SEGUNDA PARTE

12

Johnny Fontane despidió al sirviente con un ademán.


– Te veré por la mañana, Billy -le dijo.


El criado de color salió del enorme salón con vistas al Pacífico. Era una despedida de amigos, no la que cabía esperar entre patrón y criado. Y si éste se marchaba era porque aquella noche Johnny Fontane esperaba compañía.


La compañía de Johnny era una muchacha llamada Sharon Moore, una chica de Nueva York, de Greenwich Village concretamente, que estaba en Hollywood para tratar de conseguir un pequeño papel en una película producida por un antiguo amigo suyo que había hecho fortuna. Había visitado los estudios cuando Johnny estaba actuando en la película de Woltz. Johnny la había encontrado hermosa, encantadora y ocurrente, y le había pedido que fuera a su casa a cenar. Sus invitaciones para cenar eran apetecidas, por lo que, naturalmente, la chica aceptó.


Evidentemente, Sharon Moore esperaba que Johnny Fontane fuera directo al grano, pero Johnny odiaba este sistema. Nunca se acostaba con una chica a menos que se sintiera realmente atraído por ella. Excepto, claro está, en las ocasiones en que había bebido mucho, cuando por menos de nada se encontraba en la cama con alguna muchacha a la que no recordaba haber visto en su vida. Además, ahora que tenía treinta y cinco años, que estaba divorciado de su primera esposa y separado de la segunda, y que podía escoger entre mil mujeres diferentes, Johnny se había vuelto mucho más selectivo. Sin embargo, Sharon Moore le atraía, aunque no sabía exactamente por qué. Por ello la había invitado a cenar.


El no comía mucho, pero conocía muchachas que pasaban hambre para poder dedicar el dinero a vestir bien. En consecuencia, siempre procuraba que su mesa estuviera bien surtida. Tampoco faltaba la bebida: champán, whisky, coñac y toda clase de licores. Acostumbraba a servir la comida y los combinados ya preparados. Luego, llevaba a la invitada de turno a la sala de estar con vistas al Pacífico. Aquella noche, una vez en el salón con Sharon, puso unos discos de Ella Fitzgerald en el tocadiscos de alta fidelidad y se sentó junto a la muchacha, en el mullido sofá. Charlaron de mil pequeñas cosas: de cómo había pasado la niñez, de si le habían gustado los chicos, de si era o no hogareña, de si poseía un temperamento alegre o triste… A Johnny le gustaba saber estos detalles, pues le proporcionaban la ternura que necesitaba para hacer el amor.


Se deslizaron sobre el sofá. Él la besó en los labios, fríamente, y ante la pasiva reacción de ella sintió una gran ternura; aquella ternura que le permitiría ser un buen amante. Por un instante, Johnny se quedó contemplando el fragmento azul y oscuro de Pacífico que le ofrecía el ventanal abierto a la noche. Sharon interrumpió su éxtasis.


– ¿Por qué no pones un disco tuyo? -le preguntó.


El tono de la chica era implorante. Johnny le dirigió una amable sonrisa.


– No soy de ésos -respondió.


– Te lo ruego, pon un disco tuyo -insistió la muchacha-. O mejor aún, cántame una canción. Me echaré en tus brazos, igual que lo hacen tus compañeras femeninas en la pantalla.


Johnny rió con ganas. Años atrás, cuando era más joven, había hecho esas cosas, y el resultado siempre había sido el mismo: las chicas adoptaban un aire fascinador, como si estuvieran delante de una cámara. Hacía tiempo que había abandonado la costumbre de cantar para una chica; de hecho, hacía meses que no cantaba en absoluto, pues no confiaba en su voz. Además, la gente no sabía hasta qué punto los profesionales dependen de la técnica, sin la cual la voz pierde gran parte de su calidad. Evidentemente hubiera podido poner un disco suyo, pero el escuchar su voz le producía la misma vergüenza que siente un hombre gordo cuando muestra fotografías en las que aparece joven y delgado.


– Mi voz no está afinada -objetó-. Además, para serte sincero, estoy cansado de oírme.


Ambos bebieron.


– Tengo entendido que estás maravilloso en esta película -dijo la muchacha, tras unos instantes de silencio-. ¿Es cierto que la hiciste sin cobrar ni un centavo?


– Sólo por una cantidad puramente simbólica -repuso Johnny.


Se levantó para volver a llenar el vaso de la muchacha, le ofreció un cigarrillo y se lo encendió. La muchacha dio una calada al cigarrillo y bebió un sorbo de licor, mientras Johnny volvía a sentarse junto a ella. El vaso de él estaba más lleno que el de Sharon, pues Johnny necesitaba animarse. Su situación era la inversa de cualquier otro amante. Era él quien tenía que emborracharse, no la chica. Cuando él no estaba en forma, las mujeres lo estaban demasiado; siempre ocurría lo mismo. En este sentido, los dos últimos años habían sido un infierno. Lo único que podía hacer era dormir una noche con una muchacha desconocida, llevarla a cenar unas pocas veces y hacerle un valioso regalo. Luego debía procurar que la muchacha no se sintiera herida en sus sentimientos por el hecho de haber sido juguete de una sola noche. La mayoría se consolaba con poder decir que habían sido amadas por Johnny Fontane. Y aunque lo que Johnny sentía por ellas no era amor, tampoco se trataba de ser exageradamente puritano. Las mujeres que hacían el amor por el solo placer de hacerlo, las que luego se vanagloriaban de haber «dormido» con Johnny Fontane, le causaban verdadera repugnancia. Pero a quienes encontraba realmente odiosos era a los maridos que decían perdonar a sus esposas el haberles sido infieles, pues hasta incluso a las más virtuosas les resultaba difícil sustraerse al encanto de un gran cantante y actor como Johnny Fontane. Y eso se lo decían en la cara. Johnny Fontane adoraba los discos de Ella Fitzgerald. Le gustaba aquella voz tan limpia, aquella forma de vocalizar. Era lo único que realmente entendía y sabía que lo entendía mejor que cualquier otra persona del mundo. Ahora, cómodamente sentado en el sofá, con el coñac acariciándole la garganta, sintió deseos de cantar al unísono con Ella, pero eso era algo que le resultaba completamente imposible de hacer en presencia de una persona extraña. Puso su mano libre en el regazo de Sharon, mientras con la otra bebía un sorbo de licor. Sin malicia, con la naturalidad de un novio que busca calor, Johnny deslizó la mano bajo el vestido de Sharon. Como siempre, a pesar de todas las mujeres, a pesar de los años y a pesar de la costumbre, al contemplar los blancos muslos de la muchacha Johnny sintió un agradable calor en todo su cuerpo. El milagro, una vez más, se había producido, pero ¿qué haría cuando eso fallara como le fallaba la voz?


Ahora estaba dispuesto. Dejó el vaso en la mesita de centro y se inclinó hacia Sharon. Estaba muy seguro de sí mismo, pero sabía ser tierno; en sus caricias no había obscenidad alguna. La besó en los labios. Sharon le devolvió el beso con decisión, pero sin pasión. Johnny lo prefirió así. No le gustaban las mujeres excesivamente apasionadas, las que actuaban como si el simple contacto de la mano de un hombre bastara para hacer vibrar todas las fibras eróticas de su ser.


Luego recurrió a una estrategia que siempre le daba resultado: con la máxima delicadeza la acarició y, acercándose más a ella, la besó profundamente. Antes de ser famoso, naturalmente, incluso alguna le había abofeteado; pero ésta era la única técnica de Johnny Fontane. Por lo general, solía darle buenos resultados.


La reacción de Sharon fue insólita. Lo aceptó todo, el contacto y el beso; luego se separó, se apartó un poco y tomó el vaso de licor. Era una negativa fría, pero firme. A Johnny le había sucedido algunas veces, no muchas. Johnny tomó también su vaso y encendió un cigarrillo.


– No es que no me gustes, Johnny -dijo Sharon con voz muy suave-, eres mucho más encantador de lo que había supuesto. Y no es porque yo sea una mojigata, que no lo soy. La verdad es que debo sentir algo para entregarme a un hombre. ¿Me comprendes?'


Johnny Fontane sonrió. La muchacha le gustaba.


– ¿Y yo no te hago sentir nada? -interrogó.


Ella parecía algo violenta.


– Mira, cuando tú eras un gran cantante, yo era todavía una niña. Pertenecemos a generaciones distintas. En serio, no es que yo sea una beata. Si fueras James Dean o alguien de mi generación, no tardaría ni un segundo en lanzarme en tus brazos.


Ahora ya no le gustaba tanto la chica. Era dulce, graciosa e inteligente. No se había lanzado sobre él, ni había intentado utilizarlo para introducirse en el mundo del cine. Era realmente una buena chica. Pero había otra cosa, algo que le había sucedido en alguna otra ocasión. Era la clase de chicas que aceptaban una invitación con el propósito de llegar hasta el final -prescindiendo de lo mucho o poco que les gustara el hombre-sólo para poder ir pregonando por ahí lo interesante que les había resultado tener una aventura con una estrella de Hollywood. Johnny era ya un hombre experimentado y comprendía la situación; no se irritaba por aquellas naderías.


Ahora que la muchacha ya no le gustaba tanto, Johnny Fontane sintió un gran alivio. Bebió un sorbo del licor que tenía en el vaso y contempló el océano.


– Espero que no estés disgustado, Johnny -dijo la chica-. Sospecho que no sé estar a la altura de las circunstancias. Supongo que en Hollywood una chica se entrega con la misma facilidad con que se da un beso de despedida. Todavía no estoy acostumbrada.


Johnny sonrió y le acarició la mejilla. Luego, con mucha discreción, bajó el vestido de Sharon hasta cubrirle las bien torneadas rodillas.


– No estoy disgustado -dijo-. Me encanta encontrarme con una muchacha anticuada.


Lo que no le dijo fue el alivio que sentía; afortunadamente, no tendría que interpretar el papel de gran amante, evitando así la posibilidad -por otra parte muy grande-de defraudar a la chica. Además, se ahorraría tener que aparentar, como en la pantalla, que era la encarnación de una bella imagen.


Bebieron otra copa, intercambiaron algunos fríos besos, y luego Sharon decidió que debía irse.


– ¿Puedo invitarte a cenar alguna noche de éstas? -dijo Johnny educadamente.


Sharon se mostró absolutamente honesta.


– Sé que no interesa perder el tiempo. Gracias por la maravillosa velada de hoy. Algún día podré contar a mis hijos que un día cené con el gran Johnny Fontane, a solas en su apartamento.


– Y podrás decirles también que no ocurrió nada -dijo Johnny.


Ambos se echaron a reír.


– No me creerán -replicó Sharon.


Johnny siguió la broma:


– Si quieres, lo certifico por escrito.


La muchacha dijo que no, y Johnny Fontane prosiguió:


– Si alguien duda alguna vez de tu honestidad, llámame. Yo les diré que te estuve persiguiendo por mi apartamento, pero que tú supiste guardar tu honra.


Se dio cuenta de que había sido excesivamente cruel cuando vio en el rostro de Sharon una expresión dolorida. Le estaba diciendo, lisa y llanamente, que no había insistido mucho. Johnny acababa de robarle el dulce sabor de su victoria. Ahora la muchacha creería que era su falta de atractivo lo que le había dado el triunfo. Y cuando hablara de cómo había sabido resistir a los encantos de Johnny Fontane, tendría que añadir: «Claro que Johnny no insistió mucho».


– Si alguna vez te sientes desgraciada, llámame, te lo ruego -dijo Johnny, al ver la triste expresión de la chica-. Piensa que no tengo por qué querer aprovecharme de todas las muchachas que conozco.


– Lo haré -respondió Sharon y salió del apartamento.


Johnny tenía una larga noche por delante. Podía haber recurrido a lo que Jack Woltz llamaba la «fábrica de carne», el rebaño de aspirantes a estrellas, siempre bien dispuestas a complacer en todo a un hombre famoso y atractivo. Pero lo que Johnny quería era otra cosa: ternura, comprensión, un poco de amor desinteresado. Pensó en su primera esposa, Virginia. Ahora que su trabajo en la película había terminado, tendría más tiempo para los niños. Quería volver a formar parte de su vida. También se preocupaba por Virginia. Ella no estaba preparada para soportar a los donjuanes de Hollywood, que se sentirían orgullosos de contar a todo el mundo que se habían acostado con la primera esposa de Johnny Fontane. Que él supiera, nadie podía ufanarse de ello. De su segunda esposa, en cambio, eran muchos los que lo hacían, pensó amargamente. Descolgó el auricular del teléfono.


Reconoció de inmediato la voz de Virginia, cosa que, por otra parte, nada tenía de sorprendente; la había oído por vez primera cuando él tenía diez años. Ambos habían sido compañeros de escuela.


– Hola, Ginny. ¿Estás ocupada esta noche? ¿Puedo venir a charlar un rato?


– Bueno -accedió Virginia-. Pero los niños ya están en la cama; no quiero despertarlos.


– No te preocupes -repuso Johnny-. Sólo quería hablar un poco contigo.


Ella se esforzó por disimular su preocupación.


– ¿Es algo grave? ¿Qué ha ocurrido?


– Nada -replicó Johnny-. Hoy he terminado la película y me apetece charlar contigo. Hasta tal vez podré ver a los niños, procurando que no se despierten.


– Muy bien -dijo Virginia-. Y quiero que sepas que me alegro de que consiguieras el papel.


– Gracias. Estaré ahí dentro de media hora.


Cuando llegó a su antiguo hogar en Beverly Hills, Johnny Fontane, sin salir del coche, se detuvo a contemplar la casa. Recordó lo que su padrino había dicho: que debía tomar las riendas de su propia vida. Lo importante era saber lo que uno quería. ¿Lo sabía él?


Su primera esposa le aguardaba en la puerta. Era hermosa, menuda y morena; una bonita chica italiana, el tipo de muchacha en la que uno podía confiar plenamente; incapaz de una infidelidad. Había sido muy importante en su vida. ¿La quería todavía?, se preguntó, y la respuesta fue negativa. Por una parte, se sentía incapaz de hacerle el amor, y por la otra, había ciertas cosas que ella nunca podría perdonarle, cosas que nada tenían que ver con el sexo. De todos modos, entre ellos no existía enemistad alguna.


Virginia le sirvió café y unos pastelitos hechos en casa.


– Siéntate en el sofá -le dijo-; pareces cansado. Johnny se quitó la chaqueta y los zapatos y se aflojó la corbata. Virginia, que estaba sentada en una silla frente a él, dijo con una triste sonrisa en los labios:


– Es gracioso.


– ¿Qué te parece gracioso? -dijo Johnny, mientras sorbía un poco de café, con el que se manchó la camisa.


– El gran Johnny Fontane no tiene ninguna chica con quien salir -respondió ella.


– El gran Johnny Fontane se contenta con poder seguir demostrando que es un hombre -replicó el cantante.


No era corriente que hablara de forma tan directa.


– ¿Tan mal estás? -preguntó Ginny, un poco alarmada.


Johnny le dirigió una afectuosa y melancólica sonrisa.


– He estado con una chica en mi apartamento, pero me ha rechazado. Lo malo es que me he alegrado.


Sorprendido,.vio pasar por el rostro de su ex esposa un ramalazo de ira.


– No te preocupes por esas zorras -le dijo-. Seguramente ha imaginado que era la única forma de que te interesaras por ella.


Johnny vio que Virginia estaba realmente enfadada con la muchacha que lo había despreciado.


– No importa. Al diablo con todo. No se puede ser eternamente joven. Y ahora que ya no puedo cantar, me parece que las mujeres ya no se echarán en mis brazos. Ya no me encuentran tan atractivo.


– De todos modos, siempre has estado mejor en persona que en la pantalla -observó Virginia con sinceridad.


Johnny negó con la cabeza.


– Estoy engordando y me estoy quedando calvo. Desde luego, si esta película no vuelve a encumbrarme, mejor será que me dedique a pastelero. Aunque quizá sería mejor ponerte a ti en el cine. Estás muy guapa.


Virginia tenía treinta y cinco años; muy bien llevados, pero treinta y cinco años. Eso era mucho para los estándares de Hollywood. La ciudad estaba llena de chicas guapísimas. Claro que no solían mantenerse más de un par de años. Algunas eran tan hermosas, que podían detener el corazón de un hombre con una sola de sus sonrisas. Su encanto, sin embargo, desaparecía en cuanto abrían la boca, en cuanto la ambición empañaba el brillo de sus ojos. Las mujeres normales no podían soñar siquiera en competir con ellas en cuanto a atractivo físico. Y es que su esplendorosa belleza anulaba todas las cualidades que las demás mujeres pudieran poseer, como encanto, inteligencia, clase… Posiblemente, si no hubiera tantas chicas de ésas, las mujeres guapas e inteligentes habrían tenido una oportunidad.


Así pues, Ginny sabía que Johnny decía todo aquello sólo para adularla. Siempre había sido un hombre muy delicado. Siempre, incluso estando en la cumbre de su carrera, había sido muy cortés con las mujeres; les ayudaba a ponerse el abrigo, les daba fuego, les abría las puertas… Y ellas sabían agradecérselo. La cortesía de Johnny era innata, pues salía a relucir incluso tratándose de muchachas de una sola noche, de mujeres de las que apenas si sabía el nombre.


Virginia le dirigió una suave y amistosa sonrisa.


– Hemos vivido juntos durante doce años, Johnny. No tienes por qué esforzarte en adularme.


– Hablo en serio, Ginny. Tienes un aspecto estupendo. Ya quisiera yo conservarme tan bien.


Ella no contestó. Se daba cuenta de que su ex marido estaba deprimido.


– ¿Crees que resultará una buena película? -preguntó Virginia, al fin-. ¿Piensas que volverá a situarte?


– Sí -contestó Johnny-. Estoy seguro de que me servirá para reverdecer laureles. Si consigue el Osear y juego bien mis cartas, tendré una gran carrera por delante, aunque no cante. En ese caso, podré aumentaros la pensión a ti y a los niños.


– Tenemos más que suficiente -señaló Ginny.


– Además, quiero ver más a menudo a los niños. Quiero sentar un poco la cabeza. ¿Por qué no puedo venir a cenar aquí cada viernes? Te juro que no faltaría ningún viernes, por muy ocupado que estuviera. Y vendría a pasar aquí algunos fines de semana, y los niños podrían pasar parte de sus vacaciones conmigo.


Ginny le puso un cenicero en el pecho.


– Por mí, de acuerdo -asintió-. No he vuelto a casarme precisamente porque quería que siguieras siendo su padre.


Estas palabras habían sido pronunciadas sin emoción alguna, pero Johnny Fontane, con la vista fija en el techo, sabía que Ginny hablaba de aquel modo para compensarle por las crueles y desagradables palabras que le había dicho cuando su matrimonio naufragó, cuando su carrera había declinado.


– Cambiando de tema -dijo Virginia-. ¿Sabes quién me ha llamado?


Johnny no tenía ganas de jugar a adivinanzas; era un juego que nunca le había atraído.


– ¿Quién? -preguntó.


– Por lo menos podrías tratar de adivinarlo -le reprochó Virginia.


Johnny no respondió.


– Tu padrino -añadió ella.


– Pero si nunca habla por teléfono. ¿Qué te ha dicho?


– Me pidió que te ayudara. Dijo que podías volver a ser tan famoso como antes, pero que necesitabas que la gente creyera en ti. Le pregunté por qué tenía que ser yo la encargada de ayudarte, me contestó que por el hecho de ser tú el padre de mis hijos. Parece mentira que se digan cosas tan horribles de un hombre tan encantador como tu padrino.


Virginia odiaba los teléfonos. Por esta razón sólo tenía dos: uno en su dormitorio y otro en la cocina. Ahora sonaba el de la cocina. Fue a contestar. Cuando regresó al salón donde estaba Johnny, parecía sorprendida.


– Es para ti, Johnny. Es Tom Hagen. Dice que es importante.


La voz de Tom Hagen era fría:


– Oye, Johnny, el Padrino quiere que vaya a verte para ayudarte ahora que la película ha terminado. Quiere que tome el avión de la mañana. ¿Podrás venir a esperarme a Los Ángeles? Tengo que regresar a Nueva York esa misma noche, de modo que te entretendré poco.


– No faltaría más, Tom. Y no te preocupes por mi tiempo. Ven a mi casa, te convendrá descansar un poco. Daré una fiesta, y tendrás oportunidad de conocer a gente del cine.


Siempre hacía la misma oferta. No quería que sus conocidos de toda la vida creyeran que ahora se avergonzaba de ellos.


– Gracias -dijo Hagen-, pero no tendré tiempo, te lo aseguro. De acuerdo, pues. Llegaré en el avión que sale de Nueva York a las once y media de la mañana.


– Bien.


– No te muevas de tu automóvil -indicó Hagen-. Di a alguien que me espere al bajar del avión, para que luego me conduzca hasta ti.


– De acuerdo -respondió Johnny, y colgó. Regresó adonde estaba Ginny, que le dirigió una mirada interrogadora.


– Mi padrino tiene un plan para ayudarme -dijo Johnny-. Fue él quien me consiguió el papel en la película. No sé cómo, pero preferiría que no interviniera más en mi profesión.


Fue a sentarse nuevamente en el sofá. Se sentía muy cansado. Al darse cuenta de ello, Ginny dijo:


– ¿Por qué no te quedas a dormir aquí, en la habitación de los huéspedes, en lugar de ir a tu casa? Podrías desayunar con los niños y te evitarías el conducir de noche. No me gusta pensar que estás solo en casa. ¿No te atormenta la soledad?


– No paso mucho tiempo en casa -alegó él.


Virginia se rió.


– Entonces no has cambiado mucho.


– Virginia guardó un breve silencio y prosiguió-: Voy a preparar la habitación.


– ¿Por qué no puedo dormir en la tuya?


Ginny se sonrojó.


– Porque no -replicó con una sonrisa.


Él le devolvió la sonrisa. Seguían siendo amigos.


A la mañana siguiente, Johnny se despertó tarde. El sol entraba a raudales a través de las persianas. Debía de ser más de mediodía.


– ¡Eh, Ginny! ¿Podría tomar aquí el desayuno? -gritó.


– Un momento, Johnny -contestó ella, desde lejos.


Y fue sólo cuestión de un segundo. Seguramente lo tenía ya todo a punto, pues aún no había acabado de encender el primer cigarrillo del día, cuando se abrió la puerta del dormitorio y entraron sus dos hijas con el carrito de la comida.


Eran tan hermosas que Johnny se emocionó. Sus rostros eran bonitos e inocentes, y en sus ojos se leía el deseo de abrazar a su padre. Llevaban el pelo recogido en una coleta, unos vestidos algo pasados de moda y unos zapatos blancos de cuero. Estaban de pie junto al carrito, mirándolo fijamente, mientras él aplastaba el cigarrillo en el cenicero. A un gesto de su padre, las niñas corrieron a abrazarlo. Apretó las mejillas de las niñas contra las suyas, y ellas se echaron a reír, pues la barba de su padre les hacía cosquillas. Ginny entró en la habitación y acercó el carrito al lecho, para que Johnny pudiera desayunar sin tener que levantarse. Se sentó en el borde de la cama, se sirvió café y empezó a untar el pan con mantequilla. Las dos niñas, sentadas junto a él, le miraban cariñosamente. Ya eran demasiado mayorcitas para jugar con su padre encima de la cama. Johnny pensó con tristeza que pronto serían mayores, que no tardarían en ser presa codiciada por los donjuanes de Hollywood.


Compartió el desayuno con ellas, y también el café. Era una costumbre ya antigua, de su época de cantante de orquesta, cuando raramente podía comer con su familia. En aquel entonces, las raras veces en que Johnny estaba en casa para desayunar por la tarde o cenar por la mañana, su esposa e hijas comían del mismo plato que él. El cambio de comidas gustaba a las niñas, que así se saltaban la rutina alimenticia. Les resultaba muy gracioso comer chuletas de ternera a las siete de la mañana o huevos con jamón por la tarde.


Sólo Ginny y algunos amigos íntimos sabían lo mucho que Johnny adoraba a sus hijas. El separarse de ellas había sido lo peor del divorcio. Por lo único que había luchado en el tribunal había sido por su posición como padre de las niñas. De forma muy disimulada había dado a entender a Ginny que no le gustaría que volviera a casarse, no por cuestión de celos, sino para no perder terreno como padre. El asunto monetario lo había dispuesto de tal forma que a Ginny le resultara enormemente ventajoso el no volver a casarse. Se daba por sentado que ella podría tener amantes, pero no llevarlos a su casa. Sin embargo, en este sentido, Johnny estaba completamente tranquilo. En cuestiones sexuales, Ginny había sido siempre muy tímida y anticuada. Los gigolós de Hollywood nada consiguieron cuando empezaron a estrechar el cerco en torno a ella, a pesar de haber puesto todo su empeño en conseguir los favores de la joven divorciada, unos favores que podían darles dinero o ayuda del marido.


Johnny no temía que ella esperara una reconciliación por el solo hecho de haber querido acostarse con ella la noche anterior. Ninguno de los dos deseaba reanudar su vida en común. Ella comprendía la gran atracción que sentía Johnny por las mujeres más jóvenes y guapas que ella. Era del dominio público que se acostaba con sus compañeras de rodaje, por lo menos una vez. Ellas encontraban irresistible su encanto masculino y el seductor italiano las encontraba irresistibles a ellas.


– Tendrás que vestirte pronto -dijo Ginny-. El avión de Tom no tardará en llegar.


Hizo que las niñas salieran de la habitación.


– Sí -contestó Johnny-. Cambiando de tema ¿sabes que voy a divorciarme? Volveré a ser un hombre libre.


Le miraba mientras se vestía. Johnny siempre tenía ropa en casa de Ginny, una ropa fresca y sencilla que le encantaba.


– Faltan sólo dos semanas para Navidad -dijo Ginny-. ¿Quieres que lo disponga todo para tu estancia aquí?


Era la primera vez que Johnny pensaba en las Navidades. Cuando aún tenía voz, el período navideño era para él la temporada más lucrativa del año, pero aun entonces el día de Navidad era sagrado. El año anterior fue el primero en que Johnny no estuvo con sus hijas. Había estado en España, cortejando a la que luego sería su segunda esposa.


– Sí. Estaré con vosotras el día de Nochebuena y el de Navidad -dijo Johnny.


No habló del día de Año Nuevo. Aquella noche la destinaba a emborracharse con sus amigos, y no quería que su ex esposa estuviera presente. No sentía remordimientos por ello. Era sólo que de vez en cuando necesitaba desinhibirse, no pensar en nada.


Ginny le ayudó a ponerse la chaqueta y luego le cepilló la ropa. Johnny iba siempre inmaculadamente limpio. Ahora fruncía el ceño porque la camisa no le parecía bastante blanca, y porque consideraba que los zapatos, que no había llevado desde hacía algún tiempo, no iban bien con el traje.


– No te preocupes; Tom no va a notarlo -Ginny se rió.


Las tres mujeres de la familia lo acompañaron a la puerta, y luego hasta el garaje. Llevaba a las niñas cogidas de la mano. Ginny iba unos pasos detrás de ellos. Le gustaba ver que Johnny parecía sentirse feliz. Cuando llegaron junto al coche, levantó a sus hijas en el aire, cariñosamente, y besó a Ginny en la mejilla. Luego, sin pronunciar palabra, entró en el automóvil. No le gustaban las despedidas.


Su representante lo había dispuesto todo. Frente a su casa había un automóvil alquilado con chófer. En su interior estaban el representante y otro hombre. Johnny aparcó su automóvil y entró en el otro, que se puso en marcha rumbo al aeropuerto. Esperó dentro del vehículo, mientras su representante acudía a esperar a Tom. Cuando el visitante entró en el automóvil, ambos hombres se estrecharon la mano y el vehículo arrancó rumbo a casa de Johnny.


Finalmente, Johnny y Tom se quedaron solos en la sala de estar. Sus relaciones eran correctas, pero frías. Johnny nunca había perdonado a Hagen que dificultara sus mil intentos de ver al Don cuando éste estaba enfadado con él, en aquellos aciagos días que precedieron a la boda de Connie. Hagen nunca se dignó a excusarse. Y es que no podía. Una parte de su trabajo consistía, precisamente, en servir de pararrayos de todos los resquemores y enfados que la gente sentía contra el Don, pero que no se atrevían a manifestarle personalmente.


– Tu padrino me envía para que te eche una mano en algunos asuntos -empezó Hagen-. Y prefiero hacerlo antes de Navidad.


– La película ha terminado -repuso Johnny Fontane-. El director era un hombre cabal y no tengo queja alguna de él. Mis escenas son demasiado importantes como para que las corten, a pesar de que a Woltz le gustaría hacerlo. No puede destruir una película de diez millones de dólares por el simple capricho de perjudicarme. Así, pues, ahora todo depende de que guste o no al público.


– ¿Es muy importante para la carrera de un actor la consecución del Osear, o es sólo que con la estatuilla se consigue un poco de publicidad? -preguntó Hagen con cautela-. Aunque, bien mirado, el premio de la Academia significa la gloria, y eso es algo que gusta a todo el mundo.


Johnny Fontane sonrió, irónico.


– Es importante para todo el mundo, a excepción hecha de mi padrino y de ti. No, Tom, no es ninguna tontería. Un Osear garantiza la fama y el dinero durante diez años, por lo menos. El que lo consigue puede escoger los papeles. El público va a verle. No lo es todo, pero para un actor es decisivo. Tengo esperanzas de conseguirlo. No porque me considere un gran actor, sino porque ya era popular como cantante, y porque mi papel es muy bueno. Además, tampoco soy tan malo.


– Tu padrino me ha dicho que, tal como están las cosas, no tienes la menor posibilidad de conseguir la estatuilla.


Johnny Fontane empezaba a irritarse.


– ¿Qué estás diciendo? La película todavía no ha sido exhibida. Y el Don no está en el negocio del cine. ¿Para decirme eso has hecho tan largo viaje?


– Mira, Johnny -replicó Hagen, molesto-, en asuntos cinematográficos soy un ignorante. Recuerda que no soy más que un mensajero del Don. Pero este asunto lo hemos discutido muchas veces. El se preocupa por ti, por tu futuro. Considera que todavía necesitas su ayuda, y desea solucionar tu problema de una vez para siempre. Por eso he venido, para arreglarlo todo. Pero debes portarte como un adulto, Johnny. Debes dejar de pensar en ti como cantante o como actor y comenzar a considerarte como un hombre con iniciativa, con ideas propias.


Johnny Fontane se echó a reír y volvió a llenar su vaso.


– Si no gano el Osear, tendré tanta iniciativa como una de mis hijas. He perdido la voz; si la conservara, podría hacer algo. Bueno ¿y cómo sabe mi padrino que no voy a conseguir el premio? Porque seguro que lo sabe. Él nunca se equivoca.


Hagen encendió un cigarrillo.


– Sabernos que Jack Woltz ha asegurado que no piensa gastarse ni un centavo en tu candidatura. De hecho, ha comunicado a todos los miembros del jurado que no desea que ganes. Todo lo contrario: está interesado en que otro actor de sus estudios consiga el máximo de votos. Para ello emplea toda suerte de recursos: dinero, mujeres, todo. Y trata de hacerlo sin perjudicar el éxito de la película, o perjudicándolo lo menos posible.


Johnny Fontane se encogió de hombros. Volvió a llenarse el vaso y lo apuró de un trago.


– En ese caso, estoy perdido.


Hagen lo estaba mirando fijamente.


– La bebida no le va a hacer ningún bien a tu voz -señaló en tono de desaprobación.


– Vete al diablo -fue la respuesta de Johnny.


El rostro de Hagen se convirtió en una máscara.


– Muy bien. Me limitaré a hablar de negocios, pues.


Johnny Fontane dejó el vaso encima de la mesa.


– Lo siento, Tom, no quería ofenderte -se disculpó-. Lo que pasa es que me gustaría matar a ese cerdo de Jack Woltz, y estoy de mal humor. Pero comprendo que no tienes por qué pagarlo tú.


Johnny tenía los ojos arrasados en lágrimas. Estrelló el vaso contra la pared, pero con tan poca fuerza que no se rompió. El vaso, rodando, fue a parar a los pies de Johnny, que lo miró con rabia. Luego se echó a reír. Fue a sentarse frente a Tom y dijo:


– Tú sabes que durante mucho tiempo las cosas me han ido muy bien. Luego, al divorciarme de Ginny todo comenzó a estropearse. Perdí la voz. Mis discos dejaron de venderse. No conseguía ni siquiera un pequeño papel en ninguna película. Y luego mi padrino se enfadó conmigo, hasta el punto de no responder mis llamadas. Es más, ni siquiera quería recibirme cuando yo iba a Nueva York. Entre él y yo ponía una barrera: tú. Ahora comprendo que tú te limitabas a cumplir órdenes. Y es que uno no puede enfadarse con él; es como enfadarse con Dios. Por eso me enojo contigo. Pero tú siempre te has portado bien conmigo, ésa es la verdad. Y para que veas que te aprecio, voy a seguir tu consejo. No volveré a beber hasta que haya recuperado la voz.


Johnny era sincero y Hagen olvidó su enojo. Aquel niño de treinta y cinco años debía de tener algo, pues de lo contrario el Don no perdería el tiempo con él, ni le apreciaría tanto.


– Olvídalo, Johnny -dijo Hagen. Se sentía violento al ver el profundo sentimiento de Johnny, y sospechaba que dicho sentimiento sólo se debía al miedo, al miedo de que el Don se volviera contra él. Lo que ignoraba Johnny era que al Don nadie podía hacerle cambiar; cambiaba sólo por sí mismo.


– Las cosas no están tan mal, Johnny. El Don dice que puede anular todas las tentativas de Woltz contra ti, que es casi seguro que podrá conseguir que ganes el Osear. Pero teme que ello no baste para resolver tu problema. Quiere saber si tienes inteligencia y coraje suficientes para convertirte en productor, para hacer tus propias películas, desde el principio al final.


– ¿Y cómo diablos va a conseguir que me den el Osear? -preguntó Johnny, incrédulo.


– ¿Y por qué crees tú que Woltz tiene más posibilidades de salirse con la suya que el Don? Y ahora, como sea que debemos reforzar tu fe, déjame decirte una cosa. Pero quédatela para ti. Tu padrino es un hombre mucho más poderoso que Jack Woltz. Y es más poderoso en zonas y aspectos mucho más importantes. ¿Cómo puede conseguirte el Osear? El controla a la gente que controla todos los sindicatos de la industria, a toda o a casi toda la gente que vota. Por supuesto, tienes que valer, tienes que haber hecho unos méritos. Y tu padrino es bastante más inteligente que Jack Woltz. El Don no va a ver a toda esta gente para decirles «Vote por Johnny Fontane o considérese muerto». No es amigo de emplear la fuerza cuando sabe que no va a servir de nada o que puede dejar resentimientos. Él se limitará a expresar un deseo. Y ahora créeme: tu padrino es capaz de conseguirte el Osear. Pero convéncete igualmente de que tú, sin su ayuda, no puedes conseguirlo.


– Te creo. En cuanto a lo otro, quiero que sepas que me considero capacitado para ser productor, pero no tengo dinero. Ningún banco me financiaría. La producción de una película cuesta millones.


– Cuando hayas conseguido el Osear, empieza a hacer planes para producir tres películas -replicó Hagen con sequedad-. Contrata a los mejores especialistas, a los mejores técnicos, a los mejores actores y actrices. Haz planes para producir de tres a cinco películas.


– Estás loco. Eso costaría al menos veinte millones de dólares.


– Cuando necesites dinero, ponte en contacto conmigo. Te diré a qué banco de California debes dirigirte para obtener la financiación. No te preocupes, están acostumbrados a financiar películas. No tendrás más que solicitar el crédito, como cualquier otro cliente, y el banco aprobará tu solicitud. Pero primero tendrás que dirigirte a mí para exponerme tus planes y la cantidad que precisas. Johnny permaneció sin decir palabra durante varios minutos.


– ¿Hay algo más? -preguntó por fin.


– Ya veo lo que te preocupa -Hagen sonrió-. Te estás preguntando cuál va a ser la contrapartida de estos veinte millones de dólares ¿me equivoco?


Al ver que Johnny no abría la boca, prosiguió:


– La contrapartida existe, naturalmente. Pero quiero que sepas que el Don no te va a exigir nada que tú no fueras a concederle de buen grado, aun sin haberte hecho él favor alguno.


– Si se trata de algo serio -dijo Johnny-, quiero que me lo pida el Don en persona ¿me entiendes? No tú o Sonny.


A Hagen le sorprendió la perspicacia de que hacía gala Johnny Fontane. El cantante era inteligente, después de todo. Sabía que el Don le apreciaba demasiado para pedirle algo peligroso, mientras que con Sonny la cosa cambiaba por completo.


– Déjame decirte una cosa -le tranquilizó Hagen-. Tu padrino nos ha ordenado a Sonny y a mí que no te mezclemos en nada que pueda suponerte una mala publicidad. Y él tampoco lo haría. Te garantizo que cualquier favor que solicitara de ti, igualmente estarías dispuesto a hacérselo sin que te lo pidiera ¿Tranquilo?


– Completamente -dijo Johnny, sonriendo-. Además, tiene fe en ti. Piensa que eres inteligente y que el banco ganará dinero, y si lo gana el banco también lo ganará él. Ya ves que sólo se trata de una simple operación comercial. No lo olvides, ni tampoco despilfarres el dinero. Eres su ahijado favorito, pero veinte millones es mucho dinero.


– Dile que no se preocupe. Si un sujeto como Jack Woltz es un genio, cualquiera puede serlo.


– Eso mismo piensa tu padrino. ¿Puedes hacer que me lleven al aeropuerto? Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Cuando empieces a firmar contratos, búscate tus propios abogados, pues yo no intervendré en este negocio. Con todo, me gustaría verlo todo antes de que firmes, si no tienes inconveniente. Además, te garantizo que no tendrás problemas laborales. Eso repercutirá en el costo de las películas, que saldrán más baratas.


– ¿Es que tengo que pedir tu aprobación en todo lo demás, como guiones, actores, etc.? -preguntó Johnny, algo inquieto.


– No. Es posible que el Don tenga algo que objetar en alguna ocasión, pero en ese caso ya te lo diría él mismo.


Aunque no creo probable que ello suceda. El Don se mantiene al margen de la industria cinematográfica. Además, no le gusta interferir en los asuntos ajenos. Esto lo sé por propia experiencia.


– Bien. Te llevaré al aeropuerto yo mismo. Y da las gracias al Padrino de mi parte. Se las daría en persona, pero nunca se pone al teléfono. ¿Sabrías decirme el porqué de esta alergia al teléfono?


– Supongo que no quiere que su voz sea registrada, aunque sólo tenga que decir algo perfectamente inocente. Teme que pudieran trucar la grabación y cambiar sus palabras. Bueno, eso son suposiciones mías. Lo que sí sé es que se preocupa porque las autoridades no puedan hallar el modo de incriminarle. Y no quiere dejar ningún cabo suelto.


Entraron en el coche de Johnny y se dirigieron al aeropuerto. Hagen estaba pensando que Johnny era mejor de lo que había supuesto. Por lo menos ya había aprendido algo: la cortesía personal, de la que el Don era un enamorado y de la que Johnny acababa de hacer gala al decidir acompañarlo personalmente al aeropuerto, y al pedir excusas. Sus disculpas de hacía un momento habían sido sinceras. Tom recordó que el artista nunca se hubiera excusado por miedo. Siempre había sido orgulloso, y por eso había tenido siempre problemas, lo mismo con sus jefes que con sus mujeres. También era uno de los pocos hombres que no temía al Don. Fontane y Michael eran, tal vez, los dos únicos hombres de quienes Hagen se hubiera atrevido a afirmar eso. Así pues, las excusas de Johnny habían sido sinceras. Él y Johnny tendrían que verse muy a menudo en el futuro. Y Johnny todavía habría de pasar otra prueba que consistiría en demostrar su inteligencia. Tendría que hacer algo por el Don, sin que éste se lo pidiera declaradamente. Hagen se preguntaba si Johnny sería lo bastante listo como para darse cuenta de ello.


Cuando hubo dejado a Hagen en el aeropuerto (Tom había insistido en que no se acercara al avión), Johnny se dirigió a casa de Ginny. Su ex esposa se sorprendió al verlo, pero él deseaba estar en la casa, para tener tiempo de pensar y de hacer sus planes. Sabía que el mensaje que le había transmitido Hagen era muy importante, así como que toda su vida iba a cambiar radicalmente. Había sido una gran estrella, pero ahora, a la temprana edad de treinta y cinco años, estaba ya acabado. No se hacía ilusiones al respecto. Incluso en el caso de que ganara el Osear al mejor actor, la situación no cambiaría gran cosa; no confiaba en recuperar la voz. Sería un astro de segunda fila, sin ningún poder ni influencia. Lo que le había ocurrido con Sharon era una demostración palpable de su decadencia. ¿Se hubiera mostrado tan fría si él hubiese estado en el candelero? Ahora, con el apoyo del Don, podría llegar tan arriba como cualquier otro personaje de Hollywood. Podría ser un rey. Johnny sonrió. Podría llegar a ser un Don.


Sería agradable volver a vivir con Ginny durante unas semanas, o tal vez por más tiempo. Saldrían a pasear cada día con las niñas, quizás haría nuevas amistades. Dejaría la bebida y el tabaco, se cuidaría. Tal vez recuperaría su antigua voz. Si esto sucediera, con ella y con el dinero del Don sería invencible. Sería como un rey o un emperador en versión americana. Y su imperio no se basaría sólo en su voz, sino también en el dinero y en un tipo de poder muy especial y codiciado.


Ginny arregló para él la habitación de los huéspedes. Se daba por sentado que Johnny no dormiría con ella, que no harían vida matrimonial. Nunca podrían volver a hacerla. Y aunque los columnistas de Hollywood y el público en general consideraban que él había sido el principal culpable del divorcio, Johnny y Ginny sabían que no había sido así y que el mayor porcentaje de culpa le correspondía a ella.


Cuando Johnny Fontane se convirtió en el más popular actor cantante del mundo del cine, ni siquiera se le ocurrió la idea de abandonar a su esposa e hijas. Era demasiado italiano, demasiado anticuado. Había cometido infidelidades, naturalmente, pero lo contrario hubiera sido inimaginable, teniendo en cuenta el ambiente y las oportunidades. Y a pesar de que su aspecto era delicado, su potencia no tenía nada que envidiar a la de ningún hombre. Las mujeres, además, eran para él una continua fuente de sorpresas. Salía con una muchacha de rostro suave y expresión virginal, por ejemplo, y se encontraba con que sus senos no correspondían en absoluto con la idea que de ellos se había formado. También le gustaba darse cuenta de que mujeres que tenían un aspecto ciento por ciento sexual y que aparentaban estar de vuelta de todo, en la intimidad eran tímidas como corderillos, cuando no vírgenes.


En Hollywood se reían de su afición por las vírgenes. Le consideraban anticuado. Por otra parte, algunas de las vírgenes de Johnny demostraron luego tener mucho interés en recuperar el tiempo perdido. Johnny Fontane sabía bien cómo enamorar a las chicas jóvenes. Las trataba con exquisita educación, y el premio lo merecía. ¿Es que había algo comparable con la emoción de ser el primer hombre en la vida de una mujer? Ello era un cúmulo de agradables sensaciones sin par. Pechos de distintos tamaños, caderas diferentes, cutis de diversas tonalidades y suavidad. Recordó la noche en que se acostó con aquella muchacha de color, hija de un músico que actuaba en el mismo local que él, en Detroit. Era una buena chica, jamás podría olvidar el placer que le había deparado. Sus carnosos labios sabían a miel, su morena piel era suave como la seda, y su dulzura era algo excepcional. Además, era virgen.


Sus amigos siempre le hablaban de formas extravagantes de hacer el amor, pero a él no le satisfacían. Con su segunda esposa tuvo complicaciones en este sentido. Empezó a burlarse de él y a llamarlo rústico, y luego empezó a decir a quien quisiera oírla que su marido tenía una manera infantil de hacer el amor. Tal vez éste fuera el motivo de que Sharon no quisiera acostarse con él. No importaba. De todos modos, Johnny estaba convencido de que la muchacha no le hubiera proporcionado mucho placer. La mujer que realmente tiene ganas de que le hagan el amor no se anda con remilgos y da rienda suelta a sus instintos. Sobre todo las que hace poco que han dejado de ser vírgenes. Lo que desagradaba especialmente a Johnny eran las chicas que habían comenzado a acostarse con hombres a los doce años y que, luego, a los veinte, cansadas ya de todo, iban a probar fortuna en Hollywood. Con ellas había que tener mucho cuidado ya que, aparte de ser hermosas, se las sabían todas.


Ginny le sirvió el desayuno en su habitación. Johnny le dijo que Hagen iba a ayudarle a conseguir el dinero necesario para producir algunas películas y ella se mostró entusiasmada. Su ex marido volvería a ser importante. Pero Ginny no imaginaba lo importante que era Don Corleone, por lo que no comprendió el significado del viaje de Hagen a California. Johnny le dijo que Hagen le ayudaría también en los detalles de tipo legal.


Terminado el desayuno, Johnny dijo a Ginny que aquella noche tendría mucho trabajo, pues tenía que efectuar varias llamadas telefónicas, además de hacer planes para el futuro.


– La mitad de todo lo pondré a nombre de las niñas -dijo Johnny.


Su antigua esposa le dirigió una sonrisa de agradecimiento y le dio un beso en la mejilla antes de salir de la habitación.


En la mesa de su despacho, Johnny tenía una bandeja llena de sus cigarros favoritos y una caja de cigarros habanos de la mejor calidad. Realizó algunas llamadas telefónicas, mientras en su mente bullían planes e ideas. Llamó al autor del libro, una novela de gran éxito, en que se basaría la película. Era un hombre de su misma edad, que desde la nada se había convertido en una celebridad literaria. Había llegado a Hollywood esperando ser tratado como un señor, pero, como otros muchos autores, se había llevado un tremendo desengaño. Johnny había sido testigo de la humillación sufrida por el escritor una noche en el Brown Derby. Los magnates de Hollywood lo dispusieron todo para que una conocida aspirante a estrella de generosas formas le acompañara a cenar y, evidentemente, también a dormir. Pero mientras cenaban, la muchacha le dejó plantado por un actor cómico de cara ratonil que le había guiñado el ojo. Después de este episodio, el novelista comprendió cuál era su puesto en Hollywood. El hecho de que su libro le hubiera hecho universalmente famoso carecía de importancia. Seguía siendo un cero a la izquierda, y la joven actriz acababa de demostrárselo.


Johnny llamó al escritor, que a la sazón estaba en Nueva York, y le dio las gracias por el papel que le había escrito en el anterior guión. Luego le preguntó qué estaba escribiendo. Encendió un cigarro, mientras el escritor le hablaba de la obra que estaba preparando.


– Me gustaría leerla en cuanto la termine -le dijo Johnny-. ¿Le importaría mandarme una copia? Tal vez podríamos llegar a un acuerdo. Creo que quedaría más satisfecho de mí que de Woltz.


Por el comentario que hizo el escritor, Johnny comprendió que Woltz le había pagado una miseria. Entonces le prometió que intentaría viajar a Nueva York después de las vacaciones de Navidad.


– Iremos a cenar con algunos amigos -propuso Johnny-. Además, conozco a algunas mujeres. Nos divertiremos.


Al otro lado del hilo, el novelista rió francamente y dio su conformidad.


Acto seguido, Johnny llamó al director y al cámara de la recién terminada película para agradecerles su colaboración. Confidencialmente, les comentó que sabía que Woltz había estado contra él, por lo que apreciaba doblemente su ayuda. También les hizo saber que estaba a su entera disposición en todo momento.


Luego se dispuso a realizar la llamada más difícil de todas. Marcó el número de Jack Woltz. Le dio las gracias por haberle concedido el papel y le dijo que estaría encantado de volver a trabajar para él. La intención de su llamada era dar una bofetada al productor, que al cabo de pocos días se enteraría de todo y se sentiría ofendido por la burla de Johnny. Eso era, precisamente, lo que éste quería.


Acto seguido, se dedicó a terminar el cigarro. Tenía una botella de whisky, pero había prometido a Hagen -¡y a sí mismo!-que no bebería. De hecho, había prometido también no fumar. Era una tontería; la pérdida de su voz seguramente no tenía nada que ver con el tabaco ni con la bebida. No abusaría, desde luego, pero un poco de licor y de tabaco le ayudarían a pensar. Y en adelante, con tanto dinero como tendría en sus manos, debería pensar mucho.


Ahora que el silencio era absoluto, pues tanto Ginny como las niñas dormían, Johnny recordó aquellos terribles días en que abandonó a su familia. Las abandonó por su segunda mujer, una auténtica ramera. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, el recuerdo de su segunda esposa le hizo sonreír. Era una puta, sí, pero encantadora en muchos aspectos. Johnny, por otra parte, había decidido que no podía permitirse odiar a ninguna mujer: ni a su primera esposa, ni a sus hijas, ni a sus amigas, ni a la ramera de su segunda mujer ni, después de todo, a aquella Sharon Moore que lo había rechazado.


Johnny Fontane había viajado mucho como cantante de una orquesta. Después había tenido la oportunidad de cantar en la radio, acto seguido pasó a los escenarios de grabación, y finalmente fue requerido por el cine. Durante todos aquellos años había actuado a su antojo, se había acostado con las mujeres que había querido… Pero nunca había permitido que todo aquello afectara su vida personal. Luego se había enamorado de la que sería su segunda esposa, Margot Ashton, por la que llegó a perder la cabeza. Su carrera se había ido al diablo, había perdido la voz, se había quedado sin familia. Y llegó un día en que se dio cuenta de que lo había perdido todo.


Lo peor de él fue siempre su generosidad, su educación. Al divorciarse, dio a su esposa todo cuanto tenía y se aseguró de que sus hijas se beneficiarían de una parte de lo que había hecho: discos, películas, actuaciones en night-clubs, etc. En los tiempos en que las cosas le iban bien, nunca negó nada a su primera esposa y, además, ayudó siempre a los hermanos y hermanas de Ginny, a su padre y a su madre, a las amigas que habían ido a la escuela con ella, etc. Jamás había sido egoísta. Incluso cantó en la boda de las dos hermanas menores de su esposa, cosa que siempre le había disgustado. Nunca le había negado nada, a excepción de la entrega completa de su personalidad.


Más tarde, en los malos tiempos, cuando ya no podía conseguir papeles en las películas, cuando ya no podía cantar, cuando su segunda esposa le traicionó, había ido a pasar unos días con Ginny y las niñas. Todo sucedió a raíz de la grabación de un disco. Al oír su propia voz, acusó a los técnicos de que le estaban haciendo sabotaje. Finalmente, Johnny se convenció de que había perdido la voz. Rompió la maqueta del disco y se negó a volver a cantar. Estaba tan avergonzado, que no se sentía con fuerzas para cantar en presencia de persona alguna. Su interpretación con Nino en la boda de Connie Corleone había sido una excepción.


Nunca olvidó la expresión de Ginny cuanto terminó de contarle sus desgracias. Fue algo que duró solamente un segundo, pero jamás podría borrarlo de su mente. Fue una mirada de salvaje satisfacción, una mirada que le hizo creer que Ginny le había estado odiando durante todos aquellos años de vida en común. Después, ella le expresó una simpatía distante, pero cortés, que él simuló aceptar. Durante los días que siguieron, Johnny visitó a tres de las muchachas que más le habían gustado desde su llegada a Hollywood. Seguía conservando una buena amistad con ellas; las había ayudado en lo que había podido, les había dado el equivalente de cientos de miles de dólares en regalos o en oportunidades de tipo profesional, se acostaban con él de vez en cuando… Pues bien, en sus rostros la misma mirada de salvaje satisfacción.


En aquel tiempo comprendió que debía tomar una determinación. Al igual que muchos otros hombres en Hollywood, tenía que convertirse en una persona sin escrúpulos ni sentimientos. Muchos grandes productores, guionistas, directores y actores eran así; trataban a las mujeres con egoísmo y sin consideración de ninguna especie. Él también debía aprender a mirarlas como seres siempre dispuestos a la mentira y la traición, enemigos de las situaciones apuradas. O eso, o decidirse a no odiarlas, a continuar creyendo en ellas.


Sabía que no era capaz de dejar de amarlas, sabía que algo moriría en su espíritu si no continuaba amándolas, al margen de las traiciones e infidelidades de ellas. El hecho de que las mujeres a las que más apreciaba en el mundo se alegraran de sus desgracias no cambiaba las cosas. Como tampoco importaba que, aunque no en sentido sexual, le hubiesen sido infieles. No tenía alternativa. Debía aceptarlas. En consecuencia, a todas hizo el amor, a todas las colmó de regalos, a todas ocultó el dolor que le producía su alegría ante sus tribulaciones. Johnny las perdonaba, consciente de que aquél era el precio que debía pagar por las horas felices que le habían proporcionado. Por otra parte, Johnny nunca había sentido remordimiento alguno por haberles sido infiel. Jamás se había reprochado la forma en que había tratado a Ginny, su insistencia en no querer otro padre para sus hijas, pese a que no tenía la menor intención de volver con su primera esposa; con el agravante, además, de que así se lo había manifestado a ella misma. Eso era algo que había conservado de sus años de gloria. Nunca había sabido darse cuenta de las heridas que infligía a las mujeres.


Estaba cansado y dispuesto a acostarse cuando se le ocurrió una idea: cantar con Nino Valenti. De pronto supo qué era lo que más podía complacer a Don Corleone. Descolgó el teléfono y pidió una conferencia con Nueva York. Llamó a Sonny para pedirle el número de Nino Valenti, y enseguida lo telefoneó. Nino parecía haber bebido más de la cuenta, como de costumbre.


– Hola, Nino. ¿Te gustaría venir a Hollywood a trabajar conmigo? Necesito a un hombre del que pueda fiarme.


– Pues no sé, Johnny; el empleo que tengo con el camión es muy bueno -bromeó Nino-. Tengo oportunidad de pasarlo bien con las amas de casa y, además, gano ciento cincuenta dólares a la semana. ¿Qué me ofreces tú?


– Para empezar, quinientos a la semana, y te garantizo todas las citas que desees con estrellas de cine. Hasta quizá te permita cantar en las fiestas que doy en mi casa.


– Bueno, en principio me interesa, pero lo consultaré con mi abogado, con mis asesores financieros y con mi ayudante en el camión -contestó Nino.


– Vamos, vamos, Nino, déjate de bromas. Te necesito aquí. Quiero que tomes el avión mañana por la mañana. Firmaremos un contrato por un año, sobre la base de quinientos dólares semanales. Así, si me quitas a una de mis amantes favoritas y te despido, al menos cobrarás el sueldo de todo un año. ¿Qué te parece? Se produjo un largo silencio.


– Oye, Johnny; ¿te estás burlando? -dijo finalmente Nino, completamente sobrio.


– Hablo en serio, muchacho. Ve a la oficina de mi agente en Nueva York. Allí se preocuparán de conseguir el billete del avión y te proporcionarán algún dinero en efectivo. Les llamaré a primera hora de la mañana, o sea que mejor vas por la tarde. Haré que te esperen en el aeropuerto y que te traigan a mi casa.


De nuevo se produjo una larga pausa, rota por Nino, quien con voz temblorosa, y no precisamente por causa del alcohol, dijo:


– De acuerdo, Johnny.


Johnny colgó el auricular y se preparó para acostarse. No se había sentido tan bien desde el día en que rompió la maqueta de aquel disco.

13

Johnny Fontane estaba sentado en el enorme estudio de grabación, calculando los costes en una libreta amarilla. Habían llegado los músicos, todos conocidos suyos desde los años en que cantaba con orquestas. El director, uno de los mejores del país, se había portado bien con él cuando las cosas empezaron a pintar mal. En ese momento estaba repartiendo las partituras y dando instrucciones verbales. Se llamaba Eddie Neils. Había aceptado dirigir la orquesta como favor personal a Johnny, pues le sobraba trabajo.


Nino Valenti, muy nervioso, estaba sentado al piano, con un vaso de whisky en la mano. A Johnny eso le tenía sin cuidado. Sabía que Nino cantaba exactamente igual aunque hubiese bebido, y en la grabación de ese día Nino apenas si tenía trabajo como músico.


Eddie Neils había hecho unos arreglos especiales de diversas viejas canciones italianas y sicilianas, entre ellas de la canción que cantaron Johnny y Nino en la boda de Connie Corleone. Johnny quería hacer la grabación, porque sabía que el Don se sentiría muy complacido. Aquel disco sería el mejor regalo de Navidad que podría hacerle. Además, tenía la impresión de que el disco tendría éxito. No se venderían un millón de ejemplares, desde luego, pero sería un éxito. Y algo le decía que lo que el Don deseaba en compensación por su ayuda, era que él ayudara a Nino. Al fin y al cabo, Nino era otro de los ahijados del Don.


Johnny dejó la libreta encima de la silla que tenía al lado, se levantó y fue a colocarse de pie junto al piano.


– Hola, faisán -dijo a Nino.


Nino Valenti le dirigió lo que quería ser una amistosa sonrisa, pero parecía enfermo. Johnny le dio unas palmaditas en la espalda, para animarle:


– Relájate, muchacho. Si haces un buen trabajo, te arreglaré una cita con la estrella más bella y famosa que hayas visto nunca, para esta misma noche.


Nino bebió un trago de whisky.


– ¿Y quién es? ¿Lassie?


– No. Se trata de Deanna Dunn. La mercancía está plenamente garantizada.


Nino estaba evidentemente impresionado, pero no pudo evitar bromear un poco.


– ¿Y no podría ser Lassie?


La orquesta inició los primeros compases de la canción. Johnny Fontane escuchaba atentamente. Eddie Neils dirigiría todas las canciones. Luego se efectuaría la primera grabación para el disco. Mientras escuchaba, Johnny tomaba mentalmente nota de cómo cantaría cada frase, de la entonación que daría a cada palabra. Sabía que su voz no resistiría mucho, pero sería Nino quien cargaría con la mayor parte del esfuerzo. En realidad, él cantaría poco. Excepto, naturalmente, en la canción a dúo, la que habían interpretado en la boda de Connie. Tendría que reservarse para aquella canción.


Hizo levantar a Nino y ambos se colocaron frente a sus respectivos micrófonos. Nino falló nada más abrir la boca, y seguidamente volvió a equivocarse.


– ¿Es que quieres hacer horas extras? -le dijo Johnny en tono amistoso.


– Es que sin mi mandolina me siento extraño -alegó Nino.


Johnny reflexionó durante unos instantes.


– Sostén el vaso de whisky en la mano -dijo al fin.


Había encontrado la solución. De vez en cuando Nino bebía un trago, pero lo estaba haciendo bien. Johnny cantaba suavemente, sin forzar la voz, limitándose a acompañar a Nino. Esta forma de cantar no le proporcionaba satisfacción alguna, pero se sorprendió al comprobar su propio dominio de la técnica. Diez años de vocalización tenían que servir para algo.


Cuando llegaron al dúo, la última canción del disco, Johnny lo dio todo. Al terminar, le dolía la garganta. Los músicos, a pesar de su veteranía y a despecho de hallarse de vuelta de todo, musicalmente hablando, pusieron el alma en esa pieza. Como tenían las manos ocupadas sosteniendo los instrumentos, aplaudieron con los pies. Para demostrar su entusiasmo, el tambor dedicó a Johnny y a Nino unos magníficos redobles.


La grabación, contando las lógicas interrupciones, duró cuatro horas. Eddie Neils se acercó a Johnny.


– Ha cantado usted muy bien, muchacho -le dijo el director-. Creo que puede perfectamente grabar un disco. Tengo una canción que sería perfecta para usted.


Johnny hizo un gesto negativo


– No nos engañemos, Eddie. Dentro de un par de horas, la ronquera no me dejará ni siquiera hablar. ¿Cree usted que se podrá aprovechar mucho de lo que hemos hecho hoy?


– Nino tendrá que volver al estudio mañana -replicó Eddie con expresión pensativa-. Ha cometido algunos errores, pero es mucho mejor de lo que me imaginaba. En cuanto a lo que usted ha cantado, haré que los técnicos de sonido arreglen lo que no me guste. ¿De acuerdo?


– De acuerdo, Eddie. ¿Cuándo podré escuchar la grabación?


– Mañana por la noche. ¿En su casa, Johnny?


– Perfecto. Gracias, Eddie. Hasta mañana.


Tomó del brazo a Nino y ambos salieron del estudio. No fueron a casa de Ginny, sino a la de Johnny.


Atardecía. Nino estaba todavía bastante borracho. Johnny le aconsejó que se diera una ducha y que se acostara un rato. Por la noche, a las once, tenían que asistir a una fiesta.


Cuando Nino despertó, Johnny le dijo:


– La fiesta será en el Lonely Hearts Club. Las mujeres que asistirán son todas estrellas de la pantalla, damas admiradas por millones de hombres en todo el mundo. Muchos darían su brazo derecho por acostarse con cualquiera de ellas. Y su presencia en la fiesta tendrá un solo objeto: buscar a un hombre que quiera darles un buen repaso. ¿Sabes por qué? Porque lo necesitan, se están haciendo un poco mayores. Y como todas las señoras, quieren que el asunto se desarrolle en un ambiente distinguido.


– ¿Qué te pasa en la voz, Johnny? -preguntó Nino.


Y es que Johnny había estado hablando casi en susurros.


– Es algo que me ocurre siempre que acabo de cantar. No podré volver a hacerlo durante un mes. Pero la ronquera se me pasará en un par de días.


– Es duro ¿eh? -dijo Nino, en un tono triste.


Johnny se encogió de hombros.


– Escucha, Nino; no quiero que bebas demasiado esta noche. Tienes que demostrar a esas furcias de Hollywood que mi «paisan» tiene clase. Recuerda que algunas de esas mujeres tienen mucha influencia en el mundo del cine y que pueden ayudarte mucho. Así, pues, sé educado con ellas incluso cuando les hayas hecho el amor.


Nino se estaba sirviendo un trago.


– Siempre soy educado -una vez hubo vaciado el vaso, preguntó, sonriendo-: Bromas aparte, Johnny ¿puedes presentarme a Deanna Dunn?


– No te pongas nervioso -dijo Johnny-. Las cosas no van a ser como tú te figuras.


El Lonely Hearts Club se reunía cada viernes por la noche en la soberbia mansión de Roy McElroy, agente de prensa y consejero de relaciones públicas de la Woltz International Film Corporation. En realidad, la idea no había sido de McElroy, sino del práctico cerebro de Jack Woltz. Algunas de sus estrellas más taquilleras estaban envejeciendo. Sin la ayuda de las luces especiales y de los genios del maquillaje casi parecían abuelas. Y tenían problemas. Además, y hasta cierto punto, habían perdido su sensibilidad mental y física. Ya no les era posible enamorarse. Les resultaba prácticamente imposible desempeñar el papel de mujeres acosadas por los hombres. El dinero, la fama y su antigua belleza les habían dado una personalidad demasiado fuerte.


Woltz había ideado esas fiestas semanales para que les fuera más fácil escoger amantes de una noche, que, si pasaban satisfactoriamente la prueba, podían convertirse en amantes fijos, con todas las ventajas que de tal situación se derivaban (entre ellas, iniciar una carrera en el mundo del cine). En algunas ocasiones aquellas fiestas habían degenerado en escandalosas orgías, intervención de la policía incluida. Para evitarlo, Woltz decidió que se celebraran en casa de su consejero de relaciones públicas, que estaría allí para sobornar a los periodistas y a la policía si llegaba el caso.


Para algunos jóvenes y viriles actores que no habían alcanzado todavía el estrellato, la asistencia a la fiesta de cada viernes no siempre era una tarea agradable. La excusa para la convocatoria de aquellas bacanales era siempre la misma: un pase de preestreno de alguna película. La gente decía: «Vamos a ver qué tal es la nueva película de fulanito». Así, la cosa tenía un aire absolutamente profesional.


Las jóvenes aspirantes a actrices tenían prohibida la entrada. Generalmente bastaba con insinuarles que su presencia no sería grata y la mayoría no insistía.


Los pases de las películas se efectuaban a medianoche. Johnny y Nino llegaron a las once. Roy McElroy era, a primera vista, un hombre de una simpatía desbordante, bien educado e impecablemente vestido.


– Pero ¿qué estás haciendo tú aquí? -preguntó asombrado a Johnny.


– He querido que mi primo del pueblo vea el ambiente de Hollywood. Te presento a Nino -explicó Johnny, estrechando la mano del empleado de Woltz.


Después de saludar también a Nino, McElroy exclamó:


– ¡Se lo comerán vivo!


Luego los acompañó a la parte posterior de la mansión, al «patio».


El patio consistía en una serie de enormes estancias, cuyos ventanales acristalados -ahora abiertos-daban a un jardín, en medio del cual había una piscina. En el lugar se encontraban, por lo menos, un centenar de personas, todas con una copa en la mano. Las luces habían sido dispuestas de modo que favorecieran el rostro y el cutis de las mujeres. Nino había visto todos aquellos rostros muchas veces en la pantalla desde que era un adolescente. Sus sueños eróticos habían tenido a muchas de aquellas mujeres como protagonistas. Pero ahora, al verlas en carne y hueso, se sentía un poco decepcionado. Nada podía ocultar el cansancio de los espíritus y de los cuerpos; el tiempo había dejado su huella. Las viejas actrices se movían con el mismo encanto que en la pantalla, pero parecían estar hechas de cera, incapacitadas para estimular a ningún hombre. Nino se tomó un par de copas y se acercó a una mesa cubierta de botellas. Johnny lo acompañó y poco después, detrás de ellos, se oyó la mágica voz de Deanna Dunn.


Nino, como millones de hombres, nunca podría olvidar aquella voz maravillosa. Sin embargo, Deanna Dunn, la ganadora de dos Osear, era una de las mujeres más groseras de Hollywood. En la pantalla, su encanto felino la había hecho irresistible para todos los hombres, pero en sus películas nunca había pronunciado las palabras que en aquellos momentos salían de su boca.


– Eres un cerdo, Johnny. Tuve que ir al psiquiatra, y todo por culpa de la noche que tú y yo pasamos juntos. ¿Por qué no quisiste acostarte más veces conmigo? Johnny le dio un beso en la maquillada mejilla, al tiempo que respondía:


– Porque me dejaste sin fuerzas. Estuve un mes tratando de recuperarme. Oye, Deanna, quiero presentarte a mi primo Nino. Es un muchacho italiano. Y muy raerte, además. Tal vez él consiga satisfacerte. Deanna Dunn examinó fríamente a Nino.


– ¿Le gustan los preestrenos? -preguntó a Johnny.


– No creo que haya asistido a ninguno -Johnny rió-. ¿Por qué no lo acompañas?


Cuando se encontró a solas con Deanna Dunn, Nino tuvo que tomarse una copa. Trataba de mostrarse tranquilo, pero le resultaba imposible. Deanna Dunn tenía la nariz respingada y la tez clara como la mayoría de las bellezas anglosajonas. Y él, Nino, la conocía muy bien. La había visto sola, en un dormitorio, con el corazón roto, llorando sobre el pecho de su marido muerto, un piloto que dejaba a sus hijos sin padre. La había visto hambrienta, herida y humillada, pero siempre digna, incluso cuando el malvado Clark Gable acababa de aprovecharse de ella. La había visto profundamente enamorada, abrazando al hombre que la adoraba, y la había visto morir al menos media docena de veces, siempre de un modo emocionante y bello. La había visto, la había oído y la había soñado, y aun así no estaba preparado para escuchar las primeras palabras que le dijo en cuanto estuvieron a solas.


– Johnny es uno de los pocos hombres auténticos en esta ciudad. El resto no son sino unos desgraciados, incapaces de satisfacer a una mujer.


Tomó a Nino de la mano y se lo llevó a uno de los rincones del salón, lejos de cualquier posible competencia. Luego, todavía con cierta frialdad, le hizo algunas preguntas acerca de su vida. Nino pronto comprendió cuál era su juego. Advirtió que estaba interpretando el papel de la muchacha de buena sociedad que se muestra amable con el criado o el chófer, pero que no daría esperanzas al muchacho (si este papel lo desempeñara Spencer Tracy), o que haría lo posible y lo imposible por conquistarlo (si se tratara de Clark Gable). No importaba, pensó Nino. Y, sin apenas darse cuenta, empezó a contarle a Deanna que él y Johnny habían crecido juntos en Nueva York, y que habían cantado juntos en clubes de mala muerte. Nino la encontró maravillosamente simpática. En un momento dado, Deanna le preguntó:


– ¿Sabes cómo consiguió Johnny que ese cerdo de Jack Woltz le diera el papel?


Nino respondió que no. Ella no habló más del asunto.


Había llegado el momento de ver el preestreno de una nueva película de Woltz. Deanna Dunn volvió a tomar de la mano a Nino y lo condujo a una sala interior de la mansión. No tenía ventanas y estaba amueblada con unos cincuenta sofás -para dos personas-, colocados de modo que las parejas pudieran disfrutar de una pequeña isla de semiintimidad.


Nino comprobó que al lado de cada sofá había una mesita, encima de la cual no faltaban los vasos, las botellas de licor ni los cigarrillos. Dio uno de éstos a Deanna, se lo encendió y se dispuso a preparar bebidas para ambos, todo ello sin pronunciar palabra. Pocos minutos después se apagaron las luces.


Nino esperaba algo atroz, pues no en balde había oído muchas leyendas acerca de la depravación de Hollywood. Pero no estaba preparado para el rápido y voraz sondeo efectuado por Deanna Dunn en todo su cuerpo, sin ni siquiera una palabra de aviso. Nino siguió bebiendo y mirando la película, sin hallar sabor alguno en la bebida, ni encontrar atractivo en las imágenes de la pantalla. Estaba excitado como nunca lo había estado, más que nada por el hecho de que la mujer con la que estaba había poblado buena parte de sus sueños de adolescente. Sin embargo, su virilidad se sentía, en cierto modo, ofendida. Por ello, cuando la mundialmente famosa Deanna Dunn hubo terminado su largo sondeo, Nino, fríamente, le sirvió una copa y le ofreció un cigarrillo, mientras, con voz aparentemente tranquila, le decía:


– Parece una buena película ¿no? Sintió que el cuerpo de ella se apretaba contra el suyo. ¿Estaría esperando que le diera las gracias? En la oscuridad, Nino se llenó el vaso. Al diablo con todo. Deanna le estaba tratando como a un gigoló. Sin saber exactamente por qué, comenzó a sentir odio hacia todas aquellas mujeres.


Estuvieron contemplando la película durante unos quince minutos. Nino se apartó un poco, para que sus cuerpos no estuvieran en contacto. Finalmente, en voz muy baja, Deanna dijo:


– No te hagas el ofendido. Sé que te ha gustado. Deanna Dunn se rió y luego permaneció quieta hasta que hubo terminado la proyección. Cuando se encendieron las luces, Nino miró alrededor y cayó en la cuenta de que había habido mucho movimiento, a pesar del silencio imperante durante la proyección. Algunas de las damas demostraban, por su expresión, que habían estado muy ocupadas. Al salir de la sala, Deanna Dunn se apartó de su lado para acercarse a un hombre maduro en quien Nino reconoció a un famoso actor. Sin embargo, ahora, al verlo en persona, lo encontró vulgar. Con rostro pensativo, Nino bebió otro trago., Se le acercó Johnny Fontane, quien, dándole un golpecito en la espalda, le preguntó:


– ¿Te diviertes, muchacho?


– Pues no lo sé -contestó Nino, sonriendo-. Es todo muy diferente de lo que me imaginaba. Cuando regrese a mi barrio podré decir que Deanna Dunn ha abusado de mí.


Johnny se echó a reír.


– Te aseguro que si te invita a su casa lo pasarás en grande. ¿Lo ha hecho?


Nino negó con la cabeza.


– He puesto demasiado interés en la película.


– No hagas tonterías, muchacho -dijo Johnny, de pronto muy serio-. Una mujer como esa puede ayudarte muchísimo. Parece mentira. Todavía tengo pesadillas cuando recuerdo aquellas viejas y feas putas con las que solías acostarte.


Nino, con voz de borracho y sin preocuparle el que pudieran oírle, dijo:


– Sí, eran feas y viejas, lo reconozco, pero eran mujeres de verdad.


Deanna Dunn, que estaba cerca, volvió la cabeza.


Nino le hizo una breve reverencia.


– No eres más que un paleto, Nino -dijo Johnny.


– Y no pienso cambiar -replicó Nino, con voz pastosa.


Johnny le entendía a la perfección. Sabía que Nino no estaba tan ebrio como quería aparentar, que lo simulaba porque consideraba que era la única forma de decir ciertas cosas que estando sobrio no quedarían demasiado bien, teniendo en cuenta que Johnny era ahora su nuevo «padrone».


Johnny Fontane le pasó el brazo por los hombros y, amistosamente, le dijo:


– Eres un pillo, Nino. Sabes que tienes contrato por un año, y que, digas lo que digas o hagas lo que hagas, no puedo despedirte.


– ¿Que no puedes despedirme? -dijo Nino, con la gracia de los borrachos.


– Claro que no.


– Pues aguántate.


Por un instante, ante la despreocupada sonrisa de Nino, Johnny notó que la irritación empezaba a dominarlo. Pero los años le habían hecho perder buena parte de su orgullo. Por otra parte, últimamente sabía comprender mejor a los demás. Y ahora comprendía a Nino, ahora sabía por qué su antiguo amigo no había triunfado, ahora sabía por qué estaba tratando de destruir todas sus posibilidades de triunfo. Nino no quería pagar el precio del éxito; se sentía ofendido por todo lo que Johnny, su amigo de la infancia, estaba haciendo por él.


Johnny le tomó del brazo y lo acompañó fuera de la casa. Apenas si podía sostenerlo. En tono persuasivo, le dijo:


– De acuerdo, muchacho, lo único que te pido es que cantes para mí. Por lo demás, haz lo que quieras. No quiero dirigir tu vida. Lo único que debes hacer es cantar para que, ahora que no puedo cantar, por lo menos consiga ganarme algún dinero.


– Cantaré, Johnny -repuso Nino, con voz apenas comprensible-. Ahora soy mejor cantante que tú. Siempre he sido mejor que tú ¿te enteras?


De modo que era eso, pensó Johnny. Sabía que Nino nunca había podido competir con él, ni cuando ambos cantaban juntos, ni mucho menos después, cuando él, Johnny Fontane, estaba en el apogeo de su fama. Vio que Nino estaba esperando su respuesta.


– Vete al diablo -le dijo en tono amistoso.


Ambos se echaron a reír, como antes, como cuando eran más jóvenes.


Cuando Johnny Fontane se enteró del atentado sufrido por Don Corleone, no sólo se preocupó por el estado de su padrino, sino que también se preguntó en qué quedaría lo de la prometida financiación. Se había ofrecido para visitar al Don en Nueva York, pero le dijeron que no le convenía hacerse mala publicidad, pues el Don no lo aprobaría. Por lo tanto, esperó. Una semana más tarde acudió a verle un mensajero enviado por Tom Hagen. La financiación continuaría, pero sólo para una película a la vez.


Johnny dejó que Nino se las arreglara a su modo en Hollywood y California, y éste lo se pasaba en grande con las jóvenes «starlets». A veces, Johnny lo llamaba para salir juntos, pero sin insistir demasiado. Cuando hablaron del atentado contra el Don, Nino le confesó:


– Una vez le pedí al Don un puesto en su organización, pero me lo negó. Yo ya estaba cansado de conducir camiones; tenía ganas de ganar dinero. ¿Sabes qué me dijo? Que cada hombre tenía su destino, y que el mío era el de ser artista. Me dio a entender que no me consideraba un hombre duro.


Las palabras de Nino hicieron reflexionar a Johnny. El Padrino debía de ser el hombre más inteligente del mundo. Había adivinado de inmediato que si Nino hubiese entrado en la organización, sólo hubiese conseguido que le metieran un par de balas en el cuerpo. Y todo por ser demasiado impertinente, por hablar demasiado y a destiempo, por no saber distinguir entre las personas. Pero ¿cómo había sabido que sería artista? La respuesta era obvia. Porque se figuraba que él, Johnny, le prestaría su ayuda. ¿Y cómo había llegado a figurárselo? Porque sabía que a él, Johnny Fontane, le bastaría con una insinuación para que prestase ayuda a Nino. Naturalmente, nunca le habría pedido que lo hiciera. Se limitó a darle a entender que le complacería el que echase una mano a Nino. Ahora el Padrino estaba herido y, por lo tanto, el Osear volaría, sobre todo teniendo en contra a Jack Woltz. Sólo el Don tenía la influencia necesaria para contrarrestar cualquier maniobra de Woltz, pero ahora la familia Corleone tenía otras cosas en que pensar. Johnny había ofrecido su ayuda; sin embargo, Hagen, muy cortésmente, la había rehusado.


Johnny estaba muy ocupado con su película. El autor del libro en que se había basado la que protagonizara para Woltz había terminado de escribir su nueva novela y, en respuesta a una invitación de Johnny, estaba en California para hablar sin agentes ni estudios por en medio. El segundo libro se ajustaba exactamente a lo que Johnny deseaba. No tendría que cantar; era una historia en la que abundaban las mujeres y el sexo, y uno de los papeles parecía hecho especialmente para Nino, pensó Johnny. El personaje hablaba y actuaba igual que Nino, e incluso se le parecía físicamente, lodo lo que su amigo debería hacer era limitarse a mostrarse natural.


Johnny trabajaba a toda prisa. Sorprendido, comprobó que sabía más de lo que creía acerca de la producción de películas. No obstante, contrató a un productor ejecutivo. Era un hombre capacitado, pero como estaba en la lista negra tenía dificultades para encontrar trabajo. Johnny no quiso explotarlo, a pesar de que hubiera podido hacerlo, y le firmó un contrato muy satisfactorio.


– Espero que así me saldrá usted más barato -le dijo, francamente.


Por ello se mostró sorprendido cuando el productor ejecutivo le dijo que debería pagar cincuenta mil dólares al representante del sindicato. Los contratos y las horas extras, entre otras cosas, solían ser fuente de grandes problemas, por lo que el dinero estaría bien empleado. De momento, Johnny pensó que el productor ejecutivo intentaba extorsionarlo.


– Al tipo ese del sindicato envíemelo a mí -dijo Johnny.


El tipo se llamaba Billy Goff. Johnny le comunicó:


– Pensaba que mis amigos lo habían arreglado todo. Me dijeron que no me preocupara del asunto de las cuotas.


– ¿Quién se lo dijo? -preguntó Goff.


– Usted sabe perfectamente quién me lo dijo. No diré su nombre, pero es un hombre que nunca habla por hablar.


– Las cosas han cambiado -replicó Goff-. Su amigo está en apuros, y su palabra ya no llega hasta California.


– Bien, venga a verme dentro de un par de días. ¿De acuerdo?


Con una sonrisa, Goff concluyó:


– De acuerdo, Johnny; pero llamar a Nueva York no le servirá de nada.


Resultó que sí sirvió. Johnny habló por teléfono con Hagen, quien le dijo claramente que no pagara.


– Tu padrino se enfadará mucho si sabe que has pagado un solo centavo. El respeto hacia su persona se vería afectado, y eso es algo que el Don no puede tolerar, y menos en estos momentos.


– ¿Puedo hablar con el Don? -preguntó Johnny-. ¿O prefieres ser tú quien hable con él? Tengo que empezar el rodaje.


– Nadie puede hablar ahora con el Don -respondió Hagen-. Está demasiado enfermo. Hablaré con Sonny; él se encargará de arreglar el asunto. Pero recuerda que no quiero que pagues ni un centavo. Si algo cambiara, te lo haría saber.


Molesto, Johnny colgó el auricular. Los problemas con el sindicato podrían encarecer mucho la película, además de demorar el trabajo. Por un instante consideró la posibilidad de pagar los cincuenta mil a Goff, sin decir nada. Después de todo, ni el Don ni Hagen le habían ordenado nada al respecto. Hagen se había limitado a darle un consejo, por así decirlo. Pero decidió esperar unos días.


La espera hizo que se ahorrase cincuenta mil dólares. Dos noches más tarde, Goff fue encontrado muerto en su casa de Glendale. Ya no se habló más de problemas laborales. Johnny se sintió un poco afectado por el final de Goff. Era la primera vez que el largo brazo del Don daba un golpe tan cerca de él.


Pasaron varias semanas y, ocupado como estaba con los mil detalles que una película lleva aparejados, Johnny Fontane se olvidó de su voz y de que ya no podía cantar. Por ello, cuando su nombre apareció oficialmente en la lista de candidatos a los Osear, se sintió ofendido por el hecho de que no lo invitaran a cantar en la ceremonia de la concesión de los premios, que sería televisada a toda la nación. Finalmente, sin embargo, decidió que lo mejor sería seguir trabajando de firme. No tenía esperanza alguna de conseguir la codiciada estatuilla ahora que su padrino estaba en el hospital, pero el hecho de figurar entre los candidatos ya tenía su mérito.


El disco que él y Nino habían grabado se estaba vendiendo muy bien, mejor que cualquiera de los que había puesto en el mercado en los últimos tiempos. Sabía que el mérito era de Nino, exclusivamente, y se resignó a no volver a cantar de forma profesional.


Una vez a la semana cenaba con Ginny y las niñas. Por muy ocupado que estuviera, nunca dejaba de hacerlo. Además, jamás intentó dormir con Ginny. En cuanto a su segunda esposa, había conseguido el divorcio en México. Volvía a ser un hombre soltero. Y, cosa rara, a Johnny ya no le importaban tanto las jóvenes «starlets», a pesar de que habría podido seguir consiguiendo fácilmente a la mayoría de ellas. No es que no le gustaran, pero el que ninguna de las grandes estrellas le hiciera el menor caso hacía que se sintiese humillado. Descubrió que el trabajar duro era una buena cosa. La mayor parte de las noches llegaba a casa solo, ponía algún viejo disco suyo y, mientras lo escuchaba, se tomaba una copa. Había sido un buen cantante, muy bueno, de hecho. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo bien que había cantado. Además de su voz, excelente en aquellos tiempos, había dominado todos los secretos de la técnica. Había sido un verdadero artista, pero todo aquello ya formaba parte del pasado. Sin apenas darse cuenta, el tabaco, la bebida y las mujeres le habían destruido la voz.


Algunas veces, Nino iba a casa de Johnny a tomar una copa. Entonces, burlonamente, Johnny le decía:


– Nunca en tu vida has sido capaz de cantar así.


A lo que Nino, con su simpática sonrisa, contestaba:


– No, y nunca lo haré.


Por el tono en que solía pronunciar estas palabras parecía que sabía lo que Johnny estaba pensando.


Una semana antes de que empezara el rodaje de la nueva película, se celebró, por fin, la fiesta de la Academia. Johnny invitó a Nino, pero éste declinó la invitación.


– Muchacho, nunca te he pedido favor alguno ¿no es cierto? -dijo Johnny-. Ahora te pido que me acompañes esta noche. Si no gano, tú serás el único que lo sentirá sinceramente. Aparte de mí, naturalmente.


Por un momento, Nino pareció asustarse. Luego, decidió:


– Iré, no te preocupes, Y si no ganas, olvídalo. Emborráchate como una cuba, que yo cuidaré de ti. Es más, te aseguro que no tomaré ni una sola copa. Creo que estoy demostrando ser un verdadero amigo ¿no?


– Desde luego que sí; un verdadero amigo.


Por extraño que pueda parecer, Nino cumplió su promesa. Llegó a casa de Johnny completamente sobrio, y juntos se fueron al teatro donde se celebraba la entrega de los premios. Nino se preguntaba por qué Johnny no había invitado a ninguna de sus amigas o a alguna de sus dos ex esposas, especialmente a Ginny. ¿No decía que Ginny seguía enamorada de él…? Deseaba ardientemente tomarse una copa. La noche, sin beber, sería muy larga.


Nino encontró muy aburrido todo aquello. Ni la cena ni la entrega de premios le interesaban lo más mínimo, excepto, claro está, el que se refería al mejor actor. Cuando oyó las palabras «Johnny Fontane», se encontró dando saltos y aplaudiendo. Johnny tendió una mano hacia él, y Nino la estrechó con todas sus fuerzas. Sabía que su amigo necesitaba el calor humano de alguien de toda su confianza, y le entristecía el hecho de que no pudiera compartir con alguien mejor que él aquel momento de gloria.


Lo que siguió fue una auténtica pesadilla. La película de Jack Woltz obtuvo gran número de premios, por lo que las mesas ocupadas por Woltz y su séquito pronto estuvieron rodeadas de una nube de periodistas y de hombres y mujeres de todas las edades. Nino mantuvo su promesa de no probar el alcohol, y trató de velar por Johnny. Pero todas las mujeres que asistían a la fiesta parecían empeñadas en brindar con él. Johnny se iba embriagando sin apenas darse cuenta.


La mujer que había conseguido el Osear a la mejor actriz se encontraba en la misma situación que Johnny, aunque sabía desenvolverse mejor. Nino fue el único hombre que no quiso unirse a la corte de la vencedora.


Fue entonces cuando Nino, la única persona que se mantenía sobria de entre todos los invitados, se hizo cargo de Johnny y, a empujones, lo sacó del local, haciéndole entrar luego en el coche. Mientras lo llevaba a su casa, Nino pensaba que si el éxito era aquello, no lo quería.

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