OCTAVA PARTE

30

Albert Neri estaba en su apartamento, situado en el Bronx, muy concentrado en cepillar el uniforme de su época de policía. Sacó la placa y la puso sobre la mesa para limpiarla. La pistolera y el arma estaban encima de una silla. Aquella vieja rutina de limpiar, cepillar y abrillantar le hizo sentirse extrañamente feliz. En realidad, ésa era una de las pocas veces en que se había sentido feliz desde que su esposa lo abandonó, casi dos años atrás.


Se había casado con Rita cuando ésta aún asistía al instituto y él era un policía novato. Se trataba de una muchacha tímida, morena, y procedía de una familia chapada a la antigua. Sus padres no le permitían regresar a casa más tarde de las diez de la noche. Neri estaba perdidamente enamorado de ella, de su inocencia, de su virtud y de su belleza.


Al principio, Rita se sentía fascinada por su marido. Era muy fuerte, y ella se daba cuenta de que la gente le tenía miedo, tanto por su poderío físico, como por su recto concepto del deber. Claro que le faltaba diplomacia; si no estaba de acuerdo con una actitud colectiva o con una opinión individual, o bien se callaba, o bien expresaba brutalmente su desacuerdo Su temperamento era verdaderamente siciliano, y sus ataques de furia, terribles. Pero nunca se mostraba irritado con su esposa.


En el espacio de cinco años, Neri se convirtió en uno de los agentes más temidos de la fuerza policial de la ciudad de Nueva York. Y también en uno de los más honrados. Pero tenía su sistema propio de hacer cumplir con la ley. Odiaba a los gamberros, y cuando veía a un grupo de chicos que, reunidos por la noche en alguna esquina, se dedicaban a molestar a la gente que pasaba, entraba decididamente en acción. Empleaba contra ellos su extraordinaria fuerza física, una fuerza que ni él mismo apreciaba en toda su magnitud.


Una noche, en la parte oeste del Central Park, saltó del coche patrulla y se enfrentó con seis jóvenes vestidos con chaqueta de seda negra. El compañero de Neri, que conocía muy bien a éste, prefirió no intervenir y permaneció dentro del coche. Los seis chicos, todos entre los dieciocho y los veinte años, habían estado pidiendo cigarrillos a la gente, de forma amenazadora, aunque en realidad sin hacer daño á nadie. También habían estado molestando a las muchachas que pasaban, haciéndoles gestos obscenos.


Neri los obligó a ponerse de cara a la pared que hacía de frontera entre el Central Park y la Octava Avenida. Aún no era totalmente de noche, pero Neri llevaba su arma favorita, una enorme linterna. Nunca se molestaba en sacar su pistola; no la necesitaba. Cuando estaba enojado, su rostro se tornaba brutalmente amenazador, y esto, combinado con su uniforme, generalmente bastaba para que los gamberros se acobardaran. Si no, usaba su linterna.


Neri preguntó a uno de los chicos:


– ¿Cómo te llamas?


El chico dio un apellido irlandés.


– Márchate de inmediato -le dijo Neri-. Si vuelvo a verte esta noche, lo pasarás muy mal.


A un ademán del policía, el chico salió corriendo. Neri siguió el mismo procedimiento con los dos siguientes. Los dejó marchar. Pero el cuarto dio un apellido italiano y miró a Neri con una sonrisa, como si el hecho le diera ciertos derechos. Neri no podía ocultar que era italiano; su acento le delataba. Miró fijamente al muchacho y le preguntó:


– ¿Eres italiano?


El chico, confiadamente y sin dejar de sonreír, contestó que sí.


Neri le dio un tremendo golpe en la frente con la linterna. El muchacho cayó al suelo, de rodillas. Tenía una brecha en la frente, de la que manaba sangre en abundancia. Pero la herida no era grave. Con aspereza, Neri le dijo:


– Eres una deshonra para todos los italianos, hijo de puta. Nos das mala fama a todos. Levántate.


Le propinó un golpe en el costado, no muy fuerte, y añadió-: Vete inmediatamente a tu casa. Que nunca más vuelva a verte con esa chaqueta o te prometo que te enviaré al hospital. Y ahora márchate. Tienes suerte de que yo no sea tu padre.


Neri no perdió el tiempo con los otros dos. Les dio una patada en el trasero, advirtiéndoles, como al primero, que no quería volver a verlos en la calle aquella noche.


En tales ocasiones ocurría todo con tanta rapidez, que no había tiempo de que la gente se diera cuenta del incidente, ni tampoco de que alguien pudiera protestar por los métodos empleados por el policía. Neri se subía al coche patrulla y su compañero pisaba el acelerador a fondo, por lo que instantes después ya estaban muy lejos. Naturalmente, en ocasiones Neri se encontraba con alguien que le plantaba cara, bien con los puños, bien con un cuchillo. En tales casos, su oponente u oponentes podían considerarse dignos de lástima. Con terrible ferocidad, Neri los golpeaba sin miramientos, y luego los subía al coche patrulla, arrestados bajo la acusación de haber agredido a un policía. Y lo normal era que la vista del caso tuviera que esperar hasta que los desgraciados mesen dados de alta en el hospital.


Un día, transfirieron a Neri al distrito donde se levanta el edificio de las Naciones Unidas, por haber faltado al respeto al sargento que era su superior directo. Pronto se dio cuenta de que la gente de las Naciones Unidas aprovechaban su inmunidad diplomática para aparcar donde les venía en gana, sin preocuparse de los ordenanzas. Neri se quejó a sus superiores, pero le dijeron que hiciera la vista gorda. Una noche, sin embargo, Neri se encontró con que una calle lateral estaba completamente bloqueada por los automóviles de los funcionarios del organismo internacional. Era más de medianoche, por lo que Neri sacó del coche patrulla su enorme linterna y empezó a romper los parabrisas de aquellos automóviles. No fue nada fácil, ni aun para diplomáticos de alta categoría, hacer reparar los parabrisas en pocos días. En la comisaría empezaron a llover las protestas. Había que acabar con aquel vandalismo, clamaban los perjudicados. La rotura de parabrisas continuó durante varios días, hasta que alguien descubrió que aquello era obra de Albert Neri, que fue destinado a Harlem.


Poco después, un domingo, Neri y su esposa fueron a visitar a la hermana de él, que era viuda y vivía en Brooklyn. Albert Neri sentía por su hermana un exagerado afecto protector -común, por lo demás, a todos los sicilianos-, y la visitaba aproximadamente cada dos meses, para asegurarse de que se encontraba bien. La hermana era mucho mayor que él, y tenía un hijo de veinte años, Thomas, que, debido tal vez a la falta del padre constituía para su madre una verdadera fuente de problemas. El chico no iba con buenas compañías.


En cierta ocasión, y gracias a la intervención de Neri, Thomas consiguió librarse de una acusación de hurto. No obstante, el policía le advirtió a su sobrino:


– Oye, Tommy: si vuelves a hacer llorar a mi hermana, tú y yo nos veremos las caras.


El tono no había sido realmente amenazador, pues Neri le había hablado más como tío que como policía, pero el chico, a pesar de ser el muchacho más duro del vecindario, se sintió impresionado por la advertencia.


Cuando aquel domingo Albert y Rita llegaron a casa de la hermana de él, Tommy aún dormía, pues el día anterior había regresado muy tarde por la noche. Su madre fue a despertarlo, y le dijo que se vistiera para sentarse a la mesa con sus tíos y con ella.


Albert y Rita oyeron claramente, a través de la puerta semiabierta del dormitorio, que el chico le espetaba con voz áspera a su madre:


– ¡Que se vayan a la mierda! Déjame dormir. Así pues, tuvieron que comer sin Tbmmy. Neri preguntó a su hermana cómo se portaba el muchacho, y ella respondió que no del todo mal.


Cuando Neri y su esposa estaban a punto de marcharse, Tommy se levantó. Sin apenas saludar, se metió en la cocina, y desde allí gritó:


– ¡Eh, mamá! Prepárame algo de comer. La madre, con voz chillona, replicó:


– Haberte sentado a la mesa con nosotros. No pienso volver a cocinar.


La desagradable escena seguramente se había producido mil veces, pero ese día, Tommy, debido tal vez a que todavía estaba medio dormido, cometió una equivocación.


– ¡A la mierda tú y tus regañinas! Comeré en otra parte.


Nada más pronunciar esas palabras, Tommy se arrepintió de haberlo hecho. Su tío Al se le echó encima, como un gato sobre un ratón. No por aquel insulto a su hermana en concreto, sino porque pensó que escenas como ésa debían de repetirse a diario. Tommy nunca se había atrevido a hablar así delante del hermano de su madre, pero una distracción la tiene cualquiera, y Tommy, para su desgracia, aquel domingo la tuvo.


Ante la mirada aterrorizada de las dos mujeres, Al Neri propinó a su sobrino una tremenda paliza. Al principio, el joven trató de defenderse, pero al ver la inutilidad de sus intentos, suplicó a su tío que dejara de pegarle. Sus labios estaban hinchados y sangrantes. Neri golpeó la cabeza del muchacho contra la pared y luego le dio una serie de puñetazos en el estómago, haciéndole caer al suelo. Entonces se dedicó a golpear la cara de Tommy contra el suelo. Dijo a las dos mujeres que esperaran y obligó al sobrino a acompañarlo hasta su automóvil. Entonces le dijo:


– Si me entero de que has vuelto a hablarle a mi hermana de ese modo, te daré una paliza tal que lo de esta tarde te parecerán caricias. Quiero que te reformes. Ahora sube a tu casa y di a mi esposa que la estoy esperando.


Dos meses después, una noche en que Al Neri, a causa de su trabajo, llegó tarde a casa, se encontró con que su esposa lo había abandonado. Se había llevado toda su ropa y había regresado a casa de sus padres. Según le informó el padre de Rita, ella le tenía miedo y no quería vivir con él a causa de su temperamento irascible. Al no lo comprendía. Nunca había pegado a su esposa, nunca la había amenazado siquiera, siempre se había mostrado amable y respetuoso. Pero estaba tan aturdido, que decidió dejar pasar unos días antes de ir a casa de sus suegros a hablar con ella.


Por desgracia, a la noche siguiente, mientras efectuaba su servicio, se metió en dificultades. Su coche respondió a una llamada relacionada con un homicidio comeado en Harlem. Al llegar al lugar de los hechos, Neri saltó del coche antes de que éste se hubiera detenido; como de costumbre. Era pasada la medianoche, y Neri llevaba su enorme linterna. Gran número de personas se apiñaban delante del portal de una casa. Una mujer negra le explicó:


– Ahí dentro hay un hombre que está matando a una muchacha.


Neri entró en la casa. En la planta baja, al final del pasillo, se veía una puerta abierta, y el policía oyó unos quejidos lastimeros. Con la linterna en la mano, atravesó el pasillo y cruzó el umbral de la puerta.


Estuvo a punto de tropezar con dos cuerpos tendidos en el suelo. Uno era de una mujer negra, de unos veinticinco años; el otro, de una chica, negra también, que debía tener unos doce. Ambas sangraban abundantemente, a causa de múltiples cuchilladas. Y el autor de las mismas estaba un poco más adentro, agazapado en un rincón. Neri lo conocía bien.


Se trataba de Wax Baines, conocido rufián, drogadicto y matón. La mano con la que sostenía el ensangrentado cuchillo le temblaba, y sus ojos indicaban que se hallaba bajo los efectos de los narcóticos. Neri lo había arrestado dos semanas atrás por haber agredido en plena calle a una de sus mujeres. Baines le había dicho:


– No se meta; no es asunto suyo. Y el compañero de Neri se había limitado a murmurar que si los negros querían matarse los unos a los otros, mejor para todos. Pero Neri había insistido en llevarse a Baines a la comisaría, aunque sabía que su empeño sería inútil. Baines fue puesto en libertad bajo fianza a la mañana siguiente.


A Neri nunca le habían gustado los negros, y después de que lo destinaran a Harlem, le gustaban todavía menos. Los que no se drogaban, se emborrachaban, mientras sus mujeres tenían que trabajar o ganar dinero vendiendo su cuerpo. Por ello, nada tuvo de extraño que aquel nuevo delito de Baines lo sacara de sus casillas. Lo peor de todo era la visión del ensangrentado cuerpo de la chiquilla. Fríamente, Neri decidió que Baines no iría a la comisaría.


Lo malo era que en la vivienda habían entrado varias personas, inquilinos del mismo inmueble, además de su compañero.


Neri le ordenó a Baines:


– Suelta el cuchillo; estás arrestado. Baines se echó a reír.


– Si quieres arrestarme -dijo-, tendrás que usar tu pistola.


Y mientras se abalanzaba sobre Neri, empuñando el cuchillo, añadió:


– O tal vez prefieras esto. Neri se movió con extraordinaria rapidez, para que su compañero no tuviera tiempo de sacar su pistola. Evidentemente, el negro intentaba clavarle el cuchillo, pero los excelentes reflejos del policía le permitieron asir la muñeca de su agresor con la mano izquierda. Al mismo tiempo, su mano derecha, con la que empuñaba la linterna, golpeó en la cara al negro, que cayó de rodillas al suelo, como si estuviera borracho. Su mano había soltado el cuchillo; estaba indefenso. Por ello, el segundo golpe de Neri era totalmente innecesario, como se demostró posteriormente en el juicio, según declaración de los testigos presenciales, entre ellos su compañero de servicio. Con la linterna, Neri descargó un tremendo golpe contra la cabeza de Baines, tan fuerte que el cristal de aquélla se rompió. Y si el tubo metálico no se partió en dos, fue porque las pilas lo impidieron. Según uno de los aterrorizados testigos, un negro que vivía en el edificio y que declaró contra Neri, éste dijo:


– Tienes la cabeza dura ¿eh, negro? Pero resultó que no era lo bastante dura. Dos horas más tarde, en el Harlem Hospital, Baines moría.


Albert Neri fue el único en sorprenderse cuando le acusaron de haber abusado de su fuerza. Fue suspendido de su empleo y llevado a juicio. El jurado le culpó de homicidio no premeditado y le sentenció a una pena de prisión de uno a diez años. Pero estaba tan furioso y era tan grande su odio contra la sociedad, que la sentencia no lo afectó en absoluto. ¡Él, Albert Neri, un criminal! ¡Atreverse a enviarlo a la cárcel por haber matado a aquella bestia! A los jueces no parecía preocuparles mucho aquellas dos negras a las que Baines había acuchillado y desfigurado, y eso que todavía se hallaban en el hospital.


No temía la cárcel. Estaba convencido de que, teniendo en cuenta que había sido policía y, sobre todo, la clase de delito que había cometido, lo tratarían bien. Algunos de sus compañeros del cuerpo de policía incluso le habían asegurado que hablarían con amigos influyentes.


Sólo su suegro, un inteligente italiano que tenía una pescadería en el Bronx, sabía que un hombre como Albert Neri no sobreviviría a un año en la prisión. Si no lo mataba otro presidiario, sería él quien acabaría con la vida de alguien. Y, debido a un sentimiento de culpabilidad motivado por el hecho de que su hija hubiera abandonado a un buen marido como Albert, el suegro de Neri pidió a la familia Corleone que intercediera en favor de su yerno. Creía tener derecho a solicitar su intervención, pues por algo pagaba puntualmente su cuota a uno de los representantes de la Familia, y, además, regalaba al Don el pescado mejor y más fresco.


La familia Corleone sabía quién era Albert Neri. Su fama de policía duro y honrado era legendaria; tenía reputación de hombre con el que había que andar con cuidado, pues era capaz de inspirar temor por sí mismo, independientemente de su uniforme y de su pistola. La familia Corleone siempre estaba interesada en hombres así. El que fuese policía no importaba mucho. Eran muchos los que habían comenzado a andar por el sendero equivocado. Lo importante era que, finalmente, descubrieran su verdadera vocación.


Fue Pete Clemenza, con su fino olfato para descubrir a los hombres de valía, quien habló de Neri a Tom Hagen. Hagen estudió la copia del expediente oficial de Neri y escuchó a Clemenza.


– Tal vez se trate de un nuevo Luca Brasi -comentó Hagen.


Clemenza asintió enérgicamente. A pesar de su gordura, el _caporegimi_ no tenía el rostro bonachón típico de los obesos.


– Opino lo mismo que tú. Mike debe preocuparse personalmente del asunto.


Antes de que Albert Neri fuera trasladado desde el calabozo de los juzgados a la cárcel, se le informó de que el juez había reconsiderado su caso, debido a una serie de nuevos datos y testimonios aportados por oficiales de policía de alto rango. La sentencia fue suspendida, y Albert Neri quedó en libertad.


Neri no tenía un pelo de tonto, y tampoco su suegro. El primero supo lo que había sucedido y, en prueba de agradecimiento, consintió en divorciarse de Rita. Luego se trasladó a Long Beach para dar las gracias a su benefactor. Naturalmente, su visita había sido preparada con antelación. Michael lo recibió en la biblioteca.


Neri comenzó a expresar ceremoniosamente su agradecimiento, y quedó sorprendido al ver lo bien que Michael parecía aceptar sus palabras.


– No podía permitir que le hicieran eso a un siciliano -dijo Michael-. Deberían haberle dado una condecoración, pero lo único que preocupa a los políticos son los grupos de presión. Francamente, si no hubiese estado seguro de que iban a hacerle una marranada, le aseguro que no habría movido un dedo en su favor. Uno de mis hombres habló con su hermana, y ésta le explicó que usted siempre se había preocupado de ella y de su hijo, evitando que el joven se descarriara. Su suegro asegura que es usted el mejor hombre del mundo. Eso es raro de encontrar.


Con muy buen criterio, Michael no mencionó que Neri había sido abandonado por su esposa.


Estuvieron charlando durante un rato. Neri siempre había sido un hombre taciturno, pero con Michael Corleone no pudo evitar hablar por los codos. Y aunque Michael sólo tenía cinco años más que él, el ex policía se comportó como si la diferencia fuese mucho mayor y Michael tuviera edad suficiente para ser su padre.


Finalmente, Michael expuso:


– Sacarlo de la cárcel para luego dejarlo desamparado no tendría sentido. Puedo proporcionarle trabajo. Tengo intereses en Las Vegas, y pienso que un hombre de su experiencia sería ideal para el puesto de encargado de la seguridad de un hotel. Y, suponiendo que tenga usted intención de montar algún negocio, puedo conseguir que los bancos le presten dinero con toda clase de facilidades.


Neri se sentía tan agradecido que no sabía cómo demostrarlo. Orgullosamente, declinó la oferta de Michael y dijo:


– La sentencia ha sido suspendida, pero debo permanecer bajo la jurisdicción del tribunal.


Michael replicó, en tono áspero:


– Esos detalles carecen de importancia. Puedo arreglarlo. Olvídese de la sentencia y del tribunal. También puedo hacer limpiar la hoja amarilla para que los bancos no encuentren nada desfavorable.


La «hoja amarilla» era un registro policíaco de los delitos de sangre cometidos por cualquier persona. Dicha hoja se entregaba al juez cuando éste consideraba la clase de pena a imponer a un criminal convicto.


Neri había estado en el cuerpo de policía el tiempo suficiente para observar que, en ciertos casos, la sentencia contra un delincuente era inesperadamente benigna, porque la policía había entregado al juez una hoja amarilla sorprendentemente limpia. Por ello, no le pareció descabellado que Michael pudiera hacer limpiar la suya. Lo que sí le sorprendió, en cambio, fue que se ofreciera a hacerlo.


– Si necesito ayuda, se la pediré, se lo prometo -dijo Neri.


– Bien, bien -contestó Michael. Cuando su interlocutor consultó el reloj de pulsera, Neri pensó que era una forma de hacerle saber que debería marcharse. En consecuencia, se levantó. Pero se llevó una nueva sorpresa.


– Es la hora de comer -dijo Michael-. Me gustaría que compartiera nuestra mesa. Mi padre desea conocerlo. Podemos ir andando hasta su casa… Mi madre habrá preparado pimientos fritos, huevos y salchichas; una comida típicamente siciliana.


Para recordar una tarde tan agradable como la que pasó con los Corleone, Albert Neri tuvo que remontarse a los días de su infancia anteriores a la muerte de sus padres, ocurrida cuando él sólo contaba quince años.


Don Corleone se mostró muy amable, y pareció encantado cuando supo que los padres de Neri habían nacido en un pueblo situado a escasos kilómetros de Corleone. La charla fue muy agradable; la comida, deliciosa; y el vino, rojo y fuerte. Neri pensó que aquéllos eran hombres como él, con sus mismos gustos e ideas. En su compañía no se sentía extraño. Su mundo estaba entre aquellas personas. Claro que él no era más que un invitado, pero sabía que podría quedarse con ellos permanentemente, que podría vivir y ser feliz en su mundo, en el mundo de los Corleone.


Michael y el Don lo acompañaron hasta su automóvil. El Don le estrechó la mano y dijo:


– Me gusta su manera de ser, Neri. He estado preparando a mi hijo Michael para que lleve el negocio del aceite de oliva, pues me estoy haciendo viejo y quiero retirarme. Pero un día me dijo que quería intervenir en favor de usted, que quería resolver su problema. Yo le contesté que se limitara al negocio del aceite, pero él insistió. Me dijo que se trataba de un siciliano a quien habían hecho una jugada muy sucia. Y fue tanta su insistencia, que llegué a interesarme en el asunto. Le digo esto para que sepa que mi hijo tenía razón. Ahora que lo conozco, Neri, me alegro de haber intervenido. Así, pues, si podemos hacer algo más por usted, no dude en pedírnoslo. ¿Ha comprendido? Estamos a su servicio.


Al recordar la amabilidad del Don, Neri deseó que el gran hombre estuviera todavía vivo, para que pudiera ser testigo del servicio que él, Albert Neri, iba a prestar a la Familia aquel día.


Tardó menos de tres días en tomar una decisión. Se dio cuenta de que a los Corleone les interesaba tenerlo a su servicio; pero también de algo más, de que la Familia estaba en favor de lo que la sociedad había condenado y castigado. La familia Corleone le tenía en buen concepto, la sociedad, en cambio, no. Comprendió que sería más feliz en el mundo de los Corleone, que en el mundo exterior. Y comprendió asimismo que la familia Corleone era, dentro de sus límites, más poderosa que la sociedad.


Visitó nuevamente a Michael y puso sus cartas sobre la mesa. No quería trabajar para la Familia en Las Vegas, pero estaba dispuesto a hacerlo en Nueva York. Cuando juró lealtad a la Familia, se dio cuenta de que Michael se emocionaba. No fue difícil llegar a un acuerdo. Pero Michael insistió en que Neri se tomara primero unas vacaciones en Miami, en el hotel que poseía la Familia, la cual correría con todos los gastos. Además, a fin de que tuviera dinero suficiente para divertirse, se le adelantaría el salario de un mes.


Durante su estancia en Miami Neri entró en contacto, por primera vez en su vida, con un mundo de lujo y abundancia. Los empleados del hotel lo trataban a cuerpo de rey.


– ¡Ah! Usted es amigo de Michael Corleone ¿no? -le decían.


Allí no le dieron una pequeña y mal ventilada habitación, que era a lo que Neri estaba acostumbrado, sino una de las mejores _suites_, y el encargado del night-club del hotel le concertó citas con algunas bellas muchachas, a lo que tampoco estaba acostumbrado. Cuando Neri regresó a Nueva York, su concepto de la vida en general había sufrido un cambio importante.


Lo destinaron al regime de Clemenza, y Pete lo sometió, disimuladamente, a una serie de pruebas. Siempre era conveniente tomar ciertas precauciones.


Después de todo, Neri había sido policía. Pero su ferocidad natural consiguió superar cualquier posible escrúpulo que pudiera haber sentido por el hecho de encontrarse al otro lado. No había transcurrido un año cuando ya Neri había vertido sangre por cuenta de los Corleone. Nunca podría volverse atrás.


Clemenza no hacía más que alabarlo. Aseguraba que era el nuevo Luca Brasi. Incluso llegó a afirmar que sería mejor que Luca. Se sentía orgulloso, y no se le podía reprochar. Al fin y a la postre era él quien lo había descubierto.


Físicamente, Neri era una maravilla. Sus reflejos y la coordinación de sus movimientos eran tales, que podía haber sido un nuevo Joe DiMaggio. Clemenza se dio cuenta de que no se trataba de un hombre a quien él pudiera controlar, de modo que fue puesto a las órdenes directas de Michael Corleone, con Tom Hagen como indispensable intermediario. Era un «especial», y como tal cobraba un salario muy alto; pero no tenía medios propios de vida.


Saltaba a la vista que sentía un enorme respeto hacia Michael Corleone. Un día, Tom Hagen le dijo a Michael, bromeando:


– Bien, ya tienes a tu Luca.


Michael asintió. Albert Neri le sería fiel hasta la muerte. Y lo sabía sin sombra de duda, porque había aprendido de su padre. En cierta ocasión, mientras aprendía y se instruía en los secretos del negocio al lado del Don, le preguntó a éste:


– ¿Por qué motivo te decidiste por un tipo como Luca Brasi? Era un verdadero animal.


– En este mundo hay hombres que están pidiendo a gritos que los maten -respondió el Don-. Supongo que te habrás dado cuenta de ello. Les gusta jugar, se pelean con cualquiera si les abollan el parachoques del automóvil, ofenden y humillan a personas cuya fuerza desconocen. He visto a un hombre, un loco, provocar a un grupo de tipos peligrosos, sin la menor posibilidad de vencer. Son gente que anda por el mundo gritando: «¡Matadme!». Y siempre encuentran a alguien dispuesto a complacerlos. Todos los días leemos acerca de ello en los periódicos. Esas personas, naturalmente, se dañan a sí mismas, pero perjudican también a los demás, Luca Brasi era un hombre de éstos, pero tan extraordinario, que durante mucho tiempo nadie consiguió matarlo. La mayoría de estos tipos deben tenernos sin cuidado, pero un Brasi es un arma poderosa que conviene utilizar. Especialmente si tenemos en cuenta que no teme a la muerte, a pesar de que la busca. Todo consiste en procurar convertirse en la única persona del mundo a la que no estaría dispuesto a matar. Conseguido esto, el Luca Brasi de turno es tuyo.


El Don le había dado una lección magistral. Con el tiempo, Michael la aprovecharía para hacer de Neri su Luca Brasi.


Y ahora, finalmente, Albert Neri, solo en su apartamento del Bronx, estaba a punto de volver a ponerse su uniforme de policía. Lo cepilló con esmero. Luego abrillantaría la placa. También tendría que limpiar la visera de la gorra, y los pesados zapatos negros. Neri se sentía a gusto.

31

Aquel mismo día, dos lujosos automóviles aparcaron en el sendero de entrada de la finca. Uno de los dos coches llevaría a Connie Corleone, a su madre, a su marido y a sus dos hijos al aeropuerto. La familia Rizzi iba de vacaciones a Las Vegas, antes de trasladarse definitivamente a dicha ciudad. Michael así se lo había ordenado a Carlo, haciendo caso omiso de las protestas de Connie. Michael no se había molestado en explicar que quería que todos se marcharan de la finca antes del encuentro entre los Corleone y los Barzini. En realidad, la reunión era del máximo secreto; los únicos que estaban enterados de ella eran los capas de la Familia.


El otro automóvil era para Kay y sus hijos, que iban a New Hampshire, a visitar a los Adams. Michael tendría que quedarse en la finca; sus asuntos no le permitían salir de viaje.


La noche anterior, Michael había ordenado que le transmitiesen a Carlo Rizzi que lo necesitaría durante unos días en la finca, y que después podría reunirse con su esposa y sus hijos. Connie se había puesto furiosa. Trató de hablar por teléfono con su hermano, pero le dijeron que había ido a la ciudad.


Ahora intentaba verlo, pero Michael estaba reunido con Tom Hagen y había dado orden de que no se le molestara bajo ningún pretexto. Antes de que el automóvil se pusiera en marcha, Connie besó a su marido y le dijo: carte.


– Iré, no te preocupes -repuso él con una sonrisa.


– ¿Sabes para qué te necesita Michael? -preguntó Connie, asomada a la ventanilla del coche.


Su cara de preocupación le quitaba atractivo y la hacía parecer de más edad.


– Me ha prometido algo importante. Tal vez quiera hablarme de eso.


Carlo no estaba enterado del encuentro entre los Corleone y los Barzini previsto para esa noche.


– ¿Tú crees, Carlo? -dijo Connie. Carlo hizo un gesto de asentimiento. Luego, el automóvil se puso en marcha y, al cabo de un instante, abandonó la finca.


Sólo cuando el coche hubo desaparecido, Michael salió a despedirse de Kay y de sus dos hijos. Carlo también se acercó para desear a su cuñada buen viaje y felices vacaciones. Finalmente, cuando el automóvil arrancó hacia la salida, Michael le dijo a Carlo:


– Lamento tener que retenerte aquí, pero sólo serán un par de días.


– No importa, Michael -se apresuró a contestar Carlo.


– Bien. Limítate a permanecer junto al teléfono de tu casa. Cuando esté preparado para ocuparme de lo tuyo, te avisaré. Y es que antes tengo otras cosas que hacer. ¿De acuerdo?


– Desde luego, Mike -respondió Carlo.


Carlo Rizzi se fue a su casa, y una vez allí llamó por teléfono a su amante, que vivía en Westbury, prometiéndole que procuraría ir a verla más tarde. Seguidamente, con una botella de bourbon en la mano, se dispuso a esperar. Esperó durante largo rato. Poco después de mediodía comenzaron a llegar coches a la finca. Vio que de uno de ellos se apeaba Clemenza, y que de otro hacía lo propio Tessio. Los dos _caporegimi_ entraron en la casa de Michael después de que uno de los guardianes les abriera la puerta. Clemenza abandonó la casa pocas horas después, pero a Tessio, Carlo no volvió a verle.


Carlo salió a dar un corto paseo por la finca. No estuvo fuera más de diez minutos. Conocía a todos los guardianes y tenía algo de amistad con varios de ellos. Pensó que sería una buena idea entablar conversación con alguno, con objeto de distraerse un poco. Pero quedó sorprendido al ver que los hombres que vigilaban la finca ese día le eran completamente desconocidos. Y todavía se sorprendió más al comprobar que montando guardia en la verja de entrada estaba Rocco Lampone. Carlo sabía que la posición de Rocco era demasiado elevada para que se ocupara de semejante tarea, a menos, por supuesto, que ocurriera algo extraordinario.


Rocco lo saludó amistosamente:


– ¡Caramba! Pensaba que habías salido de vacaciones.


– Michael me ha dicho que permaneciera aquí por un par de días. Tiene algo para mí, según parece -explicó Carlo.


– Lo mismo me ha dicho a mí, y ya ves, me pone de guardia. Pero bueno, después de todo, él es el jefe.


Por el tono empleado por Lampone parecía deducirse que no consideraba a Michael un hombre de la estatura de su padre.


Carlo, cauteloso, hizo caso omiso de la velada censura y dijo:


– Mike sabe muy bien lo que hace.


Rocco Lampone aceptó en silencio el reproche. Carlo se despidió de él y regresó a su casa. Algo se estaba cociendo, pero fuera lo que fuese, Rocco lo ignoraba.


Michael, de pie junto a la ventana de su despacho, miraba a Carlo pasear por la finca. Hagen le sirvió una copa de coñac, que Michael le agradeció en silencio, y le dijo:


– Debes empezar a moverte, Mike. Ha llegado la hora.


– Preferiría no tener que hacerlo. Ojalá mi padre hubiese durado un poco más.


– No te preocupes, todo saldrá bien -lo animó Hagen-. Si yo no me di cuenta, piensa que los demás tampoco habrán olido nada. Lo planeaste todo a la perfección.


Michael se apartó de la ventana.


– Los planes, en buena medida, los realizó mi padre. Nunca imaginé que fuera tan listo. Tú sí lo sabías.


– Como él no hay dos -respondió Hagen-. Pero tú lo has hecho muy bien. En realidad, no podías hacerlo mejor. Y eso significa que serás un buen sucesor.


– Esperemos a ver qué sucede. ¿Han llegado ya Tessio y Clemenza?


Hagen asintió. Michael terminó su copa y añadió:


– Di a Clemenza que venga a verme. Quiero darle las instrucciones personalmente. A Tessio no quiero verlo. Dile únicamente que dentro de media hora estaré listo para acompañarlo a ver a Barzini. Luego, los hombres de Clemenza se ocuparán de él.


Con voz carente de emoción, Hagen preguntó:


– ¿No hay forma de dejar que Tessio siga con vida?


– No la hay.


En el norte de la ciudad de Buffalo había una pequeña pizzería que estaba siempre muy concurrida, menos en las horas siguientes al mediodía; entonces, el trabajo decrecía. Aquel día, el encargado del local metió en el horno las pocas pizzas que quedaban en la bandeja, y guardó ésta junto a la pared del enorme horno, en posición vertical. Luego, echó un vistazo a una empanada que se estaba cociendo, y observó que el queso ya había empezado a derretirse. Cuando volvió al mostrador, una parte del cual daba a una ventana, lo que permitía servir a los que pasaban por la calle, se encontró frente a un hombre joven y de aspecto rudo, que le dijo:


– Déme una pizza.


El encargado tomó una pala de madera y sacó del horno una de las pizzas. Entretanto, el cliente, en lugar de esperar en la calle, había entrado en el establecimiento, que estaba completamente vacío. El encargado puso la pizza en un plato de papel y se lo tendió al cliente; pero éste, en vez de sacar dinero para abonar su importe, lo miró fijamente y dijo:


– Me han contado que lleva usted un tatuaje muy grande en el pecho. Por encima de su camisa veo la parte superior; ¿por qué no me deja ver el resto?


El encargado la pizzería se echó a temblar.


– Venga, desabróchese la camisa -insistió el cliente.


– No llevo ningún tatuaje -repuso el otro con fuerte acento siciliano-. Quien lo lleva es el hombre que hace el turno de noche.


El cliente soltó una sonora y siniestra carcajada.


– Vamos, desabróchese la camisa.


El encargado empezó a retroceder en un intento de huir por detrás del horno. Pero el cliente, desde el otro lado del mostrador, le apuntó con una pistola e hizo fuego. La bala le dio en el pecho y lo arrojó contra la pared del horno. Un nuevo disparo lo hizo caer al suelo. El cliente se acercó al hombre y le desabrochó la camisa. Tenía el pecho cubierto de sangre, pero el tatuaje, con los dos amantes, el marido y el cuchillo, era todavía visible. El caído levantó una mano con esfuerzo, en. un desesperado intento de protegerse, mientras el otro le decía:


– Fabrizzio, Michael Corleone te envía sus mejores saludos.


A continuación, apuntó a la sien de Fabrizzio y volvió a disparar. Luego salió de la pizzería. En la esquina lo esperaba un coche, con la puerta abierta. Una vez en el interior, el vehículo partió a toda velocidad.


Rocco Lampone contestó al teléfono instalado en uno de los pilares de hierro del portal. Una voz le dijo:


– Su paquete está listo.


Al oír estas pocas palabras, que para él eran suficientes, Rocco subió a su coche y salió de la finca. Cruzó la carretera elevada de Jones Beach, la misma en que Sonny Corleone había sido asesinado, y se dirigió a la estación de ferrocarril de Wantagh. Aparcó. Otro coche, con dos hombres en su interior, le estaba aguardando. Se dirigieron hacia un motel, situado a diez minutos de allí, y al llegar penetraron en el jardín del mismo. Rocco Lampone ordenó a sus dos hombres que permanecieran dentro del coche, y él fue hasta uno de los pequeños búngalos. Con un fuerte puntapié, abrió la puerta y entró.


Phillip Tattaglia, de setenta años, estaba de pie, desnudo como había llegado al mundo, junto a una cama en la que lo esperaba, tendida, una muchacha. El cabello de Phillip Tattaglia era blanco, y su grueso cuerpo parecía más fofo de lo que en realidad era. Rocco le disparó cuatro veces, todas al estómago. Luego, regresó corriendo al automóvil, que partió a toda velocidad en dirección a la estación de Wantagh. Allí, Rocco subió a su propio vehículo y regresó a la finca. Fue a hablar un momento con Michael Corleone, y luego volvió a montar guardia en la verja de entrada.


Albert Neri, solo en su apartamento, terminó de limpiar su uniforme. Lentamente, se puso los pantalones, la camisa, la corbata, la chaqueta, la gorra y la pistolera. Cuando fue suspendido de su empleo como policía, Neri tuvo que entregar su arma, aunque, no le habían hecho entregar todo lo demás. Pero Clemenza le había proporcionado una pistola del 38 como las que utilizaba la policía, a la que le habían borrado el número de serie. La desmontó, la engrasó, volvió a montarla y comprobó su funcionamiento. Seguidamente, la cargó y la colocó en la pistolera.


Metió la gorra de policía en una bolsa de papel y luego se puso un abrigo por encima del uniforme. Comprobó la hora. Al cabo de quince minutos un coche estaría abajo, esperándolo. Para hacer tiempo, Neri se miró en el espejo. Perfecto. Parecía un policía de verdad.


En el asiento delantero del automóvil había dos de los hombres de Lampone. Neri se acomodó detrás, y cuando el coche se hubo alejado de la zona donde vivía, se quitó el abrigo, abrió la bolsa de papel y se colocó la gorra.


En la esquina de la calle Cinco con la Quinta Avenida, Neri se apeó y echó a andar por la avenida. Volver a vestir el uniforme le producía una extraña sensación, como así también el que de algún modo estuviese patrullando por las calles, como lo había hecho tantas veces. A aquella hora había mucha gente. Siguió caminando hasta llegar al Rockefeller Center, cerca de la catedral de San Patricio. Neri divisó entonces el coche que buscaba. Era una limusina y estaba aparcada, completamente sola, en una zona prohibida. Neri aminoró la marcha. Era demasiado pronto. Se detuvo para escribir algo en su libreta, y luego siguió andando. Había llegado junto al vehículo. Con su porra golpeó suavemente el guardabarros de éste y el conductor lo miró, sorprendido. Neri señaló la señal de prohibición e indicó al conductor que se alejara de allí.


Neri avanzó un poco más hasta colocarse frente a la ventanilla abierta del conductor. Éste era un sujeto de aspecto canallesco, uno de esos tipos a los que tanto le gustaba romperles la cabeza. En tono deliberadamente insultante, Neri dijo:


– Bien, muchacho; ¿qué prefieres, moverte o que te pegue una patada en el culo?


Impasible, el conductor contestó:


– Si eso le hace feliz, póngame una multa.


– Márchate de inmediato -masculló Neri-o te haré salir del coche y te romperé la nariz.


El conductor sacó un billete de diez dólares, que intentó meter en el bolsillo de Neri. Éste retrocedió un paso e hizo ademán al conductor de que saliera del automóvil.


– Déjame ver tu permiso de conducir -exigió Neri. Había tenido la esperanza de que conseguiría que el conductor se fuera a dar una vuelta a la manzana, pero eso ya era imposible. Con el rabillo del ojo vio a tres individuos bajos y corpulentos bajar por las escaleras del edificio Plaza, en dirección a la calle. Eran Barzini y sus dos guardaespaldas, que se disponían a ir a la entrevista concertada con Michael Corleone. Uno de los guardaespaldas se adelantó para ver qué ocurría con el coche de Barzini.


El guardaespaldas le preguntó al chófer:


– ¿Qué pasa?


El conductor respondió ásperamente:


– Espero a que me ponga una multa, no te preocupes. Este tipo debe de ser nuevo en la comisaría.


En ese momento, Barzini llegó en compañía de su otro guardaespaldas.


– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó. Neri terminó de escribir y devolvió al conductor su carné de conducir. Luego se metió el talonario en el bolsillo, y al volver a sacar la mano, ésta empuñaba la pistola.


Disparó tres veces contra Barzini, a quien alcanzó en el pecho, antes de que los otros tres hombres pudieran reaccionar. Para entonces, Neri ya se había perdido entre la multitud. Rápidamente, llegó hasta donde había dejado el coche. Cerca de Chelsea Park, Neri, que había tirado la gorra y se había puesto el abrigo, se trasladó a otro coche que estaba esperándolo. En el primer automóvil había dejado la pistola y el uniforme. Ya se encargarían de deshacerse de ambas cosas. Una hora más tarde, sano y salvo, se Tessio estaba aguardando en la cocina de la casa del Don, bebiendo una taza de café, cuando Tom Hagen se acercó a él y le dijo:


– Michael está ya preparado. Será mejor que llames a Barzini y le digas que se ponga en camino.


Tessio se levantó y se acercó al teléfono. Marcó el número de la oficina de Barzini en Nueva York y dijo:


– Salimos para Brooklyn de inmediato.


Después de colgar, Tessio se volvió hacia Hagen y, sonriendo, le dijo:


– Espero que esta noche Mike llegue a un acuerdo ventajoso para nosotros.


Con expresión seria, Hagen contestó:


– Estoy seguro de que así será.


Salieron de la cocina en dirección a la casa de Michael. En la puerta, uno de los guardianes los detuvo y dijo:


– El jefe dice que irá en otro coche, y que partáis sin él.


Tessio enarcó las cejas y dijo a Hagen:


– No puede hacer eso: trastorna todos mis preparativos.


En ese momento se acercaron tres guardaespaldas. Hagen dijo a Tessio, suavemente:


– Tampoco yo puedo ir contigo, Tessio.


Al _caporegime_ le bastó una fracción de segundo para comprenderlo todo. Y lo aceptó. Tuvo un momento de debilidad, pero no tardó en recuperarse.


– Quiero que Mike sepa que fue por negocios -dijo-. Nada personal. Siempre sentí una gran simpatía hacia él.


Carlo Rizzi, que esperaba todavía el momento de entrevistarse con Michael, se puso nervioso al ver tantas idas y venidas. Algo importante se estaba cociendo, pensó, y parecía que a él querían dejarlo al margen. Impaciente, llamó por teléfono a su cuñado. Recogió la llamada uno de los guardianes, que fue a buscar a Michael, y regresó momentos después con el mensaje de que éste no tardaría en ocuparse de él.


Carlo llamó una vez más a su amante y le dijo que al fin estaba seguro de que podría llevarla a cenar, aunque tal vez un poco tarde, y le prometió que pasarían la noche juntos. Michael había dicho que le llamaría pronto, y la entrevista, por larga que fuera, no duraría más de una o dos horas. Luego, en unos cuarenta minutos, podría llegar a Westbury. Añadió que no se preocupara, que no faltaría a su palabra. Cuando hubo colgado, Carlo decidió vestirse adecuadamente, para no tener que perder tiempo después. Acababa de ponerse la camisa cuando llamaron a la puerta. Pensó que Mike seguramente le había telefoneado y al encontrar la línea ocupada había mandado a buscarlo. Carlo abrió, y sintió que las piernas se negaban a sostenerle. Frente a él tenía a Michael Corleone, y en su cara vio la muerte, aquella muerte que tantas veces había visto en sus sueños.


Detrás de Michael Corleone estaban Hagen y Rocco Lampone. Su aspecto era grave, como si fueran al funeral de un amigo. Los tres hombres entraron en la casa, y Carlo les condujo hasta la sala de estar. Repuesto del susto, pensó que se había dejado llevar por los nervios. Pero las palabras de Michael volvieron a intranquilizarlo aun más que antes.


– Tienes que pagar por lo de Santino -dijo su cuñado.


Carlo lo miró sin responder, como si no entendiese de qué le hablaba. Hagen y Lampone se habían situado de espaldas a una pared de la habitación, lejos de los otros dos, que quedaron frente a frente.


– Tú serviste en bandeja a Sonny a la gente de Barzini -continuó Michael, con voz carente de emoción-. ¿Es que Barzini te hizo creer que la comedia que interpretaste con mi hermana engañaría a un Corleone?


Carlo Rizzi, con voz temblorosa, sin dignidad y sin sombra de orgullo, gritó, más que dijo:


– Juro que soy inocente. Lo juro por mis hijos. No me hagas esto, Mike, por favor.


– Barzini ha muerto -prosiguió Mike, impasible-. Y también Phillip Tattaglia. Quiero saldar todas las cuentas de la Familia. Y quiero hacerlo esta misma noche. No me digas que eres inocente, porque sé que no lo eres. Sería mejor que admitieras tu culpa.


Hagen y Lampone miraron con asombro a Michael. Seguían pensando que no tenía la talla de su padre. ¿Por qué tratar de conseguir del traidor una confesión?


Su culpabilidad estaba más que probada. La respuesta era obvia. Michael no acababa de confiar plenamente en sí mismo, todavía temía ser injusto, aún le preocupaba la posibilidad de equivocarse. Por ello, para tranquilizarse, necesitaba que Carlo Rizzi confesara.


Al no obtener respuesta, Michael añadió, en tono casi amable:


– No estés tan asustado. ¿Crees que voy a convertir en viuda a mi hermana? ¿Piensas que voy a dejar huérfanos a mis sobrinos? Después de todo, soy el padrino de uno de tus hijos, no lo olvides. No, tu castigo consistirá en que no volverás a trabajar con la Familia. Te irás a Las Vegas, con tu esposa y tus hijos, y quiero que permanezcas allí. Connie recibirá una asignación periódica. Eso es todo. Pero no insistas en que eres inocente, no insultes mi inteligencia. Ahora dime: ¿quién fue el que te hizo la proposición, Tattaglia o Barzini?


Carlo Rizzi, en su angustiosa esperanza de conservar la vida, y aliviado por saber que no lo matarían, murmuró:


– Barzini.


– Bien, bien -dijo Michael con voz apenas audible-. Ahora quiero que te marches. Hay un coche esperando para llevarte al aeropuerto.


Carlo salió el primero, seguido muy de cerca por los otros tres hombres. Ya era de noche, pero la finca estaba intensamente iluminada, como de costumbre. Un coche se acercaba, y Carlo se dio cuenta de que era el suyo. No pudo reconocer al conductor ni tampoco a la persona que estaba sentada en el asiento trasero. Lampone abrió la puerta delantera y con un gesto indicó a Carlo que entrara.


– Llamaré a tu esposa y le diré que vas para allá -dijo Michael.


Carlo entró en el automóvil. Su camisa de seda estaba empapada de sudor.


El coche se puso en marcha, dirigiéndose rápidamente hacia la entrada de la finca. Carlo empezó a volver la cabeza para ver si conocía al hombre que iba sentado detrás de él, pero en ese momento, Clemenza, con el mismo cuidado con que una niña pondría un lazo en la cabeza de una muñeca, pasó una cuerda alrededor del cuello de Carlo Rizzi y apretó con fuerza. La cuerda mordía la piel del poderoso cuello de Rizzi, que buscaba desesperadamente un poco de aire. De pronto, el interior del coche se llenó de un desagradable olor. La proximidad de la muerte hizo que Carlo perdiera el control de los esfínteres. Clemenza siguió apretando durante unos minutos más, y luego, cuando estuvo seguro de que el trabajo estaba hecho, se metió la cuerda en el bolsillo. Se arrellanó en su asiento, mirando el cuerpo sin vida de Carlo, que había caído contra la puerta. Después de unos momentos, Clemenza bajó el cristal de la ventanilla para que entrara un poco de aire fresco y puro.


La victoria de la familia Corleone fue completa. En apenas veinticuatro horas, Clemenza y Lampone castigaron a los que se habían infiltrado en los dominios de los Corleone. Neri se convirtió en jefe del regime de Tessio. Los corredores de apuestas de Barzini fueron puestos fuera de la circulación. Dos de los miembros más importantes de la Familia de éste murieron acribillados a balazos mientras se lavaban los dientes, después de cenar, en un restaurante italiano de la calle Mulberry. Un conocido corredor de apuestas fue asesinado cuando regresaba a su casa, después de salir del hipódromo. Dos de los más grandes usureros de los muelles desaparecieron, para ser encontrados meses más tarde en las ciénagas de Nueva Jersey.


Con este único y salvaje ataque, Michael Corleone consiguió el respeto de todo el mundo y devolvió a los Corleone la primacía entre las Familias de Nueva York. Fue respetado no sólo por su brillantez táctica, sino también porque algunos de los más importantes _caporegimi_ de los Barzini y los Tattaglia se pasaron de inmediato a su bando.


Lo único que empañó aquella aplastante victoria fue un ataque de histeria de Connie Corleone.


Connie y su madre regresaron a casa en avión en cuanto se enteraron de que Carlo había muerto. Los niños quedaron en Las Vegas. Connie dominó su dolor hasta que el coche hubo entrado en la finca. Luego, sin que su madre pudiera impedirlo, corrió a casa de Michael y, una vez dentro, se encontró delante de su hermano y de Kay. Ésta se dirigió hacia ella para consolarla y darle un abrazo fraternal, pero se detuvo cuando vio que Connie empezaba a gritar insultos a su esposo.


– ¡Eres un hijo de puta! -vociferó Connie-. ¡Tú mataste a mi marido! Esperaste a que nuestro padre muriera y luego, cuando tuviste el camino libre, lo mataste. Siempre lo consideraste culpable de lo que le ocurrió a Sonny, pero ni por un instante pensaste en mí. Nunca lo has hecho. ¿Qué voy a hacer ahora? Dímelo ¿qué voy a hacer?


Connie estaba llorando a lágrima viva. Dos de los guardaespaldas de Michael se habían colocado detrás de ella, esperando órdenes de su jefe, pero éste se limitó a permanecer impasible, a la espera de que su hermana se calmara.


– Estás muy nerviosa, Connie -dijo Kay-. Eso que afirmas no es cierto.


Connie se había recuperado de su ataque de histeria. Con infinito rencor en la voz, miró a Kay y masculló:


– ¿Por qué piensas que tu marido se mostraba tan frío conmigo? ¿Por qué crees que quiso que Carlo viniera a vivir a la finca? Hacía mucho tiempo que había decidido matarlo, pero mientras vivió mi padre no se atrevió a hacerlo. Él no lo hubiera permitido. Y Michael lo sabía. Por eso decidió esperar. Y luego, para que no sospecháramos, aceptó ser el padrino de nuestro hijo. Tu marido no tiene corazón. ¿Crees que lo conoces? ¿Sabes a cuántos hombres ha matado, además de mi Carlo? Lee los periódicos y te enterarás. Barzini, Tattaglia y otros varios. Mi hermano los mató.


Otra vez volvía a perder el control de sí misma. Trató de escupir a la cara de Michael, pero no tenía saliva.


– Llevadla a su casa y que la vea un médico -dijo Michael.


Los dos guardaespaldas asieron a Connie por los brazos e hicieron lo que su jefe les decía.


Kay aún no había salido de su asombro. Estaba horrorizada.


– ¿Por qué ha dicho estas cosas, Michael? -preguntó-. ¿Qué es lo que le hace creer esas barbaridades?


– Está histérica.


Kay lo miró a los ojos.


– Dime que no es cierto, Michael, te lo ruego.


Michael, con expresión de cansancio, respondió:


– Claro que no es cierto. Créeme, Kay.


Nunca se había mostrado tan convincente. Lo dijo mirando a su esposa directamente a los ojos. Ella no podía dudar de la palabra de Michael, del hombre en quien confiaba ciegamente. Kay le dirigió una sonrisa melancólica y se echó en sus brazos esperando que él la besara. Luego dijo:


– Creo que necesitamos un trago. Fue a la cocina a buscar hielo. Desde allí oyó abrirse la puerta, y al salir vio a Clemenza, Neri y Rocco Lampone, acompañados de los guardaespaldas. Su marido estaba casi de espaldas a ella, pero Kay se movió un poco, lo justo para verlo de perfil. Entonces, Clemenza se dirigió a Michael llamándole Don.


Kay vio que Michael recibía el homenaje de aquellos hombres. Y se acordó de las estatuas de los emperadores romanos, quienes, por derecho divino, eran dueños de la vida y de la muerte de sus subditos. Tenía una mano en la cadera. El perfil de su cara hablaba de un poder frío y orgulloso, y su cuerpo descansaba sobre uno de sus pies, que quedaba un poco más atrás que el otro. Los _caporegimi_ estaban de pie frente a él. En ese momento, Kay comprendió que todo lo que Connie había dicho era cierto. Regresó nuevamente a la cocina, y una vez allí, se echó a llorar.

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