterior. El sueño se negaba a venir. Por alguna razón, se sentía inquieta, y no sabía el motivo. Se encaminó hasta el borde del precipicio junto al que habían acampado y contempló el desierto que se extendía al oeste, iluminado por la luz de las lunas gemelas. A lo lejos, distinguió la montaña humeante, y a sus pies, vio la luz de las lunas reflejándose en el Lago de los Sueños Dorados. Era aquí donde Alaron había disputado su última batalla, y no muy lejos de allí había muerto.

El lago no parecía estar muy lejos, no para un elfo. Aunque era menuda, seguía siendo una Corredora de la Luna y se dijo que podría llegar en unas pocas horas. Era consciente de que no debía abandonar el campamento, ya que se encontraban en territorio desconocido, pero sintió que una fuerza la atraía hacia el lejano lago. Suponía un lugar importante en la historia de su pueblo. ¿Por qué no verlo de cerca? Y sus aguas parecían tan acogedoras... Hacía mucho que no se bañaba. Humedeciéndose los labios, Myra miró subrepticiamente por encima del hombro. El campamento estaba en silencio, y el fuego se apagaba. Dio media vuelta y se dirigió hacia el antiguo sendero que descendía por las laderas y echó a correr.

Se encontraron en el Lago de los Sueños Dorados, en la orilla opuesta al poblado minero de Makla, con la montaña humeante al alcance de la vista. Era de noche, y Ral y Guthay estaban las dos en luna llena, iluminando las estribaciones con un resplandor plateado. Era una cálida noche de verano, y la luz lunar danzaba sobre la plácida superficie del lago y arrancaba destellos a las aguas.

Ella pertenecía a los Corredores de la Luna, una tribu nómada que vagaba por las Regiones Interiores y que había viajado muy lejos para llegar hasta las Montañas Resonantes. Él era un joven halfling, y se llamaba Ogar. Era el séptimo hijo del caudillo de su tribu, nacido de su séptima esposa, y más alto que la mayoría de los miembros de su tribu, con el cuerpo musculoso, el rostro cincelado, la melena negra y los tempestuosos ojos negros de su fiero padre.

Había viajado desde las tierras altas hasta el lago para cumplir con su Ritual de la Promesa, que señalaba el paso de la adolescencia a la madurez. Debía cazar un gato montés él solo, únicamente con su lanza; derrotar a un enemigo en combate cuerpo a cuerpo, y regresar con un trofeo obtenido en la contienda. Luego tenía que hacer un juramento a las lunas gemelas y entonar el Canto de la Promesa. El gato montés ya lo había cazado, y se había dado un banquete con su carne. El enemigo que había elegido era uno digno del hijo de un caudillo guerrero: mataría a un humano. Se había encaminado a la orilla del lago para mirar al otro lado, al rudo poblado minero de Makla, y buscar la mejor forma de acercarse, y fue entonces cuando la descubrió, allí sola, bañándose en las aguas.

Se había acercado sigilosamente a la orilla, donde ella había dejado sus ropas. Estuvo observándola en silencio desde su escondite mientras ella se lavaba los cabellos en las aguas del lago iluminadas por la luz de las lunas. Nunca antes había visto a una elfa, y lo impresionó lo bella que estaba con el agua reluciendo sobre su esbelto y curvilíneo cuerpo. No era tan alta como habría esperado, aunque le sobrepasaba al menos en una cabeza. No conseguía apartar los ojos de ella. Permaneció agazapado junto a la orilla, apoyado en su lanza, contemplándola mientras ella se bañaba. Había algo maravillosamente lánguido, elegante e irresistible en sus movimientos; la joven canturreaba para sí en voz baja mientras el agua resbalaba por su cuerpo y daba a la piel una reluciente suavidad bajo las primeras luces del alba. Y, en ese instante, una rama crujió, y ella se quedó totalmente inmóvil, mirando asustada en dirección a la orilla.

Ogar había estado tan fascinado con ella que ni los había oído acercarse; ni tampoco Myra. Se habían movido a hurtadillas, hasta que un paso dado con torpeza en el último instante los había delatado, y entonces se abalanzaron sobre la muchacha.

Era una pequeña partida de caza, formada por humanos, procedente del poblado minero del otro lado del lago. Sumaban cuatro en total, y se lanzaron al agua como locos, chapoteando y aullando, dos por cada lado, para cortar cualquier posibilidad de huida. Ella podría haber dado la vuelta y nadado al interior del lago, pero, o bien estaba paralizada por el sobresalto y el miedo, se dijo Ogar, o no sabía nadar. Gritó cuando la rodearon y sujetaron, maltratándola sin miramientos, y por sus acciones y las expresiones de sus rostros, no había la menor duda sobre lo que pretendían.

Ogar abandonó de un salto el escondite y corrió al agua con la lanza extendida ante él. Los cuatro humanos estaban tan absortos en su intento de satisfacer sus más bajos instintos y armaban tanto ruido que no lo oyeron acercarse, ni siquiera cuando penetró con un fuerte chapoteo en el agua en dirección a ellos. Atravesó a uno con la lanza y, cuando éste lanzó su grito de muerte, los otros se dieron cuenta repentinamente de que los atacaban, y se volvieron para defenderse. Al primero, Ogar le golpeó violentamente el rostro con el extremo posterior de la lanza, luego utilizó la punta para asestar una violenta cuchillada en la cara de otro. El hombre lanzó un alarido y se llevó las manos a los pómulos mientras la sangre manaba con fuerza de la profunda herida abierta en su rostro desde la sien derecha hasta la mejilla izquierda, que atravesaba el ojo derecho.

Sin detenerse, el halfling hundió la lanza en el estómago del tercer atacante y la retorció. El humano lanzó un grito e, instintivamente, se aferró al palo del arma. En tanto que Ogar intentaba extraerla, el cuarto hombre sacó su espada de obsidiana, y entonces el muchacho sintió cómo el segundo hombre, recuperado del golpe recibido al principio, lo sujetaba por detrás. Soltó la lanza y se escurrió de las manos que lo atenazaban, pero había perdido el arma durante el proceso y ahora no le quedaba más que su daga. En cuanto se hundió en el agua, libre de las manos de su enemigo, tendió los brazos hacia atrás con rapidez para atrapar los tobillos del adversario, y tiró con fuerza. El hombre cayó de espaldas al agua, y mientras Ogar salía a la superficie con un reniego, el cuarto hombre lo atacó con la espada.

El halfling se hizo a un lado, pero la hoja le dio en el hombro y abrió una herida profunda y dolorosa. Sacando su daga, Ogar atacó al cuarto adversario, pero falló, y luego tuvo que agacharse rápidamente cuando la espada se abatió sobre él con un violento mandoble que lo habría decapitado de haberle acertado. Aprovechando la oscilación del arma, dirigió el cuchillo hacia arriba y lo hundió en el estómago del hombre, destripándolo. El humano profirió un alarido horrendo al tiempo que se aferraba el vientre en un intento de impedir que se le salieran las tripas.

Pero mientras el hombre daba un traspié y caía al agua, Ogar sintió un dolor abrasador; el humano que quedaba lo había apuñalado por la espalda. El muchacho se estremeció y atacó, girando en redondo para enfrentarse a su enemigo; sin embargo, perdió el equilibrio al tambalearse por culpa del insoportable dolor, y en tanto caía, vio cómo el humano levantaba su daga para asestar el golpe definitivo.

Entonces, el hombre lanzó un gruñido y se quedó rígido de repente, con la punta de la lanza de Ogar brotando de su pecho. Sus ojos se abrieron de par en par y empezaron a vidriarse, al tiempo que un hilillo de sangre brotaba de la boca. Acto seguido, el humano cayó al frente, se hundió en el agua y dejó al descubierto a la desnuda elfa de pie, detrás de él, sujetando con fuerza la lanza del halfling. En ese momento, los ojos de Ogar se nublaron, y el joven perdió el conocimiento.

Despertó mucho más tarde, con el sol ya muy alto en el cielo. Estaba tumbado en el suelo junto a la orilla del lago, aunque no recordaba haber salido del agua, y se sorprendió de seguir vivo. Entonces vio a la joven elfa.

Se había vestido y había vendado la herida del halfling con tiras de tela desgarradas de sus ropas. Cuando se agachó para observarlo, su mirada era curiosa y franca, y él se dijo que tenía los ojos más bonitos que jamás había visto. Ella se inclinó sobre él, bajando los ojos, y él la contempló con admiración. Muy despacio, extendió la mano para tocarla, porque deseaba palpar su piel, que parecía casi transparente, pero vaciló al darse cuenta de lo que estaba haciendo, y su mano se quedó inmóvil a medio camino.

La muchacha extendió su mano y rozó con ella las puntas de los dedos del joven, acariciándolas; luego alzó la otra mano y sujetó la de él entre las suyas. Sonrió, y poco a poco tiró de su mano hacia ella, y la guió hasta la suavidad de su mejilla, y él se sintió maravillado ante el tacto de aquella piel. Y entonces ella la hizo descender hasta su pecho sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos.

Eran dos desconocidos, miembros de tribus diferentes y de razas distintas, que ni siquiera podían comprender el idioma del otro; aunque enemigos naturales, tal vez eran demasiado jóvenes o estaban demasiado atrapados en la magia del momento para preocuparse por prejuicios u odios. Ninguno de los dos comprendía realmente qué era lo que los había unido, pero desde el instante en que sus ojos se encontraron, algo sucedió, saltó una chispa, se forjó un vínculo, y dejaron de ser un halfling y una elfa para convertirse tan sólo en dos seres, un hombre y una mujer, cada uno respondiendo a algo en el otro que era reflejo de su propio espíritu.

—Ha llegado el momento de que nos abandone, Myra —dijo su madre.

Se encontraban ante la entrada de la tienda mientras el oscuro sol se hundía en el horizonte contemplando a Ogar, que permanecía solo junto al fuego y observaba con fijeza las llamas.

—¡No! —exclamó Myra volviéndose para mirar alarmada a su madre—. ¿Cómo puedes decir eso?

—Por que es cierto, hija mía.

—¡Pero él es uno de nosotros ahora!

—No —respondió Garda—, no es realmente uno de nosotros y nunca lo podrá ser.

—¡Pero es mi esposo, y el padre de nuestro hijo!

—El niño es lo bastante mayor para crecer sin problemas —replicó su madre—. Y es hora de que Ogar se reúna con los suyos.

—¿Lo echas, sólo porque es un halfling?

–No. Nosotros no actuamos así, Myra, y tú lo sabes. Kether nos ha mostrado lo sensato que es abandonar los viejos odios. Pero han transcurrido ya cinco años, y Ogar suspira por su tribu y su tierra natal. Los halflings están fuertemente unidos a sus raíces. Si permanece con nosotros mucho más tiempo, morirá.

—En ese caso, debo regresar con él —repuso ella.

—No puedes —replicó su madre—. No te aceptarían, y jamás aceptarían a vuestro hijo. Él sería anatema para ellos, y no permitirían que viviera. Si regresaras con Ogar, significaría la muerte para todos vosotros.

—¿Qué debo hacer, entonces? —inquirió Myra, exasperada.

—Debes aceptar las cosas como son. Igual que yo las acepté cuando tu padre nos dejó. Tienes al pequeño Alaron. Quiérelo, del mismo modo que yo te he querido a ti, y da gracias por el amor que le dio la vida.

Myra y Ogar conversaron hasta bien entrada la noche. Durante los cinco años que habían pasado juntos, habían aprendido cada uno el idioma del otro, y habían llegado a estar tan unidos que cada uno se había convertido en parte del otro. Myra se había prometido no llorar; no quería hacer más difícil aún la partida para Ogar de lo que ya lo era. Hicieron el amor por última vez, y él le entregó uno de los brazaletes que adornaban su brazo, un aro de bronce en el que estaba grabado el nombre y el símbolo de su clan. Por su parte, Myra le dio un sencillo collar de cuentas de cerámica rojas y verdes que ella misma había confeccionado y llevado. Por la mañana, cuando despertó, Ogar ya no estaba. Y fue entonces cuando lloró.

Ogar tardó mucho tiempo en llegar junto a los suyos, y en tanto que su corazón se animaba con cada nuevo paso que le acercaba más a su patria y a su tribu, también aumentaba en la misma proporción la pena que sentía por haber abandonado a Myra y a su hijo, Alaron. Le habían enseñado que los elfos eran enemigos jurados de los halflings, y, sin embargo, ya desde el mismo instante en que la había visto, le había sido imposible contemplar a Myra como a su enemigo; tampoco la tribu de la muchacha lo había tratado como un adversario odiado. Lo habían acogido y cuidado hasta que recuperó la salud, y nadie había estado más pendiente de sus necesidades que Myra, que había permanecido a su lado hasta que recuperó las fuerzas. Para entonces, él sabía que la amaba, y también sabía que ella le correspondía.

Cuando Myra solicitó el consentimiento de Kether para tomarlo como esposo, el caudillo sólo le preguntó si realmente lo amaba, y sabía que él la amaba a ella. Nadie había hecho mención a su raza, y nadie había tratado a Alaron de un modo diferente a los otros niños de la tribu cuando el pequeño nació. ¿Cómo podían aquellas personas ser sus enemigos?

Ogar había decidido que contaría a su padre todo lo sucedido en cuanto regresara. Su padre se sentiría satisfecho y orgulloso, lo sabía; su hijo no estaba muerto, como la tribu debía de creer ya después de tanto tiempo. Y Ogar no sólo estaba vivo, sino que regresaba triunfante, tras matar no a uno sino a tres humanos... Myra había eliminado al cuarto. Había cumplido su Ritual de la Promesa.

Pero, lo que era aún más importante, llevaría la noticia de que no todos los elfos eran enemigos de los halflings. Solicitaría permiso a su padre para regresar y traer de vuelta con él a su esposa e hijo, de modo que la tribu se diera cuenta de que elfos y halflings podían vivir juntos e, incluso, quererse.

La tribu le dio la bienvenida a su regreso, y tuvo lugar una gran fiesta para celebrarlo. Su padre se mostró muy orgulloso, sentado en su puesto de caudillo, mientras él relataba cómo había matado al gato montés en combate cuerpo a cuerpo y cómo luego había eliminado a los humanos; pero cuando les habló de Myra, todo cambió.

—¿Por qué no mataste también a la elfa? —inquirió su padre con expresión sombría.

—Padre, ella me salvó la vida —protestó Ogar.

—Salvó su propia vida, querrás decir —replicó el padre, ceñudo—. Los humanos la habían atacado, y se limitó a utilizarte como distracción para atacar. Así es como actúan siempre los elfos; son falsos.

–Padre, eso no es cierto —dijo el joven con energía—. El cuarto humano me habría matado de no haber venido ella en mi ayuda. Me había herido gravemente, y ella podría muy bien haberme dejado allí para que muriera. Por el contrario, me sacó del agua y me tumbó en la orilla para ocuparse de mis heridas. Y más tarde me condujo hasta su tribu, y ellos me dieron cobijo hasta que estuve recuperado. Podrían fácilmente haberme matado, padre, pero me aceptaron en su grupo.

—¿Te uniste a una tribu elfa? —preguntó su padre, horrorizado.

—Se llaman los Corredores de la Luna, padre —respondió Ogar—, y no responden en absoluto a tal y como se nos ha enseñado que son los elfos. Me trataron con amabilidad, y a ninguno le importó que yo fuera halfling. Viví como uno de ellos.

—¡Como su esclavo, quieres decir! —exclamó enfurecido su padre.

—¡No! ¿Permitirían ellos que un esclavo se casara con una elfa?

—¿Qué? —gritó el caudillo poniéndose en pie de un salto.

—Myra es mi esposa, padre —dijo Ogar—. Tenemos un hijo. Tienes un nieto. Si los conocieras, sé que te...

—¡Un hijo mío emparejándose con una asquerosa elfa y engendrando hijos con ella! —aulló su padre enfurecido en tanto que otros miembros de la tribu se unían a su grito escandalizado—. Jamás creí que viviría para ver este día!

—Padre, escúchame... —replicó Ogar, pero no consiguió hacerse oír por encima del tumulto que sus palabras habían provocado.

—¡Me has deshonrado! —rugió su padre, señalándolo con el dedo—. ¡Has deshonrado a tu tribu! ¡Has deshonrado a todos los halflings!

—Padre, te equivocas...

–¡Silencio! ¡No estás en posición de decir nada! ¡Antes preferiría verte copular con un animal que saber que has estado con una elfa! ¡No eres hijo mío! ¡No eres un halfling auténtico! ¡Estás contaminado y deshonrado, y debemos limpiar esta repugnante mancha que ha caído sobre nuestra tribu! ¡Oídme, pueblo mío! ¡Ogar ya no es mi hijo! ¡Yo, Ragna, caudillo de los Kalimor, lo declaro desde ahora anatema, y decreto que se lo condene a morir en la hoguera para eliminar mediante el fuego esta enfermedad que ha aparecido entre nosotros! ¡Quitadlo de mi vista!

Lo sujetaron con fuerza y lo arrastraron fuera de allí mientras pateaba y se debatía, y lo ataron bien a un árbol de agafari cercano mientras marchaban a preparar el poste y la hoguera. Por la mañana, celebrarían el Ritual de la Purificación, en el que cada miembro de la tribu renegaría formalmente de él y maldeciría su nombre ante el jefe. Cuando el sol se pusiera, lo quemarían.

A últimas horas de aquella noche, cuando todos se habían retirado, la madre de Ogar fue a verlo. Se detuvo ante él con lágrimas en los ojos y le preguntó por qué había hecho algo tan horrible, por qué había traído tanto dolor a su corazón. Él pensó primero en explicárselo, pero comprendió que ella nunca lo entendería, y no dijo nada.

—¿Ni siquiera quieres hablar conmigo, hijo —inquirió ella—, una última vez, antes de que reniegue de ti ante tu padre?

El muchacho alzó la vista y buscó algo de comprensión en sus ojos, pero no la encontró. Sin embargo, a lo mejor existía aún una última esperanza.

—Suéltame, madre —dijo—. Si tanto he deshonrado a la tribu, al menos deja que regrese con aquellos que me aceptan, deja que me reúna con mi esposa y mi hijo.

—No puedo. Por mucho que ello me parta el corazón, la palabra de tu padre es ley. Lo sabes.

—¿Y, así pues, me dejarás morir?

—Debo hacerlo —respondió ella—. He de pensar en tus hermanos y hermanas. Por su bien, no puedo arriesgarme a provocar la cólera de tu padre. Además, no tendrías nada a lo que regresar.

Él levantó los ojos hacia ella con repentina inquietud.

—¿A qué te refieres?

—Tu padre ha enviado un mensajero al Ser Sin Rostro.

—¡No! —gritó Ogar horrorizado—. ¡No, a él no!

—Nada puedo hacer —siguió ella—. La voluntad de tu padre es ley. Nunca lo había visto tan furioso. Ha jurado que reparará la desgracia que has traído sobre nosotros pidiéndole al Ser Sin Rostro que lance un hechizo contra los Corredores de la Luna, que mate a todos los elfos de la tribu.

—¡Pero ellos no han hecho nada!

—Han corrompido al hijo de Ragna, y a través de ti, han corrompido a Ragna. Está decidido a llevarlo a cabo, y nada lo disuadirá de ello.

—¡Suéltame, madre! ¡Ten piedad, suéltame!

—¿Me condenarías al destino del que tú huirías? —dijo ella—. ¿Estarías dispuesto a condenar a tus hermanos y hermanas a las llamas en tu lugar? ¿Cómo puedes pedirme algo así? Realmente, los elfos te han corrompido si es que puedes pensar en ti mismo en estos momentos a nuestra costa.

—¡No pienso sólo en mí mismo, sino en mi esposa e hijo, y en toda una tribu que no ha hecho nada para ofenderos!

—Vaya, ahora comprendo de qué lado está tu lealtad —repuso su madre—. Ragna tenía razón; ya no eres Ogar, ya no eres mi hijo. Te preocupa más una tribu de elfos mal nacidos que tu propia familia y tu gente. Ya no eres halfling. Mi hijo está muerto. Creí que había muerto hace cinco años, y ahora comprendo que así era. Ya lloré por él entonces, y nada más me queda por hacer.

Le dio la espalda y lo dejó allí a pesar de sus gritos y esfuerzos por liberarse de las ataduras; pero estaba sujeto con fuerza y no tenía escapatoria.

Habían descendido desde las colinas bajas de las laderas septentrionales para cruzar un pequeño valle que bordeaba el desierto, al final del cual, en una escarpada línea curva que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, se encontraban los picos más elevados de las Montañas Resonantes. A lo lejos, al iniciar la travesía del valle, habían podido distinguir el Diente del Dragón, el pico más alto de Athas. Kether lo había contemplado en sus visiones, y creía que encontrarían allí a la pyreen. Cuando supieron que la búsqueda estaba a punto de tocar a su fin, los Corredores de la Luna se llenaron de alegría, y mientras iniciaban la travesía del valle en dirección a las montañas, se pusieron a cantar de forma espontánea.

En menos de una hora, todos ellos estaban muertos.

Alaron fue el único que quedó en pie en medio de cuerpos desplomados, aturdido, paralizado y horrorizado más allá de lo que era posible soportar, incapaz de comprender lo que les había sucedido a todos ellos. Su madre yacía tendida a sus pies con los ojos abiertos de par en par, pero ciegos, y los labios tensados en una mueca de agonía que había helado sus facciones. Le había dado golpecitos y pronunciado su nombre entre sollozos y también chillado, pero ella no le había respondido; jamás le volvería a responder, ni a él ni a nadie.

También Kivara yacía muerta, y muy cerca de ella, Eyron y Poesía, sus tres pequeños compañeros de juegos, que se habían desplomado, revolcándose y chillando, mientras se llevaban las manos a la garganta y se retorcían de dolor hasta expirar. También Kether había sucumbido; el poderoso caudillo había dejado de existir. Uno a uno, habían sido fulminados por una fuerza terrible e invisible, y ahora sólo quedaba Alaron, curiosamente inmune a lo que fuera que había eliminado al resto de la tribu. Aterrado e impotente, había contemplado cómo toda su gente perecía en medio de una agonía atroz.

Ahora miraba vacuamente los cadáveres retorcidos y desperdigados a su alrededor sobre la arena, y aquello resultaba una visión demasiado terrible para que su joven mente la aceptara. Permanecía allí, respirando entrecortadamente, con una horrible opresión en el pequeño pecho, y las lágrimas se deslizaban tumultuosas por sus mejillas mientras gimoteaba de un modo conmovedor. Y en ese instante, algo en su interior se partió.

Se dio la vuelta y empezó a andar hacia el desierto sin saber adónde iba, sin que le importara, incapaz siquiera de pensar. Se limitó a colocar un pie delante del otro, andando con ojos vidriosos y ciegos; tras dar algunos pasos, las cortas piernas empezaron a moverse con más rapidez, y echó a correr.

Entre sollozos y respirando con dificultad, corrió más y más deprisa, como si de este modo pudiera de algún modo dejar atrás el horror que se encontraba a su espalda. Se adentró en el desierto; aspiraba profundamente en tanto que un peso insoportable parecía oprimirle el pecho y algo en su interior se retorcía, se agitaba y se revolvía. Corrió más rápido de lo que había corrido nunca, corrió hasta que las fuerzas lo abandonaron por completo, pero algo en su mente se derrumbó mucho antes de que sus músculos dejaran de responder. Cayó cuan largo era, de bruces sobre la arena del desierto, con los dedos intentando agarrarse a algo, como si necesitara aferrarse a la abrasada tierra para no caerse del mundo.

Su padre se había ido de repente un buen día, y ahora su madre, su guardiana y protectora, también se iba para siempre. La preciosa Kivara, su traviesa pequeña compañera de juegos, ya no estaba. El alegre y menudo Poesía, que siempre reía y cantaba, ya no estaba. Eyron, que tenía unos pocos años más y siempre parecía saberlo todo mejor que nadie, ya no estaba. Kether, su noble caudillo visionario, ya no estaba. Había desaparecido todo lo que conocía, lo habían dejado solo. Abandonado. Desamparado. ¿Por qué había sobrevivido? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Por quéééééé?, chilló su mente, y a medida que chillaba, se hizo añicos, se fragmentó en pedacitos al tiempo que su identidad se desintegraba, y el joven elfling conocido como Alaron, llamado así en memoria de un rey de tiempos pasados, simplemente dejó de existir. Y mientras yacía allí, inconsciente, muerto y sin embargo vivo, los pedazos desintegrados de su mente intentaron desesperadamente protegerse y empezaron a adoptar una nueva forma. Y como si el grito hubiera sido escuchado en un mundo más allá del plano de su existencia, llegó una respuesta. Primero fue una, luego dos, tres, cuatro...

—Lo sé —dijo en voz baja y abriendo los ojos. Tragó saliva y reprimió las lágrimas—. Lo... sé.

—Sí —repuso el Sabio contemplándolo con expresión bondadosa—. Sí que lo sabes. ¿Era eso lo que querías?

—Todos esos años, preguntándome, ansiando obtener la verdad..., y ahora desearía no haberla encontrado jamás —contestó abatido.

—Ha sido una verdad muy dura la que has descubierto, Alaron —dijo el Sabio.

—¿Conocéis mi auténtico nombre? —se asombró el elfling—. Pero... dijisteis que no me acompañaríais en el viaje.

—No lo hice —respondió él meneando la cabeza con tristeza—. Ya tenía suficiente con saber lo que descubrirías. No deseaba verlo por mí mismo.

—¿Lo sabíais?

—Sí, lo sabía —repuso el Sabio—. Incluso a pesar de que el camino que elegí para mi vida me alejó de ellos, algunos vínculos no pueden romperse jamás. Supe el momento en que ella murió.

—¿Ella? —inquirió Sorak.

—Tu madre, Myra. Era mi hija.

—¿Padre? —dijo la Guardiana manifestándose—. ¿Es eso cierto? ¿Eres tú realmente?

—Sí, Myra —respondió el Sabio mientras asentía con la cabeza—. No eras más que una criatura cuando me marché. Y he cambiado mucho desde entonces. No creía que me recordaras.

Las lágrimas corrían ahora por las mejillas de Sorak, pero era la Guardiana quien lloraba. Todos lloraban. Todos juntos, la tribu, los Corredores de la Luna, que habían muerto y, sin embargo, seguían viviendo.

—No comprendo —siguió la Guardiana—. ¿Cómo puede ser? Somos una parte de Sorak.

–Una parte de ti es parte de Sorak —explicó el Sabio—, y una parte de ti es Myra, el espíritu de mi hija desaparecida hace ya tanto tiempo. Otra parte de ti es Garda, mi esposa, madre de Myra y abuela de Alaron. Las poderosas facultades paranormales con las que nació Alaron, pero que aún no se habían manifestado, forjaron un potente aunque sutil vínculo contigo y con otros miembros de la tribu, y él no pudo aceptar vuestras muertes, de modo que no quiso dejaros morir. No sabía qué era lo que hacía; os vio morir, y no pudo soportarlo, así que alguna zona remota de su interior se aferró a vosotros con una energía que desafió incluso la muerte. Su torturada mente infantil no pudo sufrir la crisis y se hizo pedazos; al hacerlo, sacrificó su propia identidad para que pudierais vivir. Tú, Kether, Kivara, Eyron, Poesía, y los otros...

—Pero... ¿qué hay del Niño Interior? ¿Y de la Sombra?

—El Niño Interior es el que huyó aterrorizado ante el horror que había presenciado y se refugió en lo más profundo de la zona más recóndita de vuestra mente común. La Sombra es la fuerza fundamental a vuestra supervivencia, la furia que sentisteis ante la muerte, el último rebelde que desafía al inevitable destino.

—¿Y Chillido? —inquirió Sorak retomando el control—. ¿Qué dio origen a Chillido?

—Tú lo hiciste —contestó el Sabio—. Es esa parte de ti que conocía el camino que tomarías incluso ya en el instante de tu nacimiento, la personificación de tu vocación, que te llevó a escoger la Senda del Protector, y tu destino, que te hizo adoptar la Disciplina del Druida. Nació justo cuando Alaron dejó de existir, cuando en sus últimos instantes extrajo energías del mundo mismo y lo manifestó en tu mente. Chillido es esa parte de ti que es el mismo Athas y todos los seres vivos que el planeta ha producido. Tú eres la Corona de los Elfos, Sorak, nacido del séptimo hijo de un caudillo. La profecía no decía que tuviera que ser un caudillo elfo. Tu padre cayó cuando fue a rescatar a tu madre, y luego volvió a levantarse cuando ella curó sus heridas y lo salvó, y de allí surgió una nueva vida, tu vida.

—¿Y el poderoso gobernante ejemplar? —quiso saber el elfling.

–No es un gobernante, sino alguien que desea actuar como guía —replicó el Sabio–: el avangion, un ser todavía en pleno y lento proceso de nacimiento a través de mi persona. Y ahora que has venido y averiguado la verdad sobre ti y sobre mí, se ha completado un nuevo ciclo del proceso. O, quizá debería decir que pronto puede quedar completado, según lo que decidas.

—¿Lo que yo decida? Pero ¿por qué tiene que recaer en mí esa decisión?

—Porque tú debes elegir —respondió él—. Es tu decisión. Eres la Corona de los Elfos, y eres tú quien debe habilitar la siguiente etapa de mi metamorfosis, sin la cual no puedo seguir adelante. Pero es una decisión que tú debes tomar por propia voluntad.

—Pues claro que lo haré, abuelo. Decidme qué debo hacer.

—No accedas con tanta rapidez —aconsejó el Sabio—. El sacrificio que debes realizar es muy grande.

—Decidme.

—Debes traspasarme el poder de la tribu —contestó él.

—¿La tribu?

—Es el único modo. No morirán, sino que seguirán viviendo en mí, aunque no del mismo modo en que lo han hecho dentro de ti. Nuestros espíritus se unirán y serán uno solo, y ese único espíritu resultará el avangion que ha de nacer. Simplemente, el principio de un largo proceso que aún no ha empezado, pero un paso necesario.

—Entonces, ¿estaba escrito que todo esto sucedería? —inquirió Sorak.

—El destino no es más que una serie de posibilidades —respondió el Sabio– gobernadas por la voluntad. Sin embargo, durante la mayor parte de tu vida, has vivido como lo que eres ahora, una tribu de uno. Antes de que aceptes, debes considerar si podrás soportar vivir sin ellos.

—Pero ¿seguiré siendo Sorak?

—Sí, pero sólo Sorak. Ya no tendrás a los otros. Te enfrentarás a aquello que casi te destruyó en una ocasión: estarás solo.

Sorak dirigió una rápida mirada hacia donde Ryana dormía profundamente, con Kara sentada a su lado velando por ella.

—No —respondió—, no estaré solo. No tengo miedo.

—¿Y qué dice la tribu? —preguntó el Sabio.

—Lo comprendemos —replicó la Guardiana—. Echaremos de menos a Sorak, pero al menos una parte de nosotros formará siempre parte de él. Y me gustaría verlo curado, del mismo modo que me gustaría unirme a mi padre, al que nunca conocí en realidad.

–En ese caso, ven a mí —dijo el Sabio extendiendo las manos—. Que Galdra actúe de puente entre nosotros. Desenvaina tu espada.

Sorak se puso en pie y sacó a Galdra de su funda.

—Extiéndela bien recta hacia mí —indicó el Sabio.

Sorak hizo lo que le decían.

El viejo hechicero colocó las manos sobre la hoja y la agarró con fuerza.

—Sujétala bien —dijo.

Sorak la aferró aun más firmemente, con las dos manos alrededor de la empuñadura.

—¿Y ahora? —inquirió.

—Y ahora, habrá un final —respondió el hechicero—, y un nuevo principio.

Y con estas palabras, se atravesó el cuerpo con la espada.

—¡No! —chilló Sorak.

Pero ya estaba hecho, y mientras la hoja se hundía en la carne del viejo hechicero, Sorak sintió un fuerte cosquilleo y una oleada de calor, y acto seguido la cabeza empezó a darle vueltas. La hoja de Galdra centelleaba con una luz azulada, y el elfling notó cómo la tribu empezaba a abandonarlo. Gritó al sentir que algo se soltaba de su mente, y una etérea figura amorfa pareció pasar a través de la hoja, abandonándolo a él para introducirse en el Sabio. Volvió a suceder una vez más, y luego otra, cada vez a mayor velocidad: los espíritus luminiscentes de las entidades que formaban la tribu pasaban por la hoja, después de salir de su cuerpo, para introducirse en el del anciano hechicero.

En un instante todo terminó. Tanto Sorak como el Sabio se desplomaron, una vez roto el contacto y al soltarse la hoja del cuerpo del hechicero.

Kara se incorporó, fue a agacharse junto al elfling y le tomó el pulso. Satisfecha, suspiró y comprobó el del Sabio, que yacía gimiendo y respirando con dificultad en tanto que la sangre fluía a raudales por la herida. La pyreen cogió el Peto de Argentum, tal y como él le había indicado cuando Sorak emprendió su viaje interior, y lo sujetó a su cuerpo, y mientras lo observaba, el talismán despidió un fuerte resplandor y, casi al instante, el anciano desapareció.

La pyreen aguardó, nerviosa. Transcurrieron unos instantes que le parecieron horas, y por fin el hechicero volvió a aparecer y se manifestó poco a poco hasta tomar cuerpo. La herida hecha por la espada mágica se había cerrado y no quedaba ni rastro de sangre. El Peto de Argentum también había desaparecido. Le abrió la túnica y comprobó que se había fundido con su cuerpo, que había pasado a formar parte de su carne. Los eslabones de plata de la fulgurante cota de mallas se habían convertido ahora en un plumaje plateado sobre su pecho, como si fuera el de un ave.

Y entonces el Sabio abrió los ojos. Eran completamente azules, sin parte blanca alguna, tan sólo unas radiantes órbitas azules que parecían relucir. Un largo y profundo suspiro escapó de sus labios.

—Estamos todos juntos ahora —dijo. Y acto seguido esbozó una débil sonrisa—. Ha empezado.

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