Tras graduarse, Kay Adams se empleó como maestra en una escuela de su ciudad natal, New Hampshire. Durante los seis meses que siguieron a la desaparición de Michael, telefoneó cada semana a la señora Corleone, preguntándole por él. La anciana siempre le decía lo mismo:
– Eres una buena chica, pero debes olvidarte de Mikey y buscar un marido que te convenga.
Las palabras de la señora Corleone no ofendían a la muchacha, quien comprendía que lo decía por su bien.
Cierto día, terminado un primer semestre escolar, Kay decidió ir a Nueva York para comprar algo de ropa y ver a algunas de sus antiguas compañeras de estudios. También pensó que tal vez le convendría buscar un empleo allí. Hacía mucho tiempo que no visitaba la gran ciudad. Durante casi dos años había vivido como una solterona, leyendo y enseñando, sin salir con muchachos ni con amigas. Incluso había dejado de telefonear a Long Beach. Sabía que tenía que cambiar de modo de vida, pues se sentía cada vez más irritable y desgraciada. Siempre había creído que Michael le escribiría o que, al menos, le haría saber de él. Pero no lo había hecho, y eso hacía que se sintiera profundamente humillada; no comprendía por qué Michael desconfiaba de ella.
A la mañana siguiente, Kay tomó el tren, y a media tarde se encontraba ya en un hotel de Nueva York. Pero todas sus amigas estaban trabajando; tendría que llamarlas por la noche. Por otra parte, no tenía ganas de ir de compras, pues el largo viaje en tren la había fatigado. Sola en la habitación del hotel, pensó en las veces que ella y Michael habían hecho el amor, y el recuerdo la llenó de tristeza. Entonces se le ocurrió telefonear a la madre de Michael.
Contestó una ruda voz masculina cuyo acento era típicamente neoyorquino. Kay pidió por la señora Corleone, y al cabo de unos minutos de silencio, oyó la inconfundible voz de la madre de Michael, que preguntaba quién le hablaba.
La muchacha se sintió un poco turbada al responder:
– Soy Kay Adams, señora Corleone. ¿Se acuerda de mí?
– Desde luego que me acuerdo. ¿Por qué dejaste de telefonearme? ¿Acaso te has casado?
– ¡Oh, no! Es que he tenido mucho trabajo.
A Kay le sorprendió el que a la anciana le hubiese disgustado que dejara de llamarla.
– ¿Ha sabido algo de Michael? -quiso saber Kay-. ¿Está bien?
Tras unos segundos de silencio, la señora Corleone, con voz firme, contestó:
– Mikey está en casa. ¿No te ha llamado? ¿No os habéis visto?
Kay sintió un vacío en el estómago, y con voz temblorosa y lágrimas en los ojos, preguntó:
– ¿Cuándo ha llegado?
– Hace seis meses.
Se sentía avergonzada por el hecho de que la madre de Michael supiera que éste la había tratado de modo tan descortés. Luego notó que la cólera se apoderaba de ella. Cólera contra Michael, contra su madre, contra todos aquellos italianos incapaces de mantener una amistad aun cuando el amor hubiera desaparecido. ¿Es que Michael no había pensado que ella sufriría por él? ¿Es que ignoraba que en la vida de una mujer no todo se reducía a hacer el amor? ¿Es que la había tomado por una de esas chicas italianas que se suicidaban cuando el hombre que la había seducido se negaba a casarse con ellas?
– Muchas gracias, señora Corleone -dijo intentando contener la furia-. Me alegro de que Michael haya regresado y de que esté bien. No volveré a telefonear, se lo prometo.
La voz de la señora Corleone llegó impaciente a través del hilo, como si no hubiese oído nada de lo que Kay había dicho:
– Sé que quieres ver a Mikey, y quiero que vengas enseguida. Le darás una agradable sorpresa. Toma un taxi, y cuando llegues, di al hombre que está en la puerta que pague la carrera. Dile al conductor que le pagarás el doble de lo que marque el taxímetro, pues de lo contrario no querrá venir a Long Beach. Pero no le pagues. De eso se ocupará el hombre que estará en la puerta.
– No voy a ir, señora Corleone -repuso Kay, secamente-. Si Michael deseara verme, me habría telefoneado. Es evidente que no quiere reanudar nuestras relaciones.
Con aspereza, la madre de Michael replicó:
– Eres muy simpática y tienes las piernas muy bonitas, pero la inteligencia no te sobra. No vendrás para verlo a él, sino a mí. Soy yo la que quiere hablar contigo. Ven de inmediato. Y no pagues el taxi. Te estaré esperando.
La señora Corleone colgó el auricular.
Kay podría haber vuelto a llamar para decir que no iría, pero sabía que tenía que ver a Michael y hablar con él. Si se hallaba en su casa, significaba que ya no corría peligro. Saltó de la cama y comenzó a arreglarse. Se maquilló y vistió con sumo cuidado, procurando que todo fuera perfecto. Pero cuando se disponía a partir, se miró en el espejo. ¿Era más atractiva que antes? ¿O menos? Sus curvas eran más pronunciadas, sus labios más llenos, y sus senos habían aumentado de tamaño, algo, pensó Kay, que gustaba a los italianos, aun cuando Michael solía decirle que le gustaba el que fuera delgada. Sin embargo, ya nada de eso importaba. Estaba claro que Michael ya no quería saber nada de ella. Su silencio lo demostraba.
El taxista se negó a conducirla a Long Beach hasta que, sonriendo, Kay le dijo que le pagaría el doble de lo que marcara el contador. El trayecto duró casi una hora, y al llegar la muchacha comprobó que la finca había cambiado desde la última vez que estuvo allí. La rodeaba una valla, y una gran puerta de hierro cerraba la entrada. Un hombre vestido con pantalones holgados, camisa de color rojo y chaqueta blanca, abrió la puerta, acercó la cabeza a la ventanilla del taxi, para leer lo que marcaba el taxímetro, y dio unos billetes al conductor. Cuando vio que éste no se quejaba de la cantidad recibida, bajó del coche y se encaminó hacia la casa principal. Para sorpresa de Kay, quien abrió la puerta fue la señora Corleone, que la abrazó cariñosamente. Luego, con expresión crítica, la miró de arriba abajo, y sentenció:
– Eres una chica hermosa. Mis hijos son unos estúpidos.
Seguidamente condujo a Kay a la cocina. Sobre la mesa había una bandeja llena de comida, y en el hornillo una cafetera.
– Michael no tardará en llegar -dijo la anciana-. Se llevará una gran sorpresa.
Se sentaron la una al lado de la otra, y la anciana insistió en que comiera algo, mientras procedía a interrogarla. Se mostró complacida al enterarse de que era maestra, había viajado a Nueva York para ver a sus amigas y tenía veinticuatro años. A cada respuesta de Kay, la señora Corleone asentía con la cabeza, como si todo concordara con lo que ella había imaginado. La muchacha estaba tan nerviosa, que se limitaba a contestar escuetamente las preguntas que la madre de Michael le formulaba.
A través de la ventana de la cocina, Kay vio que un coche se detenía frente a la casa. De él se apearon tres hombres, uno de los cuales era Michael, que se puso a hablar con uno de sus acompañantes. De pronto Kay observó que tenía el lado izquierdo de la cara desfigurado. Curiosamente, pensó que seguía siendo igual de atractivo que antes, pero no pudo contener las lágrimas. Le vio sacar un pañuelo del bolsillo y sonarse la nariz, mientras se dirigía a la entrada de la casa. Luego, oyó abrirse la puerta.
Momentos después, Michael apareció en la cocina. Al verla, permaneció impasible para, a continuación, esbozar una sonrisa. Kay, que hubiera querido limitarse a saludarlo fríamente, se puso de pie y se echó en sus brazos. Michael la besó en la húmeda mejilla, y ambos permanecieron abrazados hasta que ella dejó de llorar. Entonces, Michael la condujo hasta donde estaba su automóvil, despidió a los guardaespaldas, y juntos salieron a dar un paseo en coche.
– Siento haber llorado, Michael -se disculpó Kay-. Es que no sabía que la herida fuera tan grave.
Michael rió y se palpó la parte izquierda del rostro.
– ¿Te refieres a esto? No tiene importancia. Sólo me produce algunas molestias en el seno nasal. Ahora que estoy en casa seguramente me someteré a tratamiento médico. No podía escribirte, Kay, ni podía comunicarme contigo de ninguna manera. Ante todo, quiero que comprendas eso.
– Lo comprendo, Michael.
– Tengo un apartamento en la ciudad -dijo Michael-. ¿Quieres que vayamos allí o prefieres comer en un restaurante?
Por unos instantes, mientras el coche avanzaba por la carretera que conducía a Nueva York, ambos permanecieron en silencio, hasta que Michael preguntó:
– ¿Terminaste tus estudios?
– Sí. Y ahora soy maestra en una escuela de mi ciudad. ¿Encontraron al verdadero asesino del policía? Supongo que sí, puesto que estás en casa otra vez. Michael tardó unos segundos en contestar.
– Sí, lo encontraron. La noticia apareció en todos los periódicos de Nueva York. ¿No la leíste?
Kay dejó escapar un suspiro de alivio al saber que Michael, según él mismo acababa de declarar, no era un criminal.
– El único periódico neoyorquino que se recibe en mi ciudad es el Times. Debí de pasar por alto la noticia. Si la hubiese leído, habría llamado a tu madre de inmediato. Es gracioso, pero por la forma en que tu madre hablaba, casi llegué a creer que eras tú el asesino. Y justo antes de que llegaras, mientras bebíamos una taza de café, me explicó que el criminal había confesado.
– Es que quizá mi madre también pensó, al menos al principio, que había sido yo -dijo Michael.
– ¿Tu propia madre?
– Las madres son como los policías: siempre creen lo peor.
Michael aparcó el coche en un garaje de la calle Mulberry. El propietario parecía conocerlo. Luego la condujo hasta una vieja casa situada a la vuelta de la esquina, que era como tantas otras del humilde vecindario. Pero cuando Michael abrió la puerta del apartamento, Kay se encontró con que el interior era sumamente lujoso. Consistía en una enorme sala de estar, una espaciosa cocina y un dormitorio. En un rincón de la primera habitación, había un bar, y Michael preparó bebida para ambos. Se sentaron en un sofá, el uno junto al otro, y Michael propuso:
– ¿Por qué no nos vamos al dormitorio?
Kay, después de beber un buen sorbo, sonrió y repuso:
– Bueno.
Para ella, todo fue casi igual a como había sido antes, salvo que Michael era ahora más rudo, más directo, menos tierno. Parecía permanentemente en guardia contra ella. Pero Kay no quería quejarse; los hombres eran más sensibles en situaciones como ésa, pensó. Por otra parte, le sorprendió ver que después de casi dos años de ausencia consideraba la cosa más natural del mundo el acostarse con Michael. Era como si nunca se hubieran separado.
– Podías haberme escrito, podías haber confiado en mí -dijo Kay, acurrándose contra su cuerpo-. Habría practicado la «oferta» de Nueva Inglaterra. Los yanquis somos muy reservados.
Michael rió quedamente y dijo:
– Jamás imaginé que me esperarías después de lo que sucedió.
– Nunca creí que hubieras matado a aquellos dos hombres. A pesar de que tu madre, por la forma en que me hablaba, me hizo dudar, en realidad nunca lo creí. Te conozco demasiado bien.
En la oscuridad de la habitación, Kay oyó que Michael suspiraba.
– Si lo hice o no lo hice, es algo que no importa. Eso es lo que quiero que comprendas.
A Kay le asombró el tono gélido de su voz.
– Dímelo claramente ¿fuiste o no fuiste tú? -inquirió.
Michael se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.
– Si te pidiera que te casaras conmigo ¿tendría que responder a esta pregunta antes de que me contestaras?
– Te quiero, Michael, y eso es lo único que me importa. Y si tú me quisieras, no tendrías miedo de decirme la verdad. No temerías que pudiera denunciarte a la policía. ¿Que eres un gángster? Me tiene sin cuidado. En cambio, lo que sí me preocupa es el hecho de que no me amas. Y lo prueba el que ni siquiera me telefonearas a tu regreso.
Un poco de ceniza del cigarrillo de Michael cayó sobre la desnuda espalda de Kay, quien, al sentir la quemadura, dijo, bromeando:
– Deja de torturarme; no hablaré.
Michael no se rió. En voz baja y átona, dijo:
– Cuando llegué a casa no sentí auténtica alegría al ver a mis padres, a mi hermana Connie o a Tom. Me gustó volver a estar con ellos, por supuesto, pero nada más. En cambio, esta noche, al verte a ti en la cocina, he sentido una alegría enorme. ¿Es eso lo que tú entiendes por amor?
– Más o menos -repuso Kay.
Volvieron a hacer el amor. Esta vez, Michael fue más tierno. Y cuando hubieron terminado, él saltó del lecho para ir al bar, a preparar una nueva bebida para ambos. Al volver al dormitorio, se sentó en un sillón, frente a la cama.
– Hablemos en serio, Kay. ¿Deseas casarte conmigo? Ella sonrió y le señaló la cama. Michael le devolvió la sonrisa y prosiguió:
– Hablo en serio. No puedo contarte lo que ocurrió. Ahora trabajo para mi padre. Me estoy preparando para hacerme cargo del negocio de importación de aceite de oliva. Pero ya sabes que mi familia, mi padre, sobre todo, tiene enemigos. Aunque no es probable, siempre existe la posibilidad de que te convirtieras en una viuda joven. Si nos casamos, no te contaré todo lo que ocurra diariamente en la oficina. Nunca te hablaré de mis negocios. Serás mi esposa, si me aceptas, naturalmente, pero no serás mi socio ¿comprendes? Por lo menos, no un socio con igualdad de derechos. Eso no podría ser.
Kay se sentó en la cama. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se llevó un cigarrillo a los labios, se recostó en la almohada y dijo:
– Me estás confesando que eres un gángster ¿no es cierto? Me estás confesando que eres responsable de la muerte de algunas personas, además de otras cosas casi tan horribles. Y me dices que no tengo derecho a preguntarte nada, que ni siquiera debo pensar en esas cosas. Es como en las películas de terror, cuando el monstruo le pide a la bella que se case con él.
Michael hizo una mueca de disgusto, y entonces Kay, apenada, añadió:
– Lo siento, Mike. Te prometo que al decir esto no pensaba en tu cara, te lo juro.
– Lo sé -respondió Michael, riendo-. Incluso he llegado a acostumbrarme. Si no fuera por las molestias de la nariz…
– Ahora soy yo la que te pide que hablemos en serio -dijo Kay-. Si nos casamos ¿qué clase de vida será la mía? ¿Como la de tu madre, como la de las demás esposas italianas? ¿Mi misión consistirá en tener hijos y cuidar de la casa? ¿Y si te ocurre algo? Porque supongo que siempre existirá el peligro de que te metan en la cárcel…
– No, no es posible. Que me maten, sí puede ser; que me encierren, no.
La seguridad de Michael hizo reír a Kay, que, entre orgullosa y divertida, preguntó:
– ¿Cómo puedes estar tan seguro? Michael suspiró y replicó:
– Esto forma parte de las cosas que no puedo ni quiero decirte.
Kay permaneció en silencio durante un buen rato, hasta que, finalmente, dijo:
– ¿Por qué quieres casarte conmigo, si ni siquiera te has molestado en telefonearme durante estos meses? ¿Tan buena soy en la cama?
– Lo eres, desde luego, pero no es por eso por lo que quiero casarme contigo. Comprende que no tendría por qué hacerlo. Mira, no quiero que me respondas ahora. Seguiremos viéndonos. Puedes hablar del asunto con tus padres. Tengo entendido que tu padre es un hombre muy duro, a su manera. Escucha su consejo.
– Todavía no me has dicho por qué quieres casarte conmigo -insistió Kay.
Michael sacó un pañuelo blanco del cajón de la mesilla de noche, se sonó y dijo:
– Ésta es la mejor razón para que no te cases conmigo. ¿Crees que te gustaría vivir con un hombre que continuamente tuviera que sonarse la nariz?
– Vamos, Michael, déjate de bromas. Te he hecho una pregunta.
Con el pañuelo en la mano, Michael dijo:
– Muy bien. Ahí va mi respuesta. Eres la única persona por la que siento afecto, la única persona que me importa de veras. Si no te llamé, fue porque estaba convencido de que ya no sentías interés por mí, después de lo que ocurrió. Y ahora voy a decirte algo que no quiero que repitas, ni siquiera a tu propio padre. Si todo marcha bien, dentro de cinco años la familia Corleone será completamente respetable. La cosa no va a ser fácil, desde luego, pero se conseguirá. Y es en el curso de esos cinco años que existe la posibilidad de que te conviertas en una viuda rica. Me preguntas por qué deseo casarme contigo. Voy a decírtelo: porque te amo y porque me gustaría formar una familia. Quiero tener hijos. Y no quiero que mis hijos reciban de mí la influencia que yo recibí de mi padre. No estoy diciendo que mi padre influyera deliberadamente en mí. Mentiría, si afirmara tal cosa; ni siquiera quiso que me mezclara en los negocios de la Familia. Quería que su hijo menor fuera médico, profesor o algo por el estilo. Pero las cosas vinieron muy mal dadas, y me vi amoralmente obligado a luchar por mi familia. Tuve que luchar porque quiero y admiro a mi padre. Nunca he conocido a ningún hombre más digno de respeto que él. Siempre ha sido un buen marido y un buen padre, y también un buen amigo para aquellos a quienes la vida no ha tratado demasiado bien. Hay otras cosas en su personalidad, ya lo sé, pero como hijo no me interesan. De todos modos, no quiero ser para mis hijos lo que mi padre ha sido para mí. Deseo que seas tú quien ejerza influencia sobre ellos, no yo. Deseo que sean totalmente americanos. Tal vez ellos, o sus nietos, puedan llegar a ser políticos destacados. Incluso es posible que uno de ellos llegue a ser presidente de Estados Unidos.
Michael sonrió.
– ¿Por qué no? En Dartmouth, en el curso de Historia, al estudiar los antecedentes familiares de los presidentes de Estados Unidos vimos que los padres o los abuelos de algunos de ellos no terminaron en la horca por pura suerte. Me gustaría que mis hijos fueran médicos, músicos o profesores. Nunca los querré en los negocios de la Familia. Antes de que terminen los estudios, yo me habré retirado. Y tú y yo nos haremos socios de algún club de campo. Llevaremos la vida típica de la familia media americana. ¿Qué opinas de mi proposición?
– Maravillosa. Pero me escama lo de mi posible viudez.
– De veras, no es probable que ello ocurra. Sólo lo dije para ver cómo reaccionabas.
Michael volvió a sonarse la nariz.
– No puedo creerlo -dijo Kay-. No puedo creer que seas un hombre así. No comprendo nada, nada en absoluto. ¿Cómo pudiste llegar al asesinato?
– No voy a darte más explicaciones, no puedo hacerlo. Pero recuerda que no tienes que mezclarte en mis negocios. Tú estarás completamente al margen, y nuestra vida en común no será diferente de la de otras muchas familias americanas.
Kay sacudió la cabeza con expresión de desesperanza y dijo:
– ¿Cómo puedes querer casarte conmigo, cómo puedes insinuar que me amas, si no confías en mí? ¿Cómo puedes desear una esposa en la que eres incapaz de depositar tu confianza? Tu padre confía en tu madre. Me consta.
– Sí, desde luego; pero eso no significa que se lo cuente todo. Además, tiene mil razones para confiar en ella. Y no por el solo hecho de que sea su esposa. Pero le dio cuatro hijos, en una época en que traer hijos al mundo no era tan fácil como ahora. Fue su ángel tutelar en los momentos difíciles. Creía en él. Durante cuarenta años le ha sido absolutamente leal. Cuando tú hayas hecho todo esto, es posible que te cuente algunas cosas.
– ¿Tendremos que vivir en la finca? -preguntó Kay.
– Sí, pero en nuestra propia casa. Mis padres no se inmiscuirán en nuestra vida. Mientras no transcurran los cinco años de que te he hablado, nuestro domicilio estará en la finca.
– Porque si vivieras en otra parte tu vida correría peligro ¿verdad? -señaló Kay.
Por vez primera desde que lo conocía, vio a Michael furioso. Era una ira fría, una ira que ni los gestos ni la voz exteriorizaban; era una frialdad de muerte, visible sólo a través de la palidez de su cara. La muchacha pensó que, si algo le hacía decidir no casarse con Michael, ese algo sería la ira fría que en ese momento dominaba al hombre a quien amaba.
– Lo que ocurre -dijo Michael-es que has visto muchas películas y has leído demasiados periódicos sensacionalistas. Tienes una idea muy equivocada de mi padre y de la familia Corleone. Voy a explicarte algo más. Mi padre es un hombre de negocios que trata de ganar dinero para mantener a su familia y ayudar a sus amigos necesitados. No acepta los dictados de la sociedad, porque tales dictados lo hubieran condenado a una vida indigna de un hombre de su inteligencia y personalidad. Lo que quiero que comprendas es que él se considera al mismo nivel que un presidente, un primer ministro, un juez del Tribunal Supremo o un gobernador de cualquier estado. Se niega a aceptar que alguien le imponga su voluntad. No quiere acatar las leyes dictadas por los otros hombres, unas leyes que lo habrían condenado a ser un fracasado. Ahora bien, su mayor deseo es entrar a formar parte de esa sociedad, pero como miembro poderoso de ella, ya que la sociedad sólo protege realmente a los poderosos. Entretanto, actúa basándose en un código que él considera muy superior a las estructuras legales de la sociedad.
– Pero eso es ridículo -dijo Kay con expresión de incredulidad-. ¿Qué pasaría si todos hicieran lo mismo? Volveríamos a la época del hombre de las cavernas. ¿Es verdad lo que acabas de decirme, Mike?
– Mi padre piensa así, y te aseguro que no es un loco ni un tonto. Y tampoco está obsesionado por matar, a pesar de lo que puedas pensar.
– ¿Y en cuanto a ti? -preguntó Kay.
Michael se encogió de hombros y repuso:
– Yo creo en mi familia. Creo en ti y en los hijos que podamos tener. No confío en la protección de la sociedad, y no tengo intención de poner mi destino en manos de unos cuantos tipos cuyo único mérito reside en habérselas ingeniado para conseguir los votos de la gente. Eso por el momento. La época de mi padre ya ha pasado. Y las cosas que él hizo ya no pueden hacerse, pues el riesgo es ahora mucho mayor que antaño. Nos guste o no, la familia Corleone debe integrarse en la sociedad. Pero cuando lo haga, quiero que tengamos un gran poder, basado, entre otras cosas, en el dinero. Quiero asegurar el futuro de mis hijos, y cuando lo haya conseguido, el destino de la familia Corleone se unirá al destino general.
– Pero tú luchaste como voluntario por Estados Unidos. Incluso llegaste a ser un héroe de guerra. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar?
– Mira, Kay, esta polémica no nos llevará a ningún sitio. Tal vez no sea más que un anticuado conservador.
Mis asuntos quiero resolverlos yo mismo. Los gobiernos no hacen gran cosa por la gente. Bueno, pero dejemos de divagar. Todo lo que puedo decirte es que debo ayudar a mi padre, que debo estar a su lado. Y tú debes decidir si quieres o no estar junto a mí. Sospecho que no es una buena idea que nos casemos.
Kay dio un golpecito a la cama y dijo:
– No sé nada del matrimonio, pero he estado dos años sin un hombre. Y ahora que vuelvo a tenerlo, no lo dejaré escapar fácilmente. Ven, Mike.
Una vez en la cama, con las luces apagadas, Kay murmuró:
– ¿Crees que no he estado con hombre alguno desde que te marchaste?
– Lo creo.
– ¿Y tú? ¿Has estado con otra mujer?
– Sí -respondió Michael, y notó que Kay se ponía tensa-. Pero con ninguna durante los últimos seis meses.
Y era cierto. Kay era la primera mujer con la que había hecho el amor desde la muerte de Apollonia.
La lujosa _suite_ daba al jardín de la parte posterior del hotel. Las palmeras y las estrellas se reflejaban en el agua de las dos enormes piscinas. A lo lejos, en el horizonte, se divisaba la silueta de las montañas que rodean la ciudad de Las Vegas. Johnny Fontane dejó caer la pesada y costosa cortina de color gris y regresó al salón.
Un grupo de cuatro personas, integrado por un jefe de sala, un crupier, un ayudante y una camarera vestida con su sucinta indumentaria de nitgh-club, arreglaban la sala para una sesión privada. Niño Valenti estaba tendido en un sofá, con un vaso de whisky en la mano, mirando a los empleados del casino colocar la mesa de blackjack y sus correspondientes seis sillas acolchadas. Con voz pastosa, aunque no estaba completamente ebrio, dijo:
– Ven, Johnny, ven a jugar conmigo contra estos cabrones. Hoy es mi día de suerte.
Johnny se sentó en un escabel, frente al sofá, y repuso:
– Ya sabes que nunca juego. ¿Cómo te sientes, Niño?
– Como nunca. A medianoche vendrán algunas mujeres, luego cenaremos, y después volveremos a jugar. Ya sabes que gané a la casa casi cincuenta mil dólares.
– Sí. ¿Y a quién se los dejarás cuando mueras?
Niño apuró el contenido de su vaso.
– Oye, Johnny ¿cómo diablos adquiriste tu reputación? Eres el aburrimiento personificado. Cualquier turista se divierte más que tú en esta ciudad.
– ¿Quieres que te acompañe hasta la mesa? -preguntó Johnny.
Niño se puso de pie con esfuerzo y respondió:
– Puedo ir solo, Johnny.
Dejó que el vaso cayera al suelo y se dirigió a la mesa de blackjack. El crupier estaba preparado. Detrás de él, el jefe de sala observaba. El ayudante se había sentado en una silla, a cierta distancia de la mesa, y la camarera esperaba, sentada en otra silla, en un lugar desde donde podía ver cada gesto de Niño Valenti.
Niño golpeó el verde tapete con los nudillos y dijo:
– Fichas.
El jefe de sala sacó un talonario del bolsillo, rellenó un talón y se lo entregó a Niño, junto con una pluma estilográfica de pequeño tamaño.
– Cinco mil dólares para empezar, como siempre -dijo el jefe.
Niño puso su firma al pie del talón, y se lo entregó al jefe, que se lo guardó en el bolsillo e hizo una seña al crupier.
Este, con increíble habilidad, cogió pilas de fichas negras y amarillas, de cien dólares cada una, y en menos de cinco segundos Niño tuvo delante cinco pilas de diez fichas.
Sobre el tapete verde estaban marcados seis cuadrados, cada uno de los cuales correspondía a una de las seis personas que podían jugar. Niño colocó tres fichas en otros tantos cuadrados, y ganó, pues el crupier tenía un juego muy malo. Niño recogió las fichas, las suyas y las que había ganado, y dirigiéndose a Johnny Fontane, exclamó:
– ¡Así se empieza la noche!
Johnny sonrió. No era normal que un jugador como Nino tuviera que firmar un recibo por las fichas que le entregaban. A los que jugaban fuerte, les bastaba con su palabra. Tal vez temían que Nino, debido a la bebida, olvidara el importe de las fichas que le habían entregado. Y es que no sabían que Nino se acordaba de todo.
Nino siguió ganando, y después de la tercera ronda hizo una seña a la camarera. La muchacha se fue al bar situado en un rincón de la estancia y le trajo un vaso lleno de whisky. Nino bebió un sorbo, se cambió el vaso de mano y con el brazo libre rodeó la cintura de la camarera.
– Siéntate a mi lado, muñeca. Te dejaré jugar algunas manos, a ver si me das suerte.
La muchacha era muy hermosa, pero Johnny pensó que carecía de personalidad. Miraba a Nino con una sonrisa; se veía a la legua que se moría de ganas de jugar. Johnny se preguntaba qué diablos había visto su amigo en ella.
Nino dejó que la camarera jugara unas cuantas manos y luego le dio una ficha y un golpe en las nalgas, para que se alejara de la mesa. Entonces Johnny le pidió que le trajera una bebida. La trajo, naturalmente, pero al hacerlo parecía estar interpretando la escena culminante de una película dramática. ¡Quería impresionar al gran Johnny Fontane! Le dirigió una mirada invitadora, y al andar se movía sensualmente, mientras que su boca, ligeramente entreabierta, era la imagen misma de la pasión. Parecía un animal en celo. Pero Johnny sabía que se trataba de una comedia. La chica adoptaba la expresión propia de las que querían llevarlo a la cama, sin saber que esa estratagema sólo tenía éxito cuando Johnny estaba muy borracho, lo que no era el caso en ese momento. Dedicó a la camarera una de sus famosas sonrisas, al tiempo que le decía:
– Gracias, encanto.
La muchacha lo miró, separó un poco más los labios, adoptó una expresión aún más soñadora y tensó el cuerpo, hasta el punto que sus senos parecían a punto de reventar la blusa que llevaba. Johnny pensó que aquella chica estaba experimentando el colmo del placer, y todo porque él le había sonreído. Sabía actuar muy bien. En realidad, Johnny tuvo que reconocer que de todas las mujeres que había visto representar ese papel era la que mejor lo hacía. Pero tales mujeres no valían nada a la hora de la verdad.
Vio que la camarera volvía a la silla, y mientras bebía lentamente decidió que la comedia no le había gustado, ni tampoco su intérprete.
Todo marchó normalmente durante otra hora. Pero luego, de pronto, Nino resbaló de la silla en la que estaba sentado. Sólo el jefe de sala y el crupier lograron evitar, gracias a una gran rapidez de reflejos, que cayera al suelo. Seguidamente, ambos lo condujeron al dormitorio de la _suite_.
Johnny miró cómo los dos hombres y la camarera desnudaban a Nino y lo metían debajo de las sábanas. Luego, el jefe de sala se dedicó a contar las fichas de Nino y luego anotó el total en su libreta.
– ¿Desde cuándo le ocurre eso? -preguntó Johnny.
– Sufrió un ataque hace varios días. Llamamos al médico del casino, que lo reanimó y le dio algunos consejos. Pero Nino nos dijo que si volvía a sucederle, no debíamos llamar al médico, sino limitarnos a meterlo en la cama, pues a la mañana siguiente se encontraría perfectamente. Y eso es lo que hemos hecho. Tiene mucha suerte; esta noche estaba ganando otra vez. Casi tres mil dólares.
– Bien -dijo Johnny Fontane-. A pesar de lo que él les ha indicado, llamen al médico. Que venga enseguida. Remuevan cielo y tierra, si es preciso, pero quiero que lo encuentren.
Al cabo de un cuarto de hora, Jules Segal entraba en la _suite_. Johnny, irritado, se dijo que aquel hombre nunca parecía un médico. Vestía una camisa deportiva color azul, con ribetes blancos, y calzaba unas sandalias blancas, sin calcetines. Su vestimenta no casaba con el serio maletín de médico que llevaba en la mano.
Johnny, muy serio, le dijo:
– Creo que debería usted arreglárselas para llevar su instrumental en una bolsa de golf.
– Sí, creo que no es mala idea. Estos maletines negros y tan serios asustan a los pacientes. Deberían cambiar al menos el color.
Se acercó a la cama. Mientras abría su maletín, dijo a Johnny:
– Gracias por el cheque que me mandó en pago de mis honorarios. Fue excesivo.
– Tal vez. De todos modos, olvídelo; ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué es lo que tiene Nino?
Jules lo auscultó, le tomó el pulso y la presión sanguínea, y a continuación sacó una jeringa de su maletín y clavó la aguja en el brazo de Nino, apretando después el émbolo.
El rostro de Nino perdió su blanca palidez, sus mejillas recobraron el color, como si la sangre corriera ahora en mayor cantidad y más deprisa por sus venas.
– El diagnóstico es muy simple -dijo Jules en tono áspero-. Cuando se desvaneció por primera vez, lo examiné e hice analizar su sangre; hice que lo trasladaran al hospital antes de que recobrara el conocimiento.
Sufre de diabetes, lo cual no es grave, si uno se cuida. Pero él no quiere saber nada de medicamentos ni de dietas. Además, parece estar firmemente decidido a seguir bebiendo como un condenado. Tiene el hígado hecho cisco, y llegará un día en que incluso su cerebro se verá afectado. Mi consejo es que se lo lleven de aquí.
Johnny suspiró, aliviado. Afortunadamente, la cosa no revestía gravedad. Todo lo que Nino debía hacer era cuidarse.
– ¿Quiere decir que debemos llevarlo a un centro de desintoxicación? -preguntó Johnny.
Jules se acercó al bar de la _suite_ y se sirvió una copa.
– No. Quiero decir que deben encerrarlo. En un manicomio, concretamente.
– Usted está de guasa -respondió Johnny.
– No bromeo. No soy psiquiatra, desde luego, pero la psiquiatría no me es desconocida. Su amigo Nino podría recuperarse, suponiendo que su hígado no esté excesivamente afectado, algo que de momento no puedo saber. Pero la verdadera enfermedad está en su cerebro. En realidad, no le importa morir, y hasta es posible que sienta deseos de suicidarse. Si no conseguimos curar su cerebro, no hay esperanzas para él. Por eso considero necesario internarlo. Allí podrá ser sometido al tratamiento psiquiátrico necesario.
Llamaron a la puerta. Al abrirla, Johnny se encontró con Lucy Mancini. La muchacha lo abrazó y besó, al tiempo que le decía:
– Me alegro muchísimo de verte.
– Lo mismo digo, Lucy.
Johnny Fontane se dio cuenta de que Lucy había cambiado. Estaba más delgada y vestía ropas más caras, que le sentaban mejor. Su nuevo peinado la favorecía. Se veía más joven y atractiva que antes, y Johnny pensó que tal vez podría hacerle compañía. Estaba seguro de que con Lucy lo pasaría en grande. Pero de pronto recordó que era la chica del doctor Segal. Eso sin duda explicaba el cambio que había experimentado. Dedicó a Lucy una sonrisa exclusivamente amistosa y preguntó:
– ¿Qué te trae al apartamento de Nino, y de noche, precisamente?
– Me he enterado de que estaba indispuesto y habían llamado a Jules. He venido por si podía ser útil. Supongo que Nino se encuentra bien ¿no?
– Digamos que se repondrá -contestó Johnny.
Jules Segal, que estaba tendido en el sofá, intervino:
– Eso ya lo veremos. Mi consejo es que nos sentemos y esperemos a que Nino recobre el conocimiento. Y luego le hablaremos de la necesidad de que se someta a tratamiento psiquiátrico. A ti, Lucy, te aprecia mucho, y es por ello por lo que pienso que podrás ayudar a convencerlo. Y usted, Johnny, si realmente se considera amigo suyo, intentará convencerlo también. De otro modo, el hígado de Nino irá a parar al laboratorio médico de alguna universidad.
La petulancia del doctor ofendió a Johnny. ¿Quién diablos se creía que era? Iba a hablar, pero en ese momento Nino exclamó:
– ¡Eh, tú! ¿Por qué no me sirves una copa? -Se incorporó en la cama, le guiñó un ojo a Lucy y añadió-: Hola, muñeca, acércate al viejo Nino.
Nino tendió los brazos hacia Lucy, que se sentó en el borde de la cama y lo abrazó. Era extraño, pero Nino tenía un aspecto casi normal.
– Vamos, Johnny, sírveme una copa. La noche es joven. ¿Dónde diablos está mi mesa de blackjack?
– No puede beber -intervino Jules-. Su médico se lo prohibe.
Nino se puso furioso.
– Mi médico… ¡Que se joda!
Luego, con fingido arrepentimiento, añadió:
– No se ofenda, no lo decía por usted. No me acordaba de que mi médico es ahora Jules Segal. Oye, Johnny, sírveme una copa. Si no lo haces, me la serviré yo mismo.
Johnny se dirigió hacia el bar. En tono de indiferencia, Jules dijo:
– Insisto en que no debe beber. Entonces Johnny supo qué era lo que le irritaba de Jules. La voz del médico era siempre fría y controlada, dijera lo que dijera. Cuando avisaba, el aviso estaba sólo en sus palabras, no en su voz, que permanecía neutral. Fue esto lo que impulsó a Johnny a llenar de whisky el vaso de Nino.
Antes de entregárselo a su amigo, dijo a Jules:
– Esto no va a matarle ¿verdad? -No, eso no va a matarle -repuso Jules, tranquilamente.
Lucy le dirigió una mirada de preocupación, empezó a decir algo, pero luego se calló. Mientras tanto, Nino se había bebido todo el contenido del vaso que Johnny le había entregado.
Ambos amigos se miraron y sonrieron, satisfechos de haberse burlado del doctor. De repente, la cara de Nino adquirió un tono azulado; no podía respirar, le faltaba aire. Se retorcía como un pez fuera del agua, y sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Desde el otro lado de la cama, Jules miraba fijamente a Johnny y a Lucy. Cogió a Nino por el cuello, para inmovilizarlo, y le dio una inyección entre el hombro y el cuello. Al cabo de un instante Nino dejó de retorcerse, y poco después se quedó dormido.
Johnny, Lucy y Jules salieron del dormitorio y se sentaron alrededor de la mesa instalada en la antesala. Lucy telefoneó pidiendo café y algo de comer. Johnny, entretanto, se acercó al bar y se preparó un combinado.
– ¿Sabía usted que el whisky le produciría esa reacción? -preguntó Johnny.
– Sí, lo sabía -respondió Jules.
– ¿Por qué, entonces, no me lo advirtió?
– Se lo advertí, Johnny.
– Pues no me lo advirtió debidamente -insistió Johnny, airado, pero controlando la voz-. Usted no sabe hablar, y si sabe, lo disimula muy bien. Sus palabras son molestas y chabacanas. Me dice que debemos encerrar a Nino en un manicomio… Le gusta molestar a la gente ¿no es cierto?
Lucy permanecía con la mirada baja. Jules seguía sonriendo a Fontane.
– Nadie habría podido evitar que usted diera de beber a Nino -dijo-. Quería demostrar que no aceptaba mis avisos, mis órdenes. ¿Recuerda cuando me ofreció convertirme en su médico personal, después de lo de su garganta? Si no acepté, fue porque sabía que no llegaríamos a entendernos. Un médico piensa que es Dios, que es el sumo sacerdote de la sociedad moderna, uno de sus elegidos. Pero usted nunca me consideraría de ese modo. Para usted yo hubiera sido siempre un Dios algo ridículo. Como esos doctores que tienen ustedes en Hollywood. ¿De dónde los sacan? Realmente, si saben algo, lo disimulan muy bien. Saben, o deberían saber, lo que le ocurre a Nino, pero se limitan a darle drogas y calmantes, sólo para que vaya tirando. Se arrastran a sus pies porque les paga bien y porque Johnny Fontane es un hombre poderoso y célebre; y, claro, usted les considera como verdaderas eminencias de la medicina, sin saber que a ellos les importa un bledo que la gente viva o muera. Pues bien, mi afición, que reconozco es imperdonable, consiste en evitar que la gente se muera. Si he permitido que le diera un vaso de whisky a Nino, es porque he querido demostrarle lo que puede ocurrirle.
Bajando la voz, Jules prosiguió:
– Su amigo casi no tiene remedio. ¿Comprende bien mis palabras? No ha recibido los cuidados médicos necesarios. Su presión sanguínea, su diabetes y sus malos hábitos pueden provocar una hemorragia cerebral en el momento menos pensado. Su cerebro dejará de funcionar normalmente. ¿Se da usted cuenta de lo que le estoy diciendo? Sí, he hablado de encerrarlo en un manicomio. Y es que quiero que se dé cuenta de lo grave que está su amigo, pues temo que, de otro modo, no tome usted medida alguna. Voy a decírselo en pocas palabras: si lo encierra, quizá le salve la vida; si no, ya puede darlo por muerto.
– Jules, querido, no seas tan brusco, te lo ruego -susurró Lucy.
Jules se puso de pie.
– ¿Piensa que ésta es la primera vez que he tenido que hablar así? -dijo, y Johnny Fontane comprobó, satisfecho, que su voz ya no sonaba fría-. Años atrás, lo hacía a diario. Lucy me pide que no sea tan brusco, pero no sabe lo que dice. Antes, cuando estaba en la Costa Este, solía advertir a la gente: «No coma tanto, o morirá; no fume tanto, o morirá; no trabaje tanto, o morirá; no beba tanto, o morirá». Pero nadie hace caso de nadie. ¿Y sabe usted por qué? Porque no se les dice: «Morirá usted mañana». Pues bien, le aseguro que Nino puede muy bien morir mañana.
Se acercó al bar para servirse otra copa, y volviéndose hacia Johnny, le preguntó:
– ¿Va usted a internar a Nino?
– No lo sé.
Jules volvió a llenar su copa.
– Es gracioso; uno puede fumar hasta morirse, puede beber hasta morirse, puede trabajar o comer hasta morirse… y todo eso es aceptable. De lo único que uno no puede morir, médicamente hablando, es de hacer en exceso el amor. Y, sin embargo, a eso es a lo que la sociedad pone todos los obstáculos. En el caso de las mujeres, la cosa cambia, naturalmente. A veces, le decía a una mujer que no le convenía tener más hijos. «Es peligroso, podría usted morir.» Pues bien, pasado un mes, la mujer acudía a mi consulta y anunciaba: «Creo que estoy embarazada, doctor».
Después de llamar a la puerta, entraron dos camareros empujando un carrito con bocadillos y café. Una vez que se hubieron marchado, Johnny, Jules y Lucy se sentaron a la mesa, comieron y tomaron el café. Johnny encendió un cigarrillo y dijo a Jules:
– Así que es usted un salvador de vidas. ¿Y por qué, entonces, se dedicó a practicar abortos?
– Quería ayudar a las muchachas que estaban en apuros -intervino Lucy-, que hubieran podido suicidarse o hacer algo peligroso para deshacerse del hijo que llevaban en las entrañas.
Jules miró a Lucy con una sonrisa y dijo:
– No es tan sencillo. Finalmente me convertí en cirujano. Tengo buenas manos, muy buenas, de hecho, pero era demasiado compasivo, demasiado humano. Abría el vientre de un pobre diablo y sabía que éste iba a morir; operaba un cáncer y sabía que el mal reaparecería un tiempo después. Era terrible. Venía una mujer y tenía que extirpar un pecho; un año después la mujer volvía, y le extirpaba el otro; unos meses más tarde, eran los ovarios lo que tenía que extirparle. Luego, por fin, la mujer moría. Y mientras, los maridos preguntaban: «¿Qué dicen los análisis, doctor?». Llegó el momento en que empleé a una nueva secretaria con el único objeto de que contestara a tales preguntas. A los pacientes los veía únicamente cuando estaban listos para ser examinados o intervenidos. Pasaba el mínimo tiempo posible con la víctima, porque, al fin y a la postre, yo era un hombre muy ocupado. Y luego, una vez acabado mi trabajo, le concedía un par de minutos al marido para que hablara conmigo. «Es el fin», le decía. Pero él nunca oía la última palabra. Llegué a pensar que hablaba en voz demasiado baja, por lo que, deliberadamente, decía «es el fin» en voz más alta de lo normal, para que me entendieran. Un día practiqué un aborto. Aquello era otra cosa; era sencillo de hacer y después todos se sentían felices. Por fin había descubierto el trabajo que me gustaba. Como no creo que un feto de dos meses sea un ser humano, por este lado no había problemas. Ayudaba a muchachas solteras y a mujeres casadas que se encontraban en apuros. Tenía la conciencia tranquila y, además, ganaba mucho dinero. Cuando me descubrieron me sentí como el desertor al que hacen prisionero. Pero tuve suerte, porque un amigo mío muy influyente consiguió que me dejaran en libertad. Desde entonces, sin embargo, no puedo operar en los grandes hospitales. Por eso estoy aquí, dando buenos consejos, y sabiendo que no van a hacerme caso.
– En lo que a mí se refiere, no es que no le haga caso -se excusó Johnny Fontane-, sino que me lo estoy pensando.
Finalmente, Lucy desvió la conversación, preguntando:
– ¿A qué has venido a Las Vegas, Johnny? ¿A descansar o a trabajar?
– Mike Corleone quiere verme. Vendrá esta noche, acompañado de Tom Hagen. Tom dijo que también vendrán a verte a ti. ¿Sabes de qué se trata?
Lucy negó con un movimiento de la cabeza y dijo:
– Cenaremos todos juntos mañana por la noche. Freddie también. Creo que quizá tenga algo que ver con el hotel. Últimamente el casino ha estado perdiendo dinero, y eso no puede ser. Tal vez el Don haya decidido que Mike venga a echar una ojeada.
– He sabido que, por fin, Mike se ha hecho arreglar la cara -dijo Johnny.
– Sospecho que fue Kay quien lo convenció de que lo hiciera -señaló Lucy, entre risas-. El lado izquierdo de su rostro era verdaderamente horrible. La familia Corleone quiso que Jules asistiera como consejero y observador a la operación.
– Yo les recomendé que lo hicieran -explicó Johnny.
– No lo sabía -reconoció Lucy-. De todos modos, Mike dijo que quería hacer algo por Jules. Es por eso por lo que mañana nos invitará a cenar.
– No se fía de nadie -señaló Jules, pensativo-. Me dijo que estuviera al corriente de los movimientos de cuantos se hallaban en el quirófano. Pero todo se desarrolló sin problemas. Por otra parte, la operación no era difícil; habría podido llevarla a cabo cualquier cirujano razonablemente competente.
Se oyó un ruido procedente del dormitorio, y los dos hombres y Lucy miraron hacia allí. Nino había vuelto a recuperar el sentido. Johnny fue a sentarse en la cama, y Jules y Lucy se acercaron también, pero permanecieron de pie al lado del lecho. Nino les dedicó una descolorida sonrisa y dijo:
– De acuerdo, me convertiré en un hombre juicioso. La verdad es que me siento muy mal. ¿Recuerdas, Johnny, lo que sucedió hace un año, cuando estábamos con aquellas dos chicas en Palm Springs? Te juro que no sentí celos. Me alegré. ¿Me crees, no, Johnny? -Desde luego, Nino. Te creo. Lucy y Jules se miraron. Por lo que de él sabían, Johnny Fontane era totalmente incapaz de quitar la chica de un amigo íntimo. ¿Y por qué decía Nino que no estaba celoso, si había transcurrido ya un año? Por la mente de ambos pasó el mismo pensamiento. ¿Se emborrachaba Nino porque una chica le había dejado por Johnny Fontane?
Jules volvió a examinar a Nino.
– Haré que una enfermera se ocupe de cuidar de usted por la noche. Deberá permanecer en cama durante dos días, Nino. Y no haga tonterías.
– De acuerdo, doctor -respondió Nino, en tono jocoso-. Pero, por favor, que la enfermera no sea demasiado guapa.
Jules pidió una enfermera y, seguidamente, él y Lucy se marcharon. Sentado en una silla, junto a la cama, Johnny esperó la llegada de la enfermera. Nino, que seguía muy pálido, se estaba durmiendo. Johnny pensó en lo que su amigo había dicho acerca de que no había sentido celos por lo ocurrido hacía un año en Palm Springs. Nunca hubiera podido imaginar que Nino fuera celoso.
Un año atrás, Johnny Fontane, sentado en su lujosa oficina de la productora cinematográfica de su propiedad, se sentía mal, muy mal. Sí, la primera película que había producido, en la que él era el protagonista y Nino tenía un importante papel, estaba dando mucho dinero. Todo había ido a la perfección. Todos habían realizado muy bien su trabajo. La película había costado menos dinero de lo calculado. Todos ganarían mucho con ella, y seguramente Jack Woltz se estaría mordiendo los puños de rabia. Johnny estaba produciendo otras dos películas, una protagonizada por él, y la otra, por su amigo. Nino Valenti daba muy bien en la pantalla, y gustaba mucho a las mujeres, cuyos instintos maternales despertaba. Todo lo que Johnny tocaba se convertía en oro. Naturalmente, el Padrino recibía su parte a través del banco. Johnny estaba satisfecho, pues había hecho honor a la confianza que le había dispensado su padrino. Pero todo eso no le hacía sentir mejor.
Y ahora que era un próspero productor cinematográfico, tenía tanto poder como en su época de cantante, o tal vez más. Las mujeres se acercaban a él como las moscas a la miel, aunque por razones más interesadas que antes. Tenía su propia avioneta, vivía en medio del lujo y, como hombre de negocios que era, se beneficiaba de una serie de exenciones fiscales de las que los artistas no gozaban. ¿Así pues, qué le ocurría?
El lo sabía muy bien. Le dolían los senos nasales y la frente, y tenía la garganta inflamada. Pensaba que si cantaba las molestias de la garganta se aliviarían, pero no se decidía a hacerlo. Había consultado a Jules Segal al respecto, y éste le había contestado que podía hacerlo cuando quisiera. Al fin, se decidió, pero su voz sonaba tan ronca que se dio cuenta de la inutilidad de seguir probando. Además, al día siguiente le dolía mucho más la garganta, aunque de forma distinta de como lo hacía antes de que le extirparan los nodulos. El dolor, ahora, era peor. Temía no poder volver a cantar en su vida.
Y si no podía cantar ¿qué le importaba todo lo demás? Cantar era la única cosa que sabía hacer realmente bien. Se consideraba un gran cantante, el mejor. Su profesión no tenía secretos para él. Nadie debía decirle lo que estaba bien ni lo que estaba mal. Era un maestro. Y de pronto corría el peligro de perder definitivamente la voz.
Era viernes, y Johnny decidió pasar el fin de semana con Virginia y las niñas. La llamó por teléfono -siempre lo hacía-, para anunciarle su llegada. En realidad, para darle la oportunidad de decir que no. Pero desde que se habían divorciado Virginia nunca le había dicho no. No podía negarse a que sus hijas vieran a su padre; era una verdadera mujer, pensó Johnny. Habría sido feliz con Virginia. Y aunque era consciente de que ninguna otra mujer le importaba tanto, sabía que nunca podrían volver a hacer el amor el uno con el otro. Quizá cuando tuvieran sesenta y cinco años, como cuando uno se jubila, se retiraran juntos, se retiraran de todo.
Pero la realidad se encargó de hacer pedazos estos pensamientos. A su llegada, encontró a Virginia de bastante mal humor y, además, las dos niñas no parecieron alegrarse mucho de verlo. Su madre les había prometido que las dejaría pasar el fin de semana en el rancho de los padres de unas amiguitas suyas, donde pensaban montar a caballo, y la llegada de él les estropeaba el plan.
Johnny le dijo a Virginia que las dejara ir al rancho, y cuando se marcharon las besó cariñosamente. Nada tenía que reprochar a sus hijas. Era muy lógico que prefirieran montar a caballo a hacer compañía a un padre aburrido y malhumorado, pensó. Y dirigiéndose a Virginia, dijo:
– Yo también me marcharé, pero primero tomaré un whisky.
– De acuerdo -repuso ella.
Era evidente que Virginia tenía uno de sus días malos, afortunadamente poco frecuentes. Y es que la vida que llevaba no era nada fácil ni agradable. Su mal humor era justificable.
Mientras observaba a Johnny servirse un whisky doble, le preguntó:
– ¿Qué necesidad tienes de beber? Todos tus asuntos marchan viento en popa. Nunca hubiera imaginado que tuvieras madera de hombre de negocios.
– No creas que es muy difícil -repuso él con una sonrisa.
De pronto comprendió el porqué del mal humor de Virginia. Entendía a las mujeres y sabía que ella consideraba que vivía demasiado bien. A las mujeres les disgustaba ver que sus novios, maridos o amantes tenían demasiado éxito; les irritaba que fuesen capaces de vivir sin ellas. Más para animar a su ex esposa que en tono de queja, Johnny dijo:
– ¿Y qué me importa el éxito, si no puedo cantar?
– Vamos, Johnny, ya no eres un niño -replicó Virginia, irritada-. Tienes más de treinta y cinco años. ¿Por qué te preocupa el no poder cantar cancioncillas tontas y empalagosas? Ganas mucho más dinero como productor.
– Soy cantante. Me gusta cantar -explicó Johnny-. ¿Qué tienen que ver los años con eso?
– Nunca me ha gustado cómo cantas -dijo Virginia con impaciencia-. Ahora que has demostrado que sabes hacer películas, me alegro de que no puedas volver a cantar.
Con una violencia impropia de él, Johnny gritó:
– ¡Lo que estás diciendo es una tontería!
Estaba azorado. ¿Cómo podía Virginia sentir tanta antipatía, tanto odio hacia él?
Ella, que no estaba acostumbrada a que Johnny se mostrara enfadado, había quedado boquiabierta. Segundos después, sin embargo, consiguió reaccionar y argüyó:
– ¿Es que crees que puede gustarme mucho el ver que millares de mujeres se enamoran de ti con sólo oírte cantar? ¿Te gustaría que me paseara desnuda por la calle, para que los hombres fueran detrás de mí? Pues algo así es lo que tú hacías cuando cantabas. Por eso yo deseaba que perdieras la voz, que no pudieras volver a cantar nunca más… Pero eso era antes de que nos divorciáramos.
Johnny terminó su bebida y masculló:
– No comprendes nada, absolutamente nada. A continuación se fue a la cocina y marcó el número de Nino. Se pusieron rápidamente de acuerdo para ir a pasar el fin de semana a Palm Springs, y le dio el número de una muchacha hermosa que le gustaba mucho.
– Dile que traiga a una amiga para ti -indicó Johnny-. Estaré contigo dentro de una hora.
Virginia lo despidió fríamente. A él no le importó mucho, pues aquélla era una de las raras veces en que se había enojado con ella.
Pasaría un fin de semana agradable y sacaría de su cuerpo todo el veneno que llevaba dentro, pensó.
Johnny Fontane tenía una casa en Palm Springs. Cuando llegó, ya se encontraban allí Nino y las dos muchachas, que eran muy jóvenes y, por lo tanto, alegres y poco ambiciosas. Algunos conocidos habían acudido a la piscina de la finca, a bañarse con ellos antes de cenar. Poco después, Nino, acompañado de su chica, subió a su habitación para vestirse y divertirse un poco. Johnny no se encontraba en forma, por lo que envió a su chica, una rubia baja y regordeta llamada Tina, a ducharse sola. Nunca había podido hacer el amor con otra mujer después de discutir con Virginia.
Se dirigió al salón, tres de cuyas paredes eran de vidrio, y se sentó al piano. Muchos años antes, cuando iba con la orquesta, a veces cantaba acompañándose al piano; pero aquello había quedado muy atrás. Se puso a cantar en voz baja, para no forzar las cuerdas vocales. Y antes de que se diera cuenta, Tina estaba allí, preparándole un combinado. Luego, la muchacha se sentó a su lado, y ambos cantaron a dúo hasta que Johnny decidió ir a ducharse. En el cuarto de baño siguió cantando, siempre en voz muy baja, y lo mismo hizo mientras se vestía. Cuando regresó al salón, Tina seguía a solas. Pensó que Nino sólo podía estar haciendo dos cosas: emborrachándose o haciendo el amor con su chica.
Cuando Tina salió a ver la piscina, él volvió a sentarse al piano y comenzó a entonar una de sus viejas canciones. La garganta no le dolía en absoluto. Cantaba en voz baja, pero en el tono adecuado. Dirigió la vista hacia la piscina. Tina permanecía junto a ésta, y como la puerta estaba cerrada, no podía oírlo. Ignoraba el porqué, pero Johnny no quería que nadie lo oyera. Empezó a cantar su canción favorita, en voz alta, como si estuviera delante del público, esperando que de un momento a otro comenzara a dolerle la garganta. Pero esperó en vano. Johnny notó que su voz había cambiado, pero consideró que seguía siendo buena. Era más profunda, más varonil. Terminada la canción, permaneció sentado al piano, pensando en su voz.
– No está mal, viejo amigo, no está nada mal -dijo Nino, detrás de él.
Johnny se volvió. Nino estaba de pie en el vano de la puerta, solo. Su chica debía de encontrarse en otra parte, y Johnny se alegró de ello. No le importaba que su amigo lo oyera cantar.
– Oye, Nino. Tenemos que deshacernos de las chicas. Diles que se marchen.
– Díselo tú. Son buenas, y no quiero herir sus sentimientos. Además, a la mía la he «trabajado» ya dos veces. ¿Crees que puedo despedirla sin darle siquiera de cenar?
Bueno, pues que se quedaran, pensó Johnny. Y que lo oyesen cantar, aunque lo hiciera mal. Telefoneó a un director de orquesta amigo suyo, que vivía en Palm Springs, y le pidió que le enviara una mandolina para Nino.
– Pero hombre, Johnny -dijo el director-. Si aquí en California nadie toca la mandolina.
– Es igual. Tú encuentra una y mándamela.
En la casa había un equipo de grabación, y Johnny instruyó a las chicas para que se encargaran de regular los mandos de tono y volumen. Una vez terminada la cena, Johnny se puso a trabajar de inmediato. Con Nino acompañándolo a la mandolina, cantó todas sus viejas canciones. Lo hizo a pleno pulmón, y notó que su garganta no se resentía. Se sentía capaz de cantar horas y horas sin parar. Durante los meses en que no había podido cantar Johnny había pensado a menudo en cómo entonaría sus canciones si tuviera la suerte de recuperar la voz. Ahora llevaba a la práctica todo lo imaginado. Temía que lo que en su imaginación le había parecido fácil, no lo fuera tanto en la realidad. Las variaciones que efectuaba cantando con la imaginación, y que tan bien sonaban en su cerebro, tal vez no sonaran tan bien al oído. Pero ahora, que no se escuchaba, sino que se concentraba sólo en el canto, creía estar haciéndolo bien, tal y como había pensado. Aunque no tan bien como deseaba, naturalmente, pues le faltaba práctica.
Finalmente, dejó de cantar. Tina se acercó a él y le dio un largo beso.
– Ahora sé por qué mi madre va a ver todas tus películas -dijo.
En otro momento, Johnny se hubiera sentido molesto por las palabras de la muchacha. Pero ahora no; ahora se las agradecía sinceramente. Johnny y Nino se echaron a reír.
Pusieron el equipo de grabación y Johnny pudo por fin escucharse a sí mismo. Su voz había cambiado mucho, pero seguía siendo la voz de Johnny Fontane, pero mucho más rica y profunda, tal como había advertido antes, y más varonil, más sincera, con más carácter. En cuanto al aspecto técnico, su canto era muy superior al de antes. Y si ahora cantaba así ¿cómo sería después de unas semanas o meses de práctica? Guiñó un ojo a Nino y dijo:
– ¿Canto tan bien como creo? Nino, pensativo, miró fijamente la alegre cara de Johnny.
– Has cantado condenadamente bien. Ahora falta saber cómo cantarás mañana.
A Johnny no le sentó nada bien la observación de Nino. Y, medio en serio, medio en broma, replicó:
– Eres un cabrón, Nino. Sabes perfectamente que no cantas tan bien como yo. Y no te preocupes por cómo cantaré mañana. Me siento en plena forma.
Por aquella noche no volvió a cantar. Él, Nino y las dos chicas se fueron a una fiesta, y luego, al regresar, Tina se acostó con él. Pero Johnny no se portó tan bien como esperaba la muchacha, que quedó algo decepcionada. ¡Qué diablos!, pensó Johnny, no se podía hacer todo en un día.
Por la mañana, Johnny despertó presa de un vago temor de que sólo hubiese soñado que recuperaba la voz. Luego, cuando estuvo seguro de que no se había tratado de un sueño, el temor se convirtió en pánico. Tenía miedo de que ya no fuera lo mismo del día anterior, de que su voz volviera a ser tan ronca como durante los últimos meses. Se acercó a la ventana a respirar un poco de aire fresco, y luego, todavía en pijama, fue al salón. Empezó a tocar una vieja canción al piano, y momentos después se puso a cantar en voz baja. Se dio cuenta de que no le dolía la garganta y de que su voz no había enronquecido, por lo que se decidió a cantar más alto. Perfecto. «Igual que ayer», pensó. ¡La pesadilla había concluido! Que se fuera a la mierda la producción de películas, que se fueran a la mierda Tina y su decepción. Tampoco le importaba que Virginia lo odiara de nuevo. Lo único que lamentaba era no haber recuperado la voz mientras cantaba para sus hijas. Habría sido sublime.
La enfermera del hotel había entrado en la habitación llevando un montón de medicamentos. Johnny se puso de pie y miró a Nino, que estaba durmiendo o, quizá, muñéndose. Sabía positivamente que Nino, su amigo, no sentía celos del hecho de que hubiera recobrado la voz. Comprendió que Nino estaba celoso únicamente porque él, Johnny, se mostraba extraordinariamente feliz por haber recuperado su voz de antaño.
Lo que a Nino le disgustaba era que Johnny se preocupase tanto por el canto, pues era evidente que ninguna cosa le importaba lo suficiente para hacerle sentir deseos de seguir viviendo.
Michael Corleone llegó a última hora de la tarde. Tal como había ordenado, nadie había ido a esperarle al aeropuerto. Sólo lo acompañaban dos hombres: Tom Hagen y un nuevo guardaespaldas llamado Albert Neri.
A Michael y a sus acompañantes les reservaron la habitación más lujosa del hotel. Cuando llegaron, las personas que aquél necesitaba ver ya estaban aguardando.
Se saludaron con un fuerte abrazo. Freddie era mucho más corpulento que Michael, y tenía aspecto de hombre más benevolente y apacible que su hermano. Además, era mucho más elegante que éste. Llevaba un traje gris de excelente factura y el cabello cortado a la navaja, su rostro aparecía impecablemente afeitado y sus manos perfectamente cuidadas. Muy bien habría podido confundírsele con cualquier galán de la pantalla. Era un hombre completamente distinto del de antes.
Se acomodó en su silla y, cariñosamente, dijo a Michael:
– Tienes mucho mejor aspecto ahora que te has hecho arreglar la cara. Tu esposa logró convencerte ¿eh? ¿Cómo está Kay? ¿Cuándo vendrá a visitarnos?
– También tú tienes muy buen aspecto -dijo Michael con una sonrisa-. Kay hubiera querido venir, pero vuelve a estar embarazada y, además, tiene que cuidar del niño. Por otra parte, he venido en viaje de negocios, Freddie, y debo regresar a Nueva York mañana por la noche o pasado mañana por la mañana a más tardar.
– Primero has de comer algo -propuso Freddie-. En el hotel tenemos un cocinero de primera; comerás mejor que en cualquier otro sitio. Ve a ducharte y a cambiarte de ropa. De lo demás, me encargo yo. En cuanto lo dispongas, la gente que quieres ver estará aquí. Bastará con que haga unas llamadas.
– Dejemos a Moe Greene para el final -indicó Michael, animadamente-. Ahora di a Johnny Fontane y a Nino que suban a comer con nosotros. Que vengan también Lucy y su amigo, el médico. Podremos hablar mientras comemos.
Se volvió hacia Hagen y preguntó:
– ¿Quieres añadir a alguien, Tom?
Hagen respondió que no. Freddie se había mostrado mucho más afectuoso con Michael que con Tom, pero éste conocía perfectamente el motivo. Freddie sabía que estaba en la lista negra de su padre, y se sentía disgustado con el _consigliere_ por no haber arreglado las cosas. Hagen lo habría hecho, pero desconocía el motivo por el cual Freddie había caído en desgracia. El Don nunca exponía hechos concretos; se limitaba a expresar su desagrado.
Cuando se sentaron a la mesa dispuesta en la habitación, ya era más de medianoche. Lucy besó a Michael y no hizo comentario alguno acerca de la operación realizada en el rostro de éste. En cambio, Jules Segal le examinó la mandíbula y comentó:
– Buen trabajo. Ha quedado perfecta. ¿Y cómo está su nariz?
– Muy bien -respondió Michael-. Gracias por su colaboración.
Durante la cena, Michael fue él centro de atención. Todos observaron el enorme parecido que guardaba con su padre, tanto en la forma de hablar como en las maneras. En cierto modo, inspiraba el mismo respeto, el mismo temor, a pesar de que se conducía de modo perfectamente natural, esforzándose para que todos se sintieran a sus anchas. Hagen, como de costumbre, se mantenía en un discreto segundo plano. En cuanto a Albert Neri, a quien no conocían, parecía la discreción personificada. Había dicho que no tenía hambre, y permanecía sentado en un sillón, cerca de la puerta, leyendo un periódico.
Una vez que hubo terminado la cena, los camareros fueron despedidos.
– He sabido que tu voz vuelve a ser tan buena como antes -le dijo Michael a Johnny Fontane-. Te felicito.
– Gracias -repuso Johnny, que no podía evitar preguntarse por qué motivo Michael quería verlo. ¿Acaso iba a pedirle un favor?
Michael se dirigió a todos en general:
– La familia Corleone tiene intención de trasladarse a Las Vegas. Venderemos el negocio de importación de aceite de oliva y vendremos a vivir aquí. El Don, Hagen y yo, hemos discutido largamente el asunto y estamos de acuerdo en que el futuro de la Familia está en Las Vegas. Eso no significa que nos trasladaremos ahora o el año próximo. Es posible que pasen dos, tres y hasta cuatro años. Pero ése es el plan. Algunos amigos nuestros poseen un importante paquete de acciones de este hotel-casino, y Moe Greene nos venderá su parte. Así pues, esto pasará a ser propiedad total de la Familia, y constituirá una especie de piedra angular. Freddie no podía disimular su ansiedad.
– ¿Estás seguro, Mike, de que Moe Greene querrá vender? -preguntó-. Nunca me ha hecho ningún comentario en ese sentido, y, además, me consta que el negocio le gusta. No creo que quiera ceder su parte, sinceramente.
– Le haré una oferta que no podrá rechazar -contestó Michael. Su voz al pronunciar estas palabras, carecía de inflexión, pero sus oyentes quedaron impresionados, quizá porque era la frase favorita del Padrino. Se volvió hacia Johnny y añadió-: En los planes del Don, tú, Johnny, eres una pieza muy importante. Nos han explicado que las diversiones son un factor primordial en la atracción de jugadores. Confiamos en que firmes un contrato para actuar aquí cinco semanas al año. No seguidas, desde luego. Y esperamos que tus amigos del mundillo cinematográfico hagan lo mismo. Teniendo en cuenta los muchos favores que les has hecho, no creo que vayan a negarse.
– Seguro que no -dijo Johnny-. Sabes que por el Padrino haré lo que sea, Mike.
En sus palabras, sin embargo, flotaba la sombra de la duda.
– Ni tú ni tus amigos vais a perder dinero con el trato -dijo Michael con una sonrisa-. Tendrás una participación en el negocio, y si consideras que alguno de tus amigos es lo suficientemente importante, también a él se le dará. Si no me crees, Johnny, me permito aclararte que no hago más que repetir las palabras del Don.
Casi sin darle tiempo a terminar de hablar, Johnny Fontane respondió:
– Te creo, Mike. Pero se están construyendo otros diez hoteles y casinos en Las Vegas. Cuando os decidáis a venir, el mercado quizás esté saturado. Hay mucha competencia, pero no es nada comparado con la que existirá.
– La familia Corleone -intervino Tom Hagen-tiene amigos que se ocupan de la financiación de tres de esos hoteles.
Johnny comprendió de inmediato que Tom quería decir que los Corleone eran los propietarios de los tres hoteles, con sus respectivos casinos. Y que serían muchos los «puntos» a distribuir.
– Empezaré a trabajar en el asunto -apuntó Johnny.
Michael se volvió hacia Lucy yjules Segal.
– Estoy en deuda con usted -dijo dirigiéndose al último-. Me han contado que quiere dedicarse de nuevo a la cirugía, pero que los hospitales se niegan a admitirlo a causa del viejo asunto de los abortos. ¿Es cierto que quiere volver a abrir a la gente en canal?
Jules sonrió y contestó:
– Me parece que sí. Pero usted no se imagina lo que es la comunidad médica. Todo el poder que usted o su familia puedan tener, no significa nada para ellos. Me temo que le será imposible ayudarme.
Michael asintió, distraído, y repuso:
– Seguramente está usted en lo cierto. Pero algunos amigos míos, todos gente bien conocida, van a construir un gran hospital en Las Vegas. Teniendo en cuenta el elevado índice de crecimiento de la ciudad, se trata de algo absolutamente necesario. Y pienso que es posible que le dejen utilizar los quirófanos, si se les sabe convencer. Dígame ¿a cuántos cirujanos tan buenos como usted podrán convencer de que se vengan a vivir a este desierto? Y aunque sean sólo la mitad de buenos ¿cuántos encontrarán? En realidad, haremos un favor al hospital. Así, pues, le aconsejo que no se aleje mucho de aquí. ¿Es cierto que usted y Lucy van a casarse?
– Sí, ésa es nuestra intención. Pero no antes de que tenga resuelto mi futuro.
– Si no construyes ese hospital, Mike, me quedaré soltera -comentó Lucy en tono irónico.
Todos se echaron a reír. Todos menos Jules, que dijo a Michael:
– Si me consigue el empleo, quiero que sea sin condiciones.
Fríamente, Michael respondió:
– Sin condiciones. Estoy en deuda con usted, Jules, y quiero saldarla. Sólo se trata de eso.
– No te enfades, Mike -dijo Lucy, amablemente.
– No estoy enfadado -replicó Michael. Y dirigiéndose a Jules, prosiguió-: Lo que acaba de decir es una estupidez. La familia Corleone, recuérdelo, ha hecho algunas cosas por usted. ¿Cree que yo, ahora, cometería la torpeza de pedirle que hiciera algo que le disgustase? Y si lo hiciese ¿qué pasaría? ¿Es que hubo alguien, aparte de nosotros, que moviera un solo dedo para ayudarle cuando estaba usted en dificultades? Cuando supe que quería volver a ser un verdadero cirujano, pasé muchas horas intentando hallar la forma de ayudarle. La he encontrado. Yo no le pido nada, absolutamente nada. No obstante, creo que se dignará considerarme como amigo suyo, y supongo que siempre estará dispuesto a hacer por mí lo que haría por un buen amigo. Esa es mi única condición. Pero puede rechazarla, si la considera inaceptable.
Tom Hagen bajó la cabeza y sonrió. Ni el mismo Don lo hubiera hecho mejor, pensó.
– Lo siento, Mike -respondió Jules, rojo como la grana-, temo que no he sabido explicarme. Estoy muy agradecido por todo. Olvide lo de antes. Michael asintió con la cabeza y dijo:
– De acuerdo. Mientras aguardamos la construcción e inauguración del hospital, usted será director médico de los cuatro hoteles. Ocúpese de reclutar un equipo de ayudantes. Naturalmente, tendrá un aumento de salario; pero esta cuestión será mejor que la trate después con Tom. En cuanto a ti, Lucy -agregó volviéndose hacia ésta-, quiero que te ocupes de algo realmente importante. Por ejemplo, creo que podrías encargarte de coordinar económicamente todas las tiendas que se abrirán en los hoteles. O encargarte de contratar a las chicas que necesitamos para trabajar en los casinos. En fin, no sé, algo por el estilo. De ese modo, si Jules no se casa contigo tendrás el consuelo de ser una solterona rica.
Freddie había estado dando furiosas chupadas a su cigarro. Michael se volvió hacia él y, amablemente, le dijo:
– No soy más que el mensajero del Don, Freddie. Lo que quiere que hagas, te lo dirá él mismo, naturalmente; pero estoy seguro que será algo importante. Todo el mundo nos habla del gran trabajo que has estado realizando aquí.
– Si es así ¿por qué está enfadado conmigo? -preguntó Freddie-. ¿Sólo porque el casino ha estado perdiendo dinero? Del casino se ocupa Moe Greene, no yo. ¿Qué es lo que nuestro padre quiere de mí?
– Deja de preocuparte por ello, Freddie -repuso Michael. Se volvió hacia Johnny Fontane y le preguntó-: ¿Dónde está Nino? Tengo ganas de verlo.
– Nino está muy enfermo -explicó Johnny-. Una enfermera le cuida las veinticuatro horas del día. Pero el doctor dice que debe ser internado en un manicomio, pues está tratando de matarse.
Con expresión pensativa, Michael, que estaba sorprendido, dijo:
– Nino fue siempre un muchacho excelente. Que yo sepa, nunca hizo nada que pudiera molestar a los demás. En realidad, nada le importaba gran cosa, excepto la bebida.
– Sí -señaló Johnny-. Por el dinero no debería preocuparse, pues siempre podría trabajar como actor o cantante. Por cada película le pago cincuenta mil dólares. Pero gasta a manos llenas. La fama le importa un bledo. Somos amigos desde hace muchos años, y nunca he sabido que cometiera una mala acción. Y el muy imbécil no para de beber.
Jules estaba a punto de decir algo, pero llamaron a la puerta. Le llamó la atención el hecho de que el hombre que estaba sentado en el sillón, junto a la entrada, siguiera leyendo tranquilamente el periódico. Quien acudió a abrir fue Hagen. Y casi lo arrolló el impetuoso Moe Greene, que entró seguido de dos de sus guardaespaldas.
Moe Greene era un sujeto elegante, que había empezado su carrera como asesino a sueldo en Brooklyn. Un día vio posibilidades en el juego y se fue al Oeste, decidido a hacer fortuna. Fue el primero en intuir el porvenir de Las Vegas, y construyó uno de los primeros hoteles-casino de la ciudad. Sus instintos asesinos afloraban de vez en cuando, sobre todo cuando se enfadaba, y en el hotel todos le temían, incluidos Freddie, Lucy y Jules Segal, que procuraban no cruzarse en su camino.
Dirigiéndose a Michael Corleone con el ceño fruncido, dijo:
– He estado esperando para hablar contigo, Mike. Mañana tendré mucho trabajo, de modo que he pensado que podríamos hablar esta noche.
Michael Corleone lo miró con expresión amistosa y respondió:
– Desde luego.
Seguidamente, dirigiéndose a Hagen, añadió:
– Sirve una copa a Moe, Tom.
Jules se dio cuenta de que el hombre llamado Albert Neri estaba observando atentamente a Greene, sin prestar atención a los guardaespaldas de éste, que permanecían sospechosamente apoyados contra la puerta. Y comprendió que no existía la menor posibilidad de que las cosas discurrieran por cauces violentos, por lo menos en Las Vegas. Cualquier acción de ese tipo, por pequeña que fuera, resultaría fatal para el proyecto de convertir la ciudad en el santuario legal de los jugadores americanos.
Entonces Moe Greene dijo a sus guardaespaldas:
– Entregad algunas fichas a éstos, para que puedan bajar a jugar.
Evidentemente, se refería a Jules, Lucy, Johnny Fontane y Albert Neri.
Y sólo entonces, no antes, se levantó Neri de su sillón, para seguir a los demás.
En la habitación quedaron Freddie, Tom Hagen, Moe Greene y Michael Corleone.
Greene puso su vaso encima de la mesa y, con furia apenas contenida, preguntó:
– ¿Qué hay de cierto en lo que he oído acerca de que la familia Corleone quiere echarme de aquí? Soy yo quien os echará a vosotros.
Sin perder la calma, Michael dijo:
– Por extraño que parezca, tu casino está perdiendo dinero. Eso significa que hay algo que no marcha en tu forma de llevarlo. Tal vez nosotros consigamos hacerlo mejor.
Greene se echó a reír y, con aspereza, replicó:
– ¡Jodidos italianos! Os hago un favor empleando a Freddie, cuando estáis en apuros, y ahora queréis echarme. Pero no lo conseguiréis. No soy nada dócil y, además, tengo amigos que me apoyarán.
Michael siguió mostrándose razonable:
– Si empleaste a Freddie fue porque la familia Corleone te dio dinero para terminar tu hotel. Y porque financió tu casino. Y porque la familia Molinari, de la Costa, garantizó la seguridad de mi hermano y te prestó algunos servicios. Todo ello a cambio de emplear a Freddie. Así pues, la familia Corleone y tú estáis en paz. No sé a qué viene tanta irritación. Estamos dispuestos a comprar tu parte, Moe, y serás tú quien fije el precio. Si es razonable, lo aceptaremos. Entonces ¿qué hay de malo en ello? Teniendo en cuenta que tu casino pierde dinero, creo que te hacemos un favor.
Greene sacudió la cabeza y dijo:
– La familia Corleone ya no tiene el poder de otros tiempos. El Padrino está enfermo. En cuanto a ti, todas las Familias de Nueva York quieren cazarte. ¡Y todavía piensas asustarme! Voy a darte un buen consejo, Mike: no hagas tonterías.
Michael, lentamente y con voz tranquila, preguntó:
– ¿Por eso pensaste que podías abofetear impunemente a Freddie en público?
Tom Hagen, alarmado, miró a Freddie, que palideció y dijo:
– La cosa no tuvo importancia, Mike. Moe es muy impulsivo ¿sabes? A veces se le va Ja mano. Pero nos llevamos muy bien ¿no es cierto, Moe?
– Desde luego -respondió Greene en tono cauto-. En ocasiones tengo que pegar alguna que otra bofetada, para que las cosas marchen. Me enfadé con Freddie porque se entendía con todas las camareras, que se distraían demasiado del trabajo cuando habían pasado por sus manos. Tuvimos una pequeña discusión y lo obligué a sincerarse conmigo…
Michael, impasible, preguntó a su hermano:
– ¿Y tú hablaste, Freddie?
Freddie miró a su hermano menor con hosquedad, pero no respondió. Greene se echó a reír y dijo:
– El muy cabrón se las llevaba a la cama de dos en dos. ¡Le gustan los bocadillos, al parecer! Realmente, Freddie, me jugaste muy malas pasadas. Nada ni nadie conseguía hacerlas felices después de que te las habías llevado a la cama.
Hagen se dio cuenta de que aquello había pillado por sorpresa a Michael. Ambos se miraron. Esa debía de ser la verdadera razón de que el Don estuviese disgustado con Freddie. Don Corleone era, en cuestiones sexuales, muy estricto; y el que Freddie hiciese el amor con dos mujeres a la vez era, para él, un signo de depravación. Además, el hecho de permitir que un hombre como Moe Greene lo humillara en público constituía una falta de respeto hacia la familia Corleone. Eso también explicaría, al menos en parte, el porqué de la actitud del Don con respecto a Freddie.
Michael se levantó de su silla y, en tono perentorio, dijo a Greene:
– Tengo que regresar a Nueva York mañana. Así, pues, piensa en el precio. Furioso, Greene vociferó:
– ¿Es que te has creído que puedes manejarme como a un niño, hijo de puta? He matado muchos hombres en mi vida, para dejarme asustar por un tipejo como tú. Iré a Nueva York a hablar personalmente con el Don. Le haré una oferta.
Sin poder ocultar su nerviosismo, Freddie dijo a Tom Hagen:
– Eres el _consigliere_, Tom. Debes hablar con el Don y aconsejarlo en este asunto.
Fue entonces cuando Michael descubrió su actual personalidad a los dos hombres de Las Vegas.
– El Don está casi retirado -explicó-. Soy yo quien lleva los asuntos de la Familia. Y he destituido a Tom de su puesto de _consigliere_. Ahora será únicamente mi abogado en Las Vegas. Dentro de un par de meses se vendrá a vivir aquí con su familia y empezará a ocuparse de los aspectos legales del negocio. Así, pues, lo que tengáis que decir, decídmelo a mí.
Nadie respondió. En tono grave, Michael prosiguió:
– Tú eres mi hermano mayor, Freddie, y como a tal te respeto. Pero no vuelvas a apoyar a nadie en contra de la Familia. Y quiero que sepas que no diré una sola palabra al Don. En cuanto a ti, Moe. no insultes a quienes tratan de ayudarte. Harías mejor utilizando tus energías en intentar descubrir por qué el casino pierde dinero. La familia Corleone ha invertido mucho dinero aquí, y la inversión, por ahora, no es rentable. Sin embargo, te tiendo mi mano. Ahora bien, si no quieres aceptar mi ayuda, allá tú; yo no puedo hacer nada más al respecto.
Durante toda la conversación, Michael no alzó la voz en ningún momento. No obstante, sus palabras habían ejercido un poderoso efecto sobre Greene y Freddie. Michael miró a ambos, mientras se levantaba de su silla, indicando con ello que la reunión había terminado. Entonces Hagen abrió la puerta, y Moe Greene y Freddie Corleone salieron sin despedirse.
A la mañana siguiente Michael Corleone recibió la respuesta de Moe Greene: su parte no estaba en venta.
Fue Freddie quien llevó el mensaje. Michael se encogió de hombros y dijo a su hermano:
– Quiero ver a Nino antes de mi regreso a Nueva York.
En la habitación de Nino, encontraron a Johnny Fontane sentado en el sofá, tomando su desayuno. Detrás de las echadas cortinas del dormitorio, Jules examinaba a Nino.
A Michael le sorprendió el aspecto de Nino. Tenía los ojos apagados, los labios descoloridos, y estaba mortalmente pálido. Michael se sentó en el borde de la cama y dijo:
– Me alegro de verte, Nino. El Don siempre me pregunta por ti.
– Dile que me estoy muriendo -repuso Nino con una sonrisa-. Comunícale de mi parte que el negocio del espectáculo es más peligroso que el del aceite de oliva.
– Te pondrás bien -lo tranquilizó Michael-. Si hay algo que la Familia pueda hacer por ti, házmelo saber.
– Nada, Mike, nada en absoluto. Michael siguió charlando durante unos momentos con Nino, y luego salió de la habitación. Freddie lo acompañó hasta el aeropuerto, pero Michael no quiso que aguardara la salida del avión. Mientras subía a bordo con Tom Hagen y Albert Neri, Michael se volvió hacia este último y le preguntó:
– ¿Te fijaste bien en él? Neri se tocó la frente y respondió:
– A Moe Greene lo llevo grabado aquí.
Durante el viaje de vuelta a Nueva York, Michael Corleone se relajó y trató de dormir. Fue inútil. Se acercaba el período más difícil y tal vez peligroso de su vida, y nada podía hacer para demorarlo. Tras dos años de preparativos, todo estaba dispuesto, todas las precauciones habían sido tomadas. La semana última, cuando el Don anunció formalmente a sus _caporegimi_ y a otros miembros de la Familia que se retiraba, Michael supo que esa era la forma que había escogido su padre para decirle que había llegado el momento.
Hacía casi tres años que había regresado a casa, y habían transcurrido más de dos desde que se casara con Kay. Aquellos tres años los había invertido en estudiar los negocios de la Familia. Había pasado muchas horas al lado de Tom Hagen y del Don. Ahora que lo conocía, le maravillaba el poder de la familia Corleone, así como su enorme riqueza. Poseía muchos y valiosos inmuebles en la ciudad de Nueva York, tenía intereses en dos financieras de Wall Street, en diversos bancos de Long Island y en algunos grandes almacenes, además de invertir en el negocio ilegal del juego.
Pero lo que le pareció más interesante, al examinar las pasadas transacciones de la familia Corleone, fue que poco después de la guerra ésta hubiera recibido dinero de un grupo de falsificadores de discos. Estos fabricaban y vendían discos de artistas famosos, y la falsificación, tanto del disco como de la cubierta, era tan perfecta que nunca los descubrieron. Naturalmente, de tales discos los artistas no recibían un solo centavo, como así tampoco las casas discográficas. Michael Corleone se dio cuenta de que Johnny Fontane había dejado de ganar mucho dinero debido a dichas falsificaciones, pues en aquel entonces, poco antes de perder la voz, sus discos eran los más vendidos en todo el país.
Habló de ello con Tom Hagen y le preguntó cómo había permitido el Don que estafaran a su ahijado. Hagen se encogió de hombros. Los negocios eran los negocios. Además, por aquel tiempo Johnny Fontane estaba en la lista negra del Don, a quien le había disgustado profundamente que se hubiera divorciado de su primera esposa para casarse con Margot Ashton.
– ¿Y a qué fue debido que dejaran de falsificar discos? -inquirió Michael-. ¿Es que la policía los descubrió?
– No. El asunto terminó en cuanto el Don retiró su protección a los falsificadores, inmediatamente después de la boda de Connie.
Era una pauta que se repetía a menudo, según observaría Michael: el Don terminaba ayudando a aquellos que se encontraban en dificultades que él mismo había colaborado a crear. Tal vez no hubiera en ello ni malicia ni mala intención, sino que quizá se debiera a la gran variedad de intereses de los Corleone o a la misma naturaleza del universo, en el que el bien y el mal se mezclan y confunden.
Michael se había casado con Kay en Nueva Inglaterra. Había sido una boda discreta a la que sólo habían asistido los familiares y algunos amigos íntimos. Luego se habían instalado en una de las casas de la finca de Long Beach, y Michael pronto se dio cuenta, con agrádo, de lo bien que Kay se llevaba con su madre y el Don, así como con todos los habitantes de la finca. Pero lo más curioso fue que Kay quedó embarazada enseguida, como cualquier buena esposa italiana, lo que contribuyó a que todos le tomaran mayor simpatía. Y ahora esperaba su segundo hijo.
Kay estaría aguardándolo en el aeropuerto. Siempre lo hacía, y a Michael le gustaba, pues ella se mostraba enormemente feliz en cada reencuentro. En esta ocasión, sin embargo, hubiera preferido que su esposa no hubiese ido a esperarlo, pues el fin del viaje señalaría el momento de entrar en acción, algo que temía desde hacía tres años. También el Don estaría aguardándolo, en casa, así como los _caporegimi_. Había llegado la hora de que él, Michael Corleone, diera las órdenes y tomara las decisiones que decidirían su destino y el de la Familia.
Cada mañana, cuando Kay Adams Corleone se levantaba para alimentar al bebé, veía a Mamá Corleone, la esposa del Don, salir de la finca en compañía de uno de los guardaespaldas, para regresar una hora después. No tardó en enterarse de que su suegra iba todas las mañanas a la iglesia. Y a la vuelta, muchos días, se detenía en casa de Michael y Kay, para tomar café y, claro está, ver a su nietecito.
Mamá Corleone siempre preguntaba a Kay por qué no se decidía a convertirse al catolicismo, ignorando que el hijo de Kay ya había sido bautizado en la religión protestante. Kay aprovechó una de esas ocasiones para preguntarle por qué iba cada día a la iglesia, y si ello era obligatorio para los católicos.
Como si pensase que esa supuesta asistencia diaria obligatoria era lo que impedía a Kay convertirse, la anciana le dijo:
– De ningún modo, querida. Algunos católicos acuden a la iglesia sólo el día de Pascua y el de Navidad. Cada uno va solamente cuando lo desea.
Kay se echó a reír y quiso saber:
– ¿Por qué, entonces, usted va todas las mañanas?
– Voy por mi marido -repuso Mamá Corleone, y señalando hacia abajo con el dedo, añadió-: para que no vaya al infierno. Cada día rezo por su alma, para que Dios la acoja en su gloria. Otír.*.-:
La anciana había pronunciado estas palabras en tono convencido y con una astuta sonrisa en los labios, como si, en cierto modo, con sus plegarias trastornara la voluntad de su marido, o como si la suya fuera una causa perdida. Y, como siempre que el Don no estaba presente, había en su voz una cierta falta de respeto hacia él.
– ¿Y cómo está su marido? -preguntó Kay.
– Ya no es el mismo de antes -respondió Mamá Corleone-. Deja que Michael haga todo el trabajo, y él se limita a ocuparse de su huerto, de sus pimientos y de sus tomates, como si todavía fuera un campesino. Pero ya se sabe; son cosas de la edad.
Por las mañanas Connie Corleone solía ir con sus dos hijos a charlar con Kay. A ésta le caía muy bien su 1 cuñada, siempre tan vivaz y alegre. Además, parecía tener mucho cariño a Michael. Connie le había enseñado a Kay a preparar algunos platos italianos que encantaban a su hermano, y a veces solía traer algo de lo que había cocinado para que éste lo probara.
Connie siempre le preguntaba a Kay qué opinaba Michael de Carlo, su marido. ¿Estaba contento de él? Desde el primer momento Carlo Rizzi había tenido pequeños problemas con la Familia, pero últimamente parecía haberse convertido en otro hombre. Desempeñaba muy bien su tarea en el sindicato, pero tenía que trabajar tantas horas… Carlo sentía mucha simpatía hacia Michael, solía repetir Connie. Todo el mundo sentía simpatía hacia Michael, así como hacia su padre. Michael era el verdadero Don, y sería para todos una gran suerte que fuera él quien se ocupara del negocio de importación de aceite de oliva de la Familia.
Kay había observado que cuando Connie hablaba de su marido en relación con los Corleone, esperaba ansiosamente alguna palabra de aprobación para Carlo. Kay habría tenido que ser estúpida para no darse cuenta de la tremenda preocupación de Connie por saber si Michael estaba o no satisfecho con su esposo. Una noche habló de ello con Michael y mencionó el hecho de que nadie hablara de Sonny Corleone, en su presencia al menos. En cierta ocasión, Kay trató de expresar su condolencia al Don y a su esposa, quienes fingieron no haber oído sus palabras. Y otra vez intentó que Connie le hablara de Sonny, pero tampoco tuvo éxito.
La esposa de Sonny, Sandra, se había trasladado con sus hijos a Florida, donde residían los padres de ella. La Familia le pasaba una pensión que le permitía vivir confortablemente, ya que Sonny apenas si había dejado patrimonio propio.
De mala gana, Michael le explicó lo ocurrido la noche en que habían asesinado a Sonny. Le dijo que Carlo había pegado a su esposa, quien telefoneó a Sonny, que, ciego de ira, había corrido a casa de Connie. Por ello, Connie y Carlo temían que la Familia les culpara de ser los causantes indirectos de la muerte de Sonny. Pero al parecer no era así. La prueba estaba en que les habían dado una casa en la finca y, además, a Carlo le había sido confiado un empleo de responsabilidad en el sindicato. Y Carlo se había convertido en otro hombre. Había dejado de beber y de ir con mujeres. La Familia estaba satisfecha de su trabajo y de su conducta en los últimos dos años. Nadie lo culpaba de lo sucedido.
– ¿Por qué, entonces, no los invitas a cenar alguna noche, y aprovechas la ocasión para tranquilizar a tu hermana? La pobre está siempre tan nerviosa por lo que puedas pensar de su marido… Dile que se olvide de esas preocupaciones tontas.
– No puedo hacerlo, Kay. En nuestra familia no hablamos de esas cosas.
– ¿Quieres que le transmita lo que acabas de decirme? -preguntó Kay.
A Kay le extrañó que Michael meditara tanto la respuesta, que para ella era absolutamente clara. Finalmente, Michael dijo:
– No creo que debas hacerlo, Kay. No serviría de nada.' Connie seguiría preocupándose exactamente igual. Es algo que no tiene remedio.
Kay no salía de su asombro. Consciente de que Michael siempre se mostraba algo frío con Connie, a pesar del afecto que ésta le demostraba, preguntó:
– ¿Acaso culpas a Connie de la muerte de Sonny?
– Desde luego que no. Es mi hermana menor y la quiero. Siento pena por ella. Carlo se ha reformado, pero no es el marido adecuado para mi hermana… Y ahora, no pienses más en ello.
A Kay no le gustaba insistir, y no lo hizo. Además, sabía que la machaconería de nada servía con Michael, quien acabaría mostrando, si pretendía sonsacarle, una muy desagradable frialdad. Por otra parte, Kay sabía que ella era la única persona del mundo capaz de doblegar su voluntad, pero no ignoraba que si lo hacía demasiado a menudo perdería todo su ascendiente sobre él.
Y sus dos años de vida en común le habían hecho amarle aun más.
Le amaba porque siempre se mostraba gentil, no sólo con ella, sino con todo el mundo. Y nunca cometía arbitrariedades, ni siquiera en cosas de poca importancia. Había observado que ahora era un hombre poderoso, y que mucha gente acudía a su casa para hablar con él y pedirle favores, tratándole con deferencia y respeto. Pero una cosa le había sorprendido más que cualquier otra.
Desde el mismo momento en que Michael regresó de Sicilia, todos los miembros de la Familia habían intentado convencerlo de que se hiciera operar el lado izquierdo de la cara. La madre de Michael, sobre todo, no cesaba de insistir en ello. Un domingo, mientras todos los Corleone estaban comiendo juntos, la anciana le espetó a Michael:
– Pareces un gángster de película. Hazte operar. Si a ti no te importa, hazlo al menos por tu esposa. Será la única forma de que tu nariz deje de gotear como si fuera la de un irlandés borracho.
El Don, desde la cabecera de la mesa, le preguntó a Kay:
– ¿A ti te molesta?
Kay negó con la cabeza. Entonces, el Don dijo a su esposa:
– Michael ya no está a tu cuidado; lo de su cara no es problema que te concierna.
La anciana no volvió a hablar del asunto. No porque temiera a su marido, sino porque habría sido una falta de respeto discutir delante de los demás.
Pero Connie, la favorita del Don, llegó a la mesa desde la cocina, donde preparaba la comida dominical, y dijo:
– Pienso que debería hacerse operar. Antes de que le hirieran, era el más guapo de la familia. Vamos, Mike, di que lo harás.
Michael, como distraído, miró a su hermana. Parecía como si verdaderamente no la hubiera oído. Y no respondió.
Connie se acercó a su padre.
– Oblígalo a hacerlo -rogó al Don.
Al pronunciar estas palabras, las manos de Connie descansaban sobre los hombros de su padre. Era la única persona que podía permitirse tales familiaridades con el Don. El afecto que sentía por su padre era conmovedor. El Don acarició una de las manos de Connie y dijo:
– Todos tenemos mucha hambre. Trae los espaguetis a la mesa, y luego hablaremos.
Pero Connie se volvió hacia su marido para pedirle:
– Díselo tú, Carlo. Dile que se haga operar. Tal vez a ti te escuche.
El tono de su voz hacía suponer que entre Michael y Carlo Rizzi existía una relación amistosa más íntima que entre Michael y cualquier otro de los presentes.
Carlo, con la tez bronceada y el cabello muy bien cortado y peinado, bebió un sorbo de vino casero y dijo:
– Nadie puede decirle a Mike lo que debe hacer.
Desde que vivía en la finca Carlo era, en efecto, otro hombre. Sabía qué lugar ocupaba en la Familia, y sabía mantenerse en él.
En todo aquello, sin embargo, había algo que Kay no entendía, algo que escapaba totalmente a su comprensión. Como mujer se daba cuenta de que Connie trataba deliberadamente de encandilar a su padre; sus mimos parecían sinceros, pero no eran espontáneos. En cuanto a Carlo, su respuesta se la había dictado su cerebro, no su corazón. Y Michael había hecho caso omiso de los comentarios de ambos.
A Kay no le preocupaba que su marido tuviera el rostro desfigurado, pero sí lo de su nariz. La cirugía arreglaría ambas cosas. En consecuencia, deseaba que Michael se hiciera operar. Extrañamente, sin embargo, deseaba al mismo tiempo que su cara siguiera siendo deformada. Y estaba segura de que el Don la comprendía muy bien.
Después del nacimiento de su primer hijo, Kay oyó sorprendida que Michael le preguntaba:
– ¿Quieres que me haga operar?
Kay respondió que sí y añadió:
– Es por los niños ¿sabes? Tu hijo hará preguntas, cuando tenga edad suficiente para comprender que lo de tu cara no es normal. En fin, preferiría que eso no ocurriera. A mí, personalmente, no me importa, Mike. Créeme.
– De acuerdo -dijo Michael, sonriendo-. Me haré operar.
La operación fue un éxito. En su mejilla apenas si se apreciaba una leve cicatriz.
Toda la Familia se alegró del nuevo aspecto de Michael, y Connie más que nadie. Iba diariamente a ver a Michael al hospital, llevando con ella a Carlo. Cuando Michael regresó a su casa, su hermana lo abrazó y besó cariñosamente y, en tono de admiración, le dijo:
– Ahora ya vuelves a ser mi hermano guapo.
Sólo el Don permaneció impasible. Encogiéndose de hombros, comentó:
– ¿Y cuál es la diferencia?
Kay, por su parte, estaba contenta. Sabía que Michael se había hecho operar contra sus deseos. Lo había hecho porque ella se lo había pedido. Y ella sabía que ninguna otra persona en el mundo habría sido capaz de hacerlo actuar en contra de su voluntad.
La tarde en que Michael debía regresar de Las Vegas, Rocco Lampone fue a la finca a recoger a Kay, para que ésta fuese a recibir a su marido al aeropuerto. Siempre lo hacía cuando éste llegaba de viaje, sobre todo porque se sentía muy sola en aquella especie de fortaleza.
Le vio bajar del avión acompañado de Tom Hagen y Albert Neri. A Kay, el nuevo «empleado» no le hacía mucha gracia, ya que le recordaba demasiado a Luca Brasi. El rostro de Neri expresaba la misma tranquila ferocidad que el del fallecido Luca. Ahora, bajaba detrás de Michael, y su penetrante mirada iba de un lado a otro, intentando descubrir cualquier movimiento sospechoso por parte de quienes aguardaban la llegada de los viajeros. Fue precisamente Neri el primero en advertir la presencia de Kay, y así se lo indicó a Michael.
Kay corrió a echarse en brazos de su marido, quien le dio un rápido beso. Luego, él, Tom Hagen y Kay entraron en el coche conducido por Rocco Lampone. Albert Neri había desaparecido.
Sin que ella se apercibiera, Neri había subido a otro coche, en el que ya había dos hombres, que los siguió hasta llegar a Long Beach.
Kay no le preguntó a Michael cómo le había ido en Las Vegas. Habría estado fuera de lugar, pues antes de casarse habían acordado que ella nunca se mostraría interesada en la marcha de los negocios de Michael. Pero cuando éste le dijo que tendría que hablar largamente con su padre aquella misma noche, para informarle de su viaje, Kay no pudo evitar un gesto de desencanto.
– Lo siento -dijo Michael-. Mañana por la noche iremos a Nueva York a cenar y a ver algún espectáculo ¿de acuerdo? -Le puso una mano sobre el vientre, ella estaba en su séptimo mes de embarazo, y añadió-: Cuando nazca el niño volverás a encontrarte muy atada. ¡Diablos! Dos niños en dos años… Eres más italiana que yanqui.
En tono de reproche, Kay replicó:
– Y tú eres más yanqui que italiano. Tu primera noche en casa, después de varios días de ausencia, y tienes que dedicarla precisamente a los negocios. ¿Te parece bien? -Hizo una pausa y, con una sonrisa, añadió-: ¿Volverás muy tarde?
– Antes de medianoche -respondió Michael-. Si estás cansada, no hace falta que me esperes.
– Te esperaré -dijo Kay.
En la reunión de aquella noche, que tuvo lugar en la biblioteca de la casa de Don Corleone, estaban presentes éste, Michael, Tom Hagen, Carlo Rizzi y los dos _caporegimi_, Clemenza y Tessio.
La atmósfera no era tan amistosa como solía serlo en otros tiempos. Don Corleone había anunciado que prácticamente se retiraba y que Michael se haría cargo de los negocios de la Familia; y no todos estaban satisfechos con ello. La sucesión en el control de una organización tan vasta como la Familia, en modo alguno era hereditaria. En cualquier otra Familia, unos _caporegimi_ poderosos, como sin duda lo eran Clemenza y Tessio, habrían podido aspirar a convertirse en Don. O, cuando menos, se les habría permitido formar su propia Familia.
Además, desde el día en que Don Corleone concertó la paz con las Cinco Familias, el poder de la Familia había declinado. La familia Barzini era ahora, sin disputa, la más poderosa del área de Nueva York. Aliada con los Tattaglia, ocupaba la posición que hasta entonces había pertenecido a los Corleone. Por otra parte, procuraban minar, cada día más, el poder de los Corleone, introduciéndose en su terreno y aprovechando el hecho de que éstos no reaccionaban ante ninguna de sus provocaciones.
A los Barzini y a los Tattaglia les encantó la noticia del retiro del Don. A Michael, por formidable que fuera, le llevaría al menos diez años igualar a su padre en astucia e influencia. La familia Corleone entraba definitivamente en su ocaso.
En efecto, los Corleone habían sufrido algunos reveses y desgracias muy serios. Freddie había demostrado ser sólo un mandado, aparte de un follador compulsivo. La muerte de Sonny había sido, también, un verdadero desastre. Sonny, que era un hombre con quien había que andarse con cuidado, había cometido el grave error de enviar a su hermano menor, Michael, a matar a Sollozzo y al capitán de policía. Por supuesto que el asesinato de los dos hombres había sido necesario desde el punto de vista táctico, pero también había resultado, a más largo plazo, una tremenda equivocación. Entre otras cosas, porque obligó al Don a levantarse de su lecho de enfermo, y privó a Michael de dos años de aprendizaje bajo la tutela de su padre. Por lo demás, el escoger a un irlandés para el cargo de _consigliere_ había constituido la mayor locura que el Don había cometido en su vida. Ningún irlandés podía igualar en astucia a un siciliano. Así opinaban todas las Familias, que, por descontado, sentían más respeto hacia la alianza Barzini-Tattaglia, que hacia los Corleone.
De Michael se opinaba que no tenía la energía de Sonny, y si bien superaba a éste en inteligencia, jamás llegaría, desde luego, a igualar a su padre. En conjunto, se le consideraba un sucesor mediocre al que no había por qué temer en exceso.
Además, y si bien el Don era generalmente admirado por su habilidad de estadista a la hora de buscar la paz, el que no hubiera vengado la muerte de Sonny había hecho que la Familia perdiera buena parte del respeto que siempre había inspirado. Se consideraba que la diplomacia de Don Corleone había sido fruto de la debilidad.
Todo esto lo sabían los hombres que estaban sentados en la biblioteca de la casa del Don, y hasta cabía la posibilidad de que algunos creyeran que en efecto era así. Carlo Rizzi apreciaba a Michael, pero no le temía tanto como había temido a Sonny. Clemenza, a pesar de que admiraba la bravura de Michael en el asunto de Sollozzo y McCluskey, no podía evitar pensar que era demasiado suave para ser Don. Clemenza había esperado que le concederían autorización para formar su Familia y de ese modo crear un imperio propio independiente del de los Corleone. Pero el Don había dicho que ello no era posible, y Clemenza respetaba demasiado al Don para atreverse a desobedecerlo. A menos, claro está, que la situación se hiciera intolerable.
Tessio tenía mejor opinión de Michael. Había visto algo más en el joven hijo del Don: una fuerza que mantenida prudentemente oculta, de acuerdo con el precepto del Don, según el cual los amigos siempre debían subestimar las virtudes de uno, mientras que los enemigos debían sobrevalorar los defectos.
El Don y Tom Hagen sabían valorar a Michael de la forma adecuada. El Don nunca se habría retirado si no hubiese tenido una fe absoluta en la habilidad de su hijo para recuperar la posición perdida de la Familia. Hagen, por su parte, había sido el profesor de Michael durante los dos últimos años, y estaba sorprendido de la rapidez con que su joven hermanastro había aprendido las mil complejidades de los negocios de la Familia. Era digno hijo de su padre.
Clemenza y Tessio estaban molestos con Michael, porque éste había recortado el poder de sus regimi y no había reorganizado el de Sonny. La familia Corleone, en efecto, sólo contaba con dos «divisiones de combate», ambas menos numerosas que tiempo atrás. Clemenza y Tessio consideraban esto como un suicidio, especialmente teniendo en cuenta las continuas provocaciones de los Barzini-Tattaglia, que por otra parte crecían en todos los sentidos. Ambos _caporegimi_ confiaban en que tales errores se corregirían en el curso de la reunión extraordinaria convocada por el Don. Michael empezó por relatar su viaje a Las Vegas y la negativa de Moe Greene de aceptar su propuesta.
– Pero le haremos una oferta que no podrá rechazar -sentenció Michael-. Ninguno de los aquí presentes ignora que la familia Corleone piensa trasladar al Oeste su campo de operaciones. En Las Vegas tenemos cuatro hoteles-casino. Pero el traslado no podrá hacerse de inmediato. Necesitamos tiempo para arreglar los detalles.
Dirigiéndose directamente a Clemenza, prosiguió:
– Tú y Tessio debéis estar a mi lado durante un año, sin hacer preguntas y sin reservas de ninguna clase. Transcurridos los doce meses, ambos podréis separaros de los Corleone y formar vuestra propia Familia. Por supuesto, no es necesario que os diga que nuestra amistad no se resentiría; si pensara otra cosa, ello constituiría un insulto a vosotros y al respeto que sentís hacia mi padre. Ahora bien, durante un año quiero que sigáis mis órdenes. Y no os preocupéis. Se está haciendo lo necesario para resolver ciertos problemas que en vuestra opinión son insolubles. Así, pues, os ruego que tengáis un poco de paciencia.
– Si Moe Greene quería hablar con tu padre -dijo Tessio-¿por qué no se lo permitiste? El Don siempre ha logrado persuadir a todo el mundo; nadie ha sido capaz de resistirse a sus razonamientos.
Fue el propio Don quien contestó a Tessio:
– Yo me he retirado. Si yo interviniera, Michael perdería respeto. Y, además, con Moe Greene prefiero no tener que hablar.
Tessio recordó haber oído decir que Moe Greene había abofeteado a Freddie una noche en el hotel de Las Vegas. Empezó a comprender. Moe Greene era hombre muerto, pensó. La familia Corleone no deseaba persuadirlo.
– ¿Es que la familia Corleone dejará de operar por completo en Nueva York? -quiso saber Carlo Rizzi.
– Vamos a vender el negocio del aceite de oliva -dijo Michael-. Traspasaremos todo lo que podamos a Clemenza y a Tessio. Pero no quiero que te preocupes por tu empleo, Carlo. Te criaste en Nevada, por lo que conoces bien el estado y a su gente. Cuando estemos allí, tú serás mi brazo derecho.
Carlo se echó hacia atrás en su sillón. Su rostro reflejaba la satisfacción que lo embargaba. Su momento estaba a punto de llegar. En un futuro muy próximo se movería en las altas esferas de la Familia.
– Tom Hagen ya no es _consigliere_ -prosiguió Michael-. Será nuestro abogado en Las Vegas. Dentro de un par de meses se trasladará allí, ya de forma permanente, con su familia. Desde este mismo momento, que nadie lo busque para nada que no esté relacionado con leyes ni piense en él más que como abogado. Quiero que sea tal y como he dicho. Además, cuando necesite un consejo ¿quién podrá dármelo mejor que mi padre? Todos se echaron a reír. Pero todos, a pesar del tono jocoso de Michael, comprendieron. Tom Hagen quedaba al margen; ya no tenía poder alguno. Los presentes miraron disimuladamente a Hagen, en un intento de descubrir la reacción del ya ex _consigliere_, pero el rostro de éste permanecía impasible.
– Así, pues -intervino Clemenza-, dentro de un año seremos nuestros propios patrones ¿no?
– Tal vez antes -contestó Michael-. Naturalmente, podréis seguir formando parte de la Familia, si así lo preferís. Pero nuestra fuerza estará casi por completo en el Oeste, y por eso pienso que quizá prefiráis independizaros.
– En ese caso -dijo Tessio-, creo que deberías darnos permiso para reclutar nuevos hombres para nuestros regimi. Los Barzini no dejan de meterse en mi territorio. Creo que deberíamos darles una lección de urbanidad.
Michael sacudió la cabeza y dijo:
– No, no estoy de acuerdo. Limítate a permanecer quieto. Todo quedará arreglado antes de irnos a Las Vegas.
Tessio no pareció muy satisfecho. Se dirigió directamente al Don, arriesgándose a provocar el enfado de Michael:
– Perdóname, Padrino, pero pienso que tú y Michael os equivocáis en esto de Nevada. ¿Cómo podéis pensar en triunfar allí, sin la fuerza que aquí os respalda? Las dos co592 sas van juntas. Cuando os marchéis, los Barzini y los Tattaglia serán demasiado fuertes para nosotros. Pete y yo tendremos problemas, y más tarde o más temprano nos aplastarán. Y Barzini no me cae nada bien. Yo digo que la familia Corleone no debe trasladarse a Las Vegas por debilidad, sino con todo el poder que ha tenido en los últimos años. Deberíamos reforzar nuestros regimi y recuperar los territorios perdidos, al menos en Staten Island.
El Don negó con la cabeza y repuso:
– Recuerda que fui yo quien dio los primeros pasos para concertar la paz; no puedo faltar a mi palabra.
Tessio no parecía dispuesto a dar el brazo a torcer.
– Todo el mundo sabe que Barzini no ha dejado de provocarte desde entonces -dijo-. Y además, si Michael es el nuevo jefe de la Familia ¿qué o quién lo privará de obrar como crea necesario? Tu palabra, en un sentido absoluto, no puede obligarlo.
En tono áspero, y muy en su papel de jefe, Michael interrumpió a Tessio:
– Las cosas que ahora se están negociando resolverán todas las dudas que puedas tener. Si mi palabra no te basta, pregúntale al Don.
Tessio comprendió que había ido demasiado lejos. Si se atrevía a preguntar al Don, Michael se convertiría en su enemigo. Por ello, el _caporegime_ se limitó a decir:
– Hablaba por el bien de la Familia, no por el mío. Sé cuidarme perfectamente.
Michael le dirigió una amistosa sonrisa.
– Jamás he dudado de ti, Tessio, y tampoco dudo ahora. Naturalmente, sé que tú y Pete poseéis una experiencia de la que yo carezco, pero tengo la gran suerte de contar con la ayuda y los valiosos consejos de mi padre. Veréis que no lo hago del todo mal. Todo acabará a nuestra entera satisfacción.
La reunión había terminado. La gran noticia era que Clemenza y Tessio podrían formar sus propias Familias. Tessio controlaría el juego y los muelles de Brooklyn; Clemenza, el juego de Manhattan y los contactos de la Familia en las carreras de caballos de Long Island.
Los dos _caporegimi_, a pesar de todo, no estaban plenamente satisfechos. Algo indefinible les inquietaba. Carlo Rizzi salió convencido de que el momento en que empezaría a ser tratado como un verdadero miembro de la Familia aún no había llegado. En la biblioteca dejó al Don, a Tom Hagen y a Michael. Albert Neri lo acompañó fuera de la casa, y Carlo observó que permanecía de pie junto a la puerta, mirándolo atravesar la finca.
En la biblioteca, los tres hombres se relajaron como sólo pueden hacerlo quienes llevan años viviendo juntos en la misma casa, en el seno de la misma familia. Michael sirvió una copa de anís al Don y un poco de whisky a Tom Hagen. También se preparó algo de beber para sí, pese a que no tenía por costumbre tomar licores.
Tom Hagen fue el primero en hablar:
– ¿Por qué me dejas al margen de todo, Mike?
Michael se mostró sorprendido.
– Serás mi brazo derecho en Las Vegas. Nos pondremos dentro de la ley, y tú serás mi consejero legal. ¿Es que hay algún empleo más importante que ése?
Hagen sonrió con tristeza y dijo:
– No hablo de eso, sino de Rocco Lampone, que está organizando un regime secreto sin que me informaras de ello. Hablo de Neri, que está a tus órdenes directas, en lugar de estarlo a las mías o a las de un _caporegime_. A menos, claro está, que no sepas lo que Lampone está haciendo.
– Oye, Tom ¿cómo te enteraste de lo del regime de Lampone?
Hagen se encogió de hombros y respondió:
– No te preocupes, la noticia sigue siendo secreta. Pero desde mi posición puedo ver lo que está sucediendo. Diste a Lampone una enorme libertad de acción, porque necesita hombres que le ayuden a llevar su pequeño imperio. Pero se me debe informar de todos y cada uno de los hombres que reclute. Y observo que todos los de su nómina son un poco demasiado buenos para el trabajo a que se les destina, así como que cobran unos salarios más elevados de lo normal. Acertaste al contratar a Lampona, Michael. Está actuando a la perfección.
– No tan perfecto, si te fijaras bien -señaló Michael, sonriendo-. De todos modos, fue el Don quien fichó a Lampone.
– De acuerdo -convino Tom-. Y ahora dime ¿por qué se me deja al margen?
Michael miró fijamente a Tom, y, sin el menor titubeo, contestó:
– No eres el _consigliere_ adecuado para tiempos de guerra, Tom. Las cosas tal vez se pongan difíciles, y hasta es muy probable que tengamos que luchar. Y no quiero que estés en la línea de fuego. Por si acaso ¿sabes?
Hagen se sonrojó. Si el Don le hubiese dicho lo mismo, lo hubiera aceptado humildemente, pero ¿quién diablos era Michael para emitir un juicio tan tajante?
– Bien -dijo Tom-, pero da la casualidad de que opino igual que Tessio. También pienso que sigues un camino equivocado. El traslado a Las Vegas se hará por debilidad, no por otra cosa. Y eso no puede dar buenos resultados. Barzini es como un lobo, y si lanza dentellada tras dentellada, las otras Familias no correrán a ayudar a los Corleone.
Finalmente, el Don se decidió a hablar.
– Todo esto no es cosa de Michael, Tom -dijo-. Él se limita a seguir mis consejos. Es posible que haya que hacer cosas de las que no quiero responsabilizarme. Ése es mi deseo, no el de Michael. Yo nunca he pensado que fueras un mal _consigliere_. En cambio, sí pensaba que Santino, que Dios tenga en su gloria, sería un mal Don. Tenía buen corazón, pero en ocasión de mi accidente demostró que no era el hombre adecuado para dirigir los asuntos de la Familia. ¿Y quién iba a pensar que Fredo se convertiría en un lacayo de las mujeres? Así, pues, te ruego que no estés resentido. Michael cuenta con toda mi confianza, lo mismo que tú. Por razones que no debes saber, no tomarás parte en lo que pueda suceder. Pero, mira, en lo referente al regime de Lampone, le dije a Michael que te darías cuenta. Eso demuestra que tengo fe en ti.
Michael se echó a reír.
– Francamente, Tom, no pensé que te dieras cuenta.
Hagen sabía que le estaban dando coba.
– Tal vez pueda ayudar -balbució.
Michael negó con la cabeza y, con voz áspera, dijo:
– Te repito que quedas al margen, Tom.
Tom Hagen terminó su whisky y, antes de abandonar la estancia, dirigió un leve reproche a Michael.
– Eres casi tan bueno como tu padre -le dije pero te falta una cosa por aprender.
– ¿Cuál? -preguntó Michael.
– Cómo decir «no» -respondió Hagen.
Gravemente, Michael asintió.
– Tienes razón. Lo recordaré. Cuando Hagen se hubo marchado, Michael dijo en tono de broma a su padre:
– Del mismo modo que me has enseñado las demás cosas, enséñame a decir que no a la gente.
El Don fue a sentarse detrás de la enorme mesa y se tomó unos segundos antes de contestar:
– No puedes decir «no» a las personas que aprecias, al menos con frecuencia. Ése es el secreto. Cuando tengas que hacerlo, haz que parezca que dices «sí». Aunque lo mejor es conseguir que sean ellos mismos quienes digan «no». Pero eso es algo que se aprende con el tiempo. De todos modos, yo soy un hombre chapado a la antigua, mientras que tú perteneces a la nueva generación. No me hagas demasiado caso.
Michael se echó a reír y exclamó:
– ¡De acuerdo! Sin embargo, te parece bien que Tom quede al margen ¿no?
– Efectivamente. No debe mezclarse en esto.
– Creo que ha llegado el momento de que te diga que lo que voy a hacer no es sólo en venganza por lo de Apollonia y Sonny -explicó Michael-. Es lo único que cabe hacer. Tessio y Tom tienen razón acerca de los Barzini.
Don Corleone asintió con la cabeza y dijo:
– La venganza es un plato que sabe mejor cuando se sirve frío. Si concerté la paz fue porque sabía que era el único modo de que siguieras con vida. Me sorprende, sin embargo, que Barzini hiciera un nuevo intento contra ti. Quizá la cosa se decidió antes de que se «firmara» la paz y él no pudo evitarlo. ¿Estás seguro de que el objetivo no era Don Tommasino?
– Eso es lo que querían aparentar. Y la cosa les hubiera salido redonda, hasta el punto de que ni siquiera tú hubieses sospechado. Pero resulta que salí con vida. Vi huir a Fabrizzio. Y, naturalmente, desde mi regreso he hecho averiguaciones.
– ¿Has encontrado al pastor? -preguntó el Don.
– Sí, lo encontré. Hace un año. Tiene una pizzería de Buffalo, con un nuevo nombre, y un pasaporte y un carné de identidad falsos. A Fabrizzio, el pastor, las cosas parecen irle muy bien.
– Bien. Siendo así, no tiene objeto seguir esperando. ¿Cuándo empezarás?
– Quiero aguardar a que Kay haya dado a luz. Por si algo saliera mal ¿sabes? Además, para cuando empiece el jaleo Tom tiene que estar en Las Vegas. Así, quedará al margen de todo. Dejaremos pasar un año, más o menos.
– ¿Estás preparado para todo? -preguntó el Don, evitando mirar a su hijo.
– Tú no intervendrás -dijo Michael-. No tendrás responsabilidad alguna. La responsabilidad será únicamente mía. Ni siquiera te permitiré ejercer el derecho de veto. Si tratas de hacerlo, abandonaré la Familia y seguiré mi propio camino.
El Don permaneció silencioso durante unos minutos, sumido en sus pensamientos. Luego, sacudiendo la cabeza, dijo:
– De acuerdo. Tal vez es por eso por lo que me he retirado. Ya he cumplido mi misión en la vida. Mis fuerzas, tanto físicas como mentales, ya no son como antes. Y hay algunos trabajos que la mayoría de los hombres no pueden llevar a cabo. De modo que haz lo que estimes conveniente.
En el transcurso de aquel año, Kay Adams Corleone dio a luz al segundo de sus hijos, otro niño. El parto no ofreció dificultades, y cuando Kay regresó a la finca, fue recibida como una auténtica princesa. Connie Corleone regaló al bebé unas prendas de seda, muy bonitas y costosas, confeccionadas en Italia. Dirigiéndose a Kay, le dijo:
– Las encontró Carlo. Recorrió las mejores tiendas de Nueva York, pues nada de lo que yo encontré le gustaba.
Mientras le dedicaba una sonrisa de agradecimiento, Kay pensó que Connie también le contaría la historia a Michael. Evidentemente, Kay empezaba a convertirse en una siciliana.
También durante aquel año, una hemorragia cerebral acabó con la vida de Nino. Su muerte acaparó la primera página de los periódicos sensacionalistas, porque la película que había protagonizado para la productora de Johnny Fontane había sido estrenada unas semanas antes, y estaba siendo un éxito de taquilla. Los periódicos mencionaban el hecho de que Johnny se ocupara de todo lo concerniente a los funerales, que se efectuarían en privado, con la sola asistencia de los familiares y amigos más íntimos. Uno de los periódicos decía que Johnny Fontane se culpaba a sí mismo de la muerte de su amigo, por no haberlo obligado a someterse a tratamiento médico; pero el periodista lo presentaba como un hombre sensible e inocente ante una tragedia que no había podido evitar. Johnny Fontane había convertido a su amigo de la infancia, Nino Valenti, en una estrella del cine ¿qué más podía esperarse que hiciese?
Ningún miembro de la familia Corleone fue al funeral, celebrado en California, a excepción de Freddie. Asistieron también Jules Segal y Lucy. El Don hubiera querido ir, pero sufrió una leve indisposición cardíaca que le tuvo en cama durante un mes. En cambio, envió una enorme corona de flores. Como representante oficial de la Familia fue Albert Neri.
Dos días después del funeral de Nino, Moe Greene fue muerto a tiros en el apartamento hollywoodiense de una actriz, que era su amante. Albert Neri no volvió a aparecer por Nueva York hasta casi un mes más tarde; se había ido de vacaciones al Caribe, y cuando se reincorporó a su trabajo estaba muy bronceado. Michael Corleone le dio la bienvenida con una sonrisa y unas palabras de agradecimiento. Le dijo también que, a partir de entonces, se le concedían, aparte de lo que ya tenía, los ingresos procedentes de una de las más boyantes oficinas de apuestas ilegales, situada en el East Side. Neri se sentía contento y satisfecho de vivir en un mundo en el que el hombre activo y cumplidor era debidamente recompensado.
Michael Corleone había tomado precauciones contra todas las eventualidades imaginables. Sus planes eran perfectos, y sabía ser paciente y meticuloso; esperaba disponer de todo un año para preparar las cosas. Pero el destino intervino, y no de forma favorable. El tiempo se acortó debido a un fallo. Y el que falló fue el Padrino, el gran Don Corleone.
En una soleada mañana de domingo, mientras las mujeres estaban en la iglesia, Don Vito Corleone se puso sus ropas de faena -unos pantalones holgados de color gris, una camisa azul y un viejo sombrero marrón-y se dirigió al huerto. Últimamente, el Don había engordado mucho. Trabajaba en el huerto, decía, para conservar la salud. Pero no conseguía engañar a nadie. Porque la verdad era que le gustaba cultivar sus hortalizas. Se sentía trasladado a la infancia, en Sicilia, sesenta años antes; a una infancia sin temores ni la tristeza que había supuesto para él la muerte de su padre.
Ahora los guisantes presentaban unas hermosas florecillas blancas; y los fuertes y verdes tallos de los cebollinos rodeaban la parcela por completo. En un rincón, había un barril lleno del mejor fertilizante: estiércol de vaca, y cerca de éste se levantaban las espalderas de madera que él mismo había hecho con sus propias manos, y por las cuales subían las tomateras.
El Don se dispuso a regar el huerto. Debía hacerlo antes de que el sol calentara más, pues entonces el agua quemaría las delicadas hojas de las lechugas. El sol era más importante que el agua, por esencial que ésta fuese, y si se los combinaba de forma imprudente podían provocar una verdadera catástrofe.
El Don decidió comprobar si había hormigas en el huerto. Si las había, significaba que las hortalizas tenían piojos, pues las hormigas perseguían a éstos para comérselos. En tal caso, debería espolvorear las plantas con insecticida.
Había regado en el momento preciso. El sol empezaba a calentar, y el Don pensó que había que ser prudente y previsor. Pero entonces se dio cuenta de que había algunas enredaderas que necesitaban varas para dirigirlas. Se inclinó para realizar el trabajo. Cuando terminara con esa hilera, regresaría a la casa.
De pronto pareció como si el sol hubiera bajado a pocos centímetros de su cabeza. El aire estaba lleno de motilas doradas. El Don vio al hijo mayor de Michael cruzar el huerto a la carrera en dirección a él que estaba arrodillado, y le pareció que lo rodeaba una cegadora luz amarilla. Pero el Don no se dejaba engañar; era demasiado viejo para ello. Sabía que detrás de aquella luz cegadora estaba la muerte. Con un ademán, intentó evitar que su nieto se acercara. De pronto, sintió como un fuerte martillazo dentro de su pecho, y le faltó el aire. Cayó de bruces al suelo.
El niño corrió a Ikmar a su padre. Michael Corleone y algunos hombres que estaban en la entrada de la finca corrieron hacia el huerto y encontraron al Don con las manos y las rodillas en tierra, haciendo un supremo esfuerzo por incorporarse. Lo levantaron y lo condujeron a la sombra. Michael se acuclilló junto a su padre, mientras los otros se ocupaban de llamar a un médico y de pedir una ambulancia.
El Don abrió los párpados, deseoso de ver una vez más a su hijo. Debido al fuerte ataque al corazón, su piel, por lo general rojiza, se había vuelto azulada. Su estado era desesperado. Percibió los olores del huerto, la luz del sol hirió sus ojos, y murmuró:
– ¡Es tan hermosa la vida!
Se ahorró la visión de las lágrimas de las mujeres, pues murió antes de que regresaran de la iglesia, incluso antes de la llegada de la ambulancia y el médico. Murió rodeado de hombres, y con las manos del hijo que más había amado entre las suyas.
El funeral fue realmente regio. Las Cinco Familias estuvieron representadas por sus jefes y sus _caporegimi_. También asistieron las Familias de Tessio y Clemenza. Johnny Fontane ocupó la cabecera de determinados periódicos por el hecho de asistir al funeral, a pesar de que Michael le había aconsejado que no lo hiciera. Fontane, en una rueda de prensa, declaró que Vito Corleone era su padrino y la mejor persona que había conocido, y añadió que para él suponía un gran honor que se le permitiera presentar sus últimos respetos a un hombre a quien tanto había admirado.
El velatorio tuvo lugar en la casa de la finca, a la vieja usanza. Amerigo Bonasera efectuó un trabajo perfecto. Abandonó todas sus demás obligaciones y se dedicó de lleno a preparar a su viejo amigo y padrino, con el mismo cuidado con que una madre prepara a su hija para la boda. Todos comentaban el hecho de que ni siquiera la muerte había podido borrar la nobleza y la dignidad de los rasgos del Don, y tales comentarios, como es lógico, llenaron de orgullo a Amerigo Bonasera. Sólo él sabía los ímprobos esfuerzos que había supuesto el dar al Don el mismo aspecto que había tenido en vida.
Al funeral acudieron todos los viejos amigos y servidores. Nazorine, su esposa y su hija, ésta acompañada de su marido y de sus hijos. Desde Las Vegas llegaron Lucy Mancini y Freddie. También estaba Tom Hagen y su familia. Y los jefes de las Familias de San Francisco y Los Angeles, Boston y Cleveland. El féretro lo portaban Rocco Lampone, Albert Neri, Clemenza, Tessio y, naturalmente, los hijos del Don. La finca y todas sus casas estaban llenas de coronas y flores.
Fuera de la propiedad esperaban los periodistas y fotógrafos. También había una camioneta en cuyo interior se sabía que varios agentes del FBI filmaban el acontecimiento. Algunos periodistas que lograron introducirse en la finca se encontraron con varios hombres que les cerraron el paso, exigiéndoles que se identificaran y les mostraran la invitación. Y a pesar de que fueron tratados con toda cortesía -incluso les sirvieron refrescos-, no se les permitió entrar en la casa. Intentaron hablar con algunos de los que salían de ésta, pero no consiguieron arrancar de nadie ni una sola sílaba.
Michael Corleone pasó la mayor parte del día en la biblioteca en compañía de Kay, Tom Hagen y Freddie. Recibía muchas visitas, pues todos querían expresarle su condolencia. Michael los recibió a todos con suma cortesía, aun a aquellos que se le dirigieron a él llamándolo Padrino o Don Michael. Kay fue la única en darse cuenta de que en el rostro de su esposo aparecía, cada vez que lo llamaban de cualquiera de esas formas, una leve expresión de disgusto.
Clemenza y Tessio se unieron al pequeño grupo de íntimos, y Michael les sirvió personalmente algo de beber. Se habló algo, no mucho, de negocios. Michael les informó que la finca y todas sus casas serían vendidas a una inmobiliaria. El beneficio sería enorme, lo que demostraba el genio del gran Don.
Todos comprendieron que el imperio Corleone no tardaría en trasladarse al Oeste, que la Familia liquidaría su poder en Nueva York, y que ésta decisión se había demorado hasta el retiro o la muerte del Padrino.
Hacía casi diez años que en la casa no reunía tanta gente, desde la boda de Constanzia Corleone y Carlo Rizzi, recordó alguien. Michael se acercó a la ventana, dirigió la mirada hacia el jardín, y pensó que mucho tiempo atrás había pasado largos ratos en él, en compañía de Kay, sin sospechar siquiera cuan curioso sería su destino. Y su padre, en sus últimos momentos, había dicho: «¡Es tan hermosa la vida!». Michael nunca había oído a Don Corleone pronunciar ni una sola palabra relacionada con la muerte. Debía de respetarla demasiado para filosofar acerca de la misma.
Llegó el momento de ir al cementerio, el momento de enterrar al gran Don. Del brazo de Kay, Michael salió al jardín y se unió a los que acompañarían el cadáver hasta el cementerio. Detrás de él iban los _caporegimi_, seguidos de sus hombres, y luego toda la gente humilde a la que el Padrino había ayudado en el curso de su vida. El panadero Nazorine, la viuda Colombo y sus hijos e infinidad de personas a las que el Don había mandado con firmeza y justicia. Estaban presentes, incluso, algunos que habían sido sus enemigos, pero que ahora querían rendirle un tributo postumo.
Michael lo observaba todo con una sonrisa hermética. El largo cortejo no le impresionaba, pero pensaba que si podía morir diciendo: «¡Es tan hermosa la vida!», se sentiría muy satisfecho. Estaba decidido a seguir los pasos de su padre. Lucharía por sus hijos, por su familia, por su mundo. Pero sus hijos crecerían en un mundo diferente. Serían médicos, artistas, científicos. Gobernadores. Presidentes. Lo que quisieran. Procuraría que se integraran en la sociedad, pero él, padre poderoso y prudente, procuraría no perder de vista a esa sociedad.
A la mañana siguiente, los miembros más importantes de la familia Corleone se reunieron en la finca. Fueron recibidos por Michael Corleone. Llenaban casi por completo la espaciosa biblioteca. Estaban los dos _caporegimi_, Clemenza y Tessio; Rocco Lampone, con su aire de hombre razonable y eficiente; Carlo Rizzi, muy tranquilo, como si no le cupiese duda de cuál era su lugar; Tom Hagen, que había abandonado su papel, estrictamente legal, para prestar su concurso a la resolución de la crisis; Albert Neri, que siempre trataba de permanecer lo más cerca posible de Michael, encendiéndole el cigarrillo, preparándole las bebidas, etc., para demostrar su inquebrantable lealtad a pesar del reciente desastre sufrido por la Familia.
La muerte del Don había sido una gran desgracia para todos. Con él parecía haber desaparecido la mitad del poder de los Corleone, que ahora, aparentemente al menos, nada podrían hacer para contrarrestar el creciente poder representado por la alianza Barzini-Tattaglia. Los reunidos se sentían unánimemente pesimistas, y esperaban las palabras de Michael con impaciencia. A sus ojos, éste todavía no era el nuevo Don. No había hecho casi nada para merecer tal posición o título. Si el Padrino hubiese vivido, habría podido asegurar la posición de su hijo, que ahora nada tenía de segura.
Michael esperó a que Neri terminara de servir las bebidas. Luego, con voz tranquila dijo:
– Ante todo, quiero que sepáis que comprendo lo que sentís. Sé que todos respetabais mucho a mi padre, pero ahora es el momento de que os preocupéis de vosotros y de los vuestros. Algunos seguramente os estaréis preguntando hasta qué punto lo ocurrido afectará nuestros planes y las promesas que os hice. Bien, quiero que sepáis una cosa: todo se hará según lo previsto. La muerte de mi padre no hace variar las cosas.
Clemenza sacudió su imponente cabeza. Su pelo tenía el color del acero, y sus facciones, que la grasa en nada favorecía, eran duras.
– Los Barzini y los Tattaglia se nos echarán encima abiertamente, Mike. Tendrás que aceptar las condiciones que quieran imponerte o luchar -afirmó.
Todos se dieron cuenta de que Clemenza, al dirigirse a Michael, no lo había hecho con mucho respeto y, menos aún, le había dado el título de Don.
– Esperemos a ver lo que pasa -respondió Michael-. Dejemos que sean ellos quienes rompan las hostilidades.
Con su voz grave, Tessio dijo, dirigiéndose a todos los presentes:
– Ya le han ganado la partida a Mike. Esta misma mañana han abierto dos oficinas de apuestas en Brooklyn. Me lo ha dicho el capitán que lleva la lista de protección en la comisaría. Dentro de un mes, me temo que no tendré en Brooklyn un solo lugar donde colgar mi sombrero.
Con expresión pensativa, Michael se quedó mirando fijamente a Tessio.
– ¿Has hecho algo al respecto? -preguntó al _caporegime_.
Tessio negó con la cabeza y afirmó:
– No. No he querido crearte más problemas.
– Bien -dijo Michael-. Limítate a esperar. Y creo que eso es todo lo que por el momento tengo que deciros a todos. Limitaos a esperar. No respondáis a ninguna provocación. Dadme unas pocas semanas para arreglar las cosas, para ver por dónde sopla el viento. Luego volveremos a reunimos y tomaremos una serie de decisiones concretas y definitivas.
Pretendió no darse cuenta de la sorpresa de sus interlocutores, a quienes Albert Neri, comenzó, con toda cortesía, a hacer salir de la estancia.
– Quédate, Tom. Sólo serán unos minutos -dijo Michael.
Hagen se acercó a la ventana que daba al jardín. Cuando vio que los _caporegimi_, Carlo Rizzi y Rocco Lampone, acompañados por Albert Neri, salían por la puerta de la finca, se volvió hacia Michael y preguntó:
– ¿Has conseguido asegurar todas las conexiones políticas?
Con gesto de pesadumbre, Michael sacudió la cabeza y repuso:
– No del todo. Necesitaba de otros cuatro meses. El Don y yo estábamos trabajando intensamente en el asunto. Pero tengo a mi lado a todos los jueces y a algunos de los miembros más importantes del Congreso. De lo que primero nos ocupamos fue de los jueces, naturalmente. Las autoridades de Nueva York, las que nos interesan quiero decir, no representaron problema alguno. La familia Corleone es mucho más fuerte de lo que todos piensan. Pero yo esperaba convertirla en algo de una solidez absoluta. Supongo que ahora ya sabes cuáles son mis planes ¿no?
– No fue difícil. Lo que sí me costó entender fue por qué te empeñaste en dejarme al margen. Finalmente, me puse a pensar como un siciliano y descubrí tus motivos.
Michael se echó a reír y dijo:
– Mi padre aseguró que lo averiguarías. Te necesito aquí, Tom. Al menos durante las próximas semanas. Será mejor que llames a Las Vegas y hables con tu esposa. Pídele que tenga un poco de paciencia.
Hagen, con expresión meditabunda, preguntó:
– ¿Cómo crees que intentarán ponerse en contacto contigo?
– El Don y yo hablamos de eso, precisamente. A través de alguna persona de mi confianza, Barzini intentará que vaya a verle por mediación de alguien de quien yo no pueda sospechar.
Hagen sonrió/y dijo:
– De alguien como yo.
Michael le devolvió la sonrisa y respondió:
– Tú eres irlandés; no confiarían en ti.
– Soy germano-americano -replicó Hagen.
– Para ellos, eso es ser irlandés -dijo Michael-. No acudirán a ti, como tampoco acudirán a Neri, porque Albert Neri fue policía. Además, ambos estáis demasiado cerca de mí. No pueden arriesgarse tanto. Rocco Lampone, por el contrario, no está lo bastante cerca. Tengo la seguridad de que será Clemenza, Tessio o Carlo Rizzi.
– Apostaría cualquier cosa a que será Carlo -dijo Hagen.
– Ya lo veremos. No tardaremos en saberlo…
Fue durante la mañana siguiente. Hagen y Michael desayunaban. Michael fue a la biblioteca a responder a una llamada telefónica, y cuando volvió a la cocina, dijo a Hagen, riendo:
– Ya está. Tengo que ver a Barzini dentro de una semana, para concertar un nuevo tratado de paz ahora que el Don ha muerto.
– ¿Quién te ha telefoneado? ¿Quién ha establecido el contacto?
Ambos sabían que quienquiera que fuese el que hubiera establecido el contacto, se había convertido en traidor.
Michael esbozó una amarga sonrisa y dijo:
– Tessio.
Terminaron de comer en silencio. Mientras tornaban su taza de café, Hagen comentó:
– Hubiera jurado que el traidor sería Carlo. O Clemenza, tal vez. Pero nunca Tessio. Es el mejor de todos.
– Es el más inteligente -replicó Michael-. Y ha hecho lo que le ha parecido más acertado. Me pone en manos de Barzini y luego hereda el imperio Corleone. Como se figura que no puedo vencer, su razonamiento es perfecto.
Hagen dejó pasar unos segundos antes de preguntar:
– ¿Y son exactas las suposiciones de Tessio?
– El asunto presenta, al menos en apariencia, mal cariz para los Corleone. Pero mi padre fue el único que entendió que el poder político y las amistades, políticas también, valen más que diez regimi. Creo que tengo en mis manos casi todo el poder político que tenía mi padre. Pero nadie, excepto yo, lo sabe.
Dirigió a Hagen una sonrisa llena de confianza y añadió:
– Los obligaré a llamarme Don. Pero lo de Tessio me entristece.
– ¿Has dado tu conformidad al encuentro con Barzini?
– Sí. Para dentro de siete días. En Brooklyn, en el territorio de Tessio. Suponen que creeré que allí estaré seguro.
Michael volvió a echarse a reír.
– No te confíes -le advirtió Hagen-. Durante los próximos siete días ve con mucho cuidado.
Por primera vez, Michael se mostró frío con Hagen.
– Para darme esa clase de consejos no necesito ningún _consigliere_.
Durante la semana anterior al encuentro entre las Familias Corleone y Barzini, Michael le demostró a Hagen cuan cuidadoso sabía ser. No abandonó la finca ni una sola vez, y no recibió a persona alguna sin que a su lado estuviera Albert Neri. Únicamente surgió una enojosa complicación. El hijo mayor de Connie y de Carlo iba a recibir la confirmación, y Kay le pidió a Michael que fuera el padrino. Michael se negó en redondo.
– No suelo suplicarte muy a menudo -dijo Kay-. Hazlo por mí, te lo ruego. Connie desea tanto… Y también Carlo. Para ellos es algo muy importante. Por favor, Michael.
Kay advirtió que su marido estaba irritado con ella, por lo que pensó que insistiría en su negativa. Por ello, se llevó una gran sorpresa cuando Michael le dijo:
– De acuerdo. Pero no puedo abandonar la finca. Que lo arreglen todo para que el cura confirme al niño aquí. Pagaré lo que sea. Si los de la iglesia ponen problemas, Hagen los solucionará.
Y así, el día anterior al encuentro con la familia Barzini, Michael Corleone actuó como padrino del hijo de Carlo y Connie Rizzi. Al muchacho le regaló un costoso reloj de pulsera y una cadena de oro. Se celebró una pequeña fiesta en casa de Carlo, a la que fueron invitados los _caporegimi_, Hagen, Lampone y todos los que vivían en la finca, incluida, por supuesto, Mamá Corleone. Connie estaba tan emocionada que se pasó la velada besando a su hermano y a Kay. Y hasta Carlo Rizzi se mostró sentimental, aprovechando el menor pretexto para estrujar la mano de Michael y llamarlo Padrino. Todo al estilo italiano.
En cuanto a Michael, nunca se había mostrado tan afable y extrovertido como aquel día.
En un momento dado, Connie susurró al oído a Kay:
– Creo que Carlo y Mike serán muy buenos amigos a partir de hoy. Estas cosas siempre unen a la gente.
Kay apretó el brazo de su cuñada, y le dijo:
– Me alegro mucho.