Prólogo

La pesada puerta de madera en forma de arco se abrió por sí sola con un chirrido sonoro y prolongado de sus vetustas bisagras. Veela tragó saliva con fuerza y aspiró profundamente para calmar los nervios. La larga ascensión por la escalera de la torre le había quitado el resuello, y ahora el fétido hedor que surgía de la entrada la estaba mareando. Con las rodillas trémulas por el agotamiento y el temor, extendió el brazo para apoyarse en la jamba de la puerta, al tiempo que intentaba contener las ganas de vomitar. Las palpables emanaciones de malévolo poder que brotaban del interior de la habitación resultaban especialmente abrumadoras. Las había sentido durante toda la larga ascensión por la pétrea escalera de caracol, y había sido como nadar contra una corriente poderosa y opresiva.

—Adelante —dijo una voz sepulcral desde el interior.

La templaria se detuvo indecisa en la entrada de la oscura sala circular, contemplando con recelo la grotesca figura que se alzaba ante ella. El ser se encontraba delante de una de las ventanas de la torre, observando la ciudad mientras el oscuro sol se hundía despacio en el horizonte y las sombras se alargaban.

—Acércate más, para que pueda verte —indicó el dragón.

—Como deseéis, mi señor —respondió ella tragando saliva y llena de aprensión.

Vacilante, se aproximó a la criatura, que se volvió y le lanzó una gélida mirada con sus inmutables ojos amarillos.

—Recuérdamelo una vez más —dijo el dragón—. ¿Cuál de ellas eres tú?

—Veela, mi señor.

—Ah, sí; ahora te recuerdo. —El comentario surgió categórico, sin emoción. Era posible que la reconociera realmente, y también que volviera a olvidarla en cuanto ella abandonara su presencia.

A Veela le costaba creer que la espantosa criatura ante la que se encontraba ahora hubiera sido en una ocasión su esposo. Todavía lo era, pero no quedaba ni rastro del hombre que conoció entonces. Recordaba lo honrada que se había sentido al ser escogida esposa del Rey Espectro de Nibenay. También sus padres se habían enorgullecido; su hija iba a ser una reina. En realidad, sin embargo, las muchas esposas de Nibenay eran templarias, no reinas. Al entrar al servicio del soberano, se las educaba para su nuevo papel en la sociedad de la ciudad, llamada como su monarca, y se las preparaba con toda rigurosidad para asumir sus deberes oficiales como factótums de Nibenay y portadoras de su poder.

Para Veela, aquello significaba abandonar el cuchitril que había compartido con su familia y trasladarse al palacio en medio de un lujo inimaginable junto con las demás templarias, que eran todas esposas de Nibenay. Suponía dejar de andar descalza sobre un suelo de tierra batida, disponer de un séquito de sirvientes que le lavarían los pies y el cuerpo diariamente, y deambular calzada con suaves sandalias de piel sobre delicados suelos de mosaico. Le afeitarían los sucios cabellos y ya no se cubriría con harapos, sino con vaporosas túnicas blancas, bordadas en oro y plata, que podría cambiarse a diario. Aprendería a leer y a escribir, y le enseñarían a aplicar las leyes de la ciudad; pero lo que era más importante, la iniciarían en las artes mágicas y ejercería el poder del Rey Espectro.

Nunca había averiguado cómo fue seleccionada. Nibenay poseía magia, y se decía que podía verlo todo. A lo mejor la había visto en un cristal mágico mientras se disponía a ir a dormir, y la joven le había gustado; quizás una de sus otras esposas se había fijado en ella cuando realizaba algún recado en la ciudad y la había escogido para formar parte del harén. Jamás se lo habían dicho, y ella no había tardado en aprender a no preguntar; a las esposas se les decía sólo aquello que debían conocer. «Aún no sabes lo suficiente para hacer preguntas», le comunicaron las templarias superiores, que la habían educado. «Y cuando sepas lo suficiente, no tendrás que preguntar.»

Sólo tenía doce años cuando fue a vivir al palacio, y la ceremonia de la boda se celebró al día siguiente. Le afeitaron los cabellos, la lavaron y bañaron con aceites perfumados, la vistieron con una sencilla túnica blanca y le colocaron una pequeña diadema de oro alrededor de la cabeza. Después, la condujeron hasta una enorme sala central del edificio, donde se encontraba el trono del monarca. Todas las esposas del soberano estaban presentes, ataviadas con sus túnicas blancas y alineadas a ambos lados de la estancia. Entre ellas se podía encontrar desde jovencitas de rostros tiernos a ancianas de facciones arrugadas.

Veela había sentido una sensación de creciente nerviosismo y ansiedad. Nunca antes había visto al Rey Espectro..., ni tampoco, como descubrió, iba a verlo en el día de su boda. El trono permaneció vacío mientras la templaria superior celebraba la solemne ceremonia matrimonial. Fue breve e incorporó los juramentos que debía realizar como templaria del Rey Espectro. Al finalizar, cada una de las esposas se acercó y la besó levemente en ambas mejillas. Se había casado, y el monarca ni siquiera había estado presente en su propia boda.

Tuvieron que transcurrir cinco años más antes de que pudiera verlo, cinco años durante los cuales completó su preparación como templaria. La noche de su entrada oficial en las filas templarias, el rey-hechicero la había hecho llamar. Una vez más la bañaron y perfumaron con aceites y fragancias, y en esta ocasión se eliminó todo el pelo de su cuerpo. Luego la condujeron a la alcoba del Rey Espectro.

No había sabido qué esperar. Tras vivir en el palacio durante cinco años, nunca lo había visto ni de refilón, ni había podido hablar sobre él con ninguna de las otras esposas. Su nombre no se mencionaba jamás, excepto en edictos oficiales. Cuando la introdujeron en el dormitorio, lo encontró esperándola, y permaneció un buen rato con la mirada baja después de que los sirvientes hubieran salido; por fin, se arriesgó a alzar los ojos. Él permanecía allí, inmóvil, contemplándola.

Era un hombre alto, que superaba con creces el metro noventa de estatura, y demacrado, de facciones profundamente hundidas. Era calvo por completo y tenía la nariz ganchuda como la de un ave de rapiña. El cuello y los brazos se mostraban extraordinariamente largos y delgados, y los dedos eran como garras. La frente resultaba tan pronunciada que parecía un saliente sobre los ojos, que poseían un extraño y luminoso tono dorado. El rey no dijo nada; se limitó a extender hacia ella una mano que recordaba una zarpa. Un veloz gesto de los esqueléticos dedos y la túnica de la joven cayó al suelo, dejándola desnuda; acto seguido, le hizo una seña para que se metiera en la cama.

Fuera lo que fuera lo que pudiera haber esperado, no se pareció en nada a lo que la imaginación había inventado. La habitación se oscureció de improviso —quedó tan oscura que ni siquiera podía verse la mano si se la acercaba al rostro—, y notó cómo él se introducía en el enorme lecho y luego cómo su cuerpo parecía deslizarse encima de ella. No hubo besos, ni caricias, ni se intercambiaron palabras tiernas. Finalizó prácticamente después de empezar. La tomó y lanzó un gruñido satisfecho, aunque si fue de complacencia por la realización del acto o por la confirmación de su virginidad, ella no lo supo nunca; casi de inmediato, los braseros llamearon con fuerza, inundando de luz la estancia, y él desapareció. Y no volvió a verlo durante otros diez años.

Ahora, hacía ya sesenta años de su llegada a palacio, y pertenecía al grupo de las templarias superiores, aunque se encontraba entre las más jóvenes de éstas. Los años la habían cambiado. El poder del Rey Espectro la mantenía llena de vitalidad, pero la edad le había marchitado el rostro, y sus manos, antes finas y delicadas, estaban viejas y arrugadas; tenía la carne fláccida, y su piel se había vuelto tan fina como el pergamino. Pero para Nibenay, aquellos años habían traído aun mayores transformaciones, si bien no era la edad lo que lo había cambiado, pues el Rey Espectro ya era viejo cuando nació Veela. Era la metamorfosis.

Como era una de las templarias superiores que lo atendían personalmente, lo veía ahora mucho más a menudo que en todos los años transcurridos. Y en este momento ya había dejado de ser humano. Resultaba incluso más alto, aunque gran parte de su altura se debía al largo y escamoso cuello de reptil. El arco superciliar era mucho más pronunciado y se extendía como una protuberancia ósea por encima de las cuencas de los ojos. Éstos, de un amarillo dorado, tenían negras pupilas verticales, y la parte inferior del rostro se había alargado hasta formar un hocico repleto de dientes afilados como navajas. Los pies se habían convertido en zarpas de dragón, y una larga cola, con una púa en el extremo, surgía por debajo de su túnica. Mostraba la espalda encorvada por culpa de unos omóplatos sobresalientes, que poco a poco se iban transmutando en alas. Aunque jamás lo mencionaba, Veela sabía que a menudo padecía terribles dolores debidos a la lenta y atroz transformación.

La penosa metamorfosis se había iniciado cuando lo vio por primera vez, hacía ya tantos años, y tardaría mucho tiempo aún en completarse. Se desarrollaba en pausadas etapas, merced a complicados y poderosos conjuros que, durante largos períodos, habían ocupado toda la atención del monarca. Los habitantes de su reino nunca lo veían. Ya no abandonaba bajo ninguna circunstancia sus aposentos privados. Había sirvientes en palacio que llevaban allí toda la vida y jamás lo habían visto ni que fuera de soslayo. Veela no estaba segura de que durmiera alguna vez, ya que en cada ocasión en que iba a visitarlo, fuera la hora que fuera, lo encontraba despierto, bien realizando los largos y agotadores preparativos para la siguiente etapa de su transformación, bien descansando de sus esfuerzos y batallando con el dolor. Para él, lo que hacía que todo aquello valiera la pena era el objetivo final; una vez que se hubiera desprendido de los últimos vestigios de su humanidad, se convertiría en la criatura más poderosa del planeta. Según Nibenay, el ansia de poder lo era todo; no tenía tiempo para otra cosa.

Sin embargo, en los últimos días, había aparecido un nuevo tema que despertaba su interés. Y ahora parecía como si no pudiera pensar en nada más.

—El Nómada —dijo—. Cuéntame todo lo que hayas averiguado.

—Es un elfling, mi señor.

—¿Un elfling? ¿Qué clase de criatura es ésa?

—El resultado del apareamiento de un halfling y un elfo —respondió Veela.

—¿Qué tontería dices? —replicó Nibenay—. Halflings y elfos son enemigos mortales.

—No obstante, mi señor, al parecer se produjo tal unión. Yo misma lo he podido oír de labios de los que lo vieron, y dan fe de que posee las características de ambas razas.

—Criatura de mal agüero —masculló el Rey Espectro dándole la espalda—. Sigue. ¿Qué más?

—Su nombre es Sorak, que significa «nómada que viaja solo» en lengua elfa, y de ahí su apodo. Pero no viaja solo. Va en compañía de una sacerdotisa villichi.

—Protectores —escupió el soberano con repugnancia.

—Se dice que es un maestro del Sendero —siguió Veela—, aunque todavía es casi un muchacho. Y hay testigos que lo afirman. ¿De qué otro modo habría podido vencer a dos templarias y a varios pelotones de semigigantes de la guardia de nuestra ciudad?

—Y ¿dónde ha obtenido alguien tan joven su educación en el arte del Sendero? ¿Cómo puede haberlo dominado tan deprisa? —inquirió el Rey Espectro.

—Lo ignoro, mi señor, pero corre el rumor de que fue educado por las villichis.

—¿Un varón? ¿En un convento villichi? Absurdo.

—Quizá, mi señor. No he conseguido establecer la veracidad de esto último.

—Continúa.

—Hemos averiguado que vino a la ciudad en busca de la Alianza del Velo.

— ¡Más protectores! —exclamó el monarca profanador—. ¿Qué tiene él que ver con la Alianza?

—No lo sé, mi señor, pero fueron en su ayuda cuando luchó contra nuestros semigigantes. Existen testigos. Y también recibió la ayuda de los elfos de la ciudad.

—¿Elfos?

—En su mayoría semielfos, mi señor, aunque igualmente se ha informado de la presencia de elfos de pura raza entre ellos —replicó Veela.

—¿Desde cuándo se preocupan los elfos de algo que no sea su propio provecho? —inquirió Nibenay—. Que la Alianza del Velo salga en ayuda de este Nómada, eso lo puedo entender. Combatía contra la guardia de la ciudad. Pero ¿por qué tendrían que tomar partido los elfos?

—Una vez más, mi señor, no puedo confirmar la veracidad de estos informes, pero se dice que ellos lo consideran una especie de caudillo, puede incluso que un rey. Muchos de los elfos de la ciudad ponen en duda la historia, la ridiculizan y afirman que jamás rendirían vasallaje a un supuesto rey elfo. Sin embargo, hubo elfos que sí fueron en su ayuda. Eso es innegable. Se dice que posee una espada mágica sobre la que existe una especie de leyenda estúpida..., la antigua espada perdida de los reyes elfos, o algo parecido.

¡Galdra! –exclamó el Rey Espectro.

—Pues sí, mi señor. —Veela frunció el entrecejo—. Ése es el nombre dado a la espada en los relatos que he oído.

Nibenay miraba con fijeza por la ventana, como absorto en sus pensamientos.

–No es un simple cuento —respondió—. Al menos, no esa parte. Galdra es muy real. La espada existe, aunque ha estado perdida durante generaciones. ¿Has hablado con alguien que afirme haber visto esta espada?

—Lo he hecho.

—¿La describieron?

—Sí, mi señor. Se me dijo que estaba forjada en acero elfo, aunque jamás he oído hablar de tal cosa, y que posee una estructura insólita. La hoja, tal y como me fue descrita, es un cruce entre un alfanje y un machete, ancha y terminada en la punta en forma de hoja, con una empuñadura recargada envuelta en hilo de plata.

—Y ¿hay una inscripción grabada en la hoja? —inquirió Nibenay con inquietud.

—Lo ignoro, mi señor.

Durante unos instantes, el rey dragón permaneció silencioso, la cola agitándose de acá para allá. Veela sintió curiosidad ante aquel interés repentino por este elfling conocido como el Nómada. Apareció en la ciudad surgido de la nada, provocó alborotos y estragos, y luego se esfumó con la misma rapidez. Nadie sabía qué había sido de él.

–Podría ser —dijo por fin Nibenay—. Podría ser la espada llamada Galdra. Si es así, su reaparición tras todos estos años es un mal presagio. Eso en sí mismo resultaría bastante significativo, pero en manos de alguien tan extraordinario..., un protector que puede llamar en su ayuda tanto a la Alianza como a los elfos, un maestro del Sendero a pesar de su juventud... Y además está su nombre: el Nómada, aquel que siempre anda solo. Todo lo que lo rodea parece un presagio, maldita sea.

Muy a pesar suyo, Veela no pudo evitar preguntar:

—¿Presagio, mi señor?

—Presentí su presencia desde el momento en que entró en nuestra ciudad —repuso el Rey Espectro—. Sin embargo, no comprendí lo que era. Supe tan sólo que algo..., alguien..., estaba produciendo una impresión en mi conciencia como no había sucedido desde... —Su voz se apagó.

Veela deseaba fervientemente que siguiera hablando, pero no se atrevió a sobrepasar aun más los límites permitidos. Aunque Nibenay no parecía darse cuenta; jamás lo había visto así.

—¿Qué hace un nómada, Veela? —inquirió por fin el monarca.

—Pues... —No estaba muy segura de cómo responder. ¿Debía tomar la pregunta de modo literal?—. Supongo que... deambula, mi señor.

—Sí —dijo el Rey Espectro alargando la palabra en un siseo sibilante—. Deambula; desde luego.

Veela no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Quién era este Nómada por quien Nibenay, que hacía tanto tiempo había dejado de interesarse por lo que sucedía en su ciudad, se preocupaba tanto? ¿Qué había de importante en él para inquietar a un rey-hechicero ante cuyo poder todo ser vivo se estremecía?

—¿Has averiguado algo más? —preguntó Nibenay.

—No, mi señor. Os he referido todo lo que he podido descubrir. Y tal y como ya he dicho, no puedo responder de la veracidad de algunas de las historias que me han contado.

—Te has portado muy bien —repuso él, asintiendo con la cabeza y ofreciéndole un cumplido sin precedentes—. No obstante, hay más aspectos que necesito saber.

—Seguiré con mis investigaciones al instante, mi señor.

—No; ha abandonado la ciudad. Ya no percibo su presencia. Dudo que haya gran cosa que puedas descubrir ahora.

—Como deseéis, mi señor —respondió ella inclinando la cabeza.

Aguardó a que le diera permiso para retirarse, pero la orden no llegó enseguida. En su lugar, el Rey Espectro pronunció una nueva orden.

—Haz venir a Valsavis.

Los ojos de Veela se abrieron de par en par ante tal mención. Era un nombre que no había oído pronunciar desde hacía años, un nombre que los pocos que aún lo conocían apenas osaban pronunciar en voz alta.

—Han pasado muchos años, mi señor —observó, inquieta—. Puede ser que ya no esté vivo.

–Valsavis vive —dijo Nibenay, y lo afirmó como un hecho que no se podía poner en duda—. Tráelo a mi presencia.

—Como ordenéis, mi señor —repuso Veela inclinándose mientras abandonaba la estancia andando de espaldas. Las pesadas puertas esculpidas se cerraron tras ella por sí solas.

El ligero carruaje se bamboleaba cuesta arriba por el sendero lleno de baches que atravesaba las estribaciones de las Montañas Barrera. Sentada a la sombra de su baldaquín, Veela observaba el camino con atención mientras el conductor instaba al kank a seguir ascendiendo por la ladera. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que la templaria estuvo en este paraje, muchos años sin haber abandonado siquiera la ciudad, y le preocupaba si podría recordar la ruta. Sin embargo, incluso después de todo este tiempo, aquí y allá, detalles del sendero le resultaban familiares. Había recordado la amplia curva cerrada del camino cuando éste rodeaba un enorme afloramiento rocoso y cómo discurría luego paralelo a la ladera antes de volver a describir una curva y seguir por una cuesta a través del desfiladero.

Completada la mitad de trayecto por el desfiladero, Veela rememoró que había un sendero que se desviaba a la izquierda, hacia el interior de los árboles. Recordaba que era difícil de descubrir y, por lo tanto, lo buscaba con atención. A pesar de ello, le pasó por alto, y el carruaje tuvo que dar la vuelta, una maniobra nada fácil en aquella vía tan estrecha. Hubo de descender mientras el conductor hacía retroceder al kank empujando despacio el carruaje fuera del sendero y ladera arriba, y luego ligeramente hacia adelante. Maldiciendo para sí, el cochero repitió el proceso otras dos veces antes de conseguir girar por completo el vehículo. Veela volvió a subir, y esta vez avanzaron a un paso aún más lento, en tanto ella escudriñaba con atención la ladera en busca del sendero. A punto estuvo de pasarlo nuevamente por alto.

—¡Deténte! —ordenó al conductor.

En cuanto el carruaje se detuvo, descendió y retrocedió andando varios metros. Sí, ahí estaba, casi imposible de descubrir de tan cubierto de maleza como se hallaba. Una simple senda, poco más que una vereda dejada por un animal en su recorrido cotidiano, por la que no había otro modo de avanzar que no fuera a pie.

—Espera aquí hasta que regrese —indicó al cochero.

Comenzó el ascenso utilizando el poder que le había conferido el Rey Espectro para despejar el camino mientras subía por la ladera. La maleza que cubría el sendero se marchitaba y moría ante ella mientras avanzaba.

El camino seguía una ruta sinuosa en su ascenso por la empinada ladera; doblaba a la izquierda, luego a la derecha, después a la izquierda de nuevo por entre árboles y alrededor de afloramientos rocosos mientras se aproximaba a la cima de la colina. Al cabo de un rato, cruzó el límite de la vegetación arbórea y salió por en medio de dos peñascos a una zona despejada, cerca de la cumbre, cubierta sólo de rocas y matorrales, pastos de montaña y flores silvestres. Había llegado a la cima de las estribaciones, y las montañas situadas más allá se alzaban sobre su cabeza. El sendero continuaba un poco más por la empinada cuesta y luego, poco a poco, se nivelaba a la vez que describía una curva alrededor de unas rocas.

Al pasar junto a las rocas, la mujer echó una ojeada abajo y vio las laderas inferiores de las estribaciones, uno de los pocos lugares de Athas, aparte de la cordillera forestal de las Montañas Resonantes, donde aún podía hallarse vegetación viva y en crecimiento. En el valle en forma de media luna situado a sus pies se encontraba la ciudad de Nibenay y, a larga distancia, en dirección sudoeste, estaba la ciudad de Gulg. Alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, todo era desierto estéril. Justo hacia el sur, extendiéndose como un océano centelleante de cristal, aparecían las Llanuras de Marfil, un inmenso mar de sal. Era un panorama espectacular y, por un instante, se limitó a permanecer allí, conteniendo la respiración y contemplándolo todo. Luego, a lo lejos, oyó el inconfundible sonido de alguien cortando leña.

Siguió adelante y penetró en el no muy llano claro de la cima. Ante ella había una pequeña cabaña construida por completo con troncos toscamente tallados; detrás se veían otra edificación más pequeña, un cobertizo para guardar cosas y unos corrales. Aparte de eso, la cabaña estaba aislada por completo. Una columna de humo surgía por la chimenea de piedra.

A medida que se acercaba siguiendo el sendero que giraba hasta conducir a la parte delantera de la cabaña, Veela pudo oler el agradable aroma de la madera de pagafa al arder. Había un pequeño porche cubierto, adosado a la cabaña, con algunos toscos muebles de madera, pero ninguna señal del leñador, y el sonido que había escuchado antes había cesado. Frente al porche, descubrió un enorme tocón de pagafa con un hacha clavada en él y, junto al tocón, un montón de leña recién cortada. Miró en derredor. No se veía a nadie. Iba a ascender los cuatro peldaños de madera que conducían al porche cuando una voz profunda y ronca sonó de improviso a su espalda.

—Me pareció oler a templaria.

Giró en redondo. El hombre situado de pie justo detrás de ella, a menos de metro y medio de distancia, había aparecido de repente como salido de la nada, moviéndose con tanto sigilo como un espectro. Era alto y muy fornido, con una abundante melena de largos cabellos grises que le caían por debajo de los hombros.

Lucía una espesa barba gris, y su rostro estaba arrugado por los años y curtido por las inclemencias del tiempo. Había sido un hombre muy apuesto, y lo seguía siendo, no obstante su edad y su aspecto temible. En el pasado, tenía una nariz bien moldeada, pero se la habían roto varias veces; aun así conservaba todavía todos los dientes, y los ojos, de un sorprendente color azul celeste, contradecían su edad, centelleando llenos de energía. Una vieja cicatriz de una herida hecha con un cuchillo o una espada ascendía desde la barba, atravesaba el pómulo izquierdo y desaparecía bajo el cabello.

Se cubría con una túnica sin mangas, sujeta por un cinturón grueso; llevaba varias dagas a la cintura y muñequeras claveteadas, y los pantalones, de cuero, se introducían dentro de altos mocasines de cordones. Tenía los hombros anchos y fornidos, y el pecho, amplio y musculoso, se estrechaba en forma de uve hasta llegar a la fina cintura. Los antebrazos estaban cubiertos de cicatrices y de músculos, y la parte superior de los brazos era más gruesa que los muslos de Veela. Su porte resultaba erguido y suelto, y transmitía una impresión de inmensa fuerza física.

—Saludos, Valsavis —le dijo ella.

—Veela —contestó él con su ronca voz—. Ha pasado mucho, mucho tiempo. Has envejecido.

La templaria sonrió ante su descaro. Siempre había sido muy franco.

—Y también tú —replicó Veela—. A lo mejor demasiado —añadió alzando la barbilla para mirarlo desafiante a los ojos.

—¿Para qué?

—Para aquello que antes hacías mejor que nadie.

—Si el Rey Espectro así lo creyera, no te habría enviado —repuso Valsavis con sencillez, y se inclinó para coger el hacha. Tomó un trozo de pagafa y lo colocó sobre el tocón; luego alzó el hacha y lo partió de un poderoso golpe.

Veela se maravilló ante su insolencia. ¡Le había dado la espalda a una templaria y reanudado su tarea!

—No has cambiado —le dijo—. Sigues siendo el mismo bárbaro inaguantable de siempre.

Él siguió partiendo leña con tranquilidad.

—Si eso te ofende, ya conoces el camino de vuelta —respondió.

La mujer sonrió muy a su pesar. La mayoría de hombres se habrían estremecido al verse interpelados por una templaria del Rey Espectro, pero éste le hablaba como si no fuera más que una moza de taberna. Debería haberse sentido ofendida, y mucho, y sin embargo no era así. Nunca lo había sido con él, aunque jamás había comprendido el motivo.

—Su majestad el rey Nibenay desea verte —indicó.

—Ya lo había supuesto —dijo Valsavis—. Ni se me ocurrió que hubieras venido de tan lejos para una simple visita social. —Siguió cortando leña.

—Desea verte de inmediato —añadió Veela en tono categórico.

—¿Se encuentra acaso en inminente peligro de muerte? —inquirió él sin dejar de partir leña.

—Pues no. —Veela se mostró sorprendida—. Claro que no. El Rey Espectro vivirá eternamente.

—En ese caso, ¿qué significa un día más?

Veela sintió cómo enrojecían sus mejillas.

—Quizá yo soy tolerante ante tu insolencia, Valsavis, sólo porque ello me divierte. ¡Pero el Rey Espectro no es tan indulgente!

Valsavis volvió a clavar el hacha en el tocón y se giró despacio, estirando los abultados músculos.

—Nibenay no ha requerido mis servicios durante años —anunció—. Y durante todo este tiempo, su majestad el Rey Espectro me ha tenido olvidado. Ahora, de repente, está impaciente por verme. Sin duda, necesita un servicio que sólo yo puedo realizar. He esperado años a que él volviera a encontrarme necesario. Dejemos que en este momento sea él quien espere.

La incredulidad dejó boquiabierta a la templaria.

—¡Nadie desafía al Rey Espectro! —exclamó anonadada—. ¡Nadie!

—En ese caso, ya puede fulminarme —replicó Valsavis a la vez que realizaba un gesto conciliador con una mano antes de que ella pudiera responder—. Oh, ya sé que podría, y sin problemas; le costaría el mismo esfuerzo que guiñar uno de sus malévolos ojillos amarillos. Pero no lo hará, porque me necesita. Y debe de tratarse de una tarea de cierta importancia o, de lo contrario, no te habría enviado a ti, sino a un mensajero de menor categoría, como hizo en el pasado. Me preparaba la cena. ¿Quieres compartirla conmigo?

Lo contempló atónita mientras él se volvía sin esperar respuesta, levantaba un montón de leña, subía los peldaños del porche, y penetraba en la cabaña. No sabiendo qué otra cosa hacer, la mujer lo siguió.

Tras una abundante cena a base de filetes de kirre asados y arroz de la montaña sazonado con hierbas, se sentaron en unos bancos de madera junto al fuego para saborear un té caliente con especias, elaborado con una mezcla de plantas silvestres. Era una combinación inventada por Valsavis, y resultó deliciosa.

—Quizás hayas equivocado tu vocación —comentó Veela mientras tomaba otro sorbo—. Podrías haber sido un cocinero magistral. La cena fue excelente.

—Yo domino todo aquello que intento hacer —repuso él con sencillez—. De nada sirve hacer las cosas a medias.

—¿De modo que o se hace con la habilidad de un maestro o no se hace? —inquirió ella—. ¿Es por eso por lo que nunca has tenido una mujer?

—He tenido a muchas mujeres.

—Pero ninguna esposa.

—No necesito una esposa —respondió Valsavis encogiéndose de hombros—. De vez en cuando necesito una mujer. Siempre me había preguntado cuándo te decidirías por fin a tocar ese tema.

—¿Por fin? —inquirió ella contemplándolo con sorpresa.

—Acostumbrabas a preguntártelo a menudo años atrás —dijo Valsavis, y hablaba con la misma tranquilidad con la que comentaría el tiempo—. Ya veo que te lo preguntas aún, aunque ya no abrigas la idea de acostarte conmigo para averiguarlo por ti misma.

Veela enarcó violentamente las cejas, sorprendida.

—¿Yo? ¿Acostarme contigo? Eres... insoportable..., arrogante...

—Puedes negarlo todo lo que quieras, pero, de todos modos, es cierto —siguió Valsavis—. Has hecho esa pregunta con tu cuerpo y tus ojos más veces de las que puedo contar. No olvides, Veela, que soy un cazador, y un cazador se preocupa de conocer la naturaleza de su presa. Es por eso por lo que siempre he estudiado a la gente. Del mismo modo que un animal revela cosas sobre sí mismo por el rastro que deja, también las personas ponen al descubierto mucho más de lo que creen mediante los movimientos de sus cuerpos, por sus posturas y gestos. De joven, habías considerado esa fantasía en numerosas ocasiones. Sin duda, debido a que el Rey Espectro es, en el mejor de los casos, un amante poco atento e irregular. Sus pasiones no fluyen en dirección a la carne. Pero las tuyas...; bien, quizá cuando eras joven... —Se encogió de hombros.

Veela lo contempló boquiabierta, y entonces, ante su propia sorpresa, lanzó una risita.

—Es cierto —admitió—. A menudo me había preguntado cómo sería ser tu amante. Nunca supe el motivo. Siempre fuiste, y todavía eres, un bruto desagradable.

—Fue precisamente por esa causa por la que te sentiste atraída por mí —dijo Valsavis—. Las mujeres sois criaturas extrañas. Afirmáis que os repugnan los hombres brutales y, sin embargo, os sentís atraídas por su poder. Cuanto más fuerte es la mujer, más le atraen los hombres que son aun más fuertes.

—¿Por qué debería interesar un hombre débil a una mujer fuerte? —quiso saber la templaria.

—Un hombre débil puede poseer otras virtudes —respondió él—. Si es débil de cuerpo y espíritu, puede ser, de todos modos, amable, dulce y leal. Pero una mujer fuerte siempre lo podrá controlar. Es por el hombre al que no puede controlar por el que se siente atraída, ya que representa un desafío, un estímulo de lo imprevisible.

—¿Y qué clase de mujeres te atraen a ti? —preguntó Veela.

—Las que son capaces de dominar aquello que la mayoría de las mujeres jamás aprende a controlar.

—¿Y es?

—A sí mismas.

—Eres un hombre interesante, Valsavis. Hay más cosas en ti de las que se aprecian a simple vista.

—Hay más cosas en todo el mundo de lo que se ve a simple vista —replicó él—. El truco está en cómo mirar. Ahora, dime qué es lo que Nibenay desea de mí.

—No lo sé.

—Sí, sí que lo sabes. Dímelo.

—Hay un elfling... —cedió Veela empezando a hablar.

—¿Un elfling? —Valsavis enarcó las cejas.

—Parte elfo, parte halfling —repuso ella—. Se le conoce por el nombre de Sorak, y le llaman el Nómada...

Valsavis escuchó con atención mientras ella refería todo lo que le había contado al monarca y lo que éste había respondido. Cuando terminó, Valsavis permaneció sentado en silencio unos instantes, asimilando lo que había oído; luego, de improviso, se levantó.

—Partiremos inmediatamente —anunció.

—¿Qué? ¿Ahora? ¡Pero si no tardará en oscurecer!

—El kank que arrastra tu carruaje no necesita la luz del día para ver —dijo él—. Y tu cochero agradecerá no tener que pasar la noche aguardando en el camino.

—¿Cómo sabes que vine con un carruaje y un cochero?

—Considero del todo improbable que hayas recorrido todo este camino a pie —respondió él—. Y una templaria superior del Rey Espectro jamás conduce su propio carruaje.

—Claro —le dedicó una sonrisa—. Pero dijiste que Nibenay podía esperar otro día, y ni siquiera se te ocurrió pensar en el bienestar de mi cochero cuando llegué.

—Ni lo hago ahora. Simplemente dije que te lo agradecería.

—Entonces, ¿por qué ese repentino deseo de marchar de inmediato?

—Porque el elfling me interesa. Y hace mucho tiempo que no me enfrento a un desafío que valga la pena.

—Es posible —replicó la templaria—. Pero también ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te enfrentaste a un desafío. Y no eres tan joven como entonces.

Valsavis hizo un movimiento y, de repente, dos dagas se incrustaron en el banco a cada lado de ella, tan cerca que clavaron la túnica a la madera. Las había arrojado con tal velocidad, una con cada mano, que ella no había tenido tiempo de reaccionar. Bajó la mirada hacia los cuchillos situados a ambos costados y carraspeó ligeramente.

—Por otra parte, la experiencia que da la edad es siempre muy valiosa.

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